sábado, 16 de junio de 2012

El dedo del difunto

En toda la provincia de Cádiz, y aun en toda Andalucía, se contaban las gracias y los golpes de aquel famosísimo notario, D. Antonio Flores. Hombre sesentón, de un buen humor constante inalterable, gozaba de una envidiable popularidad. Y una de sus famosas ocurrencias dio origen a la más conocida y graciosa leyenda: "la del dedo del muerto".
Era D. Antonio notario de Cádiz, aunque le llamaban y acudían a él gentes de toda la provincia y de las inmediatas. Su buen humor y chispeante ingenio, iban unidos a una honradez y una probidad acrisolada y esto le hacía depositario de grandes sumas, de numerosísimos valores y papeles, joyas y secretos de gentes principales, muchas de las cuales teníanle confiados por completo su fortuna y sus intereses.
Cierta noche, cuando D. Antonio tomaba café en unión de varios amigos de su tertulia, le llamaron con toda urgencia. Se moría D. Blas Portillo, uno de los gaditanos más ricos e ilustres, y el moribundo, que en vida y en salud no había querido jamás oír hablar de testamento, quería arreglar sus cosas, al verse en la antesala de la muerte.
Don Antonio se dispuso en seguida a cumplir su deber y, efectivamente, diez minutos después el coche le dejaba en casa de los Portillos, una de las más hermosas y ricas de la antigua calle Real.
El notario, al penetrar en el dormitorio del moribundo, donde estaba congregada la familia, se dio cuenta de que allí pasaba algo raro. El enfermo ocupaba un lecho monumental, al lado del cual estaba la esposa -la tercera esposa- de don Blas, acompañada de dos hijas de ella, habidas en su primer matrimonio, pues era la mujer de D. Blas viuda, a su vez de primeras nupcias, cuando se casó con éste que lo era ya de segundas.
D. Blas tenía fama de avaro y poseía una gran fortuna. La vida del enfermo con su tercera mujer no había sido, ni mucho menos, feliz y tranquila: le había resultado despótica y dura, y, por si esto era poco, las dos hijas, habidas en el primer matrimonio, eran tan tarascas como
la madre.
Lo que extrañó a D. Antonio al penetrar en la alcoba del moribundo, fue encontrar la estancia tan a oscuras que apenas se veía sino la silueta del enfermo y de las cosas.
- ¡Pase por aquí, D. Antonio! -le dijo una de las muchachas, cogiendo al notario de la mano.
Y le condujo junto al lecho, hasta un gran sillón frailuno, preparado al efecto.
En seguida, la mujer del moribundo le dijo a media voz
- Mi pobre esposo apenas puede hablar, D. Antonio. Así, usted vaya anotando, conforme yo pregunte al pobre mío, lo que pretende hacer de los bienes. ¡Escriba, escriba usted!
El notario vio que le traían una débil lamparilla, provista de una pantalla la cual aunque iluminaba apenas la carpeta y el papel que le brindaba otra de las muchachas, seguía dejando en tinieblas el resto de la estancia.
El notario, espíritu agudo y fino, se había dado inmediatamente cuenta de la situación.
- Puede usted preguntarle lo que guste, señora -repuso-. Ya escribo.
La presunta viuda lanzó un profundo suspiro, como si la arrancaran el alma, y puesta al lado del lecho, junto el notario, preguntó al moribundo, al tiempo que se inclinaba sobre el rostro de éste:
- ¡Escúchame, Blas querido!: ¿verdad que es tu voluntad que esta casa, con la finca de la Hondonada, sean para mí?
Hubo un silencio expectante. La viuda se había vuelto rápidamente, en cuanto pronunció aquellas palabras, hacia el notario.
Este esperaba con el oído atento y una leve sonrisa en los labios. Al ver que el testador no contestaba, iba ya a decir algo, cuando la señora le atajó:
- El pobre mío no puede hablar; pero observe usted como mueve la mano derecha en señal de asentimiento. ¿Verdad, Blas querido que me dejas esta casa y la finca de la Hondonada?... ¿Ve usted, don Antonio, como mueve la mano derecha?... ¡Escriba, escriba!...
El notario había comprendido, y con aquella su cazurrería proverbial, escribió en efecto, encabezando el testamento.
La viuda presunta continuó entonces:
- ¿Verdad, querido Blas, que las dos casas de la calle Traviesa, el cortijo de las Cigüeñas y la dehesa del Galapagar los dejas a mi hija mayor, María, aquí presente?
Volvió a moverse la mano derecha, mejor dicho, el índice de esta mano, del moribundo, y la señora añadió:
- ¿Ve usted como asiente? ¡Está conforme con todo! ¡Es que el pobrecito ha perdido ya la palabra! ¡Escriba, usted, señor notario, escriba usted!
Y D. Antonio escribió sin chistar.
- ¿Verdad, querido mío, que las acciones de los vapores, los títulos de la Deuda, y la mina de los Camilos los dejas a mi hija pequeña, Estefanía, que también está aquí a tu lado?
Nuevo movimiento del índice, otro comentario de la señora y vuelta a escribir el notario, según los deseos del moribundo.
Y así continuó, durante largo rato, haciéndose aquel extraño testamento: la mujer preguntando, el índice moviéndose y el notario escribiendo la última voluntad de un difunto.
Porque lo notable del caso es que don Antonio Flores había comprendido desde el momento mismo de penetrar en la alcoba, que D. Blas había muerto hacía ya rato. Todo esto era un soberbia mise en
scène
preparada por la familia para disponer a su antojo de los bienes y la fortuna del muerto.
Alguien debía estar escondido debajo de la cama y movía un hilo o cuerdecilla, atada a la diestra del cadáver. ¡Y allí estaba el intríngulis!
D. Antonio tuvo uno de sus rasgos geniales. Ya era hora de acabar con aquella escandalosa farsa. Sabía de memoria cuáles eran los bienes, casas y propiedades de D. Blas Portillo y conocía, por tanto, lo que faltaba por distribuir. Y así, extendió la diestra armada del lápiz con el cual escribía el testamento en borrador, y dijo a la dos veces viuda:
- ¡Espere un momento, señora, que voy a hacer yo una pregunta al pobre enfermo!
E inclinándose sobre el lecho, preguntó a D. Blas, como si le hablara al oído, aunque en voz alta para que todos le oyeran:
- ¿Verdad, mi querido D. Blas, que deja usted el molino de la segunda, la casa de la plaza de Moret y cuarenta mil duros en efectivo a su buen amigo el notario D. Antonio Flores, a quien está usted dictando este testamento?
Ahora se hizo un silencio de asombro.
Como el traspunte escondido debajo de la cama no contaba con aquella terrible huéspeda, se guardó muy bien de tirar del hilillo. La viuda y sus dos hijas miraron al notario y se miraron luego mutuamente; trabajo les costó disimular la sorpresa y la cólera.
El notario esperó unos momentos, un tiempo prudencial, fijos los ojos en la diestra del cadáver; pero el índice no se movió, ni siquiera cuando hubo repetido la pregunta. D. Antonio se puso en pie y dijo en tono entre burlón y terriblemente acusador:
- ¡Bueno, señoras mías!: o se mueve la mano de D. Blas para dejarme a mí heredero de lo que pido, o, de lo contrario, ¡no hay testamento!
Y aunque -según la leyenda- la diestra se movió en seguida, D. Antonio Flores, soltando una sonora carcajada, rompió el borrador de aquel testamento de muerto y dijo a la estupefacta dueña de la casa, mientras abandonaba la habitación:
- ¡Señora! Ya le pasaré a usted la minuta.

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