lunes, 31 de enero de 2011

Por que se rio el pez "cuento de la india"

En el momento en que una pescadora anunciaba su mercancía ante el palacio del Rajá, la Raní salió a un balcón y le pidió que subiera a mostrarle lo que tenía. En este momento un pescado dio un salto, mostrando su plateado vientre.
- ¿Es macho o hembra? -preguntó la Raní.- Quiero comprar una hembra.
Al oír esto, el pescado soltó una ruidosa carcajada.
- Es macho -contestó la pescadora, que siguió voceando lo que vendía.
La Raní, muy furiosa, fue a encerrarse en su cuarto, y al llegar el Rajá y verla tan enfurecida, le preguntó qué le ocurría.
- ¿Estás enferma? -inquirió.
- No; pero estoy muy disgustada por lo que ha hecho un pescado. Una pescadora pasó delante de palacio y al preguntarle yo si el pescado que acababa de soltar era macho o hembra, el pescado soltó una carcajada.
- ¿Que un pez se ha reído? -preguntó asombradísimo el Rajá.- ¡Eso es completamente imposible!
- ¡No estoy loca! Digo lo que he visto con mis propios ojos, y oído con mis propias orejas.
- Pues es muy extraño. Haré averiguaciones.
A la mañana siguiente, el Rajá contó a su Gran Visir lo que le había ocurrido a su esposa, y le ordenó que investigase hasta descubrir la verdad de todo ello. De no hacerlo así antes de seis meses, le haría decapitar.
El Visir prometió hacerlo, aunque de antemano se daba por vencido. Cinco meses de intenso trabajo no dieron el menor resultado, y nadie pudo explicar el motivo de la risa del pescado.
Comprendiendo que nada podría salvarle de la muerte, pues ni los más sabios podían hallar solución lógica al problema, el Visir lo preparó todo para su muerte, diciendo antes a su hijo que marchase a recorrer el mundo, en espera de que la cólera del Rajá se calmara.
El joven se despidió de su padre, y un mes antes de que terminase el plazo dado por el soberano, se marchó sin rumbo fijo, confiando que el Destino guiaría sus pasos.
Al cabo de unos días de marcha se encontró con un campesino que también iba de viaje. Como el hombre le fue simpático, le pidió si le permitía acompañarle. El campesino aceptó de buen grado, y los dos viajaron juntos en buena armonía.
Al cabo de un rato, el joven dijo al viejo:
- ¿No cree que si de vez en cuando nos ayudásemos, el viaje sería más distraído?
"¡Este hombre está loco!", pensó el campesino.
Poco después, pasaron junto a un campo de trigo, a punto de ser segado, y el hijo del Visir preguntó a su compañero:
- ¿Está comido o no ese trigo?
No sabiendo qué contestar a la extraña pregunta, el campesino se limitó a decir que no lo sabía.
Pasaron las horas y los dos amigos llegaron a un pueblo. El joven sacó un afilado cuchillo y entregándoselo al campesino, le dijo:
- Amigo, ve a comprar con esto dos hermosos caballos, pero no olvides de devolvérmelo, pues lo aprecio mucho.
Entre irritado y divertido, el viejo rechazó el cuchillo, refunfuñando que o bien su compañero estaba loco o trataba de parecerlo.
El hijo del Visir hizo ver que no oía las palabras del campesino y entró en el pueblo, pasado el cual se encontraba la casa de su compañero. Mientras cruzaban el mercado, que se hallaba muy concurrido, nadie les ofreció cosa alguno, ni les invitó a descansar.
- ¡Qué cementerio más enorme! -exclamó el joven.
"¿Por qué llamará cementerio a una población tan populosa?", se preguntó el campesino.
Al salir de la ciudad, pasaron junto a un cementerio, donde varias personas rezaban por las almas de sus muertos y repartían limosnas y comida a cuantos pasaban por allí.
- ¡Qué ciudad más espléndida! -exclamó el hijo del Visir.
"¡No cabe duda de que está loco!", pensó el viejo. "Veremos qué hará ahora. Sin duda llamará agua a la tierra, y tierra al agua. A la sombra la calificará de luz, y a luz de sombra."
En esto llegaron junto a un río, que era necesario vadear. El campesino quitóse los zapatos y lo cruzó, pero el joven se metió en el agua sin quitarse los zapatos.
"¡En mi vida había visto loco mayor!", se dijo el campesino.
Sin embargo, como el joven le era simpático, pensó que distraería a su esposa y a su hija, y le dijo que se hospedara en su casa todo el tiempo que pensase estar en el pueblo.
- Muchas gracias -contestó el hijo del Visir.- Pero antes quisiera preguntarle si los cimientos de su casa son lo bastante fuertes.
El campesino levantó las manos al cielo y entró en su casa riendo a mandíbula batiente.
- He traído a un amigo que está loco de remate ­explicó a su mujer y a su hija, que habían salido a recibirle.- Fijaos cómo estará, que antes de aceptar mi hospitalidad me ha preguntado si los cimientos de mi casa son lo bastante sólidas.
- Papá, ese hombre no está loco -dijo la hija, que era una muchacha muy lista.- Si te ha preguntado eso ha sido para saber si podías hospedarle sin perjuicio. Mejor dicho, si tu fortuna te permitía tener un huésped.
- ¡Ya comprendo! -exclamó asombrado el campesino.- Quizá puedas ayudarme a descifrar otros enigmas. Al principio de nuestro viaje, me dijo que si nos ayudásemos mutuamente, el camino sería más divertido.
- Es muy sencillo -contestó la joven.- Lo que tu compañero quería decir es que si ambos os hubieseis contado historias, el camino se habría hecho más fácil.
- ¡Tienes razón! Bien; quizá puedas descifrar este otro enigma. Al pasar junto a un campo de trigo, me preguntó si el grano estaría ya comido o no.
- ¿Y no comprendiste lo que quería decir? Pues es muy sencillo: deseaba saber si el propietario de aquel campo debía dinero a alguien, en cuyo caso el producto de la venta del trigo iría a parar a manos de sus acreedores, lo cual sería lo mismo que si ya estuviera comido.
- ¡Maravilloso! Te voy a contar otro: al entrar en un pueblecito, me dio su cuchillo y me encargó que adquiriese dos buenos caballos, pero advirtiéndome que le devolviera el cuchillo.
- ¿No son dos buenos palos una ayuda excelente para caminar? ¿No podría llamárseles caballos del pobre? Al darte el cuchillo te indicó que cortases dos palos, debiendo ir con cuidado.
- ¡Magnífico! Pues bien, al entrar en la población nadie nos invitó a refrescar ni a sentarnos, en cambio al pasar junto al cementerio los que allí oraban nos dieron refrescos y dulces. Mi compañero llamó cementerio a la ciudad y ciudad al cementerio.
- Esto también es sencillísimo, padre mío. Por ciudad se entiende el lugar donde puede adquirirse todo. En cambio, a la gente que no practica la hospitalidad se la considera peor que muerta. Aunque llena de seres vivos, la ciudad os resultó a vosotros peor que un cementerio, en cambio, en el cementerio, morada de los muertos, encontrasteis la caridad y el amor.
- Es verdad! -exclamó el asombrado campesino.- Te voy a contar lo último que hizo. Al llegar junto al río, en vez de quitarse los zapatos entró con ellos en el agua.
- Admiro su sabiduría -replicó la joven.- Muchos veces me he dicho que la gente es estúpida al quitarse los zapatos y cruzar descalza la corriente, sembrada de agudos guijarros. Infinidad de veces he visto que a causa del dolor producido al pisar uno de esas piedras, la persona que cruzaba el río caía dentro de él, y por no mojarse los zapatos se mojaba todo el cuerpo. Ese amigo tuyo es un hombre sabio. Me gustaría verle y hablar con él.
- Saldré inmediatamente a decirle que entre.
- Antes adviértele que los cimientos de nuestra casa son muy fuertes. Enseguida le enviaré un regalo para que comprenda que somos lo bastante ricos para darle hospedaje.
Dicho esto, la joven llamó a un criado y lo envió al visitante con un obsequio, compuesto de una taza de aceite dulce, doce pasteles, una jarra de leche y el siguiente mensaje:
"La luna es llena; doce meses hacen un año; el mar rebosa agua."
Por el camino, el criado encontró a un hijo suyo, quien al ver lo que su padre llevaba le pidió un poco, y el servidor fue lo bastante loco para dárselo. Cuando encontró al joven le dio lo que le quedaba del regalo, y el mensaje. El hijo del Visir lo aceptó, diciendo:
- Vuelve junto a tu ama y dile que la luna está en cuarto menguante; el año sólo tiene once meses; y la marea es descendente.
No comprendiendo el significado del mensaje, el criado volvió junto a su ama para comunicárselo. La joven se dio cuento en seguida de lo que había ocurrido y castigó severamente al ladrón.
El hijo del Visir fue recibido en la casa con todas las atenciones y cuidados, y al fin de la magnífica comida que le sirvieron, contó la historia del pescado que se había reído.
- La risa del pescado significa que en palacio hay un hombre que quiere matar al Rajá -dijo la hija del campesino.
- ¡Magnífico! -exclamó entusiasmado el joven.­ Volvamos corriendo a mi país a fin de salvar la vida de mi padre, y al Rajá de todo peligro.
Al día siguiente el joven partió acompañado de la muchacha, y al llegar a su casa contaron al Visir el motivo de la risa del pescado. El pobre hombre, que estaba casi muerto de miedo, corrió enseguida a las habitaciones del Rajá, a quien repitió lo que le habían dicho.
- ¡Es imposible! -exclamó el monarca.
- Es la pura verdad. Y para demostraros que no miento, haremos una prueba. Servíos llamar a todas vuestras esclavas, y haced que salten por turno el ancho de una alfombra. Pronto descubriremos si hay un hombre entre ellas.
Así se hizo y de todas las esclavas, sólo una consiguió saltar por encima de la alfombra. Esta esclava resultó ser un hombre, que al momento fue decapitado ante el Rajá.
Y así quedó satisfecha la Raní, contento el Rajá, y con vida el Gran Visir.
En cuanto a su hijo, al poco tiempo se casó con la hija del campesino, y dicen las crónicas que fueron el matrimonio más feliz de aquel reino.

sábado, 29 de enero de 2011

El principe y el Fakir "cuento de la india"

Érase una vez un monarca que no tenía hijos. En vista de ello decidió un día tenderse en el cruce de cuatro caminos, a fin de que cuantos pasaran tuvieran forzosamente que verle. Al cabo de mucho rato, acertó a pasar un fakir, quien al ver al rey le preguntó:
- ¿Qué haces aquí?
- Más de cien hombres han pasado sin preguntarme nada; imítales tú y sigue adelante -contestó el soberano.
- ¿Quién eres? -insistió el fakir.
- Soy un rey. No me faltan bienes materiales ni dinero, pero he vivido largos años y aún no ha alegrado mi vida la risa de un hijo de mi sangre. Por eso he venido a tenderme en el cruce de estos caminos. Mis pecados deben de ser muchos y necesitan sin duda una larga expiación. He escogido esta penitencia con la esperanza de que Dios se apiadará al fin de mí y me concederá lo que tanto ambiciono.
- ¿Qué me darías si tuvieses un hijo? -preguntó el fakir.
- Cuanto me pidieras -contestó el rey.
- No necesito oro ni joyas. Voy a rezar una oración y tendrás dos hijos. Uno de ellos ha de ser para mí.
Dicho esto, el viejo sacó dos pastelillos, que entregó al rey, diciéndole:
- Haz comer estos pasteles a dos de tus esposas, y dentro de poco tendrás lo que deseas.
El rey cogió los pastelillos y los guardó junto al corazón. Luego se despidió del fakir, a quien dio las gracias.
- Dentro de un año volveré a verte -dijo el viejo.- Recuerda que, de los dos hijos que nacerán, uno es mío.
- Desde luego -asintió el rey.
Los dos hombres se separaron.
El rey se fue a palacio y siguió las instrucciones recibidas. Al poco tiempo nacían dos hermosos niños. Temeroso de perderlos, el soberano los encerró en un pozo, y cuando llegó el fakir le enseñó los hijos de una esclava.
- ¿Son éstos tus hijos? -preguntó el fakir.
- Sí.
- Bien, me corresponde uno. Te ruego que hagas traer unas parrillas, pues deseo asarlo para comérmelo aquí mismo.
El rey se dispuso a dar la orden, pero el fakir le atajó, diciéndole:
- ¡Tu boca ha faltado a la verdad! Esos no son tus hijos. Si lo fueran, no permitiríais que me comiese a uno de ellos. Haz que me traigan enseguida a tus verdaderos hijos, o de lo contrario, morirán los dos.
El rey derramó abundantes lágrimas, pues adoraba a sus pequeños, pero como había prometido entregar uno al fakir, ordenó que los trajesen.
El viejo los examinó atentamente y al fin escogió al más hermoso.
Quince años pasó el príncipe al lado del fakir, quien le enseñó cuanto sabía. Indicóle la manera de hacer oro y piedras preciosas; de convertir el agua en vino, las piedras en pan, los perros en hombres, las hormigas en camellos y los hombres en árboles. Cuando el viejo murió, el príncipe no ignoraba nada de cuanto saben los hombres sabios de la India, y con sus conocimientos, partió dispuesto a ver el mundo y sus maravillas.
Al poco tiempo llegó a la capital de un país sitiado por un ejército invasor. El príncipe entró en la ciudad, cuyos habitantes estaban a punto de morir de hambre. Los mismos perros, a los cuales nadie tocaba, pues su religión les prohibía matar animales, estaban en los huesos. Al ver al joven, todos se echaron a llorar, pues su llegada, aparte de no ayudarles materialmente, iba a ser perjudicial, pues habría que alimentarle.
- ¿Quién gobierna este pueblo? -preguntó el príncipe a un viejo guerrero.
- La princesa Jali. Su padre murió al principio de la guerra, y ella ha sostenido toda la campaña. Pero ya estamos a punto de ser vencidos, y nuestra soberana tendrá que casarse con el rey de nuestros enemigos.
- Condúceme a presencia de la princesa. Quiero ayudarla.
El guerrero obedeció la orden del para él hombre santo, ya que ignoraba que era un príncipe, y a los pocos minutos llegaban hasta la princesa Jali.
Ni en sueños había visto el príncipe una mujer más hermosa. Tenía quince años, y su belleza no era comparable a ninguna otra.
- ¿Qué deseas, hombre santo? -preguntó al que ella suponía un fakir.
- Quiero ayudarte, hermosa princesa.
- ¿Y cómo vas a ayudarme, si ya nada puede hacerse? Has entrado en esta ciudad, porque eres fakir y los sitiadores no se han atrevido a tocarte, pero no me queda ya ningún amigo de quien pueda esperar socorros, y hoy he repartido los últimos panes que nos quedaban.
- Haz que me traigan cien mil piedras -dijo el príncipe.
Extrañada, la princesa obedeció. Cuando el joven tuvo ante él las piedras pedidas, murmuró un encantamiento, y rociándolas con agua sagrada, las convirtió en pan.
- Ahora manda traer mil jarros llenos de agua ­pidió.
Al presentarle los jarros, el príncipe murmuró otras palabras, y el agua quedó convertida en vino.
Con estos alimentos, los guerreros y el pueblo pudieron saciar su hambre, y reunidos todos ante el palacio, aclamaron al fakir que acababa de salvarles de una muerte cierta.
Ordena que traigan cien mil hormigas y quinientos mil perros -solicitó a continuación el joven.
La princesa transmitió la orden, y al momento todo el pueblo partió en busca de los perros y de las hormigas, que, tras unas palabras mágicas, fueron convertidos en hombres y en caballos.
Con este enorme ejército, el príncipe pudo derrotar fácilmente a las huestes del enemigo de la soberana, a quien él mismo cortó la cabeza.
- ¿Qué haré ahora con esos quinientos mil soldados? -preguntó Jali, cuando la batalla hubo terminado.- Mi reino es demasiado pequeño para ellos, y seguramente morirán de hambre.
- No te preocupes, hermosa princesa -replicó el príncipe.- He visto que las huestes invasoras asolaron por completo el país, dejándolo sin un árbol frutal; para remediar ese desastre convertiré a los soldados en árboles y los caballos podrás regalárselos a tus súbditos para que labren sus campos.
Así lo hizo, y desde entonces el reino de la princesa Jali es el que tiene los árboles más hermosos de toda la India.
En cuanto al príncipe, se casó con la princesa, después de descubrir su verdadera personalidad, y fue muy feliz gobernando los dominios de su esposa.
Y refieren las crónicas que jamás faltó el pan en el país. También dicen que el oro y las piedras preciosas que el príncipe regaló a su esposa, abultaban tanto, que fue preciso construir un palacio de mármol para guardar en él la fortuna inmensa que representaban.

jueves, 27 de enero de 2011

El campesino y el prestamista "cuento de la india"

Un honrado campesino de la región de Benarés, hallábase en las garras de un malvado prestamista. Tanto si la cosecha era buena como si era mala, el pobre hombre estaba siempre sin un céntimo. Al fin, un día, cuando ya no le quedó absolutamente nada, fue a ver al usurero y le dijo:
- Es imposible sacar agua de una piedra y como de mí ya no podréis conseguir más dinero, pues no lo tengo, os ruego me expliquéis el secreto de hacerse rico.
- Amigo mío, Rama es quien concede las riquezas -contestó piadosamente el hombre.- Pregúntale a él.
- Muchas gracias; lo haré -respondió el sencillo campesino.
En cuanto llegó a su casa apresuróse a preparar tres pasteles redondos. Una vez hecho esto, partió en busca de Rama.
Ante todo fue a ver a un bracmán y, entregándole un pastel, le rogó le enseñase el camino para llegar hasta Rama. Pero el bracmán limitóse a tomar la golosina y a seguir su camino sin pronunciar una sola palabra.
Poco después nuestro protagonista encontróse con un yogui a quien dio otro de los pasteles, sin recibir, en cambio la menor información. Por fin, tras mucho caminar, llegó junto a un viejo mendigo, que descansaba bajo un árbol, y, como viese que estaba hambriento, le dio el último pastel. Después sentóse a su lado y entabló conversación.
- ¿A dónde vais? -preguntó el pobre al cabo de un rato.
- El camino que se abre ante mí es muy largo ­contestó el campesino.- Voy en busca de Rama. Supongo que vos no podréis indicarme hacia dónde debo dirigir mis pasos, ¿verdad?
El anciano sonrió apaciblemente, replicando:
- Tal vez pueda ayudarte. Yo soy Rama, ¿Qué deseas de mí?
El campesino prosternóse ante Dios y le explicó sus desventuras y deseos. Después de escucharle, Rama le entregó una caracola marina, enseñándole a hacerla sonar de una manera especial.
- Cuando desees una cosa -dijo- no tienes más que soplar dentro de esta caracola, en la forma que te he enseñado a hacerlo, y tu deseo se verá cumplido inmediatamente. Sin embargo ten cuidado con ese prestamista de quien me has hablado, pues ni siquiera la magia puede escapar a sus maquinaciones.
El campesino se despidió del Dios y regresó contento a su pueblo. El usurero notó en seguida su buen humor y se dijo:
- Ese estúpido debe de haber sido favorecido con algún don muy grande; de lo contrario no estaría tan satisfecho.
Sin perder un minuto corrió a casa del labrador y le felicitó por su buena fortuna, pretendiendo estar enterado de todo. Tan hábil fue que, al poco rato, el campesino le contó todo su historia, a excepción del mágico poder de la caracola, pues, a pesar de su sencillez, no era tan tonto como creía el otro.
Sin embargo, el prestamista no era hombre que se dejase vencer con facilidad, y comprendiendo que la caracola tenía propiedades mágicas, decidió apoderarse de ella, ya fuera legal o ilegalmente.
Así, aguardó una ocasión propicia y la robó.
Pero como ignoraba el secreto del talismán, lo único que logró fue enronquecer de tanto soplar, y al fin tuvo que decirse que había hecho un mal negocio al robar una cosa tan inútil
Durante varios días trató de encontrar una solución a aquel problema, y al fin la halló. Cogió la caracola y dirigióse a casa del campesino, a quien dijo:
- Tengo en mi poder el talismán que te entregó Rama. No puedo utilizarlo, pues desconozco su secreto. Sin embargo tú tampoco puedes hacer uso de él, pues no la tienes. A pesar de todo estoy dispuesto a hacer un trato contigo: te devolveré la caracola y jamás me interpondré en tu camino, pero has de aceptar mis condiciones. Todo lo que tú obtengas he de obtenerlo yo al mismo tiempo, por duplicado.
- ¡De ninguna manera! -protestó el campesino.­ Eso significaría ponerme de nuevo en tus manos.
- No seas tonto -replicó el prestamista.- ¿No comprendes que tú no pierdes nada? ¿Qué te importa que yo gane veinte si tú sólo deseas ganar diez. Tus deseos serán siempre cumplidos y, por lo tanto, tendrás cuanto ambiciones.
Aunque lamentando ser de alguna utilidad al avaro, el campesino comprendió que no le quedaba más remedio que ceder, y aceptó la proposición del ladrón de su caracola. Desde aquel momento todo cuanto obtenía era conseguido al mismo tiempo, pero por partida doble, por el prestamista, y este pensamiento no se apartaba ni de noche ni de día de la mente del aldeano.
A todo esto, llegó un verano muy seco, tan seco, que las mieses del campesino se morían por falta de agua. Por fin, un día, cogió la caracola y después de pedir un pozo, sopló en ella. Inmediatamente apareció uno en la puerta de su casa, pero también en el mismo instante aparecieron dos ante la morada del usurero.
¡Esto era ya demasiado para el labrador! Inmediatamente decidió terminar de una vez con aquel hombre. De pronto tuvo una idea, y cogiendo el talismán, pidió a Rama que le dejase tuerto.
Formulado este deseo hizo sonar la caracola, y al momento perdió un ojo.
En el mismo instante, el prestamista, que estaba contemplando los dos pozos que acababan de aparecer ante su puerta, sintió un vivo dolor en los ojos y se quedó ciego. Llamó a voces a sus criados que no acudieron, y al querer entrar en su casa tropezó con el pretil de uno de los pozos, cayendo dentro y ahogándose.
Este relato demuestra que un campesino logró vencer a un prestamista, aunque perdiendo un ojo, lo cual es un precio bastante elevado.

martes, 25 de enero de 2011

El Raja Rasalu " cuento de la india"

Érase una vez una gran Rajá llamado Salabam, casado con una princesa llamada Lona, que a pesar de las muchas lágrimas derramadas, jamás había podido tener un hijo. Al fin, una noche un ángel le dijo que sus deseos se verían cumplidos.
Cuando nació el hijo, la reina suplicó a tres yoguis que fueron a pedir limosna a las puertas del palacio, que le dijeran cuál sería la suerte de su hijo, a quien aún no había visto.
- Tu hijo, hermosa reina, será un gran hombre ­dijo el más joven de los tres.- Pero es necesario que durante doce años ni tú ni el Rajá le miréis el rostro, pues entonces moriríais sin remedio. También es importante que no vea la luz del sol, y como ahora es de noche, haz que antes de que amanezca lo bajen a una cueva oscura, de donde no deberá salir en doce años. Transcurrido este tiempo ordena que lo bañen en el río y que le pongan los más hermosos vestidos y que lo lleven a tu presencia. Su nombre será el de Rajá Rasalu, y se le conocerá en todo el mundo.
Después de oír esto, los soberanos ordenaron que su hijo fuera conducido a la más oscura cueva del palacio, donde le dejaron con un potro recién nacido, una espada, las espuelas y una coraza. También le dejaron al cuidado de numerosas esclavas y profesores, para que le enseñaran cuanto un príncipe debe saber. Hecho esto, los padres se dispusieron a aguardar pacientemente el curso de los doce años.
El joven creció jugando con su potro y charlando con un hermoso loro, mientras las esclavas y los profesores le enseñaban cuanto debía conocer.
Pasaron once años, y el príncipe empezó a cansarse de su encierro. Quería conocer lo que había en el mundo, y así un día, aprovechando un descuido de sus vigilantes, ensilló el potro, cogió el loro y a toda velocidad salió del palacio.
Al llegar al río se bañó en él. Montó de nuevo en su potro y se dispuso a correr las más fantásticas aventuras.
A los pocos momentos el príncipe se cruzó con un grupo de mujeres que volvían de la fuente, llevando sobre la cabeza unos cántaros llenos de agua.
Divertido por el espectáculo, el joven cogió unas piedras y se las tiró a las mujeres, rompiendo los cántaros y mojando a las que los llevaban.
Las mujeres fueron a quejarse al Rajá, diciéndole:
- Un joven príncipe que cabalgaba en un potro muy hermoso y que iba cubierto con una brillante armadura, se ha cruzado con nosotros y nos ha roto nuestros cántaros.
Al oír la descripción que hacían del príncipe, el Rajá comprendió enseguida que se trataba de su hijo, que había abandonado su encierro antes de cumplir el plazo fijado por el yogui. Como temía que de mirarle el rostro, muriese, dijo a las mujeres que tomaran con calma lo ocurrido, y para acabar de tranquilizarlas, les regaló unos hermosos cántaros de cobre.
Ocurrió, sin embargo, que el príncipe no se había alejado del lugar, y al ver a las mujeres con sus cántaros de cobre, cogió el arco que pendía junto al arzón y disparó una serie de flechas que agujerearon los recipientes, mojando de nuevo a las mujeres.
Tampoco esta vez envió el Rajá sus soldados para que prendiesen al príncipe Rasalu, pero éste, convencido de que era el más valiente del mundo, se dirigió a palacio y penetró hasta la sala del trono, donde su padre, al enterarse de que llegaba, ocultó la cara entre las manos, y no quiso mirarle, por temor a perder la vida.
- He venido a saludarte, Rajá, no a hacerte daño -dijo el príncipe, riendo despectivo al ver el miedo del monarca.- ¿Qué te he hecho para que no quieras mirarme?
Después de esto, el príncipe abandonó la sala. Iba lleno de ira y amargura, y sólo al pasar bajo las ventanas de las habitaciones de su madre, y oírla llorar se calmó un poco. Padre y madre era algo que él jamás había conocido.
- ¿Por qué lloras, hermosa reina? -preguntó.
- Lloro por el hijo que no puedo ver -contestó la soberana.- Tú, que eres hermoso y valiente, ve por el mundo, que se rendirá sumiso a tus pies.
Al oír estas palabras, el Rajá Rasalu se sintió muy animado y decidió ir en busca de fortuna y honores.
Montó en su caballo Baunr y cogiendo su loro partió al galope, dejando tras él una densa nube de polvo, que fue lo único que de él vio la reina Lona.
Rasalu cabalgó horas y horas, hasta que llegó la noche, que le sorprendió en pleno descampado. Con la noche llegó una terrible tempestad de lluvia, y el Rajá se vio obligado a buscar refugio en una tumba, donde reposaba un cadáver decapitado.
El lugar no era muy bueno, mas a falta de otro mejor, Rasalu se conformó con él y al ver al cadáver, lo saludó con estas palabras:
- Descansa en paz, hermano.
- La paz sea contigo -replicó el cadáver, levantándose y yendo a sentarse junto al príncipe.
- ¿Cuáles son tus penas? -preguntó Rasalu.
- Sólo tengo una, pero es muy grande. Aquí donde me ves soy el hermano del Rajá Sarcap, quien un día me mandó decapitar.
- ¿Es posible que te hiciese decapitar tu propio hermano? ¿Qué clase de hombre es?
- Es muy malo y sólo tiene una pasión que es la de hacer decapitar cada día a dos o tres personas con quienes antes ha jugado a los dados. Un día, no encontró nadie que se prestara a jugar y me invitó a mí. Fui tan loco que acepté, confiando que al ser su hermano no se atrevería a hacer conmigo lo que había hecho con otros, pero me equivoqué, y éste es el motivo de que me encuentres aquí.
- A mí también me gusta jugar a los dados -dijo Rasalu.- En cuanto amanezca iré a ver a tu hermano y le propondré jugar una partida.
- No hagas tal, pues lo primero que te dirá es que apuestes tu cabeza.
- ¿Y qué? Si le gano me tendrá que dar la suya.
- Desde luego, pero es que no le ganarás. Nadie puede ganarle, pues posee unos dados mágicos y un ratón encantado, que le permiten ganar siempre.
- Es igual, lo intentaré.
- Entonces, antes de marcharte coge unos huesos míos y hazte con ellos uno dados. Sólo así podrás vencer.
Rajá Rasalu hizo lo que le indicaba el cadáver y ayudado por éste pronto tuvo dos dados magníficos, que guardó en un bolsillo. Después se despidió de su compañero, y como había ya amanecido partió hacia el reino de Sarcap.
Tres días tardó en llegar, y al atravesar la puerta abierta en la muralla de la población, lo primero que vio fue un enorme cartel que decía así:

"EL RAJÁ SARCAP RETA A TODO AQUEL QUE ENTRE EN ESTA CIUDAD A JUGAR TRES PARTIDAS DE DADOS, EN LAS CUALES APOSTARÁ: SU REINO; SUS RIQUEZAS Y POR ÚLTIMO SU CABEZA."

Después de leer esto, Rasalu preguntó por el palacio del Rajá y al llegar a él vio con profunda indignación que dos criados se disponían a matar los gatitos que acababa de tener una hermosa gata blanca.
- ¡Soltad esos animales! -gritó, echando mano a su espada.
Los criados obedecieron aterrorizados y el Rajá devolvió los gatitos a su madre. Esta, llorando de agradecimiento, le dijo:
- Jamás podré pagarte lo que has hecho por mí, sin embargo, coge uno de mis hijos y llévalo contigo. Quizá pueda serte útil.
Rasalu dio las gracias y se metió el gatito en el bolsillo, junto con los dados mágicos.
Al decir a los criados del Rajá Sarcap que llegaba dispuesto a jugar con él a los dados, todos le miraron entristecidos, pues sabían que sería vencido y su cabeza iría a aumentar la colección que tenía formada el Rajá. Algunos intentaron disuadirle, pero él no les hizo caso e insistió en jugar con Sarcap.
El monarca era un hombre muy viejo, y al enterarse de que acababa de llegar un Rajá que estaba dispuesto a luchar con él, su mirada se animó e inmediatamente dispuso se celebrase una gran fiesta en honor de su visitante.
Cuando Rasalu llegó ante el Rajá Sarcap, éste se hallaba rodeado de hermosas danzarinas, cuyos encantos estaban dispuestos para que él no prestase atención al juego y perdiera con más facilidad su dinero y su cabeza.
- ¿Qué apuestas tú contra mi reino, mis riquezas y mi cabeza? -preguntó Sarcap a Rasalu.
- Contra tu reino apostaré mí armadura; contra tus riquezas, mi caballo; y contra tu cabeza, la mía. ¿Estás conforme?
- Conforme -contestó Sarcap, al mismo tiempo que hacía una señal para que empezase la música y el baile.
Era tan bello el baile, y tan hermosas las bailarinas, que Rasalu se olvidó de sacar sus dados y jugó la primera partida con los dados de Sarcap. Este además se hacia acompañar del ratón encantado, con cuya ayuda, era completamente invencible.
El joven perdió su armadura, y al poco rato perdió también su caballo.
Cuando se disponía a tirar por tercera vez los dados, notó que el gatito se movía en el bolsillo y esto le recordó los dados que le diera el hermano de Sarcap, Sacó, pues al gatito, que dejó en el suelo y cogiendo sus dados, dijo:
- Hasta ahora hemos jugado con tus dados, Rajá Sarcap; en adelante jugaremos con los míos.
Sarcap no se atrevió a protestar, y como aún contaba con la ayuda del ratoncito encantado, aceptó. No contaba, sin embargo, con el gatito, quien al ver al ratón se lanzó sobre él y le hizo huir por una ventana.
Rasalu tiró los dados y venció a su contrincante, recuperando su caballo, que se puso muy contento al verse de nuevo con su amo. Recuperó después sus armas y por fin, ganó la cabeza de Sarcap, y antes de que éste pudiera evitarlo, se puso en pie y de un seguro sablazo, le decapitó, entrando enseguida en posesión de su reino y riquezas. Y como el Rajá Sarcap tenía una hija muy hermosa, el joven la tomó por esposa, aunque retrasando el matrimonio hasta doce años más tarde.
Y como los estados del muerto eran enormes, ya que había ganado muchos jugando a los dados, el Rajá Rasalu fue el más poderoso monarca de la India, y su reino, el más brillante de todos, destacándose por su justicia y bondad.

domingo, 23 de enero de 2011

El hijo de las siete reinas "cuento de la india"

Érase una vez un Rajá que tenía siete esposas, pero ningún hijo. Esto era para él un gran pesar y mortificación, sobre todo cuando pensaba que al morir su trono quedaría vacante por falta de heredero.
Ocurrió que un día, un pobre faquir fue a ver al Rajá y le dijo:
- Tus plegarias han sido escuchadas y una de tus esposas tendrá un hijo.
Al oír esto la alegría del monarca no tuvo límites. Enseguida dio orden de preparar grandes fiestas para celebrar el feliz acontecimiento que se avecinaba y se dispuso a salir de caza, que era su distracción favorita.
Entretanto, las siete esposas, que vivían regiamente en un magnífico palacio, enviaron un mensaje a su esposo, concebido en los siguientes términos:
"Señor. Dignaos no ir a cazar hacia la parte Norte, pues todas hemos tenido malos sueños esta noche y tememos por vuestra vida."
Para calmar su ansiedad, el Rajá contestó asegurando que no iría a cazar por aquel lado, y así lo hizo. Pero dio la casualidad que aquel día no encontró ni rastro de caza, a pesar de los trabajos de sus monteros. Trató de encontrarla en el Este y Oeste, sin conseguir mejor resultado. El soberano era un gran cazador, y le dolía regresar a su palacio sin haber cobrado ninguna pieza, así, olvidándose de su promesa se dirigió al Norte.
Al principio no tuvo mejor suerte que en los demás puntos y ya se disponía a volver sobre sus pasos cuando una hermosa cierva de cuernos de oro y cascos de plata, blanca como la nieve y hermosa como una diosa, pasó ante él, perdiéndose entre la enramada.
El Rajá, a pesar de que sólo había visto un momento al hermoso animal, sintióse invadido de unos incontenibles deseos de poseerlo y enseguida ordenó a sus monteros que rodeasen la espesura donde se había refugiado, para poderlo cazar vivo. Se formó el círculo y cuando estaba a punto de cerrarse, apareció de nuevo la cierva, la cual, dando un salto, pasó por encima del monarca, sin que éste tuviera tiempo de cogerla, yendo a refugiarse en las montañas.
Sin avisar a sus compañeros, el Rajá picó espuelas y partió tras la cierva. Cabalgó durante varias horas, creyendo ver siempre a lo lejos la vaga sombra del animalito, y al fin, rendido de cansancio y perdida ya la esperanza de alcanzarlo, detuvo su caballo ante una miserable choza, en la cual entró para pedir un vaso de agua.
Una vieja sentada en una desvencijada silla contestó a su petición llamando a su hija, quien salió de una habitación interior de la choza, y resultó ser una joven muy bella, de cutis como la leche y cabellos semejantes al oro, quedando el rey mudo de sorpresa al ver ten hermosa joya en tan pobre morada.
La joven tendió una copa de agua al Rajá, quien la apuró con la mirada fija en ella, quedando convencido de que no era otra que la cierva blanca que persiguiera hasta allí.
La belleza de la muchacha hechizó al soberano, haciéndole caer de rodillas a sus pies, pidiéndole consintiera en ser su esposa. La joven soltó una carcajada, diciendo que siete esposas eran más que suficientes para un Rajá. Sin embargo, tanto imploró el monarca, que la muchacha dijo al fin:
- Perfectamente, traedme los ojos de las siete reinas y entonces tal vez crea en vuestras declaraciones de amor.
Tan trastornado quedó el Rajá por la belleza de la joven, que sin vacilar un momento, partió hacia su palacio y ordenó que fueran arrancados los ojos de las siete reinas, y con ellos regresó a la choza del barranco. La joven rió duramente al verlo, y atravesándolos con un hilo los tiró a su madre, diciendo:
- Tened, madre, guardadlos para haceros un collar con ellos, mientras yo estoy en palacio.
Enseguida acompañó al enamorado Rajá a sus dominios y se casó con él, acaparando para ella los trajes, los aposentos, las joyas y los esclavos de las siete reinas.
Al poco tiempo las siete desventuras fueron encarceladas, pues su vista molestaba a la nueva reina, y al poco tiempo la más joven de ellas tuvo un hijo que despertó las envidias de las seis restantes. Sin embargo, poco después todas querían con delirio al muchachito, que era su único consuelo, y cuando tuvo dos años se encontró con siete madres a cual más amante. El niño se mostró pronto tan útil, que las pobres prisioneras no hacían más que bendecir la hora de su nacimiento, pues desde aquel momento se habían terminado sus pesares.
Cuando pudo empezar a caminar, el joven príncipe abrió un agujero en la pared, agujero que ensanchó y alargó de tal manera que un día pudo abandonar la cárcel, a la cual regresó al cabo de una hora cargado de dulces y golosinas, que dividió en partes iguales entre los siete reinas.
A medida que fue haciéndose mayor fue ensanchando el túnel y cada día salía dos o tres veces en busca de alimentos para sus siete madres.
El medio de que se valía el joven para conseguir estos dulces y alimentos era su enorme simpatía, que hacía que la gente le colmase de regalos que permitían a las siete reinas seguir viviendo en su calabozo, cuando todo el mundo las suponía muertas desde muchos años antes.
Cuando ya fue un hombrecito se hizo un arco y unas flechas y fue a cazar. Ello le llevó junto al palacio donde vivía la bruja blanca, la cual con sólo verle un momento descubrió que era el hijo del Rajá, y su corazón se llenó de odio, decidiendo matar, costara lo que costara, al príncipe. Enseguida ordenó a un esclavo que le hiciera subir, y al tenerte en su presencia, le pidió le vendiese uno de los pichones que había matado.
- No puede ser -contestó el joven.- El pichón es para mis siete madres ciegas que viven en la inmunda cárcel y que morirían si yo no me cuidara de ellas.
- ¡Pobrecitas! -exclamó la bruja.- ¿No te gustaría devolverles la vista? Dame ese pichón y yo te prometo indicarte dónde encontrarás los ojos de tus madres.
Al oír esto, el príncipe se alegró muchísimo, y enseguida regaló el pichón que había cazado. La Raní guardó el pichón y en un pedazo de papel escribió estas palabras:
"Mata enseguida al dador, y convierte su sangre en rocío matutino."
Esta nota se la entregó al príncipe, diciéndole que la llevase a su madre, la bruja, quien le daría el collar de ojos que tenía.
- No dejará de entregártelo -añadió- si te enseñas este papel.
El príncipe, que no había podido asistir a la escuela, no sabía leer ni escribir, y así no se enteró de la cruel maquinación de la Raní. Despidióse alegremente de ella y partió hacia la cabaña.
En el curso del viaje llegó a un país cuyos habitantes aparecían tan tristes que el príncipe les preguntó que les ocurría. Le contestaron que era debido a que la única del Rajá se negaba a casarse y por ello, cuando muriese el soberano, el país se encontraría sin príncipe heredero.
Añadieron los informadores que la princesa había asegurado que sólo se casaría con el príncipe que fuera hijo de siete madres. Desesperado el rey, ordenó que todo forastero que llegara a la población, fuera conducido ante la princesa. Por ello, a pesar de su impaciencia por llegar donde se encontraban los ojos de sus madres, el príncipe fue conducido ante la princesa, quien apenas lo vio enrojeció intensamente, y volviéndose hacia el rey, le dijo:
- Padre mío, este es el hombre con quien quiero casarme.
Jamás tan pocas palabras produjeron tanta alegría. Los habitantes del país celebraron grandes fiestas populares, pero el hijo de las siete reinas dijo que sólo podría casarse cuando hubiese recobrado los ojos de sus madres.
Al oír esto, la princesa pidió a su amado que le enseñase la carta de la reina, y como era muy inteligente, enseguida comprendió el plan de la malvada bruja. Sin embargo, no dijo nada, y encargó a sus esclavos que le dieran cuanto desease.
Mientras el joven príncipe se bañaba en el estanque del palacio, la joven princesa cogió otro papel e imitando la letra de la Raní, escribió en él lo siguiente:
"Cuida con todo cariño de este muchacho y dale cuanto te pida."
Hecho esto, entregó la misiva al príncipe y rasgó la verdadera.
El príncipe reanudó su viaje y al poco tiempo llegó a la cabaña de la vieja bruja, quien hizo una mueca de disgusto al leer la carta, y más, cuando el muchacho le pidió el collar de ojos.
Sin embargo se lo entregó, diciéndole:
- Sólo tengo trece ojos, pues la semana pasada perdí uno.
El príncipe no se preocupó por este detalle, pues estaba demasiado contento al pensar que podría devolver la vista a sus siete madres.
Cuando llegó a la cárcel donde le aguardaban las siete reinas, entregó un par de ojos a cada una de las más viejas, y a la joven, su madre, sólo le dio uno, diciéndole:
- Mamaíta, de ahora en adelante yo seré tu otro ojo.
Después de esto, partió a casarse con la princesa, como había prometido, mas al pasar ante el blanco palacio de la Raní, vio unos pichones en el tejado y sin pensarlo un momento disparó una flecha que hirió al más hermoso de todos.
La Raní, oyó silbar la flecha y se asomó al balcón, viendo con profunda sorpresa que el príncipe seguía vivo.
Lanzando un grito de rabia llamó a un esclavo y le ordenó que hiciera subir al joven, y cuando le tuvo en su presencia le preguntó cómo había vuelto tan pronto. El joven le explicó lo ocurrido, y la rabia de la hechicera no conoció límite. No obstante, fingió estar satisfechísima con el éxito, y le dijo que si le regalaba aquel otro pichón, le daría la hermosa vaca de Jogi, cuya leche mana sin cesar durante el día.
El príncipe aceptó encantado el cambio y la Raní le dio otro mensaje para su madre, diciendo que le entregaría la vaca, pero en realidad, la carta decía lo siguiente:
"Mata al dador y convierte su sangre en rocío matutino."
Pero no contaba la maga con la princesa, quien al preguntar a su futuro marido el motivo de su tardanza, se enteró de lo que le había dicho la Raní, y del contenido de su carta.
Como había hecho la vez anterior, la princesa cambió la carta, y así, cuando el joven llegó a casa de la bruja, ésta se vio obligada a entregarle la hermosa vaca que da leche siempre. El príncipe, pensando sólo en sus madres, se apresuró a llevarles la vaca, que con su leche, les aseguró el alimento para muchos días.
Como era tanta la leche que daba el animal, las siete reinas empezaron a hacer quesos y requesón, que vendieron más barato que nadie, consiguiendo en poco tiempo una bonita fortuna.
Viendo que sus madres estaban ya en situación desahogada, el príncipe decidió regresar junto a su amada princesa, pero al pasar junto al palacio del Rajá, no pudo resistir la tentación de tirar unas flechas contra los pichones.
Uno de ellos cayó muerto ante la ventana de la Raní, quien se asomó a ver lo que ocurría, y con profundo asombro e indignación, vio todavía vivo al odiado príncipe.
Otra vez envió por él y cuando lo tuvo en su presencia, le preguntó cómo había regresado tan pronto y al enterarse de lo bien que le había recibido la bruja, y de que le entregó la vaca que siempre da leche, estuvo a punto de desmayarse de rabia, mas consiguió dominarse, y le dijo que si le daba aquel pichón, ella le entregaría el grano de trigo del millón de espigas, que germinan en una noche.
El príncipe aceptó encantado, y a cambio del ave recibió una carta para la bruja, concebida en los siguientes términos:
"No faltes esta vez. Mata al dador y convierte su sangre en rocío matutino."
Como las veces anteriores, la princesa cambió la carta, y la bruja, a pesar del disgusto que tal acción le producía, entregó al joven el grano de trigo del millón de espigas, que germinan en una noche.
Con esto en su poder, el príncipe se convirtió en el mayor cosechero de trigo del país, y en pocos meses fue el hombre más rico de la India. A su fortuna se añadió la de su esposa, quien enterada de la historia de su marido y conocedora por las siete reinas del comportamiento del Rajá, hizo construir un palacio exactamente igual al del monarca, y un día le invitó a comer en él.
El Rajá, que había oído hablar mucho de las riquezas del hijo de las siete reinas, aceptó la invitación, y su asombro no tuvo límites cuando al entrar en el palacio, vio que era exactamente igual al suyo.
Sin embargo, su asombro fue aún mayor al ver a las siete reinas, vestidas como convenía a su clase, y en quienes reconoció a sus siete primeras esposas.
La princesa, arrojóse a los pies del Rajá, y le explicó toda la verdad de lo ocurrido. El soberano quedó muy apesadumbrado por su comportamiento y decidido a repararlo en lo posible, hizo prender a la Raní, y la condenó a morir en la hoguera.
Dicen las crónicas que al consumirse la hoguera, de las cenizas salió un inmundo gusano, que fue aplastado por el Sumo Sacerdote, quien reconoció en él el alma de la hechicera.
En cuanto a las siete reinas, regresaron a su palacio, y pasaron felizmente el resto de sus vidas, mientras su hijo gobernaba con gran acierto sus dominios, en los que jamás faltó el pan a nadie.

viernes, 21 de enero de 2011

Una leccion para reyes "cuentos de la india"

Por los tiempos en que Brahma reinaba en Benarés, era tanta la justicia que había en sus actos, que poco a poco, todo el mundo se hizo justo y nadie acudía ya a los tribunales, por lo cual éstos estuvieron a punto de ser cerrados.
" Es necesario que alguien me haga ver mis faltas -se dijo un día Brahma.- No es posible que mi conducta sea perfecta, pues el hombre no es perfecto y yo al fin y al cabo soy humano. En los tribunales han perdido ya la costumbre de juzgar, pues mi pueblo no acude a ellos. Será necesario preguntar a aquellos que me rodean, para saber mis defectos, y corregirme de ellos."
Pero los cortesanos, sólo tuvieron palabras de alabanzas hacia él, y ninguno le descubrió falta alguna.
"Es por el temor que inspira la realeza, que me hablan así" -pensó Brahma, y al día siguiente salió de palacio y preguntó a los que allí vivían, cuáles eran sus faltas, pero tampoco encontró a nadie que le prodigase otra cosa que alabanzas.
Entonces decidió salir de la ciudad, y ver si encontraba al fin alguien que descubriera alguna falta en él. Tampoco lo encontró, y por ello pensó en trasladarse a los pueblos de su reino.
Así lo hizo, pero tampoco en ellos encontró a nadie que pudiera decir algún defecto de él, por lo cual el soberano decidió regresar a su palacio.
Dio la casualidad de que por el mismo tiempo, Malika, el Rajá de Kosala, hombre bondadoso y justo, que gobernaba con gran sabiduría su reino, quiso conocer también sus defectos, y como había hecho Brahma, buscó entre sus cortesanos quien se los dijera. Y como no encontrase a nadie, decidió salir de su Palacio en busca de la verdad. Todo lo que halló en su camino fueron alabanzas, y al fin, regresó también a su palacio.
Quiso el azar, que los coches de ambos reyes se encontrasen de frente en un estrecho camino, y el cochero de Malika, dijo al de Brahma:
- Aparta tu coche del camino.
- Apártate tú, -replicó el otro cochero.- En este coche viaja el Rajá de Benarés, el gran Brahma.
- Pues en éste viaja el Rajá de Kosala, el gran Malika.
Al oír esto el cochero del soberano de Benarés, dijo:
- Si en realidad se trata también de un Rajá, ¿qué debo hacer? Lo mejor será que pregunte la edad de ese rey, y si es más viejo que mi señor, me apartaré. De lo contrario haré que se aparte él.
Pero la edad de ambos soberanos era exactamente igual, y también lo era la extensión de sus dominios, la fuerza de sus ejércitos, la importancia de su riqueza, la nobleza de su familia y la antigüedad de sus títulos.
Entonces, el conductor decidió atenerse a la mayor rectitud que demostrase uno de los soberanos.
- ¿Cuál es la rectitud de tu dueño? -preguntó al otro cochero.
- Con los buenos, es bueno; con los justos, justo, y con los duros, duro. Ahora dime las cualidades de tu dueño.
- Con los duros, es suave; con los malos, bueno; con los injustos, es justo y con los buenos, más bueno, Por lo tanto, apártate de mi camino.
Al oír esto, Malika y su cochero descendieron del coche y lo apartaron humildemente, dejando pasar al Rajá de Benarés.

miércoles, 19 de enero de 2011

La serpiente que daba oro "cuento indio"

En cierto pueblo vivía un Bracmán llamado Haridata. Aunque trabajaba de la noche a la mañana en sus campos, no podía conseguir jamás una buena cosecha, y su pobreza era cada día mayor.
Un día, cuando cansado de trabajar se tendió a descansar a la sombra de un árbol, vio salir de un agujero una gran serpiente.
"Sin duda debe de ser la diosa de este campo -se dijo el Bracmán- y como no le he dedicado ninguna ofrenda estará enfadada conmigo y por eso no obtengo ninguna buena cosecha. Voy a remediar enseguida mi falta."
El Bracmán corrió a su casa y regresó a los pocos minutos con un tazón lleno de leche que dejó a la entrada del nido de la serpiente, diciendo en voz alta:
- ¡Oh, diosa de este campo, perdóname por no haber conocido tu presencia hasta este momento! Por ello nunca te había ofrecido ningún obsequio; pero te prometo que de hoy en adelante no te faltará nada.
A la mañana siguiente, cuando volvió al nido de la serpiente, encontró vacío el tazón y dentro de él una moneda de oro. Desde entonces, cada tarde llevaba un tazón de leche a la serpiente, y al otro día, invariablemente, encontraba una moneda de oro.
Ocurrió que un día el Bracmán tuvo que ir al pueblo a comprar unas herramientas y ordenó a su hijo que llevara la leche a la serpiente. El muchacho así lo hizo, y cuando al otro día regresó a buscar el tazón, encontró una moneda de oro.
" Sin duda la serpiente esa debe de estar llena de oro -se dijo.- La mataré y me quedaré todos las monedas."
Aquella tarde, cuando volvió a llevar la leche, iba armado de una hachuela, con la que trató de cortar la cabeza a la serpiente. Esta se libró de la muerte por verdadero milagro, ya que la hachuela cayó a medio centímetro de ella, y para vengarse del ataque, mordió al muchacho, matándolo en el acto.
El Bracmán y su familia dispusieron una magnífica pira, donde quemaron el cadáver del joven. El padre lloró mucho la pérdida de su único hijo, pero al cabo de unos días volvió a llevar la leche a la serpiente, olvidando en su avaricia que ella era la causante de la muerte del muchacho.
Pasó mucho rato antes de que la serpiente saliera a tomar la leche, y cuando lo hizo fue asomando solo la cabeza.
- Sé que lo único que te trae aquí es la avaricia ­dijo, pues ni tú puedes olvidar que yo maté a tu hijo, ni yo olvidaré jamás que él intentó cortarme la cabeza. Por lo tanto, entre nosotros ya no puede haber ninguna amistad. No vuelvas más por aquí, pues será inútil.
Y al decir esto, la serpiente se metió de nuevo en su madriguera, y el Bracmán regresó a su casa, maldiciendo la estupidez de su hijo.