viernes, 31 de agosto de 2012

La dama blanca "leyenda"

Corría el año 1550; el oro venía del Perú en galeones bien custodiados, y acompañando el dulce tintineo, llenos de orgullo y acariciados por doradas esperanzas, también llegaban sus propietarios. Uno de ellos, viejo, corcovado, con los ojos cansados de contemplar tesoros, desembarcaba en Cádiz. Era rico, y con el oro se creía capaz de comprarlo todo: hasta el amor. Se le hizo largo el viaje a la Villa y Corte, pues recordaba que su amigo el médico del Rey quedó tutor de una niña encantadora que ahora frisaría en los veinte años y soñaba en contagiarse de su juventud contrayendo matrimonio con ella.
Llegó el perulero, habló con el tutor; nada se consultó con la muchacha, aunque algo se le dio a entender de boda inminente. Y una vez todo dispuesto para la ceremonia, el viejo médico llevó a su pupila al Palacio Real. Don Felipe II habíale siempre demostrado afecto, y en esta ocasión le ofreció como regalo nupcial digno de su grandeza, las trece monedas de oro que habían de servir de arras.
Vivía la novia en la calle de las Infantas, en una casa de piedra roja, con siete chimeneas y rodeada de un gran jardín. Celebróse el casamiento con gran pompa. El anciano esposo había regalado a la juvenil desposada un magnífico traje blanco, todo bordado con perlas. De encaje de Bruselas era el manto, que le llegaba hasta su borde, y ocultaba su cara y sus ojos enrojecidos por el llanto.
Vino después el banquete, en el que los invitados, obsequiados hasta la saciedad, se tambaleaban en los límites de la embriaguez. Cayó la tarde; los criados encendieron las luces. La novia se había retirado a sus habitaciones, lejos del bullicio. Y en medio de la noche, cuando el perulero, pensando en su felicidad, comprada con su oro, y a costa de las lágrimas de una obediente muchacha, fue a buscarla... no la encontró; alarmado, gritó a los servidores, recorrieron la inmensa casa, registraron rincones, repasaron los salones del banquete, sin el menor éxito, y, por último, bajaron a los sótanos. Y allí, en el suelo húmedo, en un aire mohoso, pesado e irrespirable, la encontraron echada. El velo de encaje aún temblaba en su frente. El traje de perlas estaba teñido de rojo. Acercaron los candiles; entre sus manos sostenía el pañuelo bordado; trece monedas de oro, las arras, estaban a sus pies, y un puñal florentino, incrustado con gemas de colores, estaba clavado en su corazón.
Horrorizados, se retiraron en silencio amo y servidores.
¿Quién pudo cometer aquello? ¿Un despechado amante? ¿Un egregio celoso? Aún queda en pie el enigma.
Sólo sabemos que de cuando en cuando, en los sótanos de la casa, se oyen gemidos, y dicen que alguien ha visto pasear, como un espectro, en las altas horas de la noche, a una dulce mujer, envuelta en velos, haciendo tintinear en sus manos blancas de cadáver las trece monedas de sus arras.
 

martes, 28 de agosto de 2012

La piel del lobo "leyenda"

Aseguran los cronistas de Madrid que la calle que antiguamente se denominaba del Lobo, tomó su nombre de un popular cazador avecindado en ella, famoso por la miseria en que vivía y por una piel de lobo rellena de paja que tenía colocada a la puerta de su casa. Sobre este hecho trivial se ha formado la famosa leyenda, tan popular entre los vecinos de Madrid, que nos habla de un muchachito juguetón y alborotado, que todos los días, al pasar por dicha calle, de camino para su casa, se entretenía con el fingido animal tirándole del rabo y de las orejas. Nunca había visto el pequeño una piel disecada, y aquella le inspiraba una rara y malsana curiosidad. Muchos días la tocaba y retocaba, queriendo inquirir lo que tendría dentro, sin poder conjugar su aparente naturalidad y su piel verdadera con aquellos ojos de pastiche y aquella absoluta quietud.
Un día, armado de una pequeña navaja, pasó por la calle dispuesto a cerciorarse del contenido de la piel de una vez para siempre. Paseó por la puerta con aire distraído, y aprovechando un momento en que el cazador estaba dentro de la casa, se acercó a la figura del lobo y le cortó el vientre. Cayó un montón de paja del interior, y el muchacho, satisfecho y atemorizado a la vez, se dispuso a huir en el momento en que el cazador salía a la calle. No tuvo tiempo de hacerlo, porque aquél, viendo que había destrozado el único trofeo que conservaba de sus cacerías, y a la vez la única riqueza que poseía en el mundo, se precipitó con violencia sobre el muchacho en un ataque de ira y le acribilló a cuchilladas. A los gritos del niño salieron los vecinos a la calle y al poco rato su madre, quien cogiendo desesperada entre sus brazos el cuerpo ensangrentado, corrió con él hacia el estudio de un escultor, en el cual se encontraba la imagen de la Virgen más cercana. Curó el niño de sus heridas, y la imagen (Nuestra Señora de la Soledad, o de las Maravillas, que con los dos nombres se conoce) fue trasladada pocos días después al Monasterio de Carmelitas, a donde estaba destinada. Todos los vecinos acudieron en procesión al acompañamiento de la Virgen, y entre ellos la madre y el niño milagrosamente curado. Cuentan que entonces apareció, desde el corral de las monjas de Santa Juana, una paloma que, posándose sobre la imagen, la acompañó volando todo el trayecto. A partir de este hecho, la calle del Lobo cambió su nombre por el de la Paloma, en recuerdo del fantástico suceso. El pueblo de Madrid asegura que desde entonces también la Virgen de la Soledad tomó el sobrenombre de Virgen de la Paloma.

domingo, 26 de agosto de 2012

La casa deshabitada "leyenda"

En una noche primaveral y silenciosa del siglo XIX, propicia para los idilios y los lances amorosos, paseaba, aburrido y cansado, por la callejuela de San Justo, de Madrid, el apuesto y galante caballero don Antonio Chenique. Vestía con cierto orgullo un tanto vanidoso el uniforme de los guardias de Corps de Carlos IV; de su cinto pendía un decorativo espadín que al andar tropezaba airosa y distraídamente en el muro de la estrecha calleja.
Don Antonio Chenique caminaba cansado porque nada había en aquel momento capaz de distraer su atención; aquella noche, igual que todas las anteriores, le esperaba una mujer, pero ya se había aburrido de ella y estaba dispuesto a abandonarla, como a tantas otras. Su cuerpo y su alma necesitaban ahora una nueva savia, fuerte y distinta; algo difícil y misterioso que atrajera su atención, hastiada ya de amores fáciles.
Con paso lento atravesaba don Antonio la callejuela de San Justo, cuando al pasar delante de la iglesia pontifical notó que su fachada se iluminaba con un ligero resplandor. Alzó el rostro; era la luz de un balconcillo que se acababa de encender frente al templo. Vio confusamente un juego de sombras que se entrecruzaban por unos instantes y, por último, un contorno femenino que se apoyaba en la baranda. Apenas podía don Antonio distinguir la faz de la extraña mujer, pero adivinó su espléndida cabellera, que caía suelta sobre sus hombros, y una voz tan dulce, que no parecía de este mundo, llamándole amablemente. Don Antonio permaneció inmóvil unos momentos, no atreviéndose a creer lo que veían sus ojos; pero de nuevo la dulce voz de la mujer le llamó invitándole a subir.
Aquello le resultaba peregrino y apasionante a don Antonio Chenique; su corazón le latía ya de amor y curiosidad; iba a saborear al fin algo nuevo y desusado. Sin más meditaciones, atravesó la calle, y se encontró ante la vieja fachada de la casa. La dama bajó a abrirle el portal, y don Antonio no pudo contener una exclamación de admirado estupor al contemplar tan extraordinaria hermosura.
La bella le condujo a través de salones ricamente amueblados, que no correspondían al pobre aspecto del exterior de la casa, hacia el rincón más íntimo y acogedor. Y allí transcurrieron veloces las horas para los dos amantes, hasta que el reloj del templo vecino desgranó sonoras las campanadas del amanecer, advirtiendo a la mente trastornada de don Antonio que era llegada la hora en que debía prestar su guardia en el real palacio.
Precipitadamente atravesó los amplios salones hasta llegar a la salida. La dama volvió a abrirle el portal, y don Antonio marchó con paso rápido hasta desembocar en la calle Mayor. Fue allí donde, ya repuesto de las emociones, echó en falta su espadín. Rápido como una exhalación, volvió a recorrer todo lo andado, y en unos minutos estaba otra vez ante la casa. La puerta, como siempre, seguía cerrada, y la aporreó con violencia. Un anciano con aire de viejo, lebrel acercóse entonces al caballero: «¿Qué quiere usted a estas horas?», le preguntó con voz soñolienta.
«Acabo de salir de esta casa hace media hora, y necesito entrar para recoger mi espadín», gritó alborotado don Antonio.
El viejo, como respuesta, soltó una sonora carcajada y recomendó a don Antonio marcharse a dormir y esperar que se le fuesen de la cabeza los efectos del alcohol. Pero el caballero juró y perjuró que estaba sereno, que había pasado allí la noche y que necesitaba entrar para recoger su espadín. Ante tal insistencia, el anciano le explicó que aquella casa permanecía deshabitada desde muchos años atrás, que él era su guardián, y que no tenía inconveniente en abrirle la puerta, si es que necesitaba cerciorarse de algo por sus propios ojos.
Ante el estupor de don Antonio, el viejo le condujo a través de los mismos salones, antes lujosos y relucientes, en los que una espesa capa de polvo cubría ahora todo el colorido. Tuvo fuerzas para llegar hasta la habitación donde había pasado la noche, y allí, sobre una silla, encontró, reluciente e intacto, su abandonado espadín.
Cuentan los vecinos de la calle de San Justo que don Antonio, horrorizado por todo aquello, corrió a colocar su espadín como ofrenda a los pies de la imagen del Cristo de los guardias de Corps, donde ha permanecido durante muchos años como el símbolo de una romántica leyenda.
 

sábado, 25 de agosto de 2012

Las dos Victorias "leyenda"

En la actual calle de Valverde, antes de las Victorias, existía un hermoso palacio de anchos muros y aspecto señorial, cuyo escudo de la portada reflejaba su noble abolengo. Habitaba en él don Juan de la Victoria Bracamonte, noble y acaudalado caballero, prototipo de varones ilustres y virtuosos, cuya rectitud de conciencia descubríase en la serenidad de su rostro y en la claridad de su mirada.
Vivían con él dos nietecitas huérfanas, que, educadas por su abuelo en este ambiente de rectitud y acendrada religiosidad, llegaron a ser dos muchachas de virtud ejemplar y piedad profunda, cualidades a las que unían su hermosura extraordinaria y su gentileza y discreción, siendo por todo esto un conjunto de perfecciones y de encantos.
El abuelo murió con la misma tranquilidad de espíritu con que había vivido; quedaron solas las dos nietas, amparadas en una vida de recato, honestidad y recogimiento. Pero no pudieron evitar que cuantos las vieran quedaran admirados de su belleza, cuya fama trascendió por toda la villa, llamando a las muchachas las dos Victorias, que dieron nombre a la calle en que habitaban.
Deseoso de contemplarlas, consiguió ser presentado a ellas Jacobo de Gratís, conquistador y calavera, de arrogante figura y gran distinción, de irresistible atractivo en sus galanteos, cuyos éxitos amorosos se comentaban en los aristocráticos salones madrileños. Jacobo quedó extasiado de la hermosura de las dos Victorias, y se dedicó a cortejar a una de ellas con toda la vehemencia de su impulsivo corazón, sitiando a la muchacha con sus ardides, pero sin conseguir que se le rindiera. Empleó todos los medios de seducción imaginables que le proporcionaba su gran habilidad, continuada experiencia e inmensa fortuna; pero todo fue inútil ante aquella mujer inflexible. Jacobo no se daba por vencido, y dominado por una pasión frenética, cada vez era mayor su empeño en conquistar a aquella mujer, que se le resistía...
Y una noche en que, como de costumbre, rondaba la casa de su dama, vio salir de ella dos sombras, que acercándose hacia él le agredieron; el caballero, decidido, sacó su espada, y largo rato lucharon con gran maestría, envueltos en la oscuridad y el silencio, sólo interrumpido por el chocar de las armas, hasta que, herido por una hábil estocada, Jacobo cayó en tierra.
Su vencedor entonces descubrióse el rostro, resultando ser el bello objeto de todos sus anhelos, que, no sabiendo cómo librarse de aquella angustiosa persecución, decidió romper el cerco por las armas. Jacobo sintióse vencido y humillado ante ella y reconoció en sus heridas una providencial llamada para el arrepentimiento y expiación de sus muchas culpas, cuyo número inmenso le agobiaba ahora, pensando que podía condenarle, y le hizo emprender desde aquel momento el camino de la virtud.
Parece lógico pensar que aquella virtuosa dama lavara y cuidara con sus bellas manos la herida sangrante del caballero derrotado, dejándole en condiciones de sanar sus llagas de alma y cuerpo.

viernes, 24 de agosto de 2012

La Cueva de la Mora "leyenda"

Cuentan en los alrededores de la Pedriza del Manzanares que por aquellos terrenos existió, hace muchos siglos, la ostentosa vivienda de un árabe famoso por sus riquezas y también por tener una hija de una gran belleza y discreción, a quien ninguno de sus pretendientes moros había logrado conquistar.
Un día llegó hasta allí un caballero cristiano que se enamoró perdidamente de la joven doncella y fue correspondido por ella con la misma pasión. Secretamente veíanse todos los días y se prometían amor eterno, pero aquella situación se fue haciendo cada día más difícil para la doncella mora, por las diferencias de raza y religión que los separaban. De buen grado la mora hubiera renunciado a la suya por amor al caballero cristiano, para unirse a él en matrimonio, pero su familia no quiso consentir en lo que creían un tremendo desatino, y prohibió a la joven terminantemente que continuase sus relaciones. Secuestrada la doncella en la casa de sus padres, no pudo nunca más volver a ver a su amante, y éste, desesperado ante tal situación, marchó a la guerra contra los moros, abandonando para siempre aquellos lugares.
En vano esperó la mora su regreso, porque no recibió una sola noticia de su suerte. Nunca pudo saber si su desesperación le había impulsado a buscar la muerte en el combate, o si la habría olvidado por otra mujer. Pero, no obstante, se mantuvo firme en sus sentimientos y continuó esperando año tras año su regreso, sin olvidar nunca la fecha de su partida.
Intentaron sus familiares casarla en varias ocasiones, pero la muchacha, fiel siempre a su recuerdo, se negó tenazmente a obedecerlos. El padre un día la amenazó con castigarla si persistía en su empeño de permanecer soltera, pero nada pudo amilanar a la valiente mora, que se dispuso a sufrir todas las desgracias antes que ser infiel a su promesa.
Para corregir su actitud, su padre ordenó que fuera encerrada en una cueva de aquellos parajes, creyendo, que así podría vencer su voluntariosa tenacidad. Pero todo fue inútil. La doncella aceptó dócilmente el castigo, se dejó encerrar en la cueva y siguió en ella llorando la pérdida de su amado con la esperanza siempre viva en su regreso. Dicen que allí pasó unos cuantos años y que por fin murió de pena, en la gruta que hoy se conoce, con el nombre de Cueva de la Mora.
Cuentan también que su alma, siempre esperanzada, vaga todavía por allí, aguardando la vuelta del caballero cristiano, y que todos los años, en el mismo día de su partida, el espíritu de la mora sale a pasear por la Pedriza, para otear el horizonte, por donde siempre espera ver regresar a su amado.

jueves, 23 de agosto de 2012

¡Busque usted otro pobre! "leyenda"

Uno de los principales banqueros del Madrid del siglo XVIII fue D. Fernando Nogales, ilustre prócer, tan famoso por sus obras pías, sus fundaciones benéficas y sus infinitas caridades, como por sus actividades de hombre de negocios y por su riqueza, la cual era tanta que le valió el sobrenombre de "el Creso español".
D. Fernando Nogales, hombre modestísimo, no quiso aceptar jamás del rey ni de los gobiernos prebendas, títulos ni honores de ninguna clase. Dueño de inmensa fortuna, como hemos dicho, teniendo varios carruajes y una de las cuadras más famosas de la antigua Villa y Corte, era tan sencillo el gran banquero que por las mañanas, en vez de utilizar alguno de los carruajes para ir a sus oficinas, instaladas en la actual Puerta del Sol, hacía a pie el trayecto desde su casa, situada en la vieja calle del Barquillo, hasta ellas.
Al subir la calle de Alcalá, el señor Nogales tenía la costumbre desde hacía muchos años, de dar, cada mañana, a un pobre viejecito que pedía limosna a la puerta de la iglesia de San José, un real, cantidad no despreciable en aquellos tiempos, y casi una fortuna para un mendigo.
Este mendigo, llamado Simón y por sobrenombre el Avaro, porque lo era mucho, conocía de sobra al gran señor que diariamente le hacía tal merced y se mostraba con él obsequioso y sonriente en extremo.
Un día D. Fernando Nogales no pasó por la calle de Alcalá. Simón pensó que no habría salido de casa. Como al día siguiente sucediera lo mismo, receló que estuviera enfermo. Y así, esperó hasta las doce y se decidió a acercarse a la fastuosa mansión del prócer.
Llegado que fue a ella se dirigió al imponente portero, tieso y empaquetado como un ministro del rey:
- Dígame, amigo mío: ¿está enfermo el señor Nogales?
Aquel personaje - conocía de vista al mendigo y estaba enterado de la merced que recibía diariamente de su señor - se dignó contestarle; miróle desdeñosamente y, al fin, repuso, con el énfasis de los servidores de casa grande:
- ¡Su Excelencia se encuentra perfectamente, a Dios gracias! Es que ha salido de Madrid.
- ¿Y sabe usted si tardará en volver?
- Lo ignoro. Acaso la ausencia dure una semana.
- Muchísimas gracias - dijo Simón, melosamente, con la mejor de sus sonrisas, despidiéndose del portero.
Ocho días justos, en efecto, duró la ausencia de D. Fernando. Había estado por sus fincas de Salamanca en viaje de negocios e inspección, para resolver asuntos.
Cuando regresó, hombre metódico y puntual en todas las cosas, reanudó desde el día siguiente su vida ordinaria: se levantó puntualmente a las ocho, recibió al barbero que le afeitó y rizó la peluca, de moda en la época; se vistió cuidadosamente y tomando de manos del ayuda de cámara bastón y tricornio se echó a la calle.
Al cruzar por delante de la iglesia de San José, Simón el mendigo adelantóse a encontrarle, obsequioso y sonriente, con el mugriento birrete en la mano temblorosa y flaca.
- ¡Oh, señor Nogales, muy bien venido! - exclamó con la mejor de sus sonrisas. - ¡Ya me he informado de que habéis estado fuera de Madrid estos días!
- He estado en Salamanca, a ver unas finquitas que hay por allá -, repuso bondadosamente el banquero.
Y como era hombre muy atareado, enemigo de desperdiciar el tiempo, añadió:
- ¡Yo también me alegro de verle! ¡Muy buenos días! Ahí tiene usted.
Y le dio el real consabido, como de costumbre, siguiendo su camino.
Simón miró el dinero en la palma de la mano, y tras vencer una leve vacilación corrió tras el banquero:
- ¡Señor Nogales, señor Nogales!
- ¿Qué hay? - dijo éste, deteniéndose y volviendo la cabeza.
- ¿Qué me ha dado usted? - y Simón mostraba el dinero en la abierta palma de la mano.
- ¡Un real!
- ¿Un real?... ¡Pero, no es esto, señor Nogales! ¡Me debe usted ocho reales!
- ¿Yo a usted? - preguntó, sin comprender.
Y Simón, el mendigo, exclamó:
- ¡Claro, señor mío: ha estado usted ocho días fuera; a un real diario, son ocho reales! ¿ No es así?
Se irritó D. Fernando ante la osadía y la avaricia de aquel mendigo ingrato; hizo un gesto de impaciencia y exclamó en tono airado:
- ¡Vaya usted a paseo!
A lo que contestó el mendigo, colérico y altivo:
- ¡Pues busque usted otro pobre!

Todavía entre el pueblo de Madrid se usa la frase ya legendaria de Simón el Avaro, que se repite cuando viene a cuento, como dicho agudo, profundo y definitivo a la vez....

miércoles, 22 de agosto de 2012

El gallo que canta después de asado "leyenda"

En la época de la gloriosa Reconquista española, cuando los cristianos luchaban incesantemente contra la invasión árabe, para expulsar de nuestro suelo a los enemigos de la religión, los soldados fieles que tenían la desgracia de caer prisioneros de los moros invocaban en su cautiverio a Santo Domingo de la Calzada, abogado de cautivos, que con su intercesión los libraba milagrosamente de las cadenas, sacándolos de sus lóbregos calabozos y restituyéndoles su libertad. Así lo atestiguan las numerosas argollas y cadenas de hierro que, colgadas de los muros del monasterio, sirvieron para demostrar a las generaciones venideras los milagros obrados por aquel Santo en favor de los soldados cristianos.
Sucedió que en un encarnizado combate librado en tierras de Castilla, en la Rioja, entre cristianos y moros, quedó prisionero de éstos un soldado español de vida intachable y gran rectitud de conciencia. El prisionero fue conducido al campamento moro y encerrado en un oscuro calabozo; allí le sujetaron con gruesas argollas de hierro el cuello, las manos y los pies, cerraron la puerta de la prisión con fuertes cerrojos y pusieron centinelas para que el preso no pudiera evadirse.
El cautivo, desde el momento en que cayó en poder de los moros se encomendó con gran confianza a Santo Domingo, invocándole para que le alcanzara su libertad; constantemente repetía el nombre del Santo, llamándole en su ayuda, sin recatarse para ello de sus guardianes.
Oyeron los moros cómo a gritos llamaba al Santo pidiéndole la libertad, y quedaron intranquilos pensando que en realidad pudiera venir a librarle.
El jefe moro, acompañado de otros guerreros, alegremente se puso a comer, saboreando exquisitos manjares, cuando llegó uno de los guardianes del cautivo a comunicar al jefe sus inquietudes, diciendo: «Mucho me temo, mi señor, por las continuas preces del prisionero a Santo Domingo, que el Santo venga a sacarle de la cárcel y a devolverle la libertad».
El jefe se rió sarcásticamente al oírle y comunicó a sus comensales el absurdo temor de aquellos guardianes que temían por la seguridad del preso, que estaba tan bien guardado que era imposible se escapase. Y dirigiéndose a él, le dijo: «Tranquilízate, que el preso no puede escapar; le he asegurado tan bien con fuertes hierros, que es más fácil que el gallo que está asado en esta cazuela cante, que no que el prisionero logre su libertad».
En aquel momento el gallo asado empezó a cantar fuertemente, mientras salía de la cazuela y remontaba el vuelo. Los comensales, que habían oído las palabras del jefe, quedaron aterrados ante aquel suceso sobrenatural, sin atreverse a moverse ni a pronunciar palabra. Al instante llegó un centinela que con voz trémula anunció que las puertas de la prisión se habían abierto por sí solas y el prisionero había desaparecido.
Todos atribuyeron a Santo Domingo la milagrosa libertad del preso que con profunda fe le invocara, convirtiéndose así al cristianismo algunos de los moros oyentes, ante el prodigio obrado por Santo Domingo de la Calzada.
 

martes, 21 de agosto de 2012

El peregrino inocente "leyenda"

En los confines de Francia habitaba un piadoso matrimonio de grandes virtudes y profunda religiosidad, siendo los dos muy devotos de la Virgen María. Hacía quince años que se habían casado y no tenían hijos, por lo que, aunque dichosos en su matrimonio, su anhelo constante era tener un hijo, y continuamente se lo imploraban a Dios y a su Madre divina, sin que hasta entonces hubiesen conseguido el sueño de su vida, en el que cifraban todas sus ilusiones.
No habían perdido, sin embargo, la esperanza de tenerlo, y seguían pidiéndoselo a Dios encarecidamente. Una noche, cuando dormían, se les apareció en sueños Santa María anunciándoles que Dios les concedería un hijo, pero con la condición de que le llevasen, cuando fuese mayor, en peregrinación al sepulcro del apóstol Santiago.
Al despertar el matrimonio, con inmenso gozo, se comunicaron sus sueños, convenciéndose, al ver que los dos habían tenido el mismo, de que era una aparición divina, y juntos fueron a dar gracias por ello a la Madre de Dios.
Pasados unos meses, la mujer dio a luz un hijo varón, al que impusieron el nombre de Jacobo, por devoción al apóstol Santiago, considerándose el matrimonio más dichoso del mundo con aquel hijo que Dios les había concedido.
El niño se criaba hermoso y guapo, y a medida que iba creciendo, iba despertándose su gran inteligencia y aumentándole su bondad, haciendo de él un conjunto de perfecciones que constituía el orgullo de sus padres y el encanto de cuantos le veían. Cuando ya tuvo quince años, los padres decidieron cumplir el mandato divino, y emprendieron con su hijo la peregrinación a Santiago de Galicia, para postrarse ante el sepulcro del Apóstol y darle gracias por su merced.
A la mitad del camino, en Nájera, se alojaron para pasar la noche en una hospedería de peregrinos. Los atendió una hija del hospedero, muy joven, que prendada de la belleza del muchacho, le asedió hasta descubrirle su amor, pero fue por él despreciada. Ella, llena de coraje al verse desairada, sintió deseos de venganza y concibió una diabólica idea. Esperó a que el muchacho estuviese dormido, y, entrando sin hacer ruido en su habitación, escondió en su saco de viaje, entre sus ropas, un precioso cáliz de oro, labrado por un afamado artífice y adornado con perlas y piedras preciosas de incalculable valor.
Al amanecer del día siguiente emprendieron de nuevo su ruta los peregrinos, haciendo el camino entre plegarias al Apóstol. Cuando ya habían recorrido cerca de cinco kilómetros, fueron alcanzados por el hospedero, su hija y algunos acompañantes más, acusándolos de haber robado un cáliz. Los peregrinos lo negaron rotundamente, jurando por lo más sagrado que ellos no habían cogido nada. Pero la hija afirmaba que habían sido ellos, porque habían bebido en él los últimos, desapareciendo de su sitio al momento de su partida. Propuso que para salir de dudas se les registrase a ellos y a sus hatos de viaje. Al abrir el saco del muchacho, encontraron el cáliz, con gran sorpresa de los peregrinos, que fueron llevados ante las autoridades y denunciado el hijo como ladrón.
Rápidamente se instruyó la causa, condenando al muchacho a morir en la horca por robo, aplicando la ley vigente en el país para los bandoleros, sin que de nada le sirvieran sus protestas de inocencia ni las súplicas de sus afligidos padres.
Al amanecer, el muchacho, con gran serenidad y paz de espíritu, aceptando la voluntad divina, fue conducido entre dos alguaciles hasta el patíbulo, situado en las afueras del pueblo, y allí se cumplió el fallo.
Los padres, sintiéndose sin valor para presenciar la ejecución de su inocente hijo, continuaron su peregrinación a Santiago, llenando los valles con sus tristes lamentos y regando los caminos con sus amargas lágrimas, sin encontrar consuelo a su horrible dolor. Durante cinco días y cinco noches caminaron sin descanso, enloquecidos por la angustia y quejándose al cielo de que les hubiera mandado hacer aquella peregrinación, en la que habían perdido al sol de su ojos y el aliento de sus vidas, dejándolos condenados a sufrir aquella tortura durante el tiempo que les quedara de vida.
Enajenados por los sufrimientos, no habían pensado antes en dar sepultura sagrada a los restos de su hijo; y entonces decidieron desandar el camino y pedir el cadáver para enterrarlo ellos piadosamente.
Al acercarse al pueblo, el padre iba, quejándose a grandes gritos de que Dios no le hubiera enviado la muerte a él en vez de a su hijo. Y cuando ya llegaban cerca, vieron a lo lejos, el cuerpo de su hijo que seguía colgado del patíbulo; anhelantes, se aproximaron a él y oyeron la voz de su hijo, que les reprochaba sus quejas y su poca resignación ante los designios divinos. Maravillados al oírle, corrieron a abrazar a su hijo, y éste les refirió cómo se le había aparecido una esplendorosa Señora, que era la Virgen María, llena de gloria y majestad, con resplandecientes vestiduras, y acompañada de un venerable anciano que le dijo ser el apóstol Santiago; entre los dos le habían sujetado por los brazos, para librarle de la muerte y que no recibiera el menor daño. Le alimentaron durante cinco días, prodigándole toda clase de consuelos y de ternuras.
Los padres, radiantes de júbilo, corrieron a dar cuenta del milagro a la autoridad suprema del país. Pero, este personaje, que se hallaba a la mesa comiendo, negóse a creer que estuviese vivo después de cinco días de ahorcado, y les dijo, señalándoles un pollo asado que estaba sobre la mesa: «Tan imposible es que este pollo resucite como que vuestro hijo viva».
Al momento, ante su vista, el pollo se levantó de la cazuela, y batiendo las alas, voló, diciendo: «Prodigioso es el Señor en sus santos».
Atónitos, se trasladaron todos inmediatamente al lugar donde estaba el ahorcado, y lo encontraron con vida, y descolgándolo, se lo entregaron a los padres.
Ante aquel milagro divino, revelador de la inocencia del muchacho, el juez revisó la causa, tomando declaración a la hija del hostelero, que acosada ante las preguntas del tribunal, confesó su crimen, siendo ella condenada a muerte en la horca. Pero los buenos padres del muchacho, no queriendo ensombrecer con ninguna muerte la prodigiosa salvación de su hijo, acudieron a suplicar al tribunal el indulto de la joven, consiguiendo por su intercesión que fuera conmutada por la pena de cortarte el pelo y vestirla con hábito de monja, y así permaneció toda su vida, haciendo penitencia para conseguir el perdón de su delito.
Al muchacho le tomó el Obispo bajo su protección, y con él y con sus padres llegaron a dar gracias ante el sepulcro del apóstol Santiago, que lo había protegido durante su vida, y allí se hizo presbítero y vivió santamente, glorificando a Dios hasta el fin de sus días.

lunes, 20 de agosto de 2012

Los Carvajales "leyenda"

«Es la peña de Martos una sierra toda de peña viva, en la cual quiso mostrar la naturaleza la fuerza de todo su poder. Desde lo baxo hasta lo alto son unos riscos y peñas tan fuertes y habidos unos con otros y por algunas partes tan tocadas y cortadas, que parecen ser puestas por mano de artífice. Su cimiento y circuito es más de media legua; su figura es piramidal a semejanza de las pirámides de Egipto y viene a rematar con un llano muy capaz y espacioso en donde está sentada y edificada la muy inexpugnable fortaleza que dicen la peña de Martos», explica un manuscrito de fines del siglo XVI debido a un erudito hijo de Martos, Diego de Villalta.
Este lugar, sito en la provincia de Jaén, es cuna de una famosa leyenda que recoge un trágico suceso acaecido durante el reinado de Fernando IV.
Hallándose el monarca en Palencia, el caballero don Juan de Benavides fue acometido y alevosamente asesinado por dos hombres. Fernando IV, que profesaba especial afecto a la víctima, ordenó al merino mayor o juez en lo criminal que llevara a cabo una intensa investigación. Pese a ello, los responsables no fueron descubiertos.
Tiempo después, aprovechando una crisis que había estallado en el reino granadino, el monarca castellano se dispuso a emprender de nuevo la guerra. Una de las primeras acciones que se plantearon fue el sitio de Alcaudete para lo que se comisionó al infante don Pedro, quien sería seguido luego por Fernando y su ejército.
Al pasar éste por Martos, se encontró con dos caballeros sobre los que cayeron sospechas de ser los asesinos de Benavides. Se trataba de los hermanos don Pedro y don Juan de Carvajal, quienes se declararon reiteradamente inocentes y solicitaron se les permitiera defenderse de la infamante acusación. Sin embargo, el rey se negó a ello. Sin abrir proceso ni permitir alegación alguna en favor de los presuntos culpables, ordenó que los arrojaran desde la peña de Martos.
En la ciudad de Martos se cuenta además que Fernando IV no se limitó a condenar a la pena de despeño a los Carvajales, sino que, refinando la crueldad del suplicio, los hizo meter en una jaula de hierro, con afiladas púas del mismo metal en su interior, y así fueron lanzados al abismo.
Cuando la brutal e inhumana sentencia estaba a punto de ser cumplida, los Carvajales, viendo que los iban a matar tan injustamente, emplazaron al monarca a que, al cabo de treinta días, compareciera con ellos ante el tribunal divino, donde se imparte la justicia verdadera.
En el lugar donde cayeron los desdichados hermanos se levantó una cruz de piedra a la que llamaron la «Cruz del Lloro». Ejecutada la terrible sentencia, Fernando IV prosiguió su viaje
hasta el lugar donde acampaban los sitiadores de Alcaudete. Pero, poco después cayó enfermo y debió retirarse a Jaén. Allí recibió la noticia de la rendición de aquella plaza.
Proyectó entonces dirigir sus fuerzas contra el valí de Málaga, que no acataba la soberanía del rey de Granada. En esto, un día, después de comer se acostó a dormir la siesta. Al ir a despertarlo, lo hallaron muerto. Era el 7 de septiembre de 1312, fecha en que se cumplía el plazo de los treinta días fijado por los hermanos Carvajales para su comparecencia ante el tribunal divino.
Por este motivo, Fernando IV es llamado «El Emplazado».

domingo, 19 de agosto de 2012

El valor de la condesa "leyenda"

El 31 de agosto de 1217, Fernando III fue proclamado rey de Castilla por las cortes de Valladolid.
Antes de su casamiento con doña Beatriz de Suabia, inició sus expediciones conquistadoras por los dominios de los musulmanes hispanos, logrando importantes triunfos.
Como consecuencia de su primera victoria obtuvo la villa de Martos, que conservó hasta 1240, en que la donó, junto con las demás que formaban su partido, a los freires y maestros calatravos.
Durante el período de tiempo en que fue propiedad realenga, el monarca nombró como custodio y defensor de su castillo de Martos, ubicado en la alta y famosa peña del mismo nombre, al conde don Alvar Pérez de Castro, señor de Paredes, Nava, Mucientes, Cigales, Iscar, Santa Olalla y otros lugares, y le asignó cincuenta mil maravedíes de tenencia.
Por otra parte, el señor de Arjona, Muhammad ben Yusuf ben Nasr, llamado Ibn al-Ahmar -"el hijo del Rojo"- había trasladado su corte a Granada, fundando en 1237 el reino nazarí, último refugio de los musulmanes en España.
En cierta oportunidad, viéndose obligado a marcharse a Castilla para negociar con el soberano el envío de bastimento y pertrechos, el conde Alvar dejó a la condesa y a su sobrino don Tello como guardianes de la fortaleza, junto con cuarenta y cinco caballeros.
Don Tello, que era un joven demasiado impetuoso, deseando ejercitarse en el combate, reunió a todos los soldados y caballeros de que disponía y se dirigió hacia tierras de musulmanes hispanos, animado a efectuar una notable algarada.
Mientras tanto, al-Ahmar organizaba su ejército para apoderarse precisamente de Martos, que era considerada una posición estratégica. Poco después, los musulmanes cercaban la peña.
Sin otra compañía que sus dueñas y doncellas y varios viejos guerreros que, por su edad y achaques, no habían podido participar en la correría de don Tello, la condesa de Castro se halló en una situación muy difícil y comprometida.
Sin embargo, no se amilanó. Demostrando que su valor era parejo a su ingenio, ideó una estratagema: ella y sus doncellas y dueñas se vistieron con corazas, cotas, cascos y celadas. Después, armadas con escudos y lanzas se repartieron parejamente por las saeteras de las murallas que circundaban el castillo. De esta manera, los enemigos creerían que el recinto se hallaba defendido.
Y, efectivamente, vistas desde fuera parecían ser realmente guerreros. Cuando los ataques del ejército musulmán comenzaron, las mujeres respondieron arrojando piedras, saetas y galgas, que arrancaban de la misma muralla, y lograron repelerlos en varias oportunidades.
Coincidiendo con el desarrollo de un peligroso ataque, animosamente replicado desde la fortaleza, llegó don Tello con sus huestes, muy satisfecho por la algarada realizada y por los daños infligidos al enemigo. En el fragor del combate, ni sitiados ni sitiadores advirtieron su arribo.
El aparato bélico dispuesto en torno al castillo los sumió en el natural desconcierto. Pero, una vez repuestos de la sorpresa y acicateados por el temor de que la condesa y sus damas cayeran en cautividad, se dispusieron a presentar combate lo antes posible.
Con la ventaja que les proporcionaba el hecho de que su presencia fuera ignorada por los musulmanes, acometieron violentamente por la retaguardia enemiga, logrando atravesar el cerco. Poco después franqueaban las puertas del amurallado recinto.
Los musulmanes se dieron cuenta recién entonces del ardid empleado por la condesa de Castro y quedaron asombrados por el valor demostrado por aquellas mujeres. Tras considerar las dificultades que presentaba la empresa, dados los animosos refuerzos que acababan de recibir los sitiados, resolvieron levantar el cerco y regresar a sus tierras.

sábado, 18 de agosto de 2012

La tragantía "leyenda"

Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron los puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, el rey de Cazorla supo que iban a arrasar sus posesiones y que todo intento de resistir por las armas el ataque de los cristianos, resultaría inútil.
Desde el alto mirador del castillo, el monarca musulmán miraba cómo sus gentes huían cargando en carros los enseres más valiosos. Bien preveía la suerte que aguardaba a su pequeño reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, incendiarían el pueblo, arrasarían los sembrados, cegarían los pozos y las acequias, y regresarían a sus tierras cargados con el botín y arrastrando cautivos.
Por ello, el monarca había permitido el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras, de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. En poco tiempo el reino de Cazorla quedó despoblado.
El último día, los hombres de la escolta real aguardaban impacientes en el patio del castillo la orden de partida. Temían que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo. El castillo se hallaba completamente vacío y, sin embargo, el Rey se demoraba dentro. Nadie sabía que el desdichado tenía un motivo para retrasar la salida: había decidido que su hija permaneciera allí dentro, oculta en unas secretas habitaciones, cuya existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite, así como de todas las cosas necesarias para que no sintiera incomodidad alguna durante los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resignarse a partir.
Cuando finalmente atravesó a galope tendido el puente de madera del castillo, seguido por media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara y la quietud era absoluta. Sus vasallos estaban a salvo.
Él no. Un certero lanzazo lo alcanzó en el cuello, derribándolo al suelo. En ese mismo instante, del herbazal de la ribera surgió un grupo de ballesteros apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Antes de expirar, el Rey quiso inútilmente decir algo.
Era el día de San Juan.
Contrariamente a lo previsto, los cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y trajeron colonos de lejanas tierras, que le dieron nueva vida.
En el silencioso y húmedo subterráneo del castillo, el silencio era casi perfecto. Sólo lo quebraba el apagado gotear de las abundantes filtraciones de agua. Envuelta en tinieblas, la princesa ignoraba la sucesión de días y noches. Estremeciéndose de angustia cada vez que creía escuchar algún ruido, vagaba de una estancia otra con una pequeña candela la mano.
A la zozobra de los primeros días sucedió la resignación y, luego, cuando se hizo patente que el mundo se había olvidado de ella, la desesperación y el desvarío.
Las provisiones se agotaron, la lumbre se extinguió. Llegó el invierno y el frío se hizo insoportable. Entonces la desgraciada muchacha se dispuso a morir bajo las mantas de su oscuro lecho.
Lentamente cayó en un profundo y largo sueño.
Cuando se despertó, afiebrada, sintió las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos y se encontró con una piel áspera y escamosa, que le hizo estremecerse de asco.
Con el tiempo dejó de sentir hambre y frío y una extraña resignación se apoderó de su espíritu. Dormía casi permanentemente, sin moverse del lecho. Y, poco a poco, sin terror ni angustia, aceptó el hecho de que sus extremidades inferiores adquirieran un aspecto serpentino... hasta que comenzó a reptar a lo largo del tenebroso subterráneo y a anillarse, entre silbos, en los pilares que sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa andalusí se transformó en la Tragantía.
En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro, que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada al subterráneo donde el Rey ocultó a su hija, y se llega a él después de descender por una larguísima escalera angosta.