miércoles, 31 de octubre de 2012

Jack-o-Lantern "leyenda norteamericana"

Había una vez un herrero más aficionado al aguardiente que al fuelle y al martillo. El lunes por la mañana cogía una borrachera que le duraba hasta el lunes siguiente. Entonces cogía otra nueva.
Un día que estaba jurando como un condenado, llamaron a la puerta y entró el Diablo. Venía a llevárselo. Pero el herrero suplicó y lloró tanto, que el Diablo le propuso un trato: vendría por su alma dentro de un año, y en tanto le prestaría su ayuda. Y entonces el Diablo hechizó la silla y el martillo del herrero. Quien se sentara en la silla no podría levantarse hasta que el herrero le diera permiso, y quien cogiera el martillo tendría que estar golpeando con él hasta que el herrero quisiera. Con esto podría sacar mucho dinero.
Pasó el año y se presentó el Diablo. El herrero, que le vio venir, fingió que estaba trabajando en una herradura y le rogó que se sentara hasta que terminase su trabajo. El Diablo se sentó en la silla encantada y no se pudo levantar. El herrero se burlaba de él, y al fin, con la promesa de que le dejase otro año de plazo, le dio permiso para levantarse.
Pasó otro año, y el Diablo se presentó de nuevo. Otra vez fingió estar ocupado el herrero, y le pidió ayuda para acabar antes. Cogió el Diablo el martillo hechizado y tuvo que golpear hasta que el herrero le liberó de la tarea a cambio de otro año de plazo.
Acabado el año, volvió el Diablo por tercera vez. El herrero suplicó y lloró; pero esta vez el Diablo lo metió en un saco y se lo llevó. En el camino se encontraron unos hombres. Y el Diablo se les unió, con la idea de cazar alguno más. Y hablando con ellos, llego la hora de comer. Se sentaron a la mesa, y el Diablo metió el saco debajo, junto a los de los otros hombres.
Tan pronto como el herrero se sintió en el suelo, se escapó del saco y puso otro en su lugar.
El Diablo recogió su carga y continuó el camino hasta llegar a su morada. Al llegar, llamó a los diablillos, que acudieron hambrientos, gritando:
- ¿Qué nos traes, padre?
Abrió el saco, y salió un enorme perro de presa, que les dio un gran susto.
Al fin, el herrero murió y se presentó en el cielo; pero no le dejaron entrar. Entonces se fue al infierno, y llamó; pero tan pronto como el Diablo le vio, dijo:
- Te burlarás de mí.
Y le cerró la puerta.
Desde entonces el herrero va del cielo al infierno y del infierno al cielo, y se le ve brillar en las noches oscuras. Por eso le llama la gente Jack-o-Lantern

lunes, 29 de octubre de 2012

El campamento de Paul Bunyan "leyenda norteamericana"

La granja de Paul Bunyan estaba en Honey Creck y la dirigía John Shears, el mejor granjero de la comarca. Paul Bunyan no se ocupaba de su granja; se dedicaba a la industria de la madera y los mejores de sus hombres eran madereros a sus órdenes. Ninguno de ellos podía soportar a John Shears con sus continuos sermones y reprimendas; por eso Paul Bunyan le empleó en su granja, al mando de hombres dóciles y manejables.
John Shears, a su vez, sentía antipatía por los madereros; pensaba que si no fuese por la industria de la madera, podría extender la granja, talando bosques, y llegar a ser el amo y señor de todo. El mismo Paul Bunyan, sin su madera, quedaría relegado a segundo lugar.
Esta idea ambiciosa fue la que le hizo tramar el complot contra Bebé, el gigantesco buey azul que transportaba los troncos y que era el mejor colaborador de Paul Bunyan en el trabajo del bosque. Bebé consumía las berrazas de la granja. Cuando John Shears ideó su plan, decidió, de acuerdo con sus granjeros, que las berrazas no se segasen, como otras veces, y las dejaron crecer de una manera peligrosa; cuando el buey azul las comiese, se envenenaría.
El único que no estaba enterado del complot en la granja era Thomas O'Meery, el sordísimo y humilde huérfano irlandés, que en otro tiempo había sido maderero; pero había engordado tanto, que se hizo inútil para el trabajo del bosque, y Paul Bunyan tuvo que enviarlo a la granja, donde John Shears le encargaba los peores trabajos, fregaba los platos y era el hazmerreír de los granjeros. Nadie lo tomaba en consideración, y por eso no sabía nada de la intriga que se tramaba contra los madereros. El mismo Paul Bunyan se presentó en la granja con el gran buey reclamando las berrazas, y John Shears dio orden de arrancarlas y prepararlas. Pero por la noche, cuando el gordo O'Meery, impresionado con la visita de Paul Bunyan, soñaba despierto con volver a ser maderero, oyó el plan que se preparaba contra Bebé. ¿Cómo podría evitarlo? No tenía tiempo de avisar, y entonces se le ocurrió una idea. En la colmena, Bum y Bill, las laboriosas abejas, zumbaban irritadísimas, porque las hierbas habían sido arrancadas para el buey azul antes de que ellas hubiesen llenado sus panales. O'Meery abrió la colmena y las abejas se escaparon, se lanzaron contra el buey y le picaron. Bebé empezó a bramar y a cocear. John Shears le oyó y salió corriendo a librarle de las abejas; pero pasó detrás de él en el momento en que el buey azul levantaba sus patas traseras y le dio una coz tan fuerte que el granjero salió por los aires lanzando hasta la misma cúspide de Rock Candy. Después Bebé echó a correr y se refugió en su establo, donde Bum y Bill no se atrevieron a seguirle, y así, no comió las berrazas.
Granjeros y madereros se despertaron con el alboroto y corrieron hacia el río que separaba a unos de otros, pero el gordo O'Meery cayó y rodó y, como siempre que rodaba, no se pudo parar hasta dar con su mole en el angosto puente donde iban a encontrarse granjeros y madereros. Entonces tuvo lugar la batalla del puente, que duró todo el día. Unos y otros trataron de acometerse; pero todos los golpes los recibió el pobre O'Meery, que interceptaba el puente con su inmensa mole.
Al final del día llegó Paul Bunyan y puso paz. Entonces O'Meery le contó todo lo sucedido, y como el jefe le ofreciese recompensa por haber salvado al buey, O'Meery pidió ser admitido como maderero. Siempre había sido un inconveniente estar tan gordo, pero O'Meery salió de entre el grupo de hombres y apareció delgado y esbelto; los golpes que había recibido durante el día le habían hecho adelgazar.
John Shears tardó tres días en volver de Rock Candy y se presentó humildemente al jefe, pidiendo el castigo merecido. Pero el magnánimo y generoso Paul Bunyan le hizo volver a la granja como antes. Y se llevó consigo a O'Meery, que desde entonces fue siempre un esbelto maderero.

viernes, 26 de octubre de 2012

El invierno de la nieve azul "leyenda norteamericana"

Paul Bunyan fue el historiador de lo útil y lo bello, el inventor de la industria de la madera, el mejor orador de una tierra de oradores y el héroe de un sinfín de aventuras. Él es el único que nos habla en sus crónicas del invierno de la nieve azul.
La nieve azul cayó en el Norte. Las selvas estaban entonces muy pobladas y sus principales habitantes eran los alces y los osos negros, que vivían en cuevas. Los alces fueron los primeros que vieron caer la nieve azul; la tierra se cubrió de un manto azulado y los árboles cubrieron de azul sus ramas.
Al principio, los alces la contemplaron con asombro; después, con miedo. De pronto una rama se desgajó con el peso de la nieve y una masa azul cayó sobre un gran alce; el animal dio un mugido y salió corriendo, disparado. Y entonces el terror se apoderó de todos los alces de la selva y echaron a correr hacia el Norte.
Los osos se despertaron con el alboroto. Se asomaron a sus cuevas y vieron a los aterrados alces que huían como flechas. Y entonces advirtieron que la tierra estaba cubierta de nieve azul. El terror se apoderó también de ellos y huyeron hacia el Norte, siguiendo a los alces.
Otra víctima del terror azul fue Niágara, el perro fiel de Paul Bunyon. Había salido a cazar alces para su amo, que vivía en la bahía de Tonnerre, en una cueva más alta que las torres más altas y tan grande como las cuevas de los mamuts. Pero a Paul Bunyon no le sobraba sitio, porque tenía el tamaño de una ciudad de hombres ordinarios. Por entonces estudiaba Historia y pensaba en hacer algo grande y maravilloso. Al levantarse, descubrió la nieve azul; sonrió, porque era un hecho nuevo y bello que estudiar, y la contempló mientras esperaba que su fiel perro le llevase la comida.
Pero Niágara, preso del terror azul, huía en aquellos momentos hacia el Norte; adelantó a los osos y a los alces y se lanzó en la oscuridad del invierno ártico, entrando de cabeza en el Polo Norte con tal fuerza, que hizo un agujero en el hielo y las aguas de las profundidades se estremecieron.
Los alces se cansaron de correr antes de llegar al Ártico. Muchos de ellos perecieron en la huida; otros murieron de terror y sólo unos pocos sobrevivieron en aquellas regiones.
Algunos de los osos llegaron a los círculos polares; su pelo se volvió blanco, del terror, y allí viven todavía sus descendientes, los osos color de nieve. Otros no se asustaron tanto; no salieron de los bosques, y de ellos descienden los osos grises. Y los pequeños no crecieron; de ellos nacieron los osos negros de hoy, que tienen el mismo tamaño que los cachorros de la época de Paul Bunyon.
Mientras tanto, Paul Bunyon soñaba en su gran obra y esperaba a Niágara, que no regresaba. Le buscó en balde días y días, y, buscándole, oyó un ruido sobre el agua de la playa. Acudió a enterarse de la causa, y encontró un ternero recién nacido; era mucho mayor que los terneros corrientes: tan grande como Paul Bunyon en relación con los demás hombres. Y además era azul, como la nieve azul; sin duda, la madre se asustó con la nevada al nacer el ternerito.
El ternero se convirtió en su compañero, mientras Paul Bunyon seguía pensando en hacer algo grande, algo que fuese su obra. Un día se durmió, cansado, y soñó. Y en su sueño vio un nombre: Real América. Se despertó y volvió a dormir, y a soñar. Esta vez vio una selva; la llameante hoja de una guadaña derribaba los árboles.
Durante muchos días pensó en estos sueños, mientras buscaba carne de alce y pescado de la bahía para su ternero, que comía verazmente y crecía muy deprisa. Y decidió que tenía que marcharse de allí. Apenas había carne de alce, y los osos se habían ido. Y todos sus proyectos de hacer algo grande y maravilloso se fundieron en el nombre de su sueño: Real América, la Tierra de la Oportunidad.
Y cuando llegó la primavera, cogió su ternero, cruzó el límite y llegó a América, poblada de praderas y de bosques. Allí estableció la industria de la madera, su gran invento. Y cambió su nombre de Paul Bunyon por el de Paul Bunyan.
 

miércoles, 24 de octubre de 2012

La creación del hombre "leyenda norteamericana"

Después que el coyote hubo creado el mundo y los seres inferiores, quiso crear al hombre, para lo cual convocó un consejo de animales. Escogieron para reunirse un lugar despejado en el bosque, donde se sentaron formando un gran círculo.
El león presidía. A su derecha se sentó el oso pardo, y próximo a éste, el oso castaño. Así, de esta manera, se fueron sentando uno tras otro, hasta colocarse el último el ratoncillo, que se sentó a la izquierda del león.
Éste fue el primero en hablar, declarando que deseaba un hombre con una potente voz, semejante a la suya, con la que asustaría a todos los animales; además debería estar cubierto de piel, tener largos colmillos y fuertes garras. Respecto al color, opinaba que debía ser de un tostado semejante al suyo.
Entonces le interrumpió el oso pardo.
- Esto es ridículo. ¿Por qué debe tener el hombre una voz como la vuestra? Opino que un hombre debe ser de gran fuerza y moverse rápido y en silencio, sin hacer el menor ruido.
El ciervo aseguró que él no estaba de acuerdo con aquello. El hombre, según su manera de pensar, debería tener buenas astas sobre la cabeza, semejante a la suya, para poder luchar. También daba mucha importancia a los ojos y oídos, que deberían tener la sutileza de los suyos.
- Nada de eso -protestó la oveja -. El hombre necesita unos cuernos como los míos, con los cuales pueda topar contra su presa, y no las complicadas astas del ciervo, que se le engancharían en todos los matorrales.
A continuación tomó la palabra el coyote, declarando que en su vida habla oído decir tantas tonterías. Él era, sin duda, superior a todos los animales allí congregados, y, por lo tanto, le correspondía hacer el hombre a su semejanza, pero más perfecto aún que él mismo. Tendría cuatro patas, cinco dedos y una cabeza con ojos, oídos y nariz. No le parecía mal que tuviese una voz como la del león; pero no sería necesario que rugiese.
Entonces el león ordenó al coyote, que paseaba nervioso, que se sentase en su sitio y cesase de hablar.
El oso pardo prosiguió:
- Encuentro que el coyote ha hablado acertadamente en lo que se refiere a la forma de los pies, pues esto le permitiría permanecer derecho fácilmente; por lo tanto, los pies del hombre deberían ser, poco más o menos, como los del oso.
El coyote subrayó después la ventaja que tenían los osos al no tener rabo. Él sabía por experiencia que no servía más que de refugio a las pulgas. También habló de las ventajas que tenían los ojos y oídos de los ciervos, quizá mejores que los suyos, y de las que tenía el pez, a quien siempre había envidiado por la desnudez de su cuerpo. El pelo de los animales era una pesada carga, y, por lo tanto, él deseaba ver al hombre libre de pelo, pero con poderosas uñas, tan largas como las de las águilas.
Por último, reconoció que no había en la reunión, a excepción de él, un animal capaz, por su ingenio, de hacer al hombre. Y al decir estas palabras, levantó su hocico y miró a los reunidos con un aire importante.
El castor se levantó para dar su opinión.
El hombre debe tener una ancha y gruesa cola, con la cual pueda arrastrar fango y arena.
- Todos los animales habéis perdido el sentido - dijo la lechuza, gruñona -. Ninguno de vosotros desea ver al hombre con alas, y yo no comprendo qué podría hacer sobre la tierra un hombre que no las tuviera.
El topo aseguró que estaban todos locos. El pensar en un hombre con alas era el mayor disparate, porque estrellaría su cabeza contra el cielo; además, sus ojos se quemarían con la proximidad del Sol. Sin ojos, en cambio, podría horadar la tierra y ser tan feliz como él.
Finalmente, el ratoncillo levantó su chillona voz:
- Yo haría al hombre con ojos, de manera que pueda ver el alimento que lleva a la boca; pero nunca debería arañar la tierra.
Todos los animales discrepaban entre sí. El Consejo estaba sumido en el mayor desorden; nadie ocupaba su puesto, y, al fin, empezaron a luchar unos con otros. El coyote intentó huir; pero en este momento la lechuza se abalanzaba sobre él, mientras el castor le arañaba la quijada. El león y el oso pardo luchaban como fieras.
Pasado un largo rato, cuando comenzaban a desfallecer, agotados por la lucha, cada animal se sentó y empezó a trabajar, para hacer al hombre de acuerdo con sus propias ideas. Tomaron un terrón de tierra y comenzaron a moldearlo. Pero el coyote lo hacía según lo había descrito en el Consejo.
Era muy tarde cuando se habían puesto a trabajar, y así, la noche llegó antes de que hubiesen terminado su modelo. Empezaron a bostezar, y pronto todos los animales se retiraron a descansar. Uno solo continuaba laborando afanosamente: el coyote, que permaneció así sobre su modelo durante toda la noche. Muy temprano, y antes de que los restantes animales despertasen, el coyote terminó su obra y le dio vida. Al levantarse los demás, vieron con sorpresa que el hombre había sido hecho por el coyote.

lunes, 22 de octubre de 2012

Rip Van Winkle "leyenda norteamericana"

En las márgenes del Hudson, a los pies de las altas montañas encantadas de Kaatskill, hay una aldea fundada por los colonizadores de la época de Peter Stuyvesant. En esta aldea, durante el reinado de Jorge III de Inglaterra, vivía Rip Van Winkle, que estaba casado con una mujer tan pendenciera y desagradable, que no le dejaba vivir. Cuando los agrios sermones de su mujer le molestaban demasiado, Rip Van Winkle se iba de su casa y vagaba por el pueblo, sin ocuparse de su granja. Pero como ella no le dejaba en paz en ninguna parte, cogía a veces su escopeta y se perdía en los bosques, seguido de su perro.
Así fue como un día subió hasta un picacho perdido en las montañas de Kaatskill, y cuando se disponía a volver a su pueblo, oyó una voz que le llamaba por su nombre.
- ¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!
Miró a su alrededor, y vio venir a un hombre vestido a la moda de los antiguos colonizadores holandeses, que llevaba sobre sus hombros un enorme barril. El aparecido le pidió ayuda, y Rip Van Winkle, que nunca se la negó a nadie, le ayudó a llevar el barril por extraños y perdidos caminos; de vez en cuando se oían ruidos extraños, como si tronase entre las montañas. Llegaron a una gran planicie. Allí, varios hombres, vestidos a la antigua usanza holandesa, jugaban a los bolos. Rip Van Winkle ayudó al hombre del barril a dejarlo en el suelo y todos bebieron de él; después continuaron su juego, sin hacerle caso, y el ruido de los bolos era como el de los truenos entre las montañas. Entonces Rip Van Winkle decidió probar el líquido del barril, y era un vino tan bueno, que bebió una y otra vez hasta que el sueño le venció y se quedó dormido.
Cuando despertó, se encontró en el mismo picacho donde había encontrado al holandés; su escopeta estaba enmohecida y vieja, y el perro había desaparecido. Bajó de las montañas apresuradamente; pero al entrar en su pueblo sólo encontró en él gentes desconocidas que le miraban con extrañeza. Entonces advirtió que estaba viejo y encorvado, y la barba le llegaba hasta los pies. Su casa estaba derruida y abandonada. Preguntó por sus antiguos vecinos: unos habían muerto, otros se habían ido del pueblo y sólo alguno quedaba por allí; su mujer también había muerto. Rip Van Winkle había dormido veinte años en las montañas encantadas de Kaatskill.
Y se dice que en estas montañas el descubridor del río, Hendrick Hudson, se entretiene de vez en cuando con su tripulación en jugar a los bolos, y que el ruido que hacen se oye como si rodasen los truenos en las montañas. Y desde que ocurrió esta aventura, cuando un marido es un Juan Lanas y su mujer le domina, dicen en el pueblo que debiera echar un trago del vino de Rip Van Winkle.

sábado, 20 de octubre de 2012

La Gran Música "leyenda de norteamericanas"

Sucedió, allá en la comarca de Eel River (río de las anguilas). Y todo empezó simplemente por una gota de rocío. Una gota de rocío como las que cualquiera puede ver, en una mañana de verano, sobre las hojas.
Tony Beaver tramaba por entonces hacer algo grande y temerario. Pero quizá no hubiera sido tan imprudente si en el campamento no reinasen la animosidad y el odio. Cada cual hablaba mal de los demás, y las palabras mordaces y las cuestiones surgían a cada paso.
«Tengo que hacer algo que los saque de sus casillas», pensaba Tony. Y se fue al bosque, a meditar.
Al amanecer, y estando solo en lo alto de una colina, sorprendió un guiño en una gota de rocío que estaba en una mata de musgo. Tony guiñó, a su vez, a la gota. Y en aquel instante sintió que algo, dentro, le gritaba: «Mírala, mírala.» Y la miró fijamente, y en ella vio un mundo de cosas, como si fuera el centro de la creación y conociera sus secretos.
Entonces los pájaros empezaron a cantar al Sol, que salía. Tony temió que su gota se evaporara y la cubrió con hojas y musgo. Miró a su alrededor a todas las gotas de rocío, que se fundían al sol, pareciéndole oír que le gritaban: «¡Hermano, hermano!»
En aquel momento creyó oír a Jimmy, el violinista, tocar una música que fue creciendo y creciendo, hasta hacerle sentir que iba cabalgando en ella como un madero en un río.
«¿Y esto pasa todas las mañanas, y yo sin saberlo?», se dijo.
Y volvió a mirar el centelleo de la gota salvada, y entonces comprendió que era una gota exprimida del corazón del mundo; que en ella estaba la savia de la vida y que de ella había en todos los seres vivientes, y en rocas, y ríos, y plantas. La escondió en su pecho y corrió al campamento.
Cerca de él encontró a Jimmy, un sujeto que sabía más de lo que podía decir con la lengua, y lo decía con su violín. Jimmy le dijo que él no había tocado al amanecer y que lo que Tony había oído debió de ser la Gran Música.
- Anda con cuidado - le advirtió -, no vayas a hacer un agujero y se cuele por él la Gran Música, arrastrándolo todo.
- No me importaría; es lo que aquí está haciendo falta. Y, además, tú estás siempre agujereando el aire con tus canciones.
Y entre los dos tramaron la diablura. Al amanecer, Tony, subido en una roca, tocó su enorme cuerno y reunió a todos los vecinos. Les mostró la gota de rocío, diciéndoles:
- Miradla y miradla, hasta que el sol la toque.
Jimmy, en la cima de la colina, con su violín preparado, esperaba la salida del Sol. Un rayo pasó por encima de él y dio en la gota de rocío, que, brillando, brillando, desapareció. En aquel momento, Jimmy gritó:
- ¡La Gran Música viene!
Y empezó a tocar. Y como si el violín le trazara el camino, se fue acercando una extraña música. Y apareció una gran empalizada flotando por la ladera, hacia la hondonada, como por un río. De repente se deshizo; cada palo se empinó y empezó a danzar y a hacer cortesías. Detrás vinieron parejas de arbolillos y animalejos, y luego un torrente de música, una tromba de sonidos, todas las tonadas, todas las canciones conocidas, y con ellas toda clase de criaturas, bailando unas con otras, como locos. Allí venían osos, conejos, árboles y matas, gatos salvajes, rocas y troncos.
Y todos los habitantes de Eel River entraron en la danza, cogiendo cada cual la pareja que podía. Quién bailaba con un madero, quién, con un corro de ardillas, aquél, con un mono, éste, con un árbol repentinamente florido. La vieja Anne bailaba con el mozalbete vecino que tanto la molestaba; John y Peter, los irreconciliables enemigos, se sonreían mutuamente, abrazados en alegre danza. Y cada cual bailaba al son que escogía entre los miles de canciones que los envolvían. Y es que la Gran Música hace bailar a todo el mundo, y ¡ay del que se le resista!. Como el pobre reverendo Moisés, que no quería bailar y se agarró fuertemente a un pino, y el pino se arrancó y le hizo bailar una danza frenética, hasta arrojarle en una alta roca, fuera de la música.
Allí quedó, con la ropa hecha jirones y sin un pelo en la barba ni en la cabeza para toda la vida.
Jimmy seguía en lo alto, dejando pasar el torrente de música y criaturas. Muchas canciones le invitaban a bailar, pero él esperaba. Hasta que llegó una más grande y maravillosa que irrumpió, como si los cielos se abrieran; una música nunca oída, que empezó como una marcha solemne.
- ¡Aquí estoy! le gritó Jimmy.
Y como si desde que se hizo el mundo se esperaran, se abrazaron y empezaron a danzar. Todas las músicas y todos los danzarines se pusieron a los lados, formando un arco de sonidos. Pasaron por él y tras ellos, siguiéndoles, se fue la Gran Música, y todo acabó.
Todas las criaturas volvieron al bosque; los árboles se clavaron en el suelo y sólo quedaron unas cuantas rocas fuera de su sitio y un árbol florecido fuera de estación. De Jimmy nadie ha vuelto a saber.
Pero todos se sintieron más fuertes y más libres. Todo encono desapareció y reinó la paz. Era que habían visto una gota de rocío por primera vez y habían danzado al son de la Gran Música.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

Los nudos del viento "leyendas"

En Sisevy, junto al Schlei, vivía una mujer que era bruja, teniendo poder sobre los vientos. Los pescadores de arenque del Schleswig la visitaban a menudo para pedirle que hiciera reinar en sus expediciones vientos favorables. Un día un grupo de estos pescadores que quería volver al Schleswig observó que reinaba Viento del Oeste, que les era desfavorable. Visitaron a la bruja y le dijeron:
- Queremos volver a nuestro pueblo; pero reinan vientos contrarios. Pídenos lo que quieras por darnos buenos vientos.
Ella les exigió gran cantidad de pescado, y, cuando lo tuvo en su poder, les dio un pañuelo con tres nudos.
- Os doy este pañuelo con tres nudos. Con él tendréis buenos vientos soltando dos de estos nudos. Pero el tercero no lo soltéis hasta después de haber atracado, pues de lo contrario correréis grandes peligros.
Los pescadores se dirigieron al muelle; embarcaron, y desplegaron las velas, aunque aún reinaba el viento del Oeste. Y el capitán cogió el pañuelo y soltó uno de los nudos. Inmediatamente el viento cambió y empezó a soplar suavemente del Este. Levaron anclas, soltaron las amarras y salieron de la boca del puerto.
Cuando habían navegado algún trecho, quisieron ir más de prisa y soltaron el segundo, y vino un vendaval que los llevó con la mayor rapidez hacia el puerto al que se dirigían.
Ya estaban cerca de este puerto cuando, llenos de curiosidad, y olvidando los consejos de la bruja, abrieron el tercer nudo.
¡Ojalá nunca hubieran hecho!, pues estalló una gran tormenta que los puso en trance de perecer, teniéndose que arrojar al agua todos para poder llegar a la orilla y no pudiendo salvar los barcos.

martes, 16 de octubre de 2012

Los enanos del Schalksberg y del Wohldenberg "leyenda alemana"

El Schalksberg, entre Ettenbüttel y Wilsche, cerca de Gilde, junto al Aller, es ahora solamente una colinita de topos, pero en otros tiempos fue un monte alto y hermoso, en el cual habitaba el pueblo de los enanos. En aquel tiempo no vivía allí ningún hombre, lo cual era muy del agrado de los hombrecillos, pues podían ir y venir sin ser estorbados y andar por encima o por debajo de la tierra como les viniera en gana. Los gnomos se daban muy buena vida; hacían todos los días domingo, y en medio de la semana, un día de fiesta. Comían, jugaban y bailaban. Sin embargo, de vez en cuando forjaban, y aún hoy en día se encuentran a menudo por allí escorias y restos del carbón que empleaban en su trabajo. Cuando por primera vez llegó un pastor a esa región no había en derredor del monte más que campos de guisantes y dentro de la tierra se oía continuamente una música maravillosa. Sin embargo, cuando los corderos del pastor se acercaban a esos campos de guisantes, se sobresaltaban, como si se les hubiera pellizcado interiormente, y también varias veces empezó el perro a ladrar y a aullar y no quiso acercarse. A pesar de esto, poco a poco fueron viniendo más gentes a la región, construyeron pueblos y trabajaron en sus oficios. Con eso se pusieron en contacto a menudo con los enanos, unas veces amablemente y otras como enemigos, según las circunstancias. Los gnomos se quejaban, sobre todo, del ruido que formaban los hombres, y éstos, de los muchos robos que hacían aquéllos; de modo que estaban en continuas riñas. Pero, a pesar de esto, en otras ocasiones se prestaron ayuda mutuamente, y cada vez que los hombres se habían mostrado amables con los enanos, eran pagados por estos con oro rojo.
He aquí el motivo de que los hombrecillos se marcharan de aquellos lugares: En los campos de los alrededores vivían muchos gigantes, y si éstos no se entendían bien con los hombres, con los enanos andaban siempre como perros y gatos. Una vez los gnomos molestaron a un ogro que dormía, poniéndole en los agujeros de las narices dos grandes rocas. El dragón empezó a respirar mal, y se despertó, y aún pudo ver cómo tos hombrecillos desaparecían en el Schalksberg. En un dos por tres se encontró allí, pero no pudo entrar porque era demasiado grande para los pequeños agujeros de los enanos. Entonces el monstruo sopló las piedras de las narices contra el monte, hasta el punto de que éste estalló y voló pulverizado y roto. Siguió soplando el gigante, hasta que desapareció el monte. Y hubiese exterminado a todos los enanos a no haber sobrevenido una gran tormenta. Un rayo cayó encima del ogro y lo mató.
A la noche siguiente estaba un pescador plegando sus redes a la orilla del Aller, cuando se le acercó un hombrecillo gris y le preguntó si estaba dispuesto a hacer algunos viajes a través del río, junto al Schalksberg le prometió que nada perdería en ello. El pescador se extrañó, pero por fin accedió y fue con su barca puntualmente al sitio designado y a la hora justa, a la noche siguiente. El hombrecillo gris le esperaba y saltó al bote ágilmente, y con él otros, a los que el pescador no veía, fueron llenando el bote hasta que casi se hundía. Entonces mandaron al pescador que pasase el río. Cuando llegaron a la otra orilla, saltaron a tierra e indicaron al pescador que debía volver de nuevo al mismo sitio. Como decíamos, el pescador no veía sino al primer hombrecillo gris, y así continuo hasta el crepúsculo matutino. Continuamente se llenaba la barca, pero él no veía a nadie, sino que oía unos cuchicheos y siseos y sentía la barca medio hundirse. Cuando el Sol iba a salir, el hombrecillo, que era el rey de los enanos en persona, dijo:
- Ahora, basta. Tu premio se encuentra en el fondo del bote. Si tienes curiosidad por saber lo que has llevado en tu barca, mira por encima de mi hombro izquierdo.
El pescador lo hizo así y vio una extensa pradera llena de hombrecillos cargados con toda clase de bultos, que se dirigían hacia el Wohldenberg, a unas dos horas de distancia de allí. Pero en ese momento salió el Sol y el pescador, de repente, ya no vio nada más. No había ya enanos y su rey había desaparecido también. Cuando el pescador volvió a subir a su barca, vio en el fondo un gran montón de bosta. Irritado por la miseria del pago, lo echó en el Aller, y, vuelto a su casa, contó a su mujer toda la historia. Pero ésta, más lista que él, le contestó:
- No hubieras debido tirarlo; todo eso era oro.
Corrieron al bote, y, en efecto, lo que aún quedaba se había convertido en oro brillante, y pudieron recoger lo bastante para llenar su sombrero de tres picos hasta arriba, y de lo que había tirado el pescador encontraron después algunas monedas con la red.
Desde aquel tiempo vivían los enanos en el Wohldenberg. Esta colina, que se eleva en una llanura casi sin fin Y que se extiende de Norte a Este, entre Leiferde y Daldorf, muy cerca del camino que va de este último Pueblo a Meinersen, domina, a pesar de ser muy pequeña, toda la región. Ésta es tan estéril como el monte mismo. Por el Oeste y el Norte linda con dunas de arena en las cuales no hay casi más que brezos y abetos torcidos. Hacia el Sur y el Este hay, naturalmente, algunos campos cultivados, pero éstos producen más amapolas, rojas como el fuego, que trigo.
El pie mismo de la colina está rodeado por un círculo de abedules y de abetos y de algunos robles secos, y la cima se encuentra cubierta de brezo y de retama. El mismo aspecto triste tenía antes de la llegada de los enanos, quizá más triste aún, ya que la región no estaba habitada por los hombres, por lo que no se veían tierras cultivadas. Los enanos se dispusieron a cambiar este estado de cosas. En pocos días hicieron canales subterráneos, que trajeron el agua desde el río Ocker. Uno de estos canales todavía fluye hoy y se llama Twargborn; los demás se han secado. Por otra parte, calentaron el suelo con hogueras encendidas debajo de tierra, y este calor, unido a la humedad producida por los canales, hizo que la tierra se convirtiera de muy estéril en fertilísima. Esto lo vio por primera vez un cazador que se había perdido por esas regiones, y cuando lo contó y se extendió la noticia pastores y labradores se dirigieron allá y se asentaron. De aquellos primeros tiempos se habla aún hoy con entusiasmo. Los sembrados habían crecido tan prietos, que se podía pasar por encima de ellos con un carro sin doblar las plantas; los pastos y praderas no tenían igual y toda la región parecía un verdadero paraíso. Durante mucho tiempo vivieron los hombres y los enanos en paz, como buenos vecinos; se ayudaron fielmente en todas las necesidades, se prestaron mutuamente instrumentos de trabajo y se invitaban a fiestas y banquetes. Los que salían ganando con esto eran, sobre todo, los labradores. Después de arar por la mañana durante unas cuantas horas, se encontraban con el desayuno preparado en un puchero, al mediodía les proporcionaba una mano invisible la comida, y en cuanto una azada o cualquier otra herramienta se rompía, lo arreglaban los enanos inmediatamente, sin querer aceptar nada en pago. Así, también protegían esta región de las inundaciones y del granizo y eran infatigables cuando el trigo se llevaba a los graneros; de modo que a menudo, al despertar los trabajadores de la siesta, no tenían ya nada que hacer.
A cambio de todo esto sólo pedían una cosa con mucha insistencia: que hubiera silencio en las cercanías del monte, que no se restallase con el látigo ni se gritara al ganado. Durante mucho tiempo los hombres cumplieron este ruego de los enanos concienzudamente, y así hubo alegría y paz durante muchos años. En esto, ocurrió que las gentes de Leiferde trajeron una gran campana para la nueva torre de la iglesia, y eso fue la primera piedra de la discordia, pues los enanos no podían soportar el ruido de la campana y tenían que taparse continuamente los oídos. Primero rogaron que no se tocase la campana, y cuando no se les hizo caso y se volvió a tocarla, se dirigieron en masa hacia la iglesia, tirando piedras para echar abajo la campana o la torre. Tampoco esto les dio resultado. Entonces empezaron los disgustos. Los enanos mezclaban el trigo con la paja y lo pisoteaban, asustaban a los caballos y a los rebaños que estaban pastando, cegaron los pozos, asustaban a los caminantes, a las mujeres y a los niños. Pero, sobre todo, robaban lo que se les ponía al alcance: hasta niños pequeños. Los hombres no se portaban mejor. Cuando los enanos jugaban y bailaban, se acercaban silenciosamente los mozos del pueblo y restallaban de repente de tal modo sus látigos, que a los enanos se les turbaba la vista, les parecía que iban a reventárseles los oídos y escapaban chillando. Y cuando estos mozos cazaban a alguno de los enanos, se divertían de tal modo con él, que el pobre diablo creía morir de miedo. Sin embargo, otras veces se trataban amigablemente. O sea, que las relaciones se convirtieron en lo que habían sido en el Schalksberg. Unas veces, como enemigos, otras, como amigos. Mas la situación empeoró.
El labrador más rico de Leiferde había a conseguido ganar para sí todos los campos más fértiles del Wohldenberg, y era muy feliz por ello, pues allí donde hoy es todo un yermo, en aquel tiempo crecía la mejor cosecha. Él mismo vivía en paz con los enanos, ya que se daba cuenta de que le convenía, pero tenía un hijo único que era un bruto. Cuando creció, apenó de tal forma con su conducta a su viejo padre, que éste murió y el joven quedó dueño de los ricos campos. No tardó mucho tiempo en enemistarse con todo el mundo, porque era tan poco amable y servicial como orgulloso. Cuando se había ganado un nuevo enemigo, se burlaba de él y a la vez de todos los demás hombres; se burlaba hasta del mismo Dios e insultaba a sus colonos, los enanos.
Es más fácil enemistarse con un enano que con un hombre; esto lo había de experimentar el mal joven, para su perdición y daño. Un día estaba arando y los gnomos le trajeron, como de costumbre, un abundante desayuno. Cuando hubo probado el primer bocado, le pareció caprichosamente que estaba malo; tiró lo que le quedaba, y gritó:
- ¡Ya que me traéis comida de cerdos, os la devuelvo! ¡Traedme mejor comida, so granujas!
Y al mismo tiempo restalló con el látigo, de modo que el silbido atravesó todo el monte. Viendo que los enanos no volvían a llenar el puchero, lo ensució de manera indecente y restalló el látigo y gritó Como un salvaje. Con tanto ruido, se encabritaron los caballos, y cuando agarró las riendas para sujetarlos, se le rompieron y los caballos huyeron a lo lejos. Empezaba la venganza de los enanos. Cuando al mediodía y a la mañana siguiente siguió sin aparecer la comida, el labrador se enfureció aún más y gritó:
- ¡Traedme mi comida, perros de cabezas gordas y patas tuertas! ¡Y que sea buena, o que os lleve el diablo! ¡Tengo derecho a exigíroslo, pues sois mis colonos, y solamente por favor os permito que viváis en vuestro montón de tierra!
Pero la comida no apareció, y cuando, cansado de tanto gritar, se había echado bajo un arbusto, salieron miles de hormigas amarillas, que le picaron en todo el cuerpo, hasta en la nariz y en la boca. Esto era obra de los enanos irritados. A la tercera mañana, el campesino cogió una carraca y se dirigió con dos criados al Wohldenberg. Después de haber pedido la comida, siguió ésta sin aparecer. Entonces rodearon entre los tres el monte. Uno iba silbando tan agudamente como podía; otro restallaba con todas sus fuerzas Con un larguísimo látigo, y el tercero hacía sonar la carraca ensordecedoramente. Tanto ruido hicieron, que se originó un estrépito infernal. Los enanos, en el interior del monte, creían volverse locos; sin embargo, ninguno apareció. Estaban combinando un nuevo plan de venganza. Por la noche se levantó una tremenda tempestad y a la mañana siguiente se extrañó la servidumbre de que el campesino no se levantara. Por fin entraron en su habitación y lo encontraron tendido en su lecho, como muerto. Cuando después de sacudirle y de frotarle las sienes lo hicieron volver en sí, contó que se había despertado a medianoche, sintiéndose como paralizado.
- Con horror - dijo - me di cuenta de que cantidades de gordos y fríos sapos se arrastraban por mi cuerpo y mi cara, y de que yo, entretanto, no me podía mover.
Aún estaba hablando, cuando entró una sirvienta para dar cuenta de que también la mayoría del ganado estaba paralizado y cegado, y al momento surgió el mayordomo añadiendo:
- Todos tus campos han sido apisonados y asolados durante la noche; los manantiales, secados. El monte, en fin, está devastado.
Todos se dieron cuenta al instante de que lo sucedido era obra de los enanos.
En el vecino pueblo de Volkse, a orillas del río Ocker, cerca del lugar en donde aún hoy día una barca atiende al pasaje por falta de puente, vivía un pescador que llevaba a la orilla opuesta a los caminantes que lo deseaban. Hacia el mediodía de aquel día en que el campesino había asustado a los enanos, se le acercó un hombrecito gris, que le rogó tristemente:
- ¿Me prestas tu barca por esta noche, pescador?
- ¿Por qué no lo había de hacer? - contestó el barquero -. Si me pagas bien el servicio y me la devuelves mañana honradamente...
Así se lo prometió el hombrecillo, y en prueba de ello le entregó una escudilla llena de oro, y le dijo:
- Sobre todo, no sientas curiosidad por ver lo que pasa, pues podría sucederte algún daño.
Dicho esto, desapareció.
En cuanto cayó la noche, sobrevino una tormenta tan terrible como ni los más ancianos recordaban haber visto otra igual: el cielo parecía arder en un gigantesco incendio y el viento soplaba con imponente furia. El honrado pescador no cesaba de rezar y pedía también por el hombrecillo gris. «¡Ojalá que no se haya atrevido a pasar el río!», pensaba. Olvidó su promesa y miró a través de un agujero en las ramas de la cabaña que por casualidad había delante de él. ¡Cielos, lo que hubo de ver! En medio de las espumosas olas del río se deslizaba su barca; una cantidad innumerable de enanos iba en ella, y las orillas hormigueaban de hombrecillos grises. Todo esto lo vio a la luz de un terrible relámpago; pero no pudo ver más: el mismo rayo cayó cerca de su cabaña y un trueno fortísimo lo ensordeció para todo el resto de la noche y le hizo perder el sentido. Cuando volvió en sí, el Sol había salido y alumbraba en el claro cielo, el río estaba tranquilo y su barca se encontraba a la orilla, como si nada hubiera pasado, y solamente el oro rojo que encontró en el fondo del bote le convenció de que no había soñado. Pero aún le convenció mas de la triste realidad una sola mirada que dirigiera al vecino Wohldenberg: todas las encinas estaban destrozadas, todos los lugares alegres deshechos y todos los alrededores tan desiertos como están hoy. Solamente había permanecido, a pesar de la destrucción, un camino por el lado del Este y que se llama aún el Twargstieg (twarg=zwerg, enano; stieg, escala, camino); una sola fuente quedó sin cegar, la «Twargborn», como aún se llama hoy, y tiene la mejor agua de todo el contorno.
Los enanos desaparecieron, nadie sabe adónde se marcharon. Otros narradores añaden que aquella misma mañana el cruel campesino, que con su brutalidad había sido la causa de la tragedia, había sido encontrado en el campo, carbonizado por un rayo y con el látigo roto encima de él.

sábado, 13 de octubre de 2012

Richmodis la resucitada "leyenda alemana"

Hacia mediados del siglo XIV vivía en Colonia el señor de Aducht con su mujer Richmodis. El más tierno amor unía a los esposos en una dicha perfecta y ambos gozaban de la mejor reputación en toda la ciudad.
Pero esta felicidad se vio prontamente destrozada. En 1357 la peste asoló la ciudad. Los habitantes caían muertos en medio de las calles y aquellos que no podían salir de Colonia esperaban resignados la muerte. Richmodis fue atacada por la epidemia y pocos días después murió. Por las circunstancias, no se podía ni pensar en un entierro solemne; así que el señor de Aducht se vio forzado a enterrar al momento a su mujer en el cementerio de los Santos Apóstoles. Sin embargo, para honrar de alguna manera a la difunta, quiso que sus joyas fuesen enterradas con ella. Así se hizo. Pero esto fue advertido por los enterradores, los cuales, tentados por la codicia, una vez que llegó la noche, abrieron la fosa para robar las ricas alhajas. Ya llevaban cogidas varias de éstas, cuando al querer sacar de uno de los dedos de Richmodis un maravilloso anillo, la dama, que en realidad no había muerto, sino que solamente había sufrido un letargo, volvió en sí. Los sepultureros, espantados, huyeron, y la señora, levantándose, salió del cementerio y se dirigió a su casa.
Cuando llegó a la puerta, golpeó. Acudió un criado y preguntó quién era el que llamaba a tan intempestivas horas. Cuando oyó la voz de su señora, que decía: «Soy yo», tembló de espanto y fue a decirlo al señor de Aducht. Y éste, creyendo que era una alucinación del criado, contestó:
- Tan imposible es que mi mujer haya resucitado como que mis caballos suban a la buhardilla.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, se oyó un estrépito terrible y vio asombrado que sus caballos, saliendo de las cuadras, penetraban en la casa y subían a la buhardilla. Entonces el caballero, dominando su espanto, corrió a la puerta, la abrió y encontró a su mujer, a la que abrazó tiernamente.
La resucitada recibió los mayores cuidados. Gracias a ellos tomó fuerzas y vivió durante muchos años en compañía de su marido, alabando siempre a Dios por el gran favor obrado.

jueves, 11 de octubre de 2012

Origen de los Welfen (Güelfos) "leyenda alemana"

Warin era un conde de Altorf y Ravensburg en Suabia, el cual tenía un hijo que se llamaba Isenbart, que estaba casado con Irmentrut. Sucedió que una pobre mujer de la región dio a luz tres niños de una vez. Cuando la condesa Irmentrut lo supo exclamó:
- ¡Es imposible que esta mujer pueda haberlos tenido a la vez de un solo hombre, sin adulterio!
Esto lo dijo abiertamente ante el conde Isenbart, su dueño y señor, y toda la corte.
- Y esta adúltera - continuó - no merecería otra cosa que ser encerrada en un saco y echada a un río para que se ahogase.
Al año siguiente, la condesa misma quedó embarazada. Y estando su marido en una expedición guerrera, dio a luz doce niños. Temblorosa y espantada, pensando que seguramente a consecuencia de sus propias imprudentes palabras, se la acusaría a ella misma de adulterio, ordenó a su camarera que llevase a once de los niños al arroyo próximo y que los ahogase. Y guardó al duodécimo. La vieja metió a los once inocentes niños en una gran tinaja y se dirigió al cercano arroyo, que se llama aún el Schartz. Pero Dios quiso que en ese momento llegase el conde Isenbart y le preguntó qué llevaba en la tinaja. Ella le contestó que eran lobitos.
- Enséñamelos - dijo el Conde -; quizá me guste alguno para domesticarlo.
- ¡Ah señor - dijo la vieja -, ya tenéis bastantes lobos! Os espantaríais si vierais tal fealdad de lobitos.
Pero el Conde insistió y la obligó a destapar la tinaja. Cuando vio los once niñitos y vio que aunque eran pequeños tenían aspecto noble y hermoso, preguntó violentamente:
- ¿De quién son estos niños?
Entonces la vieja no pudo hacer más que declarar la verdad y contarle todo lo que había pasado y la razón por la que su mujer había mandado ahogar a los once niños.
El Conde mandó que los «lobitos» (Welfen) fuesen entregados a un rico molinero que vivía al lado del río, para que los educase, y ordenó a la vieja que volviese sin temor a decirle a su señora que las órdenes de ahogar a los niños habían sido cumplidas.
Seis años después mandó el Conde que vinieran los once niños vestidos noblemente y adornados, a su palacio, donde se encuentra actualmente el convento Weingarten. Invitó a todos sus amigos y comieron y bebieron alegremente. Al acabar el banquete, hizo entrar a los once niños, que iban vestidos de rojo y todos y cada uno eran tan iguales en color, miembros, estatura y figura al duodécimo que la Condesa había guardado consigo, que no se podía dudar de que hubieran sido engendrados por un mismo padre y bajo el corazón de una misma madre.
El Conde se levantó y preguntó ceremoniosamente a todos sus amigos:
- ¿Qué muerte merece la mujer que haya querido matar a estos niños tan hermosos y nobles?
La Condesa, ya sin fuerzas por la angustia, cayó desvanecido al oír estas palabras, pues el corazón le decía que en los jóvenes había carne y sangre suya. Cuando volvió en sí, se arrojó a los pies del Conde y con ardientes lágrimas le pidió perdón. Los compañeros del Conde se unieron a esta petición, y éste, por fin, perdonó a su esposa su necia incredulidad que pudo haber sido causa de un grave crimen.
Para eterno recuerdo de esta maravillosa historia requirió y ordenó el Conde a los amigos y parientes que su sucesión no llevaría ya el nombre de condes de Altorf, sino que él y su estirpe se denominarían desde entonces Welfen.
Y éste fue el origen de tan importante estirpe.

lunes, 8 de octubre de 2012

El Emperador y el bandido "leyenda alemana"

Carlomagno estaba un día durmiendo en su palacio, a orillas del Rhin, no lejos de Frankfort, y vio, en sueños, un ángel rodeado de una aureola. El ángel se colocó delante del Emperador y le dijo:
- Levántate, gran Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te acompañe, para cometer un robo.
A Carlomagno, cuando despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su descanso. Y pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él le ordenaba:
- ¡Levántate, oh Rey, y prepárate a cumplir lo que te he dicho antes. Es por tu bien y por la salvación del Imperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y, pensativo ante la reiterada aparición, decidió obedecer y salir de Palacio para cometer un robo. En vano se esforzaba en descubrir el sentido de las palabras del ángel que mandaba a un emperador pío y honrado cometer una acción tan deshonrosa. Pero como la aparición había hablado de manera tan categórica, decidió - como decíamos ­ obedecer la orden recibida. Así que, poco después, cuando se hizo de noche, se vistió con ropas de viaje, fue a la cuadra y puso la silla a su corcel favorito con sus propias manos y salió del castillo. Ninguno de los servidores ni escuderos, ni tampoco los porteros, se dieron cuenta de su salida, pues estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado letargo. El Emperador se dirigió a la selva vecina, e iba diciendo para sí: «Puesto que es la voluntad manifiesta del Señor que yo haga una cosa que me causa horror desde mi infancia, obedeceré, pero no sé ciertamente cómo hacerla, y el famoso ladrón Elbegasto, que he hecho perseguir hasta aquí sin tregua, me sería bien útil en este momento. Yo le recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayudara en el momento fatal de cometer el robo.»
Entonces, a la pálida luz de la Luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Éste parecía igualmente haber visto a Carlos y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse con él cara a cara.
El caballero llevaba una armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en un caballo negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al Emperador, que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que cabalgaba solo por la selva, en medio de la floresta. El color negro del silencioso jinete no le parecía a Carlos de buen augurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que hubiera salido al camino para tenderle un lazo. Por fin, el misterioso caballero habló, diciendo:
- ¿Quién sois vos, que cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los senderos nunca hollados de la selva? ¿Sois quizá un servidor del Rey que busca la pista de Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos atrás, porque fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los consejeros de la corte imperial, ese hombre conoce los senderos de estos lugares salvajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
- Mi camino no es el vuestro. Solamente el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de mis acciones. Y si mi contestación no es de vuestro gusto, estoy dispuesto a sostenerla como conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la espada de su vaina y se preparó al combate. En el mismo instante el caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la lucha. El extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que la punta de su lanza se rompió en pedazos y se encontró sin defensa. Carlomagno se hubiese avergonzado de matar a su adversario desarmado, y le dijo:
- No quiero vuestra vida. Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis por estos lugares.
- Yo soy Elbegasto - repuso el otro -. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que Carlomagno me expulsó del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y por el bandidaje. Hasta aquí nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y puesto que me habéis tratado con tanta generosidad y nobleza, decidme lo que puedo hacer en ayuda vuestra, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
- Si es cierto que sois el famoso bandido Elbegasto, a cuya cabeza ha puesto precio el Emperador, podéis testimoniar vuestro reconocimiento ayudándome a cometer un robo. He emprendido esta excursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda puede serme útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo y realicemos el robo juntos.
El bandido exclamó:
- ¡Alto! Jamás he robado ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y me ha desterrado, lo ha hecho por instigación de malos consejeros y lejos de mí el pensamiento de querer causar el menor dato a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que han hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al Conde Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo; ha arruinado a muchos hombres honrados y no vacilaría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida si tuviera medios para ello.
Carlomagno se alegró interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos de fidelidad, y le dijo:
- Te acompañaré al palacio de Egerico.
Y juntos se dirigieron al castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el medio de entrar en el edificio, haciendo diestramente un agujero en el muro, y dijo a Carlos que le siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir fácilmente las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero, dijo a su esposa lo suficientemente alto para que lo oyeran Carlos y Elbegasto:
- Quizá haya ladrones en el castillo. Voy a ver.
Se levantó, en efecto; encendió una antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones. Sin embargo, como Carlos y Elbegasto habían tenido tiempo de esconderse debajo de la cama del Conde, donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descubiertos. Egerico apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la condesa a su esposo:
- ¡Oh esposo!, seguramente ningún ladrón ha entrado en la casa. Pienso, por el contrario, que es algún cuidado lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros imaginarios. Sin duda algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este desasosiego; confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible, con mis consejos.
El Conde contestó:
- Ya que la ejecución de mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto. He hecho un pacto con doce caballeros y nos hemos juramentado para asesinar al Emperador, ya que nos ha prohibido imponer a los viajeros del camino real ciertos tributos. Nadie sabe nuestro propósito y te pido que guardes silencio, pues si no es así, ni tu vida estaría segura.
El Emperador no perdió ni palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se volvieron a dormir, el Emperador y su acompañante, deslizándose, salieron de su escondite, y una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su palacio.
Al día siguiente, muy temprano, convocó a su Consejo y dijo:
- He soñado esta noche que el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados, con intención de asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado de no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos caballeros que tienen alma de ladrones. Cuidad, pues, de que haya suficiente número de soldados preparados para intervenir, si ello fuera necesario.
Hacia el mediodía, Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la sala real, fueron detenidos por los soldados y se les encontraron las armas ocultas entre sus vestiduras. Los conjurados, sorprendidos y desconcertados, no pudieron negar sus siniestros propósitos. Después de un breve juicio, fueron entregados al verdugo, que los hizo perecer de vergonzosa manera.
Elbegasto fue llamado a Palacio por el Emperador, que le perdonó públicamente y que le encomendó un cargo, con la promesa de que el bandido renunciase a sus actividades.

viernes, 5 de octubre de 2012

El anillo prodigioso "Leyenda de Alemania"

La ciudad de Aquisgrán guarda múltiples recuerdos del noble emperador Carlos, el de la barba florida. Refiérense en ella numerosas leyendas forjadas en torno a la figura del Primer emperador cristiano occidental. Entresacamos una, que nos transmite el propio Petrarca, que asegura haberla oído referir en la ciudad.
En cierta ocasión vio pasar Carlos junto a él a una hermosa dama de irresistible y extraño atractivo. Prendado el Emperador, bien pronto llegó a olvidar el reino, la corte y aun su propia persona, absorto en el amor de la bella. Mas la señora cayó enferma; agravóse su dolencia, y murió. Los cortesanos y consejeros de Carlos no disimulaban su alegría pensando que el Monarca, curado de su locura, volvería en breve a sus egregias y arduas ocupaciones. Vano fue su regocijo, pues Carlos, más y más entregado a su insólita pasión, permanecía largas horas junto al cadáver, acariciando las gélidas manos y contemplando el impasible rostro de la muerta, cuya belleza comenzaba ya a ser mancillada por implacable corrupción.
Acongojados, los cortesanos recurrieron al arzobispo Turpín, que, tras estudiar con detenimiento el asunto, concluyó que en todo aquello tenía que haber magia de la más negra. Examinaron el cadáver, y... efectivamente: en la boca encontraron un extraño anillo. Lo extrajeron y al momento cesó el encanto. Carlos ordenó que se diera sepultura a los tristes restos de la dama, y con ellos quedó sepultada, igualmente, su pasión.
Mas no paró aquí la cosa. Desde aquel momento comenzó el Emperador a manifestar tan intempestiva afición a Turpín, que el buen arzobispo optó por desprenderse del anillo, y cierto día lo arrojó a un profundo lago que se encontraba en las proximidades de Aquisgrán. Al momento, Carlomagno depuso su cariñosa inclinación hacia el esquivo Turpín. Sus afectos se concentraron en el lugar que rodeaba el lago; hasta el punto, que desde entonces mostró una decidida preferencia por Aquisgrán, y en esta bella ciudad deseo vivir y morir.

martes, 2 de octubre de 2012

Gudrun "leyenda alemana"

De cómo Gudrun tuvo tres pretendientes

Del matrimonio de Hetel y Hilde nació una pareja de niños. Un niño, que recibió el nombre de Ortwin, que fue entregado, para su educación, al viejo guerrero Wate de Stormarn, y una niña, Gudrun, que fue enviada por sus padres a la alegre corte de Horand, el danés, en la que reinaba siempre el júbilo. Allí Gudrun creció, siendo querida por todos, y llegó a ser una deliciosa doncella. Pronto la fama de su belleza pasó por los estrechos, más allá del mar. La gente decía: «Bella es Hilde, la reina, pero Gudrun es aún más hermosa.» Y, naturalmente, esta fama atrajo el interés de jóvenes guerreros, que desearon obtener en matrimonio a Gudrun. El primero que llegó a la corte fue Sigfrido, valiente guerrero de los pantanos de Frisia. Estaba acostumbrado a conquistar fortalezas y a vencer ejércitos, y pensó que al lado de los trabajos bélicos, la conquista del corazón de Gudrun y el obtener de sus padres el consentimiento no tenía nada de difícil. Se presentó ante Hetel y Hilde, acompañado de un lucido ejército, y solicitó la mano de la doncella. Pero Hetel y Hilde no manifestaron alegría ninguna al oír la petición. El poderío del pretendiente no les impresionó y rechazaron a Sigfrido, el cual se retiró lleno de rencor, enemistado con los Reyes y jurando venganza.
En el país de los normandos, Hartmut, joven príncipe, había oído también contar de la maravillosa belleza de Gudrun y supo cómo el frisio había sido rechazado. Esto incitó aún más al joven príncipe, que dijo a su madre, la orgullosa Gerlind:

- Quiero ir a pedir la mano de Gudrun, la bella princesa de los hegelingos.
A Gerlind le agradó esto, pues, Hetel tenía fama de poderoso monarca. Ludwig, el padre, sin embargo, le aconsejó que no intentara tal cosa, diciendo:
- Gudrun vive en un país lejano. El viaje está lleno de peligros.
Hartmut contestó que cuando un hombre quiere ganar a una mujer, la distancia no importa, y que los peligros no existen para un príncipe normando que quiere ir a Dinamarca.
Ludwig insistió:
- Recuerda lo que sucedió cuando Hetel robó a la hermosa Hilde. Muchos hombres perecieron en aquella expedición, y la sangre corrió abundantemente.
- Pero Hetel consiguió a Hilde - contestó Hartmut -, y yo conseguiré a Gudrun.
La madre, entonces, tomó la palabra y dijo que debían primero enviar mensajeros en son de paz para pedir la mano de Gudrun, y que los mensajeros debían llevar ricos presentes, para el rey Hetel.
Esto lo aceptó el viejo Rey, diciendo:
- Nada regatearé en esos presentes.
Prepararon suntuosamente a los mensajeros, los cuales partieron ricamente vestidos y siendo portadores de preciosos regalos. Primero pasaron por la corte del danés Horand y allí pudieron ver a Gudrun, cuya hermosura no hizo más que confirmar las noticias que tenían. Horand, cuando supo el objeto de la embajada, se ofreció para escoltar a los mensajeros hasta el castillo de los hegelingos. Por fin llegaron y, sin decirles nada de su verdadero objeto, les presentaron los regalos. Hetel se extrañó de esos obsequios, mas pronto supo qué deseaban. Cortés, pero orgullosamente también, pidieron la mano de Gudrun. Hetel tuvo cierta molestia, por lo pretencioso de la embajada, y les contestó que no necesitaba para su hija tan ricos presentes. Igualmente fría se mostró la Reina:
- No necesitamos nada de vuestro rey. A él le regaló mi padre, el terrible Hagen, muchos castillos, cuando era joven. Y Hartmut, sin duda, encontrará mejores suegros.
Los mensajeros volvieron llevando una respuesta tan dura. Hartmut no quiso apenas saber lo que habían contestado los padres de Gudrun, sino que preguntaba incesantemente si habían visto a la muchacha y si era tan hermosa como se decía. Los mensajeros respondieron:
- Es mucho más hermosa de lo que dicen.
Y Hartmut, cuando hubo oído esto, declaró su propósito de ir él mismo a buscar a Gudrun.
Gerlind, al oír las palabras de su hijo, protestó:
- ¡Oh hijo mío!, veo que la desgracia te acechará en ese viaje.
Y como los normandos se preparaban entonces para una expedición, Hartmut, a ruegos de su madre, desistió de su viaje a Dinamarca y se embarcó con sus compañeros.
En tanto, Gudrun tenía un nuevo pretendiente, Herwig, joven señor de la región de Zelandia, que había sido también atraído por la belleza de Gudrun. Y a pesar de no ser de una antigua estirpe, agradó a la muchacha mucho más que los anteriores. A la madre de Gudrun no le gustaba demasiado el nuevo pretendiente, pues encontraba que tenía poco rango y que su estirpe no era muy noble y vetusta. Todos los esfuerzos - mensajeros, regalos - de Herwig eran inútiles, pero el joven guerrero no se desanimó por ello y meditaba un golpe de fuerza. En esto, llegó Hartmut, que había vuelto de su expedición y que venía disfrazado para contemplar a Gudrun. Pudo hablar varias veces con la joven, y cuando creyó que la muchacha no le miraba mal, descubrió su verdadera personalidad y su amor. Gudrun contestó, sin embargo:
- Vuestras palabras me causan gran dolor, pues en la corte de mis padres los pretendientes son mal recibidos, y yo no haré nada en vuestro favor; antes bien, os ruego que os marchéis, pues vuestros esfuerzos son inútiles.
Hartmut se sintió herido, y aunque contestó cortésmente, ardía en deseos de venganza contra Hetel, pero se marchó.
Herwig, en tanto, había terminado sus preparativos para conseguir por la fuerza lo que se le había negado. Un guerrero de los países vecinos a sus tierras avisó a los hegelingos de los propósitos del guerrero zelandés, pero, el aviso llegó demasiado tarde. Con numeroso ejército atacó por la noche el castillo de Hetel. En la fortaleza dormían todos cuando el centinela dio la señal de alarma. Así que los defensores no pudieron impedir que al poco tiempo los asaltantes llegaran a la poterna. Ésta fue derribada, y Herwig, al frente de sus hombres, se precipitó en el patio de armas, entrando en las salas del castillo, donde salió a su encuentro el propio Hetel. Los dos guerreros empezaron, a combatir, y allí el oscuro guerrero zelandés dio claras muestras de ser de tan buena estirpe como el terrible hegelingo. Éste, que era hasta entonces invencible, se asombraba de la fuerza que tenía el joven enemigo. A medida que los golpes se hacían más fuertes, en vez de sentir odio hacia su adversario, veía con más admiración al que frente a él luchaba con tanta valentía. Cuando de los anillos de la coraza de Herwig brotaba la sangre, su admiración crecía más y más. Las mujeres, aunque llenas de temor, se habían acercado y también se decían: «¡Magnífico guerrero tiene frente a sí el invencible Hetel! ¡Fuerza y valor demuestra el zelandés!»
En esto, Gudrun no pudo contenerse y gritó:
- ¡Alto! ¡Que haya paz! ¡Nobles guerreros, pensad en nosotras! ¡Dejad las armas! ¡Padre, permite al extranjero que hable!
Los combatientes bajaron sus anchas y fuertes espadas. Después refrescaron sus sangrantes y calientes cotas, bebieron y brindaron por la paz. Herwig dijo:
- No vine con intención de haceros daño, por deseo de conquistar bienes, sino por amor a Gudrun a quien deseo tomar por esposa.
Y como había demostrado ser un guerrero valeroso, su petición fue ahora bien acogida. Gudrun también aceptó y se prometieron. ¡Ojalá se hubiesen casado entonces! Mucha sangre se hubiera ahorrado. Pero Hetel e Hilde creyeron que era mejor y más conveniente esperar un año para la celebración de las bodas, a fin de poder preparar las fiestas con todo cuidado. Herwig no quiso insistir y volvió a sus tierras lleno de alegre esperanza.

De cómo fue raptada Gudrun
 
La noticia de la batalla y del triunfo de Herwig llegó al frisio Sigfrido. Y éste, al ver que Herwig, oscuro guerrero zelandés, iba a conseguir lo que él, poderoso caudillo, no fuera capaz de obtener, montó en cólera, y al frente de una hueste numerosa y bien armada se dirigió a Zelandia. Desde los primeros encuentros, como el ejército de Sigfrido era superior en número a los pocos hombres de Herwig, éste se vio obligado a irse replegando hasta refugiarse en una fortaleza, en donde fue sitiado por los frisios. Un mensajero pudo atravesar las líneas enemigas y llegar hasta el castillo de los hegelingos llevando la mala nueva. Gran pesar sintieron por las malas noticias tanto Hilde como Gudrun y pidieron a Hetel que ayudara al joven Herwig. Éste dijo que emplearía hasta el último hombre en ayudar a su futuro yerno, y convocó a todos sus vasallos y a los nobles aliados, a Wate y a Horand, y con Wate, a Ortwin, el hermano de Gudrun, el cual iba a recibir su bautizo de sangre y lucha. En naves rápidas como aves se dirigieron a Zelandia. Los remeros batían las aguas del mar con furia incontenible, el viento hinchaba las amplias velas. Por fin llegaron a Zelandia, en donde aún se sostenía Herwig. Sigfrido se vio atacado por los hegelingos, que con terrible impulso se lanzaron contra los frisios. Luchaban ardorosamente Hetel y el viejo Wate, el cual destrozaba a los enemigos como el leñador hace caer los árboles del bosque, y Ortwin el joven dio claras muestras de su noble estirpe. Al cabo de trece días de intensa lucha, Sigfrido no pudo resistir más y sus tropas empezaron a huir. Quisieron reembarcar en las naves, pero no lo consiguieron, y al fin pudieron refugiarse en un castillo, junto a la costa, en donde resistieron durante mucho tiempo. Hetel y Herwig plantaron sus tiendas en torno al castillo, formaron un apretado cerco y esperaron a que el frisio se rindiera por hambre. Después enviaron mensajeros a Mattelane, en donde estaban impacientes Hilde y Gudrun, las cuales se alegraron mucho al oír las buenas noticias. Pero su alegría no iba a durar mucho, pues en tanto, Hartmut, el normando, había tenido noticia de que los hegelingos estaban todos fuera de sus territorios, en la expedición de ayuda a Herwig, y de que las mujeres estaban solas. Entonces dijo a sus padres:
- Llegada es la hora de conseguir lo que se me negó. Voy a partir para apoderarme de la orgullosa Gudrun.
Y Gerlind, la madre, lejos de oponerse, lo animó a vengar el ultraje recibido y le ofreció todo su oro y su plata para pagar a los guerreros. Fue con un fuerte ejército hasta el país de los hegelingos, y cuando llegó cerca del castillo en que se encontraban Hilde y Gudrun, pensó que sería mejor enviar previamente mensajeros que pidieran la mano de la joven. Éstos se presentaron ante Hilde y le comunicaron los deseos de Hartmut, haciéndole constar que el noble príncipe normando no deseaba dote ni dinero, sino solamente a la doncella. Gudrun misma contestó, en pie y pálida como una estatua, que estaba prometida a Herwig y que lo amaba. Los mensajeros volvieron con la negativa a Hartmut. Éste ordenó el asalto. Cuando Hilde vio acercarse al ejército, creyó primero que era Hetel, pero pronto reconoció la enseña normanda. Aterrorizada, fue a refugiarse con Gudrun en el castillo. Los hegelingos salieron a luchar, a pesar de ser inferiores en número. Las puertas del castillo quedaron abiertas. Desde las almenas veían las mujeres cómo el enemigo iba avanzando. Por fin los hegelingos fueron derrotados; se refugiaron en el castillo, tras ellos entraron los reyes Ludwig y Hartmut con sus guerreros. Y antes de que se diesen cuenta los vencidos, la enseña de los normandos flotaba en la torre más alta de Mattelane. Hartmut se acercó a Gudrun y le dijo:
- Orgullosa princesa: tú me has desdeñado insultantemente. Ahora debiera yo insultarte a ti y deshonrar este castillo; ahora debía yo matar a todos los hegelingos y no hacer ni un prisionero, no tomar nada, sino incendiar el castillo.
Gudrun se lamentó, diciendo:
- ¡Si mi padre estuviera aquí, no serían deshonradas estas piedras!
Pero Hartmut gritó:
- ¡Nada de deshonra! ¡Atrás, normandos! En nuestra patria seréis recompensados. Así llevaré yo con más rapidez el más hermoso premio.
Con gran dolor de madre e hija, y entre lágrimas de todos, Gudrun fue obligada a ir con Hartmut. Una fiel criada, compañera de juegos de infancia de la doncella, se ofreció para acompañarla y no encontró la oposición de los raptores. La criada se llamaba Hildburg. Al fin partieron las naves normandas. Hartmut iba gozoso de haber conseguido raptar a Gudrun. Hilde quedó en Hegelingia, casi muerta de dolor.