Jamás hubo en la región un gaitero más alegre y bullanguero que Swanda. Siempre tenía la sonrisa en los labios, siempre estaba dispuesto a organizar juergas en las que tocaba incansablemente su gaita, ejecutando alegres melodías que encantaban y divertían al auditorio arrancándole lágrimas de regocijo.
Hombre dotado de óptimo corazón, siempre estaba dispuesto a socorrer al necesitado, aunque la mayoría de las veces, sobrándole la voluntad, le faltaba el dinero, pues todo lo que ganaba y, mucho más se lo gastaba en alegres francachelas.
A pesar de sus buenos propósitos, el bueno de Swanda no había conseguido nunca sustraerse a la fascinación que el vino ejercía sobre él.
Intentaba con todas sus fuerzas no pasar nunca del primer vaso, pero, haciendo su vida en lugares de esparcimiento donde se bebía mucho, después de apurar la primera copa, invitado por un amigo, él tenía que corresponder invitando con otra pera no quedar en mal lugar; el amigo repetía la invitación y Swanda hacía otro tanto para no ser el último, con lo que al cabo de unas horas, tanto él como su amigo tenían los bolsillos vacíos y los estómagos repletos de alcohol.
Y en ésta situación, organizábanse partidas de naipes, y Swanda, tras tocar algunas piececillas en su gaita y hacer la colecta, sentábase a la mesa de juego y no se levantaba hasta que había quedado sin un céntimo o el alcohol lo dejaba dormido como un tronco, teniendo que acostarlo entre los demás jugadores debajo de la mesa para poder continuar la partida.
Cierta noche se encontraba Swanda en Mokran, donde había tenido lugar una fiesta de las grandes. El gaitero estuvo soplando desde la mañana hasta la noche en su instrumento, contratado por el comité de festejos.
Ya llevaba los bolsillos llenos de monedas de plata, pero tenía la boca tan seca como si fuese de corcho. Metióse entonces en una taberna y se negó a continuar tocando a pesar de las súplicas y dádivas de las jóvenes parejas que querían proseguir el baile.
Pidió dos botellas de vino para empezar, bebiéndolas en dos tragos, y cuando el alcohol se le subió a la cabeza, experimentó un deseo ardiente de jugar.
Entonces buscó con la vista un compañero de juego; pero no lo pudo encontrar. En la taberna, además de él, no había más personas que el dueño y un aprendiz.
Al darse cuenta de que tendría que pasar sin jugar, se puso de mal humor y pidió otra botella. Entraron al poco varios clientes a los cuales invitó a jugar, pero todos se negaron con diversos pretextos.
Exasperado, Swanda pagó el vino y salió tambaleándose. El aire fresco de la calle lo despejó un poco, pero no le hizo perder su deseo de jugar.
De repente se le ocurrió una buena idea.
- En Drazic - se dijo - hay romería y el secretario y el alcalde son dos excelentes amigos a quienes les agradará una buena partida. Voy a buscarlos y pasaremos agradablemente la noche.
ÉSta era clarísima, brillando en el cielo la luna llena como un inmenso disco plateado. Las calles del pueblo estaban iluminadas por la argentada luz y los edificios proyectaban sobre el suelo sus negras y alargadas sombras.
Swanda salió a la carretera, anduvo durante un kilómetro y luego la abandonó para seguir un sendero que debía acortar considerablemente su viaje a Drazic.
Eran las once de la noche, aproximadamente, y el gaitero contaba con llegar a su destino alrededor de las doce.
Con la gaita bajo el brazo describiendo pronunciadísimas curvas, Swanda avanzaba tropezando con todas las piedras del camino, perdiendo de vez en cuando el equilibrio y midiendo el suelo con su cuerpo. Pero él continuaba su camino después de palparse los miembros magullados, con la tenacidad propia de los borrachos.
De repente oyó un rumor de alas. Levantó los ojos y vio una bandada de cuervos que huían graznando. Dióse cuenta entonces de que se hallaba cerca de cuatro postes de gran altura, hincados en el suelo formando un cuadrilátero. Estaban unidos por su extremo superior por cuatro travesaños y del centro de cada uno de ellos colgaba el cadáver de un ahorcado, ya medio devorados por los cuervos.
Haciendo un gesto de disgusto y estremeciéndose, iba a continuar su camino, cuando vio frente a él a un individuo vestido de negro con el rostro palidísimo y los ojos tan brillantes que parecían carbones encendidos.
La presencia del desconocido le hizo dar una sacudida de sorpresa, pues no lo había oído venir, pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que Swanda no dio la menor señal de miedo, aunque tal vez esto se debiera a la enorme cantidad de vino trasegado.
Inmóviles, contempláronse los dos durante algunos segundos y en silencio, que rompió el desconocido para decir:
- ¿A dónde vas a estas horas, amigo gaitero?
- Dime primero quién eres y entonces te contestaré. Tengo la seguridad de que ésta es la primera vez que te veo.
- Es posible - repuso el desconocido; - pero mi nombre no debe preocuparte. Contéstame y ten la seguridad de que no pretendo hacerte mal alguno.
- Pues bien - declaró Swanda, - me dirijo a Drazic, donde me esperan.
- ¿No te gustaría ganar algún dinero tocando la gaita para unos amigos?
- Hum... La verdad es que ya llevo el bolsillo lleno de monedas. He estado soplando casi todo el día y ahora lo que tengo es ganas de divertirme.
- Te advierto que mis amigos y yo no pagamos con monedas de plata, sino con oro.
Y, uniendo la acción a la palabra, el desconocido sacó del bolsillo un puñado de coronas que exhibió ante Swanda. La luz de la luna arrancó de las monedas áureos reflejos.
Ante aquel argumento, el gaitero no supo qué contestar. Miró atónito a su interlocutor y ya le pareció un hombre distinguido y hasta simpático. Titubeó un instante muy corto. Luego, dijo:
- Estoy dispuesto a complaceros, señor.
- Sígueme, pues - repuso el desconocido.
Con la mente turbada por la sorpresa, la emoci6n y en mayor parte por el alcohol, Swanda echó a andar detrás de su compañero con la gaita debajo del brazo, sin fijarse en los lugares que recorría, caminando de un modo instintivo, sin romper el silencio.
Por fin el extraño se volvió al gaitero y habló así:
- Creo mi deber recomendarte algo muy importante. Los amigos con quien vamos a reunirnos te ofrecerán muchas veces vino y oro. Acepta ambas cosas y si se te ocurre darles las gracias, guárdate muy bien de pronunciar para nada el nombre de Dios. Di únicamente: "Buena suerte, hermano". No te olvides, porque si no lo hicieras como te aconsejo, podría sucederte algo muy desagradable.
Swanda comprendió perfectamente lo que le pedían, pues ya parecía haberse descorrido un tanto el velo que nublaba su inteligencia. Sin embargo, no se dio cuenta del lugar en que se hallaba ni de lo que le rodeaba. Vióse de repente en un estancia lóbrega, oscurísima, donde había tres hombres tan pálidos y enlutados como su acompañante, sentados en una mesa, jugando a las cartas. La escena estaba iluminada únicamente por el brillo de los ojos de los jugadores.
Swanda vio sobre la mesa tres grandes montones de monedas de oro y un enorme jarro de vino del que los extraños personajes bebían sin cesar.
- Hermanos - dijo con voz cavernosa el que acompañaba al gaitero, - permitidme que os presente a mi querido amigo Swanda, a quien ya conocéis de oídas por la fama de que disfruta. En este día en que celebramos una fiesta, me ha parecido conveniente traerlo para que amenice nuestra noche.
- ¡Ha sido una idea magnífica! - exclamó entusiasmado uno de los jugadores.
Y alargando el jarro al gaitero, añadió: - ¡Bebe lo que quieras, muchacho! Debes estar sediento.
Swanda vaciló un instante, pues no sentía gran confianza, más, al fin, decidióse y bebió.
El vino estaba algo caliente, pero no tenía mal sabor, por lo cual repitió la libación. Luego, dejó el jarro sobre la mesa, quitóse el sombrero y, recordando la recomendación de su acompañante, dijo limpiándose los labios con el revés de la manga:
- Buena suerte, hermano.
- Gracias - respondi6 el jugador. - Tócanos algo alegre ahora y luego jugarás con nosotros.
Hinchó Swanda la gaita y empezó a interpretar música de baile, graciosa y juguetona. Jamás, durante todo su vida, alcanzó tanto éxito como en aquella ocasión. Cada nota estremecía de placer a los jugadores. Sus ojos lanzaban llamas y se reían sin mover un músculo, mientras hacían tintinear los ducados sobre la mesa.
El jarro pasaba sin cesar de una mano a otra, todos bebían y, ¡cosa extraña! el vino no se terminaba nunca, aunque nadie se preocupaba de llenar el recipiente.
Cada vez que Swanda terminaba de ejecutar una de sus melodías, los jugadores le tendían el jarro y él bebía un trago larguísimo. Luego, cuando volvía a dejar el cacharro sobre la mesa, aquellos hombres extraños le echaban sendos puñados de monedas de oro en el sombrero, mostrando así el placer que les había ocasionado con su música.
- Buena suerte, hermanos - respondía él para corresponder a su generosidad, aturdido por
su buena fortuna. - Buena suerte, hermanos.
Inmediatamente rompía a tocar de nuevo canciones cada vez más alegres, no solamente por sí mismas, sino también por el estado de ánimo en que eran acogidas.
Duró de este modo la fiesta largo rato, sin que los personajes pálidos dejaran de mostrar su agrado con sus repetidas dádivas ni se fatigaran por la diversión continuada.
Swanda empezó a tocar un vals, y a sus notas cadenciosas, los enlutados, frenéticos y enloquecidos, se levantaron y, agarrándose unos con otros, formando parejas, se pusieron a danzar con una exaltación que contrastaba singularmente con sus rostros helados e inexpresivos.
De pronto, uno de los que bailaban junto a la mesa tomó el oro que quedaba y llenó con él los bolsillos y el sombrero del gaitero,
- ¡Quédate con todo eso! - dijo. - Todo el oro del mundo no sería suficiente para pagar el placer que nos estás proporcionando.
Swanda, deslumbrado, fuera de sí ante aquella inmensa riqueza, tan grande como inesperada, dejó de tocar y, olvidando la recomendación de su acompañante, exclamó lleno de gratitud y respeto:
- ¡Qué Dios os bendiga, bondadosos señores!
A aquellas palabras, los extraños danzantes, la mesa, las sillas, todo cuanto había en la estancia y la estancia misma, desaparecieron sin dejar rastro.
No obstante, él, sin darse cuenta de nada, prosiguió tocando con gran ardor, creyendo que todavía estaban escuchando.
Un campesino que pasaba cerca de allí a la mañana siguiente, oyó los sones de la gaita y se aproximó diciéndose:
- Debe de ser Swanda el que toca. Pero, ¿por qué diablos se le ocurrirá hacer música a estas horas?
Un momento más tarde descubría al gaitero y el labriego quedó pasmado de asombro al contemplar la extraña escena.
No era para menos. Swanda, a horcajadas en lo más alto del patíbulo, de donde colgaban los cuatro cadáveres, proseguía sus acordes con el mayor entusiasmo, mientras el viento agitaba los ahorcados, dando la impresión de que bailaban.
- ¿Qué diablos haces ahí, Swanda? ¿Desde cuándo te has convertido en cuclillo? - le apostrofó el aldeano cuando se recobró de la sorpresa.
Estas palabras tuvieron la virtud de despertar al gaitero del extraño sueño en que se encontraba. Apartó de sus labios la caña de la gaita, abrió los ojos y, sorprendido, giró la vista a su alrededor, clavando finalmente la mirado en el campesino que le había dirigido la palabra.
Estremeciéndose de pavor, recordó lo sucedido y se palpó los bolsillos. Alargándose su rostro a medida que lo hacía, al comprobar con dolorosa sorpresa que no sólo habían desaparecido las coronas, sino que ni siquiera conservaba una sola moneda de plata.
El descubrimiento le hizo palidecer; miró la horca, en la que continuaban balanceándose los cadáveres, se santiguó apresuradamente y, volviéndose al campesino, que lo contemplaba pasmado, le dijo:
- Vámonos inmediatamente de aquí, por Dios.
Alejáronse apresuradamente de aquel lugar macabro y Swanda no abrió la boca mientras no perdió de vista la fatídica horca. Luego, acosado a preguntas por su compañero, le refirió su aventura.
El campesino le dijo:
- Creo, Swanda, que Dios te ha dado al diablo por compañero a causa de tu desmedida afición por el vino y por el juego.
- Es posible - respondió Swanda sin poder contener un estremecimiento. - Pero te juro que no volveré a beber ni a jugar más en lo que me queda de vida.
Cuando llegaron al pueblo, el gaitero, que quería liberar su alma del¡ peso que la oprimía, fue a confesarse con el párroco y a pedirle su opinión.
El ministro de Dios, después de escucharle con gran atención, le dijo:
- Hijo mío. Veo la mano del Altísimo en lo que te ha sucedido. Él, con su infinita sabiduría, ha querido demostrarte la senda equivocada que seguías. Que te sirva de escarmiento y te dé fuerzas para perseverar en tu arrepentimiento.
El gaitero reiteró su promesa de corregirse y, no queriendo continuar soplando en una gaita que había hecho bailar al diablo, la ofreció, por consejo del sacerdote, al templo del lugar, donde todavía puede verse colgada ante el altar de la Virgen.
Swanda no faltó jamás a su promesa. Continuó siendo el alegre gaitero que todos conocían, pero cuando notaba su boca seca, después de haber estado tocando durante mucho tiempo, no bebía nunca más que agua o a lo sumo, un vaso de cerveza.
Llegó a ser un hombre respetado por la pureza de sus costumbres, ganando mucho dinero, que, como ya no lo malgastaba en francachelas ni vicios, pudo ahorrar en gran parte y llevar una vida cómoda y regalada, gozando, por su generosidad y sus obras de caridad, del respeto sincero y el agradecimiento de amigos y conocidos.
Hombre dotado de óptimo corazón, siempre estaba dispuesto a socorrer al necesitado, aunque la mayoría de las veces, sobrándole la voluntad, le faltaba el dinero, pues todo lo que ganaba y, mucho más se lo gastaba en alegres francachelas.
A pesar de sus buenos propósitos, el bueno de Swanda no había conseguido nunca sustraerse a la fascinación que el vino ejercía sobre él.
Intentaba con todas sus fuerzas no pasar nunca del primer vaso, pero, haciendo su vida en lugares de esparcimiento donde se bebía mucho, después de apurar la primera copa, invitado por un amigo, él tenía que corresponder invitando con otra pera no quedar en mal lugar; el amigo repetía la invitación y Swanda hacía otro tanto para no ser el último, con lo que al cabo de unas horas, tanto él como su amigo tenían los bolsillos vacíos y los estómagos repletos de alcohol.
Y en ésta situación, organizábanse partidas de naipes, y Swanda, tras tocar algunas piececillas en su gaita y hacer la colecta, sentábase a la mesa de juego y no se levantaba hasta que había quedado sin un céntimo o el alcohol lo dejaba dormido como un tronco, teniendo que acostarlo entre los demás jugadores debajo de la mesa para poder continuar la partida.
Cierta noche se encontraba Swanda en Mokran, donde había tenido lugar una fiesta de las grandes. El gaitero estuvo soplando desde la mañana hasta la noche en su instrumento, contratado por el comité de festejos.
Ya llevaba los bolsillos llenos de monedas de plata, pero tenía la boca tan seca como si fuese de corcho. Metióse entonces en una taberna y se negó a continuar tocando a pesar de las súplicas y dádivas de las jóvenes parejas que querían proseguir el baile.
Pidió dos botellas de vino para empezar, bebiéndolas en dos tragos, y cuando el alcohol se le subió a la cabeza, experimentó un deseo ardiente de jugar.
Entonces buscó con la vista un compañero de juego; pero no lo pudo encontrar. En la taberna, además de él, no había más personas que el dueño y un aprendiz.
Al darse cuenta de que tendría que pasar sin jugar, se puso de mal humor y pidió otra botella. Entraron al poco varios clientes a los cuales invitó a jugar, pero todos se negaron con diversos pretextos.
Exasperado, Swanda pagó el vino y salió tambaleándose. El aire fresco de la calle lo despejó un poco, pero no le hizo perder su deseo de jugar.
De repente se le ocurrió una buena idea.
- En Drazic - se dijo - hay romería y el secretario y el alcalde son dos excelentes amigos a quienes les agradará una buena partida. Voy a buscarlos y pasaremos agradablemente la noche.
ÉSta era clarísima, brillando en el cielo la luna llena como un inmenso disco plateado. Las calles del pueblo estaban iluminadas por la argentada luz y los edificios proyectaban sobre el suelo sus negras y alargadas sombras.
Swanda salió a la carretera, anduvo durante un kilómetro y luego la abandonó para seguir un sendero que debía acortar considerablemente su viaje a Drazic.
Eran las once de la noche, aproximadamente, y el gaitero contaba con llegar a su destino alrededor de las doce.
Con la gaita bajo el brazo describiendo pronunciadísimas curvas, Swanda avanzaba tropezando con todas las piedras del camino, perdiendo de vez en cuando el equilibrio y midiendo el suelo con su cuerpo. Pero él continuaba su camino después de palparse los miembros magullados, con la tenacidad propia de los borrachos.
De repente oyó un rumor de alas. Levantó los ojos y vio una bandada de cuervos que huían graznando. Dióse cuenta entonces de que se hallaba cerca de cuatro postes de gran altura, hincados en el suelo formando un cuadrilátero. Estaban unidos por su extremo superior por cuatro travesaños y del centro de cada uno de ellos colgaba el cadáver de un ahorcado, ya medio devorados por los cuervos.
Haciendo un gesto de disgusto y estremeciéndose, iba a continuar su camino, cuando vio frente a él a un individuo vestido de negro con el rostro palidísimo y los ojos tan brillantes que parecían carbones encendidos.
La presencia del desconocido le hizo dar una sacudida de sorpresa, pues no lo había oído venir, pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que Swanda no dio la menor señal de miedo, aunque tal vez esto se debiera a la enorme cantidad de vino trasegado.
Inmóviles, contempláronse los dos durante algunos segundos y en silencio, que rompió el desconocido para decir:
- ¿A dónde vas a estas horas, amigo gaitero?
- Dime primero quién eres y entonces te contestaré. Tengo la seguridad de que ésta es la primera vez que te veo.
- Es posible - repuso el desconocido; - pero mi nombre no debe preocuparte. Contéstame y ten la seguridad de que no pretendo hacerte mal alguno.
- Pues bien - declaró Swanda, - me dirijo a Drazic, donde me esperan.
- ¿No te gustaría ganar algún dinero tocando la gaita para unos amigos?
- Hum... La verdad es que ya llevo el bolsillo lleno de monedas. He estado soplando casi todo el día y ahora lo que tengo es ganas de divertirme.
- Te advierto que mis amigos y yo no pagamos con monedas de plata, sino con oro.
Y, uniendo la acción a la palabra, el desconocido sacó del bolsillo un puñado de coronas que exhibió ante Swanda. La luz de la luna arrancó de las monedas áureos reflejos.
Ante aquel argumento, el gaitero no supo qué contestar. Miró atónito a su interlocutor y ya le pareció un hombre distinguido y hasta simpático. Titubeó un instante muy corto. Luego, dijo:
- Estoy dispuesto a complaceros, señor.
- Sígueme, pues - repuso el desconocido.
Con la mente turbada por la sorpresa, la emoci6n y en mayor parte por el alcohol, Swanda echó a andar detrás de su compañero con la gaita debajo del brazo, sin fijarse en los lugares que recorría, caminando de un modo instintivo, sin romper el silencio.
Por fin el extraño se volvió al gaitero y habló así:
- Creo mi deber recomendarte algo muy importante. Los amigos con quien vamos a reunirnos te ofrecerán muchas veces vino y oro. Acepta ambas cosas y si se te ocurre darles las gracias, guárdate muy bien de pronunciar para nada el nombre de Dios. Di únicamente: "Buena suerte, hermano". No te olvides, porque si no lo hicieras como te aconsejo, podría sucederte algo muy desagradable.
Swanda comprendió perfectamente lo que le pedían, pues ya parecía haberse descorrido un tanto el velo que nublaba su inteligencia. Sin embargo, no se dio cuenta del lugar en que se hallaba ni de lo que le rodeaba. Vióse de repente en un estancia lóbrega, oscurísima, donde había tres hombres tan pálidos y enlutados como su acompañante, sentados en una mesa, jugando a las cartas. La escena estaba iluminada únicamente por el brillo de los ojos de los jugadores.
Swanda vio sobre la mesa tres grandes montones de monedas de oro y un enorme jarro de vino del que los extraños personajes bebían sin cesar.
- Hermanos - dijo con voz cavernosa el que acompañaba al gaitero, - permitidme que os presente a mi querido amigo Swanda, a quien ya conocéis de oídas por la fama de que disfruta. En este día en que celebramos una fiesta, me ha parecido conveniente traerlo para que amenice nuestra noche.
- ¡Ha sido una idea magnífica! - exclamó entusiasmado uno de los jugadores.
Y alargando el jarro al gaitero, añadió: - ¡Bebe lo que quieras, muchacho! Debes estar sediento.
Swanda vaciló un instante, pues no sentía gran confianza, más, al fin, decidióse y bebió.
El vino estaba algo caliente, pero no tenía mal sabor, por lo cual repitió la libación. Luego, dejó el jarro sobre la mesa, quitóse el sombrero y, recordando la recomendación de su acompañante, dijo limpiándose los labios con el revés de la manga:
- Buena suerte, hermano.
- Gracias - respondi6 el jugador. - Tócanos algo alegre ahora y luego jugarás con nosotros.
Hinchó Swanda la gaita y empezó a interpretar música de baile, graciosa y juguetona. Jamás, durante todo su vida, alcanzó tanto éxito como en aquella ocasión. Cada nota estremecía de placer a los jugadores. Sus ojos lanzaban llamas y se reían sin mover un músculo, mientras hacían tintinear los ducados sobre la mesa.
El jarro pasaba sin cesar de una mano a otra, todos bebían y, ¡cosa extraña! el vino no se terminaba nunca, aunque nadie se preocupaba de llenar el recipiente.
Cada vez que Swanda terminaba de ejecutar una de sus melodías, los jugadores le tendían el jarro y él bebía un trago larguísimo. Luego, cuando volvía a dejar el cacharro sobre la mesa, aquellos hombres extraños le echaban sendos puñados de monedas de oro en el sombrero, mostrando así el placer que les había ocasionado con su música.
- Buena suerte, hermanos - respondía él para corresponder a su generosidad, aturdido por
su buena fortuna. - Buena suerte, hermanos.
Inmediatamente rompía a tocar de nuevo canciones cada vez más alegres, no solamente por sí mismas, sino también por el estado de ánimo en que eran acogidas.
Duró de este modo la fiesta largo rato, sin que los personajes pálidos dejaran de mostrar su agrado con sus repetidas dádivas ni se fatigaran por la diversión continuada.
Swanda empezó a tocar un vals, y a sus notas cadenciosas, los enlutados, frenéticos y enloquecidos, se levantaron y, agarrándose unos con otros, formando parejas, se pusieron a danzar con una exaltación que contrastaba singularmente con sus rostros helados e inexpresivos.
De pronto, uno de los que bailaban junto a la mesa tomó el oro que quedaba y llenó con él los bolsillos y el sombrero del gaitero,
- ¡Quédate con todo eso! - dijo. - Todo el oro del mundo no sería suficiente para pagar el placer que nos estás proporcionando.
Swanda, deslumbrado, fuera de sí ante aquella inmensa riqueza, tan grande como inesperada, dejó de tocar y, olvidando la recomendación de su acompañante, exclamó lleno de gratitud y respeto:
- ¡Qué Dios os bendiga, bondadosos señores!
A aquellas palabras, los extraños danzantes, la mesa, las sillas, todo cuanto había en la estancia y la estancia misma, desaparecieron sin dejar rastro.
No obstante, él, sin darse cuenta de nada, prosiguió tocando con gran ardor, creyendo que todavía estaban escuchando.
Un campesino que pasaba cerca de allí a la mañana siguiente, oyó los sones de la gaita y se aproximó diciéndose:
- Debe de ser Swanda el que toca. Pero, ¿por qué diablos se le ocurrirá hacer música a estas horas?
Un momento más tarde descubría al gaitero y el labriego quedó pasmado de asombro al contemplar la extraña escena.
No era para menos. Swanda, a horcajadas en lo más alto del patíbulo, de donde colgaban los cuatro cadáveres, proseguía sus acordes con el mayor entusiasmo, mientras el viento agitaba los ahorcados, dando la impresión de que bailaban.
- ¿Qué diablos haces ahí, Swanda? ¿Desde cuándo te has convertido en cuclillo? - le apostrofó el aldeano cuando se recobró de la sorpresa.
Estas palabras tuvieron la virtud de despertar al gaitero del extraño sueño en que se encontraba. Apartó de sus labios la caña de la gaita, abrió los ojos y, sorprendido, giró la vista a su alrededor, clavando finalmente la mirado en el campesino que le había dirigido la palabra.
Estremeciéndose de pavor, recordó lo sucedido y se palpó los bolsillos. Alargándose su rostro a medida que lo hacía, al comprobar con dolorosa sorpresa que no sólo habían desaparecido las coronas, sino que ni siquiera conservaba una sola moneda de plata.
El descubrimiento le hizo palidecer; miró la horca, en la que continuaban balanceándose los cadáveres, se santiguó apresuradamente y, volviéndose al campesino, que lo contemplaba pasmado, le dijo:
- Vámonos inmediatamente de aquí, por Dios.
Alejáronse apresuradamente de aquel lugar macabro y Swanda no abrió la boca mientras no perdió de vista la fatídica horca. Luego, acosado a preguntas por su compañero, le refirió su aventura.
El campesino le dijo:
- Creo, Swanda, que Dios te ha dado al diablo por compañero a causa de tu desmedida afición por el vino y por el juego.
- Es posible - respondió Swanda sin poder contener un estremecimiento. - Pero te juro que no volveré a beber ni a jugar más en lo que me queda de vida.
Cuando llegaron al pueblo, el gaitero, que quería liberar su alma del¡ peso que la oprimía, fue a confesarse con el párroco y a pedirle su opinión.
El ministro de Dios, después de escucharle con gran atención, le dijo:
- Hijo mío. Veo la mano del Altísimo en lo que te ha sucedido. Él, con su infinita sabiduría, ha querido demostrarte la senda equivocada que seguías. Que te sirva de escarmiento y te dé fuerzas para perseverar en tu arrepentimiento.
El gaitero reiteró su promesa de corregirse y, no queriendo continuar soplando en una gaita que había hecho bailar al diablo, la ofreció, por consejo del sacerdote, al templo del lugar, donde todavía puede verse colgada ante el altar de la Virgen.
Swanda no faltó jamás a su promesa. Continuó siendo el alegre gaitero que todos conocían, pero cuando notaba su boca seca, después de haber estado tocando durante mucho tiempo, no bebía nunca más que agua o a lo sumo, un vaso de cerveza.
Llegó a ser un hombre respetado por la pureza de sus costumbres, ganando mucho dinero, que, como ya no lo malgastaba en francachelas ni vicios, pudo ahorrar en gran parte y llevar una vida cómoda y regalada, gozando, por su generosidad y sus obras de caridad, del respeto sincero y el agradecimiento de amigos y conocidos.
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