jueves, 14 de junio de 2012

El Papamoscas de la Catedral "leyenda"

En el interior de la Catedral, y sobre una de las puertas, puede verse el Papamoscas, que está encerrado en la caja de un reloj del tipo famoso de los viejos relojes de Venecia. Hoy día, condenado a silencioso mutismo, se limita a abrir desconsideradamente la boca al sonar las campanadas de cada hora. Mas hubo tiempos en que a un gesto extravagante y desmesurado acompañaba un sonoro grito, lo cual provocaba en los circunstantes y fieles gran risa, con la consiguiente irreverencia. Y al fin, un prelado, muy poco humorista, pero si muy respetuoso de la santidad del lugar, ordenó que le fueran seccionados algunos nervios al simpático personaje, que después de aquella intervención quirúrgica quedó mudo y casi inmóvil.
Nuestro Papamoscas es creación del muy genial rey y señor nuestro, don Enrique III. El Monarca Doliente tenía por costumbre acudir todos los días a la Catedral de riguroso incógnito; permanecía unos minutos en el gótico templo, sumergido en devota abstracción. Mas un día vio a una muchacha de gentil aspecto que oraba fervorosamente ante el sepulcro del conde Fernán González. Paróse unos momentos a contemplarla; volvió la joven la cabeza y encontráronse los ojos de ambos. Salió turbada la muchacha, y tras ella caminó en silencio don Enrique, hasta que la Vio entrar en su casa. Y desde entonces idéntica aventura se repitió todos los días; Monarca y doncella cambiaban sonrisas y miradas, mas ni uno ni otra hizo jamás intención de iniciar la más ligera conversación.
Un día, al salir, la joven dejó caer un pañuelo; adelantóse el Rey y lo cogió. Lo guardó con apasionado gesto en su pecho y entregó el suyo a su silenciosa amiga. La joven tomó entre sus dedos el pañuelo que el Rey le tendía, y se alejó con sonrojado y entristecido semblante. Desde entonces, no se la volvió a ver en la Catedral, ni aun por las calles de la ciudad.
Pasó un año. Un atardecer, paseaba don Enrique por un bosque, cuando de pronto se dio cuenta de que se había extraviado. En vano intentó regresar. Seis hambrientos lobos rodearon al Rey castellano. No se asustó el Monarca: echó mano a su espada y luchó con denuedo contra las fieras, logrando dar muerte a tres de ellas. El tiempo avanzaba, y el implacable asalto de los lobos concluyó por fatigar a don Enrique, cuyas fuerzas, no por escasas menos fecundas, desfallecían rápidamente. Ya estaba a punto de sucumbir a los ataques furiosos de los lobos, cuando se oyó un grito extraño («y un tiro de fusil», suele añadir el sacristán de la Catedral). Espantados, los animales abandonaron la ya segura presa y huyeron entre los árboles. Y ante el sorprendido don Enrique surgió una mujer, cuyo rostro, de magnífica belleza, aparecía dolorosamente contraído. Ni una sola palabra salía de sus labios; tan sólo, de vez en cuando, un lamento escapaba de su pecho. Por unos momentos, el Rey clavó su mirada en la extraña aparición, y enseguida reconoció en ella a la joven de la Catedral. Avanzó unos pasos y le tendió sus brazos amorosos; pero la muchacha le detuvo, y con dolorosa sonrisa y espiritual melancolía dijo:
«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y del Cid. Mas no me es posible ofrecerte mi amor. Sacrifícate, pues, como yo lo hago...». Y con estas palabras, cayó muerta. En su mano derecha estrechaba aún el pañuelo de don Enrique; y lo apretaba con amor sobre su corazón.
Alejóse el Rey con el espíritu apesadumbrado y el ánimo ocupado por un recuerdo que sería ya imborrable. Llamó a un artista moro y le ordenó que hiciera una figura para un reloj veneciano que había de colocarse en la Catedral burgalesa; y exigió que esta figura emitiera a cada campanada un grito que le recordara el que lanzó la joven al verle rodeado por los lobos. Y pidió también que repitiera las apasionadas frases que le dedicara la muchacha. Mas esta última exigencia no fue capaz de satisfacerla el artífice.
Nosotros, por nuestra parte, aunque no lo hemos oído, nos resistimos a creer que el grito del feísimo Papamoscas pudiera parecerse al que lanzara la gentilísima enamorada del Rey caballero don Enrique III el Doliente.
 

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