A orillas del Bosque de los Sueños, en frente del río Azul, y debajo de un árbol de mango, vive mi amiga Sahad Sonrisas Tiernas, una niña de seis años que tiene por afición coleccionar bellos recuerdos.
La aventura que les voy a contar, es uno de los recuerdos preferidos de Sahad, pues en esa ocasión ella aprendió la importancia de la libertad, del respeto a los demás y del enorme poder que te da la imaginación.
Todo empezó una tarde de mayo, cuando después de llover Sahad salió de su casa para caminar sobre la hierba húmeda, sentir el aire fresco de la tarde y buscar en la tierra algunos mangos que por la lluvia hubieran caído de los árboles.
Esa tarde especial, le llamó la atención la fuerza de la corriente del río. Sahad recorrió la orilla y casi sin notarlo se adentró unos metros en el bosque. Iba recordando lo que su abuelo le había enseñado, él le explicó cómo el agua se evapora, forma nubes, y después llueve sobre la montaña para convertirse en un río, y así recorre miles de kilómetros hasta llegar al mar. Tan concentrada estaba en sus pensamientos, que tardó en darse cuenta del angustioso revolotear de unos pájaros alrededor de un pequeño arbusto.
Sin hacer ruido se acercó a ellos y de inmediato los reconoció. Era una pareja de cenzontles. Los conocía porque su abuelo se los había enseñado más de una vez, cuando cantaban en las mañanas, parados sobre las ramas del árbol de mango que da sombra a la casa de Sahad.
Agachadita y casi sin moverse estuvo observándolos un rato escondida atrás de un árbol. Vio cómo uno de los cenzontles bajaba hacia el arbusto dando aletazos veloces y fuertes, mientras el otro se paraba sobre una rama y entonaba un canto desconsolado, y luego cambiaban de lugar, el que estaba en la rama bajaba y el que volaba subía a posarse sobre el árbol a cantar.
Sahad descubrió sobre la rama, muy cerca del tronco, un nido con un solo polluelo, y otro polluelo, tal vez derribado por la fuerza de la lluvia, estaba maltrecho en la base del arbusto. Decidida salió de su escondite, tomó al polluelo derribado entre sus manos e intentó colocarlo en su nido.
Fue imposible. El árbol era muy alto y por más que la niña estiraba sus bracitos no pudo alcanzar el nido, y cuantas veces intentó trepar por el tronco se resbaló sin lograr su propósito.
Pensó en dejar al polluelo donde lo encontró. Entonces, imaginó qué ocurriría si pasaba por ahí un zorro, un tlacuache o un gato. Así que decidió llevarlo a su casa y aunque le explicó sus razones a los papás cenzontles, ellos no entendieron lo que les dijo, y mientras mamá cenzontle se quedó a cuidar al polluelo del nido, papá cenzontle siguió a Sahad cantando desesperado. El ave volvió al bosque sólo después de que la niña se metió a su casa y cerró la puerta.
Sahad colocó al pequeño cenzontle en una jaula, y en la tierra le buscó algunos gusanitos para darle de comer. En la noche se lo enseñó a su abuelo como si se tratara de un tesoro. El anciano tomó la jaula, observó al polluelo y le explicó a Sahad que en un par de días estaría listo para poder volar.
A la mañana siguiente Sahad despertó por el canto de unos cenzontles afuera de su casa. Eran los papás del polluelo, que a través de una ventana habían descubierto a su hijo y se acercaron a cantarle que ellos estaban cerca y no lo habían olvidado. Sahad los ahuyentó, cerró las cortinas y se volvió a dormir.
El día pasó sin que Sahad volviera ver a los papás cenzontles, sin embargo, a la mañana siguiente la despertaron con su canto y su abuelo la llamó para liberar al polluelo, pero Sahad se opuso.
- El cenzontle es mío, le dijo, y conmigo se va a quedar.
- Sahad, le contestó el abuelo, el cenzontle no es tuyo. Tuvo la suerte de que lo encontraras y tal vez gracias a ti está vivo. Ahora escucha cómo lloran sus papás, están pidiendo que lo dejes ir. Recuerda que los cenzontles son aves que nacieron para ser libres.
- Lo siento abuelito, ya lo pensé y conmigo se va a quedar, respondió la niña.
Sin embargo, el resto de la tarde estuvo reflexionando sobre el cenzontle. Pensó en otras aves que estarían en el cielo volando juntas, recordó a los padres que lloraban por su hijo y observó al pequeño cenzontle abatido por estar encerrado. Además, no había querido comer en todo el día.
Salió de su casa con la jaula en las manos y cuando ya estaba por abrir la puerta para liberar al pequeño cenzontle, se arrepintió. Se había encariñado con él y no pensaba dejarlo ir porque le dolería, y ella, la de las lindas sonrisas, no quería estar triste.
Después de cenar la niña se lavó los dientes, se despidió de sus padres, le dio un beso a su abuelo, tapó con una manta la jaula del cenzontle y se fue a dormir.
Esa noche Sahad soñó que tenía alas. Eran unas alas doradas que nacían en su espalda y atravesaban su camisón blanco. Gracias a ellas pudo volar y mezclarse entre las parvadas de aves que la veían contentas y sorprendidas de encontrarse con una niña volando. Sahad subió hasta lo más alto del cielo, tocó las nubes con sus pies y desde arriba contempló feliz su casa, su escuela, a sus amigos y a sus padres, y vio también a su abuelo, que le extendía los brazos para abrazarla. Sahad bajó veloz, voló sobre ellos y los invitó a volar. Le respondieron que no podían porque no tenían alas. La niña se distrajo con el canto de un cenzontle atrapado en una casa, posó sus pies en la tierra, caminó buscando al pájaro y lo descubrió a través de una ventana. Quiso volar hacia él, pero en ese momento, sus alas desaparecieron.
Sahad lloró desconsolada porque ya no tenía alas para seguir volando y sus amigas aves seguirían allá arriba, mientras ella tendría que estar todo el tiempo en tierra. Desesperada les preguntó a sus padres si no habían visto sus alas, le respondieron que no y su abuelo la ayudó a buscarlas, y le decía que no las encontraba por ningún lado. En ese momento Sahad despertó.
Lloraba de verdad, y siguió llorando un rato pensando en que le hubiera gustado nacer con alas para poder volar. Era de madrugada y los papás del cenzontle ya estaban en la ventaba, cantando con fuerza para que los escuchara su hijo atrapado adentro de la casa.
Sahad tomó la jaula, con cuidado sacó al joven cenzontle, abrió la ventana de su casa y lo dejó volar.
Esa tarde volvió a llover. En cuanto paró la lluvia, Sahad tomó su capa de terciopelo blanco, y fue a buscar otros pajaritos que hubieran caído de su nido por la fuerza del viento para cuidarlos mientras se recuperaban y crecían.
Al verla caminar en el bosque la familia de cenzontles la reconoció, le dio la bienvenida y volaron alrededor de ella cantando sus mejores melodías. Sahad estiró su capa y corrió siguiéndolos, y jugó a ser cenzontle, y cantó, y rió contenta, porque ese día, por unos instantes, sintió que ella también volaba.