viernes, 29 de junio de 2012

La maldición de Laurinaga "leyenda"

Allá por el siglo XV uno de los nobles caballeros más avezados a la lucha contra los moros, don Pedro Fernández de Saavedra, fue nombrado señor de una de las Islas Afortunadas, Fuerteventura, que por entonces era, según su nombre indica, la más venturosa de todas.
Don Pedro, tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama, no bien llegó a la isla, por sus múltiples aventuras con las tostadas muchachitas guanches. Se casó, a poco de estar allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de la Herrera, de la que tuvo catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró por la isla en sus frívolas aventuras.
Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero, que demostró desde muy joven haber heredado todos los defectos de su padre, sin ninguna de sus virtudes. Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra, y también, como a don Pedro, le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban como a un héroe.
En una ocasión se encaprichó de una bellísima doncella que ya había sido bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A ella no le disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego su reputación accediendo a sus deseos. Pasaron los meses, y el galán, siempre tenaz, siguió asediando a Fernanda, que cada día se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar complacida una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su padre.
Llegado el día, el joven caballero se las arregló para estar solo toda la mañana con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un chopo y poco después don Luis la invitó a dar un paseo por la fronda. En animada conversación, que cada vez les alejaba más de los cazadores, llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde declinaba. Don Luis, entonces, creyendo que era llegada la hora de prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella trató de defenderse por unos instantes; pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo, pidió socorro a grandes voces con acento desesperado. Los gritos fueron oídos por los cazadores, que sólo entonces advirtieron la ausencia de la joven pareja.
Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros dos caballeros picó espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir un labrador indígena, que, viendo la situación de la doncella, trató de defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto ante aquella intromisión, desenvainó su cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena, a la que no concedía la menor importancia. Pero no le fue posible hacerlo, porque, tras breves minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar el arma a don Luis. Iba a clavársela como venganza, ciego de ira, cuando don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena, se precipitó con su caballo sobre el campesino, que cayó con violencia al suelo y quedó muerto en el acto. Entonces apareció por entre los árboles una anciana indígena, madre del labrador, que, lanzando una mirada dolorida ante aquel cuadro, se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al causante de aquella muerte, y su mirada se encontró con la de don Pedro, el caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido aquel hijo que acababa de morir. La anciana, al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego, elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches, maldijo con voz temblorosa y acento grave a aquella tierra de Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de Saavedra, causante de todas sus desgracias.
Dicen que a partir de este momento empezaron a soplar sobre aquellas tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que según la maldición de Laurinaga acabará por desaparecer.

miércoles, 27 de junio de 2012

Los amantes de Las Palmas "leyenda"

En la isla de Gran Canaria nacieron y crecieron los célebres amores de dos amantes, tan apasionados y consecuentes como pudieran serlo los inmortales de nuestra literatura romántica. Se llamaba él León María, Vestía el uniforme de alférez del Cuerpo de Granaderos de su Católica Majestad y vivía en la ciudad del Teide, donde tenían la casa sus mayores, edificada junto a la iglesia de San Juan Bautista. Heredó de su padre, el coronel La Rocha, su decidida vocación militar, y de su madre, doña Lucinda, la distinción y la hidalguía de los Alfaro.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.

lunes, 25 de junio de 2012

Caldo para ti "leyenda"

Las Islas Canarias empezaban a ser la estación invernal que atrae hoy a todos los ricos de la Tierra. Entonces ocurrió un suceso chistoso, recogido por la leyenda, y base de gracioso adagio, popular en el hermosísimo archipiélago.
Empezaban a construirse hoteles magníficos, casas deliciosas, entre las palmeras y las plantaciones de plátanos. Los puertos de Tenerife y Las Palmas iban siendo cada vez más visitados por los grandes barcos, de pasajeros y de carga, de las más potentes compañías de navegación del mundo. Las familias opulentas acudían a las islas maravillosas, levantando, junto a las playas doradas, hotelitos y villas rientes, cuando no palacios suntuosos.
Entre éstos últimos destacaba, en las cercanías de Las Palmas, uno hermosísimo, perteneciente a una familia de la isla, enriquecida de modo prodigioso gracias a sus extensas plantaciones de plátanos y al comercio de exportación de otros frutos del archipiélago.
La familia millonaria, apellidada los Navarros, empezó a dar fiestas y comidas suntuosas. La dueña de la casa, Flora, era una dama hermosa y arrogante, inteligente y discreta. Se la conocía, entre el alto mundo, con el honroso apelativo de Flora la Bella.
Los banquetes de los Navarros se hicieron pronto algo proverbial, alabado con los más encomiásticos adjetivos, por cuantos tenían la dicha de asistir a ellos. Los dueños de la casa estaban cada día más satisfechos de esta fama, cuyo secreto era, aparte de la esplendidez y magnificencia, el tener a su servicio un cocinero chino. Los chinos - sabido es - son gente hábil y paciente donde la haya y, cuando se aplican con fe a aprender un oficio, nadie puede igualarles. Sobre todo, en el arte culinario no tienen rival. En todos los grandes hoteles del mundo, los cocineros son hijos del antiguo Celeste Imperio.
Lo que más celebraban los invitados y los mismos dueños de la casa, en las comidas de los Navarros, era cierto consomé que obligaba a todo el mundo a relamerse de gusto y reincidir sin hacerse de rogar: una sopa gelatinosa, aromada, de sabor exquisito y suculento.
Aquel consomé era la desesperación de todos los cocineros de las islas, de todos los cocineros de los grandes hoteles. Hasta miles de libras esterlinas llegó a ofrecer un inglés opulento de los que invernaban allí, si le revelaba el cocinero chino su secreto; pero el maestro se negaba en absoluto a revelarlo.
Flora la Bella no estaba menos intrigada. Quería aprender a hacer el consomé famoso, por si algún día el chino se marchaba de la casa. Pero el amarillo sonreía, con su eterna sonrisa dulzona, moviendo negativamente la cabeza: no y no; era un secreto profesional suyo, que no comunicaría a nadie. Únicamente dejó entrever a su ama que la celebrada sopa tenía algo de la cocina china. Pero nada más.
Un día, la dueña de la casa se decidió a desvelar de una vez el secreto del chino. Tomó una resolución heroica. Aquel día tenía convidados y, como era de rigor, el banquete se abriría con la famosa sopa del cocinero chino.
Flora no lo pensó más. Por una escalerilla excusada que comunicaba con las cocinas, instaladas en los sótanos, con las dependencias del office, bajó subrepticiamente, haciendo señas de silencio a dos o tres pinches que pululaban por allí. Por fortuna, el maestro, es decir, el cocinero chino había salido un momento al patio inmediato.
Flora la Bella no quiso desperdiciar ocasión tan oportuna: el caldo, la sopa, se hacía en una inmensa olla de hierro, cuya tapadera dejaba escapar chorros de vapor. Se acercó de puntillas, mirando con recelo hacia la puerta del patio inmediato.
Cogió un agarrador de bayeta y levantó la tapadera de la olla. Un grito agudo se escapó de su garganta e inmediatamente soltó la tapadera, que cayó ruidosamente al suelo. Una mueca de asco infinito, de horror, contrajo el hermoso rostro de la dueña de la casa, que se tapó los ojos con las pulidas manos.
Precisamente entonces entraba de nuevo en las cocinas el cocinero chino. En seguida se hizo cargo de la situación. Flora continuaba lanzando pequeños gritos de asco; se estremecía, al mismo tiempo, como si la recorrieran sin cesar corrientes eléctricas de la cabeza a los pies.
Aquel asco insuperable exasperó al amarillo, quien, conteniendo, a duras penas su indignación y empleando un castellano palatal y propenso al tuteo, interpeló a la dueña:
- ¿Pol qué glitas?... ¡No glites más! ...
- ¡Todo aleglado! ... ¿Te da asco?... ¡Pues ya te digo que todo aleglado! ... ¡Caldo pala ti, rata pala mí!...
El famoso consomé, en efecto, estaba hecho a base de una rata enorme, que hervía horas y horas con verduras y legumbres, tal y como lo hacían los chinos en su cocina estrafalaria.
Y en las Islas Canarias oiréis, cuando se celebra algo raro cuya causa se ignora, cuando, se desconoce el origen de algo muy alabado, el siguiente comentario:
- ¡A ver si es la sopa del cocinero chino que tanto gustaba a Flora la Bella: caldo para ti...!

lunes, 18 de junio de 2012

Guzmán el Bueno "leyenda"

Reinando en Castilla Alfonso X el Sabio, se recrudeció el enfrentamiento con la resistencia musulmana, que había logrado la ayuda de los nuevos soberanos de Marruecos, los benimerines, cuyo sultán Abu Yusuf Ya'qub desembarcó en España en 1275.
Ausente el monarca de la península, el infante don Sancho organizó los ejércitos cristianos, siendo apoyado por el señor de Vizcaya don Lope Díaz de Haro. En las tropas de éste venía un joven de veinte años, don Alfonso Pérez de Guzmán, nacido en León, que rápidamente se destacó por su arrojo y gallardía.
Firmada una nueva tregua con los musulmanes y obligado Abu Yusuf a retornar a su tierra, un enfrentamiento familiar determinó que el joven pidiera autorización a Alfonso X para salir del reino. Después de vender todas sus posesiones abandonó Castilla, acompañado por una treintena de amigos y criados.
Poco más tarde entraba en contacto con Abu Yusuf, que aún se encontraba en Algeciras y, prometiéndole que le asistiría fielmente, cruzó con él a África. Abu Yusuf lo colocó al frente de todos los cristianos que formaban parte de su ejército. Gracias a sus servicios, relativos sobre todo al cobro de tributos, y a su prudencia, Guzmán logró la estimación y confianza del soberano.
Mientras tanto, en la península, una revuelta encabezada por el infante don Sancho por cuestiones de sucesión, privó a Alfonso X de la mayor parte de su reino. Éste envió entonces su muy conocida carta a Guzmán solicitándole pidiera ayuda en su nombre a Abu Yusuf.
Guzmán, olvidando los incidentes pasados, cumplió con el ruego de Alfonso y Abu Yusuf volvió a cruzar el estrecho. El encuentro entre ambos monarcas tuvo lugar en el campamento musulmán, junto a Zahara. Abu Yusuf le rindió toda clase de honores y lo hizo entrar a caballo en su magnífica tienda, obligándolo a tomar asiento en el sitio principal con estas palabras:
- Siéntate tú, que eres rey desde la cuna, que yo lo soy, desde ahora, en que Dios me lo concedió.
- No da Dios nobleza sino a los nobles, ni da honra sino a los honrados, ni da reino sino al que se lo merece, y así Dios te dio reino porque lo merecías -contestó Alfonso.
Las huestes confederadas asediaron a Sancho en Córdoba e hicieron, incluso, incursiones hasta Madrid, pues la única ciudad que continuaba fiel a Alfonso era Sevilla. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados y los aliados terminaron por separarse. En 1284, Sancho sucedió a su padre y sus súbditos ya no estaban divididos ante los benimerines. Abu Yusuf concertó la paz y volvió a Marruecos acompañado por Guzmán y la esposa de éste, doña María Alonso Coronel. El caudillo cristiano volvió a destacarse como un gran servidor, sobre todo en las acciones bélicas contra los vecinos de Marruecos.
Poco después murió Abu Yusuf, siendo sucedido por su hijo Abu Ya'qub, que aborrecía a Guzmán tanto como aquél lo había amado. En esta época es donde los cronistas de la casa de Medina Sidonia ubican un suceso fantástico que tuvo como protagonista a Alfonso de Guzmán.
Una gigantesca serpiente comenzó a aparecer por los caminos que conducían a la ciudad de Fez, atacando y devorando animales y seres humanos. De aspecto monstruoso, su piel estaba cubierta de conchas durísimas que la hacían impenetrable, incluso al acero, y sus alas le permitían ser más veloz que el caballo. Nadie sé atrevía a hacerle frente y el envidioso Amir, primo y consejero de Abu Ya'qub, que también odiaba a Guzmán, propuso que éste fuera enviado a darle muerte. Abu Ya'qub se opuso, pero el caballero, sabedor del hecho, salió una mañana con sus armas y montura, acompañado sólo por un escudero desarmado y se dirigió al lugar donde la fiera hacía sus estragos. Por el camino se cruzó con unos hombres que huían espantados y que le informaron que la sierpe reñía con un león, no lejos de allí.
Guzmán los obligó a ir con él y, poco después, presenciaba el terrible enfrentamiento. El león, malherido, se defendía de los ataques de su enemiga dando continuos saltos. En cierto momento, la sierpe se volvió hacia el caballero con las fauces abiertas y éste le clavó entonces su lanza, que penetró hasta las entrañas. Instantes después, el león arremetió impetuosamente contra ella y la derribó. Ya muerta, Guzmán hizo que los hombres le cortaran la lengua y llamó al león, que se acercó a él haciéndole mil halagos con la cola, para llevárselo a Fez. La presencia de este animal agradecido, la lengua cortada y la admiración de sus acompañantes fueron allí los testimonios de su victoria. La fama del extraordinario suceso se extendió por África y España.
Dado que su relación con Abu Ya'qub iba deteriorándose de día en día, Guzmán decidió retornar a la península en 1291. Poco después de su llegada fue a ver al rey Sancho IV para ofrecerle sus servicios, quien los aceptó diciéndole «que mejor empleado estaría un tan gran caballero como él sirviendo a sus reyes que no a los africanos». El monarca aprovechó entonces la oportunidad para informarse ampliamente acerca de todo lo relativo a aquellos países, del poder de sus jefes y de la mejor manera de luchar contra ellos.
Por entonces, los cristianos necesitaban perentoriamente conquistar Algeciras o Tarifa, a fin de controlar el estrecho, ya que, aquel mismo año Abu Ya'qub había sitiado Jerez y atacado varios puntos de al-Ándalus, pese a una derrota naval ante sus enemigos. Sancho IV consiguió la ayuda de Muhammad II de Granada para tomar Tarifa, con la promesa de que luego se la entregaría. Sin embargo, una vez conquistada, rompió su promesa y se quedó con el puerto. Muhammad se alió entonces con Abu Ya'qub, y ambos sitiaron Tarifa junto con el infante don Juan, hermano de Sancho e individuo de pocos escrúpulos.
Todos los esfuerzos por apoderarse del puerto, incluidos varios intentos de soborno dirigidos a Guzmán, que a la sazón era el alcaide, resultaron inútiles. El infante concibió entonces un método más eficaz para vencerlo.
Don Juan tenía en su poder al hijo mayor de Guzmán, que le había sido confiado anteriormente por sus padres. Creyéndolo instrumento seguro para el logro de sus fines, lo sacó maniatado de la tienda en que lo tenía y lo presentó a la vista de Guzmán, diciéndole:
- Mirad bien lo que hacéis Guzmán. Si no os rendís, vuestro hijo morirá.
Viendo a su hijo indefenso y sufriente, el corazón de Guzmán se ensombreció de pena. Sin embargo, venció su sentimiento paternal y replicó con estas palabras:
- No engendré yo hijo para que fuese contra mi tierra, antes engendré hijo a mi patria para que fuese contra todos los enemigos de ella. Si don Juan le diese muerte, a mí me dará gloria, a mi hijo verdadera vida y a sí mismo eterna infamia en el mundo y condenación eterna después de muerto. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo si acaso les falta arma para completar su atrocidad.
Dicho esto, sacó el cuchillo que llevaba en la cintura, lo arrojó al campo y se retiró al castillo. Poco después, hallándose Guzmán en compañía de su esposa, oyéronse unos terribles alaridos provenientes de los muros de la ciudad. Don Juan había cumplido su ruin promesa.
- Impedí que los musulmanes entraran en Tarifa -fue todo lo que el alcaide dijo para calmar los ánimos del pueblo.
Poco después, los sitiadores, temerosos de la ayuda que desde Sevilla se enviaba a la plaza, levantaron el cerco y regresaron a sus tierras.
Pronto se extendió por toda la península la noticia de los hechos sucedidos en Tarifa, llegando también a oídos del rey, enfermo por entonces en Alcalá de Henares. Desde allí le envió a Guzmán una carta de agradecimiento, comparándolo con Abraham y reconfirmándole el sobrenombre de «Bueno» que ya el pueblo le daba por sus virtudes. Y aunque Guzmán consideraba su hazaña suficientemente premiada con el mero reconocimiento del rey, éste le hizo donación de todas las tierras comprendidas entre las desembocaduras del Guadalete y el Guadalquivir

sábado, 16 de junio de 2012

El dedo del difunto

En toda la provincia de Cádiz, y aun en toda Andalucía, se contaban las gracias y los golpes de aquel famosísimo notario, D. Antonio Flores. Hombre sesentón, de un buen humor constante inalterable, gozaba de una envidiable popularidad. Y una de sus famosas ocurrencias dio origen a la más conocida y graciosa leyenda: "la del dedo del muerto".
Era D. Antonio notario de Cádiz, aunque le llamaban y acudían a él gentes de toda la provincia y de las inmediatas. Su buen humor y chispeante ingenio, iban unidos a una honradez y una probidad acrisolada y esto le hacía depositario de grandes sumas, de numerosísimos valores y papeles, joyas y secretos de gentes principales, muchas de las cuales teníanle confiados por completo su fortuna y sus intereses.
Cierta noche, cuando D. Antonio tomaba café en unión de varios amigos de su tertulia, le llamaron con toda urgencia. Se moría D. Blas Portillo, uno de los gaditanos más ricos e ilustres, y el moribundo, que en vida y en salud no había querido jamás oír hablar de testamento, quería arreglar sus cosas, al verse en la antesala de la muerte.
Don Antonio se dispuso en seguida a cumplir su deber y, efectivamente, diez minutos después el coche le dejaba en casa de los Portillos, una de las más hermosas y ricas de la antigua calle Real.
El notario, al penetrar en el dormitorio del moribundo, donde estaba congregada la familia, se dio cuenta de que allí pasaba algo raro. El enfermo ocupaba un lecho monumental, al lado del cual estaba la esposa -la tercera esposa- de don Blas, acompañada de dos hijas de ella, habidas en su primer matrimonio, pues era la mujer de D. Blas viuda, a su vez de primeras nupcias, cuando se casó con éste que lo era ya de segundas.
D. Blas tenía fama de avaro y poseía una gran fortuna. La vida del enfermo con su tercera mujer no había sido, ni mucho menos, feliz y tranquila: le había resultado despótica y dura, y, por si esto era poco, las dos hijas, habidas en el primer matrimonio, eran tan tarascas como
la madre.
Lo que extrañó a D. Antonio al penetrar en la alcoba del moribundo, fue encontrar la estancia tan a oscuras que apenas se veía sino la silueta del enfermo y de las cosas.
- ¡Pase por aquí, D. Antonio! -le dijo una de las muchachas, cogiendo al notario de la mano.
Y le condujo junto al lecho, hasta un gran sillón frailuno, preparado al efecto.
En seguida, la mujer del moribundo le dijo a media voz
- Mi pobre esposo apenas puede hablar, D. Antonio. Así, usted vaya anotando, conforme yo pregunte al pobre mío, lo que pretende hacer de los bienes. ¡Escriba, escriba usted!
El notario vio que le traían una débil lamparilla, provista de una pantalla la cual aunque iluminaba apenas la carpeta y el papel que le brindaba otra de las muchachas, seguía dejando en tinieblas el resto de la estancia.
El notario, espíritu agudo y fino, se había dado inmediatamente cuenta de la situación.
- Puede usted preguntarle lo que guste, señora -repuso-. Ya escribo.
La presunta viuda lanzó un profundo suspiro, como si la arrancaran el alma, y puesta al lado del lecho, junto el notario, preguntó al moribundo, al tiempo que se inclinaba sobre el rostro de éste:
- ¡Escúchame, Blas querido!: ¿verdad que es tu voluntad que esta casa, con la finca de la Hondonada, sean para mí?
Hubo un silencio expectante. La viuda se había vuelto rápidamente, en cuanto pronunció aquellas palabras, hacia el notario.
Este esperaba con el oído atento y una leve sonrisa en los labios. Al ver que el testador no contestaba, iba ya a decir algo, cuando la señora le atajó:
- El pobre mío no puede hablar; pero observe usted como mueve la mano derecha en señal de asentimiento. ¿Verdad, Blas querido que me dejas esta casa y la finca de la Hondonada?... ¿Ve usted, don Antonio, como mueve la mano derecha?... ¡Escriba, escriba!...
El notario había comprendido, y con aquella su cazurrería proverbial, escribió en efecto, encabezando el testamento.
La viuda presunta continuó entonces:
- ¿Verdad, querido Blas, que las dos casas de la calle Traviesa, el cortijo de las Cigüeñas y la dehesa del Galapagar los dejas a mi hija mayor, María, aquí presente?
Volvió a moverse la mano derecha, mejor dicho, el índice de esta mano, del moribundo, y la señora añadió:
- ¿Ve usted como asiente? ¡Está conforme con todo! ¡Es que el pobrecito ha perdido ya la palabra! ¡Escriba, usted, señor notario, escriba usted!
Y D. Antonio escribió sin chistar.
- ¿Verdad, querido mío, que las acciones de los vapores, los títulos de la Deuda, y la mina de los Camilos los dejas a mi hija pequeña, Estefanía, que también está aquí a tu lado?
Nuevo movimiento del índice, otro comentario de la señora y vuelta a escribir el notario, según los deseos del moribundo.
Y así continuó, durante largo rato, haciéndose aquel extraño testamento: la mujer preguntando, el índice moviéndose y el notario escribiendo la última voluntad de un difunto.
Porque lo notable del caso es que don Antonio Flores había comprendido desde el momento mismo de penetrar en la alcoba, que D. Blas había muerto hacía ya rato. Todo esto era un soberbia mise en
scène
preparada por la familia para disponer a su antojo de los bienes y la fortuna del muerto.
Alguien debía estar escondido debajo de la cama y movía un hilo o cuerdecilla, atada a la diestra del cadáver. ¡Y allí estaba el intríngulis!
D. Antonio tuvo uno de sus rasgos geniales. Ya era hora de acabar con aquella escandalosa farsa. Sabía de memoria cuáles eran los bienes, casas y propiedades de D. Blas Portillo y conocía, por tanto, lo que faltaba por distribuir. Y así, extendió la diestra armada del lápiz con el cual escribía el testamento en borrador, y dijo a la dos veces viuda:
- ¡Espere un momento, señora, que voy a hacer yo una pregunta al pobre enfermo!
E inclinándose sobre el lecho, preguntó a D. Blas, como si le hablara al oído, aunque en voz alta para que todos le oyeran:
- ¿Verdad, mi querido D. Blas, que deja usted el molino de la segunda, la casa de la plaza de Moret y cuarenta mil duros en efectivo a su buen amigo el notario D. Antonio Flores, a quien está usted dictando este testamento?
Ahora se hizo un silencio de asombro.
Como el traspunte escondido debajo de la cama no contaba con aquella terrible huéspeda, se guardó muy bien de tirar del hilillo. La viuda y sus dos hijas miraron al notario y se miraron luego mutuamente; trabajo les costó disimular la sorpresa y la cólera.
El notario esperó unos momentos, un tiempo prudencial, fijos los ojos en la diestra del cadáver; pero el índice no se movió, ni siquiera cuando hubo repetido la pregunta. D. Antonio se puso en pie y dijo en tono entre burlón y terriblemente acusador:
- ¡Bueno, señoras mías!: o se mueve la mano de D. Blas para dejarme a mí heredero de lo que pido, o, de lo contrario, ¡no hay testamento!
Y aunque -según la leyenda- la diestra se movió en seguida, D. Antonio Flores, soltando una sonora carcajada, rompió el borrador de aquel testamento de muerto y dijo a la estupefacta dueña de la casa, mientras abandonaba la habitación:
- ¡Señora! Ya le pasaré a usted la minuta.

jueves, 14 de junio de 2012

El Papamoscas de la Catedral "leyenda"

En el interior de la Catedral, y sobre una de las puertas, puede verse el Papamoscas, que está encerrado en la caja de un reloj del tipo famoso de los viejos relojes de Venecia. Hoy día, condenado a silencioso mutismo, se limita a abrir desconsideradamente la boca al sonar las campanadas de cada hora. Mas hubo tiempos en que a un gesto extravagante y desmesurado acompañaba un sonoro grito, lo cual provocaba en los circunstantes y fieles gran risa, con la consiguiente irreverencia. Y al fin, un prelado, muy poco humorista, pero si muy respetuoso de la santidad del lugar, ordenó que le fueran seccionados algunos nervios al simpático personaje, que después de aquella intervención quirúrgica quedó mudo y casi inmóvil.
Nuestro Papamoscas es creación del muy genial rey y señor nuestro, don Enrique III. El Monarca Doliente tenía por costumbre acudir todos los días a la Catedral de riguroso incógnito; permanecía unos minutos en el gótico templo, sumergido en devota abstracción. Mas un día vio a una muchacha de gentil aspecto que oraba fervorosamente ante el sepulcro del conde Fernán González. Paróse unos momentos a contemplarla; volvió la joven la cabeza y encontráronse los ojos de ambos. Salió turbada la muchacha, y tras ella caminó en silencio don Enrique, hasta que la Vio entrar en su casa. Y desde entonces idéntica aventura se repitió todos los días; Monarca y doncella cambiaban sonrisas y miradas, mas ni uno ni otra hizo jamás intención de iniciar la más ligera conversación.
Un día, al salir, la joven dejó caer un pañuelo; adelantóse el Rey y lo cogió. Lo guardó con apasionado gesto en su pecho y entregó el suyo a su silenciosa amiga. La joven tomó entre sus dedos el pañuelo que el Rey le tendía, y se alejó con sonrojado y entristecido semblante. Desde entonces, no se la volvió a ver en la Catedral, ni aun por las calles de la ciudad.
Pasó un año. Un atardecer, paseaba don Enrique por un bosque, cuando de pronto se dio cuenta de que se había extraviado. En vano intentó regresar. Seis hambrientos lobos rodearon al Rey castellano. No se asustó el Monarca: echó mano a su espada y luchó con denuedo contra las fieras, logrando dar muerte a tres de ellas. El tiempo avanzaba, y el implacable asalto de los lobos concluyó por fatigar a don Enrique, cuyas fuerzas, no por escasas menos fecundas, desfallecían rápidamente. Ya estaba a punto de sucumbir a los ataques furiosos de los lobos, cuando se oyó un grito extraño («y un tiro de fusil», suele añadir el sacristán de la Catedral). Espantados, los animales abandonaron la ya segura presa y huyeron entre los árboles. Y ante el sorprendido don Enrique surgió una mujer, cuyo rostro, de magnífica belleza, aparecía dolorosamente contraído. Ni una sola palabra salía de sus labios; tan sólo, de vez en cuando, un lamento escapaba de su pecho. Por unos momentos, el Rey clavó su mirada en la extraña aparición, y enseguida reconoció en ella a la joven de la Catedral. Avanzó unos pasos y le tendió sus brazos amorosos; pero la muchacha le detuvo, y con dolorosa sonrisa y espiritual melancolía dijo:
«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y del Cid. Mas no me es posible ofrecerte mi amor. Sacrifícate, pues, como yo lo hago...». Y con estas palabras, cayó muerta. En su mano derecha estrechaba aún el pañuelo de don Enrique; y lo apretaba con amor sobre su corazón.
Alejóse el Rey con el espíritu apesadumbrado y el ánimo ocupado por un recuerdo que sería ya imborrable. Llamó a un artista moro y le ordenó que hiciera una figura para un reloj veneciano que había de colocarse en la Catedral burgalesa; y exigió que esta figura emitiera a cada campanada un grito que le recordara el que lanzó la joven al verle rodeado por los lobos. Y pidió también que repitiera las apasionadas frases que le dedicara la muchacha. Mas esta última exigencia no fue capaz de satisfacerla el artífice.
Nosotros, por nuestra parte, aunque no lo hemos oído, nos resistimos a creer que el grito del feísimo Papamoscas pudiera parecerse al que lanzara la gentilísima enamorada del Rey caballero don Enrique III el Doliente.
 

martes, 12 de junio de 2012

Un amor funesto "leyenda"

Era la época en que las huestes cristianas se oponían a las avanzadas del guerrero Almanzor; no obstante, éste veía alzarse contra él a un temible baluarte: el reino fronterizo de Castilla. Ante su creciente poderío, comprendió que debía emplear, junto con las armas, gran parte de habilidad y de astucia. No desconocía las rivalidades de los reinos cristianos, y decidió lograr una alianza castellana ofreciéndoles ayuda contra cualquier amenaza del reino de Navarra.
En Castilla gobernaba entonces el conde Sancho García, pero, por su temprana edad, tenía las riendas del poder su madre doña Oña, condesa viuda de Castilla. Era mujer de mucho temperamento, a quien seducía en gran manera el mando.
Almanzor fue a Burgos, capital del condado de Castilla, para negociar la alianza entre cordobeses y castellanos. Cuando doña Oña le vio, quedóse profundamente enamorada de la arrogancia y apostura del guerrero cordobés; este amor no pasó por alto para Almanzor y decidió sacarle el mayor partido posible. A tal fin empezó a dar muestras de cariño a la enamorada Condesa, con lo que logró ganar plenamente su ánimo. No reparaba doña Oña en la nobleza de su linaje ni en la pureza de su sangre castellana, para rendirse al sagaz Almanzor: le amaba con todo su corazón y no dudaba en exponerlo todo para tenerlo a su lado.
Almanzor, cuando tuvo ganada a la Condesa, comprendió que un obstáculo se oponía a su ambiciosa idea de unir Castilla y Córdoba en una misma corona: el joven Sancho García, y decidió suprimirlo. Para ello pensó utilizar como medio a la propia Condesa, y a partir de entonces comenzó a pintarle con los más bellos colores las excelencias de una unión cordobesa y castellana, al tiempo que le ofrecía casarse con ella; la Condesa respondía a tales pensamientos con visibles muestras de complacencia, pero cuando Almanzor insinuó que para ello convenía eliminar a don Sancho, doña Oña le miró con desdén y rechazó indignada tal insinuación. No se desanimó por su negativa el musulmán, pues la esperaba, pero confiaba en que la pasión que por él sentía la castellana le haría cambiar de opinión. Y así fue; un día llegó el moro a la habitación en donde se encontraba doña Oña, y le dijo que su amor no era sincero, puesto que a la primera prueba que le había pedido se había negado a dársela. Por lo tanto, no podía consentir su dignidad de musulmán verse así engañado y tenía decidido marchar aquel mismo día para Córdoba. Cuando la Condesa oyó tales palabras, fue rápida hacia él y se quejo con amargura de su ingratitud y de la falta de comprensión para su amor. En su afán de tenerle a su lado, llegó a prometerle que mataría a su hijo para que pudieran casarse.
Fueron pasando los días; la Condesa seguía dispuesta a ejecutar el criminal proyecto, y sólo si Almanzor no estaba con ella la inquietaban sus pensamientos. Los dos amantes habían fijado el día en que don Sancho fuera mayor de edad para causarle la muerte. Cuando llegó la fecha se hicieron los preparativos para el gran banquete que había de celebrarse, al que estaban invitados los nobles castellanos y los acompañantes de Almanzor. Entre la vajilla real figuraba una copa de oro que era tenida en gran estima por haber bebido en ella los primeros jueces de Castilla. Por eso habían hecho de ella un símbolo de independencia, y sólo la utilizaban los Condes soberanos en las ocasiones más solemnes. Así, como en aquella fecha Sancho García bebería en tal copa, decidió Almanzor que doña Oña echara en ella, mezclado con el vino, un fuerte veneno que produciría la muerte al poco tiempo de haberlo injerido.
Aquel día, musulmanes y cristianos organizaron una brillante comitiva para dirigirse a Palacio. En la regia casa reinaba gran alegría por la subida al poder, de hecho, del joven Conde. Sólo doña Oña sostenía una dura lucha consigo misma: sentía una amarga pesadumbre por el acto infame que iba a cometer, pero su desenfrenada pasión por Almanzor desechó tal pensamiento y fue decidida al lugar en donde estaba la copa, para verter en ella el mortífero veneno. Después que lo hubo echado, desapareció la angustia que antes la turbara, y sintió una extraña serenidad. Salió de la habitación con gran calma y fue a su aposento para adornarse con sus mejores galas y estar dispuesta, para, cuando su hijo la llamara, bajar al salón en que había de celebrarse el banquete. Después que la Condesa ocupó en él un sitio junto a su hijo, era tal la tranquilidad que reflejaba su semblante, que Almanzor dudó que hubiera hecho lo que pensara; sólo cuando vio que, al dirigir el Conde su mano hacia la copa, el rostro de la Condesa mudaba de color, se convenció de que todo se había realizado como él quería. En aquel momento, Sancho García, que durante el banquete atendió con cariño a su madre y al moro, cogió la copa y se levantó para brindar por una duradera y firme amistad entre el reino de Córdoba y el condado de Castilla. Entonces la Condesa, con una palidez mortal, pidió permiso a su hijo para retirarse a sus habitaciones por sentirse algo indispuesta. Don Sancho le prodigó amables frases y le concedió el permiso deseado. Aquellas muestras de cariño acabaron de convencer a la condesa de que no debía consentir la muerte de su hijo, y, cuando éste se llevaba la copa a los labios, dio un gran grito e impidió, arrojándose a él, que bebiera el mortal veneno. En un instante, ante los asombrados ojos de la concurrencia, cogió la copa que tenía el Conde y, llevándosela a la boca, la apuró de una vez. Después explicó a Sancho lo que Almanzor la había impulsado a hacer contra él; le pedía perdón para sí, antes de comparecer ante el tribunal de Dios. El conde Sancho García, sorprendido por lo que doña Oña acababa de revelarle, la tranquilizó afectuosamente y, en la imposibilidad de hacer nada para salvar la vida de su madre, la perdonó de todo corazón.
Mientras tanto, Almanzor, indignado al ver que la Condesa le había traicionado, empezó a insultarla, lleno de ira. Los nobles castellanos ante tanta villanía, echaron mano a sus espadas, dispuestos a hacer pagar caro el criminal propósito del musulmán; pero don Sancho los contuvo diciéndoles que debían respetar la hospitalidad que habían dado al cordobés y permitirle salir en paz hacia su tierra. Sólo cuando hubiera llegado a ella debían retarle en campo abierto. Los nobles se aplacaron con las palabras de su señor, y poco después moría la desgraciada condesa Doña Oña.
Almanzor y sus acompañantes salieron para Córdoba, y Sancho García mandó hacer solemnes exequias a su madre.

domingo, 10 de junio de 2012

La cuesta de la reina "leyenda"

Partiendo del Monasterio de Fresdeval, existe una cuesta que lleva hasta un lugar donde hubo en otros tiempos una especie de castillejo, que, en la época en que se sitúa esta leyenda, estaba ya deshabitado.
Cuenta la leyenda de este castillejo, que el Monasterio de Fresdeval fue fundado por don Gome Manrique, hijo del Adelantado Mayor del Reino, don Pedro Manrique.
Este don Gome era hijo bastardo del Adelantado, y había nacido en Granada, de unos amores que éste hubo con una dama mora.
Había sido educado en la religión mahometana, pero al morir su padre y heredar todos sus bienes, por no tener el Adelantado hijo ninguno de su esposa legal, convirtióse al cristianismo e hízose bautizar, casándose después con doña Sancha Rojas.
A pesar de su conversión al cristianismo, decían las gentes del país que muy a menudo don Gome Manrique íbase a Granada, y al llegar allí, poníase sus antiguos vestidos árabes para acudir a diversiones impropias de su rango y citas amorosas con mujeres de la raza de su madre.
En estas correrías, llegó a conocer y tratar íntimamente a una princesa mora, de quien hubo un hijo.
Cuando ya los años impedían a don Gome Manrique las correrías y las guerras, retiróse a sus propiedades, donde fundó el Monasterio de Fresdeval, ayudado por su esposa, doña Sancha.
Hacía ya algunos años que el Monasterio había sido inaugurado, y habitaba en él un grupo de piadosos monjes que dedicábanse a la oración, cuando alguien descubrió que el castillejo que remataba la cuesta que partía del Monasterio estaba habitado. Y no sólo esto, sino que todas las noches, una mujer, ataviada con un albornoz blanco, salía del castillejo y desaparecía de pronto, al llegar a las cercanías del claustro hoy conocido por el nombre de «claustro de doña Isabel Pacheco de Padilla», por haber sido enterrada allí esta ilustre dama.
Enterado el Prior de este asunto, indignóse ante el sacrilegio que el hecho suponía.
Quiso, no obstante, asegurarse antes de hablar con ninguno de los monjes, ya que en todos tenía tan absoluta confianza, que no podía, ni remotamente, pensar que uno de ellos fuera capaz de recibir a una mujer en el claustro.
Inmediatamente púsose a indagar en secreto, y llegó a la sospecha de que era un joven novicio, que hacía poco había llegado al Monasterio, el que infringía las severas leyes de la Orden.
Con todo, no se atrevió tampoco a decir nada hasta tener la seguridad del hecho, porque el novicio era nada menos que el hijo bastardo de don Gome Manrique, el fundador del Monasterio.
Puso, pues, un espía en las cercanías del Monasterio, para que le advirtiera si realmente la mujer del albornoz blanco entraba en el claustro. La noche en que el espía se apostó junto a unos matorrales, en el cielo brillaba la luna con todo su esplendor, y la mujer no salió.
A la noche siguiente también brilló la luna, y tampoco apareció en la puerta del castillejo la mujer del albornoz; pero a la tercera noche la luna estaba oculta por las nubes, y de pronto el hombre, que estaba vigilando muy atento, vio surgir de entre la noche una blanca figura. Escondióse inmediatamente. Era la mujer del castillejo, que bajaba a toda prisa por la cuesta, hasta llegar al claustro. Una vez allí, desapareció.
El hombre se fue inmediatamente a avisar al Prior. Éste hizo levantar a los monjes, que estaban ya recogidos.
Entretanto, en el claustro, el novicio, arrodillado en el suelo, tenía apoyada la frente en el regazo de una mujer mora de extraordinarla belleza, la cual pasaba la mano por la cabeza del joven, pronunciando, en árabe, palabras de dulce aliento y consuelo. Estaba sentada en el borde de un pozo, e indolentemente apoyada en la arcada.
Frente a ellos estaba la puerta del claustro, ahora herméticamente cerrada. De pronto, cuando menos lo esperaban, la puerta se abrió y aparecieron en ella el Prior y todos los monjes, con sendos cirios encendidos.
El joven levantóse, pálido de ira. La mujer siguió sentada, sin moverse ni pronunciar palabra.
El prior alzó la mano para lanzar sobre ellos un terrible anatema, cuando el novicio le detuvo con un gesto, declarando al mismo tiempo que la señora era su madre.
Era, en efecto, la princesa mora con quien había tenido amores en Granada don Gome Manrique, y que, al obligar éste a su hijo bastardo a ingresar en el Monasterio, le había seguido hasta Castilla, y vivía escondida en el castillejo, con el único consuelo de visitarle las noches en que no brillaba la luna.
El Prior inclinóse ante la dama, que se retiró a su refugio. Pocos días después el novicio salía del Monasterio para reunirse con ella.
Desde entonces se llamó a la cuesta por donde bajaba la madre a visitar al novicio, la Cuesta de la Reina.

viernes, 8 de junio de 2012

La gruta del pirata "leyenda"

Entre las muchas y encantadoras cuevas de la isla de Mallorca, encuéntrase la llamada del Pirata, que ocupa el segundo lugar en importancia y belleza. El primero es para las de Artá, y el tercero lo ocupan las del Drac.
Sobre el origen del nombre de la Gruta del Pirata existe una leyenda.
Es histórico que las costas más castigadas por los desembarcos de los piratas y corsarios berberiscos fueron las del Suroeste, y ello porque sus calas daban abrigo seguro a las embarcaciones y les facilitaban la huida en caso de peligro.
En el año 1760 una invasión berberisca sorprendió a los moradores del predio «Son Forteza», cuya fortificación central estaba rodeada de barbacanas.
Los berberiscos consiguieron hacer prisionero al amo del predio, y ya lo llevaban hacia su barco, cuando el hijo del cautivo les vio y, reuniendo a su gente, presentaron pelea a los piratas, obligándoles a huir por Calabarra. Libraron al amo, y los corsarios, vencidos, embarcaron de nuevo.
En el oratorio de San Salvador de Felanitx pende todavía un exvoto que relata este hecho de armas.
Dice la leyenda que un joven pirata, al intentar huir, se pilló un pie entre dos piedras y se rompió una pierna. Y, al no poder correr, se escondió entre los matorrales. Llegada la noche, se arrastró hasta una cueva, esperando que sus camaradas, al echarle de menos, volverían a buscarle.
Procuró vendar sus heridas y se ató fuertemente a la pierna una tira de tela de su turbante, para que el hueso se solidificara, y buscó alimentos. Le resultaba muy difícil moverse; pero la Providencia le deparó lo necesario. La cueva servía de refugio a ovejas y cabras. Algunas de ellas tenían crías, y con la leche pudo pasar unos días sin necesidad de salir de allí.
Cuando, transcurridos unos días, pudo salir de la gruta ya casi repuesto, se dirigió a la playa en busca del barco, y halló que éste había desaparecido. Sus compañeros le habían abandonado, creyéndole muerto o prisionero.
El disgusto aumentó su debilidad y cayó desvanecido. Unos pescadores le recogieron y le llevaron al predio, donde fue atendido.
Con todo cuidado acabaron de curarle las heridas y la fractura de la pierna y le dieron de comer para que recuperara las fuerzas perdidas. Ante tales muestras de confianza, el joven árabe contóles cuanto le había ocurrido.
Inflamado de odio hacia los compañeros que tan inhumanamente le habían abandonado, ofreció sus servicios al amo del predio. Fue siempre tan puntual en su trabajo, tan sumiso en obedecer las órdenes que se le daban, que en poco tiempo se captó las simpatías de todos.
En diversas ocasiones defendió el predio contra sus antiguos compañeros, en los repetidos ataques que hicieron a la casa.
Convencido y convertido a la fe cristiana, fue bautizado y se casó con la hija del colono de «Son Forteza», viviendo siempre en paz con la familia, hasta morir, unos años después, a causa de las heridas recibidas en lucha contra los corsarios berberiscos.
La Gruta del Pirata, que habitó este hombre valeroso y agradecido, es la que posee las más formidables formaciones de estalactitas.

miércoles, 6 de junio de 2012

Don Jaime y la calavera "leyenda"

El noble señor don Jaime de Aragón se dirigía a Sicilia a bordo de una embarcación de su flota y rodeado de sus hombres de guerra. De pronto se desencadenó un fuerte temporal. Las gigantescas olas movían el barco como un pequeño cascarón, llegando a averiarlo seriamente. El agua entraba por una brecha abierta en el casco, y los tripulantes, percatándose del peligro, organizaron a toda prisa el salvamento en las lanchas, y el buque, abandonado, fue tragado por las aguas. Don Jaime se encontró en medio de aquella enorme confusión solo y asido a un madero, desde el que invocó a Dios, único que podía salvarle. Dejándose ir a la deriva, las olas le arrojaron en una playa desierta, ya agotados sus ánimos y a punto de perder el sentido. Allí quedó toda la noche, sin fuerzas para moverse, pensando morir a cada momento, hasta que llegó el nuevo día, en que unos pescadores le recogieron y cuidaron. Cuando se repuso un poco enteráronle de que se hallaba en una de las islas Baleares. Echó a andar en busca de refugio, y encontró un palacio señorial aislado en el campo, donde llamó, en demanda de auxilio. Los criados abrieron y le llevaron a la presencia del señor, que con generosa hospitalidad le nombré su huésped de honor, le ofreció un blando lecho en que descansar y le prodigó toda clase de cuidados, y aun le dio lujosos trajes para reemplazar a sus destrozadas ropas.
Al día siguiente, ya repuesto don Jaime, pudo levantarse a la hora de comer y se sentó a la mesa con el señor del palacio. Al poco tiempo, entre una fila de servidores, apareció una negra horriblemente fea, pero con magníficos trajes y cargada de valiosas joyas; se sentó a la derecha del señor, el cual se la presentó a don Jaime como su esposa. Empezó la comida, entrando los criados con bandejas de plata que contenían exquisitos manjares. Enseguida se abrió otra puerta y en ella apareció una mendiga con el cuerpo cubierto de harapos, fuertes cadenas en los pies y una calavera en las manos. Esta mujer, que debía ser todavía joven y bella, pero que estaba horriblemente pálida y demacrada, reflejando en su semblante un profundo dolor y en sus grandes ojos una tristeza infinita, se sentó en el suelo, en un rincón de la habitación, sin que los dueños se molestaran en volver la cabeza a mirarla. De vez en cuando le echaban algún mendrugo de pan, o algún hueso para que chupase, que la desdichada cogía con avidez, y luego le servían el agua en aquella calavera, en la que ella bebía, hasta que, terminada su pobre comida, se levantaba, y arrastrando la gruesa cadena, desaparecía por la puerta.
Don Jaime sintió una compasión infinita por aquella desgraciada, y se apoderó de él un vivo deseo de remediar aquella situación humillante y vergonzosa. Así que, una vez hubieron acabado de comer y se encontraron solos los dos hombres, le preguntó al dueño por la suerte de aquella infeliz.
El señor le replicó que merecía aquel castigo por su horrible maldad, y le relató la trágica historia de aquel espectro, que era su esposa. Con ella se había casado diez años antes, colmándola de bienestar, halagos y caricias. Y así pasaron los primeros meses en la más completa armonía, felices y queriéndose entrañablemente. Pero fue a vivir con ellos un primo de su mujer, que seguía la carrera de sacerdote, y en la casa se le recibió como a un hermano. Pasaron unos años sin que nada perturbara la felicidad de aquel hogar dichoso, hasta que un día aciago aquella negra que había visto y que antes servía en la casa, dio cuenta al señor de la infidelidad de su esposa con el forastero. Enajenado por los celos, corrió en su busca. Encontró primero al estudiante y sin vacilar le clavó su puñal en el pecho, cayendo muerto a sus pies. Después le cortó la cabeza y ordeno mondarla y que se la entregasen a su esposa como único vaso en el que bebería ya toda su vida. Fue despojada de sus alhajas y vestidos y encerrada en un oscuro calabozo, cargada de cadenas, de donde no saldría en vida. Únicamente a la hora de la comida se le permitía llegar al comedor del palacio, donde podía contemplar a la negra que la había suplantado.
Confuso quedó don Jaime ante el trágico suceso revelado y comprendía el inmenso dolor del caballero, aunque el castigo fuese excesivo, y así se lo manifestó al anfitrión.
El rey de Aragón tuvo que quedarse allí unos días, esperando que arribara algún barco para poder volver a la Península, y en ese tiempo no volvió a ver a la señora negra, que se había puesto enferma de alguna gravedad. El médico se mostró pesimista desde el primer momento y hubo de aconsejar que se llamara a un sacerdote para prepararla a bien morir. Se buscó un fraile de un convento cercano, que al poco rato se hallaba al lado de la enferma.
Terminada la confesión, salió el fraile, y, llamando a todos los de la casa, les hizo entrar en la habitación de la moribunda, que, a punto de expirar, ante todos confesó que ella había calumniado a dos inocentes, que eran su señora y el sacerdote asesinado. Enamorada de éste y despreciada por él, quiso vengarse con aquella infamia. El caballero no escuchó más. Loco de furor, se lanzó sobre la negra y le hundió su puñal en el pecho. Y, atropelladamente, corrió hacia el calabozo donde estaba su esposa y, cayendo de rodillas ante ella, le pidió perdón por su ceguera, mientras derramaba abundantes lágrimas. La esposa se lo otorgó generosamente, sin la menor protesta. En el acto fue trasladada a una lujosa habitación, rodeada de cuanto pudiera ser para ella más agradable, atendiéndola con mil cuidados y con delicados manjares. Pero su debilidad era extrema, y, como si renunciara a toda clase de comodidades en esta vida, la infeliz murió a los pocos días.
Su angustiado esposo, no pudiendo acallar los remordimientos de su conciencia, ingresó en un convento, donde vivió en la miseria que él impuso a su esposa, en expiación de sus crímenes, haciendo hasta su muerte continuos sacrificios.
En cuanto a don Jaime, de tal modo se había grabado en su ánimo la tragedia de aquella infeliz mujer, que, impresionado para toda su vida, no pudo apartar su recuerdo y buscó la paz y soledad en un claustro.

lunes, 4 de junio de 2012

Don Lope de Mendoza "leyenda"

El 4 de mayo de 1619 se celebró en Zafra una gran boda. Se unían en ella dos familias de gran fortuna. Silva y Figueiredo, portuguesa, y Álvarez, española.
El contrayente, Álvaro de Silva y Figueiredo, había nacido en Elvas, en los comienzos del 1600. Siendo de familia noble, fue educado con gran esmero; aunque, a decir verdad, no sacó gran provecho de la sabiduría que intentaron inculcarle, ya que el mozo más gustaba de fiestas y romerías que de estudios.
En el año 1617 figuraba como el más turbulento muchacho de la frontera. Corriendo de fiesta en fiesta, coincidió en las ferias de Zafra que se celebraban con gran esplendor, y en un baile, en la casa de los nobles señores de Ugarte, conoció a María Álvarez que era, sin disputa, la más bonita de las muchachas que acudieron a la fiesta. Se enamoró de ella, y en el día 4 de mayo de 1619, como ya hemos dicho, contrajeron matrimonio.
Al año de su boda, María y Álvaro tuvieron una hija, que creció en medio de mimos y cuidados, siendo a los diecisiete años, una joven de extraordinaria belleza. Su nombre era Mencía del Olvido.
En 1637 pasó por Zafra una compañía de infantería, que dejó en aquella localidad un destacamento de cuarenta plazas, bajo el mando del alférez don Lope de Mendoza, que pertenecía a una de las más nobles familias de Sevilla.
Mencía del Olvido y don Lope se amaron casi desde el mismo momento en que se vieron; mas cuando don Lope solicitó la mano de la joven a su padre, éste se negó en redondo a concedérsela, por la sola razón de que, a pesar de su mucha nobleza, don Lope no poseía otro caudal que lo que ganaba con las armas.
No solamente se negó el padre a que Mencía del Olvido se casara con don Lope, sino que la inclinó a contraer matrimonio con un descendiente de los Ramírez de Prado, noble familia que poseía una gran fortuna. La oposición del padre llegó demasiado tarde. Mencía y Lope amábanse ya lo bastante para no querer separarse.
Ante la constante resistencia de su hija a la boda con Ramírez de Prado, don Álvaro la encerró en el monasterio de Religiosas de Santa Clara; pero la joven, con su belleza y su zalamería, ganó las simpatías de la Abadesa, quien le permitió celebrar de cuando en cuando secretas conferencias con don Lope.
Cuando don Álvaro tenía ya casi listos todos los preparativos para el casamiento de su hija con don Alfonso Ramírez de Prado, don Lope había conseguido convencer a Mencía del Olvido para que se fugara con él y casarse en secreto.
Para realizar su plan contaban con la complicidad de un paje que servía a don Lope, y que a última hora, y por la ambición del dinero, se vendió a don Álvaro, revelándole el día y hora en que se efectuaría la fuga.
Cuando llegó el momento señalado por los amantes, y cuando don Lope iba a subir al convento por una escala de cuerda, vióse de pronto rodeado por don Álvaro y su gente, que intentaron matarle. Defendióse el alférez, y en el calor de la disputa don Álvaro le abofeteó. Don Lope no pudo contener su primer impulso, y, desenvainando su espada, la hundió en el pecho de don Álvaro, quien, al caer herido, exclamó: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope consiguió escapar de Zafra, y cabalgando sin descanso, llegó a Sevilla a los tres días. Allí se alistó en un Tercio español que partía hacia Nápoles a combatir en una de las innumerables guerras que por aquellos tiempos sostenía Italia.
Siendo joven y galante, tuvo en este país muchas aventuras amorosas que le hicieron olvidar el amor de doña Mencía del Olvido. Ésta, sin embargo, no le olvidó, y aun profesó en el mismo convento de Santa Clara, en cuya muralla había muerto su padre.
Don Lope pagó muy cara su ingratitud. Iba de continuo de fiesta en fiesta y tenía mucho favor entre las damas que se disputaban sus galanterías. Una noche, al salir de un baile, pasó por delante del palacio de Fabricio Colonna. De pronto surgió de las sombras un bulto negro, que se acercó a él, alargándole una carta. Al preguntar don Lope quién era, retiró su embozo y apareció ante su vista el espectro de don Álvaro, que, señalando su herida, dijo con siniestra voz: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope cayó desvanecido de terror. Cuando recobró el sentido leyó la carta que aún estrechaba en su mano. Decía así: «Hoy, 7 de febrero de 1639, yo, Álvaro de Silva y Figueiredo, natural de Elvas, padre de doña Mencía del Olvido y muerto por tu mano el 7 de febrero de 1638, por especial permiso de Dios, vengo a anunciarte que morirás sin remisión el día 7 de julio, al cumplirse los diecisiete meses de mi muerte. Es la justicia de Dios. ¡Maldito seas, infame castellano!».
El terror que de momento había sentido fue desvaneciéndose en el ánimo de don Lope, que procuró persuadirse de que todo había sido una broma pesada de alguno de sus compañeros que conocía su aventura. Llegó a olvidar el trágico suceso y trasladóse a Milán, donde, como antes en Nápoles, empezó a frecuentar los salones y las fiestas, galanteando a las damas, que se desvivían por él.
Una noche, en un baile ofrecido por el Alcalde, se le acercó de pronto un criado, que le entregó una carta que había dejado para él un enmascarado. La carta era, como la anterior, de don Álvaro, y decía: «Sólo te quedan cuatro meses de vida. Dios quiere que mueras el 7 de julio, a media noche. ¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope abandonó la fiesta, y corriendo por las calles desalentado, se dirigió al convento de los Padres Capuchinos, que encontró cerrado. Sentóse en el portal, para esperar el día. Allí le encontraron cuando abrieron, de madrugada. Al preguntarle el lego qué hacía allí, contestó que quería confesarse con el Padre Prior. El lego, al verle tan desencajado, le permitió entrar, y don Lope hizo una confesión sincera y llena de arrepentimiento. Una vez absuelto de todos sus pecados, pidió al Prior que le permitiera tomar el hábito. Estaba cansado del mundo y quería vivir en el retiro del claustro. El Prior hízole toda clase de reflexiones. Mas le vio tan decidido, que le aceptó como novicio.
En la clara mañana del día 7 de abril pronunció los votos solemnes ante toda la comunidad. Al regresar al coro, encontró en el suelo, frente a su sitial, una carta cerrada. Entre las sombras, parecióle ver un bulto que conoció inmediatamente. Era don Álvaro, que, mostrándole su cara pálida y cadavérica, le dijo una vez más: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope no pudo resistir tanta emoción, y cayó enfermo de miedo. Sufriendo horribles alucinaciones, que le hacían sufrir mucho, llegó al 7 de mayo. En la noche de aquel día encontró bajo el travesaño de su cama una carta en la que se le decía que sólo le quedaban sesenta días de vida. El 7 de junio encontró otra misiva, aconsejándole que se preparara para morir el 7 de julio a la misma hora en que había dado muerte al padre de doña Mencía del Olvido.
Antes de cumplirse el plazo fatal, don Lope Mendoza sintióse atacado por violentas convulsiones. El día 6 de julio pidió la confesión, y el día 7 murió, dejando consternados a sus compañeros de comunidad.