En la isla de Gran Canaria nacieron y crecieron los célebres
amores de dos amantes, tan apasionados y consecuentes como
pudieran serlo los inmortales de nuestra literatura romántica.
Se llamaba él León María, Vestía el uniforme de alférez del
Cuerpo de Granaderos de su Católica Majestad y vivía en la
ciudad del Teide, donde tenían la casa sus mayores, edificada
junto a la iglesia de San Juan Bautista. Heredó de su padre, el
coronel La Rocha, su decidida vocación militar, y de su madre,
doña Lucinda, la distinción y la hidalguía de los Alfaro.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.
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