domingo, 30 de octubre de 2011

Federiquillo el mentiroso "cuento suizo"

El pequeño Federico era un hermoso chiquillo, de rizados cabellos; pero toda la gente de la aldea le llamaba siempre Federiquillo el Mentiroso. Cuando por la noche veía volar un murciélago, corría hacia su casa y gritaba: "¡He visto volar un dragón en persona!" Y, cuando había escardado un cuarto de hora en el jardín de su abuela, afirmaba después grave y firmemente, que había estado arrancando, durante siete horas enteras, malas hierbas del jardín.
- Federiquillo, ¡di la verdad! - le reprendía su madre cuando le oía hablar así.
Y cada vez gritaba Federiquillo indignado:
- ¡Ésta es la pura verdad!
- Es y seguirá siendo Federiquillo el Mentiroso - decía enojado su padre, y recurría de vez en cuando al bastón.
La madre, sin embargo, se afligía.
Un día apareció rota en el suelo de la cocina la taza del padre, que tenía el reborde y el asa dorados.
- Federiquillo, ¿qué has hecho? - gritó su madre.
- Nada. Estaba yo tranquilamente en la puerta de la cocina cuando vi cómo esta mesa empezaba de repente a moverse. Todas las tazas saltaron y la dorada más alta que ninguna. De pronto empezó a danzar en círculo, pero cayó por el borde de la mesa y se rompió. Sí, así ha ocurrido. Lo he visto con mis propios ojos.
- ¡Federico, tú mientes! Y lo más triste es que tú mismo crees tus mentiras. ¡Ojalá se te erizaran los cabellos cuando no dices la verdad!
- ¡Yo no miento nunca! gritó Federiquillo, y quiso ponerse a patalear.
Entonces notó sobre su cabeza un curioso cosquilleo, y percibió un rumor singular en sus oídos, como cuando el pavo real abre su rueda. Se llevó las manos a los cabellos. Se pasó las dos manos sobre ellos. Todo fue en vano. Obstinado, se dirigió a la cestita de costura de su madre, cogió las tijeras y quiso cortarse los cabellos. Pero en vano: eran tan, fuertes como alambres. Entonces gritó, lleno de terror:
- ¡Madre, yo he sido quien ha roto la taza!
Al momento se abatieron los erizados cabellos y se le enrollaron en suaves rizos, de modo que fue de nuevo el hermoso Federico.
Y así sucedió cada vez. Cuando el chiquillo mentía, se le erizaban los cabellos hacia lo alto. Y cuando decía después la verdad, se le rizaban de nuevo. Pero si esto sucedía en la escuela, tenía el grave inconveniente de que se burlaba de él toda la clase, y en el camino de regreso a casa le seguían todos sus compañeros gritando:
- ¡Federiquillo, el Mentiroso! ¡Federiquillo, el Mentiroso!
¡Esto era espantoso! Pero, gracias a ello, perdió Federico la costumbre de mentir. Sus padres se sintieron completamente felices desde entonces. Su madre le regaló el día de su cumpleaños un gran libro de cuentos, y su padre una historia de ladrones. Ésta dio mucho que pensar al muchacho. Los ladrones de la historia negaban cuanto se les antojaba, del azul del cielo para abajo. Se dio cuenta, sin embargo, de que finalmente colgaban de la horca, y no decían ya entonces ninguna palabra más.

miércoles, 26 de octubre de 2011

La mirilla "cuento suizo"

No hay en el mundo nada tan hermoso como una mirilla. Pero tiene que ser una verdadera mirilla, una mirilla auténtica, tal como la que tenía Juanito en el monte.
Era éste un pobre chiquillo que hacía ya de pastor. Caminaba descalzo y con los pantalones desgarrados. Tosía con frecuencia, y su rostro era pálido y delgado. En invierno sufría hambre con su madre en el albergue de los pobres. El verano lo pasaba en el monte.
Las gentes de la aldea le miraban compasivas, y algunas decían que no estaba del todo bien de la cabeza. Pero esto no era más que la opinión de algunos. Sí las vacas hubieran podido hablar, ellas habrían dicho algo bien distinto. Juanito veía y oía incluso más que la demás gente. Pero de ello no hablaba con las personas inteligentes, sino tan solo alguna vez con su madre enferma. A las vacas les hablaba también muchas veces en el monte. Cuando las vacas pacían tranquilas y calladas, masticando las hierbas del monte entre la recia dentadura, le escuchaban a él apaciblemente. Muchos profesores sentirían una gran alegría de poder tener alumnos que estuvieran tan atentos como ellas.
Juanito dormía por las noches en una cabaña del monte. Bajo el tejado, muy cerca de la pared de tablas, tenía él su montón de heno. Esta cama no la hubiera cambiado él por ningún lecho con dosel de un rey.
Algunas veces, sin embargo, hacía mucho frío allá arriba, y entonces se pasaba Juanito tosiendo todo el día siguiente.
- ¡Baja con nosotros! Nuestro albergue es más cálido - le decía entonces el buen vaquero.
Pero esto no podía hacerlo Juanito, pues en la pared de tablas había una pequeña mirilla redonda. Y no quería abandonarla.
Por la mañana, en cuanto abría los ojos, estaba ya ante él la escala celestial. Ésta conducía desde su lecho, oblicuamente, hacia las alturas. Por allí subían y bajaban las pequeñas criaturas del Sol. Llevaban brillantes coronas sobre sus cabecitas y le saludaban dándole los buenos días. Él era el rey del Sol y saludaba a todos bondadoso. Luego se levantaba y salía fuera de la cabaña para saludar a su reina. Ésta esperaba ya sobre el monte, revestida, por amor a él, del valioso manto de púrpura. Sus servidores habían esparcido diamantes sobre la alfombra de flores a sus pies.
Ahora podía caminar Juanito por ella, lenta y dignamente, tal como corresponde a un rey.
También por la noche era muy hermosa su mirilla. Entonces miraban por ella las estrellas, y preguntaban suavemente si podían venir a visitarle. Pero casi siempre estaba Juanito demasiado cansado y prefería dormir.
Pero un día no pudo seguir durmiendo el muchacho. La molesta tos le afligía más que de ordinario, y la cabeza le dolía y ardía como si la tuviese metida en un horno; además, sobre el pecho parecía tener algo oscuro que le pinchaba y oprimía.
- ¡Socorro! - jadeó el pobre muchacho.
Entonces apareció una estrella por la mirilla.
- ¿He de venir? - preguntó.
Juanito asintió y al punto se dejó caer la estrella desde la altura del cielo. Juanito lo vio con sus propios ojos. Entonces tuvo que levantarse y salir a recibir delante de la puerta al celestial huésped.
Descendió la escalera tanteando en las tinieblas, hasta que se encontró fuera. Delante de la cabaña, en pleno monte,, aguardaba un jovencito de plateadas vestiduras.
- ¡Ven! - dijo el mensajero, y le cogió de la mano.
Juntos oscilaron por los espacios sobre la celestial vía láctea, hacia el gran jardín de las estrellas que se halla en lo alto.
Juanito echó una rápida mirada sobre sí mismo. Sí, sí, llevaba puesta su túnica real de rey del Sol. Podía presentarse, pues, ante cualquiera. Todas las estrellas se inclinaban, cuando pasaba delante de ellas. Eran muchos miles, y todas a cuál más hermosa. Finalmente llegaron al dorado portal del cielo.
- ¡Pedro, abre! ¡Viene a visitarnos el rey del Sol, Juanito!
Entonces se abrieron ampliamente los portales, y salió a recibirles el rey de los Cielos en persona.
- ¿Por qué me conceden este gran honor? - preguntó Juanito humildemente.
- Porque has tejido tu gris vestido terrenal con el oro del Sol. Tú estabas ya allá abajo como en el cielo. Por ello estás aquí como en tu casa. Si te agrada, puedes quedarte para siempre entre nosotros.
- Gracias - dijo Juanito -. Pero antes tengo que despedirme de mi madre.
- ¿Por qué quieres despedirte de ella? - le preguntó dulcemente el rey de los Cielos -. ¡Tráela contigo aquí arriba! La madre del rey del Sol debe estar también entre los invitados.
Entonces se alegró enormemente Juanito, porque iba a dar una alegría a su madre. Presuroso, hizo seña a su acompañante, y juntos se deslizaron de nuevo hacia la Tierra.
Allí abajo reinaba gran excitación. El vaquero de los Alpes corría desde el monte hasta el hogar de los pobres, en la aldea. Iba a decir a la madre de Juanito que tenía que subir al momento. Su hijito se había tendido por la mañana con alta fiebre delante de la cabaña y estaba en trance de muerte. Pero la madre de Juanito tosía también muy fuerte y no podía levantarse del lecho.
Juanito lo sabía. Se deslizó con su acompañante a través de la ventana abierta y llegó hasta el lecho de su madre, en la casa de los pobres.
- Reina madre - dijo -. ¡Levántate y ponte tu más bello vestido! ¡Ponte también la corona! Estás invitada allí arriba como huésped.
Entonces resplandecieron los ojos de la madre como el Sol, y siguió a su hijo, y fue recibida allí arriba, como él, con brillantes honores.
De la casa, empero, de los pobres, sacaron a la mañana siguiente dos ataúdes negros, y las gentes de la aldea colocaron flores sobre ellos, piadosamente.

sábado, 22 de octubre de 2011

El gran espanto "cuento suizo"

Con frecuencia me viene a la memoria el recuerdo de la pequeña chiquilla y del pequeño ratoncito, y pienso entonces en el gran espanto que sufrieron los dos.
La pequeña chiquilla estaba en su cama y proyectaba siluetas con las manitas en la pared, pues la Luna iluminaba como una lámpara. Reinaba un profundo silencio en la habitación y las personas mayores de la casa creían todas que la pequeña chiquilla dormía hacia ya rato. Y, en verdad, no hubieran sabido tampoco que estaba todavía despierta, a no ser por un pequeño ratoncito que, al hacer su paseo nocturno, dio con la naricilla en una migaja de chocolate.
- ¡Cui-cui! - gritó el pequeño ratoncillo, gozoso.
Entonces escuchó atentamente la pequeña chiquilla.
- ¡Cui-cui! - gritó de nuevo el pequeño ratoncillo, con lo cual quería decir: "¿Hay todavía más chocolate ahí?"
Buscó y rebuscó, y caminó con sus cortos pasitos de aquí para allí. De repente se encontró en la gran claridad de la luna, justamente delante de la cama de la pequeña chiquilla.
- ¡Ay, ay! - gritó ella con gran espanto, y saltó por el otro lado fuera de la cama.
El pequeño ratoncillo, sin embargo, al oír tales gritos, trepó, lleno de espanto, por la sábana y se ocultó en el lecho. Entonces gritó de nuevo la pequeña chiquilla con más fuerza que antes. El ratoncillo saltó en amplio círculo al suelo y pasó junto a los desnudos pies de la chiquilla. Entonces resonó tal grito de espanto en la habitación, que al pobre ratoncillo se le detuvo casi el corazón. Buscó desesperado la puertecita de su morada en la pared, mientras la pequeña chiquilla saltaba otra vez a la cama, se tapaba la cabeza con la manta y encogía los pies hasta tocarse la barbilla con las rodillas.
Finalmente, cuando estuvo el pequeño ratoncillo en su casita, sollozó "¡Cui-cui!", y se desplomó tembloroso.
- ¡Pobre hijo mío! - dijo la mamá ratón -. ¿Qué es lo que te ha asustado así?
- Un gigante con una voz espantosa.
"Esto puede curarlo enseguida un pedacito de sebo" pensó la mamá ratón. Fue, pues, a buscar lo que tenía, y lo puso ante la naricilla de su querido hijito. "¡Sí, sí, esto servirá!" Y, en efecto, mientras el ratoncillo roía el sebo, disminuyó su temblor.
Allí enfrente, al lado de la pequeña chiquilla, se hallaba también la madre junto a la cama. Al oír los gritos, lo echó todo a un lado y corrió en su ayuda.
- ¿Qué es lo que te ha asustado, que tiemblas y lloras de esta manera?
- ¡Un gran animal que se me quería comer!
- ¡Pobre hija mía! ¿Será eso verdad? - dijo la madre.
Pero sabía muy bien lo que podía consolar a su hijita. Sacó un pedacito de chocolate del plateado papel y cesaron de fluir al punto las lágrimas. De modo que, mientras lamía la golosina, dejó también de temblar la pequeña chiquilla.
Pronto se quedó dormida la pequeña chiquilla en su camita, y el pequeño ratoncillo se quedó dormido también en su casita. Y con ello quedaba olvidado el grande y terrible espanto con que se habían asustado uno de otro.

martes, 18 de octubre de 2011

El pequeño Lischen y la luna "cuento suizo"

La clara luz de la Luna llena brillaba a través de la ventana, precisamente junto a la pared donde estaba la camita. Por ello le era imposible dormirse al pequeño Lischen. Continuamente miraba hacia el claro rostro de la Luna. Ésta tenía ojos, que ahora empezaban a parpadear; tenía boca, que comenzaba a moverse de repente.
- Lischen, ¿por qué no duermes aún? - le preguntó la luna.
- Porque tú me contemplas así.
- Entonces no te miraré más - le dijo la Luna, y cubrió su faz con una nube.
Al momento se durmió Lischen. Entonces soñó que la buena luna había partido muy lejos y no volvería ya nunca más.
Lischen se puso a llorar. Entonces apartó la Luna rápidamente la nube que la cubría y se rió del pequeño Lischen.
- ¡Mírame! Aquí estoy yo - dijo.
Pero el pequeño Lischen tenía los ojitos tan llenos de sueño, que no podía ver bien a la luna.
- ¡Acércate! - dijo ella -. ¡Sube hasta mí!
Entonces fue Lischen quien se rió de la Luna y dijo:
- ¿Cómo he de subir si estás tan alta?...
- Te mandaré mis rayos.
Y la luna, en efecto, mandó todos sus rayos, de modo que parecían una carretera de oro. Lischen comenzó a subir por ella, hasta que estuvo muy cerca de su amiga. Pero entonces se hizo gigantesco el rostro de la luna: los ojos eran como lagos, la nariz como una poderosa montaña y la boca como un profundo, muy profundo, valle.
El pequeño Lischen quedó aterrado ante tal vista, y retrocedió corriendo. Pero el camino de rayos había desaparecido y cayó de cabeza hacia la tierra, rodeado por completo de oscuridad. Cuando; llegó abajo, se produjo un fuerte bum-bum. El pequeño Lischen se incorporó aterrado y empezó a llorar fuertemente.
Al oír el llanto, acudió presurosa su madre y tras ella vino su padre, y tras el padre, vino su hermana mayor. Cuando vieron al chiquillo, con su camisita de dormir, sentado al pie de la cama, preguntaron los tres a la vez:
- Lischen, ¿qué ha sucedido?
- He caído de la luna - sollozó el niño.
Entonces se rió el padre, y la hermana se rió también; pero la madre levantó al pobre Lischen y le preguntó:
- ¿Dónde te duele?
- Aquí, en la cabeza - dijo Lischen.
Su madre le acarició el lugar dolorido, mientras le cantaba:

Cúrate pronto,
cúrate ya.
No llores, niño,
no llores más.
Las hadas buenas
pronto vendrán,
y tus dolores te sanarán.
Cúrate pronto,
cúrate ya.

- Bueno, ahora puedes dormirte de nuevo - dijo después -; pero desearía aconsejarte una cosa: ¡no vuelvas a subirte nunca más a la Luna! ¡Está demasiado alta para un hombrecillo tan pequeño como tú!
Lischen lo prometió, firme y seguro, y así lo ha cumplido puntualmente hasta el día de hoy.

viernes, 14 de octubre de 2011

La grave enfermedad "cuento suizo"

Hubo una vez un chiquillo que no podía decir "por favor", ni tampoco "gracias". Estas dos palabritas tan corteses no querían sencillamente salirle de la boca. Sus padres se enfadaban mucho por ello, y el abuelo aún más. Pero la abuela contemplaba al muchachito, y sentía dolor.
- Está enfermo - dijo al fin -. ¡Llamad al médico!
Vino el doctor, y examinó con cuidado al chiquillo.
- No tiene absolutamente nada en el cuello ni en la lengua - dijo el sabio hombre, y se marchó de nuevo.
- Así, pues, tiene algo en el corazón - afirmó la abuela.
Nadie sabía qué hacer; nadie podía ayudar. Y, sin embargo, era una grave enfermedad y un verdadero dolor. Si venía alguna tía de visita y traía consigo buenas cosas, corría el muchacho a esconderse detrás de la casa. No quería recibir regalos, pues no podía decir "gracias", como manda la buena educación.
Una vez estaba toda la familia en el campo, en casa de unos primos y primas. En la fiesta sirvieron mosto dulce y pan moreno recién amasado y con ello también nueces tiernas. ¡Oh, qué bueno era aquello! Y todos se alegraron.
Pero al muchacho se le ocurrió que tendría que decir "por favor" y "gracias" y dejó todas aquellas apetitosas cosas y dijo que no le apetecían; prefería ir a ver los conejitos.
Pero, cuando estuvo con los conejitos, empezaron a correr libremente las lágrimas por sus mejillas. Sentía algo como un peso que le oprimía el corazón. ¡Ay¡ ¡Era tan triste no poder decir "por favor" y "gracias"! Y el mosto dulce era precisamente para él lo mejor del mundo.
Detrás de la casa de los campesinos se extendía un amplio bosque. Hacia allí corrió el muchacho para ocultar su dolor. Entonces vio junto al camino una gran mata de zarzas llena a más no poder de moras maduras.
- ¡Oh, cuántas! - exclamó el muchacho -. ¡Voy a cogerlas!
Pero, al ir a hacerlo, ¿qué sucedió? La mata retiró sus ramas y un ratoncito dijo desde dentro:
- ¡Di enseguida "por favor", y entonces podrás cogerlas todas!
El chiquillo puso hociquillos de disgusto; se volvió y siguió corriendo, pues "por favor" era justamente una de las palabras que no podía él decir.
A poco llegó junto a un avellano. Los frutos, de color pardo dorado, eran tentadores. ¡Oh, cómo recordaban la Navidad! El chiquillo corrió hacia allí. Pero, al acercarse, las ramas del avellano se irguieron con todos sus frutos hacia lo alto, y una ardilla gritó desde el árbol:
- Tú, como no puedes decir "gracias", tampoco debes coger avellanas.
Echó a correr de nuevo, disgustado, y de tanto correr sintió sed. Por eso se alegró cuando oyó entre la maleza un suave rumor, que procedía de un manantial. Pero apenas se hubo inclinado para coger agua con la mano, se retiró de pronto el manantial y desapareció en la roca.
Aterrado, levantó el chiquillo la mirada y vio junto a sí un cervatillo. El pobre animal llevaba la lengua fuera. Era evidente que venía atormentado por la sed. Pero el manantial había desaparecido y no parecía que quisiera volver a salir de nuevo. Algo se removió en el corazón del chiquillo. Acarició al animal y dijo:
- Yo tengo la culpa de que tú hayas de pasar sed. ¡Pobre cervatillo!
El muchacho sollozaba más y más, desconsoladamente. Entonces echó a hablar y dijo de manera inesperada:
- ¡Por favor, querido manantial, regálanos de nuevo tu agua!
En la roca se oyó inmediatamente como un alegre cantar. A continuación brotó el agua, y, claro como la plata, fluyó de nuevo el manantial. El chiquillo y el cervatillo bebieron. Y cuando él tuvo bastante, dijo con voz fuerte y clara:
- ¡Gracias!
Entonces se dio cuenta, de que había caído algo al suelo, a su lado. Era una piedra, que le había caído al muchacho del corazón. El chiquillo se sentía muy ligero, libre del peso que antes le oprimía. En lugar del cervatillo, empero, había ahora una hermosa hada a su lado. Esta dijo:
- Ahora estás ya curado.
- ¡Gracias! - repitió el chiquillo, y se quedó contemplándola lleno de una indecible felicidad.
Luego echó a correr, loco de alegría, y salió del bosque. De repente sintió deseos de ver a sus primos y a sus primas, y fue a buscarlos a la pradera donde estaban jugando. Cuando vieron de lejos al fugitivo, gritaron todos irónicamente:
- ¿Quieres ahora mosto dulce y pan moreno y nueces?
- ¡Sí, por favor! - dijo el chiquillo.
Entonces corrieron hacia la casa y le trajeron de todo. El chiquillo, cada vez más contento, decía:
- ¡Gracias, muchas gracias!
Y reía, sin cesar, y sentía ligero su corazón. Naturalmente: había desaparecido la piedra que le oprimía y no le dejaba decir ni "por favor" ni "gracias".
Podéis imaginaros cómo se alegraron los padres de que su hijito estuviera ahora curado de su grave enfermedad. Pero nadie estuvo más contento que el abuelo y la abuela, y el más contento de todos era el mismo chiquillo.

lunes, 10 de octubre de 2011

Los piojitos de la princesa "cuento suizo"

Las princesas son, en medio de todo, infelices criaturas. Solamente pueden jugar con sus iguales, de éstos hay, en verdad, muy pocos.
Por eso, la pequeña princesa tenía que lanzar completamente sola su pelota de oro al aire y volverla a coger de nuevo, cuando salía a jugar en el jardín del palacio. Pero esto le aburría.
Un día, desde el otro lado del muro llegó hasta ella el rumor de alegres risas. La princesita escuchó, y luego miró hacia la camarera que la vigilaba. Ésta se hallaba sentada en un banquillo; pero era evidente que estaba a punto de dormirse, pues el tiempo era bochornoso: tan pronto llovía como hacía un calor sofocante. En este momento se cerraron los ojos de la doncella. La pequeña princesa conocía la puertecilla que había en el muro. Pero sabía también que un soldado la guardaba constantemente.
Pero, ¡oh suerte! También el soldado se había dormido un poco en su garita, a causa del bochorno. Así pudo deslizarse la princesita como un ratoncillo, sin ser vista. Con curiosidad miró calle arriba, calle abajo. Un niño y una niña estaban sentados en el bordillo de la acera, entretenidos en hacer correr barquitos de papel en un arroyo de la calle. Con las puntas de los pies descalzos o con bastoncitos de caña, desviaban los barquitos que querían deslizarse en la alcantarilla. Sin embargo, si esto sucedía, reían fuertemente los dos muchachos, y él hacía entonces un nuevo barquito. Nunca había visto la princesa un juego tan agradable y entretenido como aquél.
- ¿Puedo jugar con vosotros? - les rogó la princesita.
- Por mí... - dijo el muchacho.
- Sí, con mucho gusto - dijo la muchacha.
Entonces abrazó la princesa a la muchacha y se sentó junto a ella en el bordillo de la acera. Parecía que ahora empezaba para ella una nueva vida, y esta maravilla duró casi media hora. Hasta que de pronto se oyó gritar detrás del muro:
- ¡Princesa! ¡Princesa!
Al punto se abrazaron las dos muchachas, y la princesa dijo:
- ¡Qué lástima que no pueda quedarme siempre a tu lado!
Acompañada por siete doncellas, regresó de nuevo la hija del rey a palacio, y tras ella marchaba el soldado. En el palacio se llevaban las doncellas las manos a la cabeza y gemían con desconsuelo:
- ¡Ha jugado con niños de la calle! ¡Desnudadla y arrojad todos los vestidos al fuego!...
Después la bañaron cuidadosamente. Pero cuando comenzaron a peinarle los cabellos, lanzó la primera doncella un fuerte grito.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la princesa, compasiva.
- ¡Terror sobre terror! - lamentó la doncella, y pidió a gritos una bandeja de oro.
Sobre ella colocó un pequeño puntito de color pardo, que se agitaba alegremente.
Luego reunió a las demás doncellas del servicio de la princesa. Todas se inclinaron sobre un diminuto animalillo, y la más vieja sentenció, llena de espanto:
- Es un piojito. Lo ha cogido de la andrajosa muchacha. ¡Al fuego con él!
Pero entonces exclamó la princesita:
- ¡No es ninguna muchacha andrajosa! Es mi amiga. Y el piojillo quiero conservarlo yo. No ha de ir al fuego.
Entonces se desmayaron las siete doncellas al oír semejantes cosas. La princesa, sin embargo, se apresuró a ir con la bandeja de oro hacia la reina:
- Reina, querida madre. ¡Quieren quitarme el piojito, el regalo de mi amiga! - exclamó.
Entonces se desmayó también la reina, y se llamó apresuradamente al rey. Este echóse a reír cuando supo de qué se trataba y dijo:
- Princesa, princesa, ¡Ese pequeño animalito muerde!
Hizo una seña a un soldado, v éste se llevó la bandeja de oro en que estaba el piojito. La princesita, entonces, comenzó a llorar amargamente, y no había manera de consolarla.
Como al tercer día aun siguiera llorando, hizo venir el rey a su orfebre, que era un hombre hábil y famoso en su oficio. El rey le ordenó que hiciera para la princesa un piojo de oro, el cual resultó en extremo maravilloso. Pero la princesita arrugó, al verle, la naricilla y dijo:
- Éste no puede andar.
Entonces ordenó el rey al orfebre que hiciera otro piojillo de oro que pudiera caminar. El orfebre se dio gran maña y, después de siete días de trabajo, pudo regalar el rey a su hija un magnífico piojillo que corría con sus seis ligeras patas. La princesita gritó de júbilo, y puso el piojillo sobre sus rizos. ¡Oh! ¡Cómo cosquilleaba! La princesita reía, y el rey exclamaba lleno de alegría:
- ¡Orfebre, tú has de hacer cien de estos piojitos para la princesa!
Así se hizo, como el rey mandaba, y nadie se sentía más feliz que la princesa. Pero sólo duró tres días esta felicidad. Al cuarto día, dejó caer la triste cabecita y se lamentó:
- Mis piojitos pueden caminar, pero no pueden morder. ¡Qué bien lo tienen los niños que viven fuera del palacio!... Sus piojillos muerden.
En su terquedad, no quiso ver ya siquiera los cien dorados animalitos que traía el orfebre. Los encerró todos en una cajita y los lanzó en amplio circulo por encima del muro del palacio.
Allí estaban jugando como siempre los dos pilletes: el niño y la niña de las barquitas de papel. La chiquilla abrió la cajita y comenzaron a huir de allí todos los piojitos de oro. Tan rápidos corrían, que cada uno de los dos muchachos sólo pudo atrapar a uno de ellos. Luego los llevaron a sus padres.
¡Cómo se asombraron éstos del hallazgo! Los dos piojitos de oro no sólo podían caminar, sino también buscarse para bailar los dos juntos. El padre, un diestro afilador de cuchillos y tijeras, se dio cuenta enseguida de que estos animalitos eran muy valiosos. Por temor de que el rey pudiera hacerlos buscar de nuevo, se trasladó con su familia a otro país. Esto le era fácil, pues vivían en un carro, y medios para poder vivir apilando cuchillos y tijeras los hay en todos partes.
En el país extranjero a que llegaron fueron admirados también grandemente los habilidosos animalitos. Tanto, que el rey de aquel país oyó hablar de ellos como de algo maravilloso. Entonces mandó llamar al afilador de tijeras y le compró por una gran suma los dorados piojitos bailadores.
¿Podéis imaginaros lo que, ante todo, se compraron los vagabundos con este dinero? Un peine muy fino. Con él peinó la madre los cabellos de sus hijos y sacó de ellos todos los piojitos. Desde entonces no tuvieron ya que rascarse más y pudieron dormir en adelante tranquilos. No podía negarse que eran la gente más feliz de este mundo.
La princesa lamentó, sin embargo, durante toda su vida que el orfebre del rey no fuera capaz de fabricar piojitos que no sólo caminaran y bailaran, sino que pudieran también morder.
Sí, sí; así son las princesas.

jueves, 6 de octubre de 2011

La salchicha que no quería ser asada "cuento suizo"

La salchicha de este cuento era una salchicha robada. El ladrón, que contaba tan sólo siete años de edad, era un pillete a carta cabal. Pero esta salchicha le enseñó quién era más listo de los dos.

El muchacho la había dejado caer suavemente en el bolsillo de sus pantalones, en casa del carnicero, mientras éste ponía media libra de carne en el cesto de una vieja y le decía a la vez una broma.


Ahora el propósito del pequeño bribón era asar la salchicha, pues se trataba de una verdadera salchicha para asar.


El muchacho se encontraba completamente solo en la casa. Con las prisas, sus familiares se habían olvidado de él. Todos estaban en el campo, porque amenazaba una tormenta, y el heno estaba todavía por recoger.


Este era, pues, el momento oportuno. ¡Encender deprisa el fuego y echar manteca en la sartén! Ya chisporroteaba la lumbre. Pero la salchicha decidió no dejarse asar por un vulgar picaruelo. Así, mientras el muchacho se inclinaba para echar leña en el fuego, ella se deslizó, con la misma suavidad, del bolsillo, y fue rodando hasta debajo del hogar. Ahora yacía junto a la pared, en el último rincón, donde reinaba una completa oscuridad.


Pero, como decimos, la manteca chisporroteaba ya, y el pequeño se metió rápido la mano en el bolsillo para sacar la salchicha. ¡Qué espanto! Se agachó y miró a derecha e izquierda, hacia detrás y hacia delante, y se volvió a uno y otro lado. ¡No estaba! la salchicha permanecía quietecita en su rincón, como un ratoncito asustado.

En este momento brilló un relámpago, y el trueno traqueteo por encima de la casa, haciendo temblar de arriba abajo las paredes. El chiquillo, sumamente asustado, se tapó los ojos con ambas manos. Entonces se oyó un silbido en el hogar.
- ¡Jesús! - gritó el muchacho.
La manteca caliente ardía con rojas llamaradas sobre la sartén.
- ¡Fuego! ¡Fuego! - gritó por la ventana de la cocina.
Una vecina, al oír los gritos, dejó caer lo que tenía en las manos. Acudió corriendo en su ayuda, y pudo, por fortuna, apagar todavía el fuego.
- Y ahora, vamos a ver, muchacho, ¿qué es lo que querías hacer? - preguntó.
El pequeño picaruelo negó lo azul del cielo, dando todo género de explicaciones y excusas, y la vecina le hubiera creído seguramente todo lo que decía, si no se hubiese presentado de pronto la madre. Ahora no era ya posible seguir disimulando. la sartén quemada hablaba demasiado claramente, a la madre, y la merma en la manteca tenía también lo suyo que decir.

Pero la verdad de lo ocurrido la sabía única y exclusivamente la salchicha, que no podía hablar, porque no disponía de lengua; de modo que yacía en la oscuridad sin poderse mover. Pero, a pesar de ello, supo cómo salir del apuro. Comenzó a despedir sus apetitosos aromas, hasta que el perrito se dio cuenta de ella. El perrito olisqueó, inquieto en torno al hogar. Al fin, se deslizó debajo de él y salió con la salchicha en la boca.

- ¡Ah, bribón! - exclamó la madre, dando un palmetazo a su hijo.


El pequeño bribonzuelo se volvió colorado hasta las orejas viéndose descubierto, y, mientras el perrito se comía tranquilamente la salchicha cruda, tuvo él que correr a casa del carnicero y pagarle de sus ahorros, pues en estas cosas no admitía bromas la madre.