domingo, 30 de septiembre de 2012

Don Diego de la Salve "leyenda"

Era don Diego Hernández un noble mancebo toledano que, lleno de deseos de gloria, había marchado a luchar bajo las banderas de Carlos V, el emperador. Pronto se distinguió por su valor y pericia en el arte de la guerra, y en varias batallas fue felicitado por sus superiores, hasta obtener la banda de capitán. En medio de su agitada vida, corriendo unas veces de ciudad en ciudad, luchando otras, permaneciendo en campamentos o descansando en palacios, había descuidado los negocios del alma y se mostraba poco inclinado a devociones. Ocurrió que estando en Madrid tuvo noticias de que una parienta suya, rica señora toledana, estaba en grave peligro de muerte, y aunque su presteza en trasladarse a la ciudad del Tajo fue mucha, no llegó a tiempo sino de contemplar muerta a su tía, que tal lo era, y de asistir a los funerales por su alma.
Esta señora era muy devota de la Virgen de la Esperanza, que se venera en la vieja parroquia de San Lucas. A ella había suplicado muchas veces que detuviera la desenfrenada vida de su sobrino y que lo llevase por el buen camino. Una de las devociones que mantenía la piadosa señora era el pago de una Salve que todos los sábados, al sonar las campanadas de las seis, se cantaba en la parroquia ante la Virgen de la Esperanza. Pero una vez muerta ella, el joven don Diego no quiso seguir pagando esa Salve, y ya las puertas de San Lucas permanecían cerradas, mudos su órgano y su coro, sin que las voces de la bella oración sonasen dentro de los muros de la venerable iglesia.
Un día los vecinos que vivían en las cercanías de la iglesia oyeron que al dar las seis, las campanas de la iglesia tocaban para llamar a los fieles a la Salve, como habían hecho tantas veces. Creyeron que don Diego habría modificado su conducta y que mantenía la devoción de su tía, y se dirigieron a la iglesia. Grande fue su sorpresa cuando la encontraron cerrada. Y mayor aún cuando a los pocos momentos oyeron unas armonías dulcísimas y unas voces suaves que cantaban la Salve. Comprendieron que se trataba de algo sobrenatural. Fueron a dar cuenta a don Diego de lo que ocurría, y éste los recibió muy amable, pero mostrándose incrédulo a lo que decían. Mas tanta fue la insistencia de los vecinos, que prometió acudir el próximo sábado a San Lucas a la hora de la Salve a comprobar por sí mismo lo que le aseguraban.
Durante la semana que transcurrió, la noticia se extendió por la ciudad; así que el sábado, no sólo acudieron los vecinos que habían presenciado el extraño caso, sino una gran muchedumbre de gentes de todas las clases sociales. Don Diego Hernández llegó también, cumpliendo su promesa.
Dieron, pues, las seis, e inmediatamente las campanas de San Lucas empezaron a tocar. Un rumor de asombro se extendió por la muchedumbre: las campanas tocaban solas. El rumor se cortó cuando empezaron a oírse unos acordes de órgano como nunca habían conocido ni aun los que habían asistido a funciones en la catedral, en las que los mejores organistas interpretan las mejores obras. Y después un coro de voces maravillosas se elevó dentro de la iglesia, pasando por los muros y por las puertas cerradas y elevándose en medio del silencio de las turbas sobrecogidas. Se oía cantar a esas voces las palabras de la Salve, el más hermoso himno mariano. Don Diego Hernández, pálido, no se atrevía a moverse.
Al fin se adelantó hacia las puertas de la iglesia. Las abrió y penetró en el templo. Apenas había pasado el umbral, cayó de rodillas, lanzando un gemido. Había visto unos ángeles de hermosísima presencia que, agrupados cerca del altar mayor, entonaban la Salve con voces potentes y bellas. Y la Virgen de la Esperanza aparecía iluminada por un resplandor celestial. Aún pudo ver más el incrédulo joven: sobre la sepultura de su tía había aparecido la piadosa señora, arrodillada, con la misma mortaja que le pusieran al ser enterrada y rezando con las manos enlazadas.
Acabó la Salve, y todo desapareció. Don Diego, de rodillas, rezaba, y cuando el pueblo se le acercó, contó él lo que había visto, pidiendo a Dios públicamente perdón de sus faltas y prometiendo dedicarse a su servicio. Desde aquel día renunció a su vida de hazañas y placeres y tomó el nombre de don Diego de la Salve, con el que quiso ser conocido y con el que es llamado por la tradición.
Y desde entonces no se ha dejado de cantar la Salve ni un sábado en la Iglesia de San Lucas, de Toledo.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Las rosas de Santa Casilda "leyenda"

Bella como una rosa recién abierta era la dulce niña. Y era más bella todavía su alma. Se llamaba Casilda. Ni los cuentos de sus esclavas la entretenían; ni las coplas y las pulidas kasidas de los poetas, ni las acordadas músicas de las guzlas y los bailes de las danzaderas la deleitaban; ni amaba los afeites; ni se enajenaba con los perfumes, los vestidos costosos y las joyas rutilantes. Porque habéis de saber que esta niña, tan buena como bella, era princesa. Su padre era un rey moro de Toledo que tenía una de esas cortes de pandereta y tarjeta postal, decadentes, lánguidas y poéticas, con versos y canciones, baños, fiestas y banquetes constantes en que acabó y se deshizo el esplendor del Califato
Debajo de esta capa superficial de buena vida, de arte, de tolerancia, bullía inextinguible el espíritu feroz e intransigente, fanático y cruel de los musulmanes. En los calabozos del palacio del rey, en infectas mazmorras, aherrojados, maltratados y hambrientos, había infelices cautivos cristianos hechos prisioneros en una correría.
Y Casilda no era feliz... Su alma noble, delicada, sensible, caritativa, dolíase de la gran necesidad y miseria de aquellos desgraciados, desnudos, tristes, hambrientos, sin libertad, sin cariño, con el recuerdo de su tierra y de los suyos clavado en el alma como espina punzante...
Sin ser cristiana, estaba llena de piedad para los infelices. Ella no podía evitar estos dolores; ley de guerra, dura ley de guerra de un tiempo de lucha constante y sin cuartel entre moros y cristianos. Mas, pensando, pensando, halló la manera de mitigarlos. Y fue acudir secretamente a los cautivos con el remedio y sustento posible. Mandóles a escondidas vestidos y mantas. Y todos los días, con pretexto de coger flores en los jardines, se deslizaba en las mazmorras, llevando bajo el delantal pan y comida para ellos.
De esta misericordia y caridad suyas vínole la luz y el conocimiento de la verdad; porque Dios, buen pagador, no deja sin premio las obras de piedad hechas a los pobres.
Como era tan bella tenía muchos pretendientes. Pero ella no aceptaba a ninguno. Aquellos moros crueles, sensuales, feroces, no llenaban su corazón, donde sentía unos deseos infinitos de algo que no sabía explicar, ni lo que era.
Un pretendiente desdeñado espió sus pasos. Y descubrió el secreto de aquellas salidas cotidianas de sus habitaciones. Se lo dijo al rey. Montó en cólera, mal enojado éste, y quiso cerciorarse por sus propios ojos. ¡Ay de ella y de los cristianos de ser cierto! La encerraría en una torre lóbrega y solitaria y colgaría a los cautivos por embaucadores de la bella princesa.
Atravesaba aquel día la dulce Casilda los solitarios corredores que conducían a las mazmorras. Llevaba, envuelto en la sobrefalda, pan para los cautivos. De manos a boca tropezó con su padre. No iba solo; varios dignatarios de la corte, musulmanes fanáticos, le acompañaban. La niña se asustó.
- ¿Qué llevas oculto en esa falda? -preguntóle el padre con dureza.
- ¿Qué quieres que lleve, padre mío? ­respondió, sorprendida y medrosa-. Llevo rosas, ¿no ves?
Y al abrir, con temor, la sobrefalda pudieron comprobar que no mentía. ¡El pan se había convertido en lindas rosas para que la caritativa Casilda no sufriese las iras de su padre!...
Al delator, bien azotado, se le mandó a la frontera. Y a los cristianos no faltó la comida ese día, porque Dios, cuando Casilda quedó sola, repitió el milagro y convirtió de nuevo las rosas en viandas.
No quiso el Señor que criatura tan angelical estuviese toda su vida rodeada de infieles, como rosa entre espinas, expuesta a los peligros de una corte frívola y sensual.
Casilda había visto en sueños una majestuosa Señora, de hermosura sin igual, que la llamaba. No sabía quien era, ni qué la quería. Pero la gentil princesa empezó a desmejorarse; enfermó de nostalgia y enfermó también de un mal conocido. Los físicos - moros y judíos - estuvieron conformes. Sólo podía sanar de aquella dolencia bañándose en las aguas de un lago que había cerca de Burgos en tierras de cristianos.
Almamún - así se llamaba el padre de Casilda - estaba a la sazón en buenas relaciones con el rey de Castilla, D. Fernando I. Y con deseos de que curara envió a su hija, acompañada de gran séquito, a la corte de Burgos.
Y ya no volvió más. Cuando vio la imagen de la Virgen María, conoció a la gran Señora que en sueños la llamara. Se bañó en las aguas del lago de San Vicente de ponderada virtud; consiguió la salud y se hizo cristiana. Levantó una capilla cerca del lago, en las proximidades de Briviesca, y en ella vivió, dedicada al servicio de la Madre de Dios y a prácticas piadosas. Por su intercesión, en vida y después de muerta, el Señor obró muchos milagros. Y allí murió el 9 de abril de 1126, feliz, porque iba a cielo.
Santa Casilda es desde entonces Patrona de la comarca de Burgos.
Donde estuvo la ermita se alza hoy un templo con hospedería para romeros, dedicado a la Santa, en el cual se guardan sus restos y se la venera. Y todos los años se celebra allí una romería y acude muchedumbre de devotos que llevan a la santa ofrendas de rosas, en recuerdo de aquellas otras con que el Señor premio la caridad ardiente de Casilda.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Los amantes de Teruel "leyenda"

En la calle de los Ricos-hombres de Teruel, allá en los principios del siglo XIII, estaba enclavada la casa solariega de Don Martín Marsilla, noble hidalgo del grupo de los reconquistadores de la ciudad. Cercano a ella se alzaba el solar de los Seguras, familia también de la rancia nobleza turolense. Un hijo único tienen los Marsillas, Juan Diego Garcés, apuesto y arrogante joven a la sazón. Y una niña de belleza excepcional, suave y dulce como una «madonna», Isabel, es asimismo vástago único de los Seguras. Son casi de una misma edad y se aman tiernamente. La amistad íntima de las madres de ambos les permitió corretear desde pequeños por los jardines de sus mansiones, compartiendo los juegos infantiles, y un amor prematuro, ideal, absorbente, exclusivista, unió a los corazones de los dos desde muy niños. Diego Marsilla sólo piensa en Isabel, en agradarla, en merecerla. Isabel Segura sólo sueña con Diego; no hay nadie, para ella, que le iguale en gentileza, apostura, nobleza, fidelidad, ternura y cortesía.
Todo Teruel comenta con simpatía la fortuna de aquel amor juvenil, que desde la infancia pareció modelo de amor humano perfecto. Algo ensombrece, sin embargo, los sueños azules de la feliz pareja: los Marsillas no son ricos; arruináronse en la guerra con el moro y en las banderías de la nobleza, que intranquilizaron el reino años hace, y no han logrado rehacer su hacienda quebrantada. Tampoco es desahogada la situación económica de los Seguras. Y Diego ha de buscar en la guerra la fortuna, labrándose con la punta de la espada la seguridad de un porvenir, sin zozobras que ofrecer a su amor...

La calma tranquila de Teruel fue rota con la llegada de aquel magnate. Rodrigo de Azagra, hermano del señor de Albarracín, venía enviado por el rey de Aragón para despachar cierta comisión en la ciudad. Era cortesano, rico, influyente; se rodeaba de brillante comitiva, con la pompa y el fausto de un gran señor. Orgulloso, altanero; la vida le sonríe y se le entrega rendida; no ha habido, hasta ahora, capricho o deseo que no haya visto al punto satisfecho. La nobleza turolense se desvive por atenderle y festejarle. Saraos, recepciones, banquetes, rivalizando los nobles provincianos en lujo y cortesía, se han celebrado en honor de él. Y un día, aciago para los amantes, sus ojos han reparado en la belleza prodigiosa de Isabel. Azagra, prendado de los encantos de la hermosa y sentimental doncella, la pidió en matrimonio.

La posición del pretendiente, el atuendo de que se rodeaba, la nobleza e importancia del cortesano, deslumbraron a los padres de la joven. Pedro Segura dio palabra a Rodrigo de concederle la manó de su hija.
- ¡Padre mío! -dijo Isabel bajando los ojos con humildad y palideciendo, al comunicarle sus padres el proyecto de aquel matrimonio que colmaba todas las apetencias de ellos-. Olvidas que estoy enamorada de otro hombre desde niña; siempre he soñado con casarme con él.
- ¿Con Marsilla? Olvida tú lo que sólo puede ser capricho pasajero, consentido en la niñez. ¿Desde cuándo las hijas se enamoran sin la voluntad de sus padres? ¿Desde cuándo se casan sin que ellos les propongan el marido? El matrimonio brillante que te hemos buscado haría la felicidad de cualquier joven. He dado ya mi palabra a D. Rodrigo.
- Siempre os obedecí sumisa; mas también yo -repuso Isabel deshecha en llanto- estoy ligada por un juramento. Podéis arrastrarme hasta la iglesia, maltratar mi cuerpo, si os place; hundirme en un claustro, si es vuestro gusto. No protestaré, no diré nada; lo haré resignada por complaceros; pero con nada lograréis que pronuncie mi lengua un sí perjuro.
- Ten en cuenta, hija mía -medió cariñosa la madre- que la situación de nuestra hacienda no es muy halagüeña. Casándote con D. Rodrigo Azagra, noble, rico, influyente, galán y caballero, darás lustre a nuestra casa y asegurarás tu porvenir. Sabes muy bien que los Marsillas están totalmente arruinados.
Diego Marsilla, avisado por su amada habló con el padre de Isabel. Y Pedro Segura, que al fin sólo quería la felicidad de su hija, sorprendido por aquel amor tan fino y tan firme, concedió un plazo. Si dentro de seis años y seis días Marsilla no volvía de la guerra, mejorado notablemente en fortuna, Pedro Segura juraba entregar la mano de Isabel a Rodrigo de Azagra.
Aquella misma tarde, Juan Diego Garcés de Marsilla, vestida la cota, la lanza en la mano, al brazo la banda, regalo de su dama, paraba el brioso alazán frente al balcón de Isabel.
- Hasta la dicha o hasta la tumba -le dijo en despedida.
- Tuya o muerta -respondió la niña.
Y Marsilla recogió en el aire y puso sobre su corazón una rosa, ungida por los labios de la amada en uno de cuyos pétalos titilaba una lágrima.
Tocaban a vísperas en la vecina parroquia de San Pedro.

lunes, 24 de septiembre de 2012

El caballero que llegó tarde al combate "leyenda"

Fernán González, primer conde de Castilla, guerreaba de continuo contra los moros, haciéndoles tal número de muertos, que no podían ser contados, y derramando sangre de varios reyes, con cuyos Estados iba ensanchando los límites de Castilla.
El buen Conde fue en busca de los ejércitos moros, que, habiendo salido de Gormaz, en la provincia de Soria, acamparon en el Vado de Cascajares. Allí fue a enfrentarse con ellos Fernán González, acompañado de sus valerosas huestes, formadas por los más nobles caballeros castellanos, y entre ellos iba Fernán Antolínez.
Este caballero, profundamente religioso, tenía la costumbre de ir todos los días, muy de mañana, a la iglesia, y en ella permanecía orando, sin que saliera jamás hasta haberse terminado todas las misas que se estuviesen diciendo.
Existía allí cerca un magnífico santuario, que el conde Garci Fernández había fundado, cerca del castillo de Santisteban. Fernán González hizo grandes donaciones a este monasterio y trajo, para que habitasen en él, a ocho monjes del monasterio de San Pedro de Arlanza. Y aquel día en que el buen Conde esperaba se diese la batalla contra los moros, se decía la primera misa en aquel lugar. Fernán González, seguido de sus caballeros, entró en la iglesia y oyó devotamente aquella misa. Una vez terminada, el Conde de Castilla se armó de todas sus armas; todos los caballeros le imitaron, y seguido de éstos, salió del santuario y, montado en su caballo, partió veloz en busca de las tropas árabes, que, situadas en el Vado de Cascajares, esperaban pasar a la otra parte.
El piadoso caballero Fernán Antolínez no salió de la iglesia con su señor; según su costumbre, se quedó en ella hasta que terminaran todas las misas que se estaban diciendo, y que oyó postrado de rodillas ante el altar, con profunda emoción.
Mientras, las tropas de Fernán González, que se habían dirigido al Vado, se enfrentaron contra las huestes moras allí acampadas, librándose una encarnizada batalla en la que los castellanos luchaban esforzados, atacando con recia bravura a los moros, que caían bajo el empuje de las lanzas castellanas, haciéndoles siempre retroceder.
Hasta la puerta del santuario llegaba el fragor del combate, y desde este lugar lo estaba presenciando el escudero de Fernán Antolínez, quien guardando el caballo, el escudo y la lanza de su señor, esperaba a que éste saliera de la iglesia; e imaginando que se había quedado en ella por cobardía, para no tomar parte en el combate, en el que tan valerosamente luchaban el conde Fernán González y todas sus tropas, e indignado de aquella maldad, llamaba a gritos a su señor, para que presto acudiese al combate.
Fernán Antolínez, tan ensimismado se hallaba en sus rezos, que aunque oía a su escudero que le llamaba a gritos, no volvía la cabeza, y seguía con profunda devoción el santo sacrificio de la misa. Y quiso Nuestro Señor recompensar aquel fervor suyo con un portentoso milagro, demostrando en forma prodigiosa los infinitos beneficios de la misa y librando a su devoto de la vergüenza y del oprobio.
Sucedió que ni Fernán González ni sus caballeros echaron de menos en el combate a Fernán Antolínez, antes bien le vieron luchar con gran arrojo y bravura, metiéndose entre las filas enemigas y matando gran número de moros con un heroísmo superior al de todos los combatientes. A pesar de haber recibido varias heridas, continuó luchando, y llegó hasta donde estaba la enseña mora, se apoderó de ella con valor increíble, desmoralizando con ello a los ejércitos árabes, que huyeron a la desbandada y dejaron el campo cubierto de cadáveres.
Quince mil moros quedaron muertos, y tan sólo cuatrocientos cristianos, y así se ganó la famosa batalla de San Esteban de Gormaz, victoria debida
en gran parte a Fernán Antolínez.
Todos sus compañeros de armas, admirados ante aquel heroísmo, comentaban las virtudes de Fernán Antolínez. Terminado el combate, Fernán González quiso felicitar a aquel caballero que tan heroicamente se había distinguido en la lid, dando orden de que se presentara ante él; pero después de buscarle por todo el campo, no se le pudo hallar ni vivo ni muerto.
Supo, al fin, que Fernán Antolínez se hallaba metido en la iglesia, sin atreverse a salir de ella, confuso y avergonzado de que se hubiera terminado la batalla sin haber tomado parte en ella, por hallarse abstraído en sus rezos. Fueron en su busca a la iglesia, y allí encontraron a Fernán Antolínez con las mismas heridas, en el pespunte, en la loriga y en el caballo, que había recibido aquel divino personaje que llevaba sus armas en el combate, y que había lidiado por él, y todos reconocieron que ello había sido un milagro de Dios, que había enviado un ángel del cielo, tomando la figura y las armas de aquel caballero y había luchado con gran bravura en su puesto hasta conseguir la victoria.
Fernán Antolínez, al verse herido, se postró, dando gracias al Altísimo por el prodigio que en él había obrado, y todos, conmovidos, de hinojos ante el altar, alabaron a Dios y a Santa María por aquella gran merced hecha en favor del caballero, que con su devoción había alcanzado un gran triunfo para las tropas castellanas.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Doña María Coronel "leyenda"

Doña María Fernández Coronel nació en Sevilla en 1334. Cuando contaba quince años de edad, contrajo matrimonio con el infante don Juan de la Cerda, señor de Gibraleón, quien se había prendado de su hermosura y discreción.
Poco después, el rey de Castilla, Don Pedro I el Cruel, conocido tanto por su valentía como por su falta de escrúpulos y su carácter antojadizo, comenzó a asediarla tenazmente. Con el deseo de evitar en lo posible los encuentros con el monarca, doña María se apartó de la vida social de la corte.
Un año después, cuando ya había comenzado la guerra civil entre el rey y su hermano, don Enrique de Trastamara, el esposo de doña María se puso al servicio del último, con pendón y soldados. La fortuna le fue adversa y don Juan de la Cerda cayó preso, siendo conducido a un castillo, en espera de su ajusticiamiento, según preveían las leyes para los casos de rebelión. Sólo se esperaba la confirmación de la sentencia por el rey, que es ese momento se encontraba en Tarragona.
Al conocer la desgraciada situación en que se encontraba su esposo, doña María resolvió solicitar el indulto, para lo cual se trasladó a Tarragona, adonde llegó transcurridas algunas semanas. Don Pedro, con el afán de conseguir sus favores, le prometió el perdón, cuando en realidad ya lo había hecho ejecutar en la Torre del Oro. El engaño se descubrió y la joven retornó a Sevilla. Todos los bienes de su esposo y los suyos propios fueron confiscados. Así se encontró, a los veintitrés años, viuda y pobre.
De regreso en Sevilla, don Pedro no cejó en sus asedios e insinuaciones, por lo que doña María se refugió en el convento de Santa Clara, profesando en 1360.
Pero el rey, que continuaba empeñado en satisfacer su capricho, ordenó que la sacaran de la clausura. Ante ello, doña María se hizo enterrar viva en el jardín. Inútilmente la buscaron por todas partes. La tierra de la sepultura, recién removida, se cubrió milagrosamente de hierba, adquiriendo el mismo aspecto externo que el resto, en el momento en que los enviados reales se aproximaron.
Según otra versión, el monarca se presentó en persona, inesperadamente, en el convento, dispuesto a llevársela por la fuerza. Al ver que no tenía escapatoria, doña María tomó un recipiente de aceite de cocina y le dijo:
- Pues que mi rostro os parece hermoso y por ello no cesáis en vuestro acoso, será fuerza quitar la causa para que desaparezca el efecto.
Y diciendo esto, se derramó el aceite hirviendo sobre el rostro, produciéndose horribles quemaduras.
Admirado ante tanta entereza, don Pedro se comprometió a concederle las mercedes que le pidiera, reclamando ella la restitución de sus bienes, cosa que no consiguió. Devolvióselos don Enrique, el hermano de don Pedro, y en el sitio donde antes se levantara el palacio de sus padres, que su perseguidor había demolido, hizo edificar el convento de Santa Inés, adonde en 1376 se trasladó desde el de Santa Clara con cuarenta monjas.
Murió el 2 de diciembre de 1411 a los setenta y siete años.
En 1626, al ser trasladadas sus reliquias del enterramiento en que habían permanecido durante 215 años al lugar que hoy ocupa en el Coro, su cuerpo fue hallado incorrupto, marcados el rostro y el cuello por las cicatrices de la quemadura. Asimismo, se verificó otro maravilloso prodigio: obedeciendo una orden de la Abadesa, el cuerpo se encogió para tener cabida en el cajón preparado al efecto.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El abad don Juan de Montemayor "leyenda"

Una cruda noche de Navidad, el abad don Juan de Montemayor, señor de todos los abades de Portugal, regresaba a su casa después de haber oficiado. Al pasar por una de las iglesias que había en el camino, se iba a santiguar devotamente, cuando el llanto de un niño dejó al buen Abad lleno de sorpresa y con la mano en el aire. Se aproximó a la puerta de la iglesia y vio que en el quicio había una criatura que plañía de frío. Lleno de compasión, cogió al niño y arropándolo bien, lo llevó consigo a su palacio. Grande fue la admiración de todos los familiares y sirvientes del Abad al ver aparecer a éste con un niño en los brazos. Explicó lo ocurrido y ordenó a su mayordomo que dispusiera todo lo necesario para que el pequeño abandonado fuese atendido debidamente. Y, en efecto, todo lo que podía necesitar le fue proporcionado: una buena nodriza, mimos y cariños, juguetes... Y así fue creciendo el infante, que recibió el nombre de don García.

En tanto, el buen don Juan de Montemayor, que había pasado de la madurez a los umbrales de la ancianidad, veía con júbilo que aquel niño abandonado iba haciéndose un gallardo mancebo, y ciertos temores que había alentado se desvanecieron. Sucedía, en efecto, que el niño había sido fruto de unos amores incestuosos, y el Abad había tenido miedo de que en el muchacho se demostrara la perversidad de su origen. Mas don García era gallardo, noble, aunque a veces fuera un tanto envidioso y soberbio; pero estos defectos se achacaban al natural fogoso de la juventud y a lo mimado que había sido por todos. Pronto se demostró, empero, que el incierto origen del mancebo iba a germinar en frutos de traición para los que le salvaron la vida y le dieron nombre y hogar.
Por aquellos años, las conquistas de Almanzor y las victorias que obtenía contra los cristianos habían dado un gran renombre al caudillo moro. Hasta Montemayor llegó la fama del enemigo de la cristiandad, y esa fama soliviantó a don García, que, creyendo que por lo turbio de su origen no llegaría a alcanzar con su gente y amigos la fama que ambicionaba, y movido también por un torcido deseo de traición, salió una noche del palacio del Abad sin ser de nadie advertido. Tomando el camino de la tierra de moros, se presentó a Almanzor, que no estaba muy lejos de allí, y ofrecióle su espada y sus servicios. Almanzor aceptó complacido, y desde entonces el traidor tomó el nombre arábigo de don Zulema. ¡Y bien se distinguió el renegado! Como impelido por las fuerzas infrahumanas del odio, era siempre el que rompía con más ímpetu las filas de los cristianos y no tenía reposo hasta que, después de las batallas, había dado muerte por su mano a los supervivientes. Y así fue don García amado de Almanzor, que lo llevó a la gran expedición en que el guerrero moro conquistó y arrasó a Santiago de Compostela. Don Zulema entró también en Santiago, arrasando las casas de Dios; a la vuelta, se dirigió por su cuenta contra Coimbra, que también destruyó. Tenía formada una secreta resolución, pues quería volver a Montemayor y allí hacer un terrible saqueo. Su alma perversa y endurecida odiaba a todos los que le ampararon en su niñez.

En efecto, después de la toma y saqueo de Coimbra, dio orden a su gente de dirigirse a Montemayor. Llegaron a la villa, y la contemplación de los lugares en que don Zulema había pasado los años de su infancia, lejos de apaciguar su ánimo, lo irritaron más y más, aumentando su torpe deseo de destruir aquella su patria natal. Y desplegando sus escuadrones e infantes, puso cerco a Montemayor, cuyos habitantes, ya puestos alerta, se preparaban para la defensa. Pero ésta era difícil, dada la enorme cantidad de moros que tenían tomadas las salidas, y hubo de renunciarse a toda ayuda que de fuera pudiera venir. Sin embargo, los sitiados daban grandes muestras de su valor, infligiendo enormes pérdidas a los asaltantes. Zulema, empero, no cejaba en su empeño, y ordenaba asaltos y más asaltos, que iban destruyendo las ya menguadas defensas de la villa y haciendo disminuir así el número de los habitantes que podían empuñar las armas. El abad don Juan, viendo que todo estaba perdido y que no había posible salvación, reunió a los jefes de los guerreros y a los hombres de madura edad, y les dijo: «Ha llegado nuestra última hora. La ciudad no tardará en caer en manos de esos perros de Satán. Hemos de temer, sobre todo, por las vejaciones y torturas que causar puedan a las mujeres y a los niños. Yo os pido que demos muerte a unas y otros y que nosotros hagamos una suprema salida, para no volver, o, en todo caso, vender caras nuestras vidas». Y así lo hicieron. Derramando lágrimas de dolor y de ira, cada hombre dio muerte a su esposa y a sus hijos de más tierna edad. Don Juan degolló a su hermana doña Urraca y a cinco dulces niños que ella tenía. Después de esto, reunieron todas las riquezas e hicieron con ellas una enorme pira, cuyo humo subía hasta oscurecer el cielo.

Como una manada de leones salieron los cristianos de Montemayor. Se lanzaron contra la morisma, y la desesperación duplicó sus fuerzas. El Abad parecía un lobo lanzado en medio de débil rebaño: de tal manera su espada hendía a quien se le enfrentaba. Llegó a donde estaba el mismo don Zulema y se lanzó contra él, derribándolo y cortándole la cabeza. Al ver caído a su caudillo, los enemigos huyeron en desorden, y levantando el sitio, dejaron esparcidas sus tiendas y sus armas.

Volvieron a la villa sus moradores, llenos de alborozo por el triunfo, pero también con gran pena al recordar a los que ellos mismos antes habían dado muerte. Mas cuando entraron por las puertas, oyeron gritos de júbilo y cantos de acción de gracias. Al desembocar los guerreros en la plaza, vieron allí a todas la mujeres y los niños, que agitando ramos y palmas, gritaban: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Gloria a Dios!». Por milagro divino habían resucitado. Y de esta manera se salvaron todos por la bondad de Dios y la bravura del abad don Juan de Montemayor

lunes, 17 de septiembre de 2012

Los estudiantes y el alma en pena "leyenda"

Cuatro estudiantes amigos se reunieron para marchar juntos a Salamanca, en cuya célebre Universidad debían cursar sus estudios. Partieron de sus casas el día de San Andrés, y despidiéndose gozosos de sus familiares, emprendieron el viaje a la famosa ciudad, llegando a ella el día de Navidad. Por el camino iban pensando dónde se hospedarían, ya que los cuatro amigos no querían separarse, y como todos los mesones estaban llenos de estudiantes, posiblemente no encontrarían sitio para estar juntos los cuatro.

A la entrada de la ciudad encontraron a una mujer, que les preguntó:

- ¿Adónde van los cristianos?

Respondieron ellos que en busca de un mesón donde pudieran hospedarse los cuatro a la vez. La mujer les brindó su casa, que era espaciosa, donde podían estar bien atendidos por ella, que sabía preparar muy buenas comidas.

Los estudiantes aceptaron y dejáronse guiar por la mujer, que les enseñó su casa, que era, en verdad, amplia y bien ventilada, rodeada de una huerta. Pareciéndoles bien a los muchachos, se quedaron allí de huéspedes. La mujer se creyó en la obligación de advertirles que en aquella casa se oían de noche ruidos extraños, que decían ser de almas en pena. Ellos pidieron un candil, y con él en la mano registraron toda la casa, mirando por todos los rincones; mas nada encontraron, y así, dijeron a la mujer que les preparara enseguida la cena y la cama para acostarse, pues estaban muy cansados del viaje.
Pronto estuvieron acostados y profundamente dormidos los cuatro amigos en la misma habitación. Pero a medianoche despertáronse sobresaltados por unos ruidos misteriosos como de cadenas y correr cerrojos, mientras se abrían todas las puertas. Atónitos se quedaron viendo que la de su aposento también estaba abierta. Asustados, comentaban qué podría ser aquello, mas sin atreverse a asomar mucho la cabeza fuera de las sábanas. Pero el más atrevido dijo que debía de ser el diablo, y tirándose de la cama, buscó unas pajas e hizo con ellas una cruz, y todos empezaron a rezar para ahuyentar al maligno.
 
De pronto oyeron una voz que les decía: «Yo no soy el diablo; soy el amo de esta casa, que ando penando por ella porque forcé a una niña de dieciocho años y después de matarla la tiré al pozo de la huerta. Os pido por Dios, cristianos, que saquéis de allí los huesos y los enterréis en lugar sagrado. Debajo de vuestra cama encontraréis un tesoro escondido por mí; sacadlo, y con él mandaréis decir dos mil misas por mi alma. Lo que os quede lo repartís entre vosotros como buenos hermanos».

Quedaron confusos los cuatro estudiantes, y levantándose al amanecer, bajaron a la huerta y descendieron al fondo del pozo y encontraron el esqueleto de la niña, que sacaron para darle sepultura. Después levantaron el suelo de debajo de la cama, y hallaron un inmenso tesoro, que consistía en varias ollas llenas de onzas de oro. Con él mandaron decir las dos mil misas que el alma en pena les había encargado, y el resto se lo repartieron en cuatro partes iguales, y como había una gran fortuna, los hizo ricos para siempre.

A la noche siguiente volvieron a oír al alma en pena, que les decía: «Por vuestra buena obra, os doy gracias, cristianos; por ella podré entrar ya en la bienaventuranza eterna».

viernes, 14 de septiembre de 2012

La laguna de Curavacas "leyenda"

En tiempos antiguos fueron muy conocidos en el norte de Castilla los amores entre un moro y una cristiana. Dicen que tan grande fue la pasión de la dama, que cuando llegó el momento de la separación, obligada por la partida del moro hacia su tierra, ella se brindó a seguirle y aun a renunciar a su religión.
Así, pues, los dos amantes emprendieron la marcha hacia Liébana, para alcanzar la playa; pero al pasar el puerto de Curavacas, vieron una nube blanca que parecía salir de entre las peñas. Sorprendidos por la visión, se dirigieron hacia allá y hallaron un hermoso lago, cuyas aguas, de transparencia cristalina, llamaron la atención de la cristiana. Deseosa de reflejar en ellas su belleza, la doncella se inclinó sobre la transparente superficie; pero al hacerlo, resbaló y cayó al lago. Horrorizado, el amante intentó salvarla; pero las aguas habían arrastrado su cuerpo a lo más profundo y todos sus esfuerzos resultaron vanos. Comprendió entonces el moro que quizá aquel trágico acontecimiento fuera una señal de Dios, que había castigado así la poca fe de la doncella, para hacerle comprender a él la verdad de la religión cristiana. El estado de ánimo en que se encontraba le ayudó en su meditación y firmemente convertido al cristianismo, continuó el camino, haciendo penitencia por sus pecados. Durante toda su marcha, comió lo menos posible, descansó lo imprescindible y se mortificó en todas cuantas ocasiones le brindó su imaginación. Su agotamiento físico llegó a tales extremos, que al entrar en Cardaños, extenuado de fatiga, se introdujo en una gruta donde brotaba un claro manantial y se tendió en ella con la sensación de que había llegado su última hora. Una vez más, pidió a Dios perdón por todos sus pecados. Y dicen que el Señor, considerándole purificado por la dura penitencia, envió un ángel a la cueva, que, cogiendo agua del manantial, le bautizó. Poco tiempo después, el devoto moro entregaba su alma al Señor. Dicen que desde entonces las aguas de esta cueva curan las angustias y los anhelos del corazón.
Pero no acaba aquí la leyenda porque tras de la muerte de estos dos amantes, cuentan que ocurrió en la laguna de Curavacas algo misterioso, que nadie sabe aún explicarse.
Dicen que un carretero de Llanaves, que marchaba en cierta ocasión con su carro, acompañado de su único hijo, vióse sorprendido por una gran nevada que, interceptando el camino, le obligó a detener su marcha. Viéndose necesitado de ayuda para continuar, dejó al muchacho al cuidado del carro y se encaminó hacia Cardaños, el pueblo más cercano. Con grandes dificultades, el carretero logró andar unas cuantas leguas, mientras la nevada, cada vez más violenta, seguía acrecentando su espesor. Llegó así hasta el lago de Curavacas, fatigado ya de la marcha, y se sentó en su orilla, para descansar unos momentos.
La tarde estaba ya declinando y la noche se presentaba amenazadora para él y más aún para su hijo, que esperaba en medio del camino. No había hecho más que sentarse, cuando una nube, en el horizonte, empezó a elevarse con extraordinaria rapidez, hasta colocarse sobre el lago. Las aguas, entonces, como influidas por ella, comenzaron a oscurecerse y a formar olas en la superficie, que fueron creciendo en altura, hasta provocar el terror del carretero. El ruido del lago era mucho más intenso que el de la mar embravecida, y cuentan que se oyó en Pineda, Vidrieros, La Lastra y Cardaños. Temiendo por su vida, el buen hombre quiso escapar; pero cuando se disponía a hacerlo, las aguas empezaron a crecer, hasta llegarle a los pies, y llenaron el suelo de un barro cenagoso, en el que se sumergía sin poder avanzar. Al mismo tiempo, en el centro del lago se abrió un abismo espantoso, del que empezaron a surgir las entrañas de un ser humano que se hubiera ahogado. A continuación, una serpiente monstruosa surgió de las aguas silbando y dando coletazos furiosos.
El carretero, entonces, viéndose perdido, y medio muerto de miedo, ofreció a San Lorenzo diez libras de cera si le sacaba con vida de aquella aventura. El Santo oyó sus súplicas, y unas horas después, el buen hombre, sin saber cómo, se encontraba en Cardaños, y junto a su hijo, salvado también milagrosamente por San Lorenzo.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Jauntzuria "leyenda"

Allá por el siglo V de nuestra era vivían los vascos patriarcalmente entre el pastoreo y el cultivo de su verde y fértil territorio. Era un pueblo alegre, hospitalario y laborioso. Sus familias, bien constituidas, se agrupaban bajo la suave dirección de jueces ancianos, que, movidos por un recto espíritu de justicia, la administraban de modo paternal. Ni deseaban nada ni temían a nadie. Las altas montañas formaban a su alrededor una inexpugnable barrera. El mar, que, furioso a veces, o arrullador en otras, se extendía entre los acantilados, ensenadas y playas, era un tesoro inagotable de víveres y riqueza. La pesca era el medio de vida mejor para los más osados. Y en conjunto todos tenían el aspecto de seres felices. Un amanecer, allá en la bahía que forma el Cantábrico entre Ogoño y el Cabo Machichaco, los pescadores, que sacaban sus lanchas para empezar su ruda tarea, vieron, sorprendidos, que un navío se aproximaba a toda vela. Nunca habían observado tanta arboladura ni tal complicación en el velamen. Tambaleándose el barco, avanzaba rápido hacia la estrecha ensenada en que desembocaba un río caudaloso. Los pescadores se acercaron, alarmados, para impedir que zozobrase en la barra. Gritaron en su lengua, sin ser comprendidos, hasta que el piloto maniobró para anclar en el sitio menos peligroso. A poco se echaron unos complicados botes, a la par que unos hombres enormes, gigantes rubios de rostros tostados, bajaron con sumo cuidado a una dama envuelta en velos, que acomodaron con esmero en el fondo de una embarcación. Los pescadores volvieron acompañando al extraño cortejo. Ayudaron a desembarcar a la dama y a los servidores, y sus recias mujeres vascas ofrecieron muy cordiales su ayuda: alimentos, vestidos, albergue. Poco a poco, los extranjeros perdieron el miedo a sus huéspedes. La suavidad de su lenguaje y la delicadeza de sus ofrecimientos les hicieron comprender que habían arribado a un puerto de amigos. Levantaron tiendas, acomodaron sus cofres y trataron de entenderse con los nativos. A los pocos días reinaba entre todos una franca y sincera fraternidad. Mujeres hábiles y doncellas útiles se agruparon para el servicio de la dama extranjera, que cada día más triste, más pálida, más enferma, sonreía sin fuerzas, agradeciendo con sus miradas a cuantos en ella se ocupaban. Al fin, una noche, con las lindas blancas manos cogidas a las rugosas de una vieja cashera que le murmuraba palabras de aliento, dio a luz un niño; pero no un niño cualquiera, sino uno rubio, blanco, con ojos azules, como reflejos del mar. Y lloró, primero con angustia; después con serenidad, y, por último, con alegría. Sus servidores extranjeros lanzaron gritos terribles de victoria. Sus amigos los vascos, contagiados también de su júbilo incomprensible, bailaron sus espatadanzas, saltaron ágiles en pasos de aurrescus, mientras todos los miembros de sus familias corrían a buscar el chistu y el tamboril. Y casi sin palabras y al arrullo del buen corazón de la vieja vasca, la dama rubia contó su trágica historia. Ella venía de allá, de Dinamarca; país gris, triste, guerrero y bárbaro. Su padre, el Rey, había dispuesto casarla con el príncipe de otra nación vecina, hombre brutal, sanguinario y cruel, que traía colgadas del arzón de su caballo las cabezas de sus enemigos para beber en sus cráneos vaciados el hidromiel de la victoria. Pero ella había dado su corazón a un caballero, ya que no de sangre real, de otra estirpe muy superior, pues que era cristiano, que no sabía de venganzas crueles y bebía el vino en vasos de plata, con el corazón limpio y tranquilo. Enterado el Rey, lo encerró en los oscuros fondos de un castillo. La princesa, acompañada de otro caballero, pudo reunirse con él y casarse en el secreto de una noche espantosa. Pasaron los meses, y, recelando el padre, mandó degollar al caballero, en su prisión. En un terrible amanecer, unos fieles amigos la sacaron del palacio y en una nave tripulada por ellos, fingiéndose piratas, llegaron a las costas de Vasconia. Al ver la desembocadura del río, con el agua transparente, ella exclamó: «Munda aqua». Y todos los que la seguían llamaron Munda­aqua a aquel lugar, que hoy conserva todavía el nombre de Mundaca. Cuando la princesa terminó de hablar, el niño se había dormido. Todas las mujeres vinieron a verle. Los hombres empezaron a llamarle «Jauntzuria» (señor blanco, señor rubio). Según fue creciendo, su simpatía y su bondad ganaron el corazón de los sencillos vascos, y la belleza, el talento, la cultura y las dotes de mando que heredara de su madre, conquistaron hasta tal punto la admiración entre sus convecinos, que no vacilaron en elegirle como caudillo. Y él fue el primer señor de Vizcaya.
 

lunes, 10 de septiembre de 2012

Ochoa de Marmex "leyenda"

Hubo en Vizcaya dos importantes castillos habitados por dos íntimos amigos. Dueño de uno de ellos era don Rodrigo de Lamindaro, y el otro pertenecía a don Iñigo de Marmex. Ambos concertaron el matrimonio de sus hijos, al nacer la hija del señor de Lamindaro. Se llamó Alida y quedó prometida al único hijo de don Iñigo, Ochoa, que contaba nueve años. Poco después, los Marmex se ausentaron del país y tomaron parte en la lucha contra los moros, al servicio del Rey de Castilla. El padre, hombre de un valor temerario, enseñó a su hijo el arte de la guerra; de tal modo, que llegó a superar sus hazañas. Murió el padre, y una vez que cesó la lucha, Ochoa de Marmex debía volver a Vizcaya en busca de su prometida. En el castillo de Lamindaro esperaban con ansiedad la llegada del caballero de Marmex. Alida era la joven más bella del contorno; las gentes cantaban su hermosura, y una gran corte de admiradores la rodeaba. Pero ella esperaba con gran afán la venida de su prometido, al que sólo conocía de oídas. Vivía en el castillo, con su padre y su madre, y los acompañaba una joven, huérfana del hermano de don Rodrigo. No se distinguían éste ni su esposa por su buen corazón, y se decía que no tenía escrúpulos y que había llevado a la muerte a su propio hermano, por apoderarse de su patrimonio. Lo cierto es que a la muerte de su padre, la sobrina de don Rodrigo, Graciosa de Lamindaro fue recogida por caridad en el castillo y se vio obligada a soportar una vida de continuas humillaciones bajo el dominio de sus crueles parientes. La pobre muchacha, de naturaleza dulce y resignada, se plegaba a todos sus caprichos, esperando conseguir algún día un poco de cariño. Pero esto no cambiaba la conducta de sus tíos, que llegaron hasta prometerla a un idiota contrahecho, llamado Juan el Jorobado.
Ochoa de Marmex se presentó en casa de su pariente Gonzalo de Idokiliz, donde pensaba hospedarse hasta el día de la boda. Había elegido este castillo por encontrarse cerca de Lamindaro. Don Gonzalo le ofreció unos servidores para acompañarle; pero el joven de Marmex prefirió hacer el viaje solo. El resultado fue que se extravió, y cuando ya no sabía por dónde decidirse, se encontró junto a una fuente en la que Graciosa llenaba un cántaro. Ochoa preguntóle si conocía el castillo y sus habitantes, y ella, ignorando quién era, le dio toda clase de detalles. Éste, por su parte, ignoraba quién era la joven. Graciosa se ofreció a acompañarle al castillo, y por el camino le contó lo desgraciada que era, los malos tratos que recibía y su parentesco con don Rodrigo; además, le confió su boda proyectada con el jorobado. Ochoa se sintió atraído por la linda muchacha, a la vez que despreció a los autores de su infortunio. Al llegar al castillo, que se levantaba sobre una montaña, dijo a Graciosa que le anunciara a sus tíos como Ochoa Iñiguez de Marmex. Arrepintióse ella, temerosa, de haberle confiado sus pesares, y, aterrada, hizo lo que le pedía. Los señores de Lamindaro y su hija Alida recibieron al de Marmex con todos los honores. Alida se impresionó favorablemente y sintió gran alegría al pensar que en fecha próxima sus amigas contemplarían al apuesto joven que había de conducirla al altar. Ochoa de Marmex reconoció que Alida era extraordinariamente bella; pero le encontró cierta dureza y orgullo, que le hicieron recordar con agrado a Graciosa, toda bondad y dulzura.
Después de las presentaciones y saludos de rigor, se pasó a la mesa. Apareció allí de nuevo Graciosa, que estaba encargada de servir; lo hizo con gran cuidado y tristeza. Reparando en ello Ochoa de Marmex, preguntó si la muchacha estaba triste por no encontrar un novio noble para casarse, y propuso que se lo buscasen. Sus palabras provocaron risas y bromas. Los tres parientes, a coro, dijeron que Graciosa había elegido ya su marido y que se llamaba Juan el Jorobado. Ochoa se unió a las chanzas y rió del atractivo que podían ofrecer las jorobas.
Graciosa no pudo resistir su pena. Hasta este momento, los cuatro personajes se habían entendido admirablemente; pero entonces comenzaron a surgir distintos puntos de vista. De Marmex había dejado las bromas, y muy seriamente planteó a sus futuros suegros las bases de su proyectado enlace. Un amigo común de ambos se había casado hacía algún tiempo; su esposa había ejercido sobre él una tiranía tan odiosa y le había dominado de tal modo, que le había convertido, de un joven fuerte y alegre, en un ser taciturno y esclavizado por su mujer. Dijo que no quería encontrarse en tales circunstancias y que, por lo tanto, durante los primeros años de su matrimonio, con el fin de que su mujer se acostumbrase a tratarle como a su señor, deseaba que se encargase de todos los quehaceres domésticos y debería hacer su voluntad sin oponer ninguna queja.
Ante tal pretensión, el Señor de Lamindaro lo echó a broma y dijo que a pesar de saber que todo era una broma, no toleraba que nadie creyese que su hija había de rebajarse a tal extremo. Contestó Ochoa diciendo que no bromeaba, y que no pensaba dejarse mandar por mujer alguna. Se exaltaron los ánimos, don Rodrigo se levantó y buscó en vano su espada. Ochoa desenvainó la suya, y, dueño de la situación, se acercó a Graciosa y le preguntó si ella haría por su amor lo que él pedía de su mujer. Graciosa contestó afirmativamente. Los señores de Lamindaro comenzaron a insultarla y se acercaron amenazadores; pero ella, protegida por Ochoa les hizo frente. Y los dos marcharon del castillo, diciéndole Ochoa que nunca exigiría de ella ningún sacrificio, pues había visto su alma sencilla y humilde.
 

sábado, 8 de septiembre de 2012

La reina Santa Felicia "leyenda"

Era Felicia hija de unos reyes de Francia. Desde niña había sido muy piadosa, atenta siempre a cumplir con gran celo sus devociones y poco aficionada a todo lo que no fuera religión. Gran parte del día lo pasaba orando o dando limosnas a los numerosos mendigos que acudían a su
puerta, seguros de ser socorridos. Tenía esta princesa un hermano, al que amaba tiernamente, llamado Guillermo. A éste le propuso, en una ocasión, que fueran los dos, como peregrinos, a visitar el sepulcro del santo apóstol Santiago, que se venera en Galicia. En aquellos tiempos, esa peregrinación se emprendía muy a menudo. Así que los reyes, al conocer el propósito de sus hijos, no se opusieron, sino que, por el contrario, se manifestaron muy gozosos de acceder. Quisieron poner a disposición de los príncipes un numeroso y bien provisto cortejo; mas ellos rehusaron, manifestando que deseaban ir como pobres romeros, sustentándose tan sólo de la caridad de las buenas gentes de los pueblos y casas por donde pasase su ruta.
Tomaron el camino de Santiago, vestidos con toscos sayales y empuñando el bordón. Y después de muchos días de duro caminar, llegaron a Santiago, en donde se prosternaron, emocionados, ante la tumba milagrosa del Santo Apóstol, guarda de la cristiandad. Y de nuevo emprendieron el camino, dirigiéndose a Francia. Mas Felicia, que había sentido más avivada aún su vocación religiosa, había determinado no volver a su patria en donde las obligaciones de su rango le impedían entregarse a la meditación y a la oración. Y le dijo a Guillermo: «Hermano, Dios me llama por el camino de la humildad. Quiero quedarme en estos lugares escondidos y alejados de nuestra tierra, para hacer oración y penitencia». Atravesaban entonces los fragosos montes navarros, y Guillermo, espantado ante tan extrema resolución, contestó: «Hermana, no piensas lo que dices. No puedo abandonarte en un lugar tan salvaje, en donde fácilmente perecerás, atacada por las alimañas del monte. Nuestros padres, que siempre han sido tan bondadosos para nosotros, me reprocharán esto y sufrirán con tu abandono». Mas ella, asegurando que estaba decidida y que Dios la protegería, se adentró por un sendero que cruzaba un riachuelo, y se internó en la espesura de la montaña sin que Guillermo pudiera detenerla. Él hubo de seguir a Francia.
Felicia, mientras tanto, había caminado por un sendero estrecho, que la condujo al valle de Agües, y en Amocáin se ofreció como criada a unos señores, que la tomaron, sin sospechar la noble sangre de su sirvienta. Ésta tomó a su cargo los más duros y ásperos menesteres. Pronto se extendió la fama de caritativa que tenía la nueva criada de los señores de Amocáin, pues Felicia, en efecto, repartía abundantes dones.
Mas la gente empezó también a murmurar: «Si mucho da, mucho roba», decían los maldicientes. Estos rumores llegaron a oídos del dueño, el cual, un día, creyendo que Felicia había ocultado algo en una herrada con la que iba a la fuente, la paró en el camino, preguntándole qué llevaba. Ella contestó que eran piedras. Y, en efecto, enseñándole la vasija, el confuso dueño la vio llena de guijarros. Mas cuando Felicia se vio sola, las piedras se convirtieron en dorados panes, que repartió entre sus pobres.
Entretanto, en Francia los padres de Felicia, deseosos de volver a ver a su hija habían enviado muchos mensajeros en su busca; pero todos hubieron de volverse sin tener resultado alguno en su misión. Y los reyes increpaban a Guillermo, acusándole de haber permitido la muerte de su hermana. Y a tanto llegó la ira del Rey, que un día ordenó a su hijo que partiera sin demora a buscar a su hermana y que la trajera aún a la fuerza si era necesario.
Partió Guillermo hacia Navarra, y cuando llegó al punto en que su hermana lo había abandonado, tomó el sendero por el que la vio marchar, llegando así a Amocáin. Iba vestido con hábito de romero, para no llamar la atención. De este modo pudo preguntar con facilidad a gentes del país si habían visto a una joven de las señas de su hermana. Al fin, un tullido que tomaba el sol junto a la puerta de la iglesia le dijo: «Yo conozco a una joven sirvienta que es parecida en figura a la que buscáis. Es una bendición que el cielo nos ha enviado para que alivie nuestra miseria, pues constantemente nos reparte limosnas». Guillermo se dirigió a la casa en donde le dijeron que servía su hermana, y, en efecto, allá la encontró. Grande fue la alegría de Felicia al ver a su hermano; pero pronto su júbilo se cambió en tristeza, pues Guillermo le habló duramente, reprochándole su conducta y diciéndole que habría de regresar con él a Francia. Felicia se negó en redondo. «He hallado mi camino, y por él he de seguir. Y nada ni nadie en esta tierra me ha de apartar de lo que ha sido la voluntad del Señor que haga». Guillermo se iba encolerizando, y cogiendo a su hermana por los hombros, la zarandeó, diciéndole: «Vas a ser nuestra perdición. Ella se negaba una y otra vez. Hasta que su hermano, llevado de un impulso colérico, sacó la daga y la clavó en el pecho de la joven, que cayó muerta al suelo.
Mas Guillermo, al momento, sintió horror de lo que había hecho llevado por su naturaleza violenta y por la ira. Y lleno de desesperación, huyó camino de Santiago.
Las gentes de la casa, por la noche, se extrañaron por la ausencia de la sirvienta, y ordenaron que salieran algunos criados en su busca, temiendo que hubiese perecido en el bosque. Salieron los criados con faroles y hachas encendidas, y al fin, en medio de una gran sorpresa, encontraron el cadáver de Felicia. Y llenos de dolor, lo comunicaron a los señores de Amocáin, los cuales ordenaron que se enterrase a la joven en la iglesia, ya que, por sus muchas obras de caridad, era considerada casi como santa.
No habían pasado muchos días del entierro, cuando el cura de aquella iglesia, al ir a decir la misa de madrugada, notó que un dulce perfume llenaba la casa del Señor. Extrañado, recorrió toda la iglesia y, vio, asombrado, que un clavel salía de la sepultura de Felicia. Comunicó el hecho a los señores de Amocáin, y en presencia de ellos se levantó la tapa del sepulcro, descubriendo el cuerpo de la sirvienta, que estaba incorrupto, y de cuyo corazón brotaba la perfumada flor. Entonces comprendieron que aquello era milagroso, y trasladaron el cuerpo de Felicia a un rico féretro, en donde se le dio nuevo descanso. Pero, días después, el féretro había desaparecido, y fue encontrado lejos de allí, sin que pudiera movérsele del lugar en donde apareciera.
Determinaron dejar a la voluntad divina la indicación del sitio en donde había de tener sepultura el cuerpo de Felicia, y cargaron el sarcófago en una mula, dejándola suelta. La mula comenzó a caminar. Al pasar por los pueblos, tañían solas las campanas, y las gentes rezaban de rodillas. Al fin se detuvo en Labiano, junto a una ermita erigida para conmemorar la conversión de San Pablo. Y allí se le erigió a Felicia una capilla, en la que quedaron como ermitaños los señores de Amocáin.
Al lado de la ermita hay un templete, en donde se dice que fue enterrada la mula que condujo el féretro.

jueves, 6 de septiembre de 2012

El banquete de la Marquesa de Falces "leyenda"

Después de la toma de Navarra por Fernando el Católico, se procedió a la destrucción sistemática de sus castillos. La resistencia ofrecida por los navarros hizo desistir de continuar la demolición, hasta que don Hernando del Villar, guerrero valeroso, pero fiero y rudo, se ofreció para llevarla a cabo. Nada podía resistir la locura devastadora del que se había convertido en terror de los navarros. Solamente una mujer, doña Ana de Velasco, castellana de Marcilla y marquesa de Falces, consiguió detener la furia de don Hernando. Su figura legendaria se ha conservado desde entonces en la memoria de los navarros. He aquí cómo cuenta la tradición lo que sucedió:
Al llegar al castillo de Marcilla la noticia de la aproximación del fiero don Hernando, la marquesa ordenó hacer provisión de víveres y dispuso que se organizase la defensa. Todo se hizo encubiertamente, de manera que, cuando don Hernando llegó ante el castillo, nada delataba los preparativos que se habían hecho. El rudo guerrero se quedó sorprendido al ver que la misma Marquesa, vestida con sus más ricas galas, majestuosa y sonriente, salió a recibirle a la entrada del puente, con gran acompañamiento. Se dejó conducir al interior del castillo, entre deslumbrado y atónito por tan brillante y amistoso recibimiento. Allí le esperaba el mayor festín que había conocido en su vida. La Marquesa le condujo del brazo a la mesa, y comenzó el banquete, mientras los satélites de don Hernando eran obsequiados con una excelente comida en un departamento aparte.
Cuando, al final, se sirvieron exquisitos vinos, la Marquesa preguntó a su huésped a qué se debía su visita, y en qué le podían complacer. Don Hernando le comunicó las órdenes terminantes que traía del gobernador de Castilla. Entonces el gesto gracioso y amable de la Marquesa se volvió orgulloso y fiero, y exclamó con energía:
- Podéis volveros a Castilla. Sabed que con el terror nada se puede conseguir de los navarros.
Don Hernando respondió bruscamente que, en atención al recibimiento magnífico que se le había hecho, le concedía permiso para recoger todos los objetos preciosos antes de abandonar el castillo con su servidumbre.
- Y yo lo único que os concedo es la vida - respondió, altiva, la Marquesa.
Inmediatamente después, al grito de «¡A las armas!», el jefe de la guarnición penetró en la estancia al frente de vigorosos guerreros. A don Hernando no le quedó otro remedio que obedecer las órdenes de doña Ana, y abandonó el castillo, mordiéndose los labios y sin decir palabra. Mientras tanto, sus soldados habían sido desarmados por los de la Marquesa. Al atravesar el puente, vio las almenas coronadas por arcabuceros, prontos a disparar. Todo estaba dispuesto para la defensa.
Villar y los suyos abandonaron Marcilla llenos de despecho y sin ganas de acometer nuevas demoliciones. Todavía hoy se alza el castillo intacto, gracias a la astucia de doña Ana, que logró salvarlo de la destrucción.

martes, 4 de septiembre de 2012

San Miguel del Aralar "leyenda"

En tiempos remotos, cuando aún reinaban los godos en España, era Teodosio de Goñi uno de los más aguerridos campeones vascos. Su valor era legendario entre propios y extraños, y siempre su brazo estaba dispuesto a la pelea contra los enemigos de su país. Una vez hubo de ausentarse de su tierra; despidióse de su esposa Constanza, bella dama, toda dulzura y fidelidad extremada hacia su esposo. Teodosio partió y estuvo ausente algún tiempo.
Al fin cesó la causa que le moviera a salir de su país. Y regresaba lleno de contento, esperando abrazar pronto a su esposa. Iba ya por un camino próximo a su casa, cuando encontró a un ermitaño, el cual, después de saludarle, le preguntó su nombre: «Soy Teodosio de Goñi. He estado en la guerra luchando en defensa de nuestras tierras, y ahora vuelvo a abrazar a mi esposa». Pero el ermitaño, que lo era fingido, le contestó con doliente voz: «¡Ah desdichado Teodosio de Goñi! Ignoras que durante tu ausencia tu esposa no ha sabido guardarte la fidelidad debida a vuestro rango y a los juramentos contraídos. Al contrario, ha manchado tu honor con viles actos que conoce todo el pueblo». Teodosio quedó helado y apenas pudo preguntar nada al ermitaño, que desapareció al momento. Después, temblando de ira, el caballero galopó hasta su casa, llegando, sin ser advertido por la servidumbre, a altas horas de la noche. Entró en su palacio por una puerta secreta, y dirigiéndose en la oscuridad a su alcoba, comprobó, horrorizado, que en su cama, junto a un bulto de mujer, que creyó ser Constanza, dormía un hombre. Entonces, loco de ira, sacó su daga y apuñaló a los traidores.
Salió angustiado y, sin saber qué hacer, se dirigió a la iglesia. Era ya de madrugada, y una luz tenue alumbraba las calles. Vio una mujer que salía de la iglesia y, aturdido por el espanto, vio que era Constanza. Ella se precipitó hacia su marido para abrazarlo, transportada de alegría. Mas él, ya con gran confusión, le preguntó que quienes eran los que dormían en el lecho nupcial. «Son tus padres, que vinieron a visitarme y a los que he cedido nuestra alcoba».
Estas palabras fueron como un rayo que cayera sobre el desdichado Teodosio. Comprendió que, engañado por el ermitaño, al que juzgó demonio o forma infernal, y llevado por su irreflexión y violencia, había cometido un horrendo parricidio, y huyó, ante el asombro de su mujer; asombro que se trocó en espanto al volver al palacio y ver muertos y ensangrentados a los padres de su esposo.
Éste, movido por sus terribles remordimientos, se dirigió a Iruña, en donde era obispo el santo Marciano, ante quien se postró en confesión de su culpa. Enorme le pareció al santo varón el pecado cometido por Teodosio. Y, no pudiendo absolverlo, le ordenó que fuera en peregrinación a Roma, a pedir al Padre Santo que le impusiera la dura penitencia que merecía su horrenda culpa. Emprendió Teodosio el camino a la ciudad santa, haciendo el camino entre duros dolores de corazón. Al fin entró en Roma y pidió ser oído en confesión por el Padre de los cristianos.
Era éste Juan VII, el cual le reprochó la violencia de su carácter, que le había llevado a cometer una falta tan horrible. «Tu penitencia ha de ser muy dura, y sólo la voluntad de Dios ha de determinar, por intervención milagrosa, cuándo habrás de ser perdonado. Tomarás una cruz de madera y ceñirás una pesada cadena de hierro. Así peregrinarás por los lugares más ásperos y solitarios, y sólo cuando la cadena caiga rota por sí sola al suelo, sabrás que Dios te ha perdonado».
Teodosio inició su marcha con la cruz de madera y una cadena de gruesos eslabones de hierro, que se había hecho ceñir y remachar a martillo. Cada día, agobiado por el peso de cruz y cadena, recorría un trecho hacia su país, asombrando a los viandantes, a los que rogaba que rezasen porque Dios perdonase a tan gran pecador como el que veían.
Al fin llegó a Navarra, y escogió para penitencia los espesos montes de la Sierra de Andía. Pero estando demasiado cerca de Goñi, y queriendo apartarse aún más, se dirigió al Monte Aralar. Subió por las laderas de la inmensa mole y llegó hasta unos riscos. Allí había una honda caverna, en donde moraba, según creencia muy extendida, un terrible monstruo. Lentamente iba subiendo Teodosio, arrastrando la cadena, a la cual, con gran alegría suya, se le había desprendido un eslabón, que quedó prendido en un árbol, cuando abandonó los montes próximos a Goñi. Iba pensando en esto el desdichado penitente, cuando de pronto oyó un tremendo rugido y encontró en medio del sendero a un horrible dragón que amenazaba despedazarlo entre sus afiladas garras.
«¡San Miguel me valga!», exclamó Teodosio, aterrorizado.
Y al punto se abrieron los cielos, en medio de una gran luz, y apareció San Miguel, que destrozó al dragón, exclamando: ¿Nor Jaungokoia bezala? («¿Quién como Dios?»).
Y al mismo tiempo la pesada cadena que ceñía la cintura de Teodosio cayó, rota, al suelo. Dios había perdonado al penitente.
Lleno de alegría, Teodosio regresó a Goñi, en donde encontró a su esposa, la cual tuvo enorme alegría al saber lo sucedido. Y, cumpliendo la voluntad del Papa, que había ordenado a Teodosio que erigiese una iglesia allí en donde cayeran sus cadenas, levantaron una capilla en honor de San Miguel, morando allí como ermitaños y siendo enterrados, a su muerte, al lado de la iglesia. Se dice que su sepultura se encuentre bajo una columna, a la derecha del pórtico.

domingo, 2 de septiembre de 2012

La Virgen de Zamarrilla "leyenda"

A principios del siglo XIX, un siglo muy marcado en la historia de España, especialmente al comienzo del mismo, con la invasión de Napoleón a España y el retorno de los Borbones en la figura del rey Fernando VII "El deseado", en la provincia de Málaga existió un bandolero llamado Cristóbal Ruiz, más conocido como Zamarrilla.
Cometía fechorías en toda la provincia de Málaga, robando y matando a cualquier persona que se encontrara con este personaje. Un día, tratando de huir de los soldados del rey Fernando VI, entró en una ermita y decidió esconderse bajo el manto de la Madre de Dios, María.
Entraron los soldados y dijo el capitán: "Soldados, registrad toda la ermita, hasta encontrar a Zamarrilla".
Los soldados rastrearon toda la ermita y le dijeron al capitán que el bandolero no se encontraba allí. Entonces el capitán decidió que sus tropas se retiraran del santo lugar.
Una vez que Zamarrilla comprobó que los soldados se retiraron de la ermita, salió de su escondite, y viendo la cara de la Virgen de la Amargura, decidió darle las gracias por haberle ocultado de los soldados.
Nada más salir de la ermita, se encontró con un rosal de rosas blancas e inmaculadas. Con su puñal, cortó una de esas preciosas flores, y volvió a entrar en la ermita. Le colocó la rosa blanca en el pecho de la Virgen, junto con el puñal. Milagrosamente, la flor se tornó roja, más roja que la sangre, y Zamarrilla, creyendo que la talla se volvió humana, le tocó la cara, pero seguía siendo una talla de madera con lágrimas de cristal. Mirando la expresión de dolor que presentaba la imagen se dijo a sí mismo Zamarrilla: "He desperdiciado mi vida haciendo el mal contra el prójimo, y como la Madre de Dios me ha salvado, renuncio a mi vida de pecado para ser un hombre al servicio de Dios".
El bandolero acudió a un monasterio y les explicó el motivo de su deseo de ingresar en la orden. La comunidad le explicó al bandolero que la imagen a la que ellos rendían culto era la misma que le ayudó al bandolero a refugiarse de los soldados. Entonces, Cristóbal "Zamarrilla", decidió ingresar en la orden.
Todos los días, el monje anteriormente bandolero, iba a la ermita con una rosa roja a la Virgen de la Amargura, las rosas rojas que él mismo plantaba y cuidaba, eran su ofrenda a la Virgen. Un día como de costumbre, fue a ver a la Virgen, cuando en el camino, le pararon unos bandoleros. "A ver, monje - dijo uno de ellos - ¿qué más cosas llevas aparte de la flor?"
"Mi corazón a la Virgen María".
Los bandoleros no le creyeron, así que decidieron registrarle, y al ver que no llevaba nada de oro, le asesinaron. La comunidad de monjes empezaron a extrañarse, ya que su hermano no volvía, y decidieron ir al buscarle. En el camino encontraron su cadáver y en su mano derecha, la flor roja que llevaba se había vuelto blanca.