lunes, 27 de febrero de 2012

Historia de una mujer tonta "cuento bohemio"

Ésta es la historia de una buena mujer que, con la mejor voluntad del mundo, no hacía ni decía más que tonterías.
Cierto día preguntó a su marido, cuando llevaban una semana de casados:
- ¿Qué se hace con la harina que hay en el granero?
- Nada. No hay más que sacarla de los sacos y comérsela a cucharadas.
- ¿De dónde proceden los jamones y chorizos que hay en la despensa?
- De mi última cosecha. Los jamones los recogí en las sementeras y los chorizos en el huerto. - ¿Qué es lo que hay en ese cacharro viejo, detrás de la cama?
- Semilla de calabaza. Cuando pase el cacharrero se lo daremos a cambio de uno nuevo, pues ese está ya bastante resquebrajado.
La verdad era que el cacharro en cuestión estaba lleno de monedas de plata, pero el marido, conociendo la estupidez de su esposa, no quiso decírselo por temor de que malgastase el dinero.
A la mañana siguiente, cuando el esposo se dirigió al trabajo, entregó la ropa a su mujer para que se la lavara, diciendo que no volvería hasta la tarde.
- No te preocupes. Cuando regreses la tendrás a punto - prometió ella.
Salió el marido y pocos momentos después pasó el cacharrero. La mujer, recordando que su esposo quería comprar un cacharro, se apresuró a tomar el viejo que estaba detrás de la cama y corrió a la puerta llamando al alfarero.
- ¡Eh, buen hombre! - le gritó - ¿Vamos a hacer un cambio?
- ¿Qué es lo que me ofrece y a cambio de qué? - respondió el comerciante.
- Este cacharro lleno de semillas de calabaza a cambio de otro nuevo.
El alfarero examinó el cacharro que le ofrecían, viólo lleno de monedas de plata e inmediatamente se dio cuenta de con quién estaba tratando.
- No hago gran negocio con este trueque ­ dijo, - pero por consideración a usted le dejaré que elija las vasijas que llevo en el carrito que más le agraden.
Ella escogió cuatro orzas y, mientras que el alfarero se apresuraba a perderse de vista con el jarro del dinero, la pobre tonta llevó sus adquisiciones a la cocina, intentando colocar las orzas sobre la repisa de la chimenea.
Pero allí había ya demasiados cacharros y no le cabían más que tres.
- Apretaos un poco para que este compañero vuestro pueda estar con vosotros.
Y viendo que los cacharros no se movían, cogió un bastón y empezó a golpear las orzas hasta que las hizo añicos. Entonces, muy ufana, colocó allí la cuarta y se dirigió a la despensa.
- Quiero que mi marido quede satisfecho de mí - se dijo. - Puesto que los jamones los recogió en la sementera, será conveniente que los coloque al sol para que maduren, pues tienen un color que no me gusta.
Y como lo pensó lo hizo.
Llevó los jamones al jardín y los extendió cuidadosamente; pero apenas hubo entrado en la casa, los perros y los vecinos se lanzaron sobre ellos y los hicieron desaparecer en un santiamén.
Cuando la mujer, al oír el escándalo salió, no vio más que a su perro que roía pacíficamente un hueso de jamón.
Furiosa, la tonta se propuso castigar al pobre can y después de propinarle una buena tunda de bastonazos, lo encerró en la bodega, atándolo con una cuerda al grifo de un barril lleno de vino.
Pero el perro, en su afán de liberarse, dio un violento tirón y arrancó el grifo, con lo que todo el vino se esparció por el suelo.
Cuando la mujer lo vio, no se le ocurrió otra cosa que echar sobre el mosto dos sacos de harina formando una papilla horrible.
Luego recordó que tenía que lavar la ropa de su marido, y recogiendo las camisas, calzoncillos y pañuelos, y las americanas, chalecos, pantalones y sombreros, los metió en la pila, los enjabonó concienzudamente, luego los aclaró y los puso a secar.
A la tarde regresó el esposo y ella, muy contenta, le refirió detalladamente todo lo sucedido durante su ausencia.
A medida que la tonta hablaba, el rostro del marido se congestionaba. Cuando terminó su narración, él, incapaz de contenerse, gritó:
- Me dan ganas de estrangularte... ¡Eres más tonta que el cuerno de una vaca!
La pobre mujer no comprendía el furor de su marido.
Éste, después de explicarle una por una todas las barbaridades que había cometido en su inconsciencia, le dijo:
- Vamos a buscar inmediatamente a este alfarero que se ha llevado todos mis ahorros. Corre tú por la izquierda, yo iré por la derecha. El primero que lo encuentre que avise al otro.
Partieron cada uno por su lado. Un instante después, la mujer empezó a dar gritos.
- ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acudió corriendo el esposo con tal rapidez, que llegó sofocado y vio a su mujer abrazada a un espantapájaros que ella había confundido con el alfarero.
- ¡Santo Dios! - bramó el pobre hombre. - ¿No podré sacar partido de ti? ¡Esta idiota acabará haciéndome reventar de un disgusto! ¿Cómo estaría yo para haberme...?
Interrumpióse al ocurrírsele de repente una idea, que le pareció tan brillante, que decidió ponerla en práctica inmediatamente.
- Queridita mía - dijo con voz tan dulce y afectuosa que le arrancó a la tonta dos lagrimones de placer, - ¿no has oído decir que vamos a entrar en guerra con los turcos y que las mujeres tendrán que marchar el frente?
- ¿Es posible? - preguntó ella con los ojos desmesuradamente abiertos. - ¿Oh, Dios mío, qué desgracia tan grande!
- ¿Te dan miedo los turcos, verdad?
- Claro que sí, maridito. ¿Qué me harían si me encontraran?.
- Es posible que te cortaran la cabeza, pero no te preocupes. Yo te esconderá tan bien que no podrán hallarte jamás por más que busquen.
Y esto diciendo, cogió a su mujer de una mano y se adentró con ella en la espesura del bosque. Llegado a un lugar completamente solitario, cavó una gran fosa, hizo meterse en ella a la pobre tonta y la cubrió de tierra, no dejándole fuera más que la cabeza.
Luego le recomendó que permaneciera inmóvil y sin hablar hasta que él regresara a buscarla.
Ya hacía varias horas que su marido se había alejado y la tonta continuaba enterrada sin hacer el menor movimiento ni quejarse por la incomodidad de su posición.
De pronto percibió un rumor de voces que se aproximaban. Varios hombres llegaron junto al lugar en que ella se hallaba. Eran ladrones que acababan de desvalijar una casa.
- Aquí estamos seguros. Nadie nos verá mientras contamos el dinero de nuestro botín - dijo el jefe de la banda. - Poned la luz encima de ese árbol cortado.
Había tomado por un tronco de árbol la cabeza de la tonta.
Obedecieron los portadores de la antorcha luego depositaron sobre el suelo un enorme montón de monedas de oro.
De repente, un grito terrible resonó junto a ellos. Creyéndose descubiertos, los bandidos no esperaron a indagar la causa del grito, sino que pusieron pies en polvorosa abandonando su mal adquirido tesoro.
La que había gritado era la mujer, que, confundiendo a los facinerosos con los turcos, no se pudo contener y exclamó, medio loca de terror:
- ¡Aquí están! ¡Aquí está!
Continuó gritando hasta que llegó su esposo, que la había oído desde media legua de distancia y acudió presuroso.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó,
- ¡Los turcos! ¡Los turcos! Estaban aquí y me querían quemar viva.
El marido, descubriendo el riquísimo botín abandonado por los malhechores, no tardó en darse cuenta de lo ocurrido. Libertó a la mujer, haciéndole salir de la prisión, recogió el oro y emprendieron el regresa a su casa, donde lo escondió bien y vivieron ambos felices y ricos, gracias a la tontura de aquella pobre mujer.

viernes, 24 de febrero de 2012

El gaitero y el diablo "cuento bohemio"

Jamás hubo en la región un gaitero más alegre y bullanguero que Swanda. Siempre tenía la sonrisa en los labios, siempre estaba dispuesto a organizar juergas en las que tocaba incansablemente su gaita, ejecutando alegres melodías que encantaban y divertían al auditorio arrancándole lágrimas de regocijo.
Hombre dotado de óptimo corazón, siempre estaba dispuesto a socorrer al necesitado, aunque la mayoría de las veces, sobrándole la voluntad, le faltaba el dinero, pues todo lo que ganaba y, mucho más se lo gastaba en alegres francachelas.
A pesar de sus buenos propósitos, el bueno de Swanda no había conseguido nunca sustraerse a la fascinación que el vino ejercía sobre él.
Intentaba con todas sus fuerzas no pasar nunca del primer vaso, pero, haciendo su vida en lugares de esparcimiento donde se bebía mucho, después de apurar la primera copa, invitado por un amigo, él tenía que corresponder invitando con otra pera no quedar en mal lugar; el amigo repetía la invitación y Swanda hacía otro tanto para no ser el último, con lo que al cabo de unas horas, tanto él como su amigo tenían los bolsillos vacíos y los estómagos repletos de alcohol.
Y en ésta situación, organizábanse partidas de naipes, y Swanda, tras tocar algunas piececillas en su gaita y hacer la colecta, sentábase a la mesa de juego y no se levantaba hasta que había quedado sin un céntimo o el alcohol lo dejaba dormido como un tronco, teniendo que acostarlo entre los demás jugadores debajo de la mesa para poder continuar la partida.
Cierta noche se encontraba Swanda en Mokran, donde había tenido lugar una fiesta de las grandes. El gaitero estuvo soplando desde la mañana hasta la noche en su instrumento, contratado por el comité de festejos.
Ya llevaba los bolsillos llenos de monedas de plata, pero tenía la boca tan seca como si fuese de corcho. Metióse entonces en una taberna y se negó a continuar tocando a pesar de las súplicas y dádivas de las jóvenes parejas que querían proseguir el baile.
Pidió dos botellas de vino para empezar, bebiéndolas en dos tragos, y cuando el alcohol se le subió a la cabeza, experimentó un deseo ardiente de jugar.
Entonces buscó con la vista un compañero de juego; pero no lo pudo encontrar. En la taberna, además de él, no había más personas que el dueño y un aprendiz.
Al darse cuenta de que tendría que pasar sin jugar, se puso de mal humor y pidió otra botella. Entraron al poco varios clientes a los cuales invitó a jugar, pero todos se negaron con diversos pretextos.
Exasperado, Swanda pagó el vino y salió tambaleándose. El aire fresco de la calle lo despejó un poco, pero no le hizo perder su deseo de jugar.
De repente se le ocurrió una buena idea.
- En Drazic - se dijo - hay romería y el secretario y el alcalde son dos excelentes amigos a quienes les agradará una buena partida. Voy a buscarlos y pasaremos agradablemente la noche.
ÉSta era clarísima, brillando en el cielo la luna llena como un inmenso disco plateado. Las calles del pueblo estaban iluminadas por la argentada luz y los edificios proyectaban sobre el suelo sus negras y alargadas sombras.
Swanda salió a la carretera, anduvo durante un kilómetro y luego la abandonó para seguir un sendero que debía acortar considerablemente su viaje a Drazic.
Eran las once de la noche, aproximadamente, y el gaitero contaba con llegar a su destino alrededor de las doce.
Con la gaita bajo el brazo describiendo pronunciadísimas curvas, Swanda avanzaba tropezando con todas las piedras del camino, perdiendo de vez en cuando el equilibrio y midiendo el suelo con su cuerpo. Pero él continuaba su camino después de palparse los miembros magullados, con la tenacidad propia de los borrachos.
De repente oyó un rumor de alas. Levantó los ojos y vio una bandada de cuervos que huían graznando. Dióse cuenta entonces de que se hallaba cerca de cuatro postes de gran altura, hincados en el suelo formando un cuadrilátero. Estaban unidos por su extremo superior por cuatro travesaños y del centro de cada uno de ellos colgaba el cadáver de un ahorcado, ya medio devorados por los cuervos.
Haciendo un gesto de disgusto y estremeciéndose, iba a continuar su camino, cuando vio frente a él a un individuo vestido de negro con el rostro palidísimo y los ojos tan brillantes que parecían carbones encendidos.
La presencia del desconocido le hizo dar una sacudida de sorpresa, pues no lo había oído venir, pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que Swanda no dio la menor señal de miedo, aunque tal vez esto se debiera a la enorme cantidad de vino trasegado.
Inmóviles, contempláronse los dos durante algunos segundos y en silencio, que rompió el desconocido para decir:
- ¿A dónde vas a estas horas, amigo gaitero?
- Dime primero quién eres y entonces te contestaré. Tengo la seguridad de que ésta es la primera vez que te veo.
- Es posible - repuso el desconocido; - pero mi nombre no debe preocuparte. Contéstame y ten la seguridad de que no pretendo hacerte mal alguno.
- Pues bien - declaró Swanda, - me dirijo a Drazic, donde me esperan.
- ¿No te gustaría ganar algún dinero tocando la gaita para unos amigos?
- Hum... La verdad es que ya llevo el bolsillo lleno de monedas. He estado soplando casi todo el día y ahora lo que tengo es ganas de divertirme.
- Te advierto que mis amigos y yo no pagamos con monedas de plata, sino con oro.
Y, uniendo la acción a la palabra, el desconocido sacó del bolsillo un puñado de coronas que exhibió ante Swanda. La luz de la luna arrancó de las monedas áureos reflejos.
Ante aquel argumento, el gaitero no supo qué contestar. Miró atónito a su interlocutor y ya le pareció un hombre distinguido y hasta simpático. Titubeó un instante muy corto. Luego, dijo:
- Estoy dispuesto a complaceros, señor.
- Sígueme, pues - repuso el desconocido.
Con la mente turbada por la sorpresa, la emoci6n y en mayor parte por el alcohol, Swanda echó a andar detrás de su compañero con la gaita debajo del brazo, sin fijarse en los lugares que recorría, caminando de un modo instintivo, sin romper el silencio.
Por fin el extraño se volvió al gaitero y habló así:
- Creo mi deber recomendarte algo muy importante. Los amigos con quien vamos a reunirnos te ofrecerán muchas veces vino y oro. Acepta ambas cosas y si se te ocurre darles las gracias, guárdate muy bien de pronunciar para nada el nombre de Dios. Di únicamente: "Buena suerte, hermano". No te olvides, porque si no lo hicieras como te aconsejo, podría sucederte algo muy desagradable.
Swanda comprendió perfectamente lo que le pedían, pues ya parecía haberse descorrido un tanto el velo que nublaba su inteligencia. Sin embargo, no se dio cuenta del lugar en que se hallaba ni de lo que le rodeaba. Vióse de repente en un estancia lóbrega, oscurísima, donde había tres hombres tan pálidos y enlutados como su acompañante, sentados en una mesa, jugando a las cartas. La escena estaba iluminada únicamente por el brillo de los ojos de los jugadores.
Swanda vio sobre la mesa tres grandes montones de monedas de oro y un enorme jarro de vino del que los extraños personajes bebían sin cesar.
- Hermanos - dijo con voz cavernosa el que acompañaba al gaitero, - permitidme que os presente a mi querido amigo Swanda, a quien ya conocéis de oídas por la fama de que disfruta. En este día en que celebramos una fiesta, me ha parecido conveniente traerlo para que amenice nuestra noche.
- ¡Ha sido una idea magnífica! - exclamó entusiasmado uno de los jugadores.
Y alargando el jarro al gaitero, añadió: - ¡Bebe lo que quieras, muchacho! Debes estar sediento.
Swanda vaciló un instante, pues no sentía gran confianza, más, al fin, decidióse y bebió.
El vino estaba algo caliente, pero no tenía mal sabor, por lo cual repitió la libación. Luego, dejó el jarro sobre la mesa, quitóse el sombrero y, recordando la recomendación de su acompañante, dijo limpiándose los labios con el revés de la manga:
- Buena suerte, hermano.
- Gracias - respondi6 el jugador. - Tócanos algo alegre ahora y luego jugarás con nosotros.
Hinchó Swanda la gaita y empezó a interpretar música de baile, graciosa y juguetona. Jamás, durante todo su vida, alcanzó tanto éxito como en aquella ocasión. Cada nota estremecía de placer a los jugadores. Sus ojos lanzaban llamas y se reían sin mover un músculo, mientras hacían tintinear los ducados sobre la mesa.
El jarro pasaba sin cesar de una mano a otra, todos bebían y, ¡cosa extraña! el vino no se terminaba nunca, aunque nadie se preocupaba de llenar el recipiente.
Cada vez que Swanda terminaba de ejecutar una de sus melodías, los jugadores le tendían el jarro y él bebía un trago larguísimo. Luego, cuando volvía a dejar el cacharro sobre la mesa, aquellos hombres extraños le echaban sendos puñados de monedas de oro en el sombrero, mostrando así el placer que les había ocasionado con su música.
- Buena suerte, hermanos - respondía él para corresponder a su generosidad, aturdido por
su buena fortuna. - Buena suerte, hermanos.
Inmediatamente rompía a tocar de nuevo canciones cada vez más alegres, no solamente por sí mismas, sino también por el estado de ánimo en que eran acogidas.
Duró de este modo la fiesta largo rato, sin que los personajes pálidos dejaran de mostrar su agrado con sus repetidas dádivas ni se fatigaran por la diversión continuada.
Swanda empezó a tocar un vals, y a sus notas cadenciosas, los enlutados, frenéticos y enloquecidos, se levantaron y, agarrándose unos con otros, formando parejas, se pusieron a danzar con una exaltación que contrastaba singularmente con sus rostros helados e inexpresivos.
De pronto, uno de los que bailaban junto a la mesa tomó el oro que quedaba y llenó con él los bolsillos y el sombrero del gaitero,
- ¡Quédate con todo eso! - dijo. - Todo el oro del mundo no sería suficiente para pagar el placer que nos estás proporcionando.
Swanda, deslumbrado, fuera de sí ante aquella inmensa riqueza, tan grande como inesperada, dejó de tocar y, olvidando la recomendación de su acompañante, exclamó lleno de gratitud y respeto:
- ¡Qué Dios os bendiga, bondadosos señores!
A aquellas palabras, los extraños danzantes, la mesa, las sillas, todo cuanto había en la estancia y la estancia misma, desaparecieron sin dejar rastro.
No obstante, él, sin darse cuenta de nada, prosiguió tocando con gran ardor, creyendo que todavía estaban escuchando.
Un campesino que pasaba cerca de allí a la mañana siguiente, oyó los sones de la gaita y se aproximó diciéndose:
- Debe de ser Swanda el que toca. Pero, ¿por qué diablos se le ocurrirá hacer música a estas horas?
Un momento más tarde descubría al gaitero y el labriego quedó pasmado de asombro al contemplar la extraña escena.
No era para menos. Swanda, a horcajadas en lo más alto del patíbulo, de donde colgaban los cuatro cadáveres, proseguía sus acordes con el mayor entusiasmo, mientras el viento agitaba los ahorcados, dando la impresión de que bailaban.
- ¿Qué diablos haces ahí, Swanda? ¿Desde cuándo te has convertido en cuclillo? - le apostrofó el aldeano cuando se recobró de la sorpresa.
Estas palabras tuvieron la virtud de despertar al gaitero del extraño sueño en que se encontraba. Apartó de sus labios la caña de la gaita, abrió los ojos y, sorprendido, giró la vista a su alrededor, clavando finalmente la mirado en el campesino que le había dirigido la palabra.
Estremeciéndose de pavor, recordó lo sucedido y se palpó los bolsillos. Alargándose su rostro a medida que lo hacía, al comprobar con dolorosa sorpresa que no sólo habían desaparecido las coronas, sino que ni siquiera conservaba una sola moneda de plata.
El descubrimiento le hizo palidecer; miró la horca, en la que continuaban balanceándose los cadáveres, se santiguó apresuradamente y, volviéndose al campesino, que lo contemplaba pasmado, le dijo:
- Vámonos inmediatamente de aquí, por Dios.
Alejáronse apresuradamente de aquel lugar macabro y Swanda no abrió la boca mientras no perdió de vista la fatídica horca. Luego, acosado a preguntas por su compañero, le refirió su aventura.
El campesino le dijo:
- Creo, Swanda, que Dios te ha dado al diablo por compañero a causa de tu desmedida afición por el vino y por el juego.
- Es posible - respondió Swanda sin poder contener un estremecimiento. - Pero te juro que no volveré a beber ni a jugar más en lo que me queda de vida.
Cuando llegaron al pueblo, el gaitero, que quería liberar su alma del¡ peso que la oprimía, fue a confesarse con el párroco y a pedirle su opinión.
El ministro de Dios, después de escucharle con gran atención, le dijo:
- Hijo mío. Veo la mano del Altísimo en lo que te ha sucedido. Él, con su infinita sabiduría, ha querido demostrarte la senda equivocada que seguías. Que te sirva de escarmiento y te dé fuerzas para perseverar en tu arrepentimiento.
El gaitero reiteró su promesa de corregirse y, no queriendo continuar soplando en una gaita que había hecho bailar al diablo, la ofreció, por consejo del sacerdote, al templo del lugar, donde todavía puede verse colgada ante el altar de la Virgen.
Swanda no faltó jamás a su promesa. Continuó siendo el alegre gaitero que todos conocían, pero cuando notaba su boca seca, después de haber estado tocando durante mucho tiempo, no bebía nunca más que agua o a lo sumo, un vaso de cerveza.
Llegó a ser un hombre respetado por la pureza de sus costumbres, ganando mucho dinero, que, como ya no lo malgastaba en francachelas ni vicios, pudo ahorrar en gran parte y llevar una vida cómoda y regalada, gozando, por su generosidad y sus obras de caridad, del respeto sincero y el agradecimiento de amigos y conocidos.

martes, 21 de febrero de 2012

El pobre y el rico "cuento bohemio"

Éranse una vez dos hermanos, de los cuales, mientras que el primero nadaba en la abundancia, el último se hallaba sumido en la más negra de las miserias.
Un día en que el pobre se encontraba en el campo custodiando las gavillas de trigo de su riquísimo hermano, vio desde el lugar que había elegido para dormitar, entre dos haces de paja, una figura femenina que espigaba los surcos y amontonaba las espigas que recogía sobre las gavillas.
Cuando la mujer pasó junto a él, se levantó de repente y, asiéndola por un brazo fuertemente, le dijo:
- ¿Quién eres tú?
- Soy la Buena Suerte de tu hermano - dijo la desconocida - y recojo las espigas que han quedado en los surcos para que aumenten su cosecha.
El pobre titubeó un momento, luego preguntó:
- ¿Sabrías decirme dónde está mi Buena Suerte?
- Por Levante - contestó enigmáticamente el hada a tiempo que desaparecía.
Inmediatamente el desgraciado decidió emprender un viaje en busca de su suerte. Muy de madrugada, cuando iba a salir, surgió la Miseria de detrás del horno y le rogó llorando que se la llevara con él.
- ¡Pobrecilla! - exclamó él. - ¿No te das cuenta de que el camino es muy largo y tú estás muy débil y enteca?
- Quiero ir contigo - insistió ella.
- Bueno, métete en este frasco vacío y te llevaré.
Metióse la Miseria sin vacilar en el frasco y el pobre lo tapó fuertemente; luego, guardándose el frasco en el bolsillo, emprendió la marcha hacia el lugar en que salía el Sol.
Anda que te andarás, llegó a la orilla de un pantano en cuyas cenagosas aguas arrojó el frasco, librándose así de la Miseria.
Algunos días después entró en una gran ciudad, siendo aceptados sus servicios por un acaudalado noble, que le ordenó que le cavase una cueva profunda.
- No pienso pagarte nada por tu trabajo - le advirtió el noble; - pero cuanto encuentres cavando puedes considerarlo tuyo.
El pobre hombre empezó a cavar y a las dos horas tropezó con un terrón de oro; pero como era un hombre honrado, corrió a entregar a su amo la mitad y continuó cavando.
Al cabo de algunas horas más, su azadón chocó con un cuerpo duro. Dejó el utensilio en el suelo, arañó la tierra con las manos y no tardó en descubrir una pesada puerta de hierro, que abrió con ayuda del pico.
Encontróse en un inmenso subterráneo atestado de monedas de oro y plata y joyas deslumbrantes de metales y piedras preciosas.
Estaba el pobre hombre contemplando con ojos atónitos aquel inmenso tesoro, cuando se volvió de repente, presa de pánico, al oír una voz que parecía provenir de un arca cerrada, que gritaba:
- ¡Ábreme! ¡Por Dios, ábreme!
De momento el trabajador se asustó y tuvo intenciones de echar a correr. Pero luego se dijo que era indigno de un hombre aquel miedo e hizo un esfuerzo para recobrar la serenidad. Y en cuanto lo hubo conseguido, avanzó hasta el arca y abrió la tapa. Instantáneamente salió de allí una doncella hermosísima vestida de blanco, que se inclinó ante él y le dijo:
- Yo soy la que has estado buscando hace tanto tiempo..., tu Buena Suerte. Desde hoy en adelante no te abandonaré jamás, como tampoco a nadie de tu familia.
Y tras pronunciar estas palabras desapareció.
El pobre, mejor dicho, el ex pobre, compartió sus riquezas con su señor, quedándole a pesar de ello una espléndida fortuna que aumentaba incesantemente. Sin embargo, su actual opulencia no le hizo olvidar sus tiempos de penuria y socorrió generosamente a sus vecinos pobres.
Un día en que paseaba por la ciudad, se encontró con su hermano, que había ido a ella en viaje de negocios. Inmediatamente, después de abrazarlo cariñosamente, lo invitó a comer en su casa y le contó detalladamente todo cuanto le había acaecido. Túvole hospedado en su hogar durante todo el tiempo que duró su estancia en la ciudad; luego, al despedirle, le llenó los bolsillos de oro y lo colmó de ricos presentes para su esposa e hijos.
Pero el hermano rico carecía de sentimientos nobles y concibió una envidia terrible por el otro.
Camino de su casa daba vueltas a su cabeza buscando un medio de hacer volver la Miseria junto a su hermano, y cuando llegó al lugar en que aquél había arrojado el frasco, se desnudó y estuvo buceando en el fango hasta que consiguió dar con él.
Entonces lo abrió y dio libertad a la Miseria, que, inmediatamente, recobró su forma natural y empezó a dar saltos y cabriolas, loca de alegría abrazándolo, besándolo y expresándole de mil modos su agradecimiento.
- Mi reconocimiento será eterno - dijo finalmente; - os prometo no abandonaros jamás ni a ti ni a tu familia.
Inútilmente intentó el envidioso desembarazarse de aquella importuna, diciéndole que la había libertado por orden de su antiguo dueño y que, por lo tanto, era a él a quien debía el agradecimiento y a quien estaba obligada a acompañar eternamente.
La Miseria le acompaño hasta su hogar, y a partir de aquel momento la suerte del hermano rico y envidioso cambió por completo. El ignoraba que la liberación de la Miseria había de redundar en su propio perjuicio, pues se figuró que al destapar la botella que sacara del fondo del agua, la Miseria volvería al lado de su hermano. Pero, como ya se ha dicho, se equivocó. En el camino fue asaltado por una banda de ladrones que lo despojó de todo cuanto llevaba. Llegado que fue a su pueblo, encontró su casa convertida en un montón de cenizas, sus cosechas destruidas por la crecida del río, su familia ahogada en la inundación.
Y desde aquel momento no le quedó más fortuna ni más amigo que la Miseria.

domingo, 19 de febrero de 2012

La Miseria "cuento bohemio"

Un labrador muy pobre tenía una hija hermosísima, de la cual estaba enamorado un viejo solterón, el mayor propietario de la aldea.
Como quiera que la muchacha no sentía el menor cariño por aquel anciano y los padres tampoco habrían consentido en aquella boda desigual, el decrépito pretendiente los atormentaba todo cuanto podía, encargándoles faenas rudísimas y castigándoles cruelmente par el motivo más insignificante.
El pobre aldeano no pudo resistir más y un día decidió abandonar aquel lugar.
En la choza que les servía de morada percibíase a menudo un ruido tan extraño como misterioso, pero por más que habían estado buscando hasta dentro del horno, por donde se distinguía con más precisión, no pudieron encontrar la causa.
Sin embargo, el mismo día de la marcha, cuando ya habían cargado en el desvencijado carricoche sus últimos trastos, percibieron el ruido mucho más intenso que de costumbre y, de repente, vieron surgir de detrás del horno una figura raquítica y pálida de mujer.
- ¿Qué es esto? - inquirió el labriego sorprendido.
- Parece un ánima del Purgatorio - respondieron la madre y la hija, santiguándose devotamente.
- No soy un ánima, amigos míos, - repuso la aparición. - Soy vuestra amigo Miseria y si os trasladáis de aquí, me iré con vosotros a vuestra casa. Os he tomado tanto cariño que no quiero abandonaros.
El campesino, que no era tonto, y sabía que por las malas no podría conseguir que la Miseria se quedara allí, decidió usar la astucia y, haciéndole una profunda reverencia, le habló de este modo:
- Sea como tú quieres, mi bella amiga, pero ya que vas a venir con nosotros, justo es que nos ayudes a cargar estos bultos.
Accedió la Miseria y se dispuso a llevar algunas cosas de poco peso, pero el astuto campesino exclamó:
- ¡Deja eso! ¡Ya lo llevará mi mujer que es débil! ¡Tú ayúdame a cargar un tronco de encina que hay en el patio!
Dirigiéronse al lugar citado y el labriego clavó de un fuerte golpe su hacha en el centro del leño, rogando a la Miseria que le ayudase a transportarlo.
Cuando la pálida mujer titubeó buscando el mejor modo de asirlo, el hombre le indicó la grieta que acababa de hacer en el tronco con el hacha.
Introdujo la Miseria en ella los dedos. Entonces el labrador, retiró el hacha de repente y los largos y demacrados dedos quedaron fuertemente atenazados sin que su dueña consiguiera liberarse a pesar de sus esfuerzos y gritos.
Recogió el labrador rápidamente sus muebles y emprendió el éxodo en busca de un hogar mejor, estableciéndose en otra aldea, donde le acompañó la fortuna de tal manera, que no tardó en convertirse en un rico propietario.
Su hermosa hija contrajo matrimonio con el único hijo de un acaudalado labrador, viviendo ambas familias, completamente felices, bendiciendo a Dios,
Entretanto, el rico propietario de la otra aldea, el viejo enamorado de la hija del campesino, cuando se enteró de la huída de éste, buscó un nuevo arrendatario para la choza que había quedado abandonada. Cuando la estaba mostrando a su nuevo locatario oyó los gritos de la Miseria, y, desconociéndola, metió un palo grueso en la hendidura del tronco, consiguiendo liberarla.
Desde entonces la pálida figura no se separó un momento de su salvador y el malvado propietario fue perdiendo una a una todas sus posesiones hasta quedar reducido a la más espantosa pobreza.

jueves, 16 de febrero de 2012

El lenguaje de los animales "cuento bohemio"

Hace ya muchos, muchísimos años, había un pastorcillo que apacentaba sus ovejas en lo más intrincado de un bosque espesísimo.
De repente oyó un silbido espantoso y, encaminándose hacia el lugar de donde procedía, percibió una hoguera sobre la cual se retorcía una serpiente que, al ver acercarse al jovenzuelo, le rogó encarecidamente que la salvara.
El pastor, sin pensarlo dos veces, alargó su cayado y el reptil ascendió por él, llegando hasta el cuello de su salvador, donde se enroscó con fuerza terrible.
- ¿Es esa la forma que tienes de recompensarme por haberte salvado la vida? - exclamó el pastorcillo.
- No tengas miedo. No pienso hacerte mal alguno, sino todo lo contrario. Llévame a la casa de mi padre, el rey de las serpientes, y te lo demostraré.
Obedeció el zagal de mala gana y al cabo de muchos días de andar, atravesando montes, bosques y ríos, llegó ante la puerta de una caverna donde infinidad de serpientes, formando una tupida cortina, vedaban la entrada.
El ofidio enroscado al cuello del pastorcillo emitió un tenue silbido y las serpientes guardianas se destrenzaron, descubriendo la entrada de la cueva.
- Antes de penetrar aquí - dijo al muchacho - te voy a dar un consejo. Cuando mi padre te ofrezca oro y plata, y la satisfacción inmediata de todos tus deseos, respóndele que no quieres mas que comprender el lenguaje de los animales.
- Así lo haré - respondió el pastor de mala gana.
El rey de las serpientes preguntó a su retoño el motivo de su prolongada ausencia y ésta le relató lo ocurrido, declarando que debía la vida a la intervención del pastorcillo.
- Hijo mío - dijo entonces el soberano, dirigiéndose al pastor, - ¿qué recompensa deseas por haberme devuelto a mi hija?
- Mi mayor anhelo sería poder comprender el lenguaje de los animales - respondió sin vacilar el muchacho.
Trató el monarca de disuadirle de aquella idea, afirmando que era peligroso, pero, viendo que persistía tenazmente en su decisión, le sopló tres veces en la boca, ordenándole que hiciera lo mismo con él y a continuación le dijo:
- Tu deseo está satisfecho; pero has de procurar no revelárselo a nadie, porque si lo hicieses morirías.
Volvió el pastor a su rebaño, tendiéndose en el suelo para descansar. Vio entonces venir volando dos cornejas que, posándose en las ramas de una encina, empezaron a charlar animadamente.
- Si ese zagalillo supiera que en el mismo lugar donde está tendido ese cordero negro hay oculto un gran tesoro, lo desenterraría y se haría rico,
Cuando las cornejas se hubieron marchado, el pastorcillo se apresuró a cavar en el lugar donde había estado tendido el cordero negro y sacó un arca llena de monedas de oro hasta rebosar.
Ya rico, convertido en uno de los más opulentos propietarios de la comarca, obsequió a sus pastores y aparceros en la noche de San Esteban con un espléndido banquete, mientras él se iba a guardar los rebaños para relevar a sus servidores.
De pronto oyó en la oscuridad la voz de un lobo que decía a otro:
- ¿Vamos a comernos un par de corderos?
Los perros guardadores del ganado le respondieron aullando:
- ¡Venid, venid, nosotros también participaremos del festín!
Únicamente uno de los canes, ya viejo y sin
dientes, declaró:
- Mientras yo viva no permitiré que perjudiquéis los intereses de nuestro amo.
Y esto diciendo se lanzó denodadamente sobre los lobos. El ex pastor contribuyó también a ahuyentar a los feroces animales enarbolando su cayado. Luego, acarició al viejo mastín y se echó a dormir.
A la mañana siguiente ordenó a sus criados que mataran a todos los perros, con excepción del más viejo y fiel, obedeciéndole los servidores con profunda pena, pues eran verdaderamente magníficos.
Poco después, cuando el rico propietario se encaminaba a su casa en compañía de su esposa, el caballo en que aquél cabalgaba, que iba al trote, le dijo a la yegua que conducía a la mujer:
- ¿Por qué vas con ese paso tan cansino?
- Porque mientras tú no llevas más peso que el de nuestro amo, yo llevo el de su mujer, su hijo y mi potro.
Al oír esto, el buen hombre no pudo contener la carcajada. Su esposa, llena de curiosidad, preguntó al marido la causa de aquella repentina hilaridad,
- No es nada - respondió él. - Es que me he acordado de pronto de un chascarrillo que tiene mucha gracia.
La mujer se empeñó entonces en que se lo refiriera, pero él, que carecía de imaginación, no pudo forjar ninguna historieta divertida, despertando las sospechas de la esposa, que continuó martirizándole durante todo el trayecto, y aun después de llegar al hogar, para que le revelara lo que le había hecho reír de tan buena gana.
Finalmente, el hombre le confesó que si le descubriera lo ocurrido moriría en el acto.
- ¡Ah! - respondió ella, pensativa. - No sabía que se tratara de una cosa tan grave.
Pero al cabo de un momento de reflexión, la curiosidad pudo en ella más que el amor de esposa y añadió:
- Dímelo aunque te mueras.
En vano quiso el labrador eludir la respuesta; ella continuó porfiando para saber el misterio.
Con el fin de ganar tiempo, y ver si ella se arrepentía y desistía de su peligrosa curiosidad, el esposo ordenó abrir una fosa para él y cuando la tuvo hecha, descendió a ella y gritó a su mujer:
- Baja aquí conmigo; pero he de advertirte por última vez que, tan pronto como satisfaga ese deseo tuyo, caeré muerto a tus pies, como herido por el rayo.
A continuación miró por vez postrera en toro suyo, y, al ver al viejo mastín, que acababa de regresar acompañando al rebaño, rogó a su esposa que le diera un trozo de pan.
El fiel perro, sin conceder una ojeada al pan, se echó a llorar desconsolado.
El gallo de la casa, al ver el poco caso que el perro hacía al pan, acudió corriendo y empezó a picotearlo con gran satisfacción.
- ¿Cómo te atreves a comer, cuando nuestro amo está a punto de morir? - preguntó el perro, enojado, al gallo.
- Si muere es por tonto - replicó éste. - Yo tengo decenas de mujeres y si cae en el corral un grano de maíz o un trozo de pan, soy yo siempre quien se lo come, de grado o por fuerza. Cuando alguna de ellas se insolenta, le caliento la cresta a picotazos y ya no vuelve a replicar. De este modo las tengo siempre más suaves que un guante. Sin embargo, nuestro amo se deja avasallar por una sola. Bien merece lo que le espera.
Al oír estas palabras, el marido dio un salto de la fosa, fue corriendo a su casa ante el asombro de su esposa, recogió su cayado, y dio tan formidable tunda a la mujer, por curiosa y falta de corazón, que ya no le quedaron a ésta alientos para volver a preguntar el motivo de su risa.

lunes, 13 de febrero de 2012

Un extraño cabello "cuento bohemio"

Había una vez un hombre tan pobre y con tanta familia que no podía mantenerla, por lo que más de una vez había pensado dar muerte a sus hijos con sus propias manos para no verlos morir poco a poco de inanición.
Sólo los fervientes ruegos de su horrorizada esposa consiguieron disuadirle de su propósito.
Una noche vio en sueños a un niño que le habló de este modo:
- No ignoro, pobre hombre, que tu miseria te ha hecho pensar algunas veces en inmolar a tus famélicos hijos, con lo que habrías perdido tu alma para siempre. No te preocupes, tus penas cesarán muy pronto. Mañana, cuando te levantes, encontrarás debajo de tu cabecera un espejo, un collar de coral y un pañuelo bordado.
"Coge estos tres objetos sin mostrarselos a nadie, y atraviesa el bosque hasta llegar al río que lo cruza. Remonta luego el curso de la corriente hasta su nacimiento y hallarás una doncella tan radiante como el mismo Sol, con una cabellera tan abundante que le cubre la espalda.
"Vuelvo a advertirte que guardes silencio, ocurra lo que te ocurra, y procura que no se te enrosque al cuello ninguna serpiente de los muchas que pululan por allí.
"Ten en cuenta que si pronuncias alguna palabra delante de la doncella te hechizaría y te convertiría en un pez o cualquier otro animal comestible.
"Cuando ella te pida que le rasques la cabeza, hazlo sin vacilar. Busca un cabello que tiene tan rojo como la sangre y arráncaselo. Cuando lo tengas en tu poder, huye con tanta velocidad como puedas. Ella te perseguirá, pero tú no te asustes. Tírale a los pies, en primer lugar, el pañuelo bordado, luego el collar y, finalmente, el espejo. Eso la hará detenerse.
"Tan pronto como estés a salvo, vende el cabello a cualquier hombre acaudalado, pero no te dejes engañar, pues has de saber que tiene un valor inmenso. Con el producto de su venta te convertirás en un hombre rico y podrás mantener a tu familia con gran holgura."
Por la mañana, cuando el pobre hombre despertó, halló debajo de la cabecera los objetos que le indicara el niño que había visto en sueños.
Inmediatamente se vistió, se los metió en un bolsillo y se dirigió al bosque hasta llegar al río, remontándolo luego hacia su nacimiento.
Encontró a la doncella sentada al borde de un lago, enhebrando rayos de sol en una aguja y, bordando una tela extendida sobre un bastidor. Aquella tela estaba tejida con cabellos de héroes"
Cuando el pobre hombre vio a la hermosa hada, se inclinó profundamente, sin pronunciar una palabra.
Ella se levantó y le preguntó:
- ¿De dónde vienes, caminante?
Él le dio la callada por respuesta.
- ¿Quién eres? - tornó a preguntar la doncella.
Silencio.
- ¿Qué quieres de mí?
El mutismo más absoluto por parte del recién llegado.
Nuevas preguntas no obtuvieron la menor contestación del pobre caminante, que permaneció mudo como una estatua, aunque le dio a entender por medio de gestos que no podía hablar y que acudía a ella en espera de auxilio.
Finalmente, el hada le rogó que se sentara sobre el borde de su túnica y, cuando él hubo obedecido, ella posó su hermosa cabeza sobre las rodillas del pobre para que éste le rascara el cuero cabelludo.
Él estuvo buscando el cabello rojo como la sangre; cuando lo encontró se lo arrancó de un tirón, se incorporó y echó a correr.
El hada, al darse cuenta, se levantó a su vez y emprendió la persecución, avanzando a saltos con la velocidad de la gacela del desierto.
Cuando él volvió la cabeza y se dio cuenta de que ella estaba a punto de alcanzarle, se sacó del bolsillo el pañuelo bordado y se lo arrojó a los pies.
La doncella, al verlo, se detuvo, lo recogió y estuvo contemplándolo largo rato, admirando la belleza de su ejecución.
Ya se había adelantado el pobre hombre un buen trecho, cuando el hada se guardó el pañuelo en una manga y reanudó la persecución con creciente velocidad.
Viéndose en peligro de nuevo, el fugitivo sacó el collar de coral y lo tiró a los pies de su perseguidora, consiguiendo que se detuviera de nuevo a admirar el soberbio brillo de aquel objeto rojizo. Pero al cabo de un instante, cuando ella se dio cuenta del ardid, arrojó furiosamente al suelo el pañuelo y el collar y redobló con enconada furia la velocidad para alcanzar al ladrón de su cabello.
No tardó en llegar tan cerca de él, que el pobre percibió perfectamente el jadeo de su respiración; pero entonces se volvió y echó a sus pies el espejo.
Un objeto como aquel, que el hada no había visto nunca, no pudo por menos que llamar extraordinariamente su atención.
Permaneció un buen rato mirándolo en silencio, sin atreverse a cogerlo; pero al fin lo levantó del suelo y, al ver su imagen reflejada en el límpido y azogado cristal, creyó que se trataba de otra doncella desconocida.
Más de media hora estuvo haciendo visajes y gestos que la desconocida repetía; por último, dándose cuenta del engaño, quiso reanudar la persecución, pero ya era demasiado tarde: el campesino había llegado a su domicilio y se hallaba fuera de su alcance.
Entonces, malhumorada, regresó al lago, donde permaneció llorando desconsoladamente durante cinco años y dos días.
El pobre hombre, una vez a salvo, enseñó a su esposa el extraño cabello, refiriéndole detalladamente el sueño y todo lo ocurrido.
La esposa empezó burlándose de él; sin embargo, el pobre hombre se dirigió a la ciudad y voceó a grito pelado que vendía un cabello maravilloso, rojo como la sangre.
Un corro de curiosos lo rodeó enseguida. Un chusco ofreció una corona por el cabello; otro aumentó la oferta a dos; un tercero la dobló... Finalmente, llegaron a dar cien coronas por el cabello.
Pero la noticia del extraño hallazgo había llegado a oídos del rey, que envió a uno de sus jefes de escolta y ofreció cien mil coronas por aquel objeto, tan inútil al parecer.
El pobre hombre aceptó, se dirigió al palacio y entregó al monarca el cabello, recibiendo a cambio el dinero prometido.
Cuando el soberano quedó solo, hendió el cabello de punta a punta con una daga mágica y halló escrita en su interior la historia del mundo desde sus comienzos hasta los días en que esta historia sucedió.
El pobre hombre, ahora rico, vivió muchos años en la opulencia, rodeado de su mujer e hijos, respetado y feliz.

viernes, 10 de febrero de 2012

Llanto de perlas "cuento bohemio"

Érase una viuda riquísima que tenía un hijastro gallardo y apuesto, una hijastra de una hermosura maravillosa y una hija pasadera y gracias.
Los cuatro vivían bajo el mismo techo, pero los hermanos recibían, como es costumbre en los cuentos, un trato diferente, cosa frecuente entre los hijos que no son de una misma madre.
La hija, que era soberbia, indócil, vanidosa y charlatana, recibía todas las caricias y halagos de la madre, mientras que al hijastro, dotado de nobilísima naturaleza y lleno de la mejor voluntad, lo abrumaba con las más arduas faenas, riñéndole sin cesar y motejándole de holgazán y de inútil.
En cuanto a la hijastra, de belleza peregrina y bondad angelical, la torturaba sin cansancio, calumniándola y haciéndole la vida imposible.
Un domingo por la mañana, poco antes de dirigirse a oír misa, la hijastra se entretuvo un momento en el jardín para hacer unos ramilletes de flores destinados al altar de la Virgen. No había hecho más que cortar algunas rosas, cuando, de repente, percibió un ruido de pasos y, volviendo la cabeza, vio a tres mancebos apuestos y gentiles, vestidos de blanco, que tomaron asiento en un banco.
Casi en el mismo instante apareció un anciano que se dirigió o ellos para pedirles una limosna.
La muchacha, aunque cohibida en el primer momento por la presencia de los tres desconocidos, cuyos albos vestidos irradiaban luz, se repuso enseguida y, haciendo un gesto al anciano para que se acercara, sacó de su escarcelaEspecie de bolsa que pendía de la cintura la última moneda de cobre que le quedaba y se la dio.
El mendigo murmuró algunas frases de agradecimiento, echó en su zurrón la moneda y, extendiendo su mano sobre la cabeza de la hermosa joven, dijo dirigiéndose a los tres mancebos:
- Ya habéis visto que esta huerfanita es tan paciente en la desventura y tan generosa y compasiva con los desvalidos, que no titubea en darles todo cuanto posee. ¿Qué le deseáis como premio a su bondad?
El primero respondió:
- Que cuando llore, sus lágrimas se conviertan en perlas.
El segundo añadió:
- Que al sonreír broten rosas perfumadas de sus labios.
El tercero terminó:
- Que cuando sus manos toquen el agua, nazcan pececillos de todos los colores del Arco Iris.
- Amén - dijo el anciano.
Y los cuatro personajes desaparecieron.
Aunque la muchacha no lo sabía, el anciano y los tres mancebos no eran otros que Dios y tres de sus ángeles.
La hermosa joven corrió alborozada a su casa, pero la madrastra le salió al encuentro y, abofeteándola cruelmente, la apostrofó:
- ¿Dónde te has metido, mala pécora?.
La pobrecita se echó a llorar amargamente. Y he aquí que, en vez de lágrimas, fueron perlas lo que cayeron de sus ojos.
La viuda, sin deponer su injusto enojo, las recogió codiciosamente, provocando la sonrisa de la hijastra, con lo que de sus labios entreabiertos surgió un torrente de perfumadas rosas, que excitaron el entusiasmo de la misma madrastra.
Poco después, la angelical criatura echó agua en un vaso para poner en él las flores recogidas en el jardín. No bien hubo introducido uno de sus delicados deditos en el líquido elemento, cuando el vaso se llenó de policromos pececillos lindísimos y juguetones.
Ante aquel prodigio que se repitió una y otra vez, la madrastra empezó a hacerle preguntas, no tardando en conseguir que la dulce niña le revelara el secreto de lo sucedido en el jardín.
El domingo siguiente la viuda envió a su propia hija a que fuese a cortar flores para hacer un ramillete destinado al altar de la Virgen, dándole al mismo tiempo instrucciones sobre la forma en que debía obrar cuando viese aparecer al anciano y los tres mancebos.
Algunos minutos después de llegar la muchacha al jardín, vio a los tres donceles sentados en el banco. De sus vestidos se escapaba la luz a raudales. Junto a ellos había un anciano con aspecto de mendigo. Ella sacó entonces de su escarcela una moneda de oro, la contempló un instante, y, finalmente, obedeciendo las órdenes de su madre, pero de mala gana, se la arrojó al anciano, que la recogió y se la metió en el zurrón. Inmediatamente se irguió el viejo y dijo a los tres ángeles:
Esta niña mimada es antipática, perversa... Su corazón está seco para las desgracias del prójimo... Bien sabéis la causa de su poco espontánea generosidad de hoy. ¿Qué don os parece bien que le otorgue?
El primero respondió:
- Que sus lágrimas se conviertan en lagartos.
El segundo añadió:
- Que al sonreír salgan horribles sapos de su boca.
Y el tercero terminó:
- Que al tocar su mano el agua nazcan en ésta serpientes venenosas.
- Amén - dijo el anciano.
Y al instante desaparecieron.
Aterrorizada la muchacha se dirigió a su casa para comunicar a su madre lo ocurrido. Intentó sonreír para tranquilizar a su madre que la miraba sobresaltada, pero al punto salieron montones de sapos horribles de su boca. Saltáronsele las lágrimas y éstas se convirtieron en lagartos. Y, cuando fue a lavarse el rostro demudado, el agua se llenó de serpientes venenosas.
Con esto, el odio de la madrastra hacia sus hijastros creció de punto, aumentando sus malos tratos de palabra y obra de tal modo, que el joven desesperado, se despidió un día de su hermana y se marchó de la casa en busca de fortuna. Dirigióse en primer lugar a la iglesia para invocar la protección del Todopoderoso, luego fuése al cementerio y, ante la tumba de sus padres, oró largo rato, vertiendo amargas lágrimas. Después de besar tres veces la tierra santa que cubría los mortales despojos, se levantó y se dispuso a iniciar la marcha.
En aquel mismo instante sus manos tocaron entre los pliegues de su capa un objeto extraño. Lo sacó a la luz y pudo ver que se trataba de un retrato en miniatura de su hermana en la que aparecía su maravilloso rostro orlado de perlas, rosas y, pececillos de todos colores.
Trémulo, besó el retrato, echó una postrera mirada al cementerio, se santiguó y salió.
Al cabo de muchos días de camino, llegó nuestro héroe a la capital del reino, entrando al servicio del rey en calidad de jardinero. En sus momentos de ocio sentábase a la orilla de un riachuelo, bajo la sombra de un sauce, y allí sacaba el retrato, besándolo con frenesí y derramando lágrimas abundantes.
Cierto dio lo vio el rey, que se acercó sigilosamente, observó sus movimientos, y, abalanzándose sobre él, le arrebató el retrato.
Después de contemplarlo un momento, exclamó enardecido:
- ¿Es tu novia esta divina doncella?
- ¡Oh, no, Majestad! - respondió el muchacho, asustado. - Es mi hermana. Dios le concedió la gracia de verter perlas en vez de lágrimas, engendrar rosas al sonreír y crear pececillos de colores en el agua al tocarla con sus manos.
- Pues bien. Su belleza me ha cautivado de tal modo que estoy dispuesto a hacerlo mi esposa. Escribe a tu madrastra y ruégale que, sin pérdida de tiempo, se venga a la capital para preparar todo lo necesario para la boda.
Cuando la viuda leyó el mensaje que le entregó un emisario del rey, no se lo enseñó a su hijastra, sino a su propia hija. Después de celebrar una entrevista con ella se dirigieron a casa de una hechicera que las instruyó en su diabólica arte y dos días más tarde emprendieron la marcha hacia la Corte.
Acompañábalos la hermosa doncella, pero al llegar a la orilla de un lago, la madrastra empujó a la pobre huérfana fuera del coche que las conducía y, pronunciando unas palabras mágicas, escupió tres veces detrás de ella.
Al punto la desventurada doncella empezó a reducirse de tamaño, su rostro se cubrió de plumas y se metamorfoseó en ánade silvestre. Lanzóse entonces al agua y se alejó nadando y dando gritos.
La perversa madrastra la despidió de este modo:
- ¡Cúmplase mi voluntad por obra de mi odio! Nada eternamente por las aguas de este lago, mientras que tu hermanastra, bajo tu envoltura externa, se casa con el rey y se aprovecha de la suerte que estaba destinada para ti.
Inmediatamente el rostro y el cuerpo de la hija tornaron la apariencia hechicera de la huérfana. Las dos mujeres prosiguieron su camino y algunas horas más tarde se hallaban en la capilla de palacio.
El rey acudió a su encuentro, contempló enamorado a la que creía su prometida y ordenó que los casaran al punto, tras lo cual envió a su casa la suegra, cargada de magníficos regalos.
Sin embargo, el regio esposo, cuando, terminada la ceremonia, subió al salón de recepciones para mostrar la nueva soberana a su corte, experimentó una amarga decepción al darse cuenta de que su esposa no le producía la fascinación que sintiera al contemplar su retrato por primera vez.
Pero ya no había remedio. Habíase casado con ella y tenía que atenerse a las consecuencias de su acto impremeditado.
Regocijábase de antemano al pensar que sus cortesanos se llevarían la gran sorpresa cuando la viesen llorar perlas, echar rosas de sus labios al sonreír y formar nubes de pececillos al lavarse las manos.
Mas, he aquí que, durante el festín, al sonreír la reina a su esposo brotaron de su boca legiones de repugnantes batracios.
El rey, asqueado, se apartó bruscamente. Entonces ella se echó a llorar con desconsuelo y un torrente de lagartos inundó la mesa. Al apoyarse en ella para levantarse, metió la mano en un lavafrutas y al instante, infinidad de serpientes venenosas surgieron del agua, silbando amenazadoramente a los convidados y haciéndoles emprender la huída.
El monarca, que había acudido a refugiarse en el jardín, vio allí al huérfano y, enajenado de cólera por creerlo causante de su desgracia, le dio tan fuerte bastonazo en la cabeza que lo dejó muerto en el acto.
La reina acudió sollozando y dijo a su esposo:
-¿Por qué has hecho eso? ¿Qué culpa tenía mi hermano de que yo, por obra de un encantamiento inexplicable, haya perdido la maravillosa gracia de que antes estaba dotada? Este embrujo pasará con el tiempo, pero nadie podrá devolverme ya a mi hermano.
- Perdóname - repuso el rey. Mi furor me hizo ver en él un traidor y no he sido dueño de mí. Ya no se puede reparar lo que he hecho. Te suplico que me perdones como yo te perdono.
- De acuerdo - dijo ella. - Pero te ruego que ordenes que sea enterrado como corresponde al hermano de una reina.
Horas más tarde, el cadáver del pobre huérfano, metido en un riquísimo ataúd de ébano con incrustaciones de oro y plata, descansaba en un suntuoso catafalco colocado en el atrio de la iglesia real.
Desde el atardecer velaba el féretro una guardia de honor, que también escoltaba la entrada del templo, cubierto con enlutadas colgaduras.
Al llegar la medianoche abriéronse silenciosamente las puertas de la iglesia, y de los guardias se apoderó un sueño invencible, quedando dormidos profundamente.
Entró entonces un ánade hembra que llegó hasta el centro del templo sagrado, sacudióse las plumas, de las que se desembarazó una a una, y la huérfana, recobrada su prístina forma, se aproximó al ataúd de su hermano, derramando abundantes lágrimas que se convertían en perlas antes de llegar al suelo.
Después de haber dado rienda suelta a su dolor durante un buen rato, la muchacha se revistió sus plumas y salió tan silenciosamente como había entrado.
Grande fue la sorpresa de los guardias al despertarse y ver la enorme cantidad de perlas diseminadas alrededor del ataúd.
Al día siguiente narraron al monarca el extraño suceso, revelándole el sueño invencible que de ellos se apoderara al llegar la medianoche y las perlas que habían hallado al despertarse, sin saber a ciencia cierta su misteriosa procedencia.
Intrigado, el soberano hizo duplicar la guardia y recomendó especial vigilancia.
Al llegar la medianoche, los soldados se durmieron profundamente. Apareció el ánade, que se despojó de sus plumas y, a pesar de su dolor, el espectáculo extraordinariamente cómico de la guardia dormida arrancó a la pobre huérfana una sonrisa que sembró de perfumadas rosas el suelo del fúnebre lugar. Luego se volvió hacia el cadáver de su hermano y de sus ojos brotaron nuevos torrentes de nacaradas perlas.
Al cabo de un rato revistióse de su blanco plumaje y desapareció.
Despertaron los guardias asombrados, recogieron las rosas y las perlas, y fueron a llevárselas al monarca, que dio orden de aumentar el número de los soldados, amenazándoles con terribles castigos si no conseguían sobreponerse al sueño y observar detalladamente lo que ocurría.
Pero todo fue en vano.
Aquella noche los soldados hallaron, además de las perlas y las rosas, infinidad de pececillos irisados que nadaban en la pila del agua bendita.
Al enterarse el soberano del fracaso de sus soldados, supuso que era un poder sobrenatural lo que obligaba a sus guardias a dormir. La cuarta noche reforzó el número de vigilantes y, no contento con ello, se apostó él mismo detrás del altar mayor, después de disponer frente a él un espejo, para poder observar, sin ser visto, todo cuanto ocurriera.
Abrióse a medianoche la puerta del templo. Los soldados, como heridos por el rayo, dejaron caer sus armas y se desplomaron dormidos. El monarca no separó los ojos del espejo. Vio un ánade salvaje que entró sigilosamente lanzando tímidas miradas a su alrededor. Avanzó hasta la mitad de la nave y, desembarazándose de sus plumas, se convirtió en una hermosísima doncella.
Transportado de júbilo y admiración, el soberano reconoció en ella el original del retrato que viese en manos de su jardinero. Y cuando ella se acercó al féretro en que reposaba el cadáver de su hermano, el monarca salió sigilosamente de su escondite, se lanzó sobre las plumas y las colocó sobre un cirio encendido, provocando una llamarada tan grande que su resplandor despertó a los guardias.
La muchacha, al darse cuento de lo acaecido, corrió hacia el rey, retorciendo desesperadamente sus blancas manos y vertiendo torrentes de perlas.
- ¡Oh, señor! ¿No os dais cuenta? ¿Cómo escaparé ahora de la venganza de mi madrastra que con sus artes de brujería me había transformado en ánade?
Y relató al soberano todo cuanto le había sucedido.
El rey, montado en cólera, ordenó a sus guardias que se apoderaran inmediatamente de la mujer con quien lo habían casado y la expulsaran del país.
A continuación envió mensajeros a caballo para que capturaran a la infame madrastra y la quemaran viva por hechicera, orden que fue ejecutada fielmente al cabo de pocas horas.
Mientras tanto, la huérfana se sacó del pecho tres vejiguitas llenas de tres líquidos distintos que había recogido en las orillas del lago. El primero tenía la virtud de devolver la vida a los cadáveres. Roció con aquella agua a su hermano y, como por encanto, desapareció la rigidez de la muerte, coloreáronse las mejillas y de la herida brotó un chorro de sangre roja y caliente.
Entonces echó la doncella el contenido de la segunda vejiguita sobre la herida, pues aquel líquido tenía la propiedad de curar, y los bordes sanguinolentos se cerraron en el acto, cesando la hemorragia y no quedando más huella del terrible golpe que una leve cicatriz.
Finalmente, la hermosa joven vertió sobre el resucitado el contenido de la tercera vejiguita, que era un agua dotada del don de fortalecer, y su hermano abrió los ojos, dio un salto vigoroso, y, asiendo a su hermana entre sus brazos, empezó a brincar con ella por toda la iglesia, dando gritos de indescriptible alegría.
El rey, exultando de júbilo, estrechó la mano del joven, al que pidió perdón por el golpe que le había dado, luego ofreció el brazo a la doncella y los tres se dirigieron a palacio.
Al día siguiente se celebraron los esponsales con inusitada magnificencia y el cuñado del monarca fue nombrado primer ministro.

martes, 7 de febrero de 2012

El duendecillo agradecido "cuento bohemio"

Un criado y una criada contrajeron matrimonio, comprando con el poco dinero que habían conseguido ahorrar, a fuerza de privaciones el marido y a fuerza de sisas la mujer, una casita y un trozo de prado y otro de terreno para cultivar, disponiéndose a vivir felices y contentos con tan reducida propiedad,
A pesar de que eran honrados y laboriosos, el bienestar no acudía a su hogar, aunque ambos se conformaban con bien poco, agradeciendo a Dios fervientemente sus pequeñas bondades y rogándole diariamente que acudiera en su auxilio.
Un día, cuando la mujer, después del trabajo de la tarde, volvió a casa y empezó a remover las cenizas para encender el fuego, encontró entre aquéllas un duendecillo que dormía apaciblemente.
Ya había oído decir repetidas veces que un duendecillo traía suerte, por lo que lo llevó cuidadosamente a su propio lecho y lo acostó, arropándolo amorosamente.
Tan pronto como llegó su esposo, le contó lo sucedido y lo condujo a que viese el duendecillo, dormido aún.
El ex criado quedó asombrado pues jamás había tenido ocasión de ver una criatura tan minúscula.
Al cabo de algunas horas el extraño ser se despertó. Los dos esposos lo sentaron entonces a la mesa con ellos y le dieron un dedalito lleno de leche con sopas, tras lo cual la mujer lo volvió a llevar al lecho que había preparado expresamente para él, con el objeto de que pudiese pasar la noche cómodo y blando.
Cuando a la mañana siguiente se despertó el matrimonio, observaron que el duendecillo había desaparecido, por lo que quedaron compungidos, preguntándose extrañados qué motivos podían haber dado a la liliputiense criatura para que los abandonara sin decir nada.
Pero he aquí que, al ir la mujer al establo para ordeñar la vaca, vio que se le habían adelantado, y, que en vez del acostumbrado cubo de leche, habían sacado de las ubres del doméstico animal nada menos que tres cubos bien repletos.
La gallina empezó a cacarear en su nido. Acudió presurosa la mujer y se dio cuenta de que había puesto cinco huevos en vez de uno solo como era su hábito.
Inmediatamente fue a contárselo a su marido, éste le respondió:
- Todo eso es obra del duendecillo. Es su modo de agradecer nuestra buena acción.
La suerte entró a raudales en aquella casa. Todo cuanto emprendían obtenía un éxito insospechado, doblando y hasta triplicando el dinero que arriesgaban en su empresa, convirtiéndose, al cabo de algún tiempo, en granjeros acomodados.
Todas las noches llegaba el duendecillo, sentábase a la mesa con ellos, comíase sus sopitas de leche, se acostaba en su linda camita y a la mañana siguiente desaparecía como por ensalmo.
Cuando los felices esposos lograron reunir dinero bastante, se construyeron una casa mucho más grande, adquirieron un gran jardín, mucho más terreno de labor, prados y animales domésticos y tomaron a su servicio varios criados y doncellas.
En el momento en que se disponían a trasladar los muebles a la nueva casa, saltó el duendecillo al carro en que los transportaban y empezó a cantar:

- Nos vamos a un gran palacio
desde una humilde cabaña.
¡Oh, bueyes, andad despacio,
que la suerte os acompaña!

Todo le fue bien a la feliz pareja en su nuevo hogar. Tuvieron todo cuanto desearon, cada día aumentaban sus ingresos. Y durante las noches, el agradecido duendecillo iba a tomarse sus sopitas de leche en la misma mesa en que ellos cenaban y de allí se dirigía a su minúsculo lecho construido por la mujer, viviendo con ellos contento y alegre hasta el fin de sus días.