jueves, 8 de abril de 2010

Fanfarronadas "cuento africano"

Érase una vez tres camaradas que partieron juntos de viaje.
El primero se llamaba Bimbiri, el segundo, Kurlankan, y el tercero, Dungonotu.
Anda que te andarás, caminaban los tres amigos, cuando se encontraron con un pozo.
Todos estaban sedientos pero el pozo era muy profundo.
Dungonotu cogió el pozo, como si hubiese sido una simple jarra, y vertió el agua para que sus compañeros pudiesen beber.
Luego Bimbiri se cargó el pozo a la espalda.
Al poco se adentraron en un bosque con el propósito de cazar elefantes.
Consiguieron matar una docena cada uno y, en el mismo día, se comieron el producto de la caza.
Algunos días más tarde vieron a una mujer guinarú. Kurlankan se enamoró perdidamente de ella y le dijo: - Te adoro.
Inmediatamente contrajo matrimonio con ella y abandonó a sus compañeros.
La mujer se llamaba Kumba Guiné; era muy linda y no mucho más alta que cualquier otra mujer.
A diario, Kurlankan se jactaba ante su esposa de ser el hombre más fuerte del mundo. Cierto día que discutieron a este respecto, Kumba Guiné dijo a su marido:
- Te equivocas, Kurlankan... Ven conmigo a casa de mis padres y verás cómo hay alguien mucho más fuerte que tú.
Pusiéronse en marcha al amanecer, y al cabo de muchas horas de viaje divisaron al padre de Kumba acostado en el suelo.
El guinarú tenía una rodilla levantada... y ¡habríase dicho que era una montaña!
Lleno de asombro, Kurlankan preguntó a su esposa:
- ¿Qué es aquello que mis ojos ven?... ¿Es una montaña?
- No seas mal educado - contestóle ella, enfadada -. Lo que estás viendo es mi padre.
Tuvieron que andar durante cuatro horas antes de llegar al lugar en que reposaba el padre de Kumba Guiné. Al ver de cerca a su gigantesco suegro, Kurlankan tuvo miedo.
Los tres hermanos de Kumba, Amadi, Samba y Delo, se hallaban de caza en aquel momento.
Kurlankan preguntó:
- ¿Dónde podría encontrarlos?
- Ve por allá - díjole el suegro, señalándole una senda.
- Voy a conocerlos - declaró Kurlankan.
Al primero que conoció fue a Amadi.
Había matado a quinientos elefantes; liados en un paquete los llevaba atados a un costado de su cintura.
- ¿Quieres qué te los lleve? - preguntó Kurlankan.
- No... No podrías con la carga - repuso Amadi -. Prosigue tu camino y encontrarás a mi hermano. Tal vez puedas servirle de algo.
Poco después encontró Kurlankan a Samba.
Éste había matado otros quinientos elefantes y los llevaba atados asimismo a la espalda.
- ¿Quieres que te ayude?
- No podrías, muchacho... Te lo agradezco... Sigue tu camino. Tal vez a mi hermanito pequeño puedas servirle de algo...
Kurlankan llegó finalmente a presencia de Delo.
Éste no había podido matar más que cuatrocientos elefantes y, en el momento en que llegaba ante él el marido de su hermana, se le rompió la correa de una de sus sandalias.
- ¿Te puedo ayudar en algo?
- Con los elefantes no podrías... Pero, llévame la sandalia al pueblo...
Echó la sandalia a Kurlankan y éste quedó enterrado bajo ella. No pudo desembarazarse de su enorme peso por más esfuerzos que hizo. Ni siquiera logró asomar la cabeza.
Delo se reunió en la aldea con sus dos hermanos. Los tres tuvieron que escuchar la repulsa de su padre, que les reprendió duramente por haber cazado tan poco aquel día.
- ¿No os da vergüenza? - les dijo -. ¿Sabéis que tenemos un invitado, el marido de vuestra hermana, y es ésa toda la carne que tenemos para el cuscús?...
Y volviendo la vista a su alrededor, preguntó:
- ¿Dónde está mi yerno? Amadi contestó:
- Lo envié a buscar a Samba.
Samba se apresuró a responder:
- Pues yo lo envié a buscar a Delo.
Y Delo afirmó:
- Yo le dije que me trajera la sandalia, pues se me rompió la correa...
- Tal vez no haya podido con la sandalia - dijo Kumba Guiné -. Voy a ver...
Púsose inmediatamente en camino y no tardó en ver la sandalia. Levantóla y vio debajo a su marido.
Juntos regresaron a la aldea, llevando Kumba la sandalia, ya que era demasiado pesado para Kurlankan.
Cuando todo estuvo dispuesto, se reunieron a comer. Pero la calabaza era excesivamente alta y Kurlankan no podía probar bocado.
Delo, al ver su embarazo, lo cogió en sus manazas y se lo puso en las rodillas; pero Kurlankan, al empinarse para coger un puñado de cuscús cayó dentro de la calabaza, y Delo, confundiéndolo con un pedazo de carne, se lo echó a la boca.
A la mañana siguiente, Amadi preguntó:
- ¿Qué le habrá sucedido a nuestro cuñado?... Anoche comimos juntos... ¿Qué habrá sido de él?
Delo tenía una muela cariada y Kurlankan había conseguido meterse en el hueco de la carie.
- ¡Cómo me duele la muela! - exclamó el guinarú -. ¿Qué será?
Metióse el dedo en la boca y no tardó en sacar a su cuñado, colocándolo cuidadosamente en el suelo.
Kumba se acercó y, como se trataba de su marido, trajo un cubo lleno de agua y lo lavó de pies a cabeza.
- ¿No te dije que había alguien más fuerte que tú? - preguntó a Kurlankan, que bajó la cabeza humillado -. Pues esto no es nada todavía... Aun verás cosas más extraordinarias...
Entre los esclavos de los guinarús había una mujer llamada Syra, que era guinarú también. Cuando estaba triste se pasaba llorando sin cesar toda una semana.
El padre de Kumba le ordenó que encendiera fuego en la choza en que habían de vivir los recién casados y Syra se agachó para soplar.
Kurlankan, que entró a oscuras, se metió en la boca de la guinarú, creyendo que era la puerta de la cabaña. Llegó hasta su estómago, tendió la estera y, como buen musulmán, se arrodilló antes de acostarse y dijo con voz profunda:
- ¡Que Alá vele mi sueño!
Syra lo oyó y repuso:
- Sal de ahí, Kurlankan... Te has metido en mi estómago...
El pobrecillo se apresuró a salir y cuando llegó Kumba le refirió la aventura.
- He pasado un miedo horrible - añadió -. ¡Vámonos de aquí mañana mismo!
Al amanecer, Kumba lo despertó diciendo:
- Syra, llena de remordimiento por lo que pudo ocurrir si no se hubiese dado cuenta de que tú te habías metido en su estómago, ha empezado a llorar... Démonos prisa porque está vertiendo las lágrimas a torrentes, y si nos alcanzaran en el camino correrías un gran peligro... A mí no me sucedería nada.
Pusiéronse en marcha sin más demora.
Alrededor de las diez, cuando se hallaban varias leguas del poblado, oyeron un tumulto semejante al de una cascada cayendo de lo alto de una montaña.
Kurlankan, asustado, preguntó:
- ¿Qué es eso?
A lo que repuso Kumba:
- Syra que está llorando.
Las lágrimas, formando un torrente vertiginoso, rodearon a los fugitivos, pero Kumba se hizo muy alta, muy alta, tomó a su marido en brazos y consiguió salvarlo de la inundación.
Cuando estuvieron lejos de todo peligro, Kumba recobró su estatura normal y depositó a su esposo en el suelo.
Kurlankan le dijo entonces:
- Vuelve con los tuyos, Kumba... Te estoy muy agradecido por lo que has hecho; pero te confieso que tu familia me da miedo...
Kumba sonrió y contestó:
- Desde que te casaste conmigo no has dejado de decir que no había nadie más fuerte que tú.
- Pues ahora comprendo que estaba equivocado... Adiós, Kumba, que seas feliz... Cásate con un semejante tuyo...
Y se separaron para siempre.

***

Este cuento demuestra que no debemos jactarnos de ser más fuertes que los demás, pues cualquiera puede encontrar un guinarú.

martes, 6 de abril de 2010

Ntyi, vencedor de la serpiente "cuento africano"

En el país de Bana había una vez una serpiente boa que arrebataba a las recién casadas la primera noche de bodas, y al cabo de siete días las devoraba.
Era imposible remediar aquel estado de cosas, pues cada vez que le cortaban la cabeza, le brotaba una nueva.
Cierto día, la serpiente se apoderó de la esposa de un hombre llamado Ntyi.
A la mañana siguiente, el enfurecido esposo se dispuso a terminar con la serpiente de una vez para siempre.
Cuando llegó a la cueva de la boa, oyó a su mujer que se expresaba de este modo:
- Preciosa serpiente, la muerte que me amenaza no me impide experimentar un deseo... Quisiera saber cómo se te puede dar muerte...
- Voy a complacerte, mujer - respondió la boa -. En la selva que hay al sur del poblado habita un toro salvaje; en el vientre del toro hay una zorra viva, en el de la zorra, una pintada, y en el de la pintada, una tórtola, que lleva un huevo en el suyo. Para matarme es necesario romper ese huevo, y que una mosca pique en la yema y luego venga a posarse en mí. Tan pronto como lo haya hecho, caeré muerta.
Al oír estas palabras, Ntyi se dio cuenta de que era inútil emplear contra la serpiente las armas y los medios de combate ordinarios.
Alejóse, pues, y se dirigió a la selva.
No bien hubo atravesado el poblado, se encontró con un león de enorme tamaño que le cerró el paso, rugiendo ferozmente y mostrándole sus larguísimos colmillos y terribles garras.
Pero Ntyi continuó su camino sin mostrar el menor temor.
- ¡Hombre - díjole el león sorprendido -, eres el primero a quien no han aterrorizado ni mis rugidos ni la amenaza de mis colmillos! ¿Por qué es eso?
Ntyi respondió:
- No te tengo miedo porque he de enfrentarme con un animal mucho más terrible que tú.
- ¿Quieres que te acompañe? - propúsole el león.
- No me parece mal - respondió Ntyi.
Y el león le acompañó.
A algunos pasos de allí, una pantera saltó de repente sobre Ntyi y quiso asestarle un zarpazo, pero él la desvió con el codo y prosiguió su camino sin volver la cabeza.
Asombrada, la pantera le preguntó:
- ¿Cómo es posible que no me tengas miedo?
- He de entendérmelas con una fiera mucho más terrible que tú - respondió Ntyi.
- ¿Quieres que te acompañe?
- Perfectamente.
Y Ntyi prosiguió su camino, seguido del león y de la pantera.
Al llegar a una meseta cubierta de hierba, un águila se lanzó sobre Ntyi y le desgarró una oreja, la derecha.
- No quiero combatir contigo - dijo Ntyi -. Tengo que luchar con un enemigo más peligroso que tú.
El águila se brindó también a acompañarlo, y él aceptó.
A pocos pasos de allí, un halcón desgarró la oreja izquierda de Ntyi, que le dijo:
- El águila es más fuerte que tú y no le he tenido miedo.
Y el halcón pidió y obtuvo permiso para unirse a la pequeña comitiva.
Andando que te andarás, Ntyi tropezó de repente contra una piedra y del encontronazo le saltó la uña del dedo pulgar del pie derecho, pero no se detuvo por eso y prosiguió su camino sin mirarse el pie siquiera.
La piedra le dijo:
- Ntyi, eres el primero a quien hiero sin que se preocupe por su herida. Permíteme que vaya contigo.
Y Ntyi accedió.
A alguna distancia de allí metiósele una mosca en la nariz y le salió por la boca sin que estornudase.
- ¿Por qué no has estornudado? - exclamó la mosca, asombrada.
- Estoy preocupado por una lucha terrible que he de sostener.
La mosca rogó que la dejara acompañarlo y él accedió gustoso.
Todos untos se dirigieron al bosque. Cuando hubieron llegado, Ntyi dijo a sus compañeros:
- Mis queridos camaradas, supongo que sabréis que en los alrededores de mi poblado hay una serpiente boa que se dedica a robar a todas las recién casadas. La noche pasada se apoderó de mi mujer.
» Dispúseme a luchar con ella y habríalo hecho con el mismo fatal resultado que todos los que hasta ahora lo han intentado, cuando, al aproximarme a la cueva, la oí que confiaba a mi mujer el único medio de darle muerte.
» Para ello es necesario que se pose sobre ella una mosca que haya estado picoteando la yema de un huevo que se encuentra en el vientre de una tórtola; la tórtola, a su vez, se halla en el vientre de una pintada, la pintada en el de una zorra, la zorra en el de un enorme toro salvaje que habita en este bosque.
» Cada uno de vosotros podrá concurrir con buen éxito al feliz resultado de mi empresa.
En aquel momento se hallaban en el corazón del bosque. No tardó en aparecer el toro, que vino mugiendo hacia ellos, pero el león se enfrentó con él y lo estranguló de un zarpazo.
Abriósele el vientre seguidamente y saltó la zorra, que murió en las garras de la pantera.
Al desgarrarle las entrañas salió volando la pintada, que atrapó el águila en un santiamén. Del vientre de la pintada surgió como una flecha la tórtola, pero el halcón se lanzó sobre ella con la velocidad del rayo y la abatió sin vida.
Sacáronle el huevo. La piedra lo rompió y la mosca, después de revolcarse en la yema, fuése en busca de la serpiente boa.
A los pocos minutos de alejarse la mosca del bosque se oyó un estrépito terrible. La mosca acababa de posarse sobre la serpiente. Al cabo de unos instantes todo quedó en el mayor silencio.
El monstruo había muerto.
Ntyi dio las gracias a sus amigos y se encaminó al antro de la serpiente. Allí encontró a su esposa sana y salva y a la boa reventada.
Inmediatamente sacó a su mujer de aquel terrible lugar y penetró en el poblado, donde fue recibido por todos los notables, que le aclamaron delirantemente.
Los músicos compusieron cánticos en su honor, ensalzando su magnífica victoria, aunque él refirió la verdad de lo sucedido.
La fama de sus hazañas llegó hasta el "alamar", que lo hizo llamar a su palacio y le regaló cien cosas de cada especie, por lo que Ntyi vivió en lo sucesivo extremadamente rico y feliz.

sábado, 3 de abril de 2010

Kuakú Baboní "cuento africano"

Hubo una vez un matrimonio. El marido había emprendido un largo viaje y, durante su ausencia, la mujer dio a luz a un niño.
La madre del recién nacido aguardaba, impaciente, el regreso del marido para mostrarle el pequeñuelo, que era un negrito encantador, de ojos risueños y picarescos. Una monada de criatura.
Y he aquí que, a los pocos días del nacimiento del lindo negrito, cuando la madre se preguntaba qué nombre daría al retoño, pasmada de asombro, oyó que el hijito exclamaba:
- ¡Mi nombre es Kuakú Baboní!
Mas al siguiente día aumentó su asombro. La mujer gruñía porque, debido a la ausencia del marido, no podía ir al bosque a recoger leña, cuando el precoz negrito, que no contaba más que de siete a ocho días de edad, dijo:
- Yo iré al bosque.
Y así lo hizo. Fuése a recoger leña y regresó con medio bosque a cuestas.
Tendría mes y medio tan sólo cuando su madre hubo precisión de ir hasta el río a lavar ropa y dejó al prodigioso negrito en casa, durmiendo en su cuna.
De regreso encontró en la puerta a todo un ejército de negritos que armaban un formidable escándalo.
- ¡Tu hijo nos ha pegado! - le dijeron lloriqueando.
- ¡Mi hijo! - exclamó la madre, estupefacta -. ¡Si es mi pequeño un niño de teta y vosotros sois ya grandullones! Además, está en la cuna, donde le dejé hace poco, durmiendo como un bendito.
Y para convencerles, les hizo entrar.
Pero, ¡oh desencanto!, por más que buscaron, no pudieron encontrarlo por ninguna parte. Y la madre tuvo que presentar excusas a los muchachos para que le perdonaran, pues era muy pequeño y no sabía lo que se hacía.
Y para mayor burla, al cabo de un rato, llegó con mucho sigilo y, sin que nadie lo advirtiera, subióse él mismo a la cuna.
Tantas y tantas fueron las travesuras y fechorías del precoz negrito, que sus padres, espantados, creyendo tener en su casa a un verdadero diablillo, lo echaron de la choza, prohibiéndole que pusiera nuevamente los pies en ella.
Y el negrito, en vez de entristecerse, partió silbando alegremente.
Anda que te anda, al anochecer divisó una linda casita. Vivían en ella, juntos y en franca armonía, muy felices, un león, un tigre, un lobo, una cabra y un elefante.
He de advertir a nuestros pequeños lectores que, en aquel tiempo, los animales hablaban y se querían como hermanos. Jamás se peleaban y se ayudaban mutuamente.
Los animales de nuestra historia: el lobo, la cabra y el elefante que vivían fraternalmente, estaban sentados aquel atardecer alrededor del fuego, fumando en pipa y contándose leyendas heroicas y cuentos de hadas, de los que mucho gustaban.
Cuando llegó el pequeño negrito, saludó cortésmente a la familia de animales y les pidió permiso para permanecer entre ellos, ofreciendo servirles como criado, pues agregó ser huérfano de padre y madre.
La Cabra, que, por ser la más joven de la familia, estaba encargada del trabajo doméstico, dijo:
- Aceptemos sus servicios. Así tendré quien me ayude en la pesada labor de la casa, ya que, mientras vosotros os paseáis o tomáis el sol, tengo que atender a todas los cosas.
Los animales conferenciaron y accedieron. Luego le invitaron a cenar. El negrito aceptó complacido y engulló cuantos manjares le presentaron; parecía no haber comido en su vida, de tal modo lo devoraba todo.
Los cinco animales acostumbraban llegarse, por riguroso turno, a una finca que poseían a unos kilómetros de distancia, en busca de provisiones para el sostén de la casa; era ésta una labor de todas las mañanas.
Y como a la mañana siguiente a la llegada de nuestro negrito le tocaba a la Cabra, ésta pidió que el negrito la acompañase para ayudarla a traer el cesto.
Y así se acordó. Entregaron el cesto a Kuakú Baboní, y éste, muy contento, echó a andar tras la Cabra.
Cuando llegaron a la finca propiedad de los cinco animales, el negrito dejó en el suelo el cesto y echó a correr de un lado a otro, jugando y curioseándolo todo.
Fue inútil que la Cabra le llamara la atención y que le amonestara para que fuese en su ayuda; él proseguía en sus juegos y en sus fisgonerías. Tanto, que ya la Cabra se enfadó, y, llevada de los nervios, dióle unos tirones de orejas con la consabida reprimenda.
Mas ¡cuál no sería su estupefacción, al ver que Kuakú Baboní le propinaba un formidable puñetazo que la tiraba al suelo, rodando! Y hubo más: lanzándose sobre ella, le dio una paliza soberana, hasta que la Cabra, extenuada, pidió gracia.
Pero Kuakú Baboní siguió aporreándola hasta que ella juró terminar el trabajo, dejándole en paz con sus diversiones, llevar el cesto lleno de provisiones y no decir a nadie ni una sola palabra de lo ocurrido.
Sólo entonces Kuakú Baboní permitió que la Cabra se levantara del suelo, donde la tenía acorralada. Estaba llena de contusiones y tenía un ojo hinchado y el labio partido; lo que vulgarmente se dice, una verdadera calamidad.
Llegado el momento del retorno, la Cabra cargó, sobre su cabeza, con el cesto lleno de provisiones y emprendieron la marcha.
Al llegar cerca de la choza, Kuakú Baboní tomó el cesto, aparentando la ayuda que no había prestado. Y así llegó con la Cabra.
Extrañados los animales del lastimoso aspecto que presentaba su compañera, preguntáronle qué le había ocurrido.
- Tuve la desgracia - explicó la Cabra, ­ de tropezar con un enjambre de abejas cuando estaba recogiendo las provisiones. Me aguijonearon y dejáronme en el deplorable estado en que me veis.
A la mañana siguiente le tocó al Lobo, y fuése a la finca acompañado de Kuakú Baboní. También aquél regresó con el rostro hinchado y el cuerpo lleno de contusiones.
La Cabra, adivinando lo ocurrido, oyó las explicaciones que dio el Lobo sin poder contener una sonrisa harto significativa.
Luego, la Cabra y el Lobo hablaron de lo sucedido, extrañando que una criatura tan chiquitina como Kuakú Baboní tuviese fuerza tan enorme y osadía tan singular.
Todos los días, por la mañana, uno de los animales, el que le correspondía, iba a la finca e, infaliblemente, regresaba hecho un "ecce-homo". Por fin, habiendo corrido todos la misma suerte y no habiendo motivos para disimular, celebraron concilio con el único y exclusivo objeto de estudiar el modo de desembarazarse de Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas.
Acordaron abandonar la choza y dejar en ella a Kuakú Baboní como solo propietario.
Antes de emprender la fuga para librarse de aquella terrible criatura, prepararon, con gran reserva, un cesto lleno de provisiones, a las que agregaron los utensilios indispensables de cocina: un jarro para la leche, una cacerola, cinco calabazas que servíanles de plato, una gran cafetera y las diferentes pipas de la cuadrilla.
Desgraciadamente para ellos, Kuakú Baboní se enteró de sus proyectos. Y, sin que ellos ni siquiera lo sospecharan, cogió una hoja de árbol, muy grande, se introdujo en el cesto y se envolvió en aquélla, cosa muy factible para Kuakú Baboní, porque ya sabéis que era muy chiquitín.
Al amanecer, sin el menor ruido por temor a despertar al terrible Kuakú Baboní, la pandilla emprendió la fuga. Sentían ganas e saltar, de brincar, de cantar y de reír, al verse libres del terrible negrito.
Y cuando ya habían andado algunos kilómetros de su antigua morada la Cabra, que llevaba el cesto de provisiones sobre la cabeza, sintiéndose fatigada, se detuvo un instante a descansar.
Entre tanto, sus compañeros proseguían el camino y perdióles de vista; acordóse de los manjares que llevaba y entróle deseos de comerse un bocadillo, sin que ellos lo vieran; la Cabra era muy glotona. ¡Cuál no sería su sorpresa y asombro! Al levantar la tapa del cesto, recibió una formidable trompada al mismo tiempo que oía una voz que le decía:
- ¡Cierra el cesto y a callar se ha dicho!
Faltóle tiempo a la Cabra para obedecer y echó a correr tras de sus compañeros, aterrada por aquella terrible criatura.
Y así que los divisó los llamó y exclamó luego:
- ¡Lobo, ahora te toca a ti cargar con el cesto! ¡Yo estoy muy cansada!
El Lobo tomó la carga. Pero, al poco, recordando también las sabrosas provisiones que contenía la cesta, fingiendo estar fatigado, se detuvo a descansar un instante.
Y cuando sus compañeros se hubieron distanciado un largo trecho, abrió el cesto. Y, como la Cabra había recibido antes, asestáronle un formidable puñetazo. Dejó caer la tapa del cesto y reanudó la marcha muy ligero para alcanzar a sus compañeros.
El León y el Tigre, uno tras otro, llevaron el cesto. Y los dos, a cual más glotón, levantaron la tapa del cesto de provisiones para engullirse alguna golosina. Y los dos, respectivamente, recibieron un puñetazo soberano.
Le tocó el turno al Elefante, que también recibió una trompada. Cuando se reunió con los demás y pidió que le librasen de la carga, todos exclamaron:
- ¡Si no quieres seguir llevando el cesto, tíralo; nosotros, ya estamos cansados de cargar con él!
El Elefante, al oír estas palabras, tiró precipitadamente el cesto y echó a correr como alma que lleva el diablo, en dirección al bosque.
Sus compañeros echaron una mirada al cesto y apretaron a correr tras el Elefante, también hacia el bosque.
Continuaron así corriendo todo el día y toda la noche, sin descansar, hasta que se internaron en el bosque. Rendidos de fatiga se echaron a descansar junto a un baobab, gigante entre los árboles.
Pero el terrible Kuakú, al caer el cesto, salió y echó a correr a campo traviesa, en dirección al bosque. Sabía que los fugitivos descansarían a la sombra del gigantesco baobab. Trepó a una rama y se ocultó entre el follaje.
Los animales, rendidos de cansancio, y tendidos al pie del baobab se enzarzaron en una violenta discusión. Todos censuraban a la Cabra por haberles propuesto que tomasen a su servicio aquella terrible criatura.
La Cabra, indignada, replicó:
- ¡Fue de común acuerdo el tomarle a nuestro servicio!
Y añadía:
- ¡Yo no tengo la culpa! ¡Si ese diablillo estuviera presente me daría la razón! Es más: os culparía a vosotros.
Al oír estas palabras, Kuakú se dejó caer entre los animales que allí discutían. Poseídos de terror, los cinco animales huyeron en direcciones distintas.
El Lobo corrió hacia la estepa; el Tigre se escondió en el bosque; el León no paró hasta llegar al desierto arenoso; el Elefante huyó hacia la región del Níger, y la Cabra fue a pedir protección a las regiones habitadas por los hombres.
Y desde entonces, viven separados y en lugares tan diferentes; su vida es muy otra a la que observaban cuando, bajo el mismo techo, vivían fraternalmente.
En cuanto a Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas, continúa vagando por el mundo para terror y espanto de todos los animales, que temen su presencia en cualquier instante.
Pues habéis de saber que el Lobo, el León, el Elefante, el Tigre y la Cabra advirtieron a sus hijos que se cuidaran muy mucho de tener el menor trato con la más terrible de las criaturas de la creación, Kuakú Baboní.
Por esto, por haber sido advertidos, muchos de los descendientes de aquellos animales, como tienen buena memoria, huyen, desconfiados, en cuanto divisan o huelen la presencia del hombre.

jueves, 1 de abril de 2010

La pequeña liebre "cuento africano)

Érase una vez una mujer que dijo a su esposo:
- Ardo en deseos de comer hígado de "nyamatsané"animal puramente imaginario (N. de H. C. Granch); si me amas, ponte inmediatamente en camino y no vuelvas hasta que hayas conseguido atrapar un nyamatsané para que yo pueda comerme el hígado.
Su marido le respondió:
- Tuesta un poco de pan, quítale la corteza y lléname un saquito.
Hízolo así la mujer y cuando todo estuvo dispuesto lo entregó a su marido, que partió al punto con el decidido propósito de matar un nyamatsané.
Caminó durante mucho tiempo, alimentándose de las cortezas de pan con que su mujer había llenado el saco y, finalmente, llegó al país de los nyamatsanés, junto a un gran río, donde vivían en crecido número.
Pero cuando él llegó, los nyamatsanés no estaban; habíanse marchado a pastar a bastante distancia de allí, dejando en casa a su vieja y decrépita abuela.
El hombre se apresuró a matarla, le quitó la piel y el hígado y se escondió en sus despojos lo mejor que pudo. No había hecho más que cubrirse con la piel del animal cuando llegaron los nyamatsanés, ansiosos por volver a ver a su amada abuela.
Al entrar en la choza gritaron:
- ¡Olemos a carne fresca! ¡Aquí hay un hombre!
El hombre, disfrazado con la piel de la nyamatsané, respondió desfigurando la voz:
- Os equivocáis, hijos míos... No hay ningún hombre entre nosotros...
Pero ellos continuaron husmeando y murmurando:
- Tiene que haberlo, abuela... Lo olemos...
Finalmente, los nyamatsanés, cansados por la infructuosa búsqueda, se acostaron y no tardaron en quedarse dormidos.
Al día siguiente, cuando se despertaron, como no estaban completamente tranquilos, dijeron cuando se disponían a partir:
- Vente hoy a pacer con nosotros, abuela.
El disfrazado hombre salió con ellos y fingió comer guijarros, como ellos hacían, pero en realidad lo que comía eran cortezas de pan de las que llevaba en el saco.
Los nyamatsanés se convencieron de que era su abuela; al poco regresaron todos a casa, se acostaron y se durmieron.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, dijeron a quien creían su abuela:
- Vamos a ejercitarnos en saltar un gran foso.
Saltaron ellos primero, y luego gritaron a la abuela desde el otro lado:
- ¡Salta tú ahora!
La falsa abuela franqueó el foso, sin gran trabajo.
Absolutamente convencidos de que se trataba de su abuela, a pesar de oler como un hombre, los nyamatsanés se marcharon a la mañana siguiente a pacer muy lejos de allí, dejando solo en casa al valiente marido.
Cuando hubieron desaparecido, nuestro hombre se apresuró a tomar el hígado de la vieja nyamatsané, se lo guardó en un bolsillo, se despojó de la piel y, después de haber recogido una piedrecita brillante que descubrió en un escondrijo del suelo de la choza, la guardó con el hígado y salió huyendo a toda velocidad.
Al caer de la tarde, volvieron los nyamatsanés a su choza y se dieron cuenta de que su abuela estaba muerta y no quedaba de ella más que la piel.
- ¡Tuvimos razón al suponer algo extraño! ¡Era en realidad un hombre el que se había disfrazado con la piel de la abuela, después de matarla!
Inmediatamente los nyamatsanés husmearon el suelo y se lanzaron frenéticos en persecución del asesino de su abuela.
Nuestro hombre estaba ya muy lejos cuando vio una nube de polvo que subía hasta el cielo.
- ¡Estoy perdido! - exclamó -. ¡Ésos deben ser los nyamatsanés que viene a devorarme!
En efecto, los nyamatsanés avanzaban hacia él a una velocidad inusitada. Ya babeaban de júbilo creyendo que no tardarían en destrozarlo entre sus agudos dientes.
Pero el hombre sacó de su bolsa la piedrecita brillante y pulida y la echó al suelo, donde se convirtió en el acto en una enorme roca de paredes escarpadas y lisas, sentándose él en la cumbre.
Los nyamatsanés intentaron inútilmente escalarla. No consiguieron más que lastimarse en los escarpados flancos. Continuaron en sus vanos esfuerzos hasta la puesta del sol; luego, agotados por la fatiga, se quedaron dormidos al pie de la roca.
Aprovechándose del sueño de sus enemigos, el hombre redujo la roca a su primitivo tamaño y escapó a todo correr.
A la mañana siguiente, los nyamatsanés se dieron cuenta de la desaparición del fugitivo. Husmearon la pista fresca y reanudaron con furia reconcentrada su persecución.
En el preciso instante en que estaban a punto de alcanzarlo, el hombre volvió a sacar la piedrecita y a tirarla al suelo, convirtiéndose en una roca enorme sobre la cual se sentó tranquilamente.
Los nyamatsanés intentaron de nuevo escalarla, con el mismo resultado negativo que anteriormente, y al atardecer, completamente agotados por el terrible esfuerzo, se quedaron dormidos como troncos.
Entonces nuestro hombre prosiguió su precipitada fuga.
Repitióse este hecho durante varios días, reanudándose la persecución desde la salida a la puesta del sol, para interrumpirla al caer la noche.
Finalmente nuestro hombre llegó a su poblado, y los nyamatsanés, comprendiendo lo inútil de sus esfuerzos, regresaron a su punto de partida, pues estos animales no se atreven a adentrarse en las comarcas habitadas por seres humanos a causa de los perros, a los que temen extraordinariamente. Cuando el hombre llegó a su casa, gritó:
- "¡Itchú!" (¡Qué cansado estoy!).
Luego dijo a su mujer:
- Dame de beber.
Después de haber bebido se sintió algo más aliviado, y añadió:
- Ve a buscar leña y enciende el fuego.
Entonces sacó de la bolsa el hígado del nyamatsané y se lo entregó a su esposa, diciendo:
- ¡Ahí lo tienes! Supongo que ahora estarás convencida de que te amo de veras.
La mujer le respondió:
- Está bien. Haz que salgan todos nuestros hijos. He de quedarme sola en la choza.
Hizo cocer entonces en un viejo cuenco de barro el hígado de nyamatsané.
- Cómetelo entero tú sola - advirtióla su marido-. No des de él a nadie, ni siquiera a los niños.
Y la mujer le obedeció y se lo comió entero.
Apenas hubo acabado de hacerlo cuando sintió una sed insaciable. Tomó un gran vaso de agua y se lo bebió de un solo trago; luego se fue a casa de una vecina y le dijo:
- Amiga mía, dame de beber.
La vecina le dio una gran calabaza llena de agua, que bebió asimismo de un solo trago.
- Dame más - pidió.
- No - respondióle la vecina -. Dejaría sin agua a mis hijos y no debo hacerlo.
La mujer fue entonces a visitar a otra vecina, bebiendo todo el agua que le dieron, y así, de choza en choza, fue bebiendo sin cesar, sin conseguir apagar su sed devoradora.
Salió del poblado, se dirigió a una fuente y no dejó en ella ni gota; de allí se fue a buscar otra, que siguió la suerte de la primera, luego otra, y otra...
Cuando hubo terminado con las fuentes, se arrastró, con la boca seca y la lengua hinchada de sed hasta el río que corría frente al poblado y, en el punto precisamente en que afluían las aguas de otro río, se tendió de bruces sobre la orilla y estuvo bebiendo hasta que dejó secos ambos ríos.
Pero no por eso sació su sed. Arrastrándose penosamente consiguió llegar hasta el enorme lago donde iban a abrevar los animales salvajes del bosque, y bebió con tanta avidez que a los pocos instantes no había dejado en él una sola gota de agua.
Esta vez la mujer no pudo moverse ya; tenía el vientre tan desmesuradamente hinchado que se elevaba por encima de su cabeza y tenía las dimensiones de una colina.
Cuando los animales, apremiados por la sed, llegaron a su abrevadero, descubrieron estupefactos que el lago había desaparecido. A la orilla vieron tendido un objeto informe, inmenso, que apenas tenía aspecto de figura humana.
Entonces, el Gran León preguntó:
- ¿Quién es el que se ha tumbado al borde del lago de mi abuelo?
Cuando se acercaron comprobaron que se trataba de Molkadi-sa-Molata.
Preguntáronle:
- ¿Qué haces tumbada junto al lago de nuestros abuelos?
Ella respondió:
- Estoy tumbada porque no puedo andar. Me lo impide el agua que he bebido.
El Gran León gritó entonces:
- ¿Quién de vosotros horadará el vientre de esta mujer para recobrar el agua que nos pertenece?
Viendo que nadie respondía, llamó al conejo y le dijo:
- Hazlo tú, conejo.
Éste contestó:
- No me atrevo, señor.
El Gran León dio la misma orden a la gacela.
Pero ésta repuso:
- Tengo miedo, señor.
Asimismo se negaron todos los animales, a excepción de la liebre, que se alzó sobre las patas posteriores y desgarró el vientre de Molkadi-sa-Molata de una sola dentellada.
Brotó inmediatamente el agua, que llenó el lago, los ríos y las fuentes.
El Gran León prohibió seriamente que bebieran agua hasta que se hubiese clarificado, y todos los animales se retiraron a sus cubiles sin haber bebido.
Cuando la pequeña liebre vio que todos dormían, se levantó sin hacer ruido y fue a beber al lago del Gran León; luego, tomó un poco de barro y manchó con él las rodillas y el hocico del conejo, a fin de que creyesen que había sido éste el que había bebido agua durante la noche.
Al día siguiente, tan pronto como despertó, el Gran León se dirigió al lago, y vio que alguien había ensuciado el agua durante la noche.
Reunió inmediatamente a todos los animales y, furioso, les preguntó:
- ¿Quién ha sido el osado que ha bebido de esta agua a pesar de mi prohibición?
La liebre hizo una pirueta y, señalando al pobre conejo, dijo:
- ¡Ése es que el que ha bebido agua del rey! ¡Mirad las manchas de barro de sus patas, rodillas, frente y hocico!
El conejo, aterrorizado, intentó inútilmente protestar de su inocencia. El Gran León dio orden de que le administraran cincuenta vergajazos, castigo que llevó a cabo el elefante.
Al día siguiente, creyéndose sola, la pequeña liebre empezó a jactarse de lo que había hecho, incapaz de guardar su secreto.
- ¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Uno de los animales que dormitaba cerca de allí, desvelado por los gritos de la liebre, le preguntó:
- ¿Qué diablos estás diciendo?
La liebre se apresuró a responderle:
- Te estaba preguntando si habías visto mi bastón.
Algo más tarde, creyendo que nadie la oía, continuó diciendo:
- ¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Pero uno de los animales la oyó y fue a decirlo al monarca de la selva, que inmediatamente dio orden de que la pequeña liebre compareciera a su presencia.
- ¿Qué estabas diciendo, pequeña liebre? - le preguntó irritado.
La liebre, sin atemorizarse, respondió:
- Dije, y lo repito, que yo fui la que se bebió el agua de tu abuelo y luego eché la culpa al conejo.
Inmediatamente emprendió la fuga, corriendo con toda la velocidad que le permitían sus ágiles piernas.
Todos los animales se pusieron en el acto a perseguirla.

martes, 30 de marzo de 2010

El huerfanillo odiado por sus hermanos "cuento africano"

Cuentan que una vez hubo un matrimonio que tuvo siete hijos. Todos eran fuertes y apuestos mozos; tan sólo el más pequeño era de constitución débil y nada agraciado de rostro. Sus hermanos le despreciaban, y cuando los padres murieron, aquéllos aumentaron su desdicha; ordenábanle toda suerte de penosos trabajos y tratábanle peor que a un esclavo.
El pobre muchacho, cierto día que reflexionaba sobre su desventura, díjose:
- Mi padre ha muerto y mi madre muerta está; mis hermanos, que debieran reemplazarlos, son malos para mí, que soy débil y carezco de atractivos. ¿Qué puedo esperar, pues? Es preciso que me vea con Zanahary, el dios bueno de Madagascar.
Y Faralahy, que así se llamaba el pobre muchacho, empezó por tomar consejo de un aldeano viejo, muy viejo, llamado Rafuvatú, al que habló de esta manera:
- Yo quiero ir al encuentro de Zanahary; decidme: ¿qué debo hacer?
Rafuvatú contempló fijamente al muchacho y, al ver su decisión, le instruyó así:
- El martes próximo será un excelente día para emprender tu viaje; lo realizarás con éxito si atiendes mis consejos.
- Atento escucho - dijo Faralahy -; decidme cuanto deba hacer.
- Perfectamente; cuando estés a la otra ladera de esta gran montaña, allá abajo, verás un fértil campo de cañas de azúcar; son las de Zanahary; no te aproximes a ellas y sigue, siempre, tu camino por la mitad del sendero. Unos pasos más allá, muy luego, verás unos carneros; estarán bien cebados y serán muy hermosos. Son de los rebaños de Zanahary; déjalos pacer tranquilos. Y llegado que fueres a la otra orilla del valle, verás hermosos naranjales, cargados de ricos frutos, tan grandes como tu cabeza; son las doradas naranjas de Zanahary; no pruebes una tan sólo.
» Así que hayas ganado una nueva montaña, verás dos enormes bueyes; son los bueyes de Zanahary; no les arrojes piedras, ni les asustes. Luego, más allá, tropezarás con un profundo pozo de agua fresca y cristalina; es el rico manantial de Zanahary; aunque la sed te devore, no bebas de sus aguas.
» Y llegado que fueres a la morada de Zanahary, si estuviera ausente, saludarás a su esposa, y si ella te ofreciera agua con que calmar tu sed, beberás, cuidando de no tocar el asa del cántaro.
Faralahy agradeció a Rafuvatú sus consejos y púsose en camino.
Muy pronto vio los campos de cañas de azúcar, mas él contentóse con exclamar: "¡Hermosas son estas cañas de azúcar!"
Un poco más lejos encontróse con los carneros, y exclamó: "¡Magníficos son estos carneros!", pero sin detener sus pasos. Prosiguió ligero su ruta, y he aquí que sus ojos divisaron los bellos naranjales, cargados de frutos grandes como su cabeza. El hambre le acosaba, le devoraba la sed, pero Faralahy no desvió un paso de su camino. Luego cruzó por delante de los bueyes. "¡Soberbios ejemplares!", díjose, pero sin aproximarse a ellos. Y así, llegó junto al pozo de agua viva y aunque no pudo dejar de exclamar: "¡Qué agua tan pura y cristalina! ¡Cuán deliciosa debe de ser!", ni siquiera la punta de los dedos mojó en ella.
Resistidas las tentaciones, Faralahy llegó, por fin, a la morada de Zanahary. Zanahary no estaba en casa; tan sólo se hallaba presente su esposa.
Faralahy saludóla reverente y pidióle de beber y, al darle el cántaro, él no lo cogió; abrió sencillamente la boca, conformándose con el agua que la sirvienta le echara.
Luego que Zanahary regresó, preguntó:
- ¿Qué pretende con su visita Faralahy, tan odiado de sus hermanos?
- Señor - contestó humildemente Faralahy -, yo quisiera ser guapo mozo y muy fuerte, pues las gentes me desprecian.
- ¿Y viste mis cañas de azúcar, camino de este lugar?
- Yo las vi, mas no las toqué.
- ¿Y viste, también, mis carneros?
- Señor, paciendo los vi, pero en paz los dejé.
- ¿Y viste, asimismo, mis naranjales?
- Ciertamente los vi, pero dejé el dorado fruto en el árbol y no lo probé.
- ¿Y viste mis bueyes?
- Sí, los vi; tropecé con ellos en mi camino, pero ni una sola piedra les tiré.
- ¿Y viste, seguramente, mi manantial de agua viva?
- En verdad que sí, pero me abstuve de calmar mi sed en sus aguas.
Entonces Zanahary volvióse hacia su esposa y preguntóle:
- ¿Es éste el que saludó al franquear la puerta?
- Éste es - contestó la mujer -, y con alta cortesía lo hizo.
- Cuando le diste de beber, ¿abrió tan sólo la boca, sin coger el cántaro?
- Así lo hizo, señor - contestó la sirvienta.
En aquel instante, Zanahary premió la virtud de Faralahy: le tocó, y, ¡oh prodigio!, tornóse súbitamente guapo mozo y muy robusto, él que era tan débil y feo de rostro.
Faralahy agradeció el beneficio de todo corazón y emprendió alegre la vuelta al hogar.
Cuando llegó, sus hermanos se resistían a creer lo que sus ojos veían.
- ¿Eres tú, Faralahy? ¿De dónde vienes?
- Tan desgraciado era, que fuíme en busca de Zanahary; compadecióse de mi suerte, y he aquí lo que hizo de mí.
Entonces los seis hermanos se dijeron:
- Nosotros somos ya bellos y fuertes; si vamos al encuentro de Zanahary, hará de nosotros unos verdaderos gigantes.
Y fuéronse a Rafuvatú, quien los miró y así les dijo:
- Podéis partir el miércoles, mas no os garantizo un feliz viaje. Con todo, si sabéis abstenemos de todo cuanto yo os diré, tal vez logréis algo.
- Así lo haremos - contestaron a coro -. Dinos, pues, de qué se trata.
- Cuando veáis las cañas de azúcar de Zanahary, no las toquéis. Cuando veáis los grandes carneros de Zanahary, no matéis uno siquiera. Cuando veáis las enormes naranjas de Zanahary, delicia de los ojos, no las cojáis. Cuando tropecéis con los bien cebados bueyes de Zanahary, no los asustéis ni tiréis piedra alguna. Cuando alcancéis los ricos manantiales de Zanahary, no bebáis de sus aguas.
- ¿Y luego?
- Llegados que fuereis a la morada de Zanahary, si él estuviera ausente, saludad a la mujer, y si os da de beber, no toquéis el asa del cántaro.
Escuchados estos consejos, los seis hermanos emprendieron el camino, y tan pronto vieron las deliciosas cañas de azúcar, exclamaron:
- ¡Oh, qué maduras y jugosas están! Por una que cojamos cada uno, ¿quién se va a enterar?
Más allá divisaron los rebaños de carneros y dijeron:
- ¡Qué gordos están y cuántos! Sin comida, imposible nos será llegar a la meta de nuestra ruta.
Por lo que mataron uno de los carneros y se lo comieron.
Muy pronto contemplaron los naranjales; tenían sed y se saciaron de naranjas.
Y cuando pasaron junto a los bueyes, asombráronse de su magnitud y gordura y no supieron abstenerse de lanzarles piedras con que amedrentarlos.
Y bebieron a placer en los manantiales de Zanahary.
Y cuando llegaron a la morada de Zanahary, olvidáronse de saludar a la esposa, mas pidieron groseramente de beber, y tomaron el cántaro del asa y bebieron ávidamente.
Y llegó Zanahary.
- ¿Qué pretendéis los seis aquí? - les preguntó.
Los hermanos saludaron con una profunda inclinación de cabeza y contestaron:
- Hemos venido a visitaros, señor, para que nos convirtáis en unos gigantes.
- En vuestra ruta, ¿visteis mis cañas de azúcar?
- Sí, las vimos y cogimos tan sólo una cada uno.
- ¿Visteis mis carneros?
- Sí, los vimos; tanta hambre teníamos, que nos comimos uno.
- Y mis naranjales, ¿los visteis también?
- Sí, y tanta era nuestra sed que cogimos algunas naranjas.
- No habréis tirado piedras a mis bueyes, ¿verdad?
- Fue éste el que las tiró - dijeron los cinco hermanos señalando al primogénito.
- Cuando entraron en mi morada, ¿te habrán saludado? - preguntó a su esposa.
- No, por cierto - contestó ésta.
- Y cuando bebieron, lo hicieron con glotonería y sin soltar el cántaro, ¿verdad?
- Así fue, señor - confirmó la sirvienta.
Entonces Zanahary exclamó:
- Ya que habéis quebrantado los consejos de Rafuvatú, y os habéis comportado como brutos faltos de razón, animales irracionales os tornaréis.
Al instante, el primogénito convirtióse en lagarto; el segundo, en serpiente; el tercero, en rana; en repugnante sapo, el cuarto; el quinto, en camaleón, y en murciélago el último de todos, que era el sexto.
Y mientras ellos habitaban el bosque, junto con los demás animales, Faralahy heredó los bienes de sus hermanos, viviendo rico de bienes y de poder.
Y en Madagascar, donde la historia se cuenta, terminan con esta enseñanza: "El débil jamás debe descorazonarse, y el que es apuesto y fuerte tampoco debe engreírse."

sábado, 27 de marzo de 2010

Amadú Kekediurú "Cuento africano"

Dos hermanos se disponían a hacer un largo viaje. Su hermana, viuda, quiso acompañarles, pero ellos se opusieron y emprendieron la marcha.
Pocas horas después, la hermana dio a luz un niño que, inmediatamente, abrió los ojos y rompió a hablar.
- ¡Madre! - gritó -. ¡Lávame!
La madre respondió:
- Puesto que sabes hablar, lávate tú solo. Cuando el niño se hubo lavado, preguntó:
- ¿Dónde está mi padre?
La madre contestó:
- Ha muerto.
- ¿Y no tienes familia alguna? - siguió preguntando el recién nacido.
- No tengo más que dos hermanos que acaban de emprender un largo viaje.
El niño quedó pensativo un momento y luego dijo:
- Voy a reunirme con ellos... Les amenazan muchos peligros y quiero evitarlos.
Levantóse, tomó una hoz diminuta y un hilo de pescar y se lanzó corriendo por el camino que habían seguido sus tíos.
Éstos se hallaban ya en las cercanías de un poblado habitado por hechiceros, brujos y magos, siendo su jefe una hechicera, mil veces más bruja y perversa que todos ellos.
El camino estaba guardado por infinidad de perros y toros que mataban a los que no tenían nada que darles de comer.
El niño, que se llamaba Amadú Kekediurú, es decir, Amadú que-no-teme-a-los-bru­jos, había llevado también consigo un haz de heno. Con el hilo de pescar, provisto de varios anzuelos en un extremo, consiguió pescar algunos peces y se los metió en su zurrón.
A pesar de esta carga, volaba como el viento detrás de sus tíos.
Amadú llegó junto a ellos en el momento en que iban a ser devorados por los toros y los perros.
- ¡Tíos, no temáis nada! - les gritó -. ¡Voy a ayudaros!
Echó a los toros el haz de heno y lanzó los peces a los perros. Las feroces bestias se dedicaron a comer tranquilamente y no se ocuparon de los hombres ni de su sobrino.
- Continuemos la marcha - dijo el niño. - Soy vuestro sobrino... Os acompañaré.
- Nada de eso - respondieron los tíos -. Nos has salvado de los toros y de los perros, pero no permitiremos que nos acompañes... Por otra parte, es imposible que seas nuestro sobrino, ya que nuestra hermana no tenía ningún hijo cuando abandonamos nuestra tienda.
Y los dos hombres prosiguieron su camino, abandonando al niño.
Amadú se convirtió entonces en un "dibrí" o sombrero cónico de paja y se situó en el borde del camino, delante de sus tíos.
El mayor de ellos descubrió el sombrero y exclamó:
- ¡Mira qué suerte, hermano! Este sombrero me protegerá contra la lluvia.
Y se lo colocó en la cabeza.
El sombrero gritó entonces:
- No soy un sombrero, tío, sino tu sobrino Amadú.
Al oír esto, el tío se quitó el cubrecabezas y lo arrojó al suelo, de donde desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.
El niño se transformó en una sortija y fue a apostarse en la carretera, en un punto donde no tenían más remedio que pasar sus tíos.
Esta vez fue el más joven de ellos el que lo descubrió.
Lanzando un grito de alegría, recogió el anillo y se lo puso en el dedo.
Entonces el anillo habló y dijo:
- No soy un anillo, tío, sino tu sobrino Amadú.
El menor de los tíos se quitó enfurecido la sortija y la tiró al suelo.
Inmediatamente Amadú recobró la forma humana y habló de este modo:
- Si no me permitís que os acompañe, tíos míos, os pesará. Acordaos de lo que os sucedió con los toros y con los perros...
El mayor de los tíos repuso entonces:
- Puesto que persistes en llamarnos tíos, empiezo a creer que eres en realidad nuestro sobrino... Acompáñanos.
Llegaron finalmente al poblado de los hechiceros. La reina les hizo un magnífico recibimiento.
Al caer la tarde, cada uno de los forasteros recibió una gran calabaza llena de "to", o cuscús, que les enviaba la reina.
El mijo de la primera estaba cubierto de carne de buey; el de la segunda, de carne de perro, y el de la tercera, de carne humana.
Cuando los esclavos portadores de los regalos se hubieron retirado, Amadú les dijo a sus tíos:
- No toquéis el "to" hasta que yo os diga.
Acercóse a las calabazas y metió su dedito en la primera, sin que ocurriera nada. Hizo luego lo mismo con la segunda y cuando quiso retirar el dedo, el "to" se había adherido a él de tal modo que no pudo conseguirlo; con la tercera sucedió exactamente igual.
- Comed de la primera calabaza - aconsejó a sus tíos -; las otras contienen carne mala.
Los dos tíos siguieron el consejo de su sobrino.
Durante este tiempo, la reina hechicera había ordenado a sus esclavos que pusieran agua a hervir en gran cantidad, pues tenía la intención de lavar bien a sus víctimas después de degollarlas.
Hacia la medianoche, armada de una enorme lanza, se dirigió a la tienda en que reposaban sus huéspedes.
Cuando llegó ante la puerta de la tienda, Amadú la oyó y gritó:
- ¡Eh, no entres todavía! ¡No me puedo dormir!
- ¿Y por qué no te has dormido aún? - preguntó la bruja.
- Porque no me has dado de cenar lo que mi padre acostumbra a darme todas las noches.
- ¿Y qué te da tu padre, nenito?
- Estrellas.
- Voy a cogerte unas cuantas - contestó la hechicera.
Y se pasó la noche haciendo señas a las estrellas para que vinieran a ponerse al alcance de sus manos.
Durante cuatro noches consecutivas repitióse la misma escena entre la reina hechicera y Amadú.
La sexta noche, el niño dijo a la vieja:
- Si quieres que me duerma la noche próxima, trae a tus dos hijas para que me hagan compañía durante esta velada. Quiero aprender las canciones del país y que me cuenten cuentos.
Al día siguiente por la tarde, la reina llevó a sus dos hijas, las cuales enseñaron las canciones del país y contaron algunos cuentos maravillosos a Amadú.
Llegada la medianoche, las dos hijas se acostaron en una habitación contigua.
De madrugada, la hechicera volvió a la tienda, golpeó el suelo por tres veces con su lanza y, comprobando que nadie le respondía, entró sigilosamente.
Amadú, al percibir los pasos de la vieja, se había subido al techo y se escondió entre las maderas que sostenían la paja.
Antes había despojado a las hijas de la hechicera de sus cabellos y se los había colocado a sus tíos, como si fuesen pelucas. Cuando la reina hechicera entró, palpó las cabezas de los tíos y notando que tenían cabellos creyó que eran sus hijas. Entonces penetró en el cuarto contiguo, y empuñando la lanza mató a los que allí dormían, mató a sus dos hijas, creyendo que eran los dos tíos de Amadú.
Luego se retiró silenciosamente.
Antes de que saliera el sol, Amadú despertó a sus tíos y todos juntos regresaron corriendo a su poblado.
En el mismo instante, la hechicera envió un esclavo, para que despertara a sus hijas.
El esclavo volvió minutos después para anunciarle que habían sido sus hijas y no sus huéspedes los degollados.
- ¿Qué dices, insensato? ¿Quieres darme a entender que ya estás lo suficientemente gordo para servirme de almuerzo?
- No - respondió el esclavo -. Te anuncio que has matado a tus propias hijas en vez de a los forasteros.
La hechicera, enfurecida, lo ensartó con la lanza.
Luego envió a otro esclavo en busca de sus hijas.
A su regreso, éste dijo simplemente:
- Ve tú misma a ver lo que ocurre. La reina se dirigió a la tienda y vio a sus hijas bañadas en su propia sangre.
Sin una lágrima, sin volver a casa siquiera, la reina se lanzó tras las huellas de los fugitivos.
- ¡Amadú Kekediurú es el culpable de la muerte de mis hijas! - gritaba -. ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!
Pero antes de que lograra alcanzarles, Amadú y sus tíos habían entrado ya en su poblado.
Cuando la hechicera se encontró frente a las primeras chozas, se convirtió en un gran azufaifo cargado de apetitosas yuyubas. De este modo esperaba atraer a los niños y, entre ellos a Amadú.
En efecto; tan pronto como vieron el árbol frutal, todos los niños se apresuraron a trepar a sus ramas; solamente Amadú se abstuvo de hacerlo, pues se dio cuenta de la identidad del azufaifo.
- ¡No subáis a ese árbol, camaradas! ­ les dijo -. Tengo la seguridad de que se trata de una hechicera disfrazada.
Apenas sintió en sus ramas el peso de los niños, el azufaifo se puso en marcha hacia el poblado de los brujos.
Pero Amadú llegó antes que la hechicera, pues convirtiéndose en tórtola, pudo hacer el camino volando.
Cuando se encontró entre los suyos, la hechicera abandonó su aspecto de azufaifo y recobró su forma natural.
La reina llamó entonces a su boyero y le dijo:
- Es necesario que hoy mismo tenga la vaca negra un ternerillo para que esos niños, que no tienen nada que hacer, cuiden de él. Si no consigues que lo tenga, te comeré.
El boyero salió de la tienda real derramando abundantes lágrimas.
Amadú, que había recobrado la figura humana, salió a su encuentro y le preguntó:
- ¿Por qué lloras, boyero?
El desgraciado refirió al niño lo que esperaba de él la reina.
Entonces, Amadú le dijo:
- No llores más. Ata la vaca en un árbol del bosque y vuelve al poblado. Yo me encargaré de lo demás.
El boyero obedeció.
Aquella mismo noche, la vaca tuvo un ternerillo.
El desgraciado boyero, loco de alegría al ver el milagro, fue a contarlo a la reina, que acudió para convencerse por sus propios ojos.
Después de mirarlo bien, como en su calidad de hechicera podía ver cosas que se le ocultaban a los demás, declaró perpleja:
- Este ternerillo tiene expresión humana.
Una de los asistentes protestó:
- ¡No intentes ver lo que no hay, mi ama! ¿No ves que tiene cuatro patas y dos orejas como todos los animales de su especie?
Al día siguiente, el ternerillo fue entregado a los niños para que lo guardaran.
La mitad de los pequeños condujeron al animal a pacer al prado, pero el becerro se puso a correr delante de ellos y les hizo alejarse un buen trecho del poblado de los brujos.
Allí recuperó su aspecto, normal y les dijo:
- Soy Amadú Kekediurú, vuestro camarada de juegos. He venido para llevaros con vuestros padres.
- ¿Y los otros? - preguntó uno de los niños.
- Vuelve tú solo al poblado de la hechicera y dile que no podéis llevar el ternerillo hasta allí y que es preciso que vengan los demás niños a ayudaros.
El muchacho obedeció.
Regresó al poblado de los hechiceros y transmitió las palabras de Amadú a la reina, que inmediatamente dispuso que salieran los demás niños a ayudar a los otros a traer el ternerillo recalcitrante.
Cuando Amadú vio que estaban todos los niños junto a él, los condujo a sus casas.
Al enterarse de que Amadú había conseguido arrebatarle sus jóvenes cautivos, la reina se dirigió una vez más al poblado de aquél y se transformó en una preciosa piragua, colocándose a la orilla del riachuelo que atravesaba la aldea.
Los niños, acompañados de Amadú, fueron al riachuelo a bañarse.
Lentamente, la piragua se aproximó al lugar en que ellos se hallaban.
- ¡No subáis a la piragua! - gritóles Amadú -. ¡Os llevaría al poblado de los brujos, igual que hizo el árbol!
Pero los niños no le hicieron caso y subieron a la piragua que, inmediatamente, se puso en camino y los condujo, a pesar de sus protestas, a la aldea de los hechiceros.
Amadú se convirtió entonces en un cervatillo y se puso a saltar ante los niños, cuando éstos abandonaron la piragua, consiguiendo que corrieran tras él con la esperanza de atraparlo y alejándolos así de las garras de la terrible reina.
Cuando los vio fuera de peligro, recobró la forma humana y los condujo una vez más a las tiendas de sus padres.
La reina hechicera, desesperando de lograr sus propósitos, se convirtió inmediatamente en una joven bellísima y se dirigió al poblado de Amadú Kekediurú, declarando que sólo aceptaría por esposo al menor de los tíos de este último.
- ¡No te cases con esa desconocida! - aconsejóle el sobrino -. ¡Es la vieja hechicera que quiso mataros!
Pero el tío no quiso hacer caso del consejo de su sobrino y le respondió que aquella misma noche se casaría con la joven.
Inmediatamente se empezó a construir una choza para ella. Mientras la edificaban, Amadú estuvo pronunciando palabras mágicas ante cada uno de los materiales que se utilizaban: paja, madera y lianas. Además, en el centro del lugar elegido para erigir la cabaña, enterró unos polvos extraños.
Llegada la noche, el tío se casó con la falsa joven.
Hacia la medianoche, la esposa se levantó dispuesta a estrangular a su marido; luego le llegaría el turno a Amadú y al otro tío.
Pero la paja gritó en aquel momento:
- ¡Eh! ¿Adónde vas?
La manta habló a su vez y dijo:
- ¡No seas parlanchina! Todavía no ha conseguido salir de debajo de mí.
Las lianas declararon:
- Como intente salir la estrangularemos.
Y el suelo anunció con voz ronca:
- Como ponga el pie encima de mí me la tragaré.
Espantada, la hechicera volvió al acostarse.
Al día siguiente dijo a su marido:
- Esta choza no me conviene. Tienes que hacerme otra. Además, no quiero que Amadú esté presente cuando la construyan.
El tío accedió a los deseos de su esposa y, para obligar a Amadú a estarse quieto, lo ató a un árbol mientras se edificaba la cabaña nueva.
Hacia la medianoche, la hechicera se levantó sin que nada ni nadie la amenazara, pronunció algunas palabras pegando la boca a las palmas de sus manos, luego se las frotó, después de escupir en ellas.
A renglón seguido fue a sentarse a la cabecera de su marido y dijo en voz baja:
- ¡Que tus ojos vengan a mis manos!
Instantáneamente se realizó su deseo.
Salió entonces de la choza e hizo lo mismo con el otro tío, pero a Amadú no pudo encontrarlo por parte alguna.
Cansada de la infructuosa búsqueda del pequeño, la reina emprendió el regreso a su poblado, llevando consigo los ojos de los tíos.
Al día siguiente, por la mañana, Amadú dijo a los dos ciegos:
- Ha sido culpa vuestra, por no haberme dejado asistir a la construcción de la segunda choza. Pero no temáis; recobraréis la vista...
Dirigióse inmediatamente al poblado de los hechiceros, tomando la figura de una de las hijas de la vieja hechicera, que se hallaba ausente desde hacia una infinidad de tiempo, presentándose ante ésta.
- Mamá - le dijo-, me he enterado de que un diablillo llamado Amadú Kekediurú te ha estado proporcionando enormes disgustos... ¿Es verdad?
- Verdad es, hija mía - respondió la hechicera -, pero me he vengado con creces. Le he quitado los ojos a sus tíos...
- ¿Y ya no podrán ver en toda su vida?
- A menos que yo quiera, no... En mi cabaña tengo un saquito con polvos mágicos. Si se diluyen en agua unos pocos de estos polvos y se frota uno las manos, formulando al propio tiempo el deseo de que aparezcan en ellos los ojos de los dos hombres, así sucederá... Y nada más fácil que volver a colocárselos en sus lugares respectivos... Pero solamente tú, hija mía, sabes este maravilloso secreto y no creo que lo digas a nadie...
Pensad cuál sería la alegría de Amadú Kekediurú al enterarse del secreto. Esperó a que la hechicera saliera a medianoche para dedicarse a sus brujerías e inmediatamente se aprovechó de su ausencia para apoderarse del saquito de los polvos mágicos.
Luego se lanzó a todo correr hacia su poblado, entró en su tienda y siguió las indicaciones que le diera la engañada reina.
Aquella mismo noche, sus dos tíos habían recobrado la vista.
La cólera de la hechicera al darse cuenta de que Amadú había vuelto a hacerla víctima de su ingenio, fue terrible.
Inmediatamente se convirtió en un hermoso caballo y se presentó en el poblado de Amadú.
Pero éste la reconoció en el acto. Cogió al caballo por la crin, lo condujo a su casa, lo ensilló, le colocó un buen bocado, montó en él y, cuando estuvo con los pies en los estribos, gritó:
- ¡Te he reconocido, vieja hechicera! Ahora no bajaré de aquí hasta que hayas muerto.
Hincó entonces las agudas espuelas en los ijares del caballo, y éste salió al galope tendido a través de selvas, montañas y ríos.
Amadú, sin dejarse desmontar, obligó al animal a correr tanto, que lo reventó de fatiga.
Y así fue cómo Amadú Kekediurú salvó a los suyos de la perversa reina hechicera.

jueves, 25 de marzo de 2010

Como el sastre caso a su hija "cuento africano"

Un sastre tenía una hija casadera, una negrita guapísima. Dos rivales se presentaron un día delante de la muchacha y, al pretenderla, le dijeron:
- Por ti venimos.
- ¿Y qué pretendéis? - exclamó la bella negrita, sonriendo.
- Los dos te amamos - contestaron los jóvenes negritos - y ambos deseamos casarnos contigo.
Como la linda negrita era una chica harto bien educada, llamó a su padre, quien, después de escuchar a los pretendientes, les dijo:
- Retiraos ahora, porque es tarde; pero volved mañana; lo pensaré, y entonces os indicaré cuál de los dos se llevará a mi bella hija por esposa.
Al día siguiente, al amanecer, los dos opuestos y gallardos negritos se presentaron nuevamente en casa del sastre y así hablaron:
- Aquí nos tenéis para recordaros vuestra promesa de ayer y saber cuál de los dos llevará vuestra hija por esposa.
- Esperad un momento - contestóles el padre; he de llegarme al mercado para comprar una pieza de paño, y, en cuanto regrese, que será enseguida, sabréis mi respuesta.
Efectivamente, estando de vuelta el sastre, llamó a su hija y habló en estos términos a los pretendientes:
- Sois dos y yo no tengo más que una hija. ¿A quién se la doy? ¿A quién se la niego? En mi incertidumbre y deseando ser imparcial, vamos a hacer una cosa: de esta pieza de paño cortaré dos vestidos enteramente iguales para que la labor sea la misma en su confección. Cada uno de vosotros coserá uno, y el que primero concluya la tarea, será mi yerno.
Los negritos rivales aceptaron la idea feliz y tomaron su labor respectiva, disponiéndose a coser en presencia del maestro.
El padre llamó a su hija y le ordenó:
- Aquí tienes hilo; prepáralo para esos dos obreros.
La muchacha obedeció a su padre; tomó el hilo y se sentó junto a sus rivales. Pero la linda negrita era muy astuta. El padre no sabía a quién amaba, ni los pretendientes sabían cuál de los dos era el preferido. Ella guardaba su secreto en el fondo de su corazón.
Fuése el sastre y ella preparó el hilo con el cual los mozos habían de coser. La pícara negrita daba hebras cortas al negro que amaba, mientras que se las ofrecía muy largas al rival que su corazón desechaba.
Los obreros cosían con idéntico afán, pues su pasión era grande. A las once de la mañana, no obstante el incesante trabajo, apenas la labor llegaba a la mitad; pero, a eso de las tres de la tarde, el negrito de las hebras cortas tanto había adelantado, que tenía su obra terminada.
Cuando regresó el sastre, el vencedor mostróle el vestido terminado, en tanto que su rival seguía dando puntadas.
- Hijos míos - exclamó el padre -: no quise favorecer a ninguno de los dos y por eso corté mi pieza de paño en dos porciones iguales, para que mi hija fuese el premio del que más se afanara en la obra. "El que primero concluya, éste será mi yerno." Así lo comprendisteis y así lo aceptasteis, ¿verdad?
- Padre - respondieron los dos apuestos negritos -, comprendimos tus palabras y aceptamos la prueba. Lo hecho, bien hecho está.

El raciocinio del padre había sido éste: el que primero acabe, será el más diestro y por tanto el más indicado para sostener la casa con prosperidad y decoro; pero no había podido sospechar que la picaruela de su hija daría hebras cortas al que amaba y largas al negro que no quería. Así, con su malicia, decidió la prueba, y ella fue quien se eligió el esposo y la suerte de su hogar.