miércoles, 28 de abril de 2010

La lanza perdida "cuento africano"

Aconteció un día, en los tiempos que las hadas moraban aún en la tierra y los negros no habían sido expulsados de la costa hacia el interior del país, que un poderoso Rey convocó a todos sus jefes para presenciar un torneo entre cuatro jóvenes, los más fuertes, valerosos, apuestos y gallardos de todos sus súbditos.
Y el galardón de la victoria era la hija menor del Rey - Lala, la de los ojos negros -, se la ganaría para esposa quien de los cuatro apuestos y gallardos jóvenes lanzara más lejos la azagaya.
Numerosos príncipes y jefes, acompañados de sus secuaces, reuniéronse en la ciudad del Rey, junto al mar; celebráronse fiestas en días sucesivos y eligiéronse de entre la multitud los cuatro jóvenes que, a la vez, eran los más fuertes, los más valientes y los más apuestos y gallardos.
Ardua empresa. Tres de los elegidos resultaron ser hijos de famosos jefes, pero el cuarto carecía de nobleza de armas y era un oscuro pastor.
Sin embargo, la princesa Lala, que estaba en la choza de su padre, dio al humilde pastor sus preferencias y la predilección de su corazón.
Para la lucha eligióse una llanura arenosa que se extendía entre las montañas, y los cuatro campeones se alinearon para lanzar la azagaya.
El primero de los competidores tiróla bien, y la azagaya cayó verticalmente en un hormiguero, lejos, muy lejos.
La segunda azagaya quedó clavada, temblorosa, en la corteza de un árbol, muchos pasos más allá del hormiguero.
La lanza del tercero atravesó el pecho de un pájaro de la miel, verde y dorado, que revoloteaba por encima de un alto aloe en flor, más lejos, mucho más lejos aún que el hormiguero y el árbol.
Pero el pastor, que era el cuarto de los contendientes, tiró su azagaya con tal vigor e ímpetu, que voló, como un rayo, hacia el cielo, hiriendo a un halcón que se cernía en busca de presa.
Grandes fueron las aclamaciones de los concurrentes, que le proclamaron vencedor en la prueba.
La Princesa lloró de alegría; pero el poderoso Rey no se avenía a que su hija casara con un humilde pastor.
Y dijo el Rey:
- Que repitan la prueba con lanzas que yo les daré. ¡El arma del pastor debe estar embrujada!
Así, a la mañana siguiente, el soberano mandó buscar nuevas lanzas de oro. Las mejores y más equilibradas fueron entregadas a los príncipes; al pastor, empero, entregósele una lanza tosca e infiel.
De nuevo tiraron y de nuevo la azagaya del pastor sobrepasó a las de sus rivales los príncipes. La lanza de aquél voló esta vez hasta las nubes y en su blancura perdióse.
Pero el Rey era injusto y dijo:
- ¡No ganarás a la hermosa Lala hasta encontrar la lanza; es indispensable que me la entregues y deposites a mis pies! ¡Vete!
La Princesa se abrazó a su padre y lloró sin consuelo; ella amaba a este valiente pastor, pero el Rey desembarazóse de sus brazos y ordenóle se retirara. Desobedecer al Soberano significaba la muerte, y la doncella se marchó.
Y Zandilli, el pastor, partió en busca del arma real.
Vagó, día tras día, por las montañas, pues la lanza había desaparecido en las nubes que coronaban sus crestas.
Y llegó el cuarto día de búsqueda, y mientras contemplaba las profundidades de un charco, un "pájaro-carnicero" cayó a sus plantas, llevando en sus garras una ranita verde. Gritaba ésta pidiendo socorro, y Zandilli logró ahuyentar al pájaro voraz. Y la Ranita expresó su gratitud así:
- Siempre que estés en trance apurado y creas que puedo serte útil, cierra tus ojos, recuerda con tu imaginación este charco, y correré en tu auxilio.
Zandilli dio las gracias a la bondadosa ranita, la que desapareció en la profundidad del agua.
Poco más adelante vio una mariposa grande, negra y amarilla, prendida de una espina de chumbera. La liberó, y la Mariposa dijo:
- Dos manecitas morenas, las de una niña de grandes ojos negros, me clavaron en esa espina. Ella fue muy cruel. Tú, en cambio, eres bondadoso y te estoy agradecido. Siempre que estés en trance apurado y difícil y creas que puedo serte útil, llámame y presto iré en tu ayuda.
Luego, la hermosa Mariposa extendió sus alas y se alejó, volando, para jugar con sus compañeras entre las orquídeas carmesí.
Caía la noche del quinto día de sus correrías y todavía no había encontrado la lanza perdida entre las nubes. Era una calurosa noche de verano y la luna elevóse, cual bola de fuego carmesí, de la niebla del Este.
Zandilli, rendido, estaba ansioso por encontrar albergue para pasar la noche, y, a este fin, penetró en una estrecha garganta por la cual corría un arroyuelo. La oscuridad más espantosa reinaba en aquel barranco. Sus paredes eran muy altas, muy altas, y Zandilli cayó en profundos escollos y tropezó contra resbaladizos peñascos.
Pero Zandilli no se descorazonó; sabía cuán a menudo se hallan pequeñas cuevas en estos barrancos. Y dio, al fin, con la cueva apetecida. La luna, ya libre de la niebla, había ascendido al más alto cielo, y resplandecía iluminando la pared occidental del barranco.
Zandilli penetró audazmente en su refugio; acostumbrado a las soledades de las altitudes, no conocía el miedo. La luz de la luna no penetraba muy adentro en la cueva y él estaba demasiado cansado para explorar la oscuridad, y echóse al suelo a descansar, con su lanza al alcance de la mano.
Despertóse y, al despertar, encontró la cueva sumida en oscuridad completa; una misteriosa y suave música arrullaba sus oídos. Era música más dulce que la de la tórtola llamando a su macho; más suave que el murmullo del viento entre las campanillas en flor. Sus notas llenaron de emoción el corazón de Zandilli y avivaron en él deseos de conocer a la privilegiada autora de tan divinos sones.
Levantóse y avanzó con paso silencioso y con gran cautela, como el leopardo en acecho, hacia el lugar de donde venían tan divinos acordes. Aumentaba el volumen de la música y, a medida que ganaba terreno, se ensanchaba la cueva, haciéndose más amplias sus bóvedas, que iluminaba una pálida luz.
Y Zandilli proseguía, siempre adelante, y a cada paso era más sonoro el acorde y más brillante la luz, hasta que sus ojos atónitos contemplaron lo que jamás mortal alguno había visto antes.
Un lago de grandes proporciones y de aguas de zafiro extendíase ante él.
El techo de la cueva resplandecía como el sol, y gigantescas columnas refulgentes con el brillo de incontables diamantes se levantaban de entre las aguas para perderse en la deslumbrante gloria de la cúpula.
Del centro del lago partían las gradas, talladas en oro, que conducían a un trono de Majestad; cada grada emitía destellos de fuego verde, destellos de una única esmeralda bellamente tallada.
El lago parecía no tener límites, pues sus orillas se perdían en la oscuridad lejana.
De las sombras, de todas direcciones, surgían, flotando, incontables lotos rosados, llevando, cada uno de ellos, una preciosa hada hacia el Trono.
La divina música que Zandilli oyera flotando en los aires, provenía de estas preciosas hadas que cantaban mientras se peinaban sus largos cabellos dorados.
Jamás había visto Zandilli figuras tan bellas como estas hadas.
Los lotos, donde iban las hadas, flotaban por todas partes, al parecer guiados por algún poder invisible.
Cuando los lotos tocaron los peldaños de oro, las hadas saltaron de sus pétalos rosados y sacudiendo sus cabellos de oro como un manto sobre sus hombros, reuniéronse con las multitudes de hadas tan bellas como ellas, que ya rodeaban el Trono.
Zandilli contemplaba esta maravilla con ojos de asombro.
No podía distinguir a la Reina del trono, pues una luz cegadora defendía como un velo la gloria de la Majestad.
Los botes - los lotos - vacíos flotaban perezosamente sobre sus aguas, como el loto azul en el remanso del río.
Y cesó, de súbito, la música...
- ¡Esta gente extraordinaria - díjose Zandilli - ha notado mi presencia!
Hubo cuchicheos entre las multitudes de hadas que hacían Corte de Honor ante el Trono.
Luego, un ancho sendero se abrió entre las incontables hadas, y un Ser, vestido de gloria, descendió del Trono y se acercó a la orilla del agua.
Una voz argentina tembló en los aires y dijo:
- ¡Oh, Mortal! A ti aguardábamos. Tú eres Zandilli, el pastor. Tu búsqueda no nos es desconocida. Buscas una lanza real y aspiras a la mano de una hermosa hija de rey. La luna ha florecido cinco veces desde que venciste a los tres príncipes en tirar la lanza. Cuando la luna vuelva a brillar dos veces más sobre la tierra y el mar, tu novia, a menos que la salves, se habrá casado con otro. Con todo, no temas; tú eres valeroso, Zandilli, y la lanza real está a tu alcance.
Las melodías argentinas cesaron y Zandilli se postró humillado en tierra y así oró:
- ¡Oh, gran Ser, cuya gloria es semejante a la luz del Sol y cuya sabiduría es mayor que la de nuestros Magos, ayuda a tu servidor para encontrar la lanza que Tú dices está a mi alcance!
Una canoa de oro, de extraña forma salió disparada de los peldaños del trono y se detuvo a los pies de Zandilli.
Subió a ella sin miedo y, veloz como la luz, fue llevado hacia las gradas del trono.
El deslumbrante Ser que lo presidía dióle su mano cuando él saltaba de la canoa. Alzó él los ojos y vio la presencia de una mujer más bella que la mañana. Incontables rayos de luz salían de un ceñidor y peto de diamantes y de las flotantes ropas de tejido plateado que la vestían, dejando tan sólo desnudos su garganta y sus brazos, blancos como dos lirios. Sus cabellos de oro caíanle hasta los pies y ceñía su frente una corona de flores de estrellas.
- ¡Bienvenido seas al país de las Hadas de la Luna! - exclamó ella, y tomó la mano de Zandilli para conducirlo al Trono, junto a su beldad.
La multitud que hacía Corte de Honor inclinóse humildemente a su paso.
Entonces Zandilli habló:
- ¡Oh, gran Reina! ¡Más blanca que las nubes de viento, más bella que la aurora, di a tu servidor cómo puede servirte mejor y reconquistar la lanza!
Ella posó sus ojos, azules como el lago, sobre él, y contestó:
- Ojalá pudiera decir: "tuya es ahora", para llevártela; pero hay entre nosotros una muy antigua ley que prohíbe hasta a la Reina permitir dejar llevar de nuestro tesoro "lo que sea".
» Y a esta lanza real de oro, que tú lanzaste en buena lid y con arte y fuerza sumas, y que, venturosamente, cayó en la boca de esta gruta, le ha sido dado un lugar entre nuestros tesoros.
» Se profetizó, en tiempos lejanos, que un Mortal vendría a nuestro reino en busca de su lanza, gloria y alegría de su vivir. Y se fijaron, para cuando este Mortal llegara a nosotros, dos trabajos a realizar por él. Si los realizaba, la lanza le sería entregada...
» Tú, Zandilli, el pastor, eres ese Mortal. ¿No buscas, por ventura, una lanza que ha de proporcionarte la más bella de las esposas? Deliberaremos sobre los trabajos que se te impondrán. Entretanto, mis doncellas te mostrarán las bellezas de nuestra mansión.
Pronunciadas estas palabras, levantóse la Reina y descendió a un bote - un loto - que se la llevó rápidamente.
Tres de las más lindas hadas subieron con Zandilli a la canoa de oro. Maravilla tras maravilla aparecía ante su asombrada mirada. ¡Todo era gloria deslumbradora y luz!
Pero había una caverna oscura, cuyas paredes carecían de lustre y eran negras como la noche.
Zandilli estaba impaciente por reconquistar la lanza, especialmente al recordar que la Reina habíale hablado de otro que iba a casar con la princesa Lala antes de que la luna brillara por segunda vez. Y suplicó le llevasen de nuevo ante la Reina, que había reaparecido en el Trono.
Y así fue complacido.
Y la Reina le saludó y puso su mano blanca de lirio sobre su bronceado brazo de pastor guerrero.
- Hemos decidido - dijo - tu primer trabajo. Mis consejeros no lo han querido fácil de realizar. ¿Viste la cámara negra, en la más profunda de las oscuridades? Es la única mancha de nuestra mansión. Si tú puedes hacerla tan hermosa como todas las otras, la mitad de tu trabajo habrá quedado ejecutado. Has de terminarlo antes de que salga la luna; de lo contrario, morirás.
Zandilli fue llevado a la cámara negra y allí le dejaron solo en la canoa de oro, con desesperación en su corazón, pues no poseía ningún medio para embellecer aquellas horribles paredes.
- Pensó en el mar, en las crestas de las olas coronadas por la blanca espuma que jamás volvería a ver; en la tímida doncella que la fatalidad le arrebataba, privándola de ser su esposa. Pensó en las flores, en los pájaros, en las mariposas... Y al pensar en ellos, recordó la mariposa que él salvó, y se echó a reír.
¿Podría servirle de ayuda? Parecía no haber esperanza. Zandilli suspiró y, rendido por el cansancio, se echó a dormir...
La Mariposa oyó el grito de socorro que, con un suspiro, había exhalado su antiguo salvador. Así, al romper el día, llamó a todas sus hermanas y a sus primas, las luciérnagas. Todas entraron volando en la negra caverna. El sonido de tanto aleteo despertó a Zandilli.
Indescriptible fue su sorpresa al encontrar las negras paredes transformados en un palacio de hadas, de gloriosas alas y tiernas gemas verdes, claras, pálidas. Las mariposas y las luciérnagas se habían extendido por todos los ámbitos, invadiéndole de luz y color.
Cuando la Reina y su séquito fueron a comprobar el trabajo, no pudieron disimular su gran sorpresa y alegría ante el prodigio realizado por el Mortal.
Y a coro exclamaron:
- ¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Todo aquel día transcurrió en fiestas, mientras la Reina, ausente, discutía con sus sabios consejeros el segundo trabajo que debía el Mortal ejecutar.
Al declinar el día, la Reina habló así a Zandilli:
- Terminaste tu primer trabajo; lo realizaste con éxito maravilloso y, en parte, tienes ganada tu lanza. Ahí está colocada; sobre los peldaños de mi trono. ¡Mira! Éste es tu segundo trabajo: los vestidos de mis doncellas están tejidos con alas de moscas. Nuestros husos están ociosos, ya, que nuestros almacenes están sin provisiones. Se te encarga el trabajo de llenar cien de nuestros botes de alas de moscas.
Dicho esto la Reina desapareció.
Zandilli se echó en el fondo de su canoa y se abandonó a la desesperación. Este trabajo parecía ser mucho más difícil que el anteriormente confiado: era un imposible.
Jamás vería el sol; jamás cazaría el leopardo; jamás volvería a ver las cascadas de los ríos, ni los límpidos estanques; jamás contemplaría los ojos negros de su Princesa...
Quedó dormido bajo la pesadilla de estos tristes pensamientos.
La Ranita verde oyó cómo su salvador suspiraba por la visión del pardo y fresco charco, y llamó a sus hermanas y a sus amigos lagartos.
Cada uno de ellos llegó cargado de moscas, y pronto, muy pronto, llenaron los cien botes formados con cien lotos.
El croar despertó a Zandilli, quien halló su trabajo ejecutado milagrosamente.
Y cuando la Reina y su séquito se presentaron para comprobarlo, exclamaron:
- ¡Ha vencido! ¡Ha vencido!
Entonces Zandilli ascendió por los peldaños de oro para recibir su bien ganado premio.
Pero la Reina no quería dejarle marchar. Le habría gustado retener para siempre a este maravilloso trabajador, e intentó retenerle.
Pero Zandilli estaba impaciente y se apartó de ella. Arrebató la lanza de oro y, saltando a la canoa, la utilizó como remo hasta la orilla del lago, y saltó a tierra.
Pocas horas después rendía su lanza ante el Rey, que no pudo negarle la mano de la bella princesa Lala, galardón de su victoria.

lunes, 26 de abril de 2010

Seetetelané "cuento africano"

Érase una vez un hombre pobre, tan pobre que carecía de familia, alimentándose únicamente de ratones silvestres con cuyas pieles se había fabricado un tseha o calzón corto, que apenas le llegaba a la rodilla, constituyendo esta prenda su único vestido.
Cierto día que salió a cazar ratones silvestres como de costumbre, tropezó de pronto con un huevo de avestruz.
Llevólo rápidamente a su hogar y reanudó seguidamente la caza. Cuando regresó, fatigado por la dura jornada y hambriento, ya que sólo había conseguido cazar dos miserables ratones, se encontró la mesa puesta y sobre ella un apetitoso voala de harina de mijo y carne de cordero lechal.
Asombrado, exclamó:
- ¿Me habré casado, sin saberlo?... Esta comida es obra de una mujer, sin duda alguna... ¿Eh, dónde está la mujer que ha hecho esto?
En aquel momento se abrió el huevo de avestruz que recogiera y salió de él una doncella hermosísima.
- Me llamo Seetetelané - dijo con dulce voz -. Permaneceré a tu lado hasta que, en un momento de embriaguez, me llames hija de huevo de avestruz. Si lo hicieras, desapareceré y no volverás jamás a verme.
El cazador de ratones salvajes prometió solemnemente no embriagarse en su vida y durante varios días gozó de una existencia paradisíaca en compañía de su bella esposa, que le narraba cuentos maravillosos y le confeccionaba platos exquisitos.
Un día, viendo que se aburría, le dijo: - ¿Te gustaría convertirte en jefe de tribu y tener esclavos, animales y servidores?
- ¿Serías tú capaz de proporcionármelos? - preguntó él incrédulo.
Seetetelané sonrió.
Acto seguido dio una patada en el suelo y la tierra se abrió, surgiendo de ella una caravana de esclavos con camellos, caballos, mulos, bueyes, carneros y cabras, así como gran número de hombres y mujeres que inmediatamente empezaron a aclamar al cazador de ratones, gritando con todas sus fuerzas:
- ¡Viva nuestro jefe! ¡Viva nuestro jefe!
El hombre se pellizcaba las mejillas para convencerse de que no soñaba.
Seetetelané, sonriendo, le hizo mirarse en las aguas de un riachuelo y se dio cuenta de que estaba joven y apuesto, y que su tseha de pieles, de ratones se había transformado en riquísimos vestidos de pieles de chacal, de pelo largo y de mucho abrigo.
Cuando volvieron a la choza, ésta se había convertido en una casa de piedra y madera con cuatro recintos y su habitación estaba llena de pieles de pantera, cebra, chacal y león.
Estuvo a punto de desmayarse al ver tanta riqueza.
Durante dos semanas se condujo como un verdadero jefe, haciendo equitativa justicia entre los suyos y dando ejemplo de sabiduría, enseñándoles a trabajar la tierra y a cazar o a erigir cabañas de troncos y hojas.
Pero una noche celebraron una fiesta para conmemorar el nacimiento de un niño, y el antiguo cazador de ratones no supo resistir a la tentación de beber.
Cuando hubo trasegado a su vientre cuatro vasos de maíz fermentado se le enturbiaron los ojos, se le soltó la lengua y empezó a insultar a los padres de familia que asistían a la reunión.
Seetetelané, disgustada, quiso hacerle entrar en razón, pero él, furioso por la intervención de su esposa, le dio un empujón terrible y exclamó con voz pastosa de borracho:
- ¡Quítate de mi presencia, miserable hija de un huevo de avestruz!
Seetetelané lo miró dolorosamente y no dijo nada.
Aquella noche, el borracho sintió frío. Levantóse para buscar una piel de chacal y no encontró ninguna. Salió a la puerta para llamar a un esclavo y se dio cuenta de que se hallaba en su antigua cabaña y de que estaba completamente solo, vestido con su tseha de pieles de ratones salvajes.
El bienestar que había gozado durante aquellas semanas lo había vuelto más sensible a los rigores de la temperatura, haciéndole infinitamente perezoso.
El resultado fue que a los pocos días murió de hambre y de frío, más solo que un leproso, reprochándose hasta su último momento su falta de voluntad para resistir a la tentación de la embriaguez que había causado su desgracia.

sábado, 24 de abril de 2010

Historia de Rabotity "cuento africano"

Rabotity se encaramó en un árbol, pero la rama estaba podrida. Cayóse y se lastimó la pierna.
Rabotity dijo:
- El árbol ha roto la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el árbol.
- Yo soy fuerte - dijo el Árbol - mas el viento me azota y me troncha.
Rabotity dijo:
- El viento azota y troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el viento.
- Yo soy fuerte - dijo el Viento - mas donde el muro se levanta, yo no puedo pasar.
Rabotity dijo:
- El muro pone freno a los vientos; los vientos tronchan el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el muro.
- Yo soy fuerte - dijo el Muro - mas el ratón roe el cemento y abre en él un boquete.
Rabotity dijo:
- El ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el ratón.
- Yo soy fuerte - dijo el Ratón - mas el gato me come.
Rabotity dijo:
- El gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el gato.
- Yo soy fuerte - dijo el Gato - mas la cuerda me estrangula.
Rabotity dijo:
- La cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la cuerda.
- Yo soy fuerte - dijo la Cuerda - mas el cuchillo me corta.
Rabotity dijo:
- El cuchillo corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cuchillo.
- Yo soy fuerte - dijo el Cuchillo - mas el fuego me funde.
Rabotity dijo:
- El fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el fuego.
- Yo soy fuerte - dijo el Fuego-; mas el agua me extingue.
Rabotity dijo:
- El agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el agua.
- Yo soy fuerte - dijo el Agua - mas los navíos flotan sobre mi espalda.
Rabotity dijo:
- El navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el navío.
- Yo soy fuerte - dijo el Navío - mas al dar contra las rocas me estrello.
Rabotity dijo:
- Contra las rocas se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la roca.
- Yo soy fuerte - dijo la Roca - mas el cangrejo anida en mí.
Rabotity dijo:
- El cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cangrejo.
- Yo soy fuerte - dijo el Cangrejo - mas el hombre me caza y arranca las patas.
Rabotity dijo:
- El hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el hombre.
- Yo soy fuerte - dijo el Hombre; mas Zanahary, el dios de Madagascar, me envía la muerte.
Rabotity dijo:
- Zanahary envía la muerte al hombre; el hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota en el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; NADA HAY MÁS PODEROSO Y FUERTE QUE ZANAHARY.

jueves, 22 de abril de 2010

La novia de la raza yblisa "cuento africano"

Érase una vez un hijo de rey que no quería por esposa más que a una doncella de la raza yblisa.
Para encontrarla recorrió considerable extensión del país. Un día, por fin, llegó a la choza de un yblis. Penetró en el interior y encontró a dos muchachas, una de ellas de edad casadera.
Cuando ésta vio al hijo del rey le gritó:
- ¡Humano, retírate enseguida, pues mi madre va a venir y te devorará!
- Aunque fuese así, no me retiraría; tengo que llevarte al pueblo de mi padre - respondió el joven príncipe -. He venido únicamente para llevarte conmigo.
De esta manera conversaban cuando oyeron pasos que resonaban como el retumbar del trueno.
La joven yblisa cogió entonces al príncipe y lo escondió en la despensa de la carne en salazón.
Cuando la madre yblisa entró en la choza, husmeó el aire, diciendo:
- ¡Pequeñas, huele a hombre!
- Vivimos muy lejos de los seres humanos, madre, y es imposible que haya uno en este recinto - respondió la mayor.
El joven príncipe temblaba de espanto...
La vieja no insistió y partió de nuevo para la caza.
Cuando la madre hubo marchado, dijo la joven al príncipe:
- No salgas de donde estás y guárdate de hacer el menor movimiento. A medianoche, mientras el hogar de la chimenea permanezca rojo, no te muevas. Cuando oscurezca y todo esté envuelto en tinieblas, no te muevas aún, y, al rayar el alba, tan pronto como veas venir la claridad del día será el momento de ponernos en marcha. Será entonces cuando mi madre estará sumida en profundo sueño. Yo estaré presta para partir contigo.
El príncipe hizo lo que se le recomendaba. Vio que el hogar de la chimenea tornaba sucesivamente los tres colores: el rojo de ascua encendida, el negro de fuego extinguido y luego el blanco de la luz de la mañana. Entonces salió de la despensa de la carne en salazón.
- Aguarda - dijo la joven - a que ponga un mortero de maíz en el sitio que yo dejo libre. Si mi madre se despierta después de nuestra partida, creerá, al tocar el mortero, que yo sigo allí, pues cada noche me obliga a dormir entre sus piernas por temor a que me secuestren.
Ella puso el mortero en el sitio donde había costumbre de dormir; luego el príncipe montó a caballo y, con la yblisa a la grupa, partió veloz en dirección al reino de su padre.
A la mañana siguiente; al despertar del sueño, la madre yblisa advirtió que no tenía entre sus piernas más que un simple mortero. Levantóse y, de un puntapié furioso, rompió en mil fragmentos el mortero.
Y luego dijo a su otra hija:
- ¡Se han llevado a tu hermana mayor! ¡Dame mi pipa! ¡Voy en su busca!
La vieja cargó la pipa; la encendió y exhaló una enorme bocanada de humo, en el seno de la cual se escondió. La bocanada de humo la llevó camino por donde habían huido los fugitivos.
Al volver la cabeza, la joven yblisa distinguió a su madre y dijo:
- Mi marido humano, mi madre nos persigue. Pero no temas. Llegaremos al poblado antes que ella.
Tiró al suelo un grigri, que se transformó al punto en una altísima montaña.
Pero cuando la madre llegó al pie de esta altísima montaña, la cogió como si fuera un guijarro y se lo escondió en el cinto de perlas de vidrio que llevaba ceñido a la frente.
La hija volvió a mirar atrás y vio que su madre se aproximaba rápidamente. Entonces volvió a tirar otro grigri.
Y formóse allí un ancho y caudaloso río.
Cuando la madre llegó a las orillas de aquel río, se agachó, cogió el agua en el hueco de la mano, la bebió de un trago y reanudó la persecución.
El príncipe se volvió a su vez y percibió que la bocanada de humo continuaba avanzando.
- ¡El humo sigue persiguiéndonos! - gritó.
- Es mi madre que se ha envuelto en él y corre en sus alas - dijo la hija.
- Mira por ese lado.
- No puedo.
- ¿Por qué no puedes?
- Porque nos traería desgracia.
- ¡Quiero que mires y tires otro grigri, como hiciste antes!
- Te repito que nos traería desgracia si me vuelvo de ese lado.
- ¡Mira! - ordenó el príncipe con voz imperiosa.
La doncella obedeció y volvió la cabeza. Pero al punto convirtiose en una mona, arañando y mordiendo a su compañero. Sin embargo, el príncipe pudo atarla con su turbante.
Cuando la madre yblisa vio a su hija así amarrada, juzgó estar suficientemente vengada, y volvió sobre sus pasos de regreso a su choza.
El hijo del rey llego por fin, a su pueblo. Primero fue a ocultar la mona en la choza de su madre, a la que contó su aventura. Aquélla, a su vez, la contó a una vieja amiga que tenía en el pueblo.
Esta vieja fue a ver al rey y le dijo:
- Jefe, tu hijo, que se negaba a casarse con una doncella de la raza humana, ha traído aquí una mona, de la que ha hecho su esposa. ¡Si yo miento, rómpeme la cabeza, así como la de mi nieto, que ves aquí!
- ¡Ofrece tu cabeza, pero no la mía! - protestó el nieto.
Para comprobar la denuncia de la vieja, el rey ordenó que fuese la mona la que le preparase la comida.
Cuando la mona supo la orden del rey lloró a lágrima viva.
Su hermanita, que se había quedado con la madre yblisa en el bosque y que iba a visitarla de vez en cuando bajo la forma de una mosca, dijo a su madre:
- Mi hermana mayor sufre mucho y corre grave peligro. El rey quiere que ella le prepare la comida, y ella no puede hacerlo por haberla convertido tú en mona.
- Ve y dile - respondió la madre - que salga de su choza a medianoche. A su regreso encontrará preparados todos los platos que se esperan de ella.
A medianoche la mona salió de la choza, siguiendo el consejo que su hermanita le había transmitido. En su ausencia, la madre yblisa fue y guisó una calabaza de arroz, aderezado con carne grasa, que recubrió con un lindo disco de paja trenzada.
A la mañana siguiente la madre del príncipe llevó a su marido el rey el plato así preparado. El rey lo encontró mucho mejor que todo cuanto hasta entonces había probado. Llamó, pues, a la vieja denunciante y le dio un puñado de arroz, diciendo:
- Prueba este guiso, tú que pretendes sea obra de una mona.
La vieja lo probó y respondió:
- Jefe, estoy convencida de que este plato no lo ha preparado la mujer de tu hijo. Si quieres saber la verdad, hazla comparecer ante tu presencia. Y si no ves a la mujer de que te hablo bajo la forma y figura de una mona, mátame, así como a mi nieto, aquí presente.
- ¡Que te maten a ti sola! - protestó el nieto.
El rey convocó a todas sus nueras para el día siguiente. La mona, al conocer esta noticia, lloró de espanto.
La madre yblisa, avisada por la hermanita de esta nueva pena de su hija mayor, dijo a la pequeña:
- No temas por tu hermana. No le ocurrirá nada malo. A medianoche estaremos en su choza.
Y a medianoche se dirigieron las dos hacia la choza de la mona. La vieja yblisa frotó a la mayor con un ungüento mágico que la transformó en una doncella mucho más linda que antes, y adornóla con joyas de oro en profusión.
A la mañana siguiente todas las mujeres de los príncipes fueron presentadas al rey, que encontró a su nueva nuera más bonita que todas las otras. Sin pronunciar palabra, desenvainó su sable, y, de un golpe certero, abatió la cabeza de la vieja denunciante.
La hija yblisa le parecía tan bella que decidió arrebatársela a su hijo. A este fin ordenó a sus herreros que cavasen un gran hoyo, que ellos llenarían de ascuas encendidas. Ejecutadas sus órdenes, disimuló la boca del hoyo con una linda piel de cordero; luego hizo llamar a su hijo.
Cuando el príncipe hubo llegado, el rey le invitó a sentarse sobre la piel de carnero y apenas hubo puesto éste los pies encima, cuando cayó dentro del hoyo. Pero no se hizo el menor daño, porque la vieja yblisa había cambiado los carbones encendidos por copos de algodón.
El príncipe se levantó y vio una galería subterránea. Adentróse en ella y, al cabo de un largo rato, salió al aire libre a corta distancia del poblado.
Allá se encaminó de nuevo y encontró a su padre que se disponía a casarse con la joven yblisa. Al verle venir, el rey no dijo nada, pero ordenó matar un buey, del que reservó la piel. Se cosió al príncipe en esta piel y lanzaron el bulto al río.
Pero la madre yblisa se encontraba allí. Había advertido al rey de los guinarús del río que si a su yerno le ocurría el menor mal, ella exterminaría a todos los miembros de su raza e impediría que los jóvenes viviesen en el agua. Por esta razón el jefe de guinarús vigilaba atentamente.
Tan pronto como el joven príncipe cayó al agua, se le recogió y se le llevó a una linda choza debajo del río donde le aguardaba la madre yblisa, su suegra.
Ésta le dio montones de oro, piezas de rica tela y toda clase de objetos preciosos, y le dijo:
- Vete en busca de tu padre. Dile que sus parientes le envían sus saludos y que habitan el fondo de las aguas, donde se encuentran muy bien. Dale, de parte de los parientes de mi hija, las riquezas que yo acabo de regalarte.
El príncipe salió del agua. Aquella misma noche el rey iba a celebrar su casamiento con la joven yblisa, cuando se le anunció que su hijo acababa de llegar.
El príncipe se presentó ante el rey y le dijo:
- Padre: mis suegros te saludan. Ellos me envían para traerte este oro y estas ricas telas. Me han encargado decirte que tú no posees ni la mitad de los tesoros que ellos tienen en el fondo del agua, ya que no habitan en el otro mundo, como tú te imaginas.
El rey tomó lo que su hijo le traía; luego ordenó le cosiesen dentro de una piel de buey para recorrer el mismo camino que su hijo y visitar a sus suegros en el fondo del agua.
Se le obedeció y se le arrojó al agua.
Pero allí quedó y su hijo le sucedió en el trono.

sábado, 17 de abril de 2010

Aua la huerfanita "cuento africano"

Había una vez un hombre viudo que tenía una hija llamada Aua. El hombre casó de nuevo y de este matrimonio hubo otra hija, que era tan querida como odiada aquélla.
Una noche, mientras la pequeña Aua dormía, se le apareció su madre y le habló de esta manera:
- Hija mía, mañana tu madrastra te dará una piel de carnero para que la laves en el río Amarillo. No le contestes. Ponte en camino para lavar la piel que tu hermanastra Alimata ha ensuciado. Vete sin temor, pues dondequiera que tú vayas, yo estaré siempre cerca de ti.
A la mañana siguiente, sucedió como había advertido la aparición.
Y Aua fue enviada al río Amarillo a lavar la piel de carnero.
Hallábase en camino cuando estalló una espantosa tormenta. Aua divisó una choza a lo lejos y corrió para refugiarse en ella.
Pero la choza huía, huía de la muchacha. Hasta que Aua consiguió darle alcance, no sin haberse calado hasta los huesos.
Un perro peludo guardaba la choza y el perro dijo:
- Linda Aua, puedes entrar.
Aua no se hizo rogar. Penetró en la choza y en el fondo del albergue vio colgada una enorme pierna de buey.
El peludo perro era el esclavo y guardián de esta pierna de buey que, a su vez, dijo al perro:
- Haz sentar a esta niña en la esterilla.
El enorme perro peludo invitó a Aua a sentarse, y la niña se sentó.
Al cabo de un rato, la Pierna de Buey ordenó al perro, su esclavo:
- Dale a la niña algo con que pueda preparar su comida.
Y el perro dio a la niña dos granos de arroz, y cuando ella los puso a cocer en la marmita, los granos se hincharon hasta llenarla por completo.
Cocido el arroz, Aua lo sacó de la marmita y vio, sorprendida, que estaba condimentado con grasa. Y comió, Aua, hasta que hubo satisfecho su apetito y, entonces, lo que quedaba en la marmita desapareció como por encanto.
Aua pasó así ocho días en esta choza, habiendo por compañía al perro fiel y a la hospitalaria Pierna de Buey. Día y noche se alimentaba de arroz con carne grasa, y el manjar mucho le apetecía.
En la noche del octavo día, la Pierna de Buey dijo al perro:
- Di a la niña que venga a darme masaje.
Sin hacerse rogar, la niña prestó sumisa el servicio pedido.
Entonces la Pierna de Buey dijo:
- Veo que realmente eres una niña dechado de bondad. Vuelve a casa de tu padre, pero, antes de partir, toma estos dos huevos. Cuando llegues a un sitio donde no oigas ninguna voz, rómpelos.
Aua tomó los dos huevos y se puso en camino para regresar a la choza paterna. No se hallaba muy lejos de la de Pierna de Buey, cuando oyó voces de gentes invisibles que le gritaban:
- ¡Rompe los huevos, que nosotros los sorberemos!
La pequeña Aua prosiguió su ruta sin impresionarse por las voces misteriosas que le gritaban órdenes.
Por fin llegó a un sitio solitario; no había ni un solo guijarro y no se percibía el menor ruido.
Entonces dejó caer uno de los huevos sobre el suelo y el huevo se rompió.
Caballeros, guerreros armados de fusiles, esclavos y esclavas, salieron de aquel huevo.
Aua rompió el otro huevo: montones de alhajas, vestidos suntuosos y toda clase de animales domésticos salieron de éste.
Mandó entonces a uno de los caballeros:
- Di a mi padre que estoy de vuelta para abrazarle.
El caballero entró en el pueblo en el momento en que el jefe, habiendo convocado a todos los hombres por medio del tambor, tomaba disposiciones para rechazar a la escolta de la huerfanita, a quien tomara por una columna enemiga.
El rey, acompañado del padre de Aua, salió al encuentro de la joven y la condujeron, montada en un soberbio caballo, a la choza paterna.
Pasaron unos días, y la madrastra, celosa de ver a Aua tan parecida a una reina, dio a su hija Alimata la piel de carnero que antes confiara a su hijastra, para que fuera a lavarla, también, al río Amarillo.
Alimata obedeció. Como anteriormente su hermanastra, ella encontró la choza fugitiva.
Como Aua, también la persiguió en medio de una espantosa tormenta y se caló hasta los huesos.
Llegó por fin delante de la choza de Pierna de Buey. El enorme perro peludo la invitó a entrar.
- ¡Ah! - exclamó ella -. ¡Cuanto más vieja una se hace, más cosas se ven! ¡Un perro que habla!
Y así que hubo entrado, la Pierna de Buey ordenó al perro que la invitase a sentarse.
- ¡Otra maravilla! - exclamó -. ¡Carne que habla!
A la noche, siempre obedeciendo las órdenes de Pierna de Buey, el enorme perro peludo dio a Alimata dos granos de arroz para que preparase su cena.
La atolondrada se enfadó y gritó:
- ¡Ah! ¿Así obsequian a los forasteros? ¿Qué plato puede prepararse con dos granos de arroz?
Y acostóse sin haber comido.
A la mañana siguiente, Pierna de Buey la despidió, no sin haberle regalado dos huevos, que le recomendó no rompiera hasta pasar por un lugar donde no se percibiera voz ninguna.
Alimata partió sin dar ni siquiera las gracias.
Pronto oyó voces que le gritaban:
- ¡Rompe los huevos! ¡Rompe los huevos!
Y apresuróse a romperlos, dejándolos caer sobre una piedra.
Al instante, ciegos, cojos, bestias feroces, sapos, escorpiones y alacranes, salieron de los dos huevos rotos contra las recomendaciones de Pierna de Buey.
Y se lanzaron todos sobre ella, y la mordieron, picaron y destrozaron, teniendo Alimata un fin tan horroroso, como feliz había sido el de la obediente y bondadosa Aua.

miércoles, 14 de abril de 2010

La burra del lavadero "cuento africano"

Vivían una vez un mono y un tiburón que eran íntimos amigos. El Mono vivía en un pomposo árbol cuyas ramos colgaban sobre las aguas del mar. Y en este árbol crecían deliciosos frutos. Cada vez que el Mono se ponía a comerlos, gritaba el Tiburón.
- Amigo, tírame un par.
Y durante muchos días, semanas y meses el Mono tiró, cotidianamente, dos o tres veces por jornada, algunos de los codiciados frutos.
Un hermoso día dijo el Tiburón al Mono:
- Amigo, me has prestado muchos servicios con tu bondad y desearía realmente hacer algo por ti. ¿No te agradaría dar un paseo hasta mi morada?
- ¿Y cómo podría yo ir hasta allí? - preguntó el Mono:
- Yo te llevaré y ni un pelo de tu cuerpo se mojará. Baja del árbol y pósate sobre mi lomo.
El Mono así lo hizo.
Al cabo de un rato, cuando habían nadado un regular trecho, cabalgando el Mono sobre el lomo del Tiburón, dijo éste:
- Tú eres mi amigo y quiero decirte la verdad.
- Sí, dímela - respondió el Mono.
- Escucha, pues - empezó el Tiburón - donde yo habito yace enfermo de muerte el Sultán, y sus sabios y médicos de cabecera aseguran que únicamente el corazón de un mono puede darle la vida.
- ¡Ah, ah! - exclamó el Mono -. Podrías habérmelo dicho antes.
- ¿Y qué habrías contestado, amigo, a mi invitación? - preguntó el Tiburón.
El Mono pensó:
- Ahora tengo que idearme algo para salvarme, pues de lo contrario estoy perdido.
Como no respondiese en el acto, preguntóle el Tiburón por qué no decía nada.
- ¡Ah! - suspiró el Mono -. ¿Qué podría decirte? Si me hubieses dicho la verdad hubiera traído conmigo el corazón, gustosamente.
Asombrado, preguntó el Tiburón:
- ¡Cómo! ¿No llevas encima tu corazón?
- No - respondió el Mono -. ¿No sabes, pues, la costumbre que tenemos los monos? Cuando salimos de nuestras casas, dejamos nuestro corazón colgado del árbol en que vivimos. Tan sólo nuestro cuerpo se aleja. Pero, tonto de mí, ¿por qué te cuento eso? No me creerás, pensando, acaso, que yo tengo miedo. Vamos, llévame enseguida al palacio del Sultán, para que me maten sus esclavos. Entonces verás por tus propios ojos que en mi cuerpo no se encuentra el corazón que precisáis y te lamentarás de tu error.
El Tiburón dio crédito a las palabras del Mono y dijo:
- Entonces lo mejor será regresar a la costa para que puedas ir a tu árbol en busca de tu corazón.
- No, no, - respondió el astuto Mono - nada de eso. Llévame al palacio del Sultán.
Pero el Tiburón se mantuvo enérgico en sus trece y declaró que primero debían ir a buscar el corazón del Mono. Dióse éste por convencido, y al poco hallóse de nuevo en tierra firme y encaramado en su árbol.
Mas cuando estuvo sano y salvo y en lugar seguro se quedó mudo y sin hacer el menor ruido.
El Tiburón le gritó ordenándole que se diera prisa. No hubo respuesta.
El Tiburón volvió a gritar, esta vez con todas las fuerzas de sus pulmones:
- ¡Ven de una vez! ¡Vamos ya!
- ¿Que vaya contigo? - respondió el Mono - ¿Y adónde debemos ir?
- Pues, al palacio del Sultán; ¿no recuerdas? - respondió el Tiburón.
- Tú estás completamente loco - replicó el Mono.
- ¿Qué quieres decir? - reclamó el Tiburón.
- ¡Por lo visto, tú me has tomado por la burra del lavandero!
- ¿La burra del lavandero dices? ¡Que me cuelguen si te entiendo! ¿Qué es eso?
- Es algo sin corazón y sin orejas -explicó el Mono.
- ¿Qué pasó con tu burra del lavandero? Amiguito, cuéntamelo para que yo pueda comprender lo que quieres decir.
- Escucha, pues - dijo el Mono -. "Érase una vez un lavandero que tenía una burra que se escapó del lavadero y se adentró en el bosque. Allí le iba tan bien que ya no pensó en volver al lado de su amo. Se pasaba todo el santo día comiendo manjares deliciosos y pronto se puso redonda como un tonel.
Una vez la vio la liebre y al verla se le hizo la boca agua y se dijo:
- Esa bestia está muy gorda y convida a comérsela.
Y corriendo fue a ver al león que, habiendo estado enfermo mucho tiempo, se encontraba ahora muy débil. Y dijo al León:
- Mañana te traeré un exquisito trozo de carne, para que lo comamos juntos.
El León contestó:
- Muy bien.
Al día, siguiente, al rayar el alba, se encaminó la liebre hacia el lugar donde había visto la burra. Y le dijo:
- He sido enviada por el poderoso señor que quiere hacerte proposición de casamiento.
- ¿Quién te ha mandado? - preguntó la Burra.
- El mismito León - respondió la Liebre.
- Muy bien - dijo la Burra -. Voy contigo.
Fueron juntas al cubil del león y el León dijo:
- Entra y toma asiento.
Y la Burra se sentó.
La Liebre dio a entender al León que el delicioso trozo de carne de que le había hablado estaba allí, y, acto seguido, se marchó.
A la Burra le dijo:
- Tengo que ir a mi casa. Habla con tu novio para que os conozcáis.
Apenas había salido la Liebre, cuando el León saltó sobre la Burra para despedazarla, pero la Burra luchó valerosamente, dando coces y mordiscos, hasta que el León, que estaba debilitado, cayó en un rincón.
Entonces la Burra, llena de heridas de las garras del León, regresó a su bosque.
Un rato después llegó la Liebre al cubil del León y le preguntó:
- Amigo, ¿ya terminaste el banquete?
- No - suspiró el León - aquella bestia era demasiado fuerte. Primeramente me asestó un par de coces fenomenales; luego mordióme y por último se me escapó. Yo le había dado unos zarpazos, pero a causa de mi enfermedad fueron poco potentes; ¡estoy muy débil!
- No, no - replicó la Liebre - estás mejorando a pasos agigantados.
Un par de días después fue y preguntó al León si se veía con ánimos y sentía haberse repuesto.
- Sí - respondióle -; ahora soy el León de antes y me haría con la presa por fuerte que fuera, si me entrara en ganas.
- Bien - dijo la Liebre -; te la buscaré.
Cuando llegó al bosque, la Burra la saludó cordialmente y le preguntó si había novedad.
- Sí - contestó la Liebre -; tu novio te ruega que vayas a verle.
- No - contestó la Burra, - no me agrada tal invitación. Ya antes me arañó y me lastimó tanto, que, asustada, huí de él.
- Bah - replicó la Liebre -; prueba otra vez. El León no es tan mala persona. Y tampoco un partido despreciable. Es así como él recibe a los otros animales.
- Bueno - dijo la Burra -; probaré nuevamente.
Pero, ¡ay!, apenas hubo penetrado en la cueva del León, cuando éste saltó sobre la pobre Burra y la mató.
Poco después, la Liebre se presentó en la cueva del León y éste dijo:
- Escucha: coge la carne y ásala. Yo no quiero más que el corazón y las orejas; el resto puedes comértelo tú.
- Muchas gracias - dijo la Liebre, y se llevó la carne hasta donde el León no la podía observar.
Cogió primero el corazón y las orejas, se los comió con verdadera fruición y escondió el resto de la carne.
Al cabo de un rato apareció el León para ver dónde estaba la Liebre.
- Amiga Liebre - le dijo -, dame seguidamente el corazón y las orejas de la burra; tengo hambre y desfallezco.
La Liebre le contestó:
- ¿Dónde están el corazón y las orejas?
- ¿Por qué preguntas esto? - dijo el León sobresaltado.
- Sí - añadió la Liebre -; ¿no sabes que ésta era la burra del lavandero?
- Ciertamente - respondió el León - ¿Pero qué tiene que ver esto con su corazón y sus orejas?
- ¡Oh, León! - exclamó la Liebre -. Eres un animal ya crecidito y al parecer no comprendes que, si semejante burra hubiese tenido corazón y orejas, no hubiese comparecido por segunda vez a tu cueva. La primera vez, al presentarse, pudo comprender que querías matarla, y por eso huyó. Y presentóse por segunda vez, ello no obstante; dime, pues, ¿lo hubiera hecho de tener corazón?
Y el León contestó:
- Amigo, hay algo de verdad en lo que dices.

***

- Pues bien, amigo Tiburón - dijo el Mono -, ésta es la historia de la burra del Lavandero. ¿Verdad que yo no sería más cauto y sabio que la burra del cuento si fuese contigo? ¡Adiós, Tiburón! Vete a ver a tu querido Sultán. Y... dale recuerdos de mi parte.

domingo, 11 de abril de 2010

Las aventuras de Xatla, el Chacal "cuento africano"

Hubo un tiempo, hace ya muchísimos años, en que los animales de la selva andaban bastante escasos de agua. Los pobres no sabían dónde podían encontrar agua para beber.
Después de mucho buscar, lograron hallar una fuente donde había un poco de agua, muy escasa, porque era poco profunda.
- Hagámosla más honda para tener agua en abundancia - dijeron.
El chacal se negó a trabajar con ellos.
Cuando hubieron terminado, se reunieron y acordaron vigilar la fuente para impedir que bebiera el chacal, ya que no había querido ayudarles a obtener más agua.
El primer día pusieron de guardia al conejo, mientras unos salían de caza y los otros iban a pacer.
Cuando estuvieron lejos, el chacal se acercó a la fuente y gritó:
- ¡Buenos días, conejo! ¡Buenos días, amigo!
El conejo devolvió el saludo.
Entonces el chacal se aproximó al vigilante, desató el pequeño saco que llevaba colgado al hombro y extrajo de él un trozo de miel que se puso a mordisquear.
- ¿Qué te parece, conejo? - le dijo - ¿Te gustaría comer un poco de esta miel exquisita?
El conejo respondió:
- Claro que sí... Dame...
El chacal cortó un trocito diminuto y se lo dio.
- ¡Qué rico está! - exclamó el conejo cuando lo hubo probado -. ¡Dame más!
El astuto chacal le respondió:
- Si quieres que te dé más tienes que dejarte atar las patas y tumbarte panza arriba.
Accedió el conejo, y cuando estuvo con las patas atadas, incapaz de moverse, el chacal se acercó a la fuente y estuvo bebiendo hasta saciarse.
Cuando hubo terminado se volvió tranquilamente a su cueva.
Aquella noche, cuando los animales volvieron dijeron al conejo:
- ¿Cómo te has dejado engañar? ¡Serás tonto!
El conejo respondió:
- Ha sido culpa del chacal. Me dijo que me daría un buen trozo de miel si me dejaba atar las patas y me tumbaba panza arriba... Luego vi que todo era una artimaña para beberse nuestra agua...
Los animales le dijeron:
- Eres tonto... Te dejamos vigilando, para que impidieras que el chacal, que se había negado a trabajar con nosotros, se aprovechara de nuestro trabajo, y le dejaste beber hasta saciarse...
Después de deliberar un momento, decidieron que el que se quedara a vigilar la fuente fuese el animal que hubiese dado ya pruebas evidentes de inteligencia.
La liebre se apresuró a responder:
- Yo me encargaré de eso.
Al día siguiente partieron los animales, dejando a la liebre a cargo de la vigilancia de la fuente.
Cuando estuvieron lejos, se acercó el chacal y dijo:
- ¡Buenos días, amiga liebre! ¡Buenos días!
La liebre le devolvió el saludo.
El chacal le dijo:
- Dame un poco de tabaco.
- No tengo - respondióle la liebre.
El chacal se descolgó entonces el saco que llevaba al hombro, sacó de él un trozo de miel dura y se puso a mordisquearla.
- ¿Qué es lo que comes? - preguntóle la liebre.
- Un manjar exquisito, regalo de un pariente mío... Además de su dulzor exquisito, humedece el paladar y quita la sed. Por eso no quise trabajar con vosotros... ¿Qué necesidad tenía de fatigarme, poseyendo esto que me alimenta y me refresca a un tiempo?
- ¿Quieres dejármelo probar?
- No tengo inconveniente; pero para ello tienes que dejarte atar las patas por detrás del lomo. Luego te tumbarás boca arriba y te echaré en la boca de este manjar divino.
La liebre respondió sin vacilar:
- Átame, pues...
El chacal se apresuró a hacerlo, y cuando tuvo bien atada a la liebre descendió a la fuente y se hartó de agua, sin prestar atención a los gritos de protesta de la burlada liebre.
Aquella noche, cuando volvieron los animales, vieron con sorpresa que la fuente estaba casi agotada, y que la liebre, inmóvil, había sido atada exactamente igual que el conejo.
- ¿Qué te ha sucedido? - le preguntaron -. ¿Cómo te has dejado engañar con el mismo truco que el tonto del conejo, tú, que presumías de astuta? ¿Dónde podremos beber ahora?
La liebre se lamentó del engaño del chacal, que, después de prometerte un buen trozo del rico manjar que alimentaba y quitaba la sed a un tiempo, la había atado, dejándola inmóvil, y se había bebido casi toda el agua de la fuente.
- ¿Quién va a montar la guardia, ahora, si no podemos confiar ni en la liebre? - se dijeron.
La pantera, después de reflexionar un instante, exclamó:
- ¡Ya sé!... Mañana montará la guardia la tortuga.
Como de costumbre, los animales partieron de madrugada, a cazar unos, a pasear otros, dejando a la tortuga encargada de velar el agua.
Apenas se hubieron perdido de vista, apareció el chacal, que saludó atentamente a la celadora.
- ¡Buenos días, señora tortuga! ¡Buenos días!
La aludida no respondió.
- ¡Buenos días, señora tortuga! ¡Buenos días!
Silencio.
Entonces el chacal se dijo:
- La guardadora de la fuente es más tonta que sus antecesores. Voy a darle la vuelta de un puntapié y luego me aprovecharé para beberme toda el agua de la fuente.
Aproximóse lentamente a la tortuga y volvió a decir en voz baja:
- ¡Buenos días, señora tortuga! ¡Buenos días!
La tortuga no respondió.
Entonces, dando un salto, el chacal dio con las patas de delante, y la volvió sobre la espalda.
Inmediatamente se acercó a la orilla de la fuente y empezó a beber tranquilamente.
Pero la tortuga, con un esfuerzo, se puso derecha y se aferró con los dientes a una pata del chacal.
Éste dio un grito de dolor y exclamó:
- ¡Suelte, señora tortuga suelte! ¡Me va a quebrar la pata!
Pero no consiguió sino que la tortuga apretara con más fuerza.
El chacal se descolgó el zurrón y dio a oler a la tortuga el perfume de la miel; pero ella volvió la cabeza y se negó a oler en absoluto.
- Estoy dispuesto a darte mi zurrón con todo lo que contiene - murmuró el chacal.
Pero la tortuga no soltó su presa.
Al fin vinieron los otros animales. Cuando el chacal los vio venir dio un salto terrible, después de liberarse de la presa de la tortuga con un gran esfuerzo, y huyó a todo correr.
Los animales dijeron a la tortuga:
- Te felicitamos, compañera. Has demostrado tu valentía impidiendo que el chacal nos robara el agua como en otras ocasiones. En lo sucesivo, nosotros nos encargaremos de proporcionarte el alimento que necesites.
Entre tanto, el chacal, ebrio de furor, fue a dar rienda suelta a su cólera al bosque, y viendo un nido de palomas, dijo a la madre:
- Échame a uno de tus pichones, si no quieres que los devore a todos.
La paloma, asustada, le echó uno de sus pequeñuelos.
Cuando el chacal se alejó, la desgraciada madre se puso a llorar desconsoladamente.
Acertó a pasar por allí una garza y, al ver llorar a la paloma, le preguntó:
- ¿A qué se deben tus lágrimas?
La paloma respondió:
- El chacal me amenazó con devorar a todos mis pequeñuelos si no le echaba uno y no tuve más remedio que hacerlo.
- Hiciste mal - respondió la garza -. Si hubiese podido coger a todos tus pichones no se habría conformado con uno solo... No puede saltar hasta tu nido, paloma... No vuelvas a dejarte engañar...
La garza continuó su camino.
Al poco volvió el chacal, que gritó a la paloma:
- Dame otro de tus pichones, si no quieres que te deje sin uno siquiera.
Pero la paloma respondió:
- Te quedarás con las ganas, asesino... No me engañarás otra vez.
El chacal intentó vanamente saltar hasta el nido de la paloma. No consiguió más que romperse una uña y hacerse varias desgarraduras en la piel con los salientes de la pelada roca en cuya cima tenía su nido la paloma.
Finalmente, fatigado de su inútil esfuerzo, el chacal preguntó:
- ¿Cómo es que esta mañana no te negaste a darme un pichón y esta tarde sí?
- Porque he recibido un consejo.
- ¿De quién?
La paloma, que no sabe mentir, respondió:
- De la garza.
- ¿Dónde está ahora?
- Allá, detrás del cañaveral.
El chacal se alejó de la paloma y se dirigió hacia el lugar en que se hallaba la garza. Cuando llegó cerca de ella le preguntó:
- ¿Hacia qué lado te vuelves cuando sopla el viento de allá, garza?
La garza le respondió:
- ¿Y tú?
- Yo me vuelvo hacia este lado.
- Pues yo o mismo que tú - declaró la garza.
El chacal preguntó de nuevo:
- ¿Y cuando el viento viene de esta dirección?
- ¿Hacia qué lado te vuelves tú?
- Hacia éste.
- Pues yo también.
El chacal, irritado, siguió preguntando:
- ¿Hacia qué lado te vuelves cuando viene la lluvia de allá?
- ¿Hacia qué lado te vuelves tú? - preguntó la garza.
- Hacia éste.
- Pues yo también.
El chacal meditó un instante y continuó interrogando:
- ¿Qué haces cuando la lluvia cae recto al suelo?
La garza respondió:
- ¿Qué haces tú?
- Pues me cubro la cabeza con las patas... Así...
- Pues yo me la cubro con las alas... Así...
En aquel mismo instante, el astuto chacal saltó sobre la garza y la asió por el cuello.
La garza le suplicó que tuviera piedad de ella, pero el chacal le respondió:
- Te devoraré por haber enseñado a la paloma a burlarse de mí.
La garza, viéndose perdida, contestó:
- Si me dejas libre te diré dónde tiene su cubil una pantera que tiene varios cachorros recién nacidos, de los que a ti te gustan.
El chacal respondió sin vacilar:
- Condúceme enseguida allá y te soltaré.
La garza le dijo el camino, pero el chacal no la soltó hasta que se convenció de que no lo engañaba. Cuando olió la presencia de los cachorros de la pantera y los oyó runrunear, dio la libertad a la garza, asegurándole que como la sorprendiera en otra ocasión metiéndose en camisas de once varas, no tendría compasión de ella.
El chacal se acercó al cubil de la pantera y, viendo a la pantera madre asomar la cabeza, le dijo respetuosamente:
- ¡Buenos días, señora! ¿Quiere que cuide de sus preciosos hijos mientras está usted de caza?
La pantera respondió:
- Eres muy amable, mi buen chacal... Desde luego que quiero... Lloran mucho durante mi ausencia... Gracias, chacal, gracias... Quédate aquí y hasta luego...
El chacal se apresuró a entrar en el cubil de la pantera y vio que había diez cachorros.
Sin titubear, estranguló a uno de ellos de un zarpazo y lo devoró.
Cuando llegada la noche volvió la pantera de la caza, se acercó a la puerta del cubil y gritó desde fuera:
- Chacal, haz salir a mis pequeños.
El chacal hizo salir a uno. Cuando hubo mamado y volvió, le dio salida a otro; luego a otro... Finalmente, después de mamar el noveno, hizo salir de nuevo al primero; por lo que la pantera no se dio cuenta de que le faltaba uno.
Al día siguiente, cuando la pantera regresó de la caza, gritó al chacal, que, había aprovechado su ausencia para devorar a otro de los cachorrillos:
- ¡Chacal, haz salir a mis pequeños!
El chacal dio salida, uno a uno, a los ocho que quedaban; luego hizo salir de nuevo al primero y detrás de él al segundo, con lo que la pantera no notó la falta de ninguno de sus hijos.
Al día siguiente, el chacal devoró a otro de los cachorros de la pantera, a la cual engañó del mismo modo, y así fueron pasando los días hasta que se comió el último.
Entonces hizo un agujero por la parte posterior de la caverna y esperó la llegada de la pantera.
Cuando ésta regresó de la caza, dijo al chacal:
- Haz salir a mis pequeños.
El chacal respondió:
- ¿Habráse visto descaro igual?... Te los has comido a todos y ahora vienes a decirme que los haga salir...
La pantera repitió irritada:
- Haz salir a mis pequeños, chacal.
En vista de que no recibía respuesta, la fiera entró en su cubil, de donde el chacal acababa de salir por la abertura que había practicado por detrás.
Buscó en vano a sus cachorros y no encontrándolos salió por el mismo agujero que el chacal y emprendió su persecución.
En su huída, el chacal descubrió una colmena que había depositado su miel en la grieta de una roca.
Detúvose allí y esperó a que lo alcanzara la pantera, que le preguntó airadamente:
- ¿Dónde están mis pequeñuelos?
El chacal respondió:
- Están ahí dentro. El cubil olía mal y me los traje aquí para darles clase.
La pantera replicó:
- ¿Dónde están que no los veo?
- Ven por aquí. Los oirás cantar, cosa que hacen magníficamente.
La pantera se aproximó a la hendidura de la roca y aplicó el oído.
El chacal le dijo:
- ¿Los oyes?
- ¡Oh, sí, creo que sí!
El chacal se alejó rápidamente, dejando a la pantera escuchando extática el canto de sus cachorros.
Un babuino se aproximó a la fiera y le preguntó:
- ¿Qué haces aquí, pantera?
La pantera respondió:
- Estoy escuchando los cánticos de mis pequeñuelos... Los ha educado el chacal...
El babuino cogió una vara de almendro y la agitó en todos sentidos dentro de la hendidura de la roca, diciendo:
- Quiero conocer a tus pequeños, a los que no he visto nunca.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando salió el enjambre en pleno, con su reina a la cabeza, y las abejas se lanzaron furiosamente sobre la pantera.
El babuino dio un salto tremendo y ascendió a lo más alto de las rocas, lanzando gritos de terror.
Desde allí gritó a la pantera:
- ¿Son ésos tus pequeños?
El chacal apareció en aquel instante para excitar a las abejas contra la pantera.
- ¡No la dejéis descansar, abejas! - les gritaba -. ¡Es una madre desnaturalizada que se ha comido a sus propios hijos!... ¡Picadle, picadle bien y hondo!...
La pantera, aterrada, se sumergió en un estanque que encontró en su camino; pero cada vez que sacaba la cabeza para respirar, las abejas le picaban ferozmente en los ojos, en el hocico, en la lengua colgante, obligándola a mantener constantemente la cabeza dentro del agua, hasta que se ahogó.

jueves, 8 de abril de 2010

Fanfarronadas "cuento africano"

Érase una vez tres camaradas que partieron juntos de viaje.
El primero se llamaba Bimbiri, el segundo, Kurlankan, y el tercero, Dungonotu.
Anda que te andarás, caminaban los tres amigos, cuando se encontraron con un pozo.
Todos estaban sedientos pero el pozo era muy profundo.
Dungonotu cogió el pozo, como si hubiese sido una simple jarra, y vertió el agua para que sus compañeros pudiesen beber.
Luego Bimbiri se cargó el pozo a la espalda.
Al poco se adentraron en un bosque con el propósito de cazar elefantes.
Consiguieron matar una docena cada uno y, en el mismo día, se comieron el producto de la caza.
Algunos días más tarde vieron a una mujer guinarú. Kurlankan se enamoró perdidamente de ella y le dijo: - Te adoro.
Inmediatamente contrajo matrimonio con ella y abandonó a sus compañeros.
La mujer se llamaba Kumba Guiné; era muy linda y no mucho más alta que cualquier otra mujer.
A diario, Kurlankan se jactaba ante su esposa de ser el hombre más fuerte del mundo. Cierto día que discutieron a este respecto, Kumba Guiné dijo a su marido:
- Te equivocas, Kurlankan... Ven conmigo a casa de mis padres y verás cómo hay alguien mucho más fuerte que tú.
Pusiéronse en marcha al amanecer, y al cabo de muchas horas de viaje divisaron al padre de Kumba acostado en el suelo.
El guinarú tenía una rodilla levantada... y ¡habríase dicho que era una montaña!
Lleno de asombro, Kurlankan preguntó a su esposa:
- ¿Qué es aquello que mis ojos ven?... ¿Es una montaña?
- No seas mal educado - contestóle ella, enfadada -. Lo que estás viendo es mi padre.
Tuvieron que andar durante cuatro horas antes de llegar al lugar en que reposaba el padre de Kumba Guiné. Al ver de cerca a su gigantesco suegro, Kurlankan tuvo miedo.
Los tres hermanos de Kumba, Amadi, Samba y Delo, se hallaban de caza en aquel momento.
Kurlankan preguntó:
- ¿Dónde podría encontrarlos?
- Ve por allá - díjole el suegro, señalándole una senda.
- Voy a conocerlos - declaró Kurlankan.
Al primero que conoció fue a Amadi.
Había matado a quinientos elefantes; liados en un paquete los llevaba atados a un costado de su cintura.
- ¿Quieres qué te los lleve? - preguntó Kurlankan.
- No... No podrías con la carga - repuso Amadi -. Prosigue tu camino y encontrarás a mi hermano. Tal vez puedas servirle de algo.
Poco después encontró Kurlankan a Samba.
Éste había matado otros quinientos elefantes y los llevaba atados asimismo a la espalda.
- ¿Quieres que te ayude?
- No podrías, muchacho... Te lo agradezco... Sigue tu camino. Tal vez a mi hermanito pequeño puedas servirle de algo...
Kurlankan llegó finalmente a presencia de Delo.
Éste no había podido matar más que cuatrocientos elefantes y, en el momento en que llegaba ante él el marido de su hermana, se le rompió la correa de una de sus sandalias.
- ¿Te puedo ayudar en algo?
- Con los elefantes no podrías... Pero, llévame la sandalia al pueblo...
Echó la sandalia a Kurlankan y éste quedó enterrado bajo ella. No pudo desembarazarse de su enorme peso por más esfuerzos que hizo. Ni siquiera logró asomar la cabeza.
Delo se reunió en la aldea con sus dos hermanos. Los tres tuvieron que escuchar la repulsa de su padre, que les reprendió duramente por haber cazado tan poco aquel día.
- ¿No os da vergüenza? - les dijo -. ¿Sabéis que tenemos un invitado, el marido de vuestra hermana, y es ésa toda la carne que tenemos para el cuscús?...
Y volviendo la vista a su alrededor, preguntó:
- ¿Dónde está mi yerno? Amadi contestó:
- Lo envié a buscar a Samba.
Samba se apresuró a responder:
- Pues yo lo envié a buscar a Delo.
Y Delo afirmó:
- Yo le dije que me trajera la sandalia, pues se me rompió la correa...
- Tal vez no haya podido con la sandalia - dijo Kumba Guiné -. Voy a ver...
Púsose inmediatamente en camino y no tardó en ver la sandalia. Levantóla y vio debajo a su marido.
Juntos regresaron a la aldea, llevando Kumba la sandalia, ya que era demasiado pesado para Kurlankan.
Cuando todo estuvo dispuesto, se reunieron a comer. Pero la calabaza era excesivamente alta y Kurlankan no podía probar bocado.
Delo, al ver su embarazo, lo cogió en sus manazas y se lo puso en las rodillas; pero Kurlankan, al empinarse para coger un puñado de cuscús cayó dentro de la calabaza, y Delo, confundiéndolo con un pedazo de carne, se lo echó a la boca.
A la mañana siguiente, Amadi preguntó:
- ¿Qué le habrá sucedido a nuestro cuñado?... Anoche comimos juntos... ¿Qué habrá sido de él?
Delo tenía una muela cariada y Kurlankan había conseguido meterse en el hueco de la carie.
- ¡Cómo me duele la muela! - exclamó el guinarú -. ¿Qué será?
Metióse el dedo en la boca y no tardó en sacar a su cuñado, colocándolo cuidadosamente en el suelo.
Kumba se acercó y, como se trataba de su marido, trajo un cubo lleno de agua y lo lavó de pies a cabeza.
- ¿No te dije que había alguien más fuerte que tú? - preguntó a Kurlankan, que bajó la cabeza humillado -. Pues esto no es nada todavía... Aun verás cosas más extraordinarias...
Entre los esclavos de los guinarús había una mujer llamada Syra, que era guinarú también. Cuando estaba triste se pasaba llorando sin cesar toda una semana.
El padre de Kumba le ordenó que encendiera fuego en la choza en que habían de vivir los recién casados y Syra se agachó para soplar.
Kurlankan, que entró a oscuras, se metió en la boca de la guinarú, creyendo que era la puerta de la cabaña. Llegó hasta su estómago, tendió la estera y, como buen musulmán, se arrodilló antes de acostarse y dijo con voz profunda:
- ¡Que Alá vele mi sueño!
Syra lo oyó y repuso:
- Sal de ahí, Kurlankan... Te has metido en mi estómago...
El pobrecillo se apresuró a salir y cuando llegó Kumba le refirió la aventura.
- He pasado un miedo horrible - añadió -. ¡Vámonos de aquí mañana mismo!
Al amanecer, Kumba lo despertó diciendo:
- Syra, llena de remordimiento por lo que pudo ocurrir si no se hubiese dado cuenta de que tú te habías metido en su estómago, ha empezado a llorar... Démonos prisa porque está vertiendo las lágrimas a torrentes, y si nos alcanzaran en el camino correrías un gran peligro... A mí no me sucedería nada.
Pusiéronse en marcha sin más demora.
Alrededor de las diez, cuando se hallaban varias leguas del poblado, oyeron un tumulto semejante al de una cascada cayendo de lo alto de una montaña.
Kurlankan, asustado, preguntó:
- ¿Qué es eso?
A lo que repuso Kumba:
- Syra que está llorando.
Las lágrimas, formando un torrente vertiginoso, rodearon a los fugitivos, pero Kumba se hizo muy alta, muy alta, tomó a su marido en brazos y consiguió salvarlo de la inundación.
Cuando estuvieron lejos de todo peligro, Kumba recobró su estatura normal y depositó a su esposo en el suelo.
Kurlankan le dijo entonces:
- Vuelve con los tuyos, Kumba... Te estoy muy agradecido por lo que has hecho; pero te confieso que tu familia me da miedo...
Kumba sonrió y contestó:
- Desde que te casaste conmigo no has dejado de decir que no había nadie más fuerte que tú.
- Pues ahora comprendo que estaba equivocado... Adiós, Kumba, que seas feliz... Cásate con un semejante tuyo...
Y se separaron para siempre.

***

Este cuento demuestra que no debemos jactarnos de ser más fuertes que los demás, pues cualquiera puede encontrar un guinarú.

martes, 6 de abril de 2010

Ntyi, vencedor de la serpiente "cuento africano"

En el país de Bana había una vez una serpiente boa que arrebataba a las recién casadas la primera noche de bodas, y al cabo de siete días las devoraba.
Era imposible remediar aquel estado de cosas, pues cada vez que le cortaban la cabeza, le brotaba una nueva.
Cierto día, la serpiente se apoderó de la esposa de un hombre llamado Ntyi.
A la mañana siguiente, el enfurecido esposo se dispuso a terminar con la serpiente de una vez para siempre.
Cuando llegó a la cueva de la boa, oyó a su mujer que se expresaba de este modo:
- Preciosa serpiente, la muerte que me amenaza no me impide experimentar un deseo... Quisiera saber cómo se te puede dar muerte...
- Voy a complacerte, mujer - respondió la boa -. En la selva que hay al sur del poblado habita un toro salvaje; en el vientre del toro hay una zorra viva, en el de la zorra, una pintada, y en el de la pintada, una tórtola, que lleva un huevo en el suyo. Para matarme es necesario romper ese huevo, y que una mosca pique en la yema y luego venga a posarse en mí. Tan pronto como lo haya hecho, caeré muerta.
Al oír estas palabras, Ntyi se dio cuenta de que era inútil emplear contra la serpiente las armas y los medios de combate ordinarios.
Alejóse, pues, y se dirigió a la selva.
No bien hubo atravesado el poblado, se encontró con un león de enorme tamaño que le cerró el paso, rugiendo ferozmente y mostrándole sus larguísimos colmillos y terribles garras.
Pero Ntyi continuó su camino sin mostrar el menor temor.
- ¡Hombre - díjole el león sorprendido -, eres el primero a quien no han aterrorizado ni mis rugidos ni la amenaza de mis colmillos! ¿Por qué es eso?
Ntyi respondió:
- No te tengo miedo porque he de enfrentarme con un animal mucho más terrible que tú.
- ¿Quieres que te acompañe? - propúsole el león.
- No me parece mal - respondió Ntyi.
Y el león le acompañó.
A algunos pasos de allí, una pantera saltó de repente sobre Ntyi y quiso asestarle un zarpazo, pero él la desvió con el codo y prosiguió su camino sin volver la cabeza.
Asombrada, la pantera le preguntó:
- ¿Cómo es posible que no me tengas miedo?
- He de entendérmelas con una fiera mucho más terrible que tú - respondió Ntyi.
- ¿Quieres que te acompañe?
- Perfectamente.
Y Ntyi prosiguió su camino, seguido del león y de la pantera.
Al llegar a una meseta cubierta de hierba, un águila se lanzó sobre Ntyi y le desgarró una oreja, la derecha.
- No quiero combatir contigo - dijo Ntyi -. Tengo que luchar con un enemigo más peligroso que tú.
El águila se brindó también a acompañarlo, y él aceptó.
A pocos pasos de allí, un halcón desgarró la oreja izquierda de Ntyi, que le dijo:
- El águila es más fuerte que tú y no le he tenido miedo.
Y el halcón pidió y obtuvo permiso para unirse a la pequeña comitiva.
Andando que te andarás, Ntyi tropezó de repente contra una piedra y del encontronazo le saltó la uña del dedo pulgar del pie derecho, pero no se detuvo por eso y prosiguió su camino sin mirarse el pie siquiera.
La piedra le dijo:
- Ntyi, eres el primero a quien hiero sin que se preocupe por su herida. Permíteme que vaya contigo.
Y Ntyi accedió.
A alguna distancia de allí metiósele una mosca en la nariz y le salió por la boca sin que estornudase.
- ¿Por qué no has estornudado? - exclamó la mosca, asombrada.
- Estoy preocupado por una lucha terrible que he de sostener.
La mosca rogó que la dejara acompañarlo y él accedió gustoso.
Todos untos se dirigieron al bosque. Cuando hubieron llegado, Ntyi dijo a sus compañeros:
- Mis queridos camaradas, supongo que sabréis que en los alrededores de mi poblado hay una serpiente boa que se dedica a robar a todas las recién casadas. La noche pasada se apoderó de mi mujer.
» Dispúseme a luchar con ella y habríalo hecho con el mismo fatal resultado que todos los que hasta ahora lo han intentado, cuando, al aproximarme a la cueva, la oí que confiaba a mi mujer el único medio de darle muerte.
» Para ello es necesario que se pose sobre ella una mosca que haya estado picoteando la yema de un huevo que se encuentra en el vientre de una tórtola; la tórtola, a su vez, se halla en el vientre de una pintada, la pintada en el de una zorra, la zorra en el de un enorme toro salvaje que habita en este bosque.
» Cada uno de vosotros podrá concurrir con buen éxito al feliz resultado de mi empresa.
En aquel momento se hallaban en el corazón del bosque. No tardó en aparecer el toro, que vino mugiendo hacia ellos, pero el león se enfrentó con él y lo estranguló de un zarpazo.
Abriósele el vientre seguidamente y saltó la zorra, que murió en las garras de la pantera.
Al desgarrarle las entrañas salió volando la pintada, que atrapó el águila en un santiamén. Del vientre de la pintada surgió como una flecha la tórtola, pero el halcón se lanzó sobre ella con la velocidad del rayo y la abatió sin vida.
Sacáronle el huevo. La piedra lo rompió y la mosca, después de revolcarse en la yema, fuése en busca de la serpiente boa.
A los pocos minutos de alejarse la mosca del bosque se oyó un estrépito terrible. La mosca acababa de posarse sobre la serpiente. Al cabo de unos instantes todo quedó en el mayor silencio.
El monstruo había muerto.
Ntyi dio las gracias a sus amigos y se encaminó al antro de la serpiente. Allí encontró a su esposa sana y salva y a la boa reventada.
Inmediatamente sacó a su mujer de aquel terrible lugar y penetró en el poblado, donde fue recibido por todos los notables, que le aclamaron delirantemente.
Los músicos compusieron cánticos en su honor, ensalzando su magnífica victoria, aunque él refirió la verdad de lo sucedido.
La fama de sus hazañas llegó hasta el "alamar", que lo hizo llamar a su palacio y le regaló cien cosas de cada especie, por lo que Ntyi vivió en lo sucesivo extremadamente rico y feliz.

sábado, 3 de abril de 2010

Kuakú Baboní "cuento africano"

Hubo una vez un matrimonio. El marido había emprendido un largo viaje y, durante su ausencia, la mujer dio a luz a un niño.
La madre del recién nacido aguardaba, impaciente, el regreso del marido para mostrarle el pequeñuelo, que era un negrito encantador, de ojos risueños y picarescos. Una monada de criatura.
Y he aquí que, a los pocos días del nacimiento del lindo negrito, cuando la madre se preguntaba qué nombre daría al retoño, pasmada de asombro, oyó que el hijito exclamaba:
- ¡Mi nombre es Kuakú Baboní!
Mas al siguiente día aumentó su asombro. La mujer gruñía porque, debido a la ausencia del marido, no podía ir al bosque a recoger leña, cuando el precoz negrito, que no contaba más que de siete a ocho días de edad, dijo:
- Yo iré al bosque.
Y así lo hizo. Fuése a recoger leña y regresó con medio bosque a cuestas.
Tendría mes y medio tan sólo cuando su madre hubo precisión de ir hasta el río a lavar ropa y dejó al prodigioso negrito en casa, durmiendo en su cuna.
De regreso encontró en la puerta a todo un ejército de negritos que armaban un formidable escándalo.
- ¡Tu hijo nos ha pegado! - le dijeron lloriqueando.
- ¡Mi hijo! - exclamó la madre, estupefacta -. ¡Si es mi pequeño un niño de teta y vosotros sois ya grandullones! Además, está en la cuna, donde le dejé hace poco, durmiendo como un bendito.
Y para convencerles, les hizo entrar.
Pero, ¡oh desencanto!, por más que buscaron, no pudieron encontrarlo por ninguna parte. Y la madre tuvo que presentar excusas a los muchachos para que le perdonaran, pues era muy pequeño y no sabía lo que se hacía.
Y para mayor burla, al cabo de un rato, llegó con mucho sigilo y, sin que nadie lo advirtiera, subióse él mismo a la cuna.
Tantas y tantas fueron las travesuras y fechorías del precoz negrito, que sus padres, espantados, creyendo tener en su casa a un verdadero diablillo, lo echaron de la choza, prohibiéndole que pusiera nuevamente los pies en ella.
Y el negrito, en vez de entristecerse, partió silbando alegremente.
Anda que te anda, al anochecer divisó una linda casita. Vivían en ella, juntos y en franca armonía, muy felices, un león, un tigre, un lobo, una cabra y un elefante.
He de advertir a nuestros pequeños lectores que, en aquel tiempo, los animales hablaban y se querían como hermanos. Jamás se peleaban y se ayudaban mutuamente.
Los animales de nuestra historia: el lobo, la cabra y el elefante que vivían fraternalmente, estaban sentados aquel atardecer alrededor del fuego, fumando en pipa y contándose leyendas heroicas y cuentos de hadas, de los que mucho gustaban.
Cuando llegó el pequeño negrito, saludó cortésmente a la familia de animales y les pidió permiso para permanecer entre ellos, ofreciendo servirles como criado, pues agregó ser huérfano de padre y madre.
La Cabra, que, por ser la más joven de la familia, estaba encargada del trabajo doméstico, dijo:
- Aceptemos sus servicios. Así tendré quien me ayude en la pesada labor de la casa, ya que, mientras vosotros os paseáis o tomáis el sol, tengo que atender a todas los cosas.
Los animales conferenciaron y accedieron. Luego le invitaron a cenar. El negrito aceptó complacido y engulló cuantos manjares le presentaron; parecía no haber comido en su vida, de tal modo lo devoraba todo.
Los cinco animales acostumbraban llegarse, por riguroso turno, a una finca que poseían a unos kilómetros de distancia, en busca de provisiones para el sostén de la casa; era ésta una labor de todas las mañanas.
Y como a la mañana siguiente a la llegada de nuestro negrito le tocaba a la Cabra, ésta pidió que el negrito la acompañase para ayudarla a traer el cesto.
Y así se acordó. Entregaron el cesto a Kuakú Baboní, y éste, muy contento, echó a andar tras la Cabra.
Cuando llegaron a la finca propiedad de los cinco animales, el negrito dejó en el suelo el cesto y echó a correr de un lado a otro, jugando y curioseándolo todo.
Fue inútil que la Cabra le llamara la atención y que le amonestara para que fuese en su ayuda; él proseguía en sus juegos y en sus fisgonerías. Tanto, que ya la Cabra se enfadó, y, llevada de los nervios, dióle unos tirones de orejas con la consabida reprimenda.
Mas ¡cuál no sería su estupefacción, al ver que Kuakú Baboní le propinaba un formidable puñetazo que la tiraba al suelo, rodando! Y hubo más: lanzándose sobre ella, le dio una paliza soberana, hasta que la Cabra, extenuada, pidió gracia.
Pero Kuakú Baboní siguió aporreándola hasta que ella juró terminar el trabajo, dejándole en paz con sus diversiones, llevar el cesto lleno de provisiones y no decir a nadie ni una sola palabra de lo ocurrido.
Sólo entonces Kuakú Baboní permitió que la Cabra se levantara del suelo, donde la tenía acorralada. Estaba llena de contusiones y tenía un ojo hinchado y el labio partido; lo que vulgarmente se dice, una verdadera calamidad.
Llegado el momento del retorno, la Cabra cargó, sobre su cabeza, con el cesto lleno de provisiones y emprendieron la marcha.
Al llegar cerca de la choza, Kuakú Baboní tomó el cesto, aparentando la ayuda que no había prestado. Y así llegó con la Cabra.
Extrañados los animales del lastimoso aspecto que presentaba su compañera, preguntáronle qué le había ocurrido.
- Tuve la desgracia - explicó la Cabra, ­ de tropezar con un enjambre de abejas cuando estaba recogiendo las provisiones. Me aguijonearon y dejáronme en el deplorable estado en que me veis.
A la mañana siguiente le tocó al Lobo, y fuése a la finca acompañado de Kuakú Baboní. También aquél regresó con el rostro hinchado y el cuerpo lleno de contusiones.
La Cabra, adivinando lo ocurrido, oyó las explicaciones que dio el Lobo sin poder contener una sonrisa harto significativa.
Luego, la Cabra y el Lobo hablaron de lo sucedido, extrañando que una criatura tan chiquitina como Kuakú Baboní tuviese fuerza tan enorme y osadía tan singular.
Todos los días, por la mañana, uno de los animales, el que le correspondía, iba a la finca e, infaliblemente, regresaba hecho un "ecce-homo". Por fin, habiendo corrido todos la misma suerte y no habiendo motivos para disimular, celebraron concilio con el único y exclusivo objeto de estudiar el modo de desembarazarse de Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas.
Acordaron abandonar la choza y dejar en ella a Kuakú Baboní como solo propietario.
Antes de emprender la fuga para librarse de aquella terrible criatura, prepararon, con gran reserva, un cesto lleno de provisiones, a las que agregaron los utensilios indispensables de cocina: un jarro para la leche, una cacerola, cinco calabazas que servíanles de plato, una gran cafetera y las diferentes pipas de la cuadrilla.
Desgraciadamente para ellos, Kuakú Baboní se enteró de sus proyectos. Y, sin que ellos ni siquiera lo sospecharan, cogió una hoja de árbol, muy grande, se introdujo en el cesto y se envolvió en aquélla, cosa muy factible para Kuakú Baboní, porque ya sabéis que era muy chiquitín.
Al amanecer, sin el menor ruido por temor a despertar al terrible Kuakú Baboní, la pandilla emprendió la fuga. Sentían ganas e saltar, de brincar, de cantar y de reír, al verse libres del terrible negrito.
Y cuando ya habían andado algunos kilómetros de su antigua morada la Cabra, que llevaba el cesto de provisiones sobre la cabeza, sintiéndose fatigada, se detuvo un instante a descansar.
Entre tanto, sus compañeros proseguían el camino y perdióles de vista; acordóse de los manjares que llevaba y entróle deseos de comerse un bocadillo, sin que ellos lo vieran; la Cabra era muy glotona. ¡Cuál no sería su sorpresa y asombro! Al levantar la tapa del cesto, recibió una formidable trompada al mismo tiempo que oía una voz que le decía:
- ¡Cierra el cesto y a callar se ha dicho!
Faltóle tiempo a la Cabra para obedecer y echó a correr tras de sus compañeros, aterrada por aquella terrible criatura.
Y así que los divisó los llamó y exclamó luego:
- ¡Lobo, ahora te toca a ti cargar con el cesto! ¡Yo estoy muy cansada!
El Lobo tomó la carga. Pero, al poco, recordando también las sabrosas provisiones que contenía la cesta, fingiendo estar fatigado, se detuvo a descansar un instante.
Y cuando sus compañeros se hubieron distanciado un largo trecho, abrió el cesto. Y, como la Cabra había recibido antes, asestáronle un formidable puñetazo. Dejó caer la tapa del cesto y reanudó la marcha muy ligero para alcanzar a sus compañeros.
El León y el Tigre, uno tras otro, llevaron el cesto. Y los dos, a cual más glotón, levantaron la tapa del cesto de provisiones para engullirse alguna golosina. Y los dos, respectivamente, recibieron un puñetazo soberano.
Le tocó el turno al Elefante, que también recibió una trompada. Cuando se reunió con los demás y pidió que le librasen de la carga, todos exclamaron:
- ¡Si no quieres seguir llevando el cesto, tíralo; nosotros, ya estamos cansados de cargar con él!
El Elefante, al oír estas palabras, tiró precipitadamente el cesto y echó a correr como alma que lleva el diablo, en dirección al bosque.
Sus compañeros echaron una mirada al cesto y apretaron a correr tras el Elefante, también hacia el bosque.
Continuaron así corriendo todo el día y toda la noche, sin descansar, hasta que se internaron en el bosque. Rendidos de fatiga se echaron a descansar junto a un baobab, gigante entre los árboles.
Pero el terrible Kuakú, al caer el cesto, salió y echó a correr a campo traviesa, en dirección al bosque. Sabía que los fugitivos descansarían a la sombra del gigantesco baobab. Trepó a una rama y se ocultó entre el follaje.
Los animales, rendidos de cansancio, y tendidos al pie del baobab se enzarzaron en una violenta discusión. Todos censuraban a la Cabra por haberles propuesto que tomasen a su servicio aquella terrible criatura.
La Cabra, indignada, replicó:
- ¡Fue de común acuerdo el tomarle a nuestro servicio!
Y añadía:
- ¡Yo no tengo la culpa! ¡Si ese diablillo estuviera presente me daría la razón! Es más: os culparía a vosotros.
Al oír estas palabras, Kuakú se dejó caer entre los animales que allí discutían. Poseídos de terror, los cinco animales huyeron en direcciones distintas.
El Lobo corrió hacia la estepa; el Tigre se escondió en el bosque; el León no paró hasta llegar al desierto arenoso; el Elefante huyó hacia la región del Níger, y la Cabra fue a pedir protección a las regiones habitadas por los hombres.
Y desde entonces, viven separados y en lugares tan diferentes; su vida es muy otra a la que observaban cuando, bajo el mismo techo, vivían fraternalmente.
En cuanto a Kuakú Baboní, la más terrible de todas las criaturas, continúa vagando por el mundo para terror y espanto de todos los animales, que temen su presencia en cualquier instante.
Pues habéis de saber que el Lobo, el León, el Elefante, el Tigre y la Cabra advirtieron a sus hijos que se cuidaran muy mucho de tener el menor trato con la más terrible de las criaturas de la creación, Kuakú Baboní.
Por esto, por haber sido advertidos, muchos de los descendientes de aquellos animales, como tienen buena memoria, huyen, desconfiados, en cuanto divisan o huelen la presencia del hombre.

jueves, 1 de abril de 2010

La pequeña liebre "cuento africano)

Érase una vez una mujer que dijo a su esposo:
- Ardo en deseos de comer hígado de "nyamatsané"animal puramente imaginario (N. de H. C. Granch); si me amas, ponte inmediatamente en camino y no vuelvas hasta que hayas conseguido atrapar un nyamatsané para que yo pueda comerme el hígado.
Su marido le respondió:
- Tuesta un poco de pan, quítale la corteza y lléname un saquito.
Hízolo así la mujer y cuando todo estuvo dispuesto lo entregó a su marido, que partió al punto con el decidido propósito de matar un nyamatsané.
Caminó durante mucho tiempo, alimentándose de las cortezas de pan con que su mujer había llenado el saco y, finalmente, llegó al país de los nyamatsanés, junto a un gran río, donde vivían en crecido número.
Pero cuando él llegó, los nyamatsanés no estaban; habíanse marchado a pastar a bastante distancia de allí, dejando en casa a su vieja y decrépita abuela.
El hombre se apresuró a matarla, le quitó la piel y el hígado y se escondió en sus despojos lo mejor que pudo. No había hecho más que cubrirse con la piel del animal cuando llegaron los nyamatsanés, ansiosos por volver a ver a su amada abuela.
Al entrar en la choza gritaron:
- ¡Olemos a carne fresca! ¡Aquí hay un hombre!
El hombre, disfrazado con la piel de la nyamatsané, respondió desfigurando la voz:
- Os equivocáis, hijos míos... No hay ningún hombre entre nosotros...
Pero ellos continuaron husmeando y murmurando:
- Tiene que haberlo, abuela... Lo olemos...
Finalmente, los nyamatsanés, cansados por la infructuosa búsqueda, se acostaron y no tardaron en quedarse dormidos.
Al día siguiente, cuando se despertaron, como no estaban completamente tranquilos, dijeron cuando se disponían a partir:
- Vente hoy a pacer con nosotros, abuela.
El disfrazado hombre salió con ellos y fingió comer guijarros, como ellos hacían, pero en realidad lo que comía eran cortezas de pan de las que llevaba en el saco.
Los nyamatsanés se convencieron de que era su abuela; al poco regresaron todos a casa, se acostaron y se durmieron.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, dijeron a quien creían su abuela:
- Vamos a ejercitarnos en saltar un gran foso.
Saltaron ellos primero, y luego gritaron a la abuela desde el otro lado:
- ¡Salta tú ahora!
La falsa abuela franqueó el foso, sin gran trabajo.
Absolutamente convencidos de que se trataba de su abuela, a pesar de oler como un hombre, los nyamatsanés se marcharon a la mañana siguiente a pacer muy lejos de allí, dejando solo en casa al valiente marido.
Cuando hubieron desaparecido, nuestro hombre se apresuró a tomar el hígado de la vieja nyamatsané, se lo guardó en un bolsillo, se despojó de la piel y, después de haber recogido una piedrecita brillante que descubrió en un escondrijo del suelo de la choza, la guardó con el hígado y salió huyendo a toda velocidad.
Al caer de la tarde, volvieron los nyamatsanés a su choza y se dieron cuenta de que su abuela estaba muerta y no quedaba de ella más que la piel.
- ¡Tuvimos razón al suponer algo extraño! ¡Era en realidad un hombre el que se había disfrazado con la piel de la abuela, después de matarla!
Inmediatamente los nyamatsanés husmearon el suelo y se lanzaron frenéticos en persecución del asesino de su abuela.
Nuestro hombre estaba ya muy lejos cuando vio una nube de polvo que subía hasta el cielo.
- ¡Estoy perdido! - exclamó -. ¡Ésos deben ser los nyamatsanés que viene a devorarme!
En efecto, los nyamatsanés avanzaban hacia él a una velocidad inusitada. Ya babeaban de júbilo creyendo que no tardarían en destrozarlo entre sus agudos dientes.
Pero el hombre sacó de su bolsa la piedrecita brillante y pulida y la echó al suelo, donde se convirtió en el acto en una enorme roca de paredes escarpadas y lisas, sentándose él en la cumbre.
Los nyamatsanés intentaron inútilmente escalarla. No consiguieron más que lastimarse en los escarpados flancos. Continuaron en sus vanos esfuerzos hasta la puesta del sol; luego, agotados por la fatiga, se quedaron dormidos al pie de la roca.
Aprovechándose del sueño de sus enemigos, el hombre redujo la roca a su primitivo tamaño y escapó a todo correr.
A la mañana siguiente, los nyamatsanés se dieron cuenta de la desaparición del fugitivo. Husmearon la pista fresca y reanudaron con furia reconcentrada su persecución.
En el preciso instante en que estaban a punto de alcanzarlo, el hombre volvió a sacar la piedrecita y a tirarla al suelo, convirtiéndose en una roca enorme sobre la cual se sentó tranquilamente.
Los nyamatsanés intentaron de nuevo escalarla, con el mismo resultado negativo que anteriormente, y al atardecer, completamente agotados por el terrible esfuerzo, se quedaron dormidos como troncos.
Entonces nuestro hombre prosiguió su precipitada fuga.
Repitióse este hecho durante varios días, reanudándose la persecución desde la salida a la puesta del sol, para interrumpirla al caer la noche.
Finalmente nuestro hombre llegó a su poblado, y los nyamatsanés, comprendiendo lo inútil de sus esfuerzos, regresaron a su punto de partida, pues estos animales no se atreven a adentrarse en las comarcas habitadas por seres humanos a causa de los perros, a los que temen extraordinariamente. Cuando el hombre llegó a su casa, gritó:
- "¡Itchú!" (¡Qué cansado estoy!).
Luego dijo a su mujer:
- Dame de beber.
Después de haber bebido se sintió algo más aliviado, y añadió:
- Ve a buscar leña y enciende el fuego.
Entonces sacó de la bolsa el hígado del nyamatsané y se lo entregó a su esposa, diciendo:
- ¡Ahí lo tienes! Supongo que ahora estarás convencida de que te amo de veras.
La mujer le respondió:
- Está bien. Haz que salgan todos nuestros hijos. He de quedarme sola en la choza.
Hizo cocer entonces en un viejo cuenco de barro el hígado de nyamatsané.
- Cómetelo entero tú sola - advirtióla su marido-. No des de él a nadie, ni siquiera a los niños.
Y la mujer le obedeció y se lo comió entero.
Apenas hubo acabado de hacerlo cuando sintió una sed insaciable. Tomó un gran vaso de agua y se lo bebió de un solo trago; luego se fue a casa de una vecina y le dijo:
- Amiga mía, dame de beber.
La vecina le dio una gran calabaza llena de agua, que bebió asimismo de un solo trago.
- Dame más - pidió.
- No - respondióle la vecina -. Dejaría sin agua a mis hijos y no debo hacerlo.
La mujer fue entonces a visitar a otra vecina, bebiendo todo el agua que le dieron, y así, de choza en choza, fue bebiendo sin cesar, sin conseguir apagar su sed devoradora.
Salió del poblado, se dirigió a una fuente y no dejó en ella ni gota; de allí se fue a buscar otra, que siguió la suerte de la primera, luego otra, y otra...
Cuando hubo terminado con las fuentes, se arrastró, con la boca seca y la lengua hinchada de sed hasta el río que corría frente al poblado y, en el punto precisamente en que afluían las aguas de otro río, se tendió de bruces sobre la orilla y estuvo bebiendo hasta que dejó secos ambos ríos.
Pero no por eso sació su sed. Arrastrándose penosamente consiguió llegar hasta el enorme lago donde iban a abrevar los animales salvajes del bosque, y bebió con tanta avidez que a los pocos instantes no había dejado en él una sola gota de agua.
Esta vez la mujer no pudo moverse ya; tenía el vientre tan desmesuradamente hinchado que se elevaba por encima de su cabeza y tenía las dimensiones de una colina.
Cuando los animales, apremiados por la sed, llegaron a su abrevadero, descubrieron estupefactos que el lago había desaparecido. A la orilla vieron tendido un objeto informe, inmenso, que apenas tenía aspecto de figura humana.
Entonces, el Gran León preguntó:
- ¿Quién es el que se ha tumbado al borde del lago de mi abuelo?
Cuando se acercaron comprobaron que se trataba de Molkadi-sa-Molata.
Preguntáronle:
- ¿Qué haces tumbada junto al lago de nuestros abuelos?
Ella respondió:
- Estoy tumbada porque no puedo andar. Me lo impide el agua que he bebido.
El Gran León gritó entonces:
- ¿Quién de vosotros horadará el vientre de esta mujer para recobrar el agua que nos pertenece?
Viendo que nadie respondía, llamó al conejo y le dijo:
- Hazlo tú, conejo.
Éste contestó:
- No me atrevo, señor.
El Gran León dio la misma orden a la gacela.
Pero ésta repuso:
- Tengo miedo, señor.
Asimismo se negaron todos los animales, a excepción de la liebre, que se alzó sobre las patas posteriores y desgarró el vientre de Molkadi-sa-Molata de una sola dentellada.
Brotó inmediatamente el agua, que llenó el lago, los ríos y las fuentes.
El Gran León prohibió seriamente que bebieran agua hasta que se hubiese clarificado, y todos los animales se retiraron a sus cubiles sin haber bebido.
Cuando la pequeña liebre vio que todos dormían, se levantó sin hacer ruido y fue a beber al lago del Gran León; luego, tomó un poco de barro y manchó con él las rodillas y el hocico del conejo, a fin de que creyesen que había sido éste el que había bebido agua durante la noche.
Al día siguiente, tan pronto como despertó, el Gran León se dirigió al lago, y vio que alguien había ensuciado el agua durante la noche.
Reunió inmediatamente a todos los animales y, furioso, les preguntó:
- ¿Quién ha sido el osado que ha bebido de esta agua a pesar de mi prohibición?
La liebre hizo una pirueta y, señalando al pobre conejo, dijo:
- ¡Ése es que el que ha bebido agua del rey! ¡Mirad las manchas de barro de sus patas, rodillas, frente y hocico!
El conejo, aterrorizado, intentó inútilmente protestar de su inocencia. El Gran León dio orden de que le administraran cincuenta vergajazos, castigo que llevó a cabo el elefante.
Al día siguiente, creyéndose sola, la pequeña liebre empezó a jactarse de lo que había hecho, incapaz de guardar su secreto.
- ¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Uno de los animales que dormitaba cerca de allí, desvelado por los gritos de la liebre, le preguntó:
- ¿Qué diablos estás diciendo?
La liebre se apresuró a responderle:
- Te estaba preguntando si habías visto mi bastón.
Algo más tarde, creyendo que nadie la oía, continuó diciendo:
- ¡Yo, yo soy la que se ha bebido el agua del Gran León y he demostrado la culpabilidad del conejo!
Pero uno de los animales la oyó y fue a decirlo al monarca de la selva, que inmediatamente dio orden de que la pequeña liebre compareciera a su presencia.
- ¿Qué estabas diciendo, pequeña liebre? - le preguntó irritado.
La liebre, sin atemorizarse, respondió:
- Dije, y lo repito, que yo fui la que se bebió el agua de tu abuelo y luego eché la culpa al conejo.
Inmediatamente emprendió la fuga, corriendo con toda la velocidad que le permitían sus ágiles piernas.
Todos los animales se pusieron en el acto a perseguirla.