En las proximidades de la sierra de
Molina, entre los pueblos de Ventosa y Corduente
(Guadalajara) se extiende lo que en Castilla se llama
"una hoz de peñascos", angostura encuadrada por
montañas, por donde corre el río Gallo.
Un día lejano de 1247 caminaba por allí un pastorcillo. Llevaba a pastar un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Aunque conocía bastante bien el terreno, ignoraba no pocos parajes agrestes de la intrincada y abrupta serranía.
Iba ya más que mediada la tarde. El zagal se dispuso a regresar al aprisco. Pero entonces echó de menos la mejor de las corderas de su hato. Era una hermosa res, fina, de blanquísimo vellón.
Ataúlfo -así se llamaba el pastorcillo- no podía volver sin la hermosa oveja.
Ayudado por sus dos mastines encerró el rebaño en una especie de pequeño anfiteatro natural formado por altas rocas. Y hecho esto se perdió entre las fragosidades de aquel lugar grandioso y solitario, para buscar la res.
Sin darse cuenta de que el sol declinaba hacia el ocaso y que venía la noche a más andar, se fue adentrando en el corazón de la serranía, brava e imponente. Oyó a lo lejos un rumor extraño como de agua que se despeñara desde las alturas. Sin arredrarse -era de corazón valiente y decidido-, continuó avanzando. Pronto, sus ojos descubrieron la cabellera de espumas plateadas del río Gallo que, en efecto, forma en aquellos parajes una bella y enorme catarata.
La angostura se estrechaba cada vez más. Pensó Ataulfo que la oveja perdida habría seguido el fondo pedregoso del tajo y no se detuvo. Continuó dando silbidos y llamando por su nombre a la cordera.
- ¡Escúchame, Ataulfo! Yo te diré donde está la ovejita -dijo una voz dulcísima, que sonó a sus espaldas como saliendo de la maleza misma.
Se paró instintivamente el pastorcillo y volvióse anhelante y lleno de inquietud. Sus ojos se abrieron enormemente con asombro y espanto.
Era la Virgen en persona quien le hablaba. Apareció majestuosa, con el niño en los brazos saliendo del fondo de una pequeña cueva, formada en la roca viva.
Cuando el pastorcillo pudo reponerse un tanto de su estupor, murmuró, con voz entrecortada:
- ¡Oh, señora!... ¿Quién sois?...
- ¡Yo soy la Virgen, hijo mío! -repuso la Señora en tono de inmensa dulzura-. He visto tus apuros y he querido ayudarte. Tu ovejita está allí, al fondo del sendero que sigues en una explanada rodeada de rocas. Desde aquí la veo yo... ¡Continúa!
Miró el pastorcillo. Una revuelta del barranco le impedía ver la cordera. Instintivamente iba a echar a correr. Quiso antes despedirse de su bienhechora, dar gracias a la Virgen, y, lívido por el asombro y la emoción, volvió la cabeza. ¡La Virgen había desaparecido!...
Corrió ahora Ataulfo, creyendo delirar. Mientras corría, volvía la cabeza a cada instante para mirar a la cuevecilla a cuya entrada se le había aparecido la Virgen. Al desembocar en la plazoleta tuvo la confirmación de su visión. Allí estaba la cordera. El animal se acercó a él, balando dulcemente. La condujo al rebaño. Y, al pasar por el lugar de la aparición, se arrodilló, murmurando con labio tembloroso: -¡Gracias, Madre mía, gracias de todo corazón!
Iba como loco. Corría desatinado en dirección al pueblecillo. Espantaba el ganado; golpeaba los troncos con su cayado de nudos. Los perros le seguían jadeantes y ladrando.
- ¡Milagro, milagro! ¡La Virgen santa, se me ha aparecido!...
Los aldeanos de Corduente, Ventosa y todo el contorno, noticiosos del innegable milagro fueron al sitio de la aparición: allí estaba una imagen de la Virgen María, tallada en madera, cubierta con rico manto azul, bordado en oro.
Y en aquel lugar se eleva hoy una poética y humilde ermita, que da fe de esta bella y dulce leyenda del pastorcillo Ataulfo.
Un día lejano de 1247 caminaba por allí un pastorcillo. Llevaba a pastar un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Aunque conocía bastante bien el terreno, ignoraba no pocos parajes agrestes de la intrincada y abrupta serranía.
Iba ya más que mediada la tarde. El zagal se dispuso a regresar al aprisco. Pero entonces echó de menos la mejor de las corderas de su hato. Era una hermosa res, fina, de blanquísimo vellón.
Ataúlfo -así se llamaba el pastorcillo- no podía volver sin la hermosa oveja.
Ayudado por sus dos mastines encerró el rebaño en una especie de pequeño anfiteatro natural formado por altas rocas. Y hecho esto se perdió entre las fragosidades de aquel lugar grandioso y solitario, para buscar la res.
Sin darse cuenta de que el sol declinaba hacia el ocaso y que venía la noche a más andar, se fue adentrando en el corazón de la serranía, brava e imponente. Oyó a lo lejos un rumor extraño como de agua que se despeñara desde las alturas. Sin arredrarse -era de corazón valiente y decidido-, continuó avanzando. Pronto, sus ojos descubrieron la cabellera de espumas plateadas del río Gallo que, en efecto, forma en aquellos parajes una bella y enorme catarata.
La angostura se estrechaba cada vez más. Pensó Ataulfo que la oveja perdida habría seguido el fondo pedregoso del tajo y no se detuvo. Continuó dando silbidos y llamando por su nombre a la cordera.
- ¡Escúchame, Ataulfo! Yo te diré donde está la ovejita -dijo una voz dulcísima, que sonó a sus espaldas como saliendo de la maleza misma.
Se paró instintivamente el pastorcillo y volvióse anhelante y lleno de inquietud. Sus ojos se abrieron enormemente con asombro y espanto.
Era la Virgen en persona quien le hablaba. Apareció majestuosa, con el niño en los brazos saliendo del fondo de una pequeña cueva, formada en la roca viva.
Cuando el pastorcillo pudo reponerse un tanto de su estupor, murmuró, con voz entrecortada:
- ¡Oh, señora!... ¿Quién sois?...
- ¡Yo soy la Virgen, hijo mío! -repuso la Señora en tono de inmensa dulzura-. He visto tus apuros y he querido ayudarte. Tu ovejita está allí, al fondo del sendero que sigues en una explanada rodeada de rocas. Desde aquí la veo yo... ¡Continúa!
Miró el pastorcillo. Una revuelta del barranco le impedía ver la cordera. Instintivamente iba a echar a correr. Quiso antes despedirse de su bienhechora, dar gracias a la Virgen, y, lívido por el asombro y la emoción, volvió la cabeza. ¡La Virgen había desaparecido!...
Corrió ahora Ataulfo, creyendo delirar. Mientras corría, volvía la cabeza a cada instante para mirar a la cuevecilla a cuya entrada se le había aparecido la Virgen. Al desembocar en la plazoleta tuvo la confirmación de su visión. Allí estaba la cordera. El animal se acercó a él, balando dulcemente. La condujo al rebaño. Y, al pasar por el lugar de la aparición, se arrodilló, murmurando con labio tembloroso: -¡Gracias, Madre mía, gracias de todo corazón!
Iba como loco. Corría desatinado en dirección al pueblecillo. Espantaba el ganado; golpeaba los troncos con su cayado de nudos. Los perros le seguían jadeantes y ladrando.
- ¡Milagro, milagro! ¡La Virgen santa, se me ha aparecido!...
Los aldeanos de Corduente, Ventosa y todo el contorno, noticiosos del innegable milagro fueron al sitio de la aparición: allí estaba una imagen de la Virgen María, tallada en madera, cubierta con rico manto azul, bordado en oro.
Y en aquel lugar se eleva hoy una poética y humilde ermita, que da fe de esta bella y dulce leyenda del pastorcillo Ataulfo.
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