jueves, 31 de marzo de 2011

El Cristo del convite "cuento español"

Había una vez dos hermanas viudas, una con dos hijos y otra con cuatro, todos pequeñitos.
La que tenía menos hijos era muy rica; la que tenía más hijos era pobre y tenía que trabajar para mantenerse ella y sus hijitos.
Algunas veces iba la hermana pobre a casa de la hermana rica a lavar, planchar y remendar la ropa, y recibía por sus servicios algunas cosas de comer.
Y sucedió que un día, estando en casa de la hermana rica de limpieza general, encontraron en un cuarto oscuro un Crucifijo, muy sucio de polvo, muy viejo.
Y dijo la hermana rica:
- Llévate este Santo Cristo a tu casa, que aquí no hace más que estorbar, y yo tengo ya uno más bonito, más grande y más nuevo.
Así la hermana pobre, terminado su trabajo, se llevó a su casa algunos comestibles y el Santo Cristo.
Llegada a su casa, hizo unas sopas de ajo, llamó a sus hijitos para cenar y les dijo:
- Mirad qué Santo Cristo más bonito me ha dado mi hermana. Mañana lo colgaremos en la pared, pero esta noche lo dejaremos aquí en la mesa, para que nos ayude y proteja.
Al ir a ponerse a cenar, preguntó la mujer:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y se pusieron a cenar.
En este momento llamaron a la puerta, salió a abrir la mujer y vio que era un pobre que pedía limosna.
La mujer fue a la mesa, cogió el pan para dárselo al pobre y dijo a sus hijos:
- Nosotros, con el pan de las sopas tenemos bastante.
A la mañana siguiente clavaron una escarpia en la pared, colgaron el Santo Cristo, y, cuando llegó la hora de comer, invitó la mujer antes de empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y en este momento llaman a la puerta.
Salió la mujer y era un pobre que pedía limosna.
Fue la mujer, cogió el pan que había en la mesa, se lo dio al pobre y dijo a sus hijitos:
- Nosotros tenemos bastante con las patatas, que alimentan mucho.
Por la noche, al ir a ponerse a cenar, hizo la mujer la misma invitación:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó. En éstas llamaron a la puerta. Salió a abrir la mujer, y era otro pobre que pedía limosna.
La mujer le dijo:
- No tengo nada que darle, pero entre usted y cenará con nosotros.
El pobre entró, cenó con ellos, y se marchó muy agradecido.
Al día siguiente la mujer cobró un dinero que no pensaba cobrar y preparó una comida mejor que la de ordinario, y al ir a empezar a comer convidó:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo habló y le dijo:
- Tres veces te he pedido de comer y las tres me has socorrido. En premio a tus obras de caridad, descuélgame, sacúdeme y verás la recompensa. Quédatela para ti y para tus hijitos.
La mujer descolgó el Santo Cristo, lo sacudió encima de la mesa y de dentro de la Cruz, que estaba hueca, empezaron a caer monedas de oro.
La pobre mujer, que de pobre, en premio a sus obras de caridad, se había convertido en rica, no quiso hacer alarde de su dinero.
Pero contó a su hermana, la rica, el milagro que había hecho el Santo Cristo.
La rica pensó que su Santo Cristo era todo de plata, muy reluciente, más bonito y de más valor, y que sí le convidaba le daría más dinero que a su hermana.
Así, a la hora de comer, dijo la rica al ir a empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En ese momento llaman a la puerta, sale a abrir la criada y viene ésta a decir:
- Señora, en la puerta hay un pobre.
Y contestó la rica:
- Dile que Dios le ampare.
Por la noche, al empezar a cenar, dijo también:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En éstas llaman a la puerta, sale la criada y entra diciendo que era un pobre.
Y dijo la rica:
- Dile que no son horas de venir a molestar.
Al día siguiente, cuando se pusieron a comer, volvió a invitar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
Llamaron a la puerta y se levantó la misma rica y fue a la puerta y vio que era un pobre.
Y le dijo:
- No hay nada; vaya usted a otra puerta.
Llegó la noche, se pusieron a cenar y dijo la hermana rica:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo contestó:
- Tres veces te he dicho que sí, porque convidar a los pobres hubiera sido convidarme a mí, y las tres veces me lo has negado;, por lo tanto, espera pronto tu castigo.
Y aquella misma noche se le quemó la casa entera y perdió todo lo que tenía.
Y se fue a casa de su hermana, y la hermana pobre y caritativa se compadeció y le dio la mitad de todo lo que le había dado el Santo Cristo.

lunes, 28 de marzo de 2011

El sapo y el raton "cuento español"

Érase una vez un sapo que estaba tocando tranquilamente la flauta a la luz de la luna, cuando se le acercó un ratón y le dijo:
- ¡Buenas noches, señor Sapo! ¡Con ese latazo que me está dando, no puedo pegar un ojo! ¿Por qué no se va con la música a otra parte?
El señor Sapo le miró en silencio durante todo un minuto con sus ojillos saltones. Luego replicó:
- Lo que usted tiene, señor Ratón, es envidia porque no puede cantar tan melodiosamente como yo.
- Desde luego que no; pero puedo correr, saltar y hacer muchas cosas que usted no puede - repuso el Ratón con acento desdeñoso.
Y se volvió a su cueva, sonriendo olímpicamente.
El señor Sapo estuvo reflexionando durante un buen rato. Quería vengarse de la insolencia del señor Ratón. Al cabo se le ocurrió una idea.
Fuése a la entrada de la cueva del señor Ratón y empezó de nuevo a soplar en la flauta, arrancándole sonidos estrepitosos.
El señor Ratón salió furioso, dispuesto a castigar al osado músico, pero éste le contuvo diciéndole:
- He venido a desafiarle a correr.
A punto estuvo de reventar de risa el señor Ratón al oír aquellas palabras.
Pero el señor Sapo, golpeándose el pecho con las patas traseras, exclamó:
- ¿Qué apuesta a que corro yo más por debajo de la tierra que usted por encima?
- Me apuesto lo que quiera. Mi casa contra su flauta. Si gano yo, tendré derecho a destrozar ese infernal instrumento golpeándolo contra una piedra hasta dejarlo hecho añicos... Si gana usted, podrá tomar posesión de mi palacete, y yo me marcharé a correr mundo.
- De acuerdo - respondió el señor Sapo.
- Pues bien: al amanecer empezaremos la carrera.
El señor Sapo regresó a su casa y al entrar gritó:
- ¡Señora Sapo, venga usted aquí!
La señora Sapo, que conocía el mal genio de su marido, acudió al instante a su llamamiento.
- Señora Sapo - le dijo, - he desafiado a correr al señor Ratón.
- ¡Al señor Ratón...!
- ¡No me interrumpas...! Mañana, al amanecer, empezaremos la carrera. Tú irás, al otro lado del monte y te meterás en un agujero. Y cuando veas que el señor Ratón está al llegar, sacarás la cabeza y le gritarás: «¡Ya estoy aquí!» Y harás siempre la misma cosa, hasta que yo vaya a buscarte.
- Pero... - murmuró la señora Sapo.
- ¡Silencio, mujer...! Y no te mezcles en los asuntos de los hombres, de los cuales tú no sabes nada.
- Muy bien - murmuró la señora Sapo, muy humilde.
Y se puso inmediatamente en movimiento para seguir el plan de su astuto esposo.
El señor Sapo se dirigió al lugar en que se abría la cueva del señor Ratón, hizo a su lado un agujero y se tendió a dormir.
Al amanecer, salió el señor Ratón frotándose los ojos, descubrió al señor Sapo que estaba roncando, sonoramente y le despertó diciendo:
- ¡Ah, dormilón, vamos a empezar la carrera! ¿O es que se ha arrepentido?
- Nada de eso. Vamos, cuando guste.
Colocáronse uno al lado del otro y al tercer toque que el señor Sapo, dio en su flauta, emprendieron la carrera.
El señor Ratón corría tan velozmente que parecía que volaba, dando la sensación de que no apoyaba las patitas en el suelo.
Sin embargo, el señor Sapo, apenas hubo dado tres pasos, se volvió al agujero que había hecho.
Cuando el señor Ratón iba llegando al otro lado del monte, la señora Sapo sacó la cabeza y gritó:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón se quedó asombrado, pero no vio el ardid, pues los ratones no son muy observadores.
Y, por otra parte, nada hay que se asemeje tanto a un señor Sapo como una señora Sapo.
- Eres un brujo - murmuró el señor Ratón - Pero ahora lo vamos a ver.
Y emprendió el regreso a mayor velocidad que antes, diciendo a la señora Sapo:
- Sígame; ahora sí que no me adelantará.
Pero cuando estaba a punto de llegar a su cueva, el señor Sapo asomó, la cabeza y dijo tranquilamente:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón estuvo a punto de enloquecer de rabia.
- Vamos a descansar un rato y correremos otra vez - murmuró con voz sofocada.
- Como quiera - respondió el señor Sapo en tono displicente.
Y se puso a tocar la flauta dulcemente.
Pensando en su inexplicable derrota, el señor Ratón estuvo llorando de ira. Cuando se sintió descansado, dijo al señor Sapo apretando los dientes:
- ¿Está dispuesto?
- Sí, sí... Ya puede echar a correr cuando guste... Llegaré antes que usted.
La carrera del señor Ratón sólo podía compararse a la de la liebre.
Iba tan veloz que dejaba sus uñas entre las piedras del monte sin darse cuenta.
Cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la meta, la señora Sapo sacó la cabeza de su agujero y gritó:
- ¡Pero hombre! ¿Qué ha estado haciendo por el camino? ¡Ya hace bastante tiempo que le estoy esperando!
Dio la vuelta el señor Ratón, regresando al punto de partida con velocidad vertiginosa. Pero cuando le faltaban cuatro o cinco pasos percibió el sonido de la flauta del señor Sapo, que al verle le dijo:
- Me aburría tanto de esperarle que me he puesto a tocar para matar el tiempo.
Silenciosamente, con las uñas arrancadas, jadeando, fatigado y con el rabo entre las piernas, el señor Ratón dio media vuelta y se marchó tristemente a correr mundo, careciendo de techo que le cobijara, por haber perdido su casa en una apuesta que creía ganar de antemano.
El señor Sapo fue a buscar a su señora y estaba tan contento que le prometió, para recompensarla, no gritarle más, durante toda su vida...

viernes, 25 de marzo de 2011

El principe Tomasito y San Jose "cuento español"

Érase una vez un rey que tenía un hijo de catorce años.
Todas las tardes iban de paseo el monarca y el principito hasta la Fuente del Arenal.
La Fuente del Arenal estaba situada en el centro de los jardines de un palacio abandonado, en el que se decía que vivían tres brujas, llamadas Mauregata, Gundemara y Espinarda.
Una tarde el rey cogió en la Fuente del Arenal una rosa blanca hermosísima, que parecía de terciopelo y se la llevó a la reina.
A la soberana le gustó mucho la flor y la guardó en una cajita que dejó en su gabinete, próximo a la alcoba real.
A medianoche, cuando todo el mundo dormía, oyó el rey una voz lastimera que decía:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
- ¿Me decías algo? - preguntó el monarca a su esposa.
- No.
- Me había parecido que me llamabas.
- Estarías soñando.
Quedó dormida la reina y el rey volvió a oír la misma voz de antes:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
Levantóse entonces el rey y fue a la habitación vecina, abriendo la caja, que era de donde procedían las voces.
Al abrir la caja empezó a crecer la rosa, que no era otra que la bruja Espinarda, hasta convertirse en una princesa, que le dijo al rey:
- Mata a tu esposa y cásate conmigo.
- De ningún modo - contestó el rey.
- Piénsalo bien... Te doy un cuarto de hora para reflexionar... O te casas conmigo o mueres.
El rey no quería matar a su esposa, pero tampoco quería morir, por lo que cogió a la reina en brazos, la condujo a un sótano y la dejó encerrada.
La desgraciada reina, temiendo que su marido hubiese perdido el juicio, quedó llorando amargamente e implorando la ayuda de San José.
Volvió el soberano a su alcoba y dijo a la bruja que había matado a su esposa.
A la mañana siguiente, cuando Tomasito entró, como de costumbre, a dar los buenos días a sus padres, exclamó:
- ¡Ésta no es mi madre!
- ¡Calla o te mato! - gritó la bruja.
Luego salió, reunió a todos los criados y dijo:
- Soy la reina Rosa... Quien se atreva a desobedecerme haré que lo maten.
Tomasito se marchó llorando; recorrió todo el palacio y cuando estaba en una de las habitaciones del piso bajo oyó unos lamentos que le parecieron de su madre.
Guiándose por el oído, llegó al sótano donde estaba encerrada y le dijo:
- No puedo abrirte, mamá; pero te traeré algo de comer.
En el palacio, todos estaban atemorizados por la nueva reina.
Un día, la bruja pensó en deshacerse del principito y le hizo llamar.
- ¡Tráeme inmediatamente un jarro de agua de la Fuente del Arenal! - le ordenó
Tomasito tomó un jarro, hizo que le ensillaran un caballo y salió al galope hacia la Fuente.
En el camino se encontró, con un anciano que le dijo:
- Óyeme, Tomasito... Coge el agua de la Fuente, sin detenerte ni apearte del caballo, sin volver la visita atrás y sin hacer caso cuando te llamen.
Al llegar Tomasito cerca de la fuente le llamaron dos mujeres, que escondían en sus manos una soga para arrojarla al cuello del principito, pero éste no hizo caso a sus llamadas y, llenando la jarra de agua sin bajar de su montura, regresó al galope a palacio.
La bruja, extrañadísima al verlo llegar sano y salvo, le ordenó que volviera a la Fuente del Arenal y le trajera tres limones.
Encontró el principito en su camino al mismo anciano de antes, que volvió a aconsejarle que cogiera los limones sin detenerse ni volver la vista atrás.
Hízolo así Tomasito y no tardó en presentarse en palacio con los tres limones.
La bruja, hecha una verdadera furia, le dijo:
- ¿Para qué me traes limones? Lo que yo te ordené que me trajeras fue naranjas... Vuelve y tráeme tres naranjas inmediatamente.
Marchóse de nuevo Tomasito y tornó a aparecérsele el anciano, que le dijo que procurara no detener el caballo al pasar bajo los árboles.
Obedeció el principito, como las veces anteriores, y regresó a palacio con las tres naranjas.
La reina Rosa, a punto de reventar de rabia, le dijo que era un inútil y lo echó a la calle.
Tomasito se fue al sótano, se despidió de su madre, encargó a una doncella que no dejara de llevarle comida y cuidarla y se marchó de palacio a recorrer el mundo, huyendo de la reina Rosa.
A los pocos Kilómetros de marcha le salió al paso el anciano, que era San José, aunque el príncipe Tomasito, estaba muy lejos de sospecharlo, y, pasándole la mano por la cara, disfrazó, a nuestro héroe de ángel, con una cabellera rubia llena de tirabuzones, y le dijo:
- Vamos al palacio abandonado. Viven en él dos mujeres, que me dirán que te deje un ratito con ellas para enseñarte el castillo. Son las dos hermanas de la reina Rosa. Tú me pedirás permiso, diciéndome: «¡Déjame, papá!» Y yo te permitiré que pases dos horas con ellas... Te enseñarán todas las habitaciones menos una... Pero tú insistirás en que te enseñen ésta también y cuando lo hayas conseguido obrarás como te aconseje tu conciencia y tu inteligencia.
Llegaron al palacio y todo sucedió como había previsto San José. Dejó éste al niño allí y las brujas le enseñaron todas las habitaciones del inmenso castillo, a excepción de una, que estaba cerrada con llave.
Tomasito dijo que quería ver aquélla también, a lo que las brujas, contestaron que no tenía nada de particular y que, además, se estaba haciendo tarde, pues estaban esperando a un niño que se llamaba Tomasito para colgarlo de un árbol.
Insistió el príncipe en ver la habitación, empleando tantos argumentos y caricias, que las convenció, y vio que se trataba de una cámara con paños negros en las paredes y una mesa con tres faroles, cada uno de los cuales llevaba en su interior una vela encendida.
- ¿Qué significan esos faroles? - preguntó.
Y la bruja Gundemara respondió:
- Estas dos velas son nuestras vidas y aquélla es la de nuestra hermana Espinarda, que ahora se ha convertido en la reina Rosa. Cuando se apaguen estas velas moriremos nosotras...
No había terminado de decirlo, cuando Tomasito, de un soplo, apagó las velas de los dos faroles juntos, cayendo Gundemara y Mauregata al suelo, como si hubiesen sido fulminadas por un rayo. Un instante después, sus cuerpos se habían convertido en polvo negro y maloliente.
Tomasito cogió el tercer farol y salió a la calle, donde le esperaba el anciano, que le dijo:
- Has hecho lo que suponía... Vámonos a tu palacio.... Hora es ya de que sepas que soy San José, que estoy atendiendo las súplicas de tu madre.
Llegaron al palacio y por medio de un criado mandó llamar a su padre.
Cuando lo tuvo delante lo dijo:
- Papá, ¿a quién prefieres? ¿A mamá o a la reina Rosa?
El rey exhaló un suspiro y respondió sin vacilar:
- A tu mamá, hijo querido.
- Sopla en esta vela, entonces.
El rey sopló, apagóse la vela y la reina Rosa dio un estallido y salió volando hacia el infierno.
Entonces bajaron al sótano y sacaron a la verdadera reina, que lloraba y reía de contento.
Cuando Tomasito se volvió para dar las gracias a San José, comprobó con estupor que el anciano había desaparecido.
Pero su protección no les faltó desde entonces y los monarcas y su hijo fueron en lo sucesivo tan felices como el que más.