sábado, 7 de julio de 2012

El jinete maldito

En el más alto acantilado de la costa cántabra, cerca de Santoña, hay un castillo en ruinas. Cuenta la leyenda que habitaba este castillo, en tiempos remotos, don Rodrigo de los Vélez, esforzado campeón de la Santa Cruz, cuyas mesnadas habían combatido y vencido en diversas ocasiones a los más bravos emires.
Este caballero casó en segundas nupcias con una joven y bella dama, llamada doña Dulce de Saldaña, y en su castillo tenía a un prohijado suyo, don Íñigo Fernán Núñez, hijo de un lejano deudo del caballero. Los parientes, deudos y amigos de don Rodrigo de los Vélez habían advertido varias veces al caballero que no era cristiano ni prudente cobijar bajo el mismo techo a dos personas de distinto sexo y de la misma edad; pero él fiaba en que la gratitud de Íñigo sería la salvaguardia de su propio honor.
Un día, el rey de Castilla envió a un propio en busca de don Rodrigo de los Vélez, ordenándole que reuniera de nuevo su mesnada y se fuera a combatir a los moros. Cumplió el caballero esta orden, dejando a su esposa doña Dulce y a su prohijado don Íñigo en el castillo de Santoña.
Un año después llegó al castillo la noticia de que la mesnada de don Rodrigo había sido vencida por los sarracenos, y el caballero, hecho prisionero.
Doña Dulce, al recibir estas tristes nuevas, cayó en un estado de inconsciencia que la dejó indefensa contra la maldad y el egoísmo de don Íñigo, quien se apoderó del castillo, arrogándose el señorío de la fortaleza y sus tierras.
No contento con haber despojado a su dueña y señora de todas sus riquezas, se enamoró de ella y pretendió hacerla suya.
Una noche, penetró en su camarín y la encontró rezando ante la imagen de San Rafael. Por una rara coincidencia, doña Dulce se hallaba en uno de sus pocos momentos de lucidez.
Al comprender lo que don Íñigo esperaba de ella, la dama huyó del camarín y subió a lo alto de la torre del homenaje. Hasta allí siguióla Fernán Núñez, que forcejeando, quiso llevarla al interior de la fortaleza. La dama, prefiriendo la muerte al deshonor, desenvainó la daga que pendía del cinto de Íñigo y la hundió en su propio pecho. Éste, despavorido, quiso huir del terrible espectáculo, dando unos pasos hacia atrás. El huracán silbó entonces con más fuerza, y el traidor se precipitó al abismo, sumergiéndose en lo profundo del mar. En el momento de caer se oyó la voz de la moribunda que le maldecía y le condenaba a "existencia eterna".
Desde entonces, y en las noches en que el huracán silba a través del acantilado, y en medio de las ruinas del castillo, se ve a don Íñigo que, montado en un gigantesco delfín, surca el mar embravecido en una carrera desenfrenada.

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