lunes, 28 de noviembre de 2011

El anillito del elfo

Tirado sobre la polvorienta carretera, yacía un ramo de dorados "dientes de león". Mucha gente pasaba por su lado sin fijarse en él. Algunos hasta le daban con el pie. Pero cuando Marlenchen lo vio dejó el pesado cesto en el suelo y levantó el ramo. Se dirigió con él al arroyuelo e hizo beber a los tallos.
Mientras mantenía el ramo así en el agua, y los rayos del sol jugueteaban en torno a la niña y las flores, surgió de dentro de una de las abatidas cabecitas de las flores un pequeño elfo, tan pequeño como un dedo, el cual, con una suave vocecita, dijo:
- ¡Gracias, Marlenchen!
Se arregló la dorada corona sobre su cabecita, y apareció entonces a su alrededor un claro resplandor, como de una velita de Navidad. Este resplandor lo convirtió el elfo en un anillo para el dedo, fino como un cabello.
- ¡Póntelo - en el dedo anular de la mano izquierda! - dijo a la niña -. Cuando tú le mires, relucirán tus ojos, y la persona a quien tú mires se sentirá alegre, y el que esté enojado recobrará su buen humor.
Cuando hubo acabado de hablar, el pequeño elfo desapareció, y Marlenchen no separó, durante el camino de regreso a su casa, sus miradas del anillo. No sentía ya el pesado cesto; ¡todo era tan ligero!...
Pero, cuando llegó delante del portal de la casa, oyó reprender en su interior a la madre, y pelearse entre si a las hermanas. Eran siete y daban mucho que hacer. Entonces miró Marlenchen de nuevo su anillito y entró decidida en la habitación.
A su entrada, todos levantaron la mirada. ¡Cómo resplandecía Marlenchen! De golpe se acabaron las riñas y las discusiones. La madre se dirigió gozosa al trabajo, y todo le salía fácil de la mano, y los pequeños jugaban con Marlenchen, y todos se querían entre sí.
Cuando se hizo de noche, regresó a casa el padre, cansado y abatido del pesado trabajo y del largo camino. Marlenchen salió a su encuentro. Al ver a la niña rió el padre; él mismo no sabía por qué, pero sentía su corazón repleto de alegría hasta lo infinito.
Nadie vio el anillo en el dedo de Marlenchen. Era invisible para los demás. Pero Marlenchen sí lo veía, y lo conservó en su dedo durante toda su vida. Cuando se despertaba por la mañana, a él dirigía su primera mirada, y a su vista lucía el sol en sus ojos. Este sol calentaba todo lo que estaba cerca de la niña. Si había alguien enfermo en la casa, o triste simplemente, o enfadado, mandaban a buscar entonces a Marlenchen, y todo se ponía nuevamente bien. La gente llamaba a Marlenchen "la niña del Sol". Ellos mismos no sabían por qué, pero no podían encontrarle otro nombre mejor.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El bosque de los cuentos

Érase una vez una pequeña chiquilla que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino, tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
- ¡Cu-cú! ¡cu-cú!
- ¿Por qué cantas siempre la misma canción? - dijo la muchacha -. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú!"
El pájaro chilló.
- ¿Es esto un cuento o una historia verdadera? - preguntó la niña.
- ¡Cu-cú! ¡Cu-cú! - se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
- ¿Por qué lleváis vosotros un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explicadme vuestra historia! - rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
- Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
" - ¡A nosotros nos pertenece el Sol! - dijeron ellos -. Nosotros somos más grandes y hermosos que vosotros. Deberíais avergonzaros. ¡Ocultaos!
" Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
" - ¡Hacednos también un poco de sitio! - rogábamos nosotros cada día.
" No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir."
Entonces preguntó la niña:
- ¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Les acarició con sus rayos y les consoló:
- Pronto será mejor vuestro aspecto. Mis rayos tejerán para vosotros el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré a vuestro lado desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
- ¿Por qué has muerto tú? - preguntó la niña -. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
- Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgáis hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas le saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió fuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
- ¿Es esto un cuento o una verdadera historia? - preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
- ¡Madre! - gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida

martes, 22 de noviembre de 2011

El agujero en la manga

El muchacho de quien hemos de contar ahora tenía un gran agujero en la manga. Esto le daba tanta vergüenza, que en la escuela no le era posible prestar en absoluto atención a las explicaciones del maestro.
Su madre no podía remendárselo; trabajaba en casa de gente extraña.
En su apuro se dirigió el chiquillo a las muchachas y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las muchachas, ocupadas en jugar al escondite, no tenían tiempo para ello.
Entonces se dirigió el muchacho a las mujeres y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las mujeres tenían que lavar los platos, y así le contestaron.
- ¡Vuelve mañana!
Pero el muchacho no se atrevió a ir de nuevo a la escuela con el agujero en la manga. Se ocultó, detrás de la escuela, y se encaminó presuroso al bosque. Miró hacia el tierno follaje de primavera y preguntó al cielo azul:
- ¿Quién me zurcirá mi juboncillo?
Entonces, ante sus narices, descendi6 una araña a lo largo de un hilo. El muchacho recordó, al verla, una cancioncilla que le habían enseñado en la escuela:

¡Oh araña de larga patita!
Es tu hilo como seda finita.

Ligero, añadió a la canción:

Zúrceme tú, araña, por favor
el agujero de mi jubón,
para que yo, ¡ay, pobre de mí!
pueda a la escuela hoy asistir.

La araña se deslizó por su hilo hasta el chiquillo y contempló con atención el gran agujero de la manga. Ágilmente corrió de un lado a otro y anudó, de arriba abajo, firmemente, los hilos. Luego corrió en círculo alrededor del agujero, cien veces quizás, y no cesó de enlazar hilo con hilo, hasta que todo el agujero quedó oculto por ellos, magníficamente entrelazados.
- ¿Cuánto tiempo durará el zurcido? ­ preguntó el chiquillo.
La araña no pudo darle ninguna respuesta; pero el cuclillo pasó volando sobre la cabeza del muchacho y cantó repetidamente:
- ¡Cu-cú! ¡cu-cú! ¡cu-cú!
- ¿Tres años? - exclamó gozoso el chiquillo -. ¡Qué alegre estoy!
Se encaminó presuroso a la escuela y llegó todavía a tiempo de dar la lección.
¡Qué maravillosamente podía ahora atender! Ni una sola palabra del maestro se dejaba perder el chiquillo; pues, no teniendo ya ningún agujero en la manga, tampoco tenía ya por qué avergonzarse.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La buena ardilla "cuento suizo"

Érase una vez un niño chiquitín. Este niño era solamente la mitad de grande de lo que eran los demás niños de su edad. Su padre le llamaba Lu: nombre bonito y breve. Su madre le llamaba Lulu. Su abuela, empero, que le quería de todo corazón y no se cansaba nunca de él, le llamaba Lululu.
Lu era, ágil como un armiño y podía trepar como una ardilla. Lo malo era que con ello se desgarraba cada día los pantaloncitos y la blusita. La abuela se lo remendaba todo con mucha paciencia. Pero un día se encontraba ella enferma en la cama, y así tenía la madre mucho que hacer. Como el chiquillo volviera, además, a casa con rotos en la ropa, dijo ella:
- Lulu, basta ya de ser destrozón. Aquí tienes el vestido de las fiestas. Si vuelves a trepar de nuevo con él por los árboles, tendrás que ir mañana con agujeros y desgarrones a la iglesia.
Esto no le interesaba a Lu, naturalmente; pero cuando se halló de nuevo en el jardín, debajo del gran abeto, vio saltar alegremente a la ardilla de rama en rama. Sintió un cosquilleo en los diez dedos de las manos y de los pies que le impulsaba a imitar a la ardilla.
- ¡Ay! - gritó -. ¡Ardilla, querida ardilla! ¿Te riñen también a ti, cuando se te rasga el vestido?
La ardilla aguzó las orejas. De un gran salto se sentó en la rama inferior miró con sus inteligentes ojos abajo, hacia donde estaba Lu.
- Mi vestido no se me rasga nunca - contestó la ardilla -. Mi vestido lo ha cosido el buen Dios, y por ello durará hasta que me muera.
- ¡Oh! - exclamó Lu -. El mío lo ha cosido sólo mi abuela. Se rasga todos los días, y por ello hoy no puedo trepar hasta tu nido; de lo contrario, tendría que ir mañana con desgarrones a la iglesia.
- ¡Lástima! - gritó la ardilla.
Luego fue a brincar y había trepado ya hasta la mitad del tronco, cuando gritó entonces el chiquillo:
- ¡Ardilla, querida ardilla, préstame tu vestido! ¡Sólo media horita! ¡Tengo tantas ganas de trepar!
- ¿Y luego tendré yo que estar desnuda, sentada sobre esta rama? - preguntó la ardilla -. No, no; eso no me conviene.
- Tú puedes meterte en el nido, que está muy calentito, y mirar por la ventana. ¡Ay, sólo media horita!
El chiquillo derramaba lágrimas grandes como guisantes. Entonces no pudo seguir negándose la ardilla.
- ¡Así, tómalo! ¡Pero no te entretengas más de media hora!
El chiquillo se quitó los pantalones y la blusita, y los dejó, junto con la camisita, sobre las hojas secas, al pie del abeto. Luego se puso apresuradamente el pardo abrigo de pieles de la ardilla, mientras ésta, completamente desnuda, se ocultaba presurosa en el redondo nido, en lo alto del abeto. Miró por la ventana y vio trepar tan hábilmente al chiquillo, que le pareció estar viendo a su primo.
La media hora pasó volando.
- ¡Lu! - gritó la ardilla -. ¡Ya ha pasado media hora!
- Sí - contestó el chiquillo -; voy a cambiarme.
Y así quiso hacerlo. Pero, al llegar abajo, se encontró con que al pie del abeto no había ningún pantalón, ninguna blusita, ni ninguna camisita que ver.
- Ardilla - exclamó Lu -; no te puedo devolver por ahora tu vestido.
- ¿Cómo? ¿Por qué?
- Porque mi ropa ha desaparecido de aquí, y yo no puedo ir desnudo a casa.
- ¿Ah, sí? ¿Y yo tengo que quedarme desnuda en mi nido? No, no; todo lo que quieras; ¡pero mi vestido tienes que devolvérmelo!
Entonces trepó Lu a lo alto del abeto. Allí se quitó el pardo abrigo de pieles, y la ardilla se deslizó dentro de él. Desnudo y temblando, se quedó sentado el chiquillo sobre la rama, sin saber qué hacer. Entonces habló la bondadosa ardilla:
- ¡Vete a mi casita! ¡Cierra la puerta, cuando venga la comadreja, o la pérfida ave de rapiña! Yo iré en busca de tu vestidito, ¡Cuando lo haya encontrado, ábreme entonces la puerta!
Lu se deslizó en el redondo nido de la ardilla, y ésta se plantó en tres saltos sobre el verde césped, junto a un mirlo negro. Éste picoteaba con su amarillo pico en el suelo, sin mirar a su alrededor.
- Mirlo - dijo la ardilla - ¿Has robado tú tal vez un vestidito de niño?
- ¿Robado? ¡Yo no soy ningún ladrón! ¡Haz el favor de marcharte, si no quieres que te saque los ojos con mi pico!
Entonces huyó de allí la bueno ardilla, llena de espanto.
En el corral encontró al pato.
- Patito contorneador ¿has visto tú acaso un vestidito de niño?
- ¿Un vestidito de niño? ¿Un vestidito de niño? ¿Y qué quieres tú que yo hiciera con un vestidito de niño?
- Lu lo ha perdido. No, dicho en confianza: un ladrón se lo ha robado.
Al oír esto graznó el pato tan fuerte como pudo. Al oírle todos los animales del corral se acercaron corriendo.
- Schnädergeck - dijo el pato -; ¡ayudadnos todos a buscar! ¡Al pequeño Lu, a quien ya conocéis todos vosotros, le han robado su vestido!.
El gallo cacareó fuerte, y las gallinas cloquearon, y todos batieron las alas en señal de que el suceso les afectaba profundamente. Como todos tenían en gran estima al pequeño Lu, ayudaron gustosos a buscar su vestidito. Delante de todos iba siempre la ardilla. Miraron atentamente por todos los rincones; pero ni en el patio ni en el jardín se veía ningún pantaloncito, ninguna blusita, ni tampoco ninguna camisita. Entonces gritaron todos:
- ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!
Delante de la ventana de la cocina dormía al sol el gato gris.
- ¿Os referís a mí? - gritó éste indignado -. Esto sí que no lo tolero yo.
Se irguió, juntó muy próximas sus cuatro patas, y arqueó el lomo.
- No, no - dijo la ardilla -. Al pequeño Lu, ya le conoces tú también, al pequeño Lu le han robado su vestido.
- ¿A mi Lu? ¿A mi Lulu? ¿A mi Lululu? ¿Quién es el ladrón? le voy a sacar los ojos.
- Le estamos buscando. ¡Ven con nosotros!
Entonces bajó el gato de un salto de la cornisa y marchó delante de todos, incluso de la ardilla. De repente, se quedó inmóvil.
- Se me ocurre una cosa. Pero, ¡procurad no hacer ruido!
Silenciosamente se deslizó el gato hasta la garita del perro. Fofo aguzó las orejas, después gruñó suavemente, y por último ladró con todas sus fuerzas.
- ¿Qué buscan aquí las gallinas? ¿Y qué se le ha perdido al gato gris? ¡Que se me acerque éste, si se atreve!
Pero Micifuz se acercó, y sus ojos brillaron de ira; pues, ¿sabéis lo que vio en el fondo de la garita del perro? ¡El vestido del niño! Todo estaba allí: los pantalones grises, la blusita azul, la camisita blanca.
- ¡Ladrón! - bufó el gato.
Fofo se preparó para la lucha. Estos vestidos no tenía que tocarlos nadie. Pertenecían a su joven señor, el querido Lu. El perro los había encontrado y recogido, y los llevaba vigilando toda una hora. Estaba dispuesto a defenderlos, aun cuando, además de las gallinas y del gato y de la ardilla, viniera también todo el establo; el vestido no lo daría mas que a su joven señor.
Pero los gatos son más inteligentes que los perros. Micifuz susurró al oído de la ardilla:
- ¡Cuando esté fuera el perro, coged vosotros el vestido!
Y Fofo salió en verdad de su casita; pues el gato bufaba y arqueaba el lomo, y encendía dos fuegos en sus ojos. Y esto era demasiado para Fofo.
- ¡Guau, guau! - gritó, y se lanzó sobre el gato, al que no podía sufrir.
Micifuz trepó al manzano más próximo, bufó hacia abajo, y Fofo ladró hacia arriba, mientras la ardilla se apoderaba de los pantaloncitos, la blusita y la camisita, y las llevaba arriba, hacia el redondo nido, donde esperaba Lu lleno de ansiedad.
Cuando regresó Fofo a su casita, y no encontró en ella los vestiditos, se tendió sobre el vientre, y aulló con aullidos que inspiraban lástima. No cesó de aullar hasta que apareció Lu. Al verle se levantó de un salto y ladró fuertemente, agitando gozoso la cola. Ahora comprendió, de repente, la verdad de lo ocurrido y olvidó en su felicidad incluso su cólera contra Micifuz.
También Lu se sentía feliz; pues sus pantaloncitos estaban intactos. Al día siguiente no tendría ya que ir con desgarrones a la iglesia. Su madre no le castigaría.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El caballito blanco Hühü "cuento suizo"

La abuela tenía un banquillo blanco, como un escabel, para poner los pies.
Lo tenía en gran estima, y Hansli lo estimaba también: era su caballito blanco Hühü. Con él podía cabalgar alrededor de la mesa redonda, y, cuando la puerta de la habitación contigua estaba abierta, corría hasta delante de la cama de la madre y volvía. Con esto, sin embargo, Hühü tenía bastante. Detrás de la cómoda estaba su establo. Allí podía dormir el caballito y comer avena, tanto como quisiera.
Un día estaba Hansli completamente solo en casa, mientras su madre y su abuela se hallaban en la lavandería. Sólo el caballito blanco Hühü estaba todavía arriba. Entonces sucedió que el caballito empezó a relinchar y a hollar con la pata.
- ¿Quieres salir fuera? - preguntó Hansli.
El caballito blanco sacudió la melena y bailó sobre las cuatro patas. Sí, sí: el caballito blanco quería salir.
Hansli montó sobre él, y -hop-hop- atravesó el portal, y bajó los escalones, hasta el pequeño jardín delantero. El viento soplaba allí en los cabellos de Hansli, y las hojas secas jugaban al escondite en la calle.
- ¿Quieres salir fuera? - preguntó Hansli.
El caballito relinchó más fuerte. Sí: quería salir. Así cabalgó Hansli por la ancha calle hasta llegar al pequeño parque, a través del cual fluía el alegre arroyuelo del jardín zoológico.
- ¡Ah! Tú tienes sed y quieres beber agua - dijo Hansli a su caballito -. ¡Pero cuidado no resbales¡ - gritó, insistiendo mientras Hühü descendía la empinada pendiente.
Pero ya era inútil la advertencia: Hansli estaba de cabeza en el agua, y Hühü se alejaba nadando por el arroyo. El caballito blanco, en vez de relinchar, daba vueltas y más vueltas sobre el agua; finalmente, se colocó sobre sus espaldas y elevó las cuatro patas al aire.
- ¡Hühü! ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi caballito blanco! - exclamaba Hansli.
Afortunadamente, en el parque había, mujeres y niños pequeños. Los niños pequeños rieron, y las mujeres, compasivas, sacaron a Hansli del agua. Entretanto el caballito blanco se hallaba ya lejos, muy lejos. Había llegado ya a la ciudad, y nadaba por entre las casas. Un poco más de navegación, y estaba ya en el grande y verde Rin. ¡Esto si que era una lástima!
Calado hasta los huesos, llegó Hansli a la lavandería. Lloraba que daba lástima, y, como de vez en cuando tosiera también, le metió su madre deprisa en la cama.
La abuela le dio el té a cucharaditas y le limpió las lágrimas, y tuvo que contarle una y otra vez, a diario, a dónde había ido a parar nadando el caballito blanco. Le contó que, finalmente, llegó hasta el lejano país de los indios. Los hijos de éstos le montaron por la selva virgen, y le veían corretear los monos que se hallaban subidos a los árboles. Un gran mono cogió una banana y se la arrojó al caballito blanco Hühü justamente en mitad del hocico abierto.
Entonces pudo reír de nuevo Hansli, ante las aventuras del caballito blanco.

martes, 8 de noviembre de 2011

El patín de ruedas "cuento suizo"

Si se te ha metido algo en la cabeza, puedes empezar a sacártelo - le dijo una pobre viuda a su hijita.
En efecto, a la niña se le había antojado tener patines, y era imposible apartarle de esta idea.
- Zapatos nuevos necesitarías tú - le dijo la madre -, y yo también. ¡Fíjate!
Su madre levantó el pie izquierdo. El aire entraba por donde hubiera debido estar la suela.
- Pues yo quiero tener patines, y los tendré - se obstinó la chiquilla -. ¡los tendré, los tendré, y los tendré!
¡Oh!, ¡la muchacha hubiera seguido aún diciendo una y otra vez: "¡los tendré, los tendré!", pero la madre puso fin a la discusión con un bofetón y añadió:
- Pero yo no los tengo.
Y, diciendo esto, cogió la canasta de lavar y se dirigió a casa de una de sus clientes. La muchacha la siguió con la mirada. Contempló los agujeros de sus zapatos, completamente rotos, y murmuró: "Mi madre tiene razón. Pero yo he de tener unos patines, de lo contrario, no estaré tranquila".
Inmediatamente empezó a barrer, ligera, la habitación. La escoba se deslizaba por todos los rincones, y el polvo se arremolinaba hacia fuera, por la puerta. La muchacha sabía hacer las cosas bien. Presta como un relámpago, lo iba limpiando y arreglando todo. Y, mientras trabajaba, iba cantando: "¡Rueda, rueda, rueda!", y sus pensamientos vagaban de nuevo con los patines.
De pronto, tropezó la escoba con un cuerpo duro, que sonó alegremente y se movió rodando. La muchacha se inclinó ligera y levantó un patín del suelo.
No se asombró mucho por ello. Preguntó solamente al pequeño patín:
- ¿Dónde está tu compañero?
- Estoy solo. Me he escapado. Me he disgustado con mi compañero, y nunca más regresaré a su lado.
- ¿Por qué os habéis peleado?
- Porque no quiso reconocer que yo soy más listo que él.
- Quiero creerlo, patincito; ¡pero primero demuéstrame tu listeza!
- ¡Sube, y sabrás quién soy yo! Yo no necesito al otro. Yo puedo correr solo. Di ¡hopp!, y echaré a correr, sin que me des impulso, y no me pararé hasta que tú digas ¡stop!
- ¡Maravilloso! - exclamó la muchacha. Lanzó la escoba a un lado, puso el pie derecho sobre el patín y se sujetó presurosa las correas.
- ¡Hopp! - gritó alegremente.
Entonces echó a rodar el zapato, de forma que la falda y el delantal revoloteaban al aire. El pie izquierdo oscilaba en el aire, y toda la gente se apartaba a un lado, para no verse atropellada. La chiquilla no podía oír ni ver nada. Las casas y los árboles pasaban volando por su lado. Un río, un lago, un valle, unas montañas..., todo venía y volvía al alejarse. Y el viento silbaba en sus oídos. El corazón de la muchacha gritaba de júbilo. Pero, finalmente, tuvo ya bastante de correr, y, además, sentía hambre.
- ¡Párate! - gritó; pero el patín seguía rodando -. ¡Alto! - gritó la chiquilla. En vano -. ¿Quieres detenerte, estúpido patín? - increpó furiosa.
Pero el patín seguía tranquilamente adelante; pues la muchacha había olvidado la palabra que le había señalado el patín para parar. No tenía más remedio que seguir corriendo, corriendo, sin cesar, sin poderse ya detener.
- ¡Ya te enseñaré yo quién manda aquí! - gritó la muchacha, indignada, y trató de agarrarse al cercado de un jardín, para detenerse. Pero no se hizo más que un rasguño en los dedos, al cogerse a una estaca, que quedó arrancada.
Entonces intentó agarrarse a un arbolillo; pero quedó arrancado de cuajo, con las raíces flotando como hierba. Y mientras el arbolillo yacía en el suelo, la muchacha seguía corriendo. Ahora se decidió a suplicar.
- ¡Querido patín! ¡Déjame descansar! Ya tengo bastante por hoy.
Pero el patín parecía no oír nada. Entonces comenzó a llorar a lágrima viva, y así entró en la gran ciudad.
En todas las ventanas ondeaban banderas. A ambos lados de la calle había mucha gente, que esperaba al rey. En aquel momento se acercó una carroza dorada, tirada por seis caballos blancos. El rey, sin embargo, era un hombre desgraciado que tenía los pies inválidos. Saludaba amablemente a todos lados, y podía comprender que su pueblo le amaba.
Cuando la muchacha se acercó gritando de manera salvaje, levantó el rey tranquilo la mano y dijo:
- ¡Stop!
En el mismo instante se detuvo el patín, y la muchacha respiró profundamente.
- ¡Gracias, señor rey! - gritó muy emocionada, y se inclinó ante la dorada carroza.
- ¿De dónde vienes tú, muchacha desconocida? - preguntó el rey.
- Yo he viajado sobre este patín a través de todo el país. Y hubiera tenido que correr tal vez por toda la eternidad, si vos, bondadoso señor rey, no hubierais pronunciado la palabra oportuna para detener al patín.
- ¿Qué palabra? - preguntó el rey, asombrado.
- ¡Stop! - dijo la muchacha.
Entonces sonrió el rey.
- ¡Sube, niña desconocida, con tu extraordinario patín! En mi palacio me lo explicarás todo.
Una vez hubo escuchado el rey la extraordinaria historia del patín, dijo a la niña:
- Ahora tienes que comer hasta hartarte. Luego podrás regresar de nuevo con el patín a tu casa.
- No - replicó la muchacha con gran terror -. Aun cuando hubiera de caminar siete semanas, iré a pie. De patines no quiero saber nada más en toda mi vida.
- Entonces te cambio el extraordinario patín por un par de buenos zapatos.
- ¡De todo corazón, señor rey! - exclamó la muchacha alegremente. Pero de repente vaciló: - Si me lo permitierais, desearía suplicar al señor rey que ese par de zapatos fueran para mi madre. Yo puedo ir muy bien descalza.
El rey hizo una señal a un criado. Éste trajo después de la comida un magnífico cofre en el que había zapatos de mujer y de niña, de piel fuerte y fina, e incluso había también zapatillas. Después que la muchacha lo hubo admirado y agradecido bastante, llevó el criado el cofre a una carroza. En ella fue conducida la muchacha a su casa.
La felicidad que experimentó la madre al tener de nuevo a su lado a su querida hija no se puede describir.
Pero también el rey era feliz. Cuando se hubo colocado el patín maravilloso, pudo correr con sus pies inválidos por si solo, sin ayuda de criados. No tenía más que decir ¡hopp!, y emprendía veloz carrera. No tenía más que decir ¡Stop!, y se detenía obediente el patín.
Cuando alguien no era fiel en el país, se presentaba de repente el rey allí, y el infiel tenía que avergonzarse. Pero, los que le servían con fidelidad podían alegrarse. El rey veía su fidelidad y procuraba en todo caso recompensarles.
Pronto reinó tal orden en el país, que todo el mundo habló de ello.
Entonces se olvidó el rey de sus pies inválidos y se sintió el hombre más feliz de toda la redondez de la tierra. ¡Gracias sean dadas al patín de ruedas!

viernes, 4 de noviembre de 2011

Pimentilla en la ratonera "cuento suizo"

Pimentilla era el decimotercer hijo de un pobre zapatero. Era el más pequeño de todos los hermanos.
Cuando los domingos se fatigaba demasiado durante el paseo y se quedaba rezagado, se lo metía el padre en su bota. Entonces podía mirar él hacia la caña de la bota y coger las briznas de hierba que le rozaban la naricita al pasar. ¡Tan pequeño era Pimentilla! Pero era también tan inteligente como sus hermanos mayores y tenía, además, muy buen corazón.
Un día le dijo a su padre:
- Padre, yo veo cómo tienes que matarte a trabajar por tus trece hijos. ¡Me das lástima! Déjame salir a mí a recorrer el mundo. Quiero también yo ganar algún dinero. Entonces lo pasarás tú mejor.
El padre rió de buena gana por esta ocurrencia y le dejó partir. Pensó para sí: "No llegará muy lejos; de modo que mi hijo mayor podrá alcanzarle por la noche y traerle de nuevo a casa". Pero el padre, al pensar así, contaba solamente con las cortas piernecitas de Pimentilla y no con su despejada cabeza.
En efecto, apenas estuvo Pimentilla en la carretera, pasó corriendo desde el campo un bonito ratón por su lado.
- ¡Alto! - gritó -. ¿Quieres ser tú mi caballo? Te llamaré mi corcel gris.
Esto lisonjeó enormemente al ratón. Dejó que montara Pimentilla sobre él, y así emprendieron el galope hacia el ancho mundo. Pero cuando se hizo de noche, sintieron los dos hambre.
- ¿Qué desearías comer tú? - preguntó Pimentilla.
- Lo mejor para mí sería un sabroso pedacito de grasa - dijo el ratón.
- Para mí también - dijo el pequeño jinete.
Se hallaban justamente a la sazón delante de la tienda de un panadero. Como la puerta estaba sólo entornada, penetraron resueltamente por ella. En la tienda había cosas maravillosas: pan, pasteles y todo género de dulces de azúcar.
- Pero grasa no se ve por ninguna parte - dijo Pimentilla tristemente.
- Sí - dijo el ratón -, yo la huelo.
Y comenzó a buscar por todos los rincones. De repente dio de narices con una ratonera.
- ¡Ah! - gritó -. ¡Aquí dentro hay grasa! Pero no me fío mucho de esto. Entra tú a verlo; tú eres más listo que yo.
Esto no se lo hizo repetir. Sin vacilar, Pimentilla se metió dentro de la trampa. Pero ¡clap!, sin saber cómo, se encontró de golpe prisionero. El ratón lloraba desconsolado.
- Ahórrate las lágrimas - dijo Pimentilla. - La grasa ya la tenemos. ¡Toma, come, y ponte a dormir! ¡Y gracias por el hermoso día! Sin ti no hubiera llegado yo tan lejos.
El ratón se consoló muy pronto, pues la grasa era de la mejor y, además, estaba asada. Cuando hubo comido, se deslizó tras un saco de harina y durmió toda la noche de un tirón.
Pimentilla paseó arriba y abajo por su inesperada cárcel y examinó cuidadosamente los barrotes.
- Cerrado, cerrado - dijo luego -; pero mañana será otro día.
Se tendió sobre la oreja izquierda y pronto quedó maravillosamente dormido. Y a poco soñó que era tan rico que podía arrojarle el oro a su padre a paletadas bien repletas.
Al día siguiente por la mañana entró el panadero en la tienda. Era un hombre muy gordo, con una barriga muy gruesa.
- ¡Buenos días, Barriguita! - gritó Pimentilla.
- Buenos días - dijo el panadero, mientras miraba asombrado por todos los rincones -. ¿Dónde estáis, buen, señor? - preguntó.
Entonces se oyó desde el rincón:
- En la ratonera.
El panadero se inclinó penosamente a causa de la barriga, cogió la trampa y la puso sobre la mesa. Pimentilla se inclinó ceremoniosamente y habló:
- ¿Queréis tener la bondad de abrirme la puerta?
- ¿Cómo has entrado tú aquí? - preguntó el panadero.
- He pasado la noche en esta habitacioncilla, porque no quería daros ninguna molestia. Me llamo Pimentilla y estoy a vuestras órdenes.
Entonces se echó a reír el panadero de tan buena gana, que empezó a agitarse toda su barriga. Abrió la ratonera, salió afuera Pimentilla. Al verse libre, silbó a su "caballo gris, que acudió enseguida.
- Este es mi caballo - dijo con orgullo.
Subió a él de un salto y dio así una vuelta por encima de la mesa. Entonces rió el panadero más fuerte aún, de manera que su barriga se estremeció como si fuera a estallar, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Finalmente gritó:
- ¡Párate, pequeño jinete! Que voy a reventar de risa.
Y tuvo que sostenerse la barriguita con ambas manos.
- Así, pues, ¡adiós! - dijo Pimentilla -. ¡Muchas gracias por el alojamiento de esta noche! No tomo a mal que mi persona y mi caballo gris os hayan hecho reír tanto.
Pimentilla se quitó la gorra y saludó con ella. Pero cuando el ratón y su jinete iban a deslizarse por la rendija de la puerta, gritó el panadero.
- ¡Alto! ¿Tanta prisa tienes? Espérate, no te vayas, muchacho.
- Sí, he de buscarme un empleo, donde pueda ganar algún dinero.
- Entonces quédate aquí - rogó el panadero, poniendo cara muy seria -. A ti precisamente puedo emplearte yo, y te necesito más que a todos mis empleados. Sí, ¡mírame bien! Soy un pobre hombre, aun cuando mi horno me dé más de lo que necesito. ¿De qué me sirve el dinero si pronto habrá de hacerme el carpintero mi última casita? Esta obesidad me va a matar. ¿Y sabes tú lo que dice el médico? "Con vos no hay solución, si no tenéis quien os haga reír tres horas al día, pero de tal manera, que os sacuda todo el cuerpo." Esto me lo dijo hace siete semanas, y desde entonces estoy cada día más gordo. Pues bien; puedo asegurarte que no ha habido nada que me pareciera tan divertido como tu paseo de hoy sobre el ratón. ¡Quédate aquí! Y si tú me salvas la vida, no podrás quejarte de la recompensa que te daré.
- Bien - dijo Pimentilla -, me quedo. Pero es condición indispensable que mi "caballo gris" ha de ser alimentado cada día con sabrosa grasa. Un poco asada es como más le gusta. Y yo comeré de lo que se sirva en vuestra mesa.
- Convenido - dijo el panadero. Y Pimentilla se quedó a servirle.
A partir de este momento se llenó de alegría todo la casa, e incluso toda la aldea. Una vez había cocido el panadero sus panes, llamaba, para divertirse, a Pimentilla... Éste venia montado sobre su "caballo gris" como un jinete de circo, y saltaba sobre sillas, mesas y troncos. Y mientras el panadero reía a más no poder, se le subía por las piernas de los pantalones y miraba - una, dos, tres - por el bolsillo de su chaleco.
Pimentilla había aprendido también a dar volteretas. Pero lo más divertido de todo era la narración que hacía el diminuto hombrecillo recordando la vida en su casa, los paseos en la bota de su padre, las bromas de los aprendices de zapatero que él había sorprendido, oculto, dentro de una zapatilla, la promesa hecha a su padre de llevarle algún día una gran suma de dinero, el viaje, en fin, que había hecho montado sobre el ratón.
Entonces podía reír a gusto el panadero, de modo que no había que pensar en parar hasta tres horas después. Se agitaba, y estremecía que daba gusto. La barriga no cesaba de sacudirse arriba y abajo, y esto era lo bueno.
Cuando hubieron pasado siete semanas, el panadero había reído toda su grasa. Estaba tan delgado y se sentía tan joven, que también él empezó a saltar por encima de las mesas y las sillas.
- Tú me has curado y salvado de la muerte - dijo a Pimentilla -. Ahora puedes seguir tu camino cuando quieras. Aquí está tu recompensa.
Le ofreció cien florines y, para el ratón, toda una libra de grasa.
Pimentilla, lleno de gozo, saltó sobre su "caballo gris" y emprendió el camino de su casa. Apenas hubo llegado a ella, puso los cien florines delante de su padre y dijo:
- Tómalo, es dinero ganado honradamente.
¡Oh! ¡Qué ojos puso el buen hombre!... Nunca hubiera creído que su hijo, siendo tan poca cosa, fuera capaz de ganar tanto dinero. Pero cuando Pimentilla le explicó la historia del ratón y de la ratonera, se echó a reír, tan fuertemente como el panadero. Sólo que él no tenía ninguna barriguita de obesidad que pudiera agitársele de alegría y de satisfacción.

martes, 1 de noviembre de 2011

Un cuento de Halloween diferente

Hace mucho tiempo, la mayoría de los monstruos eran seres simpáticos y golosos, tontorrones y peludos que vivían felizmente en su monstruoso mundo. Hablaban y jugaban con los niños y les contaban cuentos por las noches. Pero un día, algunos monstruos tuvieron una gran discusión por un caramelo, y uno se enfadó tanto que sus furiosos gritos hubieran asustado a cualquiera. Y entre todos los que quedaron terriblemente asustados, las letras más miedosas, como la L, la T y la D, salieron corriendo de aquel lugar. Como no dejaron de gritar, las demás letras también huyeron de allí, y cada vez se entendían menos las palabras de los monstruos. Finalmente, sólo se quedaron unas pocas letras valientes, como la G y la R , de forma que en el mundo de los monstruos no había forma de encontrar letras para conseguir decir algo distinto de " GRRR!!!", "AAAARG!!!" u "BUUUUH!!!". A partir de aquello, cada vez que iban a visitar a alguno de sus amigos los niños, terminaban asustándoles; y con el tiempo, se extendió la idea de que los monstruos eran seres terribles que sólo pensaban en comernos y asustarnos.

Un día, una niña que paseaba por el mundo de los monstruos buscando su pelota, encontró escondidas bajo unas hojas a todas las letras, que vivían allí dominadas por el miedo. La niña, muy procupada, decidió hacerse cargo de ellas y cuidarlas, y se las llevó a casa. Aquella era una niña especial, pues aún conservaba un amigo monstruo muy listo y simpático, que al ver que nada de lo que decía salía como quería, decidió hacerse pasar por mudo, así que nunca asustó a nadie y hablaba con la niña utilizando gestos. Cuando aquella noche fue a visitar a su amiga y encontró las letras, se alegró tanto que le pidió que se las dejara para poder hablar, y por primera vez la niña oyó la dulce voz del monstruo.

Juntos se propusieron recuperan las voces de los demás monstruos, y uno tras otro los fueron visitando a todos, dejándoles las letras para que pudieran volver a decir cosas agradables. Los monstruos, agradecidos, les entregaban las mejores golosinas que guardaban en sus casas, y así, finalmente, fueron a ver a aquel primer monstruo gruñón que organizó la discusión. Estaba ya muy viejecito, pero al ver las letras, dio un salto tan grande de alegría que casi se le saltan los huesos. Y mirando con ternura las asustadas letras, escogió las justas para decir "perdón". Debía llevar esperando años aquel momento, porque enseguida animó a todos a entrar en su casa, donde todo estaba preparado para grandísima fiesta, llena de monstruos, golosinas y caramelos. Como que las que se hacen en Halloween hoy día; qué coincidencia, ¿verdad?