Don Luis de la Cerda, bisnieto de don Alonso de Castilla, fue uno
de los más nobles y populares caballeros de su época. Su
expedición a la isla de la Fortuna, acompañando a don Fernán
Peraza, constituyó la prueba irrefutable de su valor y uno de
los hechos que más gloriosamente habían de enaltecer su
apellido.
Cuenta la leyenda que uno de los navíos de don Luis de la Cerda, destinado a conquistar la fortuna, perdió su ruta en medio de un temporal y fue a embarrancar en la costa de La Palma. Viajaba en él la hija menor de don Luis, dama de singular hermosura, famosa en su época por su desenfado y su afanosa inquietud aventurera. Dicen que su belleza fue la que salvó la vida de todos los navegantes españoles, porque el Rey indígena se enamoró de ella y, por no agraviarla, quiso respetarlos a todos. La retuvo en su palacio para hacerla su esposa; pero ella se negó firmemente a aceptarle, y el Rey, llevado de su natural delicadeza, no quiso tomarla por la fuerza.
Pasaron los meses y españoles y palmeros formaron un pueblo único. Los españoles se adaptaron a las costumbres de la isla y aun tomaron parte en las festividades y ofrendas al dios Idafe. Los indígenas, por su parte, aprendieron el castellano y se convirtieron en compañeros insustituibles de aquéllos.
La noble dama, presa en el palacio del Rey, fue solicitada por segunda vez para esposa de éste, y bien fuera por temor, bien por verdadero cariño, aceptó, al fin, su ofrecimiento. Al poco tiempo tuvieron una hija, a quien pusieron por nombre Tauriagua, y con los años se convirtió la princesa en la mujer más atractiva de la isla y una especie de ídolo popular, cuya presencia era solicitada en las fiestas como indispensable ornamento.
Corría el siglo XV cuando llegaron con sigilo a la costa los navíos de don Guillén Peraza, que venía por encargo de su padre, Fernán Peraza, señor de Valdeflores y caballero Veinticuatro de Sevilla, con la pretensión de someter a los indígenas. Don Guillén, joven y noble, ansioso de enriquecer su escudo con hechos de armas, venía dispuesto a una fácil victoria con ayuda de sus ballesteros. Era audaz para la guerra, y cuentan que también para el amor; pero sobre todo era famosa su extraordinaria pasión por la caza, para la cual siempre llevaba dispuesto el azor al puño.
Desembarcaron los ballesteros, guiados por su señor, y acamparon, sin ser vistos en el borde de la Caldera, cuando era noche cerrada. A poco oyó don Guillén un ruido como de músicas y danzas, y avanzó, entre la fronda, en aquella dirección. Se encontró entonces con una fiesta al parecer popular, en la que los jóvenes bailaban en graciosas figuras, emparejándose con las doncellas.
Le extrañó sobremanera que los habitantes de aquella isla entonasen canciones en castellano; pero mucho más la presencia en lo alto de una roca de una bellísima mujer cubierta con un manto de piel pintada. Era Tauriagua. Extendió entonces don Guillén su brazo por entre los árboles que le ocultaban, y el azor, que estaba posado en su puño, voló hacia lo alto de la roca donde se encontraba Tauriagua, y, cogiéndola por el manto, la llevó a presencia de su señor. Esto puso un repentino final a la fiesta, y don Guillén aprovechó el desconcierto para montar a la doncella sobre su caballo y huir con ella hasta una lejana gruta, donde improvisó para ambos una vivienda. Allí transcurrieron felices unos cuantos días, que dedicó Tauriagua a corresponder al amor de don Guillén. Pero en el combate que se había iniciado contra los indígenas resultaron tan diezmados los ballesteros españoles, que apenas si quedaron unos cuantos supervivientes. Y don Guillén Peraza, que un día se despidiera de su amada con la ilusión de volverla a ver, no regresó más a la gruta. Su cadáver quedó abandonado sobre los tallos trasnochados de las pitas y atravesado por las espinas de las tuneras.
El azor, al parecer, quedó acompañando a la bella Tauriagua, que ya esperaba un hijo de don Guillén. Nació el niño, y con el correr de los años, el pequeño príncipe creció revestido de todas las virtudes y defectos que caracterizaran a los Peraza: la afición por la caza, a la que iba con el azor de su padre al puño, y la misma tendencia audaz y valerosa para la guerra y el amor. De vez en cuando asistía a las típicas danzas del Sirinoque y se entretenía en contemplar la belleza de las doncellas. Cuando cumplió veinte años, heredó el trono y se casó con una de las más hermosas, nieta del caudillo Garejagua.
Transcurrió su reinado plácidamente, sin ningún acontecimiento notable, hasta que un día se presentó ante él uno de los adivinos más populares de la isla, por su austeridad y su ciencia mágica. Le dijo que se había sentido iluminado por los dioses, los cuales le habían hecho saber que cuando aquel viejo azor remontase el vuelo para no volver, cambiaría por completo la vida de los palmeros y se iniciaría una nueva era. Añadió que sólo el azor volvería para poner final a este período en caso de que los habitantes de la isla de la Palma se sintiesen desgraciados en su nueva vida.
No prestó el Rey mucho crédito a la profecía; pero un día en que se encontraba en Taburiente tuvo lugar la predicción del adivino: el azor, de repente, se soltó del puño e inició un lento vuelo, internándose en el mar. El Rey le contempló atónito y cuando ya se perdía en la lejanía, aparecieron en el horizonte unas manchas oscuras que, agrandándose poco a poco, dibujaron el frágil contorno de unos navíos que venían hacia la isla a toda vela. Eran los conquistadores.
Desde aquel día nadie ha visto regresar al azor de don Guillén Peraza.
Cuenta la leyenda que uno de los navíos de don Luis de la Cerda, destinado a conquistar la fortuna, perdió su ruta en medio de un temporal y fue a embarrancar en la costa de La Palma. Viajaba en él la hija menor de don Luis, dama de singular hermosura, famosa en su época por su desenfado y su afanosa inquietud aventurera. Dicen que su belleza fue la que salvó la vida de todos los navegantes españoles, porque el Rey indígena se enamoró de ella y, por no agraviarla, quiso respetarlos a todos. La retuvo en su palacio para hacerla su esposa; pero ella se negó firmemente a aceptarle, y el Rey, llevado de su natural delicadeza, no quiso tomarla por la fuerza.
Pasaron los meses y españoles y palmeros formaron un pueblo único. Los españoles se adaptaron a las costumbres de la isla y aun tomaron parte en las festividades y ofrendas al dios Idafe. Los indígenas, por su parte, aprendieron el castellano y se convirtieron en compañeros insustituibles de aquéllos.
La noble dama, presa en el palacio del Rey, fue solicitada por segunda vez para esposa de éste, y bien fuera por temor, bien por verdadero cariño, aceptó, al fin, su ofrecimiento. Al poco tiempo tuvieron una hija, a quien pusieron por nombre Tauriagua, y con los años se convirtió la princesa en la mujer más atractiva de la isla y una especie de ídolo popular, cuya presencia era solicitada en las fiestas como indispensable ornamento.
Corría el siglo XV cuando llegaron con sigilo a la costa los navíos de don Guillén Peraza, que venía por encargo de su padre, Fernán Peraza, señor de Valdeflores y caballero Veinticuatro de Sevilla, con la pretensión de someter a los indígenas. Don Guillén, joven y noble, ansioso de enriquecer su escudo con hechos de armas, venía dispuesto a una fácil victoria con ayuda de sus ballesteros. Era audaz para la guerra, y cuentan que también para el amor; pero sobre todo era famosa su extraordinaria pasión por la caza, para la cual siempre llevaba dispuesto el azor al puño.
Desembarcaron los ballesteros, guiados por su señor, y acamparon, sin ser vistos en el borde de la Caldera, cuando era noche cerrada. A poco oyó don Guillén un ruido como de músicas y danzas, y avanzó, entre la fronda, en aquella dirección. Se encontró entonces con una fiesta al parecer popular, en la que los jóvenes bailaban en graciosas figuras, emparejándose con las doncellas.
Le extrañó sobremanera que los habitantes de aquella isla entonasen canciones en castellano; pero mucho más la presencia en lo alto de una roca de una bellísima mujer cubierta con un manto de piel pintada. Era Tauriagua. Extendió entonces don Guillén su brazo por entre los árboles que le ocultaban, y el azor, que estaba posado en su puño, voló hacia lo alto de la roca donde se encontraba Tauriagua, y, cogiéndola por el manto, la llevó a presencia de su señor. Esto puso un repentino final a la fiesta, y don Guillén aprovechó el desconcierto para montar a la doncella sobre su caballo y huir con ella hasta una lejana gruta, donde improvisó para ambos una vivienda. Allí transcurrieron felices unos cuantos días, que dedicó Tauriagua a corresponder al amor de don Guillén. Pero en el combate que se había iniciado contra los indígenas resultaron tan diezmados los ballesteros españoles, que apenas si quedaron unos cuantos supervivientes. Y don Guillén Peraza, que un día se despidiera de su amada con la ilusión de volverla a ver, no regresó más a la gruta. Su cadáver quedó abandonado sobre los tallos trasnochados de las pitas y atravesado por las espinas de las tuneras.
El azor, al parecer, quedó acompañando a la bella Tauriagua, que ya esperaba un hijo de don Guillén. Nació el niño, y con el correr de los años, el pequeño príncipe creció revestido de todas las virtudes y defectos que caracterizaran a los Peraza: la afición por la caza, a la que iba con el azor de su padre al puño, y la misma tendencia audaz y valerosa para la guerra y el amor. De vez en cuando asistía a las típicas danzas del Sirinoque y se entretenía en contemplar la belleza de las doncellas. Cuando cumplió veinte años, heredó el trono y se casó con una de las más hermosas, nieta del caudillo Garejagua.
Transcurrió su reinado plácidamente, sin ningún acontecimiento notable, hasta que un día se presentó ante él uno de los adivinos más populares de la isla, por su austeridad y su ciencia mágica. Le dijo que se había sentido iluminado por los dioses, los cuales le habían hecho saber que cuando aquel viejo azor remontase el vuelo para no volver, cambiaría por completo la vida de los palmeros y se iniciaría una nueva era. Añadió que sólo el azor volvería para poner final a este período en caso de que los habitantes de la isla de la Palma se sintiesen desgraciados en su nueva vida.
No prestó el Rey mucho crédito a la profecía; pero un día en que se encontraba en Taburiente tuvo lugar la predicción del adivino: el azor, de repente, se soltó del puño e inició un lento vuelo, internándose en el mar. El Rey le contempló atónito y cuando ya se perdía en la lejanía, aparecieron en el horizonte unas manchas oscuras que, agrandándose poco a poco, dibujaron el frágil contorno de unos navíos que venían hacia la isla a toda vela. Eran los conquistadores.
Desde aquel día nadie ha visto regresar al azor de don Guillén Peraza.
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