martes, 30 de marzo de 2010

El huerfanillo odiado por sus hermanos "cuento africano"

Cuentan que una vez hubo un matrimonio que tuvo siete hijos. Todos eran fuertes y apuestos mozos; tan sólo el más pequeño era de constitución débil y nada agraciado de rostro. Sus hermanos le despreciaban, y cuando los padres murieron, aquéllos aumentaron su desdicha; ordenábanle toda suerte de penosos trabajos y tratábanle peor que a un esclavo.
El pobre muchacho, cierto día que reflexionaba sobre su desventura, díjose:
- Mi padre ha muerto y mi madre muerta está; mis hermanos, que debieran reemplazarlos, son malos para mí, que soy débil y carezco de atractivos. ¿Qué puedo esperar, pues? Es preciso que me vea con Zanahary, el dios bueno de Madagascar.
Y Faralahy, que así se llamaba el pobre muchacho, empezó por tomar consejo de un aldeano viejo, muy viejo, llamado Rafuvatú, al que habló de esta manera:
- Yo quiero ir al encuentro de Zanahary; decidme: ¿qué debo hacer?
Rafuvatú contempló fijamente al muchacho y, al ver su decisión, le instruyó así:
- El martes próximo será un excelente día para emprender tu viaje; lo realizarás con éxito si atiendes mis consejos.
- Atento escucho - dijo Faralahy -; decidme cuanto deba hacer.
- Perfectamente; cuando estés a la otra ladera de esta gran montaña, allá abajo, verás un fértil campo de cañas de azúcar; son las de Zanahary; no te aproximes a ellas y sigue, siempre, tu camino por la mitad del sendero. Unos pasos más allá, muy luego, verás unos carneros; estarán bien cebados y serán muy hermosos. Son de los rebaños de Zanahary; déjalos pacer tranquilos. Y llegado que fueres a la otra orilla del valle, verás hermosos naranjales, cargados de ricos frutos, tan grandes como tu cabeza; son las doradas naranjas de Zanahary; no pruebes una tan sólo.
» Así que hayas ganado una nueva montaña, verás dos enormes bueyes; son los bueyes de Zanahary; no les arrojes piedras, ni les asustes. Luego, más allá, tropezarás con un profundo pozo de agua fresca y cristalina; es el rico manantial de Zanahary; aunque la sed te devore, no bebas de sus aguas.
» Y llegado que fueres a la morada de Zanahary, si estuviera ausente, saludarás a su esposa, y si ella te ofreciera agua con que calmar tu sed, beberás, cuidando de no tocar el asa del cántaro.
Faralahy agradeció a Rafuvatú sus consejos y púsose en camino.
Muy pronto vio los campos de cañas de azúcar, mas él contentóse con exclamar: "¡Hermosas son estas cañas de azúcar!"
Un poco más lejos encontróse con los carneros, y exclamó: "¡Magníficos son estos carneros!", pero sin detener sus pasos. Prosiguió ligero su ruta, y he aquí que sus ojos divisaron los bellos naranjales, cargados de frutos grandes como su cabeza. El hambre le acosaba, le devoraba la sed, pero Faralahy no desvió un paso de su camino. Luego cruzó por delante de los bueyes. "¡Soberbios ejemplares!", díjose, pero sin aproximarse a ellos. Y así, llegó junto al pozo de agua viva y aunque no pudo dejar de exclamar: "¡Qué agua tan pura y cristalina! ¡Cuán deliciosa debe de ser!", ni siquiera la punta de los dedos mojó en ella.
Resistidas las tentaciones, Faralahy llegó, por fin, a la morada de Zanahary. Zanahary no estaba en casa; tan sólo se hallaba presente su esposa.
Faralahy saludóla reverente y pidióle de beber y, al darle el cántaro, él no lo cogió; abrió sencillamente la boca, conformándose con el agua que la sirvienta le echara.
Luego que Zanahary regresó, preguntó:
- ¿Qué pretende con su visita Faralahy, tan odiado de sus hermanos?
- Señor - contestó humildemente Faralahy -, yo quisiera ser guapo mozo y muy fuerte, pues las gentes me desprecian.
- ¿Y viste mis cañas de azúcar, camino de este lugar?
- Yo las vi, mas no las toqué.
- ¿Y viste, también, mis carneros?
- Señor, paciendo los vi, pero en paz los dejé.
- ¿Y viste, asimismo, mis naranjales?
- Ciertamente los vi, pero dejé el dorado fruto en el árbol y no lo probé.
- ¿Y viste mis bueyes?
- Sí, los vi; tropecé con ellos en mi camino, pero ni una sola piedra les tiré.
- ¿Y viste, seguramente, mi manantial de agua viva?
- En verdad que sí, pero me abstuve de calmar mi sed en sus aguas.
Entonces Zanahary volvióse hacia su esposa y preguntóle:
- ¿Es éste el que saludó al franquear la puerta?
- Éste es - contestó la mujer -, y con alta cortesía lo hizo.
- Cuando le diste de beber, ¿abrió tan sólo la boca, sin coger el cántaro?
- Así lo hizo, señor - contestó la sirvienta.
En aquel instante, Zanahary premió la virtud de Faralahy: le tocó, y, ¡oh prodigio!, tornóse súbitamente guapo mozo y muy robusto, él que era tan débil y feo de rostro.
Faralahy agradeció el beneficio de todo corazón y emprendió alegre la vuelta al hogar.
Cuando llegó, sus hermanos se resistían a creer lo que sus ojos veían.
- ¿Eres tú, Faralahy? ¿De dónde vienes?
- Tan desgraciado era, que fuíme en busca de Zanahary; compadecióse de mi suerte, y he aquí lo que hizo de mí.
Entonces los seis hermanos se dijeron:
- Nosotros somos ya bellos y fuertes; si vamos al encuentro de Zanahary, hará de nosotros unos verdaderos gigantes.
Y fuéronse a Rafuvatú, quien los miró y así les dijo:
- Podéis partir el miércoles, mas no os garantizo un feliz viaje. Con todo, si sabéis abstenemos de todo cuanto yo os diré, tal vez logréis algo.
- Así lo haremos - contestaron a coro -. Dinos, pues, de qué se trata.
- Cuando veáis las cañas de azúcar de Zanahary, no las toquéis. Cuando veáis los grandes carneros de Zanahary, no matéis uno siquiera. Cuando veáis las enormes naranjas de Zanahary, delicia de los ojos, no las cojáis. Cuando tropecéis con los bien cebados bueyes de Zanahary, no los asustéis ni tiréis piedra alguna. Cuando alcancéis los ricos manantiales de Zanahary, no bebáis de sus aguas.
- ¿Y luego?
- Llegados que fuereis a la morada de Zanahary, si él estuviera ausente, saludad a la mujer, y si os da de beber, no toquéis el asa del cántaro.
Escuchados estos consejos, los seis hermanos emprendieron el camino, y tan pronto vieron las deliciosas cañas de azúcar, exclamaron:
- ¡Oh, qué maduras y jugosas están! Por una que cojamos cada uno, ¿quién se va a enterar?
Más allá divisaron los rebaños de carneros y dijeron:
- ¡Qué gordos están y cuántos! Sin comida, imposible nos será llegar a la meta de nuestra ruta.
Por lo que mataron uno de los carneros y se lo comieron.
Muy pronto contemplaron los naranjales; tenían sed y se saciaron de naranjas.
Y cuando pasaron junto a los bueyes, asombráronse de su magnitud y gordura y no supieron abstenerse de lanzarles piedras con que amedrentarlos.
Y bebieron a placer en los manantiales de Zanahary.
Y cuando llegaron a la morada de Zanahary, olvidáronse de saludar a la esposa, mas pidieron groseramente de beber, y tomaron el cántaro del asa y bebieron ávidamente.
Y llegó Zanahary.
- ¿Qué pretendéis los seis aquí? - les preguntó.
Los hermanos saludaron con una profunda inclinación de cabeza y contestaron:
- Hemos venido a visitaros, señor, para que nos convirtáis en unos gigantes.
- En vuestra ruta, ¿visteis mis cañas de azúcar?
- Sí, las vimos y cogimos tan sólo una cada uno.
- ¿Visteis mis carneros?
- Sí, los vimos; tanta hambre teníamos, que nos comimos uno.
- Y mis naranjales, ¿los visteis también?
- Sí, y tanta era nuestra sed que cogimos algunas naranjas.
- No habréis tirado piedras a mis bueyes, ¿verdad?
- Fue éste el que las tiró - dijeron los cinco hermanos señalando al primogénito.
- Cuando entraron en mi morada, ¿te habrán saludado? - preguntó a su esposa.
- No, por cierto - contestó ésta.
- Y cuando bebieron, lo hicieron con glotonería y sin soltar el cántaro, ¿verdad?
- Así fue, señor - confirmó la sirvienta.
Entonces Zanahary exclamó:
- Ya que habéis quebrantado los consejos de Rafuvatú, y os habéis comportado como brutos faltos de razón, animales irracionales os tornaréis.
Al instante, el primogénito convirtióse en lagarto; el segundo, en serpiente; el tercero, en rana; en repugnante sapo, el cuarto; el quinto, en camaleón, y en murciélago el último de todos, que era el sexto.
Y mientras ellos habitaban el bosque, junto con los demás animales, Faralahy heredó los bienes de sus hermanos, viviendo rico de bienes y de poder.
Y en Madagascar, donde la historia se cuenta, terminan con esta enseñanza: "El débil jamás debe descorazonarse, y el que es apuesto y fuerte tampoco debe engreírse."

sábado, 27 de marzo de 2010

Amadú Kekediurú "Cuento africano"

Dos hermanos se disponían a hacer un largo viaje. Su hermana, viuda, quiso acompañarles, pero ellos se opusieron y emprendieron la marcha.
Pocas horas después, la hermana dio a luz un niño que, inmediatamente, abrió los ojos y rompió a hablar.
- ¡Madre! - gritó -. ¡Lávame!
La madre respondió:
- Puesto que sabes hablar, lávate tú solo. Cuando el niño se hubo lavado, preguntó:
- ¿Dónde está mi padre?
La madre contestó:
- Ha muerto.
- ¿Y no tienes familia alguna? - siguió preguntando el recién nacido.
- No tengo más que dos hermanos que acaban de emprender un largo viaje.
El niño quedó pensativo un momento y luego dijo:
- Voy a reunirme con ellos... Les amenazan muchos peligros y quiero evitarlos.
Levantóse, tomó una hoz diminuta y un hilo de pescar y se lanzó corriendo por el camino que habían seguido sus tíos.
Éstos se hallaban ya en las cercanías de un poblado habitado por hechiceros, brujos y magos, siendo su jefe una hechicera, mil veces más bruja y perversa que todos ellos.
El camino estaba guardado por infinidad de perros y toros que mataban a los que no tenían nada que darles de comer.
El niño, que se llamaba Amadú Kekediurú, es decir, Amadú que-no-teme-a-los-bru­jos, había llevado también consigo un haz de heno. Con el hilo de pescar, provisto de varios anzuelos en un extremo, consiguió pescar algunos peces y se los metió en su zurrón.
A pesar de esta carga, volaba como el viento detrás de sus tíos.
Amadú llegó junto a ellos en el momento en que iban a ser devorados por los toros y los perros.
- ¡Tíos, no temáis nada! - les gritó -. ¡Voy a ayudaros!
Echó a los toros el haz de heno y lanzó los peces a los perros. Las feroces bestias se dedicaron a comer tranquilamente y no se ocuparon de los hombres ni de su sobrino.
- Continuemos la marcha - dijo el niño. - Soy vuestro sobrino... Os acompañaré.
- Nada de eso - respondieron los tíos -. Nos has salvado de los toros y de los perros, pero no permitiremos que nos acompañes... Por otra parte, es imposible que seas nuestro sobrino, ya que nuestra hermana no tenía ningún hijo cuando abandonamos nuestra tienda.
Y los dos hombres prosiguieron su camino, abandonando al niño.
Amadú se convirtió entonces en un "dibrí" o sombrero cónico de paja y se situó en el borde del camino, delante de sus tíos.
El mayor de ellos descubrió el sombrero y exclamó:
- ¡Mira qué suerte, hermano! Este sombrero me protegerá contra la lluvia.
Y se lo colocó en la cabeza.
El sombrero gritó entonces:
- No soy un sombrero, tío, sino tu sobrino Amadú.
Al oír esto, el tío se quitó el cubrecabezas y lo arrojó al suelo, de donde desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.
El niño se transformó en una sortija y fue a apostarse en la carretera, en un punto donde no tenían más remedio que pasar sus tíos.
Esta vez fue el más joven de ellos el que lo descubrió.
Lanzando un grito de alegría, recogió el anillo y se lo puso en el dedo.
Entonces el anillo habló y dijo:
- No soy un anillo, tío, sino tu sobrino Amadú.
El menor de los tíos se quitó enfurecido la sortija y la tiró al suelo.
Inmediatamente Amadú recobró la forma humana y habló de este modo:
- Si no me permitís que os acompañe, tíos míos, os pesará. Acordaos de lo que os sucedió con los toros y con los perros...
El mayor de los tíos repuso entonces:
- Puesto que persistes en llamarnos tíos, empiezo a creer que eres en realidad nuestro sobrino... Acompáñanos.
Llegaron finalmente al poblado de los hechiceros. La reina les hizo un magnífico recibimiento.
Al caer la tarde, cada uno de los forasteros recibió una gran calabaza llena de "to", o cuscús, que les enviaba la reina.
El mijo de la primera estaba cubierto de carne de buey; el de la segunda, de carne de perro, y el de la tercera, de carne humana.
Cuando los esclavos portadores de los regalos se hubieron retirado, Amadú les dijo a sus tíos:
- No toquéis el "to" hasta que yo os diga.
Acercóse a las calabazas y metió su dedito en la primera, sin que ocurriera nada. Hizo luego lo mismo con la segunda y cuando quiso retirar el dedo, el "to" se había adherido a él de tal modo que no pudo conseguirlo; con la tercera sucedió exactamente igual.
- Comed de la primera calabaza - aconsejó a sus tíos -; las otras contienen carne mala.
Los dos tíos siguieron el consejo de su sobrino.
Durante este tiempo, la reina hechicera había ordenado a sus esclavos que pusieran agua a hervir en gran cantidad, pues tenía la intención de lavar bien a sus víctimas después de degollarlas.
Hacia la medianoche, armada de una enorme lanza, se dirigió a la tienda en que reposaban sus huéspedes.
Cuando llegó ante la puerta de la tienda, Amadú la oyó y gritó:
- ¡Eh, no entres todavía! ¡No me puedo dormir!
- ¿Y por qué no te has dormido aún? - preguntó la bruja.
- Porque no me has dado de cenar lo que mi padre acostumbra a darme todas las noches.
- ¿Y qué te da tu padre, nenito?
- Estrellas.
- Voy a cogerte unas cuantas - contestó la hechicera.
Y se pasó la noche haciendo señas a las estrellas para que vinieran a ponerse al alcance de sus manos.
Durante cuatro noches consecutivas repitióse la misma escena entre la reina hechicera y Amadú.
La sexta noche, el niño dijo a la vieja:
- Si quieres que me duerma la noche próxima, trae a tus dos hijas para que me hagan compañía durante esta velada. Quiero aprender las canciones del país y que me cuenten cuentos.
Al día siguiente por la tarde, la reina llevó a sus dos hijas, las cuales enseñaron las canciones del país y contaron algunos cuentos maravillosos a Amadú.
Llegada la medianoche, las dos hijas se acostaron en una habitación contigua.
De madrugada, la hechicera volvió a la tienda, golpeó el suelo por tres veces con su lanza y, comprobando que nadie le respondía, entró sigilosamente.
Amadú, al percibir los pasos de la vieja, se había subido al techo y se escondió entre las maderas que sostenían la paja.
Antes había despojado a las hijas de la hechicera de sus cabellos y se los había colocado a sus tíos, como si fuesen pelucas. Cuando la reina hechicera entró, palpó las cabezas de los tíos y notando que tenían cabellos creyó que eran sus hijas. Entonces penetró en el cuarto contiguo, y empuñando la lanza mató a los que allí dormían, mató a sus dos hijas, creyendo que eran los dos tíos de Amadú.
Luego se retiró silenciosamente.
Antes de que saliera el sol, Amadú despertó a sus tíos y todos juntos regresaron corriendo a su poblado.
En el mismo instante, la hechicera envió un esclavo, para que despertara a sus hijas.
El esclavo volvió minutos después para anunciarle que habían sido sus hijas y no sus huéspedes los degollados.
- ¿Qué dices, insensato? ¿Quieres darme a entender que ya estás lo suficientemente gordo para servirme de almuerzo?
- No - respondió el esclavo -. Te anuncio que has matado a tus propias hijas en vez de a los forasteros.
La hechicera, enfurecida, lo ensartó con la lanza.
Luego envió a otro esclavo en busca de sus hijas.
A su regreso, éste dijo simplemente:
- Ve tú misma a ver lo que ocurre. La reina se dirigió a la tienda y vio a sus hijas bañadas en su propia sangre.
Sin una lágrima, sin volver a casa siquiera, la reina se lanzó tras las huellas de los fugitivos.
- ¡Amadú Kekediurú es el culpable de la muerte de mis hijas! - gritaba -. ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!
Pero antes de que lograra alcanzarles, Amadú y sus tíos habían entrado ya en su poblado.
Cuando la hechicera se encontró frente a las primeras chozas, se convirtió en un gran azufaifo cargado de apetitosas yuyubas. De este modo esperaba atraer a los niños y, entre ellos a Amadú.
En efecto; tan pronto como vieron el árbol frutal, todos los niños se apresuraron a trepar a sus ramas; solamente Amadú se abstuvo de hacerlo, pues se dio cuenta de la identidad del azufaifo.
- ¡No subáis a ese árbol, camaradas! ­ les dijo -. Tengo la seguridad de que se trata de una hechicera disfrazada.
Apenas sintió en sus ramas el peso de los niños, el azufaifo se puso en marcha hacia el poblado de los brujos.
Pero Amadú llegó antes que la hechicera, pues convirtiéndose en tórtola, pudo hacer el camino volando.
Cuando se encontró entre los suyos, la hechicera abandonó su aspecto de azufaifo y recobró su forma natural.
La reina llamó entonces a su boyero y le dijo:
- Es necesario que hoy mismo tenga la vaca negra un ternerillo para que esos niños, que no tienen nada que hacer, cuiden de él. Si no consigues que lo tenga, te comeré.
El boyero salió de la tienda real derramando abundantes lágrimas.
Amadú, que había recobrado la figura humana, salió a su encuentro y le preguntó:
- ¿Por qué lloras, boyero?
El desgraciado refirió al niño lo que esperaba de él la reina.
Entonces, Amadú le dijo:
- No llores más. Ata la vaca en un árbol del bosque y vuelve al poblado. Yo me encargaré de lo demás.
El boyero obedeció.
Aquella mismo noche, la vaca tuvo un ternerillo.
El desgraciado boyero, loco de alegría al ver el milagro, fue a contarlo a la reina, que acudió para convencerse por sus propios ojos.
Después de mirarlo bien, como en su calidad de hechicera podía ver cosas que se le ocultaban a los demás, declaró perpleja:
- Este ternerillo tiene expresión humana.
Una de los asistentes protestó:
- ¡No intentes ver lo que no hay, mi ama! ¿No ves que tiene cuatro patas y dos orejas como todos los animales de su especie?
Al día siguiente, el ternerillo fue entregado a los niños para que lo guardaran.
La mitad de los pequeños condujeron al animal a pacer al prado, pero el becerro se puso a correr delante de ellos y les hizo alejarse un buen trecho del poblado de los brujos.
Allí recuperó su aspecto, normal y les dijo:
- Soy Amadú Kekediurú, vuestro camarada de juegos. He venido para llevaros con vuestros padres.
- ¿Y los otros? - preguntó uno de los niños.
- Vuelve tú solo al poblado de la hechicera y dile que no podéis llevar el ternerillo hasta allí y que es preciso que vengan los demás niños a ayudaros.
El muchacho obedeció.
Regresó al poblado de los hechiceros y transmitió las palabras de Amadú a la reina, que inmediatamente dispuso que salieran los demás niños a ayudar a los otros a traer el ternerillo recalcitrante.
Cuando Amadú vio que estaban todos los niños junto a él, los condujo a sus casas.
Al enterarse de que Amadú había conseguido arrebatarle sus jóvenes cautivos, la reina se dirigió una vez más al poblado de aquél y se transformó en una preciosa piragua, colocándose a la orilla del riachuelo que atravesaba la aldea.
Los niños, acompañados de Amadú, fueron al riachuelo a bañarse.
Lentamente, la piragua se aproximó al lugar en que ellos se hallaban.
- ¡No subáis a la piragua! - gritóles Amadú -. ¡Os llevaría al poblado de los brujos, igual que hizo el árbol!
Pero los niños no le hicieron caso y subieron a la piragua que, inmediatamente, se puso en camino y los condujo, a pesar de sus protestas, a la aldea de los hechiceros.
Amadú se convirtió entonces en un cervatillo y se puso a saltar ante los niños, cuando éstos abandonaron la piragua, consiguiendo que corrieran tras él con la esperanza de atraparlo y alejándolos así de las garras de la terrible reina.
Cuando los vio fuera de peligro, recobró la forma humana y los condujo una vez más a las tiendas de sus padres.
La reina hechicera, desesperando de lograr sus propósitos, se convirtió inmediatamente en una joven bellísima y se dirigió al poblado de Amadú Kekediurú, declarando que sólo aceptaría por esposo al menor de los tíos de este último.
- ¡No te cases con esa desconocida! - aconsejóle el sobrino -. ¡Es la vieja hechicera que quiso mataros!
Pero el tío no quiso hacer caso del consejo de su sobrino y le respondió que aquella misma noche se casaría con la joven.
Inmediatamente se empezó a construir una choza para ella. Mientras la edificaban, Amadú estuvo pronunciando palabras mágicas ante cada uno de los materiales que se utilizaban: paja, madera y lianas. Además, en el centro del lugar elegido para erigir la cabaña, enterró unos polvos extraños.
Llegada la noche, el tío se casó con la falsa joven.
Hacia la medianoche, la esposa se levantó dispuesta a estrangular a su marido; luego le llegaría el turno a Amadú y al otro tío.
Pero la paja gritó en aquel momento:
- ¡Eh! ¿Adónde vas?
La manta habló a su vez y dijo:
- ¡No seas parlanchina! Todavía no ha conseguido salir de debajo de mí.
Las lianas declararon:
- Como intente salir la estrangularemos.
Y el suelo anunció con voz ronca:
- Como ponga el pie encima de mí me la tragaré.
Espantada, la hechicera volvió al acostarse.
Al día siguiente dijo a su marido:
- Esta choza no me conviene. Tienes que hacerme otra. Además, no quiero que Amadú esté presente cuando la construyan.
El tío accedió a los deseos de su esposa y, para obligar a Amadú a estarse quieto, lo ató a un árbol mientras se edificaba la cabaña nueva.
Hacia la medianoche, la hechicera se levantó sin que nada ni nadie la amenazara, pronunció algunas palabras pegando la boca a las palmas de sus manos, luego se las frotó, después de escupir en ellas.
A renglón seguido fue a sentarse a la cabecera de su marido y dijo en voz baja:
- ¡Que tus ojos vengan a mis manos!
Instantáneamente se realizó su deseo.
Salió entonces de la choza e hizo lo mismo con el otro tío, pero a Amadú no pudo encontrarlo por parte alguna.
Cansada de la infructuosa búsqueda del pequeño, la reina emprendió el regreso a su poblado, llevando consigo los ojos de los tíos.
Al día siguiente, por la mañana, Amadú dijo a los dos ciegos:
- Ha sido culpa vuestra, por no haberme dejado asistir a la construcción de la segunda choza. Pero no temáis; recobraréis la vista...
Dirigióse inmediatamente al poblado de los hechiceros, tomando la figura de una de las hijas de la vieja hechicera, que se hallaba ausente desde hacia una infinidad de tiempo, presentándose ante ésta.
- Mamá - le dijo-, me he enterado de que un diablillo llamado Amadú Kekediurú te ha estado proporcionando enormes disgustos... ¿Es verdad?
- Verdad es, hija mía - respondió la hechicera -, pero me he vengado con creces. Le he quitado los ojos a sus tíos...
- ¿Y ya no podrán ver en toda su vida?
- A menos que yo quiera, no... En mi cabaña tengo un saquito con polvos mágicos. Si se diluyen en agua unos pocos de estos polvos y se frota uno las manos, formulando al propio tiempo el deseo de que aparezcan en ellos los ojos de los dos hombres, así sucederá... Y nada más fácil que volver a colocárselos en sus lugares respectivos... Pero solamente tú, hija mía, sabes este maravilloso secreto y no creo que lo digas a nadie...
Pensad cuál sería la alegría de Amadú Kekediurú al enterarse del secreto. Esperó a que la hechicera saliera a medianoche para dedicarse a sus brujerías e inmediatamente se aprovechó de su ausencia para apoderarse del saquito de los polvos mágicos.
Luego se lanzó a todo correr hacia su poblado, entró en su tienda y siguió las indicaciones que le diera la engañada reina.
Aquella mismo noche, sus dos tíos habían recobrado la vista.
La cólera de la hechicera al darse cuenta de que Amadú había vuelto a hacerla víctima de su ingenio, fue terrible.
Inmediatamente se convirtió en un hermoso caballo y se presentó en el poblado de Amadú.
Pero éste la reconoció en el acto. Cogió al caballo por la crin, lo condujo a su casa, lo ensilló, le colocó un buen bocado, montó en él y, cuando estuvo con los pies en los estribos, gritó:
- ¡Te he reconocido, vieja hechicera! Ahora no bajaré de aquí hasta que hayas muerto.
Hincó entonces las agudas espuelas en los ijares del caballo, y éste salió al galope tendido a través de selvas, montañas y ríos.
Amadú, sin dejarse desmontar, obligó al animal a correr tanto, que lo reventó de fatiga.
Y así fue cómo Amadú Kekediurú salvó a los suyos de la perversa reina hechicera.

jueves, 25 de marzo de 2010

Como el sastre caso a su hija "cuento africano"

Un sastre tenía una hija casadera, una negrita guapísima. Dos rivales se presentaron un día delante de la muchacha y, al pretenderla, le dijeron:
- Por ti venimos.
- ¿Y qué pretendéis? - exclamó la bella negrita, sonriendo.
- Los dos te amamos - contestaron los jóvenes negritos - y ambos deseamos casarnos contigo.
Como la linda negrita era una chica harto bien educada, llamó a su padre, quien, después de escuchar a los pretendientes, les dijo:
- Retiraos ahora, porque es tarde; pero volved mañana; lo pensaré, y entonces os indicaré cuál de los dos se llevará a mi bella hija por esposa.
Al día siguiente, al amanecer, los dos opuestos y gallardos negritos se presentaron nuevamente en casa del sastre y así hablaron:
- Aquí nos tenéis para recordaros vuestra promesa de ayer y saber cuál de los dos llevará vuestra hija por esposa.
- Esperad un momento - contestóles el padre; he de llegarme al mercado para comprar una pieza de paño, y, en cuanto regrese, que será enseguida, sabréis mi respuesta.
Efectivamente, estando de vuelta el sastre, llamó a su hija y habló en estos términos a los pretendientes:
- Sois dos y yo no tengo más que una hija. ¿A quién se la doy? ¿A quién se la niego? En mi incertidumbre y deseando ser imparcial, vamos a hacer una cosa: de esta pieza de paño cortaré dos vestidos enteramente iguales para que la labor sea la misma en su confección. Cada uno de vosotros coserá uno, y el que primero concluya la tarea, será mi yerno.
Los negritos rivales aceptaron la idea feliz y tomaron su labor respectiva, disponiéndose a coser en presencia del maestro.
El padre llamó a su hija y le ordenó:
- Aquí tienes hilo; prepáralo para esos dos obreros.
La muchacha obedeció a su padre; tomó el hilo y se sentó junto a sus rivales. Pero la linda negrita era muy astuta. El padre no sabía a quién amaba, ni los pretendientes sabían cuál de los dos era el preferido. Ella guardaba su secreto en el fondo de su corazón.
Fuése el sastre y ella preparó el hilo con el cual los mozos habían de coser. La pícara negrita daba hebras cortas al negro que amaba, mientras que se las ofrecía muy largas al rival que su corazón desechaba.
Los obreros cosían con idéntico afán, pues su pasión era grande. A las once de la mañana, no obstante el incesante trabajo, apenas la labor llegaba a la mitad; pero, a eso de las tres de la tarde, el negrito de las hebras cortas tanto había adelantado, que tenía su obra terminada.
Cuando regresó el sastre, el vencedor mostróle el vestido terminado, en tanto que su rival seguía dando puntadas.
- Hijos míos - exclamó el padre -: no quise favorecer a ninguno de los dos y por eso corté mi pieza de paño en dos porciones iguales, para que mi hija fuese el premio del que más se afanara en la obra. "El que primero concluya, éste será mi yerno." Así lo comprendisteis y así lo aceptasteis, ¿verdad?
- Padre - respondieron los dos apuestos negritos -, comprendimos tus palabras y aceptamos la prueba. Lo hecho, bien hecho está.

El raciocinio del padre había sido éste: el que primero acabe, será el más diestro y por tanto el más indicado para sostener la casa con prosperidad y decoro; pero no había podido sospechar que la picaruela de su hija daría hebras cortas al que amaba y largas al negro que no quería. Así, con su malicia, decidió la prueba, y ella fue quien se eligió el esposo y la suerte de su hogar.

martes, 23 de marzo de 2010

Por que los monos no hablan "cuento africano"

En aquellos tiempos remotos en que los animales hablaban, los monos convivían en las aldeas con los hombres y con ellos conversaban.
Pero sucedió un día que los mortales humanos celebraban una gran fiesta; por espacio de una semana tocaron, durante el día, el tam-tam, y bailaban y bebían sin cesar en las noches.
A raudales corría el vino de palma, porque el jefe de la aldea había ordenado poner doscientas tinajas llenas de tan confortable vino en la plaza pública del pueblo.
Todo el mundo había bebido hasta saciarse, pero él, como correspondía a tan poderoso jefe, había bebido mucho más que los otros. Por esto, al despuntar el día, tembláronle las piernas como dos tiernas palmeras, sus ojos distinguían las cosas confusamente y su corazón sentíase inundado en un mar de felicidad.
Sus mujeres le llevaron cuidadosamente al palacio, pero él se negó a quedarse allí y, saliendo de nuevo, encaminóse hacia la aldea de los monos.
Cuando llegó, los monos, riendo y saltando a cual más, se apretujaron a su alrededor; ya uno le daba un tirón al taparrabos, ya otro le arrebataba el gorro; éste le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda o le hacía un gesto desvergonzado de burla. Y así la diversión era mayúscula, siendo el rey el hazmerreír de todos los monos.
El jefe, ya entrado en años, se irritó sobremanera al observar la irrespetuosa conducta de los monos y, montando en cólera, fue a quejarse ante el dios Nzamé.
Éste escuchó atentamente la queja del jefe de los hombres y, queriendo hacer rápida y ejemplar justicia, llamó al jefe de los monos.
Una vez el jefe de los monos estuvo en su presencia, Nzamé le preguntó muy enfadado:
- Dime por qué tu gente ha insultado de modo tan grosero a tu padre, el jefe de los hombres.
El jefe de los monos no supo qué contestar.
Entonces Nzamé dijo con acento severo:
- Desde hoy en adelante, tú y tus hijos serviréis a los hombres, y ellos os castigarán. Así, desde ahora mismo quedáis sometidos a su autoridad.
El jefe de los hombres y el jefe de los monos se marcharon.
Pero cuando el primero ordenó al segundo que fuese a trabajar, el jefe de los monos, a pesar de las órdenes recibidas, contestó con la mayor insolencia:
- ¡Estás soñando! ¿A mí hacerme trabajar? Vamos, que no estás bien de la cabeza.
El jefe de los hombres no insistió. Llegó a la aldea, se acostó y así que hubo descansado, maduró un plan para vengarse de los desvergonzados monos.
En cuanto llegó la fiesta siguiente, ordenó colocar en el centro de la plaza de la aldea centenares de tinajas, llenas de rico vino de palma.
Pero en el vino había mandado echar la hierba que hace dormir.
Advirtió a los suyos que no bebieran de otras tinajas que de aquellas que ostentaban una señal determinada; luego invitó a los monos a la fiesta.
Los simios no podían rehusar honor tan señalado y, en consecuencia, fueron a divertirse y a beber de lo lindo.
Pero, ¡ay!, en cuanto hubieron bebido, todos sintieron invencibles deseos de dormir.
Y quedaron los monos sumidos en un profundo sueño, y el jefe de los hombres ordenó, entonces, que los atasen. Ya todos atados, los hombres empezaron a manejar los látigos.
Los monos, al sentir los latigazos, despertaron al instante, recobrando una agilidad verdaderamente extraordinaria, una agilidad nunca vista. Saltaban y bailaban maravillosamente.
Terminada la memorable paliza, los monos andaban agachados, buscándose los pelos y rascándose.
Entonces el jefe de los hombres ordenó que los señalasen con un hierro ardiente y luego les obligó a hacer los trabajos más penosos de la aldea.
Los monos no tuvieron más remedio que obedecer.
Pero un día, hartos de trabajar y sufrir, desesperados, se presentaron ante el jefe de los hombres para reclamar mejores tratos.
- Perfectamente - contestó el jefe -. Ahora veréis el trato que os doy.
Al punto ordenó a sus guerreros que azotasen a los monos y les cortasen la lengua.
- Así - dijo, terminada la operación ­ ya se han acabado las reclamaciones. ¡Y a trabajar, gandules!
Los monos, indignados, no podían proferir más que unos sonidos inarticulados, pero como en lugar de obtener justicia, habían sido tratados con peor crudeza y menos caridad, decidieron huir a la selva.
Los descendientes de aquellos monos nacieron dotados de lengua, pero como temen que los hombres vuelvan a apoderarse de ellos para hacerles trabajar, no han pronunciado desde entonces una sola palabra.
Saltan y brincan como el día que les dieron de palos y lanzan gritos, muchos gritos, eso sí...

domingo, 21 de marzo de 2010

El anillo de la tortola "cuento africano"

Érase que se era un joven llamado Karambé, gran cazador de pájaros. Cada vez que visitaba sus trampas encontraba numerosos prisioneros. Había atrapado en sus redes todos los pájaros del mundo, a excepción de una tórtola de negra garganta, de la especie que los basutos llaman kurkundudorú y los bámbaras butuntuba-kanfi. Esta tórtola había burlado todas sus trampas.
Entonces Karambé renunció a capturarla por este medio y preparó cola con la corteza hervida del árbol toroblé y engomó todos los árboles del país.
La tórtola, que no conocía esta clase de lazo, fue a posarse sobre una rama y allí quedó prisionera.
Karambé corrió a apoderarse de ella.
Entonces le dijo la tórtola:
- Joven, tu habilidad ha sido mayor que mi prudencia. Pero, ¡no me mates! Concédeme el tiempo necesario para ofrecer a mis grigris algunos polluelos.
- Bien - consintió Karambé -. Mas, para que no huyas, te ataré de una pata.
Entonces la tórtola empezó a cantar y, a su llamada, los pollos de los contornos acudieron. Atrapó a tres, que mató sobre los grigris, que ella acababa de invocar.
Terminada la ofrenda, el joven cazador se dispuso a matar a la tórtola.
- No me mates - imploró la tórtola -. Te daré algo que te alegrará y también a tu padre, pues ya no te verás obligado a ir de caza con tu perro, como lo necesitas ahora.
- ¿Y qué quieres darme tan precioso?
- Quiero darte ganado.
- ¿Para qué? Yo no bebo leche.
- Entonces te daré infinidad de conchas.
- Las conchas no se comen. Tu carne es más preciada para mí.
Y Karambé, impaciente, cogió a la tórtola por el cuello.
Ésta le dijo entonces con voz ahogada, pues la presión de los dedos le dificultaba el hablar:
- ¡Suéltame! Te prometo una cantidad de oro tan grande como una montaña.
Al oír estas palabras, Karambé aflojó la presión de sus dedos.
El pájaro puso entonces un huevo y dijo al cazador:
- Rompe este huevo. Encontrarás dentro una sortija. Mójala con tu sangre.
Cuando Karambé hubo roto el huevo, vio en el interior una sortija blanca. Hízose entonces una pequeña incisión en la mano y mojó el anillo con su sangre. El anillo se puso amarillo como el oro.
- Ponte la sortija en el dedo - recomendó la tórtola -. Cada vez que necesites algo, golpea el suelo con la palma de la mano donde está el dedo portador del anillo. Pronuncia el nombre de lo que deseas y lo tendrás al instante.
- Voy a hacer la prueba sin esperar más - dijo Karambé -. Si has mentido, te asaré a la brasa y te comeré.
Púsose la sortija en un dedo de la diestra y golpeando el suelo con la palma de la mano, gritó esta sola palabra:
- Cuscús.
Cien calabazas de alcuzcuz, cubiertas de paja entrelazada, descendieron al instante de las montañas del Sudán.
El joven cazador se hartó y luego dijo a la tórtola:
- Tal vez esto sea un solo efecto de tus sortilegios. No creo que la sortija me haya procurado este delicioso cuscús. Voy a intentar una segunda prueba.
Golpeando el suelo de nuevo, gritó:
- ¡Padre! ¡Madre! ¡Venid a comer cuscús conmigo!
Al punto vio a sus padres a su lado.
Sentáronse y comieron, ellos también, con envidiable apetito.
- Tortolita - dijo entonces Karambé -, sea tu sortija eficaz o no, ya me has dado más alimento de lo que vale tu carne. Por tanto, voy a ponerte en libertad. Pero has de saber que si tu sortija cesa de serme útil, todavía podría atraparte.
Dicho esto, dejó en libertad a la tórtola, que fue a posarse sobre la rama de un árbol. Karambé regresó a su poblado, seguido de sus padres. La marcha fatigaba mucho a éstos, pues no habían podido darse cuenta de la enorme distancia recorrida cuando venían, pues habían sido transportados a través del espacio por obra y gracia de la sortija prodigiosa.
Karambé, viéndolos caminar penosamente, golpeó el suelo con la palma de su mano y gritó:
- Necesito tres caballos alazanes.
Al punto, tres magníficos caballos, ricamente enjaezados, de cola y crines de hilos de oro, salieron de debajo de la tierra en el lugar mismo donde Karambé había golpeado.
El joven cazador ayudó a sus ancianos padres a montar los magníficos corceles, luego montó él a su vez, y así entraron en el poblado.
Una vez en la choza, Karambé golpeó el suelo pidiendo una más lujosa de la que habitaban, con rica azotea.
Al instante surgió de la tierra un palacio, más que una cabaña, alta como una montaña y tan sólida que podía desafiar los asaltos de los más furiosos huracanes.
La familia se instaló allí.
Un día, una vieja negra llegó al palacio de Karambé y vendió un jarro de leche a la madre del joven cazador; la madre deslió en ella un poco de harina e hizo un magnífico plato.
Karambé, después de haberlo probado, dijo:
- Esto es riquísimo. Puesto que mi sortija puede proporcionarme todo cuanto se me antoje, ahora quiero ganado que me dé rica leche y así condimentar manjares exquisitos.
Golpeó el suelo con la palma de la mano y al punto salieron centenares de gordas vacas.
Un jefe negro, hombre muy envidioso, supo que Karambé poseía una sortija maravillosa y decidió arrebatársela.
Marchó a la cabeza de un poderoso ejército contra el poblado en que vivían Karambé y sus padres.
Entonces el joven cazador golpeó fuertemente en la roca con la palma de su diestra, y ordenó:
- Quiero poseer numerosos guerreros para derrotar a estos miserables invasores.
De todos los lados del poblado surgieron numerosísimos guerreros armados de lanzas y fusiles. Unos arrancaban los árboles para servirse de los troncos a guisa de estacas. Y otros iban provistos de piedras del tamaño de una choza.
Los guerreros de Karambé se lanzaron sobre los invasores e hicieron una gran matanza. Pocos supervivientes pudieron huir.
No pudiendo el jefe negro apoderarse de la sortija mágica, decidió apropiársela mediante una astucia.
A este fin, envió a su hija mayor al palacio de Karambé para rogarle que la aceptase como esposa. Antes de mandar a su hija le había dicho:
- ¡Tú sabes que eres hija de un rey! Espero que no permitirás que haya nadie que sea más poderoso que tu padre. El hombre a quien te envío tiene más poder que yo; posee un anillo que le proporciona todo cuanto quiere. Cuando te haya aceptado como esposa, harás todo cuanto sea necesario para apoderarte del anillo, si no quieres que yo te maldiga.
Cuando la bella negrita se presentó ante Karambé, éste se enamoró locamente de ella y la aceptó como esposa.
La primera noche, en el momento de ir a retirarse a dormir, la linda negrita dijo a su marido:
- No viviré contigo, si antes no me das una rica dote.
- Te doy cien esclavos - contestó Karambé.
- En el palacio de mi padre, yo tenía doscientos - replicó la linda desposada.
- Te regalaré cien collares y cien brazaletes de latón.
- En casa de mi padre los hay a millares, y de oro - repuso.
- Entonces ¿qué quieres de mí? - preguntó Karambé.
- La sortija que llevas en el dedo.
- No te la puedo dar.
- Entonces, déjame y volveré a casa de mis padres.
Karambé estaba tan enamorado de la beldad de su esposa que cedió.
- Toma la sortija - dijo.
La nueva esposa recibió el presente mágico y añadió:
- Ahora que me la regalaste, tienes que indicarme el modo de servirme de ella.
Y dijo Karambé:
- Si quieres algo, golpea el suelo con la palma de tu mano, nombrando en voz alta el objeto deseado.
La joven negrita golpeó entonces el suelo y pidió:
- ¡Sortija del cazador de pájaros, llévame a mi choza!
Al instante vióse transportada a la casa de su padre y todos los bienes que Karambé había adquirido gracias a la sortija, la siguieron hasta la choza del rey negro, pues no podían separarse del dueño de la mágica joya.
Al día siguiente, la pérfida esposa entregó la sortija a su padre y éste hizo los preparativos para ir a destruir el poblado de su yerno.
- Otra vez volvemos a estar en la miseria - exclamó Karambé a su padre -. Ahora me las pagará la tórtola, porque la capturaré de nuevo.
El perro del viejo cazador intervino diciendo:
- No vale la pena apresar a la tórtola. Yo voy a intentar recuperar la sortija. Déjame partir, para obrar en consecuencia.
Acto seguido el perro fue a buscar a un gato.
- El anillo de mi amo - le dijo - ha caído en manos del rey. Si de ahora a esta noche la sortija no está en mi poder, exterminaré a toda la raza de los gatos.
El gato, a su vez, fue a buscar a una gusurú, especie de rata muy diestra en robar cuanto encuentra: plata, jabón, objetos de vidrio, etc., etc.
Y le dijo:
- Si el anillo de Karambé se queda esta noche en casa del rey, mataré a todos los gusurús del mundo y aniquilaré vuestra raza.
A medianoche, tres gusurús penetraron en la morada del rey, cuando éste estaba sumido en el más profundo sueño. Uno de ellos le sopló en el rostro; otro, en la planta de los pies, lo que, según cuenta la tradición de los kados, impide que el durmiente despierte. Entre tanto, el tercero le quitaba la sortija del dedo.
Cuando tuvo el anillo en su poder, fue prontamente a entregárselo al gato. Éste, a su vez, se apresuró a llevárselo al perro. Y el perro se lo dio a Karambé.
Con la sortija mágica volvieron todas las riquezas adquiridas por virtud de sortilegio.
Temió Karambé que se la sustrajeran de nuevo y cosióla en un saquito que colgó de su cuello, sin que jamás se desprendiera de él.
Luego golpeó el suelo y dijo:
- ¡Anillo, llévame lejos de los hombres, donde ningún rey pueda atacarme, interrumpiendo mi sosiego y felicidad!
En un abrir y cerrar de ojos, su familia y sus bienes viéronse transportados al pico de una montaña inaccesible y de prodigiosa altura, donde vivieron felices y tranquilos largos años

viernes, 19 de marzo de 2010

Fara y el viejo cocodrilo "cuento africano"

Lo que voy a narraros sucedió en Madagascar.
Érase una vez dos hermanas, Rapela y Fara, que gustaban de jugar a la orilla del río. Su madre, tan sólo de vez en cuando les daba permiso, pues muchos cocodrilos rondaban por aquellos parajes. Un día, tanto le suplicaron Rapela y Fara, que no supo la buena madre negarles el permiso y, accediendo a sus preces, así las amonestó:
- Idos, pero guardaos de burlaros de Ikakinidriaholomamba. El viejo cocodrilo - añadió la madre - tiene muy mal talante y el peor de los genios; si os mofáis de él, os devorará.
Las dos hermanitas prometieron obedecer, y fuéronse alegres para jugar con las piedras del río.
Muy, pronto Ikakinidriaholomamba asomó entre los cañaverales para distraer su ocio con el juego de las niñas; viéronle éstas y como, en verdad, el viejo cocodrilo era enormemente feo, Fara, que había olvidado los consejos de su madre, exclamó:
- ¡Oh, oh, qué viejo está padre Cocodrilo!
- ¡Y qué cabeza tan hundida!
- ¡Y qué ojos tan hinchados!
- ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
- ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!
Por lo que, Ikakinidriaholomamba, enfurecido, trepó hasta la orilla para alcanzarlas, mas ellas corrieron, ligeras como galgos, llegando salvas al hogar.
- Bien, hijitas, bien; - preguntó la madre - fuisteis prudentes y cautas, ¿no es cierto?
- ¡Oh, mamá! - contestó Rapela - ¡El viejo Cocodrilo intentó zamparse a Fara!
- ¡Ah! - exclamó la madre moviendo la cabeza - ¡Habráse Fara burlado de él! ¡Es menester saber moderar la lengua, hijitas mías!
A la mañana siguiente, las hermanas retornaron al río y nuevamente emprendieron sus juegos con las piedrecillas de la orilla.
Rapela divertíase mucho, sin cuitas de ningún género; mas Fara, intranquila con el recuerdo de las burlas del día anterior, contemplaba a Ikakinidriaholomamba que, ojos cerrados, permanecía tumbado a lo largo de un tronco de árbol.
Era horriblemente feo, y Fara, sin poderse contener, díjose de nuevo entre dientes:
- ¡Oh, qué viejo está padre Cocodrilo!
- ¡Y qué cabeza tan hundida!
- ¡Y qué ojos tan hinchados!
- ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
- ¡Y cuántas escamas tienen en su cuerpo!
Mas esta vez fue la vencida, ya que el Cocodrilo echóle el diente, engulléndosela.
En vano la desventurada Rapela imploró al monstruo para que le devolviese su hermana; aquél habíase sumergido ya en la corriente, dejándola triste y sin consuelo.
Los padres de Fara corrieron a la orilla y, llegados al lugar, la madre así imploró al viejo Cocodrilo:
- ¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad, ella fue muy mala, pero es tanta nuestra angustia que bien podrías devolvérnosla!
A lo que Ikakinidriaholomamba respondió, imitando la voz de Fara:
" - Sí, sí, buena señora.
Acudid en busca de vuestra Fara.
Pero Fara tiene la lengua muy larga.
Buscad a Fara. - ¡Y qué cabeza tan hundida!
Buscad a Fara. - ¡Y qué ojos tan hinchados!
Buscad a Fara. - ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
Buscad a Fara. - ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!
Así hablaba la niña, ¿no es cierto?"
La pobre madre quedó abatida ante tal réplica y, dirigiéndose a su marido, le dijo:
- ¡Háblale tú al Cocodrilo, a ver si le convences!
Entonces el padre de Fara gritó:
- ¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad, ella fue muy mala, pero es tanta nuestra desdicha que bien podrías compadecerte y devolvérnosla!
Mas Ikakinidriaholomamba le respondió:
" - Sí, sí, mi viejo.
Acudid en busca de vuestra Fara.
Pero Fara tiene la lengua muy larga.
Buscad a Fara. - ¡Y qué cabeza tan hundida!
Buscad a Fara. - ¡Y qué ojos tan hinchados!
Buscad a Fara. - ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!
Buscad a Fara. - ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!
Así hablaba la niña, ¿no es cierto?".
Los desventurados padres estaban descorazonados, cuando la madre propuso:
- ¿Y si le ofreciéramos algo a cambio de Fara?
- Ofrezcámosle un buey - dijo el padre. Y la madre voceó:
- ¡Oh, Mamba! Un buey te daremos por Fara.
Ikakinidriaholomamba se dirigió a su prisionera y le dijo:
- Contesta a tu madre, que estoy muy cansado.
Y Fara gritó:
- ¡Madre, mi buena madre, Mamba no quiere aceptar!
Entonces el padre, mejorando la oferta, clamó:
- ¡Oh, Mamba, diez bueyes te daremos por Fara!
Y Fara, nuevamente, gritó:
- ¡Padre, querido padre, Mamba no quiere aceptar!
Rapela contempla a sus padres y ofrece:
- ¡Oh, Mamba, veinte bueyes te daremos, si me devuelves la hermana!
Y Fara también esta vez contestó:
- ¡Rapela, mi dulce hermana, Mamba no quiere, no!
Entonces la madre, desesperada, clamó fuertemente:
- ¡Oh, Mamba, cien bueyes te daremos por nuestra Fara!
El viejo Cocodrilo, que era muy glotón, pensó que cien bueyes bien valían el rescate de una niña, y murmuró:
- Bien, bien; me place la oferta; preparad los cien bueyes.
Y Fara, llena de contento, desde el vientre del Cocodrilo, contestó:
- ¡Madre, oh madre, Mamba aceptó ya!
Rapela y sus padres corrieron a la villa con harta turbación, porque ellos tan sólo poseían veinte bueyes. Fueron al encuentro de parientes y amigos, y éstos, para que no se menoscabara el rescate de Fara, prestáronle cuantos bueyes hubieron menester para completar la oferta.
Los aldeanos reunieron los cien bueyes y dirigiéronse hacia la ribera.
Así que el viejo Cocodrilo divisó al rebaño soltó a Fara para aproximarse a la orilla, pero los labriegos habían colocado a la cabeza del rebaño al toro más poderoso y feroz; éste se lanzó sobre Ikakinidriaholomamba y con sus enormes cuernos vacióle los ojos; cundió el ejemplo y los demás bueyes pisoteáronle hasta darle muerte cruel.
Así el viejo Cocodrilo halló un muy desgraciado fin, quedándose sin un solo buey por haber apetecido muchos.
Cuando Fara, vióse nuevamente bajo el techo del hogar, hízose propósito firme de no hablar más de la cuenta en lo futuro y de medir las palabras en el resto de sus días.
Cuento o fábula, yo fui quien rompió el hueso para que vosotros, niños, os aprovechaseis del meollo.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Cómo la sabiduría se esparció por el mundo "cuento africano"

En Taubilandia vivía en tiempos remotos, remotísimos, un hombre que poseía toda la sabiduría del mundo. Llamábase este hombre Padre Ananzi, y la fama de su sabiduría habíase extendido por todo el país, hasta los más apartados rincones, y así sucedía que de todos los ámbitos acudían a visitarle las gentes para pedirle consejo y aprender de él.
Pero he aquí que aquellas gentes comportáronse indebidamente y Ananzi enfadóse con ellos. Entonces pensó en la manera de castigarlos.
Tras largas y profundas meditaciones decidió privarles de la sabiduría, escondiéndola en un lugar tan hondo e insospechado que nadie pudiera encontrarla.
Pero él ya había prodigado sus consejos y ellos contenían parte de la sabiduría que, ante todo, debía recuperar. Y lo consiguió; al menos así lo pensaba nuestro Ananzi.
Ahora debía buscar un lugarcito donde esconder el cacharro de la sabiduría; y, sí, también él sabía un lugar. Y se dispuso a llevar hasta allí su preciado tesoro.
Pero... Padre Ananzi tenía un hijo que tampoco tenía un pelo de tonto; llamábase Kweku Tsjin. Y cuando éste vio a su padre andar tan misteriosamente y con tanta cautela de un lado a otro con su pote, pensó para sus adentros:
- ¡Cosa de gran importancia debe ser ésa!
Y como listo que era, púsose, ojo avizor, para vigilar lo que Padre Ananzi se proponía.
Como suponía, le oyó muy temprano por la mañana, cuando se levantaba. Kweku prestó mucha atención a todo cuanto su padre hacía, sin que éste lo advirtiera. Y cuando poco después Ananzi se alejaba rápida y sigilosamente, saltó de un brinco de la cama y dispúsose a seguir a su padre por donde quiera que éste fuese, con la precaución de que no se diera cuenta de ello.
Kweku vio pronto que Ananzi llevaba una gran jarra, y le aguijoneaba la curiosidad de saber lo que en ella había.
Ananzi atravesó el poblado; era tan de mañana que todo el mundo dormía aún; luego se internó profundamente en el bosque.
Cuando llegó a un macizo de palmeras altas como el cielo, buscó la más esbelta de todas y empezó a trepar con la jarra o pote de la sabiduría pendiendo de un cordel que llevaba atado por la parte delantera del cuello.
Indudablemente, quería esconder el Jarro de la Sabiduría en lo más alto de la copa del árbol, donde seguramente ningún mortal había de acudir a buscarlo... Pero era difícil y pesada la ascensión; con todo, seguía trepando y mirando hacia abajo. No obstante la altura, no se asustó, sino que seguía sube que te sube.
El jarro que contenía toda la sabiduría del mundo oscilaba de un lado a otro, ya a derecha ya a izquierda, igual que un péndulo, y otras veces entre su pecho y el tronco del árbol. ¡La subida era ardua, pero Ananzi era muy tozudo! No cesó de trepar hasta que Kweku Tsjin, que desde su puesto de observatorio se moría de curiosidad, ya no le podía distinguir.
- Padre - le gritó - ¿por qué no llevas colgado de la espalda ese jarro preciado? ¡Tal como te lo propones, la ascensión a la más alta copa te será empresa difícil y arriesgada!
Apenas había oído Ananzi estas palabras, se inclinó para mirar a la tierra que tenía a sus pies.
- Escucha - gritó a todo pulmón - yo creía haber metido toda la sabiduría del mundo en este jarro, y ahora descubro, de repente, que mi propio hijo me da lección de sabiduría. Yo no me había percatado de la mejor manera de subir este jarro sin incidente y con relativa comodidad hasta la copa de este árbol. Pero mi hijito ha sabido lo bastante para decírmelo.
Su decepción era tan grande que, con todas sus fuerzas, tiró el Jarro de la Sabiduría todo lo lejos que pudo. El jarro chocó contra una piedra y se rompió en mil pedazos.
Y como es de suponer, toda la sabiduría del mundo que allí dentro estaba encerrada se derramó, esparciéndose por todos los ámbitos de la tierra

lunes, 15 de marzo de 2010

El pollito que se hizo rey "cuento africano"

Érase un pollito muy chiquitito a quien no gustaba ni pizca la miel.
Vino al mundo siendo ya huérfano, y dijo:
- ¡Mi padre ha muerto de hambre, y el rey le debía un grano de maíz!
Descolgó el zurrón de su difunto padre y, anda que te anda, partió a cobrar aquella deuda.
Apenas había andado media docena de pasos, cuando encontró en el camino un palo que le hizo tropezar y caer.
El Pollito se levantó y dijo:
- ¡Ah! Palo, ¿aquí estás tú?. No te había visto.
- ¿Adónde vas? - le preguntó el Palo.
- Voy - contestó - a cobrar un crédito de mi difunto padre.
- Vamos juntos - dijo el Palo.
El Pollito cogió al Palo y se lo metió en el zurrón.
Anda que te anda, encontróse con un gato que, al verle, exclamó:
- ¡Ah, qué bocado más tierno!
- No - replicó el Pollito; - yo no valgo la pena.
- ¿Y adónde vas? - preguntó el Gato.
- Voy a cobrar un crédito de mi padre.
- Pues vamos allá juntos - dijo el Gato; - tal vez encuentre allí algo bueno que comer.
El Pollito cogió al Gato y lo metió en el zurrón.
Y encontró a una hiena que le preguntó:
- ¿Adónde vas con el zurrón?
- Voy a cobrar un crédito de mi padre - explicó el Pollito.
- Vamos allá juntos - dijo la Hiena.
El Pollito cogió a la Hiena y la metió en el zurrón.
Anda que te anda encontró a un león.
- ¿Adónde vas?
- A cobrar un crédito de mi difunto padre.
- Vamos allá juntos - dijo el León.
El pollito cogió al melenudo animal y lo metió en el zurrón.
Encontró a un elefante que estaba hartándose de plátanos.
El Elefante le preguntó cordialmente:
- ¿Adónde vas, Pollito?
- A cobrar un crédito de mi difunto padre.
- Pues, entonces, vamos juntos - dijo el paquidermo.
El Pollito cogió al Elefante y lo metió en el zurrón.
Anda que te anda, encontró a un guerrero, que le preguntó:
- ¿Adónde vas con ese zurrón tan repleto?
- Voy a cobrar una deuda.
- ¿A casa de quién? - preguntó el Guerrero.
- Al palacio del rey - contestó el Pollito.
- Vamos juntos allá - dijo el Guerrero.
El Pollito lo cogió y lo metió en el zurrón.
Por fin llegó a la ciudad donde vivía el rey.
La gente corrió a anunciar al soberano que el Pollito había llegado y que pretendía cobrar el crédito de su difunto padre.
- Haced hervir un caldero de agua y tirádsela hirviendo; así ese insolente polluelo morirá y no tendremos que pagar la deuda.
La hija del monarca se puso a gritar:
- Yo le tiraré el agua hirviendo.
Al verla venir, el Pollito le dijo al Palo:
- ¡Palo, ahora es la tuya!
El Palo hizo tropezar y caer a la hija del rey. El agua hirviente se derramó y la hija del rey quedó escaldada.
La gente de la ciudad dijo entonces:
- Hay que encerrarlo en el gallinero con las gallinas, que lo matarán a picotazos.
Pero el Pollito sacó al Gato del zurrón y le dijo:
- ¡Te devuelvo la libertad!
El Gato mató a todos las gallinas, cogió la más gorda y se escapó con su botín.
La gente dijo entonces:
- ¡Que lo encierren en el corral con las cabras; allí lo pisotearán!
El Pollito dijo entonces:
- ¡Hiena, ya eres libre!
La Hiena mató a todas las cabras, escogió la más gorda y se escapó.
La gente dijo entonces:
- ¡Que lo encierren en el corral de los bueyes!
Y allí le metieron.
Pero el Pollito dijo:
- ¡León, ahora es la tuya!
El León salió del zurrón, degolló a los bueyes, escogió el más gordo y lo devoró en un santiamén.
Todo el pueblo estaba furioso y decía:
- ¡Este polluelo es un desvergonzado que no quiere morir! ¡Lo encerraremos con los camellos! Ellos lo pisotearán y matarán.
Lo encerraron. Pero el Pollito dijo:
- Buen amigo, compañero Elefante: sálvame la vida. Ahora es la tuya.
Y sacó al paquidermo del zurrón.
El Elefante miró a los camellos, los desafió y aplastó hasta el último.
La gente del pueblo fue a ver al rey y le dijo:
- Este insolente polluelo no morirá aquí; démosle lo que se debía a su padre y que se vaya. Lo atraparemos en el bosque, lo mataremos y recuperaremos su herencia.
El soberano ordenó abrir su real tesoro y se dio al Pollito el grano de maíz que se le debía.
Y el Pollito abandonó, con su tesoro, el pueblo.
Entonces, todo el mundo montó a caballo, hasta el mismo rey, y se lanzaron en pos del Pollito.
Pero el Pollito sacó al Guerrero del zurrón y le dijo:
- ¡Guerrero, he aquí llegada tu hora! ¡Demuestra que eres hombre de armas tomar!
El Guerrero hizo trizas a todos.
Y el Pollito volvió entonces a la ciudad del rey; se hizo el amo y se proclamó el soberano de aquel pueblo al que, en buena lid, había vencido.

sábado, 13 de marzo de 2010

La comadreja y su marido "cuento africano"

La Comadreja dio a luz un hijo, y, llamando a su marido, le dijo:
- Búscame unos pañales como a mí me gustan y tráemelos.
El marido quería complacer a su mujer y le preguntó:
- ¿Qué pañales son esos que a ti te gustan?
Y respondió la Comadreja:
- Quiero una piel de elefante.
El pobre marido quedóse perplejo ante tales pretensiones y no pudo abstenerse de preguntar a su cara mitad si por ventura no había perdido la cabeza.
La Comadreja por toda contestación le arrojó la criatura a los brazos y salió inmediatamente y a toda prisa. Buscó al Gusano, y, así que lo encontró, le dijo:
- Compadre, mi tierra está llena de hierba; ayúdame a renovarla un poco.
Y cuando vio al Gusano atareado, escarbando, la Comadreja llamó a la Gallina y le dijo:
- Comadre, mi hierba está plagada de gusanos y necesito tu ayuda.
La Gallina echó a correr, se comió al Gusano y se puso a rascar el suelo.
Un poco más adelante, la Comadreja encontró al Gato y le dijo:
- Compadre, andan gallinas en mi tierra; bien pudieras en mi ausencia dar una vuelta por mis posesiones.
Un instante después el Gato había devorado a la Gallina.
Mientras el Gato comía a sus anchas, la Comadreja dijo al Perro:
- Patrón, ¿vas a dejar al Gato en posesión de esa tierra?
El Perro, furioso, corrió a matar al Gato, porque no quería que hubiese allí más amo que él.
Pasó por aquellos lugares el León, y la Comadreja le saludó con respeto y le dijo:
- Señor mío, no os acerquéis a ese campo, que pertenece al Perro.
Al oír esto el León, poseído de envidia, se arrojó sobre el Perro y lo hizo mil pedazos.
Por fin asomó el Elefante, y la Comadreja le pidió auxilio contra el León. Y el Elefante entró como protector en la tierra de la que le imploraba auxilio. Pero ignoraba la perfidia de la Comadreja, que había abierto un hoyo muy grande, disimulándolo con infinidad de ramas.
El Elefante, al caer en el lazo, se mató, pero antes había ahuyentado al León, que, temeroso, refugióse a toda prisa en la selva.
La Comadreja arrancó la piel del Elefante y se la presentó a su marido diciéndole:
- Te pedí una piel de elefante y me llamaste loca porque juzgaste mi deseo como el mayor desatino. Mediante Dios, la he obtenido y aquí la tienes.
El marido de la Comadreja ignoraba que su compañera era el animal más astuto del mundo y ni remotamente soñaba que lo fuese más que él.
Pero entonces lo comprendió. Tal fama consiguió la señora con su ardid que, desde lo ocurrido, se dice: "¡Es más astuto que una comadreja!".

jueves, 11 de marzo de 2010

Takisé, o el toro de la vieja "cuento Africano"

Había una vez una vaca que se escapó del rebaño de su amo y se ocultó en un corral abandonado. Nació un lindo ternerillo y la vaca lo abandonó para volver al antiguo redil.

Y sucedió que una viejecita que por el lado del corral pasaba, vio al lindo ternerillo recién nacido y, compadeciéndose de él, llevóselo a su casa, donde lo alimentó con salvado, mijo y hierba.

Creció el ternerillo y pronto se convirtió en un toro magnífico.


Un carnicero propuso a la anciana que le vendiese el toro, pero ella se negó rotundamente.


- Takisé (tal nombre le había puesto) no está en venta - respondió.


El carnicero se presentó ante el rey y le dijo:


- Poderoso señor, la vieja Zeynubé tiene un toro magnífico, grande y rollizo, un ejemplar digno de pertenecerle.


El soberano, reconocido glotón, ordenó al punto ir en busca del toro de la vieja Zeynubé. Varios carniceros, al mando de un funcionario del palacio, llegaron a la choza de la anciana.


El funcionario dijo a la anciana:


- El rey ordena que nos entregues el toro para sacrificarlo mañana.


- Cúmplase la orden del rey - contestó la anciana; - no puedo oponerme a ella. Pero os ruego una cosa: llevaos a Takisé mañana por la mañana.


Accedió el funcionario palaciego. Al día siguiente volvió a presentarse acompañado de los carniceros.


Fueron a coger el toro, pero éste resopló de cólera y se dispuso a cornearlos.

Los matarifes se asustaron, y el funcionario dijo a la anciana:

- Vieja, ordena al toro que se deje pasar una cuerda por el cuello.


La anciana rogó al animal:


- Takisé, mi querido Takisé, deja que te aten con una cuerda.


El toro accedió.


Le llevaron a palacio. Una vez allí, lo tumbaron al suelo, le ataron las patas y uno de los matarifes, empuñando un enorme cuchillo, se acercó para degollarlo.


Pero la hoja de acero no pudo cortar ni un solo pelo de Takisé; éste tenía el poder de impedir que el acero penetrase en su cuerpo.


El rey, enojado, hizo comparecer a la anciana, y le dijo:


- Si no consiguen degollar al toro ordenaré que te maten a ti.


La pobre anciana acercóse al toro y, acariciándole el testuz, le dijo:


- Takisé, mi querido Takisé, ¡déjate degollar!


Takisé inclinó el testuz.


Degollaron al magnífico animal; luego lo desollaron y descuartizaron. Entregaron toda la carne al rey glotón, pero éste ordenó que diesen a la vieja la grasa y las tripas.


La anciana puso los restos que le entregara el rey en un cesto y regresó, triste y afligida, a su choza. Metió los restos en una tinaja, recordando apenada la muerte de su querido Takisé.


Y sucedió que, a partir de aquel día, cuando la anciana se levantaba, encontraba la choza limpia y aseada, las tinajas llenas de agua y todos los quehaceres listos.


Intrigada, la anciana resolvió aclarar el misterio.


Una mañana salió de la choza, cerró la puerta y se puso a vigilar por una rendija lo que ocurría en el interior.


Breves instantes después percibió un ligero ruido y luego el rumor de unas escobas que barrían el suelo.


Abrió la puerta de repente y vio a dos lindas jovencitas que corrieron a esconderse en la tinaja.


- No os escondáis - les dijo la anciana. - No os haré ningún daño.


Las dos jóvenes se acercaron, entonces, a la anciana y la saludaron cariñosamente.


Y la viejecita dióles un nombre: Ausa a una de ellas y Takisé - en recuerdo del amado toro - a la más linda.


Nadie conocía la existencia de las dos jovencitas, pues jamás salían de la cabaña.


Pero he aquí que un día llamó un forastero y pidió de beber.


Takisé sirvióle bondadosamente.


El forastero, mientras bebía, se fijó en su rostro y quedó tan prendado de su belleza que, sin pérdida de tiempo, se lo comunicó al rey, a quien, precisamente, iba a visitar.


Ordenó el soberano que la vieja se presentase inmediatamente acompañada de la hermosa Takisé.


Cuando vio a Takisé, quedóse tan prendado de ella (jamás había visto belleza más perfecta) que al punto dijo a la anciana:


- Tu hija es bellísima, y quiero que sea mi esposa.


- Señor rey - respondió la anciana - no puedo oponerme a tus deseos. Pero quiero que me hagas una promesa: no permitas que Takisé salga jamás al sol ni se acerque el fuego, porque se derretiría como la manteca.


El rey lo prometió.


Pocos días después Takisé era la esposa del soberano.


Llegó un día en que el soberano tuvo que visitar una de sus ciudades lejanas.

Y sucedió que sus hermanas, envidiosas, se pusieron de acuerdo para desembarazarse de su cuñada. Sabían que a Takisé le era funesto el calor.


Las cuñadas dijeron:


- Queremos ver cómo tuestas unos granos de sésamo.


- No puedo acercarme al fuego - respondió Takisé.


- Lo que te pasa es que eres una perezosa - le replicaron. - Tuesta esos granos de sésamo o, de lo contrario, te mataremos y arrojaremos tu cadáver al río.


Asustada, la pobre Takisé obedeció.


Y, ¡oh destino!, mientras tostaba los granos, empezó a derretirse como la manteca al calor del sol y se convirtió en un líquido aceitoso que originó un caudaloso río.


Unos cuantos días después regresó el rey de su viaje y lo primero que hizo fue gritar:


- ¡Takisé! ¡Mi Takisé!


Una de las hermanas se le acercó y le dijo:


- Durante tu ausencia, Takisé púsose a tostar unos granos de sésamo y la pobrecita se derritió como si fuese de manteca y, al derretirse, se ha formado ese río caudaloso que ves allí.


El rey se quedó aterrado, y, loco de dolor, echó a correr hacia el nuevo río formado con el cuerpo de su amada Takisé.


Al llegar a la orilla transformóse el rey en hipopótamo y sumergióse en las aguas en busca de Takisé. Y ésta, que adoraba a su esposo, tomó la forma de caimán y se arrojó también al agua para no separase jamás del rey, que era su amor

Por esto, desde entonces, los hipopótamos y los caimanes viven siempre juntos en los ríos y en los esteros.