domingo, 17 de octubre de 2010

La tortuga charlatana "Cuentos de la india"

Un soberano de la India muy amado de su pueblo, tenía un defecto enorme: era muy charlatán.
Su Gran Visir, hombre de gran sabiduría y discreción, estaba enormemente preocupado por el defecto del Rajá. Un día, mientras paseaba por los jardines del palacio, habló así:
- ¿Queréis que os cuente una historia, Majestad?
- Cuenta -replicó el soberano, que por rara casualidad aquel día no tenía muchas ganas de hablar.
- Hace muchos años -empezó el Visir,- vivía en un lago del Himalaya una tortuga. Dos patos silvestres que habían descendido a aquel lago para descansar un poco se hicieron amigos de la tortuga y le dijeron:
" - Amiga tortuga: el lugar donde nosotros vivimos, el Lago Hermoso, del Himalaya, es maravilloso, ¿Por qué no nos acompañas allí?
" - Pero ¿cómo podré llegar allí? -preguntó la tortuga.- Yo no puedo volar.
" - Te llevaremos nosotros -replicaron los patos.­ Pero has de conservar la boca cerrada y no hablar ni una sola vez.
" - ¡Oh, eso es muy sencillo!
" - Perfectamente, cógete con la boca a este palo, y nosotros sostendremos los extremos.
" Y diciendo esto, los dos patos cogieron con el pico un fuerte palo, de cuyo centro se colgó la tortuga.
" Volaron, volaron los dos patos, y de pronto unos campesinos que los vieron exclamaron:
" - ¡Dos patos llevan una tortuga colgada de un palo!
" Al oír esto la tortuga no pudo contenerse y fue a replicar:
" - Si mis amigos han escogido este sistema de transporte, ¿qué os importa a vosotros, míseros esclavos?
" Apenas había empezado a pronunciar estas palabras, perdió la presa que hacía en el palo, y cayó, cayó, hasta llegar al suelo, donde quedó completamente destrozada.
" En verdad os digo, Majestad, que aquellos que no saben contener la lengua, por muy grandes que sean sus cualidades, terminan todos como la tortuga del cuento."
El Rajá no contestó nada y continuó su paseo por los jardines; sin embargo, desde aquel día habló mucho menos y todo fue mejor en el reino.

viernes, 15 de octubre de 2010

El Harisarman "cuento de la India"

En cierto poblado vivía un Bracmán llamado Harisarman. Era pobre y tonto, lo cual le impedía conseguir un trabajo con el cual poder alimentar a sus numerosos hijos. Así, para conseguir algún sustento iba pidiendo limosna de casa en casa.
Un día llegó a una importante ciudad y quiso su suerte que entrase al servicio de un hombre muy rico, llamado Estuladata. Sus hijos guardaron los ganados del dueño, y su mujer cuidó de preparar las comidas. En cuanto a él, vivió cerca de la casa de su patrón y se ocupó del cuidado de sus propiedades.
Un día celebróse una gran fiesta en la casa, en ocasión del casamiento de una hija de Estuladata, a la misma asistieron todos los amigos del potentado. Harisarman tenía la confianza de poderse hinchar de cosas buenas; pero nadie en la casa se acordó de él ni de su familia.
Esto le molestó mucho, y aquella noche al acostarse, le dijo a su mujer:
- Es a causa de mi pobreza y estupidez que me tratan de esta manera. Voy a fingir que poseo un poder mágico, y así Estuladata me respetará. En cuanto se te presente una ocasión, dile que tengo poderes mágicos.
Reflexionando sobre esto, pasó gran parte de la noche, y al fin, cercana ya el alba, levantóse de la cama y cogió el caballo del cuñado de Estuladata y lo escondió a cierta distancia de la casa.
A la mañana siguiente, los amigos del novio no pudieron encontrar el caballo por más que buscaron, y mientras Estuladata ordenaba a sus criados que buscaran en todas direcciones hasta encontrar el caballo y el ladrón, la mujer de Harisarman fue a verle, diciéndole:
- Mi marido está muy versado en la Astrología y en las ciencias mágicas. Estoy segura de que podría devolveros el caballo. ¿Por qué no vais a interrogarle?
Al oír esto, Estuladata mandó llamar a Harisarman, quien dijo:
- Ayer fui olvidado, pero ahora que han robado el caballo os acordáis de mí.
- Me olvidé de ti, perdóname -dijo humildemente Estuladata.- Te pido por favor que me digas quién ha robado el caballo de mi yerno, y dónde está.
Harisarman asintió en silencio y marcó unas líneas en el suelo, donde se sentó a reflexionar. Al cabo de un rato de permanecer sumido en fingidas meditaciones, dijo:
- El caballo ha sido dejado por los ladrones en el bosquecillo que hay a una legua de aquí. Lo han colocado allí para trasladarlo a otro lugar en cuanto anochezca.
Al escuchar estas palabras, los criados de Estuladata se dirigieron al sitio indicado y regresaron con el caballo, alabando grandemente la sabiduría de Harisarman, a quien calificaron de sabio y le concedieron infinidad de honores.
Pasó el tiempo y llegó un día en que del palacio del Rajá se llevaron gran cantidad de joyas de oro y plata. Como no se pudo encontrar el ladrón, el Rajá mandó llamar a Harisarman, cuyo conocimiento de los ciencias ocultas era conocido en toda la población.
- Mañana os contestaré a vuestra pregunta -dijo Harisarman al verse ante el soberano.
Su único deseo era ganar tiempo, en la esperanza de que sucediera algún milagro.
El Rajá ordenó que le prepararan una habitación en el palacio y Harisarman se trasladó a ella, lleno de pesar por haber pretendido conocer lo que ignoraba.
Una de las sirvientas del palacio, llamada Lenua, era quien, con ayuda de su hermano, había robado las joyas. Alarmada por la presencia de Harisarman, fue a medianoche a escuchar por la cerradura de la habitación del falso mago. Este se hallaba en aquellos momentos maldiciendo su lengua, con la que había formulado la mentira de que era práctico en las ciencias mágicas.
- ¿Qué has hecho, lengua, qué has hecho? ¡Malvada, pronto recibirás por entero el castigo que te mereces!
Lenua, que oyó estas palabras, creyó que Harisarman decía Lenua en vez de lengua, y loca de terror por haber sido descubierta, entró en la estancia y postrándose ante el sabio mago, le dijo con voz entrecortada:
- Bracmán, yo soy Lenua a quien habéis descubierto. Soy la ladrona del tesoro, que escondí en el jardín de palacio, debajo de un granado. Os pido por favor que no me descubráis y aceptéis la pequeña cantidad de oro que tengo.
Al oír esto Harisarman replicó vivamente:
- Retírate; sé todo lo que me dices; conozco el presente, pasado y futuro; pero no te denunciaré, porque eres una miserable criatura que ha implorado mi protección. Sin embargo, es necesario que me entregues todo el oro que tienes en tu poder.
La criada aceptó muy agradecida y se retiró de la habitación, dejando a Harisarman grandemente asombrado.
- El Destino es inquebrantable -se dijo.- Está decidido que yo sea un sabio mago y a pesar de haber estado a dos pasos de la muerte, he salido bien librado. Mientras maldecía mi lengua, la ladrona Lenua se ha arrojado a mis pies, suplicándome que no la descubra. ¡Cuántos delitos hace descubrir el miedo!
Con estos pensamientos, Harisarman pasó alegremente la noche, y cuando al llegar la mañana fue conducido ante el Rajá hizo unos cuantos movimientos extraños y al fin declaró haber descubierto que lo robado se encontraba en el jardín, debajo del único granado que en él había. Declaró también que el ladrón había huido con parte de lo robado.
Tanta admiración produjo al soberano la sabiduría de Harisarman, que le entregó en soberanía, diversos pueblos del reino.
Pero un ministro llamado Devajnanin susurró al oído del Rajá:
- ¿Cómo es posible que un simple Bracmán posea un poder mágico que sólo se obtiene después de muchos años de estudios? Tened la seguridad de que ese hombre está de acuerdo con los ladrones y todo lo que ha hecho ha sido valerse de los informes que le han dado. Antes de entregarle esos pueblos, será mejor que lo pongáis de nuevo a prueba.
El Rajá quedó convencido por las cuerdas palabras de su ministro, y cogiendo una taza de porcelana la llenó de agua, metiendo en ella una cría de ranas. La cubrió luego con un paño y se la presentó a Harisarman, pidiéndole dijese lo que había allí dentro.
Al oír esto, el Bracmán cerró los ojos, pensando que había llegado su última hora, y recordando lo que le decía su padre cuando hacía algo malo, murmuró:
- ¡Dónde te has metido, renacuajo!
El Rajá y los cortesanos prorrumpieron en aplausos al oír estas palabras del Bracmán, ya que en un momento había adivinado el contenido de la taza. El soberano añadió otros pueblos a los que ya le había donado, además, un saco de rupias y una hermosa sombrilla.
Y así, gracias a la costumbre de su padre de llamarle renacuajo, Harisarman se convirtió en uno de los hombres más ricos de la India.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El anillo encantado "cuento de la india"

Un mercader entregó trescientas rupias a un hijo suyo y le dijo que se trasladara a otro país y probara allí fortuna en el comercio.
El hijo obedeció y a las pocas horas de haberse puesto en camino, llegó junto a un grupo de hombres que se peleaban por un perro que uno de ellos quería matar.
- Por favor, no maten al perro -dijo el joven.- Les daré cien rupias por él.
La oferta fue aceptada enseguida y el alocado joven recibió el perro, con el cual continuó su camino. Poco después tropezó con unos hombres que se disponían a matar un gato.
- No lo maten -les pidió.- Les daré cien rupias por él.
El cambio fue aceptado enseguida y el joven recibió el gato a cambio de su oro. Siguió adelante con los dos animales hasta llegar a un grupo de personas que se preparaban para matar a una serpiente.
- No maten a esa serpiente -suplicó el hijo de¡ comerciante.- Les daré cien rupias por ella.
Desde fuego, los campesinos no se hicieron repetir la oferta, y el joven se vio dueño de tres animales, con los cuales no sabía qué hacer. Como no le quedaba ni un céntimo, resolvió volver a casa de su padre, quien al ver cómo había gastado su hijo el dinero que le entregara, exclamó:
- ¡Loco, más que loco! Ve a vivir a un establo para que te arrepientas de lo que has hecho. Nunca más entrarás en mi casa.
El joven lo hizo así. Su lecho era la hierba cortada para el ganado y sus compañeros eran el perro, el gato y la serpiente, que tan caros había comprado. Los tres animales le querían con locura y no se apartaban de él ni un segundo. De noche dormían el perro a su cabeza, el gato a sus pies y la serpiente sobre su pecho.
Un día la serpiente dijo a su amo:
- Soy la hija del Rey de las serpientes. Un día que salí de la tierra a respirar el aire puro, fui cogida por aquellos hombres que querían matarme, y tú me salvaste. No sé cómo podré pagarte tu bondad. ¡Ojalá conocieras a mi padre; tendría una gran alegría en conocer al salvador de su hija!
- ¿Dónde vive? -preguntó el hijo del mercader.­ Me gustaría verle.
- Podríamos ir los dos -replicó la serpiente.- En el fondo de la montaña que se ve allá a lo lejos, hay un pozo sagrado. Saltando dentro de él, se llega al país de mi padre. ¡Si vamos se pondrá muy contento y te premiará!... -La serpiente pareció reflexionar un instante.- Pero, ¿cómo te premiará? -preguntó.­ ¡Ah, sí! Óyeme bien. Si te pregunta qué deseas como premio por haberme salvado, dile que quisieras el anillo mágico y el famoso tazón y la cuchara encantados. Con esas dos cosas no necesitarías nunca nada, pues el anillo tiene una propiedad tal, que con sólo pedírselo entrega enseguida una hermosa casa amueblada con todo el lujo posible; y el tazón y la cuchara con tanta comida como se desee.
Acompañado por sus tres amigos, el joven fue al pozo y se dispuso a saltar dentro.
Al ver lo que iba a hacer, el perro y el gato le dijeron:
- ¿Qué vamos a hacer sin ti? ¿Dónde iremos? -Esperadme aquí. No voy lejos, y por lo tanto, no tardaré.- Y al decir esto, el joven saltó al agua y desapareció de la vista de los dos animalitos.
- ¿Qué haremos? -preguntó el perro.
- Quedémonos aquí -replicó el gato.- Debemos obedecer a nuestro amo. No te preocupes por la comida, pues yo iré al pueblo y traeré cuanta podamos necesitar.
Y así lo hizo, y durante el tiempo que tardó en volver su amo, a los dos animalitos no les faltó nada en absoluto.
El joven y la serpiente llegaron a su destino en completa salud y fueron despachados mensajeros que anunciaron al Rey su llegada. El soberano ordenó que su hija y el forastero aparecieran ante él. Pero la serpiente se negó, diciendo que no podía hacerlo hasta ser puesta en libertad por el forastero, cuya esclava era desde el momento en que la salvó de una muerte horrible.
Al oír esto, el Rey fue al encuentro de su hija y del joven, a quien saludó, ofreciéndole cuanto contenía el palacio. El hijo del comerciante agradeció las finezas del rey y pasó varios días en su compañía. Al marcharse lo hizo con el anillo mágico y el tazón encantado.
Cuando salió del pozo sintió una gran alegría al encontrar a su perro y a su gato, quienes le contaron sus aventuras y escucharon asombrados el relato de su amo. Juntos, los tres pasearon por la orilla de¡ río y al llegar a un paraje muy hermoso, el joven decidió comprobar la eficacia del anillo. Lo cogió fuertemente y le pidió una casa. Al momento apareció una maravillosa casita, con una no menos maravillosa princesa de cabellos de oro, dientes de perlas y labios de rubíes. El joven habló entonces al tazón e inmediatamente aparecieron fuentes de la más deliciosa comida.
Locamente enamorado de la princesa, el hijo del comerciante se casó con ella y durante varios años fueron muy felices. Sin embargo, un día, mientras la princesa se peinaba, metió algunos de los cabellos que le cayeron, en una cajita de nácar, que pensaba tirar al río. Dio la casualidad que esta cajita llegó a manos de un príncipe que vivía a muchas leguas de distancia, río abajo, quien curioso por ver lo que contenía, la abrió, quedando al momento enamorado de la mujer que tenía aquellos cabellos. No la había visto nunca, pero se imaginaba que debía de ser muy hermosa.
Loco de amor, el príncipe se encerró en sus habitaciones y no quiso salir de ellas para comer ni beber; tampoco quiso dormir, y el Rajá, su padre, intranquilo por lo que le ocurría, no supo qué hacer. Su mayor temor era que su hijo muriese, dejándole sin herederos. Al fin decidió pedir ayuda a su tía, que era una maga muy famosa.
La vieja consintió en ayudarle, asegurando que descubriría el motivo de la tristeza de su hijo. Cuando se enteró de lo que le ocurría al príncipe, se transformó en una abeja y después de husmear los cabellos de oro, se fue río arriba, siguiendo el rastro hasta llegar a la casa de la hermosísima princesa. Allí se transformó en una noble dama y se presentó a la princesa, diciendo:
- Soy tu tía; me marché de aquí cuando tú acababas de nacer, y por eso no me reconoces.
Después de esto, abrazó y besó a la hermosa joven, quien quedó convencida de que aquella mujer era en realidad su tía.
- Quedaos tantos días como queráis. Esta casa es vuestra y yo soy vuestra servidora.
La hechicera sonrió complacida, diciéndose:
"La he engañado. Pronto haré de ella lo que quiera."
Al cabo de tres días, empezó a hablar del anillo mágico, aconsejando a la princesa que se lo pidiera a su marido, ya que éste estaba siempre de caza y podría perderlo. La princesa siguió la indicación de la que ella creía su tía y pidió el anillo, que su marido le entregó al momento.
La hechicera aguardó un día más antes de pedir ver la maravillosa joya. Sin sospechar nada, la princesa se la entregó. La maga transformóse inmediatamente en abeja y con el anillo voló hasta el palacio del príncipe, a quien dijo:
- Levántate y no llores más. La mujer de quien te has enamorado aparecerá ante ti tan pronto como quieras -y al decir esto entregó el anillo que quitara a la princesa.
Loco de alegría, el príncipe cogió el anillo y le pidió que trajese ante él a la princesa. Sonó un trueno y la casa, con su bellísima ocupante, descendió en el jardín del palacio.
El joven entró en la casa y cayendo de rodillas ante la princesa de los cabellos de oro, le pidió que consintiese en ser su esposa. La princesa, viendo que no había ningún medio para huir, accedió a lo que se le pedía, poniendo, no obstante, la condición de que el príncipe aguardaría un mes.
Entretanto, el hijo del mercader que había vuelto de caza, quedó muy sorprendido y desesperado al ver que su casa y su mujer habían desaparecido. Ante él se extendía el terreno tal como lo viera antes de comprobar el poder del anillo mágico que le regaló el Rey de las serpientes.
Loco de dolor el joven se sentó a la orilla del río, decidido a aguardar allí la llegada de la muerte. El gato y el perro, que al ver desaparecer la casa se habían ocultado, se acercaron a su dueño y le dijeron:
- Tu dolor es grande, nuestro amo, pero si nos das un mes de tiempo te prometemos remediar el mal y rescataremos tu mujer y tu casa.
- Perfectamente, aceptó el príncipe.- Id y devolvedme a mi mujer. Si lo hacéis, seguiré viviendo.
El gato y el perro partieron a toda velocidad en dirección del sitio en que suponían estaba la casa, y al cabo de unos días de viaje, llegaron al palacio del Rajá.
- Espérame aquí fuera -dijo el gato al perro,- que yo entraré a ver si encuentro a la princesa. Como soy mucho más pequeño que tú, podré pasar inadvertido.
El perro asintió y el gato saltó la alta tapia que rodeaba los jardines del palacio y en pocos momentos llegó junto a la princesa de los cabellos de oro, quien al verle lo abrazó llorosa y le contó lo que había ocurrido, preguntando al terminar:
- ¿No hay modo de huir de las manos de estas gentes?
- Sí, -contestó el gato.- Decidme dónde está el anillo y con él os sacará de aquí.
- El anillo lo guarda la hechicera en el estómago.
- Perfectamente, esta noche mismo lo recuperaré, y una vez en nuestro poder seremos los dueños de la situación.
Después de saludar a su ama con una cortés reverencia, el gato bajó a los sótanos del palacio y cuando, hubo descubierto un nido de ratones, se tumbó junto a él, fingiendo estar muerto.
Casualmente, aquella noche se celebraba el casamiento del hijo del rey de los ratones con la hija de la reina de las ratitas, y por aquel agujero debía salir la comitiva. Cuando el gato vio la procesión de ratitas y ratones, puso en práctica el plan que había formado, y cogiendo al príncipe de los ratones lo agarró fuertemente sin hacer caso de sus protestas.
- ¡Por favor, suéltame, suéltame! -chilló el aterrorizado ratón.
- Por favor, soltadle, señor Gato -suplicó la comitiva.- Hoy es su noche de bodas.
- Si queréis que lo suelte es necesario que hagáis algo por mi -contestó el gato.
- ¿Qué queréis que hagamos? -preguntaron los ratones.
- Deseo que me traigáis el anillo que la hechicera tiene en el estómago. Si me lo traéis dejaré ir al príncipe; de lo contrario lo mataré.
- Yo os lo traeré -dijo un ratón blanco, que parecía más listo que sus compañeros. -Conozco el cuarto de la hechicera y además, la vi cuando se tragó el anillo.
El ratoncito blanco, corrió a la habitación de la maga, a la cual llegó por mil intrincados subterráneos, y después de asegurarse de que estaba dormida, saltó sobre la cama y metiendo la cola dentro de la boca de la anciana la hizo toser y expulsó el anillo, que rodó por el suelo, con alegre sonido.
Sin perder un segundo, el ratoncito galopó por los caminos subterráneos, hasta llegar al sitio donde aguardaba el gato, a quien entregó el anillo. El gato cumplió su promesa y dejó ir al príncipe de los ratones, que fue a reunirse con su novia, que le aguardaba sollozando junto con su madre.
El gato fue a reunirse con el perro y al llegar junto a él le dijo que ya tenía el anillo.
- Entonces -replicó el perro,- lo mejor será que te montes en mi lomo, pues yo corro mucho más que tú y así llegaremos antes al sitio donde nos espera nuestro amo.
Tres días corrió sin descansar el perro, y al fin, jadeando fuertemente, se dejó caer a los pies de su amo, a quien el gato entregó el anillo, cuyo mágico poder devolvió junto a su esposo a la princesa de los cabellos de oro.
El matrimonio fue muy feliz, y nunca más volvió a separarse. En su casa, los visitantes ven un gato y un perro muy viejos y casi ciegos, a los cuales los esposos tratan con mucho cariño. A veces también acude a la casa una enorme serpiente que lleva una corona de diamantes en la cabeza. Y en tales ocasiones, las risas de felicidad suenan muy fuertes y prolongadas.

lunes, 11 de octubre de 2010

El tigre, el bracmán y el chacal "cuento de la india"

Hubo una vez un tigre que cayó en una trampa. En vano trató de salir por entre los barrotes; tuvo que darse por vencido y lo proclamó con fuertes rugidos.
Por casualidad un bracmán pasaba por allí y al verle el tigre le dijo:
- Por favor, venerable santo, ayúdame a salir.
- De ninguna manera, amigo mío -replicó el bracmán.- Si lo hiciese me devorarías.
- No lo haré -aseguró el tigre.- Al contrario, te quedará eternamente agradecido y seré tu esclavo.
Tantas fueron las lágrimas que vertió el tigre, que el santo hombre se compadeció de su infortunio y consintió en abrir la trampa.
Libre, el tigre saltó sobre el bracmán, y le dijo:
- ¡Qué estúpido has sido! ¿Quién puede impedirme devorarte en un momento? He estado encerrado mucho tiempo y me muero de hambre.
En vano intentó el bracmán convencerle de lo injusto de su sentencia; la única cosa que logró fue que el juez se atuviera al juicio de las tres primeras cosas a quienes el bracmán interrogara. Si éstas decidían que la condena era injusta, el tigre no lo devoraría.
El bracmán interrogó primero a una acacia, pero el árbol le contestó fríamente:
- ¿De qué te quejas? ¿No doy yo sombra a los cansados pastores y sin embargo ellos arrancan mis ramas para alimentar el ganado? No llores; sé hombre.
El bracmán siguió su camino hasta encontrar un cebú que hacía girar una noria. Sin embargo, la respuesta que obtuvo no fue mejor que la anterior.
- ¡Eres un imbécil si confías en la gratitud! ¡Fíjate en mí! Mientras he dado leche me han alimentado a cuerpo de rey, pero ahora que ya no sirvo para ello, me atan a esta noria que terminará conmigo.
El bracmán reanudó la marcha por la carretera, a la cual preguntó su opinión acerca del caso.
- Lo encuentro muy natural, santo padre -replicó la carretera.- Lo que no encuentro natural es que vos, esperaseis otro pago. ¡Fijaos en mí! Soy útil a todos, ricos y pobres, grandes y pequeños, y ¿qué obtengo de ello? Que me abran profundos surcos en mi carne y me tiren los residuos de sus comidas.
El bracmán, abatido, apartóse del camino. En esto tropezó con un chacal que le preguntó:
- ¿Qué os ocurre, santo bracmán? Parecéis como un pez fuera del agua.
El bracmán explicó al chacal lo que le ocurría.
- ¡Qué historia tan enredada! -exclamó el chacal.- ¿Queréis repetírmela de nuevo, a fin de que me haga cargo de todo lo que ha pasado?
El bracmán repitió su historia, pero el chacal movió la cabeza indicando que no entendía aún.
- Es muy extraño -murmuró,- pero me da la impresión de que me entra por un oído y me sale por otro. Será mejor que vayamos al sitio donde ha ocurrido eso y así, tal vez, pueda entenderlo mejor.
Regresaron, pues, junto a la trampa en donde el tigre esperaba el regreso del bracmán.
- Has tardado mucho -le reconvino.- Pero en fin, te perdono. Dispónte a servirme de cena.
- Dadme unos minutos -pidió el bracmán.- Quisiera explicar al chacal cómo ha ocurrido la cosa. Es un poco duro de cabeza y no me ha entendido bien.
El tigre consintió en ello y el bracmán empezó de nuevo la historia, sin omitir detalle alguno.
- ¡Qué cabeza la mía! -dijo el chacal, apretándose las sienes.- Repetid otra vez ese cuento. Vos estabais en la trampa, y en esto aparece el tigre...
- ¡Idiota! exclamó el tigre.- Yo era quien estaba dentro de la trampa.
- ¡Sí, sí, claro, ya comprendo! Yo estaba dentro de la trampa y... -el chacal se apretó de nuevo las sienes.- ¡No, no era yo! ¡No sé cómo tengo el cerebro! El tigre había caído dentro del bracmán y llegó la jaula... ¡No, tampoco es esto!
- ¡Claro que no! -rugió el tigre, enfadado por la estupidez del chacal.- Te lo voy a explicar gráficamente, con detalles. Yo soy el tigre, ¿me entiendes?
- Sí, señor tigre.
- Este es el bracmán.
- Sí, señor tigre,
- Yo estaba dentro de la trampa. Yo, ¿entiendes?
- Sí... No... no le entiendo mucho, ¿podría...?
- ¿Qué? -aulló impaciente el tigre.
- ¿Podría explicarme cómo cayó en la trampa?
- ¿Cómo? Pues como se cae en una trampa.
- No, no, así no nos entenderemos. La cabeza vuelve a darme vueltas. ¿Cuál es la manera de caer dentro de una trampa?
Al oír esto el tigre agotó la paciencia y saltando dentro de la trampa gritó:
- ¡Esta! ¿Has entendido ahora cómo es?
- Perfectamente -sonrió el chacal, y cerrando diestramente la puerta, añadió:
- Con vuestro permiso, señor tigre, os diré que ahora las cosas quedan como antes y podréis reflexionar acerca de la conveniencia de cumplir la palabra que se da.

sábado, 9 de octubre de 2010

La Hermosa Laili "cuento de la India"

Érase una vez un Rajá llamado Dantal, poseedor de montones de rupias, soldados, caballos y elefantes. Tenía también un hijo llamado el príncipe Maxnun, que era un jovencito de dientes como perlas, mejillas sonrosados, cabello color de fuego, labios como rubíes, y cutis como la nieve que cubre las cimas del Himalaya.
Al príncipe le gustaba mucho jugar con Husain, el hijo del Visir, y se pasaban los dos las tardes en los jardines del Palacio, que estaban llenos de árboles y flores. Con sus cuchillos de oro, los dos niños mondaban los frutos y se los comían. También iban los dos a estudiar a las órdenes del profesor que el Rajá había tomado para su hijo.
Un día, cuando los dos muchachos se hubieron convertido en hombres, el príncipe dijo a su padre:
- Husain y yo quisiéramos ir de caza.
El soberano no opuso el menor inconveniente, y los dos jóvenes mandaron preparar sus caballos y arreos de caza. El lugar que escogieron para cazar fue la región de Falana, más no obstante pasar el día entero en ella, sólo encontraron chacales y pájaros pequeños.
El Rajá de la región de Falana, se llamaba Munsuk, y tenía una hija de peregrina belleza, la princesa Laili. Esta princesa recibió una noche la visita de un ángel que le envió Kuda con la orden de que debía casarse con el príncipe Maxnun. Al despertarse, la princesa contó a sus padres la visión del ángel, pero el Rajá no prestó atención.
Desde aquella noche, Laili no dejaba de pronunciar el nombre del esposo que Kuda le destinaba.
- Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
Hasta durante las comidas pronunciaba el nombre del Príncipe. Y a tal extremo llegó, que su padre, irritado, le preguntó un día.
- Pero ¿quién es ese Maxnun? ¿Quién ha oído hablar de él?
- Es el hombre con quien Kuda me ha ordenado que me case.
Pasaron los días y Maxnun y Husain llegaron a la región de Falana. La hermosa Laili, que había salido a respirar el puro aire del campo, y por casualidad encontróse detrás de los cazadores, iba murmurando como de costumbre:
- Quiero casarme con Maxnun; Maxnun, Maxnun. El príncipe oyó su nombre, y volviéndose preguntó:
- ¿Quién me llama?
Laili, le miró fijamente y al momento quedó locamente enamorada.
- Estoy segura de que ese es el príncipe Maxnun con quien tengo que casarme.
Sin esperar más, corrió a Palacio y le dijo a su padre que deseaba casarse con el príncipe Maxnun que había llegado al país.
- Muy bien -replicó el padre,- te casarás con él. Mañana le pediremos que acceda a ser tu esposo.
La princesa consintió en esperar, aunque estaba muy impaciente. Pero ocurrió que el príncipe y su amigo abandonaron aquella misma noche el reino de Falana, y cuando se enteró de ello la princesa, creyó enloquecer de dolor. Sin hacer caso de sus padres ni de sus servidores, corrió a la selva y se fue alejando, murmurando mientras caminaba:
- Maxnun, Maxnun; ¿dónde estáis?
Y así caminó durante doce años.
Al cabo de este tiempo encontró un faquir (en realidad era un ángel, pero la princesa lo ignoraba), que le preguntó:
- ¿Por qué vas diciendo "Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun"?
- Soy la hija del Rajá de Falana, y quiero encontrar al príncipe Maxnun. Dime dónde está su reino.
- No creo que jamás consigas llegar allí -replicó el faquir.- Ese reino está muy lejos y tendrás que cruzar infinidad de ríos.
Laili replicó que no le importaba, que su único deseo era llegar junto al príncipe Maxnun.
- Está bien -replicó el faquir. Cuando llegues al río Bagirati encontrarais un enorme pez que se llamo Roú. Pídele que te lleve al país del príncipe Maxnun.
La princesa llegó al río Bagirati y vio en efecto un enorme pez que se llamaba Roú. En aquel momento estaba bostezando y, sin vacilar un momento, Laili se lanzó dentro del cuerpo del pez. Mientras hacía esto iba murmurando:
- Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
Al oír dentro de su estómago estas palabras, Roú llevóse un susto enorme, y queriendo huir de la extraña cosa, metióse dentro del río y nadó, nadó, durante doce años hasta que ya no pudo más, que fue al llegar al reino de Falana.
Un chacal que tomaba el sol junto al río quedó muy asombrado al oír al pez gritar:
- Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
- ¿Qué te ocurre, Roú? -preguntó.
- No lo sé -replicó con lágrimas en los ojos el pez.- Tengo algo dentro de mi cuerpo que me hace hablar como los humanos. ¿Quieres decirme qué es?
- Tendré que meterme dentro de tu cuerpo, pues desde fuera no puedo verlo.
- Métete -contestó Roú.- Quiero verme libre de una vez de esta molestia.
El pez abrió la boca todo lo que pudo, y el chacal metióse dentro de él. A los pocos minutos salió asustado, diciendo:
- Roú, tienes una bruja dentro del cuerpo. Me marcho porque tengo miedo de que me coma.
Tras el chacal llegó una enorme serpiente, que se detuvo ante el pez, al oírte decir:
- Maxnun, Maxnun; quiero casarme con Maxnun.
- ¿Qué significan esas voces? -preguntó.
- Por favor -suplicó Roú,- dime qué es lo que tengo dentro del estómago.
- Abre la boca y me meteré hasta tu estómago, y así descubriré este misterio.
El pez abrió de nuevo la boca, y la serpiente se deslizó hasta su estómago, de donde salió al momento, diciendo asustada:
- En el estómago tienes una bruja terrible, y si no la sacas pronto de tu cuerpo, acabará devorándote.
- Pero, ¿cómo me desharé de ella? -contestó muy triste el pez.
- Hay un medio. Si quieres te abriré el vientre con un cuchillo y te sacaré a la bruja.
- Pero si haces eso me matarás.
- No lo creas, porque luego te daré una medicina y quedarás igual que antes.
Convencido por estas palabras, Roú consintió en que le abriesen el vientre, y la serpiente, armada de un cuchillo muy afilado, hizo un largo corte, por el cual salió Laili.
La princesa era ya muy vieja. Doce años había pasado en la selva virgen, y otros doce en el estómago de Roú; no era ya una belleza, y le faltaban todos los dientes.
La serpiente, entregó al pez una botella lleno de un líquido mágico, y tomando sobre sus lomos a la princesa, la condujo al palacio del Rajá Maxnun.
Unos soldados que le oyeron decir: "Maxnun; ¿dónde estás?", le preguntaron qué buscaba.
- Quiero ver al Rajá -contestó la princesa.
Los soldados avisaron al Rajá, diciéndole:
- Una vieja muy vieja, quiere veros, Majestad.
- Hacedla pasar y que exponga sus deseos -contestó el soberano.
Los soldados condujeron a Laili a presencia del Rajá, a quien dijo:
- He venido a casarme contigo. Hace veinticuatro años fuiste a cazar a las tierras de mi padre, el Rajá de Falana. Entonces quise casarme contigo, pero te marchaste antes de que pudiera decírtelo y desde entonces te he buscado por toda la India.
- Perfectamente -replicó el Rajá.- Nos casaremos cuando tú quieras.
- Antes es necesario que pidas a Kuda que nos vuelva otra vez jóvenes.
El soberano rogó a Kuda que devolviese la juventud que él y la princesa habían perdido, y Kuda, le susurró al oído:
- Toca las ropas de Laili y arderán. Cuando se apaguen las llamas, ella y tú seréis de nuevo jóvenes.
Así ocurrió y durante varias semanas el reino celebró grandes festejos en señal de alegría por el casamiento de su soberano con la hermosa princesa Laili.
Al cabo de un tiempo de casados, el Rajá y Laili se trasladaron al reino de Falana, a visitar a los padres de la princesa. Estos, habían llorado tanto la pérdida de su hija que estaban ciegos, pero Kuda, accediendo a los ruegos de Laili, les devolvió la vista.
Para celebrar este acontecimiento hubo numerosos festejos en el reino, y los esposos permanecieron allí durante tres años.
Transcurrido este tiempo se despidieron del Rajá Munsuk y regresaron al reino de Maxnun.
De cuando en cuando, los esposos solían a cazar, y un día el Rajá quiso entrar en una selva muy espesa.
- No entremos -le dijo Laili.- Tengo el presentimiento de que en esta selva puede ocurrirnos algo malo.
Maxnun se rió de los temores de su esposa y la hizo entrar en la selva. Kuda que les observaba desde el cielo se dijo:
- Me gustaría saber cuánto quiere Maxnun a Laili. ¿Se sentirá muy desolado si muriese? ¿Volvería a casarse? Voy a verlo.
Llamando a uno de sus ángeles le ordenó que descendiera a la selva adoptando la forma de un faquir. El ángel lo hizo así, y al llegar encima de la princesa, tiró unos polvos mágicos, y Laili cayó al suelo convertida en un montón de pavesas.
El Rajá Maxnun lloró copiosamente al ver a su amada Laili convertida en cenizas, y lanzando grandes sollozos regresó a su palacio, del cual no salió en muchos años.
Al fin, el dolor fue menguando, y de nuevo reanudó sus paseos con su amigo Husain. Los cortesanos le aconsejaron que volviera a casarse, pero el Rajá se negó.
- Mi esposa sólo será Laili -contestó firmemente.
- Pero ¿cómo puedes casarte con Laili, si está muerta? -le preguntó Husain.- Ella no puede volver a ti.
- Entonces no tendré otra esposa.
Al pronunciar el Rajá estas palabras, sonó un trueno y de un rosal próximo cayó una rosa al suelo. Una nubecilla de humo brotó de la flor, y al disiparse, apareció más bella que nunca la princesa Laili.
Maxnun se arrodilló ante ella y derramando abundantes lágrimas, le juró que nunca más dejaría de seguir su consejo.
Y cuentan las crónicas del país, que los dos soberanos reinaron más de cien años, sin que ninguno de ellos envejeciera nunca.
El día en que cumplía el siglo de su reinado, Maxnun y Laili, salieron al mirador de su palacio y en aquel momento sonó un trueno lejano y el cielo se oscureció unos segundos. Cuando volvió a hacerse la luz, los esposos habían desaparecido, y cuando los cortesanos salieron al mirador en su busca, vieron sorprendidos que de las losas de mármol habían brotado toda clase de rosas.
Y aunque jamás se regaron, aquellos rosales siguieron viviendo en el mármol y fuera verano o invierno, siempre tenían rosas.
Cuentan los palaciegos que cada vez que se cumple un nuevo centenario de la desaparición de los reyes, las rosas se agitan aunque no haga viento, y en el mirador se oye una voz femenina que dice:
- Maxnun, Maxnun.
Y una voz de hombre replica:
- Laili, Laili.

jueves, 7 de octubre de 2010

La cigüeña cruel y el cangrejo listo "cuento de la india"

En un espeso bosque había un pequeño estanque lleno de truchas. Como la estación era muy calurosa y el río que vertía sus aguas en el estanque muy poco caudaloso, pronto los peces se encontraron con que el lugar les resultaba bastante incómodo.
Una blanca cigüeña que les estaba observando se dijo:
- Es necesario que encuentre la manera de engordar a esos peces y convertirlos en mi comida.
Mientras buscaba la solución el problema, acercóse al estanque y se sentó a su orilla.
Al cabo de un rato, los peces, extrañados de verla allí, le preguntaron en qué pensaba.
- En vosotros -contestó el ave.
- ¿De veras? ¿Y qué es lo que piensas?
- Pues me decía que en este estanque hay muy poca agua y por lo tanto muy poca comida, por lo cual muchos de vosotros no tendréis apenas qué llevaros a la boca.
- Eso que dices es verdad -contestó un viejo barbo.- Pero ¿qué solución puede haber a un problema semejante?
- Hay una solución muy sencilla. Si queréis os llevaré a un estanque que hay cerca de aquí. Es un estanque muy profundo y está lleno de flores de loto. Puedo cogeros uno por uno, con el pico, y trasladaros a ese lugar.
- No estaría mal si fuese verdad, pero las cigüeñas tenéis la mala costumbre de comeros a los peces, y ya comprenderéis que no vamos a exponernos a perder la vida.
- Estáis muy equivocados; ni por un momento se me ha ocurrido comerme a ninguno de vosotros. Si queréis, puedo llevar a uno de vosotros a que vea el estanque tan hermoso que hay a pocos pasos de aquí. Si vuelve con vida será señal de que no quiero causaros daño alguno.
Estas palabras convencieron algo a los peces, quienes delegaron a uno de ellos para que hiciera el viaje en el pico de la cigüeña. Era una trucha vieja y tuerta, que había demostrado en mil ocasiones que era suficientemente capaz de salir por sí misma de cualquier apuro.
El ave cogió con todo cuidado a la trucha y la llevó a que viese el magnífico estanque. Después la devolvió con sus compañeras, a las cuales explicó que la cigüeña había dicho verdad al describir el estanque.
Los peces celebraron consejo y al fin decidieron trasladarse al otro estanque, y así se lo comunicaron a la cigüeña, quien emprendió el primer viaje con la trucha tuerta.
Al llegar junto al estanque, en vez de tirar la trucha al agua, el ave la mató de un picotazo y se la comió con gran apetito, tirando las espinas al pie de un árbol.
Cuando hubo terminado con la primera trucha, regresó al estanque diciendo:
- Ya he trasladado al primer pez, ahora trasladaré al segundo.
Y como había hecho con el primero, hizo con las demás truchas y barbos que fueron lo bastante tontos para dejarse engañar por ella.
Sin embargo, aún quedaba un cangrejo muy viejo, y al verle, la cigüeña se dijo que debería estar muy sabroso, tanta era su gordura.
- ¿No quieres reunirte con tus amigos, buen cangrejo? -preguntó con voz dulce la cigüeña.
- Ya quisiera, pero no veo la forma en que me podrás llevar.
- Te sostendré con el pico.
- No podrías, y quizá cayese por el camino.
- No tengas miedo -insistió el ave.- Te aseguro que te sostendré lo mejor que pueda.
El cangrejo reflexionó unos instantes.
- Esa cigüeña es incapaz de coger un pez con el pico y soltarlo en un estanque -se dijo.- Si me trasladase a otro sitio mejor, sería maravilloso, pero si fuera a parar a su estómago me causaría un profundo disgusto. Seguiré reflexionando.
Pasaron unos minutos, y la cigüeña empezó a impacientarse. Por fin el cangrejo asomó la cabeza fuera del agua y dijo:
- Bien, señora cigüeña, estoy dispuesto a que me trasladéis al estanque ese de que me habéis hablado. Sin embargo, utilizando el sistema que habéis empleado con los demás peces no conseguiríamos nada. Se me ha ocurrido un medio mejor. Con mis tenazas me agarraré a vuestro cuello y así, cuando lleguemos al estanque no tendré que hacer más que soltarme y caer al agua.
- Perfectamente -asintió la cigüeña. Y bajando la cabeza dejó que el cangrejo se le cogiese al cuello con sus fuertes tenazas.
Al llegar junto al estanque de los lotos, el cangrejo vio que la cigüeña no se dirigía hacia el agua, sino hacia el árbol junto al cual había devorado a los demás peces.
- ¡Eh, amiga! -llamó el cangrejo.- El estanque está en otro sitio. ¿Dónde me lleváis?
- ¿Por quién me habías tomado? -replicó furiosa la cigüeña.- ¿Crees acaso que soy tu esclava? Si te he traído aquí ha sido para comerte, lo mismo que he hecho con tus demás compañeros. Al pie de ese árbol tienes sus restos.
- Si mis compañeros fueron lo bastante tontos para dejarse devorar por vos, yo no lo soy. Al contrario, quien va a perecer sois vos, amiga cigüeña. Sin duda no os habéis dado cuenta de que estás en mi poder, y que sí bien yo moriré, vos seréis destruido antes que yo.
Y al decir esto apretó sus tenazas alrededor del cuello del ave.
Este sintió que le faltaba la respiración y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos. Vio la muerte muy cerca y como amaba la vida, tartamudeó:
- Os juro que no quería comeros, señor cangrejo. No me apretéis más el cuello y os prometo llevaros al estanque. ¡Os doy mi palabra de honor!
- Bien -asintió el cangrejo.- Si es así llévame al estanque de los lotos.
La cigüeña obedeció presurosa y depositó el cangrejo a la orilla del estanque. Pero el cangrejo, que había sido muy buen amigo de las truchas y los barbos del estanque, decidió vengarlos, y antes de que la cigüeña pudiera retirarse cerró con fuerza sus tenazas y le cortó la cabeza, que cayó dentro del agua.
Al ver esto, el genio que habitaba el sauce, junto al cual la cigüeña había devorado a las truchas, agitó sus hojas y murmuró al viento:
- El malvado nunca prospera en el ejercicio del mal y tarde o temprano acaba como la cigüeña, que se dejó engañar por el cangrejo.

martes, 5 de octubre de 2010

El violin magico "cuento de la India"

Éranse una vez siete hermanos y una hermana. Los hermanos estaban casados, pero sus esposas no cocinaban, ya que este trabajo quedaba reservado para la hermana. Por este motivo las esposas sentían una profunda antipatía por su cuñada y decidieron desposeerla de este privilegio, que todas ambicionaban.
- Ella no sale a trabajar a los campos como nosotras, -decía una- sino que permanece sentada en casa y mi siquiera tiene preparadas las comidas a tiempo.
Reunidas todas las cuñadas fueron a ver a un brujo que vivía cerca de su casa y le pidieron les librara de la odiada parienta. El brujo, que les estaba agradecido por unos favores que le habían hecho, prometió hacerlo, y así, al día siguiente, cuando la joven fue a buscar agua para la comida, un genio enviado por el brujo la empujó tirándola al río, donde se ahogó.
Pasó algún tiempo, y un día su espíritu reencarnó en un hermoso bambú que creció junto al río, en el mismo sitio donde ella se había ahogado. En pocos días alcanzó un tamaño enorme y un yogui que acertó a pasar por allí, lo vio y se dijo que con la madera podía hacerse un magnífico violín. Al día siguiente volvió al lugar con una afilada hacha y se dispuso a cortar el alto y grueso bambú.
En el momento en que se disponía a descargar el primer hachazo, una voz sonó dentro del bambú, diciendo:
- Por favor, no me cortes por la raíz, corta un poco más arriba.
Al disponerse a descargar un golpe en el sitio indicado, volvió a oír la voz del bambú que le decía:
- No, por ahí no cortes, corta por las raíces.
Cuando de nuevo el yogui iba a cortar el bambú por las raíces, el espíritu volvió a hablar:
- Corta más arriba.
Y así continuó hasta que el yogui se dio cuenta de que el espíritu aquel se estaba burlando de él y sin vacilar más, cortó el bambú por las raíces y llevándoselo, se hizo con él un violín, tan magnífico, que cuantos lo oían quedaban maravillados de su tono.
De cuando en cuando visitaba la casa de los hermanos de la ahogada, quienes siempre que oían la música de aquel violín no podían contener las lágrimas. El hermano mayor pidió varias veces al yogui que le vendiera el violín, ofreciéndole mantenerlo un año entero, pero el hombre, que conocía el inmenso valor de su violín, se negó a desprenderse de él.
Ocurrió que un día el yogui fue a visitar al jefe de un poblado y después de tocar unas piezas con el violín, pidió algo para comer.
El jefe del poblado le pidió le vendiera el violín, ofreciéndole por el mismo un elevado precio, pero el yogui se negó a venderlo replicando que el instrumento era su medio de vida.
Cuando el jefe vio que no podría adquirir el violín, decidió emborrachar al yogui, y para ello sirvió una excelente comida acompañada de los mejores vinos. Cuando hubo terminado de comer, el yogui estaba completamente borracho, y valiéndose de su estado, el jefe cambió su violín por otro viejo y malo.
Al volver en sí, el yogui se dio cuenta de que le habían cambiado el violín, y protestó airado, pero el jefe negó haberle robado el instrumento, y al fin tuvo que marcharse con el violín viejo.
El hijo del jefe del poblado había aprendido música y en sus manos el violín daba unas notas tan maravillosas que causaba la emoción de cuantos lo oían.
Cuando todos los habitantes de la casa estaban ausentes, ocupados en sus trabajos en los campos, el espíritu que habitaba dentro del violín, salía del mismo y preparaba la comida de la familia.
De momento, los dueños de la casa supusieron que alguna joven que estaba enamorada del hijo del jefe demostraba de aquella manera su amor, y no se molestaron en averiguar quién era, suponiendo que ella misma se presentaría cuando llegara la oportunidad.
Sin embargo, el hijo empezó a sentirse intrigado por aquella constancia y al fin decidió averiguar cuál era la muchacha que tanto se preocupaba por él. Para ello ocultóse detrás de un montón de leña y desde allí vio salir a la joven que habitaba dentro del violín. Con profundo asombro la vio peinarse y preparar la comida, y prendado de su belleza, salió de su escondite y la cogió entre sus brazos y trató de besarla.
- Vete, -exclamó ella.- Tú y yo no podemos casarnos, pues yo soy mitad espíritu y mitad humana.
- De ninguna manera -replicó el joven.- Tú serás de hoy en adelante mi esposa, porque al quererte yo, volverás a ser sólo humana.
Y así fue, y toda la familia se sintió muy feliz al ver a la mujer que el hijo del jefe tomaba por esposa.
Pasaron los años y en la casa reinaba la mayor alegría, pues la joven administraba a la perfección los bienes de su marido, y tanta fue su buena administración que cada día fueron más ricos y poderosos.
En cambio, los hermanos de ella eran cada día más pobres, y llegó un día en que tuvieron que acudir al jefe del poblado, pues ya ni siquiera podían comer.
La joven les reconoció enseguida, aunque ellos no supieron que era su hermana, y después de servirles excelentes viandas, les contó su historia, fingiendo que era la de una amiga suya. Los hermanos se avergonzaron de no haber procurado salvarla, y hasta el final de sus días se lamentaron de su mal proceder.
Y ésta fue toda la venganza de la joven del violín encantado.

domingo, 3 de octubre de 2010

El puchero roto "cuento de la india"

Vivía en cierto lugar un bracmán cuyo nombre era Savarakipana, que significa: nacido para ser pobre. Aquel día recibió una gran cantidad de arroz y cuando hubo terminado de cenar, aún le quedó para el día siguiente. Para que no se estropease lo guardó en un puchero que colgó de un clavo en la pared, encima de su cama.
Al acostarse, el bracmán no podía apartar el pensamiento del puchero de arroz.
- Si ahora reinase el hambre en el país -se dijo,­ de ese puchero de arroz sacaría lo menos cien rupias, con las cuales podría comprar una pareja de cabras, macho y hembra. Cada seis meses tendría cabritillas y, en unos años tendría un gran rebaño. Vendiendo las cabritillas, sacaría bastante dinero para comprar un buey y una vaca. Con el importe de los ternerillos que tuviesen, me compraría unos cebús. Con las crías de los cebús compraría una pareja de caballos, y con lo que me diesen por los potros sería pronto rico. En cuanto fuese rico me compraría una casa bien grande a la que iría a visitar el gobernador, quien, encantado de lo hermosa que sería, me concedería la mano de su hija, dotándola regiamente. Al poco tiempo de casados tendríamos un hijo que se llamaría Somasarman. Cuando fuese lo bastante grande para poderle columpiar sobre mis rodillas lo tomaría...
En aquel momento, el bracmán levantó una pierna y tiró el puchero, cuyo contenido cayó sobre él, quedando cubierto de arroz de pies a cabeza.
Así, a orillas del Sagrado Ganghes los sacerdotes dicen a sus fieles oyentes:
- Quien hace locos planes para el futuro, quedará cubierto de arroz como Savarakipana.

viernes, 1 de octubre de 2010

El Leon y la Cigüeña "Cuentos de la India"

Una vez, en el tiempo en que Brahama reinaba en Benarés, estaba un enorme y fiero león devorando su recién cazada presa, cuando se atragantó con un hueso. Irritósele la garganta de tal manera, que el pobre animal pasó varios días sin poder probar bocado. Y sufriendo terriblemente.
Una cigüeña, que le contemplaba desde un árbol, le preguntó una mañana, al ver cómo se retorcía de dolor:
- ¿Qué os pasa, amigo?
El león explicó con apagada voz el motivo de su sufrimiento.
- Yo podría libraros de ese hueso -dijo la cigüeña cuando el otro animal cesó de hablar,- pero no me atrevo a hacerlo por miedo a que me devoréis.
- No temas -contestó el león, que como rey de los animales hablaba de tú a todo el mundo.- No te devoraré. Te suplico que me libres enseguida del estorbo que tanto daño me hace y que no me deja comer.
- Confío en vuestra palabra. Echaos sobre la espalda y abrid bien la boca.
La fiera hizo lo que le indicaba la cigüeña. Entonces el ave, no queriendo ahorrarse ninguna seguridad, colocó un palo entre las dos imponentes mandíbulas para que el león no pudiese cerrar la boca; enseguida, metiéndole el largo pico hasta la garganta cogió el hueso y en un momento libró al animal de lo que le había hecho pasar tan malos ratos. Después, con la punta del pico, apartó el palo que impedía cerrar la boca al rey de la selva, y sin aguardar más, voló a posarse sobre una rama.
A los pocos días de esta escena, el león, ya del todo curado, estaba devorando un gran búfalo, cuando la cigüeña, que le contemplaba desde un árbol cercano, decidió sondearle. Así, recitó este primer verso;

Por el favor que yo os hice
Con la mejor voluntad
Dadme vos, Gran Majestad,
El premio que se merece.

La contestación del rey de los animales fue la siguiente:

Me pides tú la merced
Que la acción de mí merece.
¿No te parece estar viva
Merced más que suficiente?

A lo que la cigüeña replicó:

Vos no sois agradecido,
Mi señor, el rey León
Habéis dado ya al olvido
El favor que os hice yo.
Algún día os hallaréis
Otra vez en gran apuro,
Y entonces no tendréis
Ningún asilo seguro.

Y dicho esto, el ave voló lejos de la tierra.
Tiempo después, cuando el dios Buda contaba esta historia a sus discípulos, solía añadir:
- En aquella época el león era Devadata, el traidor, y la blanca cigüeña era yo mismo.

jueves, 30 de septiembre de 2010

La hija del Rey en busca de marido "cuento aleman"

Érase la hija de un Rey, que pasaba todo el día sentada en el terrero de palacio mirando a la lejanía. Espiaba de continuo a ver si venía en dirección al palacio algún caballero, jinete sobre un caballo enjaezado de oro y con casco de acero en la cabeza y relumbrante espada en el cinto.
Era que quería tener marido y no como quiera, sino que fuese un gallardo mozo; pero el caballero tal como ella lo anhelaba no venía.
Y como pasaban los días y las noches sin que lograse su deseo, la hija del Rey se entristeció y con la tardanza disminuyeron sus aspiraciones. Ahora ya se contentaría con un caballero menos gallardo, sin casco de acero, sin brillante espada y hasta sin jaeces de oro en el caballo. Por fin, la hija del Rey ya hubiera saludado y aceptado como marido al que llevase un simple gorro de paño en vez de casco de acero, puñal en el cinto en vez de espada y por cabalgadura un jaco descaecido y con telliz de madera en la grupa. Pero ni éste venía tampoco.
Aumentó pues, la tristeza de la hija del Rey a tal extremo, que bajó del terrero y partió al campo. En el camino encontróse con un individuo que andaba tarareando una alegre canción.
- Amigo - díjole ella - ¿querrías ser Rey y marido mío?
- Mil gracias - contestó negándose cortésmente; - me tocaría estar todo el santo día en palacio, con una pesada corona en la cabeza y un agobiante manto de armiño en las espaldas; y a mí lo que me seduce es andar libre y suelto por el ancho mundo.
Dicho esto, reanudó su divertido canto y apretó el paso. Poco después vio la hija del Rey un sastrecillo que estaba sentado a la puerta de su taller y cosía con gran ahínco.
- ¿Quieres ser mi marido y después Rey? - le preguntó.
El sastre contestó con voz temblona recorriendo todos los tonos de la escala y canturreó:

"La, la, la..., que a la guerra el Rey ha de ir sin remisión;
la, la, la..., que prefiero ser
costurero y remendón."

Salió de allí desengañada la hija del Rey, y al poco se tropezó con un viejo y sencillo fraile mendicante.
- ¿Podría conveniros, hermano - le preguntó, - ser mi esposo y luego Rey?
- ¿Yo Rey? - contestó desconcertado el monje. - ¿Qué te has creído de mí? No soy hombre para poner tributos y gabelas a los súbditos y quitar el dinero a la gente. Todos se volverían pobres y no tendrían qué dar a este viejo monje.
No caía el pobre en la cuenta de que si fuese Rey, ya no sería monje mendicante. Tan simple era.
Poco después encontró a un deshollinador.
- Tómame por mujer - rogóle - y pronto serás Rey.
- No debes estar bien de la cabeza - dijo sonriendo el deshollinador; - primero habría de lavarme... y me horroriza el pensarlo.
Y la dejó sin darle lugar a insistir.
Ante tales negativas, la tristeza de la hija del Rey subió de punto, y ella ya no sabía qué hacer para encontrar marido, y a pesar de esto, quería encontrarlo. Fue a la cuadra y vio en ella un novillo que estaba comiendo su pienso de oloroso heno:
- Querido novillo - dijo la hija del Rey - ¿tienes mujer?
Al animalito se le había atragantado casualmente una paja de heno y para sacudírsela movía la cabeza a uno y otro lado.
Creyó la hija del Rey que el novillo contestaba negativamente, y alegre y satisfecha, le echó les brazos al cuello y sonriendo le dijo:
- Tómome pues, por mujer, querido novillo; estarás muy bien conmigo y pronto serás rey.
Entonces el novillo dio un mugido que la hija del rey interpretó como que le tenía miedo, y corriendo se apartó de él. En la próxima cuadra vio un cordero blanco como la misma nieve, que le gustó mucho. Pero apenas le hubo hecho la consabida pregunta, el animal dio un balido "bee, bee": Ella creyó oír "ve, ve", y horrorizada abandonó la cuadra. Sentóse en el patio y lloró al ver que no podía hallar marido.
Vio entonces en una esquina un borriquillo royendo un cardo con tal afición, que parecía no preocuparle nada de lo que sucedía en el mundo, si no era aquel espinoso cardo.
A pesar de esto quiso la princesa probar fortuna por última vez. Acercósele cariñosa y halagadora y le dijo:
- Encantador asnillo, aunque tú no sabes lo que te conviene, tómame por esposa. A buen seguro que no te arrepentirás de ello. Te pondré muy guapo y te querré mucho y además no tardarás mucho en ser Rey.
El asno rebuznó bajando y alzando la cabeza (como hacen siempre los asnos cuando rebuznan) y entendiendo la hija del rey que le contestaba afirmativamente aplaudió entusiasmada, tomó al asno por el cabestro y lo introdujo en palacio. Allí lo lavaron los criados y le pusieron ricos vestidos. Llevóle luego la hija del Rey al terrero para que desde allí pudiese recrear su vista contemplando los frondosos bosques, los floridos campos que había alrededor y el gran número de casas y cabañas, y le dijo:
- Mira, querido hombrecito; todo esto es tuyo, puesto que tú eres ahora el Rey de este país. Podrás comer las mejores viandas y beber los mejores vinos; ya no tendrás que estropear tu linda boquita con los espinosos cardos.
Oír el asno la palabra "cardo", levantar las orejas y abrir la boca de puro gozo, fue todo una misma cosa. Pero la hija del Rey no comprendió el significado del gesto del borrico y le dijo:
- Pobrecito hombre mío; debes de estar cansado, porque veo que bostezas. Ven y te acostaré en una camita blanca como la nieve, que te ha hecho preparar.
Diciendo y haciendo cogió al borrico por el cabestro, lo llevó a su cuarto y le acostó en la blanda camita y le tapó cariñosamente con una colcha de seda colorada. Allí durmió el borrico tranquilamente el sueño de los justos. Al despertar ya se encontraron sus ojitos con la hija del Rey, la cual le preguntó dulcemente si estaba aún cansado. Por toda respuesta dio el asno un par de rebuznos, que ello interpretó como si dijese: "sí, sí".
- Muy bien - repuso ella - así pues, descansa un ratito más. Pero debes de tener hambre. ¿Quieres que te mande traer el desayuno y lo tomarás en la camita?
Un par de rebuznos más, y la hija del Rey mandó poner al pie de la cama, donde yacía el asno, una gran mesa llena de exquisitos manjares: pan tierno, oloroso tocino y coloreado jamón, café y mermelada, y mandó al asnillo que comiese de todo. No fue menester insistir, porque ya al ver todo aquello las orejas del cuadrúpedo habían casi tomado la vertical. En un santiamén lo devoró todo.
- ¿Querrás más, ¿no es verdad? - preguntóle la hija del Rey, y el asno dio dos nuevos rebuznos. Dio entonces orden la hija del Rey, que trajesen igual cantidad da comida que antes, pero ahora añadió carne de gallina, huevos fritos y gran cantidad de pasteles. A cielo le sabía todo aquello al asno. Y cada vez que la hija del Rey le preguntaba si deseaba algo más, contestaba el asno con un par de rebuznos, que ella entendía en sentido afirmativo, y fue engullendo y engullendo. La hija del Rey y todo el personal de servicio estaban maravillados del terrible apetito del nuevo soberano. Y el asnillo siguió devorando hasta muy entrada la noche, durante toda ella y las primeras horas de lo mañana, en que se oyó de repente un fuerte estallido que por poco hizo caer de espaldas a la hija del Rey.
El atiborrado asno había reventado.
Acercóse la hija del Rey y vio con asombro al asno en su triste situación, y los ricos manjares que había tragado, esparcidos por el suelo, y lloró muy amargamente el triste fin de su amado esposo.
Y se sentó de nuevo en el terrero, esperando al flamante caballero, con el que había soñado y que no llegó jamás. Y ella hubo de permanecer soltera.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El viaje de una nube "cuento aleman"

Veíase en lo alto del cielo una nube inmóvil. Allí estaba haciendo de centinela para evitar que se deslizase el más insignificante rayo de sol a la tierra. Era que los habitantes de ella, los hombres, se habían pervertido de nuevo, y en castigo de sus crímenes y pecados Dios había resuelto privarles durante catorce días del calor y de la luz del sol. Era la tal nube de color gris plata, vaporosa y fina y además tenía la figura de un esbelto ciervo. De ello estaba ella muy envanecida, sobre todo al comparar las suyas con las rudos formas de sus compañeras, las otras nubes, con sus vientres hinchados a modo de cúpulas de iglesia y sus trompas como de elefante. Ahora bien, transcurridos los catorce días, hubo de regresar a su hogar, la casa de las nubes, y allí aguardar a que se la llamase para una nueva guardia. En el camino se encontró casualmente con una alondra que, como todas las alondras, estaba alegre y cantaba un cantar muy divertido allá en las soledades del aire.
- ¿Cómo es posible - dijo la nube, - que haya quien cante tan alegremente, siendo así que la existencia es tan atrozmente aburrida?
- ¿Aburrida? - replicó la alondra. - Nada de eso, ni mucho menos, querida nube; comprendo, sin embargo, el aburrimiento en ti, obligada como estás a permanecer en el mismo sitio y continuamente al acecho; pero yo..., yo paseo volando y revoloteando y veo y oigo cosas muy bonitas y divertidas. No puedes imaginarte cuán bello es el mundo y cuán buenos y amables pueden ser los hombres. Tan buenos y amables, que yo soy muy dichosa de estar en medio de ellos y todas las tardes dedico un par de gorjeos a dar gracias o Dios porque me lo deja ver todo. ¡Ea! vente conmigo, buena nube, y haremos un viaje en buena compañía. De este modo reconocerás, creo, que la vida no es tan aburrida como dices.
- ¡Ay, qué pena me dan a mí los hombres, amiga alondra! - replicó la nube. - Todos son iguales, todos hacen lo mismo: comen, beben, duermen y finalmente mueren. No me digas que no es esto realmente fastidioso.
- ¡Ah, pobrecita nube! - dijo con un bello gorjeo la alondra. - ¿Qué sabes tú de esto? De los hombres pende la dicha y la felicidad de todos los demás seres que pueblan el mundo; son tan buenos, que al oírme preludiar un canto de alegría, miran al cielo agradecidos, y sus rostros se vuelven resplandecientes y brillantes como el sol. Y entonces mi corazón salta de contento en el pecho. O bien, entono el himno del anhelo, y entonces abren unos ojos de a palmo y miran como perdidos en la lejanía; olvidan de momento su tarea diaria y rastrean el hálito de lo grande y lo eterno. Y yo, que les doy este gozo, disfruto de la dicha y las delicias del bienhechor. Pregunto yo ahora, ¿puede esto llamarse aburrimiento?
Reflexionó la nube y dijo:
- ¡Ah, si pudiese yo hacer esto...!
- Claro que puedes - replicó la alondra. - No tienes sino que emprender un viaje conmigo.
- Bueno - asintió la nube, - saldré contigo. Tengo tres semanas de licencia, que es precisamente lo que queda de aquí a la próxima guardia. Y ¿cuándo partimos?
- Enseguida - dijo la alondra. - Yo guiaré. Tú, sígueme.
Y echaron a andar - a volar, se entiende. - Al cabo de un rato oyeron abajo un gran ruido. Miraron y vieron a un hombre que yacía en tierra, mientras otro apoyaba contra el pecho del mismo una de sus rodillas, con un gran cuchillo en la mano.
- Sé generoso y no me quites la vida - imploraba el que estaba en el suelo, - tengo en casa seis hijos a quienes mantengo con el trabajo de mis manos. Si me matas, morirán ellos de hambre; perecerán miserablemente; ten compasión de ellos.
- No - contestó el ladrón, pues tal era el que intentaba asesinarle, has de morir; de otro modo, me descubrirías. Sólo los muertos no pueden hablar.
- Por lo menos - insistió el otro, - déjame que haga una breve oración, pues no quisiera llegar a la presencia de Dios sin preparación alguna.
- Bueno - dijo el ladrón, - haz la oración que quieras; te concedo todo el tiempo que tardará en llegar aquella nube gris plata que ves allá arriba y que parece venir en dirección nuestra. En cuanto llegue, te daré muerte. Apresúrate pues.
La nube, que oyera toda esta conversación, fue espaciándose lentamente hasta terminar en un fino vapor transparente, de modo que en la tierra casi no se veía nada de ella. Dejó el ladrón a aquel hombre y empezaron a saltarle las lágrimas de los ojos.
- La mano de Dios está aquí - exclamó. - Dios ha querido convencerme de lo malo y despreciable que soy. Perdóname, buen hombre; en adelante seré fiel y honrado. ¿Crees tú que puedo serlo?
- Sin duda - contestó el otro, - y yo te ayudaré o conseguirlo. Proponte trabajar, que es la primera condición del hombre honrado, y si quieres, podrás servir de criado en mi misma casa.
- ¡Oh, qué bueno y noble eres! - replicó el bandido y besándole al otro las manos, añadió: - Hoy emprendo una nueva vida.
Ambos siguieron un mismo camino, departiendo como buenos amigos y hasta casi felices con su amistad. Al cabo de poco se detuvieron, postráronse de rodillas, levantaron en alto las manos y exclamaron:
- Gracias mil, amable nube: te debemos la paz y la vida; no te olvidaremos jamás
Sintió la nube cómo penetraban en su interior las palabras de aquellos hombres y ellas le hicieron un efecto semejante al que sintió cuando por primera vez recibió el beso del sol. Y dirigiéndose a la alondra, le dijo:
- Tienes razón. El mundo realmente no es tan aburrido como yo me imaginaba.
Las viajeras seguían su camino, cuando oyeron un ligero cuchicheo y susurro en la tierra. Asomáronse y vieron un joven y una muchacha que, juntas las manos, andaban vagando por campos y collados.
- ¡Amor! - oyeron que decía el joven. - ¿Nos casaremos mañana? Lo vas aplazando ya demasiado.
- Sabes tú muy bien que no puede ser - contestó la muchacha. - La tía, que conoce muy bien lo futuro, nos dijo, recuérdalo bien, que sólo se obtiene la felicidad y una vida venturosa en un día de cielo puro y de aire claro y diáfano. ¿Ves aquella nube gris plata allá en el firmamento? Hemos de aguardar a que desaparezca; hay que tener paciencia.
Al oír esto la nube, subió y subió hasta llegar al mar del sol. Este mar está en el cielo y en él el sol, donde se asienta después de su vuelta diaria, se mira y limpia del polvo del camino. En este mar se sumergió la nube y al momento se volvió de color de rosa. Al verla el joven se alegró y dijo:
- Mira, amor mío, ¿ves allá arriba la nube de color de rosa? El día amanece claro y soleado, ¿nos casaremos mañana?
- Sí; mañana - contestó embelesada la joven, y le echó los brazos al cuello, y se besaron y siguieron felices y enlazados hasta su casa.
- Tenías razón, querida alondra - dijo la nube, - hay gran variedad y alegría en el mundo
Por toda respuesta dio la alondra un trino que resonó prolongándose por los aires. Al día siguiente oyeron las dos viajeras unos fuertes pasos que resonaban desde la tierra. Miraron a ella y vieron un pelotón de soldados que en traza de enemigos ha­bían entrado en el país.
- ¡Hurra, muchachos! - decía el que los mandaba. - ¿Veis allá arriba aquel castillo? En él hay oro y plata y gran cantidad de víveres. Hay que asaltarlo. Haremos prisioneros al conde y a su familia, los maniataremos y los llevaremos a nuestro rey.
Verdaderamente, allá a lo lejos brillaba, como una mancha de blanca nieve, el castillo. El conde con su bellísima esposa y dos niños estaban en el terrero mirando al horizonte, cuando vieron a la tropa. Hosco la miró el conde porque presentía su desgracia. A la condesa le asomaron las lágrimas, y los dos niños corrieron a esconderse en el seno de su madre. Bajó entonces la nube a la tierra y se extendió a manera de impenetrable niebla frente o los enemigos, los cuales, perdido el camino, anduvieron de acá para allá sin dirección y no tuvieron más remedio que retirarse. La nube, en forma de densa niebla, permaneció en la tierra hasta que los soldados hubieron desaparecido en la lejanía. Después subió de nuevo por los aires. Y al oír cómo reían y chillaban los niños, se volvió a la alondra y le dijo:
- Bella es la vida y ¡qué dulce el hacer el bien! ¡Cómo lo agradecen los hombres!
Luego pasaban por encima de un campo, donde vieron un labrador que triste y pensativo miraba a lo lejos sin ver nada. Decía para si: "Todo inútil... Esperando estoy hace ya semanas y semanas, y pronto se hará ya tarde... El grano está en los tallos y el sol lo quemó y lo agostó, de modo que no puede madurar... ¡Pobre y desgraciado de mí! Si no lleno los graneros, no podré pagar intereses ni impuestos... ¡Habremos de abandonar la casa y partir al extranjero... emigrar! ¿Cómo he merecido yo tal desgracia?" - Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando le cayeron en la barba unas pesadas gotas. Al mismo instante se vio que la nube se arrollaba encogiéndose y dejó caer una lluvia copiosa y fecunda que regó los campos. Levantó el labrador las manos al cielo y exclamó:
- ¡Oh nube, buena nube! Sólo a ti debo el haber escapado a la miseria.
- Hermana alondra - dijo entonces la nube: - ¡Qué feliz me has hecho y qué contenta salgo de tu compañía! Verdaderamente los hombres son tales como nosotras los queremos. Su dicha es nuestra dicha, sus penas nuestras penas. Jamás me parecerá aburrido el mundo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Cómo vino el azúcar al mundo "cuento aleman"

En tiempos muy remotos no había azúcar en el mundo; por lo mismo, los manjares no eran tan sabrosos como al presente: las melcochas no eran dulces, sino sosas e insípidas; los pasteles y las tortas se hacían con sal y vinagre, y los niños no querían comerlos; caramelos y chocolate, ni pensarlo, puesto que sin azúcar no era posible confeccionarlos. En aquellos tiempos, pues, no había nada agradable en el mundo, y grandes y pequeños andaban de acá para allá con cara de viernes y poniendo hocico y no estaban contentos y gozosos como en nuestro tiempo. Hasta que no vino el azúcar, la situación no cambió. Cómo sucedió esto, es cosa que quisiera referiros.
¡Bueno! el azúcar procede del Cielo, de donde viene todo lo agradable y placentero. En la tierra no se hubiese podido encontrar nunca cosa tan dulce y fina. Ahora bien; en el Cielo hay, como todos sabemos, una gran multitud de ángeles con alas de oro y vestidos blancos guarnecidos con tiras de plata; pero esos ángeles allá arriba no haraganean todo el día, como algunos de aquí abajo creen o se imaginan; cantan sí y danzan mucho y hacen música con excelentes flautas y preciosos violines; pero en el Cielo también hay horas de trabajo; de lo contrario ¿quién limpiaría de día las infinitas estrellas que de noche lucen con tanta majestad y que con el tiempo se enmohecerían y palidecerían? ¿Quién pulimentaría la Luna y abrillantaría la cara al Sol para que dé esa claridad fulgurante que esparce por el mundo, si no fuesen los ángeles que se ocupan en ello? Allí cada uno tiene destinada su misión, y la dirección suprema la tiene el arcángel Miguel el cual procura con gran severidad que todo se ejecute ordenadamente. Hubo, sin embargo, en el Cielo un pequeño ángel (llamado Cendalín, por la desvaída y delgada figura que tenía) que nunca hacía con diligencia su trabajo, sino que siempre que podía lo dejaba por hacer. Amonestábale todos los días Miguel reprochándole el que su estrella no brillaba con tanta claridad como las de los demás y porque no se le encontraba cuando se le necesitaba. Cendalín andaba vagando por los espaciosos comedores del Cielo y gulusmeaba picando aquí y allí en los platos y en las fuentes que estaban preparadas para la comida; otras veces se tendía en los azules prados del Empíreo o callejeaba por los jardines de juegos y gastaba allí lo mejor del tiempo. A menudo también espiaba por alguna punta de lo sábana celeste que allí está extendida, mirando a la tierra y observando lo que hacían los hombres y los animales, y al observar algo que tuviese visos de cómico, se reía a carcajada suelta, oyéndosele de muy lejos. De este modo se sabía siempre dónde estaba, y los otros ángeles condenaban su curiosidad, por lo cual esparcían una nube frente a su atalaya para que no pudiese mirar más a la tierra. Y sin embargo, el angelito Cendalín no era del todo malo, sino más bien, según ya llevamos dicho, un poco holgazán y goloso, y curioso, muy curioso.
Un día (uno de tantos de los que también corren en el Cielo), el arcángel Miguel le mandó regar los jardines del Cielo, porque las flores torcían ya un poco el cuello y además los hombres en la tierra suspiraban por agua de lluvia; pero el angelito no obedeció y continuó espiando lo que sucedía en la Tierra. Le hacía gracia - y se reía con gusto - ver el horroroso calor que hacía en ella y los cómicos semblantes de los hombres, que no hacían sino mirar arriba a ver si caía de allí un poquito de lluvia. Con todo, dijo al arcángel que había cumplido su mandato y que los hombres estaban muy satisfechos del agua que les había llovido del Cielo. Averiguó el arcángel la mentira y le dio a Cendalín una fuerte reprimenda y en castigo de su culpa le hizo remendar la gran sábana que cubría el Cielo y que unos días antes un rayo había rasgado un poco. De lo contrario (decía el arcángel) por aquel agujero podrían caer de las bodegas de hielo del Cielo gran número de piedras y pedrisco que destruirían las mieses que tanto trabajo y sudores habían costado a los hombres.
- Lo haré enseguida -, dijo el angelito, pero no lo hizo; en cambio espiaba mirando a la Tierra y alegrándose al ver que caía el granizo y las piedras saltaban de acá para allá haciendo enormes daños en todas partes. De los lamentos de los hombres no se preocupaba ni poco ni mucho, en lo cual daba a entender su falta de consideración y su inconsciencia.
Por la tarde observó el arcángel lo que el bribonzuelo del angelito había hecho, y, airado, le denunció ante el amable Dios. Este mandó llamarle, y él, temblando como un azogado se presentó ante el trono de Dios.
Este miró o todos partes, porque Cendalín tenía por costumbre esconderse metiéndose hasta en una ratonera, y dijo echando una benévola carcajada:
- Angelito mío; ya que tan a gusto fisgas y husmeas en lo que por el mundo pasa, he determinado mandarte allá para una temporada en que vivirás entre los hombres. Allí adquirirás el hábito del trabajo, pues en el mundo hay mucho que hacer: en la primavera embadurnar de verde los prados; en verano abrillantar, estregándolos, los lagos y ríos; en otoño pintar artísticamente las frutas. En invierno - que allí es horrorosamente frío - si hubieras terminado tu trabajo, podrás volver a mi Cielo; de lo contrario habrás de quedarte allí otro año. Ve, pues, querido angelito mío, y dales a los hombres prosperidad y bienandanza.
Hizo el angelito una profunda reverencia al soberano Dios y bajó la gran escalera del Cielo, llegó a la Tierra y puso enseguida manos a la obra. Como era allí primavera, sumergió el pincel en el bote de pintura verde y pintó con gran brillo y presteza los prados; pero muy pronto creyó haber trabajado lo suficiente y se tumbó en la hierba y empezó a soñar con las hermosas salas del Cielo, los espléndidos banquetes que allí se daban, y otras cosas no menos agradables. Cuando despertó de su dorado sueño había pasado ya la primavera y quedaban aún muchos prados sin pintar que presentaban aquel gris negruzco y aquel moreno sucio en que les deja el invierno, y de ello tenía la culpa el angelito por su desidia y su pereza. Al darse cuenta de esto, quiso recobrar lo perdido y trabajar con afán. Fuése a los arroyos, que ya aparecían todos empañados, y empezó a estregarlos con un gran paño de seda y pronto quedaron limpios y diáfanos y saltaban de gozo al verse tales. Hizo luego lo mismo con los ríos; pero mientras estaba en lo mejor de la faena, miró al fondo y allí, muy abajo, vio numerosas ondinas y sirenas que saltaban y correteaban yendo al alcance unas de otras. En un ángulo se hallaba el Genio del Agua, chanceándose al contar a una ondina las divertidas visitas que hiciera a su prima, la Medusa y a su pariente el Coral, que vivían en el fondo del mar. Llevado de su habitual curiosidad, escuchaba aquel relato el angelito y tenía abandonada su tarea. Terminada la historia (la que había contado el Genio) había también llegado a su fin el verano, y varios ríos habían quedado empañados y los lagos estaban avergonzados de su turbiedad: sus aguas no se movían, estaban estancadas como charcas, y en algunos hasta crecía la mala hierba en la superficie. De ello tenía toda la culpa el angelito, por su excesiva curiosidad. Reflexionó, sin embargo; en aquel otoño se portaría muy de otra manera. Dióse, pues, a pintar las manzanas y peras y luego los uvas y naranjas. A las primeras sobre todo, les ponía unos carrillos encarnados, de suerte que parecían pequeñas cabezas humanas. A las uvas, les daba un color verde claro y azul oscuro y a las naranjas un amarillo membrillo; pero no estaba aún en la mitad del trabajo cuando le tentó la golosina y se dejó seducir del olor que exhalaban aquellas frutas, y el glotonzuelo se metió una manzana muy pequeña en la boca y la halló tan rica, que comió otra y otra, y hete aquí a nuestro angelito comiendo a discreción manzanas, peras, uvas y toda clase de frutas que le venían a mano.
Cuando estuvo harto y satisfecho, había pasado ya el otoño. Muchas de las frutas quedaron sin madurar y con su color verdoso que tan desagradable es a la vista. Echóse entonces a llorar al acordarse de lo que le dijera al buen Dios y que en el invierno - que ya se echaba encima - no podría volver al Cielo y habría de pasar otro año en la Tierra. Y, como empezaban ya a sentirse los grandes fríos, buscó abrigo entre los hombres. Fuése a una alquería: el campesino, dueño de ella, andaba de acá para allá observando si estaba todo preparado para el riguroso invierno, si el ganado se hallaba bien en el establo, si la harina estaba bien almacenada y las frutas en los graneros para el secado. En esto, acercósele tímidamente el angelito:
- Buen hombre - le dijo, con voz algo apagada por el encogimiento: - ¿Me permitiríais pasar aquí el invierno?
- Aquí, no - contestóle bruscamente el granjero; - y tienes orden, so vagabundo, de alejarte de aquí, si no quieres que te azuce el perro grande.
- No creáis que vendría aquí a comer de balde.
Levantó las orejas, al oír esto el campesino y ya en tono algo más amistoso le dijo:
- ¿Es que tienes algún dinero?
- Ninguno - contestó el angelito, más encogido aún; - pero puedo ganarlo; haré lo que me mandéis.
- ¡Oh el alfeñique! ¿Trabajar tú, con esas manecitas, esos piececitos y esa carita satinada que Dios te ha dado? No has nacido para trabajar. ¡Ea! ¡Largo de aquí.
Ya chiflaba llamando al perro y el angelito se disponía a tomar las de Villadiego, cuando la compasiva esposa del campesino (que había oído todo el diálogo desde una ventana) gritó:
- Ven, hijo mío; no le hagas caso a ese palurdo. Fuera hace frío y debes de sentirlo con esa camisita que llevas por todo abrigo. Si quieres trabajar, harto hay que hacer en esta granja, y un guapo joven como tú no puede menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios.
Refunfuñó el labriego al oír semejantes razones, pero no se atrevió a regañar porque la mujer andaba con la escoba en una mano y en la otra tenía un cucharón de la comida.
Aquí supo por experiencia el angelito lo que era trabajar. Hasta entonces no se había ocupado más que en menudencias; ahora le tocaron faenas toscas y pesadas: limpiar establos y cuadras, dar la comida a las vacas, acarrear leña, barrer las piezas de la casa. Al llegar la noche caía rendido y fatigado en el camastro. Además, no le quedaba tiempo para curiosear; gulusmear, ni por asomo:
de un estacazo le hubiese despojado el labriego de su forma humana. De este modo adquirió el hábito del trabajo, se morigeró en sus costumbres y se hizo digno de convivir con sus hermanos y hermanas, los ángeles del Cielo.
Anhelaba la vuelta de la primavera para moverse y trabajar a fin de poder regresar al Cielo. Entre tanto, en el país el frío fue arreciando, y el angelito estaba aterido. El desván donde pasaba la noche no tenía calefacción ninguna, ni natural ni artificial y el viento se colaba en él por mil grietas y agujeros.
Una mañana, al despertar, observó que había una luz clara y un resplandor como de blancura; asomóse a la ventana y vio la tierra toda vestida de blanco y que seguían cayendo del Cielo pequeños y ligeros copos. Quedó asombrado, estupefacto. Aún no había vuelto de su asombro cuando oyó la bronca voz del campesino:
- ¡A trabajar, haragán! ¿Qué estás aquí mirando? ¿Crees por ventura que te voy a dar de comer de balde? ¡Ea! ¡A apartar la nieve y limpiar los caminos, y pronto!
El angelito, corrido y confuso, echó mano a la grosera escoba y le dolía en el alma tener que contribuir a deslucir aquel blancor que tenía la nieve y verse obligado a amontonarla como si fuese inmunda basura. Apenas hubo vuelto el granjero la espalda, tomó el angelito un puñado de nieve y lo guardó en la mano. Cendalín había vuelto a su estado verdadero de ángel con todas las virtudes de tal y capaz, por lo mismo, de hacer un milagro, pidiéndole antes permiso al buen Dios. Así pues, al observar que la nieve se derretía en su mano, susurró a modo de oración:
- ¡Oh buen Dios! ¡Qué fría está! ¡Haced que se caliente un poco!
En efecto, la nieve se calentó y el angelito pudo tenerla un buen rato en la mano. Llevó una poquita a la boca y hallóla insípida como el agua; entonces dejó caer sobre ella unos lágrimas (lágrimas de
ángel) y al punto se volvió dulce y sabrosa. Alegre y gozoso la llevó a la granjera; ésta llamó a su esposo y a toda la servidumbre y todos la probaron y a todos supo a cielo.
- ¿Qué tal? - dijo entonces, con aire de triunfo, la granjera; - ¿acaso no os dije que un joven tan guapo no podía menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios?
No hay por qué decir que el campesino serenó su hosco semblante, y en cuanto a Cendalín, toda su tarea era ir por nieve, secarla y calentarla y humedecerla con dulces lágrimas. Poco tiempo después toda la casa estuvo llena de azúcar. Tomó entonces el angelito el bote en que tenía los colores del otoño, amasó y moldeó el azúcar y pintólo de rojo, verde y amarillo y de allí salieron los primeros caramelos, las barritas de azúcar y la regalicia.
La granjera aprendió a hacer con el azúcar tortas y pasteles al horno. El campesino, al comer por primera vez estas golosinas, saltó de gozo y cubrió de besos al angelito. Éste, desde entonces, fue muy bien visto de todos y pudo llevar una vida digna de su naturaleza: se portó como un ángel.
A todo esto, al aparecer los primeros azafranes, precursores de la primavera, el agradecido angelito quiso hacer a los campesinos un regalo de despedida: tomó un puñado de azúcar, mezclólo con tierra del huerto, alargólo con sus manos de ángel y lo prensó en forma de tabla. Se había inventado el chocolate.
Alborozados y entusiasmados todos, dieron las gracias al amable angelito Cendalín. Había, pues, aparecido en el mundo el azúcar, y los hombres todos lo saboreaban, sobre todo la gente menuda, que desde aquella fecha tienen especial predilección hacia los angelitos por el dulce regalo que hicieron a la humanidad.
Por su parte, Cendalín, que de los campesinos había aprendido a trabajar con asiduidad y se había curado de su curiosidad y pereza y de su manía de andar siempre a la husma, se dedicó el resto del año a terminar su misión, y era de ver entonces cómo verdeaban los prados y praderas; en verano ya nadie se miraba sino en los arroyos, ríos y lagos; en otoño no había manzana, pera ni racimo de uvas que no mostrara sus prodigiosos calores. En virtud de esto el angelito fue nuevamente recibido por el buen Dios en el Cielo, y el arcángel Miguel, al verle totalmente cambiado, le felicitó cordialmente. Los otros ángeles, sus camaradas, entonaron en su honor un canto coral, y en lo sucesivo fue Cendalín el ángel más activo, laborioso y bizarro entre todos los del Cielo.

martes, 21 de septiembre de 2010

El aprendiz de mago "cuento aleman"

En una gran isla del Océano Pacífico, viven todos los magos del mundo y desde allí reparten sobre los habitantes de la tierra toda su magia, buena o mala. Entre ellos vivía, hace tiempo, el mago Biallo, que era muy bueno con los hombres. Jamás utilizó sus poderes sobrenaturales para hacer el mal o producir sufrimientos a nadie. Utilizaba su sabiduría sólo para el bien de los seres humanos. Los demás habitantes de la mágica isla, los duendes, enanos y brujas, le odiaban y querían acabar con él. Biallo no les prestaba la menor atención y seguía regalando alegría y bendiciones.
Una tempestuosa noche de invierno, sus enemigos se reunieron en el cráter de un volcán extinguido y decidieron matar a Biallo. Prometieron solemnemente no descansar hasta haber acabado con el bondadoso mago. Un espíritu que servía a Biallo oyó la conspiración y corrió a llevar a su amo el terrible mensaje. Entonces el mago decidió marchar a la tierra de los seres humanos y permanecer allí con ellos. Estaba seguro de que así no podría alcanzarle la venganza de los malos isleños.
En alas de su mágica capa atravesó el Océano. Cuando el murmullo del viento entre los árboles le indicó que estaba sobre tierra seca, descendió y encontróse a la entrada de un bosque. Sacó su caracola mágica y se la llevó al oído. Dentro de ella escuchó un lejano rugido y comprendió enseguida que sus enemigos le perseguían. Entró pues en el bosque, llegando a la cabaña de un pobre carbonero. Entró en ella y pidió cobijo al carbonero, que vivía apaciblemente con su hijo Holgar.
- Si os quedáis en mi cabaña seréis descubierto - dijo el carbonero. - Pero salgamos y os esconderé en la carbonera.
El mago le siguió. El carbonero amontonó troncos y ramas, tal como se hace para preparar el carbón de madera, y dentro escondió a Biallo. El fuego ardía encima de él, pero el mago estaba bien protegido y no se quemó en absoluto. Cuando llegó la banda de hostiles perseguidores registraron la cabaña, pero no encontrara a su odiado enemigo. Y aunque vieron la carbonera, no sospecharon que dentro de ella pudiera encontrarse un ser viviente. Siguieron, pues, su camino, y Biallo se salvó.
Al día siguiente el mago despidióse con cariño de su protector y acarició la rizada cabellera de Holgar, diciendo:
- Cuando crezcas, chiquillo, acude a mí y te pagaré el favor que me ha hecha tu padre. ¿Ves aquella altísima montaña? Allí me instalaré y seguiré haciendo bien a los hombres.
Holgar nunca olvidó esto. En cuanto fue grande y fuerte anunció a su padre que quería ir a visitar al mago.
- ¿Qué le pedirás? - preguntó el carbonero.
- Que me enseñe a ser mago - contestó el joven.
Luego cogió su sombrero y su bastón y se marchó. No tardó en llegar al pie de la montaña. Ascendió por sus laderas y al fin llegó a la entrada de una cueva. Se disponía a llamar, cuando la puerta se abrió por sí sola. Holgar entró en el refugio que estaba amueblado de una manera muy extraña. En el centro veíase una mesa hecha de la vértebra de una ballena, y frente a ella dos sillas fabricadas con colmillos de elefante. En el suelo veíanse frascos y copas de cristal, llenos de líquidos de diversos colores. En un rincón ardía un alegre fuego sobre el que hervía el contenido de negras calderas. En otro rincón, amontonados, había enormes volúmenes, y del techo colgaba una enorme amatista que iluminaba mágicamente la cueva.
El muchacho miró asombrado a su alrededor, y, de pronto, Biallo apareció ante él como salido de la tierra. Su barba era enteramente blanca y su mirada alegre y amistosa.
- Te esperaba, muchacho - dijo. - Dime qué deseas.
- Quisiera aprender el arte de la magia.
El mago se puso muy serio y preguntó:
- ¿Para qué quieres la magia? ¿Para el bien o para el mal? - ¿Deseas poder o felicidad?
El muchacho no vaciló ni un segundo, y con los ojos brillantes, replicó:
- Sólo quiero hacer el bien, querido maestro y hacer feliz a toda la gente.
- ¿Y tú no quieres ser feliz?
Holgar inclinó la cabeza y permaneció callado. Biallo prosiguió:
- Ser feliz y hacer felices a los demás son las aspiraciones mejores del hombre. Pero recuerda que el poder tiene su dulzura, aunque no alegre el corazón. Sígueme, ahora, hijo mío, y podrás escoger tu tristeza o tu alegría.
Le condujo a una habitación próxima, en la que sólo había una tosca mesa de roble. Sobre ella veíanse dos cajitas. Una era de oro y la otra de plata. El mago abrió la de oro y dentro Holgar vio tres pastelitos en forma de corazones, descansando sobre un almohadoncito de terciopelo rojo. En ellos se leían estas palabras: "Riqueza", "Poder", "Grandeza".
Luego el mago abrió la caja de plata y sobre terciopelo azul aparecieron tres pastelillos en forma de corazón, con estas palabras encima de ellos: "Paciencia", "Bondad", "Valor".
Luego el mago volvióse hacia su alumno y le dijo:
- Escoge. Los tres pastelitos de la caja de oro prestan un poder mágico que representa un total dominio sobre los humanos. Si comes el pastelillo de la "Riqueza", conquistarás todos los tesoros del mundo. Podrás transformar en oro y piedras preciosas cuanto toques. El pastelillo del "Poder" te permitirá transformar en animales a los hombres y en hombres a los animales. Y con el de la "Grandeza" podrás ser el más grande de todos. Si escoges la caja de oro, todo el ilimitado mundo de la magia será tuyo.
» En cambio la caja de plata te llevará al final de todos tus deseos, pero el camino es mucho más largo y difícil. También te dará el poder de la magia, pero de una magia más terrena, y te verás ligado a las leyes de la naturaleza. Pero lo que pierdas en poder directo, lo ganarás en felicidad. ¡Escoge!
Holgar no vaciló.
- Si la caja de plata me da el poder de la magia y además la felicidad, la escogeré. No me causan miedo las dificultades y los dolores.
- Tienes razón, hijo mío - sonrió el mago, tendiendo a Holgar la cajita de plata. Nunca lamentarás tu elección.
Siguiendo las indicaciones de Biallo el joven comió los pastelitos. Pronto se sintió invadido por un profundo sueño y al despertar, al cabo de muchas horas, encontróse a la entrada de la cueva, viendo sentado junto a él a su maestro, que le sonreía bondadosamente. El muchacho se puso en pie de un salto.
- Ahora empezaré a utilizar mi magia - dijo.
- ¿Qué deseas? - Preguntó Biallo, muy serio.
Holgar dejó vagar su mirada por la tierra y no vio sino pantanos y terrenos yermos.
- La tierra debe dar frutos - dijo. - De ella debe brotar el trigo y el maíz, y árboles de frutos, y viñas rebosantes de uvas. ¿Tengo poder para hacerlo?
- Desde luego -replicó el viejo. - Recuerda que posees la paciencia.
Inmediatamente el mago sacó picos, azadas y palas, y los dos empezaron a atacar la tierra, destruyendo las malas hierbas. Luego, cuando el suelo estuvo limpio, lo fertilizaron y sembraron semillas. Al poco tiempo empezaron a brotar las plantas y al fin llegó el tiempo de la cosecha. Las espigas, cargadas de fruto, se inclinaban hacia el suelo, y los montes, las viñas con sus grandes racimos, cantaban:

"No nos dejéis ya más colgar;
llegó la hora de ir al lagar
donde con fuerza y con tino
daremos muy dulce vino".

Holgar quedó embelesado ante tan hermoso espectáculo y su corazón se llenó de alegría.
Entonces el viejo mago le preguntó:
- ¿Te das cuenta de los mágicos resultados de nuestra paciencia? ¿Estás satisfecho de tu destreza o deseas seguir haciendo pruebas?
- Me gustaría sacar el oro y la plata de la tierra. ¿Puedo hacerlo?
- Desde luego - replicó Biallo. - Ahora ya sabes que la paciencia puede lograrlo todo.
Y otra vez empezaron a trabajar con los picos y las palas. Holgar descubrió, con asombro, que entre la tierra había pepitas de oro y venas de plata. Pronto las ruedas giraron vertiginosas y las máquinas resonaron en el lugar. Cada vez se hundían más en la tierra, hacia el reino del negro carbón. Transportaban la hulla por medio de vagonetas y carros y luego la llevaban a la ciudad. Su cueva apenas podía contener todas las riquezas que ganaban. Cuando terminó el año, Holgar vióse rodeado de oro y plata, vestidos lujosos y toda clase de bienes.
- Todo esto es el mágico resultado de la paciencia - dijo su maestro. - Ella te lo ha dado.
Entonces el alumno se levantó y dijo:
- Hasta ahora he utilizado la magia para mi propio beneficio, pero me hace el efecto de que me falta el verdadero valor de la existencia. Me gustaría que otros se aprovechasen del poder. ¿Puedo transformar a los seres humanos?
- En efecto. La bondad te lo permite. Ve, hijo mío, y transforma los pobres en ricos, y haz dichosos a los desgraciados.
Cargado de oro, Holgar partió hacia el país de los hombres y derramó pródigamente sus riquezas. Entonces el mundo pareció transformarse. Los que hasta entonces habían caminado abatidos por el dolor, levantaron la cabeza y sonrieron a la felicidad. Otros cuyos rostros habían sido desfigurados por las arrugas, tenían una expresión de gran dicha. Todos irradiaban un resplandor que los transformaba por completo. Pero Holgar no estaba satisfecho. Vio que sus tesoros no causaban bien a los enfermos, pues no podían curarlos.
Con los ojos bañados en lágrimas regresó junto a Biallo.
- ¿Es que mi poder mágico no va más allá? ­ se lamentó. - Temo haber elegido mal.
Pero el viejo sonrió bondadosamente.
- La bondad tiene mucha más fuerza de lo que tú imaginas. Hay que saber utilizarla.
Condujo al joven al bosque y a los prados y le enseñó las hierbas y las plantas, en las cuales había substancias curativas. Holgar encerróse noche y día en su cuarto y estudió allí el poder y los efectos de los plantas. A veces su entusiasmo moría y todo parecía a punto de venirse abajo; pero luego la bondad recobraba su fuerza y le animaba a continuar sus estudios. Una vez su trabajo hubo terminado regresó entre los hombres y les dio sus composiciones y medicinas. Los enfermos se pusieron buenos y los inválidos volvieron a moverse. Los débiles recobraron sus fuerzas y la felicidad reinó en la tierra.
Holgar vióse envuelto en las bendiciones que brotaban de los labios de aquellos que se ponían buenos, pero los sufrimientos de la humanidad no se terminaban. Alrededor de la ciudad donde vivía Holgar había espesos bosques que albergaban terribles tigres, leones, osos y lobos. Continuamente atacaban a la gente y la destrozaban. Por lo tanto seguía existiendo el dolor.
De nuevo corrió Holgar junto a su maestro.
- ¿Puede la magia permitirme destruir los animales salvajes? - preguntó.
- Desde luego - replicó Biallo. - Recuerda que posees el valor. Esto te dará un poder sobrenatural. Acompáñame a la herrería. Allí haremos una fuerte espada y una afilada lanza para el ataque, una cota de mallas y un brillante escudo de afiladas puntas para la defensa. Con eso podrás librar a los hombres de sus enemigos.
Pronto la herrería retembló bajo los martillazos, el rugido de las llamas y el silbido del acero al ser sumergido en el agua.
Hermoso como un Dios, el armado joven marchó al bosque, contra sus terribles adversarios, y propagó el terror y el espanto entre ellos. La verde tierra se manchó con la sangre de las bestias sacrificadas. Holgar luchaba con los animales en los claros y luego los perseguía por entre los árboles, hasta sus remotas madrigueras.
Antes de que el verano hubiese terminado, había perecido el último enemigo y los hombres pudieron respirar tranquilos. Cuando le aclamaban como su héroe y salvador, sentíase dominado por la felicidad. Lágrimas de alegría brotaban de sus ojos y se quedaba sin saber que decir. Tuvo que utilizar las dos manos para apartar a la muchedumbre que le aclamaba y que casi le aplastaba de entusiasmo.
De pronto sonó un clarín y la gente abrió paso a un jinete que se dirigía hacia donde estaba Holgar. Cuando llegó junto a él saltó al suelo e, inclinándose, dijo:
- Soy heraldo de nuestro amado Rey. Se ha enterado de tus bondades y me envía a que te exprese su gratitud. Al mismo tiempo pide de ti un servicio que ningún mortal ha sido aún capaz de realizar. Su hermosa hija, la Princesa Amarinta, fue raptada por el terrible gigante Gorgo, y nadie ha podido libertarla. Los más nobles caballeros fueron a luchar contra el monstruo, pero cuando se vieron frente al terrible ser, les abandonó el valor y el gigante los destrozó con su puño de hierro. Pero tú, bienhechor y salvador de la tierra, amigo y favorito de los hombres, puedes triunfar... Libera a la hermosa Princesa, y su mano y el trono del Rey serán tuyos.
- Si el valor puede realizar eso, creo que tendré éxito - replicó valientemente Holgar. -Abridme paso, buena gente, marcharé enseguida a la guarida del que se ha apoderado de nuestra Princesa.
Respetuosamente todos se echaron atrás y Holgar partió con paso firme y ojos brillantes.
Cuando llegó a la entrada de la formidable fortaleza, golpeó la puerta con la empuñadura de su espada y desafió al gigante. No tardó en aparecer en el umbral una figura a cuya vista cualquier hombre se hubiese quedado inmóvil de terror. Pero Holgar estaba lleno de valentía y miró al monstruo que, cual una torre, se erguía ante él. Sus puños y pies eran de hierro; y en la cabeza, que era tan grande como una máquina de tren, crecía un bosque de cabellos, cada una de los cuales era del grosor de un alambre. En medio de la frente tenía un solo ojo tan grande como el reloj de una torre.
Con estrepitosa y despreciativa sonrisa y con voz de trueno, el gigante exclamó:
- ¡Jo, jo, jo! Otro de esos hombrecitos que quiere robarme la novia. Ven, haré contigo lo que hice con los otros.
Diciendo esto arrancó de cuajo un roble que tenía mil años y se lo tiró a Holgar. Si éste no hubiera saltado a un lado, hubiese quedado convertido en pasta. Pero en cambio sólo rozó su lanza, que cayó hecha pedazos al suelo. Cuando el gigante vio que había fallado el golpe se sintió dominado por una terrible furia. Alargó la mano de hierro para agarrar a su enemigo, y el joven le golpeó con su espada, que saltó hecha pedazos. Holgar se encontró, pues, desarmado frente al terrible gigante, pero no por ello pensó escapar. Lleno de valor adelantóse hacia el monstruo, que enseguida le agarró con su mano de hierro.
- ¡Jo, jo! - rió el gigante. - ¡Ya te tengo, hombrecito! Debiera hacerte polvo. Pero como te has defendido tan bien y no has perdido el valor, puedes respirar unos minutos más. Te enseñaré a mi novia. Luego prepárate para perder la vida.
Su puño golpeó la puerta como un trueno. En el balcón apareció una joven vestida de negro. Era la más bella que Holgar había visto jamás. Al fijarse en el prisionero del gigante, sus azules ojos se llenaron de lágrimas.
Ante la maravillosa belleza de la joven, Holgar sintióse invadido por un nuevo valor. Con rapidez se revolvió contra el gigante y, con toda su fuerza clavó la punta de su escudo en el único ojo del monstruo.
Un grito tan terrible que interrumpió el vuelo de los pájaros y los pasos de los animales de la selva y hasta incluso hizo temblar a los árboles, brotó de los labios del horrible ser. Holgar cayó al suelo, junto a su adversario, que se retorcía de dolor. Enseguida, el joven levantó una pesada piedra y la dejó caer sobre la cabeza de su enemigo. Oyóse como se rompían todos los huesos y luego ya no se percibió ningún ruido. La vida de crímenes y maldades de Gorgo había terminado. Lleno de alegría, Holgar subió al balcón, cogió de la mano a la Princesa y la arrancó de aquel lugar de pesadilla.
Cuando llegó ante el Rey, éste descendió de su trono y abrazó al héroe. Después se quitó la reluciente corona y la colocó sobre los rubios cabellos de Holgar y le condujo junto a la bella princesa Amarinta, entre los aplausos de la muchedumbre.
Holgar volvió la cabeza hacia donde estaba Biallo y le dijo en voz baja:
- Maestro, os doy las gracias. Los regalos que escogí fueron los mejores; superiores en todo a los otros que me ofrecíais. Su efecto, como profetizasteis, me ha concedido la dicha. Quitádmelos ahora, puesto que he llegado a la cumbre de mi vida, y dadlos a otro que los merezca, a fin de que también él pueda hacer felices a los demás.
Entonces Biallo se acarició la larga barba y, sonriendo, dijo:
- Guárdalos, hijo mío, porque ahora los necesitarás más que nunca. Vas a tomar esposa; por lo tanto necesitas mucho valor. Con ella vivirás una larga vida; por consiguiente necesitarás paciencia. Y si quieres hacerla feliz te hará falta mucha bondad. Con estos tres dones, la tierra será para ti un mágico jardín, y tu vida y la de tu mujer una continua primavera, radiante de mágica luz.