jueves, 19 de julio de 2012

La cueva de San Juan de Atarés "leyenda"

Cuando cayó el Imperio godo, a orillas del Guadalquivir, los moros fueron avanzando hasta apoderarse de casi todas las tierras españolas.
Como tantas otras ciudades, también cayó Cesaraugusta - la que más tarde había de ser Zaragoza - en manos del invasor. Sus habitantes huyeron y vivieron fugitivos y proscritos.
Mas llegó un día en que, agrupándose todos, decidieron reunirse en un sitio y fundar un pueblo. Unieron sus esfuerzos y comenzaron a levantar una fortaleza, a la que dieron el nombre de Pano, el monte a cuyo pie estaba enclavada.
Entre los habitantes de la nueva Pano había un venerable anciano de largas y blancas barbas, que tenía dos hijos, llamados Oto y Félix.
Una tarde, cuando regresaba el anciano del monte, donde había ido con varios hombres para cortar pinos y robles, sus hijos le hallaron mas sombrío que de costumbre.
Preguntaron al padre qué le había ocurrido. Este les habló de los tristes presentimientos que embargaban su alma. Los moros arrasarían Pano, como habían arrasado otros pueblos.
Quisieron Oto y Félix saber que era lo que de tal modo había entristecido su ánimo. Contóles el viejo que aquella tarde, cuando de vuelta del monte había cruzado el pico del Mediodía, la más alta cumbre del Pirineo, había oído un gemido lúgubre, un inexplicable grito de agonía. Detuvo su paso y prestó atención. El grito se había repetido. Era semejante al quejido de una mujer llorosa. Después había sonado una especie de melodía fúnebre, que había durado mucho rato.
Oto se estremeció. El padre se volvió hacia él y, adivinando su pensamiento, afirmó que indudablemente era la Maladeta, la peña que transmite como una armonía que se convierte en llanto cuando va a ocurrir una desgracia.
Y no era eso todo: al doblar la senda, había visto la cumbre del Cúculo coronada de nieblas más negras que la noche.
Era tradición que jamás se había desmentido: cuando la Maladeta lanzaba su lúgubre canción y el Cúculo se coronaba de nieblas negras, ocurría una gran desgracia.
El padre y los hijos, profundamente impresionados, se arrodillaron para ofrecer a Dios una ferviente plegaria. Entraron después en el cobertizo donde se habían recogido ya los futuros habitantes de Pano.
Algunas hogueras colocadas de trecho en trecho alumbraban los rostros macilentos, agotados por la desesperación, el dolor y el hambre.
Era ya bien entrada la noche cuando asomó la luna, y el anciano de la barba blanca despertó a su hijo Oto. Sus presentimientos no le dejaban descansar, y quería que ambos subieran a la torre más alta de la fortaleza, para que el joven mirara lo que ocurría en lo profundo del valle.
Así lo hicieron. Oto miró hacia el valle y no vio al primer momento más que un cuervo que volaba dando vueltas sobre el pinar. Pero, prestando más atención, pudo divisar, junto al río, una línea blanca, de la que brotaban chispas.
De pronto, mirando mejor, vio que aquella línea blanca era una hueste de moros.
El ejército enemigo iba introduciéndose en la garganta de la sierra y se dirigía hacia Pano.
Oto bajó de la almena en que se había encaramado. El anciano, antes de bajar a dar la voz de alarma a los que estaban descansando, quiso dar a su hijo sus últimos consejos, pues presentía que iba a morir en la contienda.
Era voluntad del padre que Oto despreciara el lujo y la ostentación. Debía vivir para Dios y para San Juan Bautista, su particular abogado. Y si algún día sentía hervir su sangre, si se sentía con fuerza suficiente para ello, debía abandonar la cueva donde se hubiera refugiado e ir en busca de todos los hermanos que encontrara, recogerlos uno a uno, llevarlos con él, y morir entonces peleando por la religión y la patria.
Oto besó a su padre, llorando de emoción, y bajó a dar la voz de alarma.
Todos despertaron sobresaltados. Oto les dijo lo que sucedía. En un momento se reunieron los caudillos y se pusieron de acuerdo.
Mujeres, niños y ancianos quedaron en el torreón de Pano. Los hombres se distribuyeron por las murallas, y tras las almenas. Colocados en sus puertas, esperaron.
Aparecieron de pronto los moros, dando salvajes alaridos.
Lucharon los cristianos como valientes, y como valientes sucumbieron. Uno a uno cayeron ante la torre que guardaba a sus mujeres y a sus hijos.
Todo lo destruyeron los moros y acabaron pasando a cuchillo a las mujeres y a los niños.
Cuando empezó a amanecer, se retiraron los árabes, y el campo quedó cubierto de ruinas y cadáveres.
Hacía una hora que los moros habían partido, cuando un cuerpo tendido en el foso empezó a moverse. El aire puro de la mañana lo había reanimado. No tardó en incorporarse. Tenía una herida en la frente y había sido arrojado desde lo alto de la muralla. Era Oto.
Tambaleándose, buscó entre los cadáveres a su padre. Hallóle, por fin, y oró ante él. Abrió luego una huesa en el lugar donde se habían despedido la noche anterior, y lo enterró.
Cumpliendo este santo deber, buscó a su hermano Félix, a quien halló todavía con vida.
Ambos hermanos lloraron de emoción al encontrarse. Ayudándose mutuamente, se alejaron de aquel lugar de horror y desolación, para dirigirse al monte.
Levantaron una casita, y allí, cazando y labrando la tierra, vivieron durante un año. Oto había cambiado su nombre por el de Voto. Había prometido cumplir los consejos de su padre y quería que su nombre le recordara la promesa.
Cierto día, iba montado en un hermoso caballo y vio un ciervo que atravesaba el bosque. Siguióle Voto hasta una llanura. Se disponía a dispararle el venablo, cuando el ciervo desapareció, precipitándose en el abismo. Quiso Voto frenar el caballo pero ya todo era inútil.
Dice la leyenda que Voto se encomendó a San Juan Bautista, y el caballo quedó inmóvil en el aire, sobre el abismo, pero tranquilo y sosegado, como si pisara tierra firme.
Asombrado Voto ante aquel portento, hizo retroceder a su caballo, echó pie a tierra y quiso registrar el precipicio.
Empezó a bajar entre los zarzales y las matas, hasta llegar al umbral de una cueva, en la que penetró con religioso temor.
Encontró en ella un altar tosco, abierto en la peña, con una efigie de San Juan Bautista, a la que alumbraban los últimos resplandores de una lámpara mortecina.
Tendido en el suelo yacía el cadáver de un venerable cenobita, cuya cabeza descansaba en una piedra triangular, en la que había escritas unas palabras latinas que indicaban que el muerto se llamaba Juan y era del vecino pueblo de Atarés. Un ermitaño retirado del mundo por amor a Dios.
Él había fabricado aquel altar en honor de San Juan Bautista, y pedía ser enterrado donde tanto rezó por la restauración de la patria.
Postróse Voto ante la imagen e hizo formal promesa de continuar la misión emprendida por el anacoreta.
Félix no quiso abandonar a su hermano, y ambos vistieron el humilde sayal de los eremitas y permanecieron quince años rezando en la cueva.
Un día, pasado este tiempo, llegó a la cueva un joven malherido.
Los moros habían seguido sus huellas hasta que, viéndolo caer, lo habían dejado por muerto.
Los hermanos cuidaron de él, y el muchacho les contó cómo en los montes de Asturias Pelayo había enarbolado el pendón de la Cruz y había derrotado a los moros en Covadonga.
Voto sintió hervir su sangre al recordar la promesa hecha a su padre.
Al día siguiente partió Voto en busca de los guerreros; buscólos uno a uno y les dio cita para un día determinado, en la cueva que habitara un tiempo San Juan de Atarés.
Más de trescientos fueron los que acudieron a la cita. Eligieron como caudillo a Garci Ximénez, y allí, al pie del pequeño altar de San Juan Bautista, lo proclamaron su rey.
Así, en la cueva de San Juan de Atarés tuvieron su comienzo las libertades de Aragón.

martes, 17 de julio de 2012

La muerte de Roldán

Cuenta la leyenda que el famoso Roland, o Roldán, era hijo de la princesa Berta, que a su vez era hermana de Carlomagno, y del duque de Angers. Se cree que yendo la princesa, en cierta ocasión, de viaje por tierras de Italia, dio a luz a Roldán, el cual, en el momento de venir al mundo, cayó rodando al suelo - rouland -; de ahí su nombre de Roland.
En estos parajes campestres vivió el niño toda su infancia, en contacto abierto con la Naturaleza. Pasados los años, se convirtió en uno de los más famosos caballeros de la época, por su destreza, su porte arrogante y su extraordinaria bravura.
Con su tío Carlomagno marchó un día al histórico combate que había de dar lugar a la derrota de Roncesvalles, en la que el Emperador, viendo perdida la batalla y deshecho su ejército, logró huir por los montes. Roldán, como un cadáver más, quedó allí abandonado y herido, sepultado por el cuerpo inerte de su caballo Vigilante, que había caído sobre él. Cuando volvió en sí y se dio cuenta de su situación, intentó librarse del enorme peso del animal, y apoyando una de sus manos sobre la roca, logra ponerse en pie con un extraordinario esfuerzo. Dicen que las huellas de sus dedos se conservan aún marcadas sobre la piedra, como testimonio de su descomunal fortaleza. Roldán contempló unos momentos el terrible panorama y trató de orientarse para buscar el camino que conducía a Francia; pero tuvo que hacerlo con cautela, porque el enemigo estaba aún al acecho. Después de grandes penalidades, y escondiéndose entre los riscos, Roldán logró llegar hasta el Valle de Ordesa. Una vez allí, sólo tenía que trepar por los empinados riscos que cerraban el valle.
Extenuado ya por la fatiga, inició la ascensión, mientras escuchaba a su espalda un rumor de tropa, acompañado de fuertes ladridos. Toda una jauría le perseguía, olfateando su camino. Roldán aceleró su marcha y llegó hasta más allá de Cotaduero. Se creía salvado de momento, cuando de detrás de unos riscos vio surgir las figuras de cuatro hombres. Creyendo el héroe que aquéllos eran sus perseguidores, desenvainó su espada Durandarte, en un supremo esfuerzo, y les cortó a todos la cabeza. Ninguno hizo ademán de defenderse, porque en realidad no se trataba de la vanguardia de sus perseguidores, sino de unos cuantos caminantes extraviados e indefensos.
Roldán, tras este último esfuerzo, se sintió desfallecer; la debilidad y el agotamiento se iban apoderando poco a poco de sus nervios y de sus músculos. No obstante, al comprobar que la tarde declinaba y que la noche iba a impedirle orientarse, hizo un esfuerzo y llegó con paso lento hasta la base de la montaña que le separaba de Francia. Comenzó a subir, arrastrando ya pesadamente sus pies y sintiendo los latidos de sus sienes, como si las venas quisieran saltarle de la cabeza. Entonces creyó oír, saliendo del fondo del valle, una voz misteriosa que le anunciaba su próximo fin si persistía en continuar el camino. Pero Roldán, firme en su propósito, continuó la marcha, que ahora resultaba más pesada, porque una fuerte ráfaga de viento soplaba en dirección contraria. A poco, el cielo, ya oscuro de la noche, se encapotó con negros nubarrones, y una horrible tormenta empezó a caer sobre la montaña, entorpeciendo la marcha de Roldán. A lo lejos seguían escuchándose los ladridos de los perros, que parecían acercarse más y más. Poco después Roldán se vio acometido por la jauría, que llevaba gran ventaja a los soldados. Sin mucho esfuerzo, les asestó una serie de certeros golpes y los dejó muertos a todos Miró hacia abajo y divisó a sus perseguidores, que con paso rápido se dirigían hacia él. Comprendió entonces que no podría hacer frente a un número tan elevado de hombres, y realizando el último alarde, lanzo su espada Durandarte al otro lado de la montaña, para hacer llegar un último saludo de despedida a su patria, pero no logró elevarla a suficiente altura, y, tras de tropezar en la montaña, el arma cayó a sus pies.
Mientras, el rumor de los perseguidores se iba haciendo más claro a cada momento. Roldán, con gesto rápido, volvió a lanzar su espada a gran altura, a fin de hacerle traspasar la montaña; pero de nuevo tropezó, y volvió a caer cerca de él. Desalentado, Roldán intentó una vez mas alcanzar su propósito; pero el fracaso se repitió. El héroe, viéndose perdido, volvió a recoger su espada del suelo, y esta vez, con un sobrehumano esfuerzo, la lanzó horizontalmente, con tal violencia, que Durandarte atravesó la montaña y cayó en tierras de Francia, dejando una brecha abierta, por la que Roldán, casi sin sentido, pudo contemplar por última vez su patria. Inmediatamente cayó al suelo: el esfuerzo realizado había sido tan enorme, que las venas del cuello le estallaron, dejándole sin vida.
Sus perseguidores le encontraron muerto en este histórico lugar del Valle de Ordesa, de Huesca, conocido desde entonces con el nombre de la Brecha de Roldán.
 

domingo, 15 de julio de 2012

Las Tres Sorores "leyenda"

En la inmensa cabalgata de montes se alzan las Tres Sorores las tres rocas hermanas modeladas por las nieves en incontables inviernos rigurosos, batidas por la helada cuchilla de los cierzos y ventiscas; sobre ellas vuelan, señeras y altivas, las águilas. Esto es lo que cuentan de esas tres rocas altaneras los pastores del Pirineo.
Ocurrió hace muchas centenas de años, cuando aún vivían los hombres de Roma y sus descendientes, los hispanorromanos, en nuestra Península. Lenta y pacífica era la vida de estos hombres, olvidadas ya las luchas de tribus, las heroicas defensas, los nombres gloriosos. Pero de nuevo la vieja tierra ibérica se sintió estremecida al paso de jinetes armados. Desde los países del Norte bajaban unos pueblos guerreros, bruscos, vencedores de la caduca madre. Y los hispanorromanos, vencidas las centurias, huían de los bárbaros, que, además, querían imponerles junto con la servidumbre corporal, la herejía arriana. Y en la desesperada huída, algunas familias llegaron a las estribaciones de los Pirineos. Y por los desfiladeros peligrosos, entre valles alegres y riscos empinados, se encaminaron en busca de lugares ocultos donde continuar su vida, si bien sin la paz y el sosiego de los tiempos pasados. Reuniéronse algunas familias, y habiendo encontrado un sitio apacible, determinaron quedarse allí. Creían que nunca llegarían a aquellos apartados parajes los escuadrones desenfrenados de los visigodos. En efecto, durante algún tiempo gozaron de tranquilidad; la vida iba normalizándose, y hasta brotaron entre los jóvenes corrientes de mutua simpatía, que se convirtieron en amor. Tres parejas quisieron unirse en matrimonio, y habiéndolo aprobado los padres de cada uno, hicieron una pequeña asamblea para festejar los compromisos. En medio de una plazoleta formada por las cabañas se reunieron jóvenes y viejos, llenos de alegría, pues dentro de su miseria y pobreza procuraban conformar sus espíritus y ahuyentar temores y nostalgias. Comenzó la fiesta: unas niñas, con las frentes ceñidas por guirnaldas de flores silvestres, empezaron a entonar un coro alterno. Los futuros esposos asistían, llenos de felicidad, oyendo las dulces voces de las muchachitas. Mas a estas voces se mezcló un ruido lejano de cascos de caballos que se acercaban por un desfiladero. Uno de los ancianos se estremeció y levantó la cabeza: «Ese ruido... ¿No oís ese ruido, hermanos?». Los otros prestaron atención. «No es nada; quizá algún alud», contestó otro. Pero el anciano que había oído el ruido, moviendo la cabeza con tristeza, exclamó: «¡Ay, que ese alud lo he sentido ya otras veces caer sobre mi hogar!». La fiesta seguía. Las niñas terminaron su cántico y se aproximaron a los novios a ofrecerles olorosos ramos de flores, romero, espliego y tomillo. De nuevo sonó el ruido, esta vez más cercano e insistente, rítmico y claro. Ya lo notaron todos, y quedaron suspensos. El anciano que ejercía el patriarcado en aquella pequeña sociedad, exclamó:
«El peligro se acerca. Los feroces hijos del Norte no nos dejarán tranquilos ni aun en medio de estas rocas. Dispongámonos a huir». Gran confusión desató su exhortación. Las mujeres se dirigieron a recoger lo más indispensable, mientras los hombres se ceñían las espadas y embrazaban los escudos. Se preparaban a luchar, aun sabiendo que toda resistencia era inútil, ya que los visigodos iban siempre en escuadrones copiosos.
No tuvieron tiempo de huir. Como un vendaval, aparecieron numerosos jinetes, gentes de terrible catadura, con grandes cascos sobre sus rubias cabezas; con grandes lanzas y anchas espadas. La lucha fue corta. Algunos hispanos quedaron muertos en el suelo; otros fueron hechos prisioneros y llevados atados sobre los caballos. Cuando la partida huyó, los supervivientes vieron con espanto que, además de algunos jóvenes, faltaban las tres muchachas cuyos esponsales se estaban celebrando. Gran dolor produjo este rapto entre los desdichados, que de tal manera habían visto deshecha su precaria paz.
Las tres doncellas habían sido atadas y puestas sobre la grupa de los corceles de tres de los más aguerridos guerreros visigodos. Casi desvanecidas de dolor y espanto, las muchachas apenas advirtieron que se las bajaba de los caballos y que se las dejaba en una casa rústica, encima de unos montones de heno. A la mañana siguiente, cuando despertaron y se vieron en aquel lugar, lloraron amargamente. Su dolor aumentó cuando pensaron en la suerte que pudieran haber corrido aquellos con quienes se iban a unir en santo matrimonio, así como sus padres y compañeras.
Toda la mañana pasó sin que nadie fuera a verlas. La puerta, firmemente cerrada, se abrió al fin y por ella entraron los tres raptores. Las muchachas, pálidas, creyeron desvanecerse, y, arrodillándose, comenzaron a rezar fervientemente. Uno de los visigodos dijo: «No tenéis que temer nada de nosotros; ningún mal habéis de recibir. Es vuestra hermosura la que ha hecho que os traigamos entre nosotros, y queremos ofreceros que seáis nuestras esposas». Pero estas palabras, lejos de desvanecer el dolor de las jóvenes, lo hizo más agudo. ¡Ser esposas de los enemigos de su pueblo! ¡Faltar a las promesas hechas! ¡Contraer matrimonio con herejes!
Todo lo que desde niñas habían aprendido, la fe, las ilusiones y los recuerdos, no podía desaparecer. La más decidida contestó con acento firme «Gracias os damos; pero lejos de nuestras familias y de aquellos a quienes hicimos promesa de matrimonio, no podemos ser felices. Tampoco podemos abjurar de nuestra fe para seguir a unos herejes».
Los visigodos no quisieron insistir por esta vez, y las dejaron. Pasaron algunos días, e insistieron de nuevo, con los más sutiles halagos; pero siempre se vieron rechazados. Hasta que ingeniaron simular ante las jóvenes que habían recibido noticias de que sus prometidos habían contraído matrimonio con jóvenes visigodas. Y haciéndolo así, vieron abierto el camino a sus propósitos, pues las muchachas, al escuchar la supuesta noticia de la infidelidad de aquellos a quienes ellas tan leales se habían mostrado, sintieron que todo había acabado para ellas. Poco después, ya casi sin voluntad, aceptaron las reiteradas peticiones de los visigodos. Abjuraron de la fe romana y contrajeron matrimonio.
Mas, como hemos dicho, todo lo relatado por los visigodos era falso. Los prometidos de las muchachas habían logrado huir y unirse a sus familiares, así como a otros grupos de hispanorromanos. Llegaron a formar un grupo numeroso, que no sólo hacía huir a los enemigos, sino que acometían audaces empresas, asaltando los pueblos y campamentos de los visigodos. En una de esas ocasiones atacaron la ciudad en donde vivían las tres muchachas con sus maridos. Habitaban en casas próximas y apenas se separaban. El asalto de los hispanorromanos se coronó con el triunfo, y los godos hubieron de huir o entregarse. Las muchachas vacilaban: de un lado, querían ir al encuentro de los que eran de su raza; por otra parte, temían el justo reproche. Al fin salieron y encontraron a su padre y echáronse a sus plantas. Terrible fue la ira del anciano al ver a sus hijas. No quiso oír apenas las palabras de exculpación que balbuceaban las desdichadas, y las maldijo, marchando sin detenerse, pues los visigodos volvían ya con fuerzas superiores. Las muchachas quisieron seguirlo; pero sólo pudieron ver cómo caía prisionero, en unión de los que habían sido sus prometidos. Y locas de desesperación, huyeron hacia la falda del Monte Perdido. Los visigodos fueron inflexibles con sus prisioneros: los llevaron a unos robles y de allí los colgaron. En aquel momento, una terrible tempestad estalló en los montes; el vendaval mecía los cuerpos de los ahorcados. Las muchachas cayeron en el suelo, no lejos de allí, arrastradas por el huracán.
A la mañana siguiente se habían alzado tres rocas negras, veteadas de blanco. Los visigodos, llenos de temor, abandonaron aquellos parajes, desde entonces desiertos e inhóspitos.

viernes, 13 de julio de 2012

La misa por el diablo "leyenda"

El barón Artal de Mur y Puymorca estaba constantemente nervioso y taciturno. Su primogénito había partido a la guerra con Pedro de Aragón, en su lucha contra el de Montfort.
Para calmar un poco sus nervios, salía muy a menudo de caza. Un día salió al amanecer, completamente solo, sin monteros, escuderos ni sirvientes.
Se alejó mucho de sus posesiones, que estaban cerca de Ainsa, y en toda la mañana no pudo encontrar ni una sola pieza.
Comió, a la sombra de un árbol, las escasas provisiones que consigo había llevado, y tumbóse después a descansar un rato.
De pronto le despertó un leve ruido, y vio junto a un arroyo, muy cerca de él, una hermosa jabalina.
Instintivamente cogió un venablo y se levantó con rapidez. La jabalina echó a correr, y él detrás.
La jabalina, en su carrera, saltó el arroyo, que no era otra cosa que una especie de torrente engrosado por las Tres Sorores. El barón Artal hizo, con troncos de árbol, una especie de puente, y atravesó el arroyo.
La jabalina seguía corriendo, y el Barón detrás, hasta que llegaron al pie de un monte. Paróse entonces la jabalina, mirando fijamente al cazador. Cuando éste iba a lanzarle el venablo, oyó claramente una voz humana que le decía: «No me mates, y obtendrás una bella recompensa».
Sorprendido el Barón al oír hablar a la jabalina, no lanzó el venablo y permitió que ésta se alejara, sin perseguirla.
Preocupado por la extrañeza del caso, dirigióse a sus posesiones, donde llegó ya entrada la noche. Cenó muy poco, sin poder separar de su pensamiento la voz de la jabalina.
Cuando, una vez terminada la cena, retiróse la Baronesa, como de costumbre, el Barón se quedó junto al fuego, con un botella de vino junto a él.
Pensando en la jabalina y en todo cuanto le había acontecido aquel día, quedóse adormecido.
De pronto le despertó un fuerte chisporroteo en la chimenea. Abrió los ojos, y vio que un grueso tronco de los que en ella ardían se abría dando paso a una figura que parecía humana.
Salió el hombre, que de tal tenía el aspecto, y sonriendo se acercó al Barón, a quien saludó cortésmente.
No salía éste de su asombro. El recién llegado le preguntó si no le conocía, y al decirle el Barón que se figuraba que únicamente podía ser Satanás, asintió, asegurando que venía a cumplir la promesa que aquella tarde le habían hecho.
Comprendió el Barón, al oír estas palabras, que la jabalina que por la tarde le había hablado y el hombre que acababa de salir del fuego eran lo mismo.
Satanás le dijo que con lo primero que quería pagarle por haberle respetado la vida por la tarde era con noticias de su hijo. El Barón se levantó del sillón, anhelante. El diablo le aseguró que su hijo se hallaba sano y salvo, que nada le había pasado, ni nada le pasaría, porque él se ocuparía de ellos.
El Barón volvió a sentarse, con el rostro cubierto de lágrimas, de emoción. El diablo, entonces, cogió con sus dedos, a modo de tenazas, un tizón ardiendo, y lo dejó encima de la mesa, diciendo que aquél era el premio al gran favor que le había hecho.
Saludó muy cortés, como hiciera al llegar, y acercándose a la chimenea, se metió en el fuego, que se abrió para dejarle paso.
Inmediatamente se apoderó del Barón una especie de modorra, que lo mantuvo dormido hasta el amanecer.
Despertó al entrar el sol en la estancia por la ventana abierta, y lo primero que hizo fue mirar a la chimenea. Todo estaba allí igual que siempre. Miró después encima de la mesa, y cuál no seria su sorpresa al encontrar, en lugar del tizón que dejó Satanás, un grande y hermoso lingote de oro.
Estaba absorto contemplando el prodigio, cuando apareció la Baronesa, que le llamaba alborozada. Al preguntarle el Barón qué era lo que le sucedía, contestóle ella que había tenido un sueño muy extraño.
Había soñado que paseaba por un monte vecino, cuando se le apareció la Virgen, que la saludó y le dijo que quería que en aquel mismo lugar levantara una capilla en su honor, y que en las fiestas a ella dedicadas se celebrara allí una misa.
La Baronesa quería cumplir el mandato de la Virgen, para preservar así a su hijo de los peligros de la guerra.
El Barón, entonces, le contó lo que a él le había sucedido, y le enseñó el lingote de oro que había encontrado encima de la mesa. Maravillóse la Baronesa, y mucho más todavía cuando el Barón aseguró que con el primer dinero que de aquel lingote sacaran costearían los gastos de la capilla; pero con la condición de que todos los años, en un día determinado, se celebraría una misa para el diablo.
Horrorizóse la Baronesa al oír aquellas palabras; pero el Barón se sostenía en ellas de tal modo, que llamaron al viejo sacerdote de Ainsa y le consultaron el caso. El cura, en principio, dijo que aquello era una herejía que no se podía permitir; pero al insistir el Barón, diciendo que dedicarían la misa para conseguir la conversión del diablo, consintió en ello.
Y es creencia popular que todos los años, en un día señalado por el Barón, se celebra en la capilla una misa por el diablo.

miércoles, 11 de julio de 2012

Nuestra Señora de La Hoz

En las proximidades de la sierra de Molina, entre los pueblos de Ventosa y Corduente (Guadalajara) se extiende lo que en Castilla se llama "una hoz de peñascos", angostura encuadrada por montañas, por donde corre el río Gallo.
Un día lejano de 1247 caminaba por allí un pastorcillo. Llevaba a pastar un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Aunque conocía bastante bien el terreno, ignoraba no pocos parajes agrestes de la intrincada y abrupta serranía.
Iba ya más que mediada la tarde. El zagal se dispuso a regresar al aprisco. Pero entonces echó de menos la mejor de las corderas de su hato. Era una hermosa res, fina, de blanquísimo vellón.
Ataúlfo -así se llamaba el pastorcillo- no podía volver sin la hermosa oveja.
Ayudado por sus dos mastines encerró el rebaño en una especie de pequeño anfiteatro natural formado por altas rocas. Y hecho esto se perdió entre las fragosidades de aquel lugar grandioso y solitario, para buscar la res.
Sin darse cuenta de que el sol declinaba hacia el ocaso y que venía la noche a más andar, se fue adentrando en el corazón de la serranía, brava e imponente. Oyó a lo lejos un rumor extraño como de agua que se despeñara desde las alturas. Sin arredrarse -era de corazón valiente y decidido-, continuó avanzando. Pronto, sus ojos descubrieron la cabellera de espumas plateadas del río Gallo que, en efecto, forma en aquellos parajes una bella y enorme catarata.
La angostura se estrechaba cada vez más. Pensó Ataulfo que la oveja perdida habría seguido el fondo pedregoso del tajo y no se detuvo. Continuó dando silbidos y llamando por su nombre a la cordera.
- ¡Escúchame, Ataulfo! Yo te diré donde está la ovejita -dijo una voz dulcísima, que sonó a sus espaldas como saliendo de la maleza misma.
Se paró instintivamente el pastorcillo y volvióse anhelante y lleno de inquietud. Sus ojos se abrieron enormemente con asombro y espanto.
Era la Virgen en persona quien le hablaba. Apareció majestuosa, con el niño en los brazos saliendo del fondo de una pequeña cueva, formada en la roca viva.
Cuando el pastorcillo pudo reponerse un tanto de su estupor, murmuró, con voz entrecortada:
- ¡Oh, señora!... ¿Quién sois?...
- ¡Yo soy la Virgen, hijo mío! -repuso la Señora en tono de inmensa dulzura-. He visto tus apuros y he querido ayudarte. Tu ovejita está allí, al fondo del sendero que sigues en una explanada rodeada de rocas. Desde aquí la veo yo... ¡Continúa!
Miró el pastorcillo. Una revuelta del barranco le impedía ver la cordera. Instintivamente iba a echar a correr. Quiso antes despedirse de su bienhechora, dar gracias a la Virgen, y, lívido por el asombro y la emoción, volvió la cabeza. ¡La Virgen había desaparecido!...
Corrió ahora Ataulfo, creyendo delirar. Mientras corría, volvía la cabeza a cada instante para mirar a la cuevecilla a cuya entrada se le había aparecido la Virgen. Al desembocar en la plazoleta tuvo la confirmación de su visión. Allí estaba la cordera. El animal se acercó a él, balando dulcemente. La condujo al rebaño. Y, al pasar por el lugar de la aparición, se arrodilló, murmurando con labio tembloroso: -¡Gracias, Madre mía, gracias de todo corazón!
Iba como loco. Corría desatinado en dirección al pueblecillo. Espantaba el ganado; golpeaba los troncos con su cayado de nudos. Los perros le seguían jadeantes y ladrando.
- ¡Milagro, milagro! ¡La Virgen santa, se me ha aparecido!...
Los aldeanos de Corduente, Ventosa y todo el contorno, noticiosos del innegable milagro fueron al sitio de la aparición: allí estaba una imagen de la Virgen María, tallada en madera, cubierta con rico manto azul, bordado en oro.
Y en aquel lugar se eleva hoy una poética y humilde ermita, que da fe de esta bella y dulce leyenda del pastorcillo Ataulfo.

lunes, 9 de julio de 2012

La leyenda de Santa Liberata "leyenda"

La antigua Balcagia, hoy Baiona, bello rincón de la costa gallega en Pontevedra, allá por el año 119 era sede de Lucio Catelio Severo, régulo o gobernador romano de Gallaecia y Lusitania (Galicia y Portugal). Su esposa se llamaba Calsia, y ambos, pertenecientes a la alta sociedad romana, eran paganos y enemigos de los cristianos. Catelio era excónsul de Roma, y gobernaba en nombre del Emperador Trajano el noroeste de la Península Ibérica y Calsia provenía de la familia del emperador.
Era el año 122, cuando Lucio Catelio Severo es destinado a la provincia tarraconense. Encontrándose su esposa Calsia en avanzado estado de gestación decide que permanezca en Baiona. Mientras su marido estaba fuera recorriendo sus dominios, Calsia dio a luz en un sólo parto nueve hijas, y pensando que este hecho extraordinario pudiese inspirar a su marido sospechas de infidelidad conyugal, mandó que con el mayor secreto, ya que su esposo estaba ausente, fuesen arrojadas las nueve niñas al río Miñor en el paraje de A Ramallosa, distante dos kilómetros de Baiona.
La partera, su fiel servidora Sila, cogió las nueve niñas y marchó dispuesta a cumplir la orden; pero Sila, cristiana a carta cabal, movida a compasión por aquellas criaturas, lejos de cometer tan horrible crimen, pensó salvarlas, y, cambiando de rumbo, se dirigió a un pueblecito próximo donde dejó las niñas al cuidado de ciertas mujeres cristianas, que se encargaron de criarlas. Las criaturas fueron bautizadas por el obispo San Ovidio imponiéndoles los nombres de Genivera, Liberata, Victoria, Eufemia, Germana, Marciana, Marina, Basilisa y Quiteria y, criadas en la fe cristiana, las nueve hermanas ofrecieron a Dios su virginidad.
En el siglo II, una funesta persecución amenazaba a los cristianos, extendiéndose hasta Balcagia. Los idólatras denunciaron a las santas vírgenes, que fueron detenidas y llevadas a la presencia de Catelio. Éste las amenazó con el suplicio si continuaban en el cristianismo; pero ellas no vacilaron ante las amenazas del Régulo, y contestaron con firmeza que preferían morir a abandonar la fe de Cristo. Catelio, impresionado ante la fortaleza de las niñas, y encontrándoles un extraño parecido con su esposa, indagó su origen y, llamando a Calsia, las reconoció por sus hijas. Se entabló en su corazón una lucha entre el amor de padre y la autoridad de juez; tenía ahora mayor empeño en convencerlas, y les suplicó con todo cariño que sacrificasen a los dioses; su madre intentó también, con lágrimas, persuadirlas; pero nada consiguieron. El padre, enfurecido, renovó las amenazas, concediéndoles un día de plazo para decidirse a adorar a los ídolos o a morir. Las nueve hermanas convinieron en evitar el crimen de que fuera su padre quien las matara, y escaparon de la ciudad, cada una por diferente camino. Catelio mandó apresarlas, y ocho de ellas fueron martirizadas en diferentes sitios. Liberata se retiró a un yermo, y allí se entregó a la oración y penitencia, alimentándose de raíces y hierbas y macerando su cuerpo con toda clase de rigores; pero, como sus hermanas, llegó a ser descubierta por los gentiles que, atraídos por su belleza, la instigaban a la impureza, siendo rechazados por ella siempre. Una vez capturada, la obligaron a adorar a los dioses, saliendo triunfante de esta prueba. Para intimidarla, le refirieron el martirio de sus ocho hermanas, lo que la exalto más en el amor de Dios, y con alegría se entregó a sus verdugos. Fue sometida a varios tormentos, y, por último, crucificada, en Castraleuca, Lusitania, en el año 139.
Su cuerpo se conservaba en la Catedral de Sigüenza, y algunos huesos de su cabeza constaban en el sumario de la Cámara Santa de Oviedo.
La devoción popular sitúa a Liberata mártir en la cruz a la edad de 20 años el 18 de enero del 139 pero su festividad se celebra el 20 de julio por ser la fecha en que se trasladaron sus reliquias desde la ciudad de Sigüenza a la Baiona gallega en el año 1515.

sábado, 7 de julio de 2012

El jinete maldito

En el más alto acantilado de la costa cántabra, cerca de Santoña, hay un castillo en ruinas. Cuenta la leyenda que habitaba este castillo, en tiempos remotos, don Rodrigo de los Vélez, esforzado campeón de la Santa Cruz, cuyas mesnadas habían combatido y vencido en diversas ocasiones a los más bravos emires.
Este caballero casó en segundas nupcias con una joven y bella dama, llamada doña Dulce de Saldaña, y en su castillo tenía a un prohijado suyo, don Íñigo Fernán Núñez, hijo de un lejano deudo del caballero. Los parientes, deudos y amigos de don Rodrigo de los Vélez habían advertido varias veces al caballero que no era cristiano ni prudente cobijar bajo el mismo techo a dos personas de distinto sexo y de la misma edad; pero él fiaba en que la gratitud de Íñigo sería la salvaguardia de su propio honor.
Un día, el rey de Castilla envió a un propio en busca de don Rodrigo de los Vélez, ordenándole que reuniera de nuevo su mesnada y se fuera a combatir a los moros. Cumplió el caballero esta orden, dejando a su esposa doña Dulce y a su prohijado don Íñigo en el castillo de Santoña.
Un año después llegó al castillo la noticia de que la mesnada de don Rodrigo había sido vencida por los sarracenos, y el caballero, hecho prisionero.
Doña Dulce, al recibir estas tristes nuevas, cayó en un estado de inconsciencia que la dejó indefensa contra la maldad y el egoísmo de don Íñigo, quien se apoderó del castillo, arrogándose el señorío de la fortaleza y sus tierras.
No contento con haber despojado a su dueña y señora de todas sus riquezas, se enamoró de ella y pretendió hacerla suya.
Una noche, penetró en su camarín y la encontró rezando ante la imagen de San Rafael. Por una rara coincidencia, doña Dulce se hallaba en uno de sus pocos momentos de lucidez.
Al comprender lo que don Íñigo esperaba de ella, la dama huyó del camarín y subió a lo alto de la torre del homenaje. Hasta allí siguióla Fernán Núñez, que forcejeando, quiso llevarla al interior de la fortaleza. La dama, prefiriendo la muerte al deshonor, desenvainó la daga que pendía del cinto de Íñigo y la hundió en su propio pecho. Éste, despavorido, quiso huir del terrible espectáculo, dando unos pasos hacia atrás. El huracán silbó entonces con más fuerza, y el traidor se precipitó al abismo, sumergiéndose en lo profundo del mar. En el momento de caer se oyó la voz de la moribunda que le maldecía y le condenaba a "existencia eterna".
Desde entonces, y en las noches en que el huracán silba a través del acantilado, y en medio de las ruinas del castillo, se ve a don Íñigo que, montado en un gigantesco delfín, surca el mar embravecido en una carrera desenfrenada.

jueves, 5 de julio de 2012

El hombre-pez

En el lugar de Liérganes, cercano a la villa de Santander, vivía a mediados del siglo XVII, Francisco de la Vega Casar, excepcional nadador conocido como "el sireno". Este personaje fue famoso y hay datos que se sabe son reales, como que su casa estuvo entre el puente de Batán y el de la Cruz Mayor o que su partida de nacimiento está fechada en 1658. Nadaba por el río Miera hasta la ría de Cubas y según dicen, después atravesaba la bahía de Santander. Los testigos dicen que su cuerpo parecía cubierto de escamas.
Hijo del matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, que tenían otros tres vástagos. La mujer, al enviudar, mandó al segundo de ellos, Francisco, de 15 años, a Bilbao, para que aprendiese el oficio de carpintero. Francisco mostró desde pequeño gran inclinación a pescar, nadar y estar en el río. Tanto que cuenta la tradición que, como pasaba el día en el agua, su madre le maldijo: "¡Permita la Virgen que te conviertas en pez!". Fuera así o no, lo cierto es que, a los dos años de estar en Bilbao, la víspera del día de san Juan del año 1674, fue a nadar con unos amigos a la ría del Nervión. Desnudóse el joven, entró en el agua y nadó ría abajo, hasta perderse de vista. Dado que el muchacho era un excelente nadador, sus compañeros no temieron por él hasta pasadas unas horas. Entonces, al ver que no regresaba, diéronle por ahogado.
Cinco años más tarde, en 1679, unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz divisaron un extraño ser acuático de apariencia humana. Cuando se acercaron a él para ver de qué se trataba, desapareció. La insólita aparición se repitió por varios días, hasta que finalmente pudieron atraparlo, cebándolo con pedazos de pan y cercándolo con las redes. Cuando lo subieron a cubierta comprobaron con asombro que el extraño ser era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo. Tenía una cinta de escamas que le descendía de la garganta hasta el estómago, otra que le cubría todo el espinazo y unas uñas gastadas, como corroídas por el salitre.
Lleváronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, donde le interrogaron en varios idiomas sin obtener de él respuesta alguna. Coligieron de esta taciturnidad que estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Al cabo de unos días, los esfuerzos de los frailes en hacerle hablar se vieron recompensados con una palabra: "Liérganes". El suceso corrió de boca en boca, y nadie encontraba explicación alguna al vocablo hasta que un mozo montañés, que trabajaba en Cádiz, vino a comentar que por sus tierras había un lugar que se llamaba así. Don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio de la Inquisición, confirmó la existencia de Liérganes como un lugar cercano a Santander, perteneciente al arzobispado de Burgos, y del cual él era oriundo. De inmediato mandó noticia del hallazgo efectuado en Cádiz a sus parientes, solicitando que le informaran si allí había ocurrido algún suceso que pudiese tener conexión con el extraño sujeto que tenían en el convento. De Liérganes respondieron que allí no había ocurrido nada extraordinario fuera de la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de la viuda María de Casar, mientras nadaba en la ría de Bilbao; pero que esto había ocurrido cinco años atrás.
Recibidas estas noticias se determinó que un fraile franciscano, Juan Rosendo, comprobara por sí mismo la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió el fraile con el mozo hacia Cantabria, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Así lo hizo su silencioso acompañante , de suerte que, dirigióse directamente hacia Liérganes sin errar una sola vez el camino; y ya en el caserío, se encaminó sin dudar hacia la casa de María de Casar. Ésta, en cuanto le vio, reconociólo como su hijo Francisco, al igual que dos de sus hermanos que se hallaban en casa, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él mantúvose inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
El joven Francisco quedóse en casa de su madre, donde vivía tranquilo, sin mostrar el menor interés por nada ni por nadie. Siempre iba descalzo, y si no le daban ropa no se vestía y andaba desnudo con absoluta indiferencia. No hablaba; sólo de vez en cuando pronunciaba las palabras "vino", "pan" y "tabaco", pero sin relación directa con el deseo de fumar o comer. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía con avidez, para luego pasarse cuatro o cinco días sin probar bocado. Era dócil y servicial; si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los que conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido lo hizo secar para poder leerlo, y aunque preguntóle cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas. Jamás mostraba entusiasmo por nada. Por todo ello se le tuvo por loco hasta que un buen día, al cabo de nueve años, desapareció de nuevo en el mar sin que se supiera nunca más nada de él.

martes, 3 de julio de 2012

La flor de la cueva "leyenda"

Cerca de la Hoz de Santa Lucía, en Cantabria, -vivía un mozo, de oficio leñador, llamado Antonio, que estaba enamorado de Rosaura, bella muchacha de su misma aldea, con la que iba a casarse en breve. Tuvo el leñador que subir a cortar unos árboles a la cumbre del monte Ucieda, y habiendo salido de su casa al amanecer, llegó a la cima ya muy entrado el día; allí comenzó a dar hachazos en el tronco de un árbol, pero oyó que salían de él unos quejidos lastimeros que hicieron palidecer al mozo. Horrorizado, suspendió su trabajo; pero cuando lo reanudó, volvió a oír que el árbol se quejaba como si fuera una persona. Ya iba a empezar a correr despavorido, cuando oyó una voz que salía del árbol y le decía: «Yo soy una doncella encantada. Te daré fabulosas riquezas si vas al remanso del río y golpeas el agua con un palo hasta que salga una anjana; ella te dirá lo que debes hacer para desencantarme». El mozo corrió al pueblo a contar a su novia lo ocurrido, y ella le aconsejó que debía desencantar a la doncella, con lo que podrían hacerse ricos y vivir felices.
El leñador se presentó en el remanso del río de la Hoz de Santa Lucía, y con un palo golpeó las aguas; éstas se abrieron al momento, surgiendo de ellas una bellísima anjana de grandes y soñadores ojos azules. El mozo, muy aturdido ante aquella hermosura, le refirió lo que le había sucedido en el monte, y la anjana, que estaba sentada sobre las aguas, después de escucharle, replicó: «Entra en la cueva del monte Ucieda, busca allí una flor muy brillante, y me la traes; yo te diré lo que debes hacer con ella para desencantar a la doncella»
En cuatro zancadas llegó a la entrada de la cueva, conocida de todos aquellos aldeanos; todos saben su gran profundidad, que llega hasta Bárcenamayor. Antonio penetró en ella, decidido, buscando la flor brillante; a medida que se alejaba de la entrada, aumentaba la oscuridad, llegando a verse envuelto en tinieblas y desorientado; sin saber a dónde dirigirse, a tientas, siguió caminando en busca de la flor, que no aparecía; hasta que llegó a sentirse rendido por la fatiga y se tumbó en el suelo, sin ver la más pequeña luz. Perdida ya la esperanza de encontrarla, se decidió a salir de allí y volvió sobre sus pasos; pero encontró el camino bifurcado y no sabía cuál tomar; emprendió uno de ellos, sin dar con la salida. Pronto pudo darse cuenta de que estaba perdido en un complicado laberinto; enloquecido, quiso gritar y pedir auxilio; pero sólo le respondía el eco de su voz lastimera. De nuevo buscó con ansia la flor que quizá le ayudara a alcanzar la salida; pero nada brillaba a su alrededor. Notó que sus barbas y cabellos le habían crecido y que sus trajes estaban destrozados; tuvo que tirar sus viejas abarcas y caminar descalzo, hasta llagarse los pies; con todo, no sentía ni hambre ni sed, y seguía buscando la entrada o la salida de la fatídica cueva. Rendido por el sueño, durmióse, y soñó que su novia se había casado con un mozo de Ruente que la pretendía hacía tiempo. Al despertar sintió celos y más ardientes deseos de salir de aquellos caminos subterráneos, pero sin lograr sus intentos. La barba y los cabellos le seguían creciendo y le pasaban ya de la rodilla; sus fuerzas estaban agotadas, mas él continuaba buscando la flor. Por fin, cuando ya sus cabellos le llegaban al suelo, la encontró, y con ella en la mano, halló inmediatamente la salida.
Se dirigió a casa de sus padres y llamó en ella, pero le salió a abrir un desconocido, que al oír que era su casa, le creyó loco, y echándole fuera, cerró bien la puerta. Se fue entonces a casa de su novia, y salió a abrir una ancianita; él, creyendo que sería su suegra, dijo: «Quiero ver a Rosaura, mi prometida; dile que salga».
Pero aquella ancianita era Rosaura, que, tomándole por un borracho, le despachó de malos modos. Creyó que enloquecía, y echó a correr por las calles del pueblo, pero cayó en medio de una calleja. Le vio caer una viejecita y acudió a su ayuda; le llevó a su casa y le dejó dormir en su pajar. Al día siguiente fue a cuidarle el hijo de la anciana, le cortó los cabellos y le prestó unas ropas. Y ya más aliviado, pudo llegarse hasta el remanso del río y golpeó las aguas hasta que salió la anjana y le entregó la flor brillante. Ella le dijo. «Justo castigo has recibido por el daño que hiciste a aquella moza a quien burlaste».
Y la anjana desapareció. Entonces recordó con gran pesar que antes de Rosaura había tenido una novia llamada Mercedes, a la que había abandonado después de burlada, y comprendió que la anjana le había castigado, evitando con su engaño su boda con Rosaura. Lleno de remordimientos, volvió al pueblo y preguntó a la viejecita que le había recogido dónde vivía Mercedes, que de moza era muy guapa. ¡Aquella viejecita era Mercedes¡ Él le reveló que era Antonio, y la anciana, llena de emoción, empezó a gritar: «Carpio, hijo mío, ven a abrazar a tu padre». Los tres se abrazaron y vivieron contentos, amparados por la anjana, que le había castigado a permanecer cincuenta años en la cueva, aunque a él le había parecido sólo un mes.

domingo, 1 de julio de 2012

El azor de la isla de La Palma

Don Luis de la Cerda, bisnieto de don Alonso de Castilla, fue uno de los más nobles y populares caballeros de su época. Su expedición a la isla de la Fortuna, acompañando a don Fernán Peraza, constituyó la prueba irrefutable de su valor y uno de los hechos que más gloriosamente habían de enaltecer su apellido.
Cuenta la leyenda que uno de los navíos de don Luis de la Cerda, destinado a conquistar la fortuna, perdió su ruta en medio de un temporal y fue a embarrancar en la costa de La Palma. Viajaba en él la hija menor de don Luis, dama de singular hermosura, famosa en su época por su desenfado y su afanosa inquietud aventurera. Dicen que su belleza fue la que salvó la vida de todos los navegantes españoles, porque el Rey indígena se enamoró de ella y, por no agraviarla, quiso respetarlos a todos. La retuvo en su palacio para hacerla su esposa; pero ella se negó firmemente a aceptarle, y el Rey, llevado de su natural delicadeza, no quiso tomarla por la fuerza.
Pasaron los meses y españoles y palmeros formaron un pueblo único. Los españoles se adaptaron a las costumbres de la isla y aun tomaron parte en las festividades y ofrendas al dios Idafe. Los indígenas, por su parte, aprendieron el castellano y se convirtieron en compañeros insustituibles de aquéllos.
La noble dama, presa en el palacio del Rey, fue solicitada por segunda vez para esposa de éste, y bien fuera por temor, bien por verdadero cariño, aceptó, al fin, su ofrecimiento. Al poco tiempo tuvieron una hija, a quien pusieron por nombre Tauriagua, y con los años se convirtió la princesa en la mujer más atractiva de la isla y una especie de ídolo popular, cuya presencia era solicitada en las fiestas como indispensable ornamento.
Corría el siglo XV cuando llegaron con sigilo a la costa los navíos de don Guillén Peraza, que venía por encargo de su padre, Fernán Peraza, señor de Valdeflores y caballero Veinticuatro de Sevilla, con la pretensión de someter a los indígenas. Don Guillén, joven y noble, ansioso de enriquecer su escudo con hechos de armas, venía dispuesto a una fácil victoria con ayuda de sus ballesteros. Era audaz para la guerra, y cuentan que también para el amor; pero sobre todo era famosa su extraordinaria pasión por la caza, para la cual siempre llevaba dispuesto el azor al puño.
Desembarcaron los ballesteros, guiados por su señor, y acamparon, sin ser vistos en el borde de la Caldera, cuando era noche cerrada. A poco oyó don Guillén un ruido como de músicas y danzas, y avanzó, entre la fronda, en aquella dirección. Se encontró entonces con una fiesta al parecer popular, en la que los jóvenes bailaban en graciosas figuras, emparejándose con las doncellas.
Le extrañó sobremanera que los habitantes de aquella isla entonasen canciones en castellano; pero mucho más la presencia en lo alto de una roca de una bellísima mujer cubierta con un manto de piel pintada. Era Tauriagua. Extendió entonces don Guillén su brazo por entre los árboles que le ocultaban, y el azor, que estaba posado en su puño, voló hacia lo alto de la roca donde se encontraba Tauriagua, y, cogiéndola por el manto, la llevó a presencia de su señor. Esto puso un repentino final a la fiesta, y don Guillén aprovechó el desconcierto para montar a la doncella sobre su caballo y huir con ella hasta una lejana gruta, donde improvisó para ambos una vivienda. Allí transcurrieron felices unos cuantos días, que dedicó Tauriagua a corresponder al amor de don Guillén. Pero en el combate que se había iniciado contra los indígenas resultaron tan diezmados los ballesteros españoles, que apenas si quedaron unos cuantos supervivientes. Y don Guillén Peraza, que un día se despidiera de su amada con la ilusión de volverla a ver, no regresó más a la gruta. Su cadáver quedó abandonado sobre los tallos trasnochados de las pitas y atravesado por las espinas de las tuneras.
El azor, al parecer, quedó acompañando a la bella Tauriagua, que ya esperaba un hijo de don Guillén. Nació el niño, y con el correr de los años, el pequeño príncipe creció revestido de todas las virtudes y defectos que caracterizaran a los Peraza: la afición por la caza, a la que iba con el azor de su padre al puño, y la misma tendencia audaz y valerosa para la guerra y el amor. De vez en cuando asistía a las típicas danzas del Sirinoque y se entretenía en contemplar la belleza de las doncellas. Cuando cumplió veinte años, heredó el trono y se casó con una de las más hermosas, nieta del caudillo Garejagua.
Transcurrió su reinado plácidamente, sin ningún acontecimiento notable, hasta que un día se presentó ante él uno de los adivinos más populares de la isla, por su austeridad y su ciencia mágica. Le dijo que se había sentido iluminado por los dioses, los cuales le habían hecho saber que cuando aquel viejo azor remontase el vuelo para no volver, cambiaría por completo la vida de los palmeros y se iniciaría una nueva era. Añadió que sólo el azor volvería para poner final a este período en caso de que los habitantes de la isla de la Palma se sintiesen desgraciados en su nueva vida.
No prestó el Rey mucho crédito a la profecía; pero un día en que se encontraba en Taburiente tuvo lugar la predicción del adivino: el azor, de repente, se soltó del puño e inició un lento vuelo, internándose en el mar. El Rey le contempló atónito y cuando ya se perdía en la lejanía, aparecieron en el horizonte unas manchas oscuras que, agrandándose poco a poco, dibujaron el frágil contorno de unos navíos que venían hacia la isla a toda vela. Eran los conquistadores.
Desde aquel día nadie ha visto regresar al azor de don Guillén Peraza.