viernes, 28 de septiembre de 2012

Las rosas de Santa Casilda "leyenda"

Bella como una rosa recién abierta era la dulce niña. Y era más bella todavía su alma. Se llamaba Casilda. Ni los cuentos de sus esclavas la entretenían; ni las coplas y las pulidas kasidas de los poetas, ni las acordadas músicas de las guzlas y los bailes de las danzaderas la deleitaban; ni amaba los afeites; ni se enajenaba con los perfumes, los vestidos costosos y las joyas rutilantes. Porque habéis de saber que esta niña, tan buena como bella, era princesa. Su padre era un rey moro de Toledo que tenía una de esas cortes de pandereta y tarjeta postal, decadentes, lánguidas y poéticas, con versos y canciones, baños, fiestas y banquetes constantes en que acabó y se deshizo el esplendor del Califato
Debajo de esta capa superficial de buena vida, de arte, de tolerancia, bullía inextinguible el espíritu feroz e intransigente, fanático y cruel de los musulmanes. En los calabozos del palacio del rey, en infectas mazmorras, aherrojados, maltratados y hambrientos, había infelices cautivos cristianos hechos prisioneros en una correría.
Y Casilda no era feliz... Su alma noble, delicada, sensible, caritativa, dolíase de la gran necesidad y miseria de aquellos desgraciados, desnudos, tristes, hambrientos, sin libertad, sin cariño, con el recuerdo de su tierra y de los suyos clavado en el alma como espina punzante...
Sin ser cristiana, estaba llena de piedad para los infelices. Ella no podía evitar estos dolores; ley de guerra, dura ley de guerra de un tiempo de lucha constante y sin cuartel entre moros y cristianos. Mas, pensando, pensando, halló la manera de mitigarlos. Y fue acudir secretamente a los cautivos con el remedio y sustento posible. Mandóles a escondidas vestidos y mantas. Y todos los días, con pretexto de coger flores en los jardines, se deslizaba en las mazmorras, llevando bajo el delantal pan y comida para ellos.
De esta misericordia y caridad suyas vínole la luz y el conocimiento de la verdad; porque Dios, buen pagador, no deja sin premio las obras de piedad hechas a los pobres.
Como era tan bella tenía muchos pretendientes. Pero ella no aceptaba a ninguno. Aquellos moros crueles, sensuales, feroces, no llenaban su corazón, donde sentía unos deseos infinitos de algo que no sabía explicar, ni lo que era.
Un pretendiente desdeñado espió sus pasos. Y descubrió el secreto de aquellas salidas cotidianas de sus habitaciones. Se lo dijo al rey. Montó en cólera, mal enojado éste, y quiso cerciorarse por sus propios ojos. ¡Ay de ella y de los cristianos de ser cierto! La encerraría en una torre lóbrega y solitaria y colgaría a los cautivos por embaucadores de la bella princesa.
Atravesaba aquel día la dulce Casilda los solitarios corredores que conducían a las mazmorras. Llevaba, envuelto en la sobrefalda, pan para los cautivos. De manos a boca tropezó con su padre. No iba solo; varios dignatarios de la corte, musulmanes fanáticos, le acompañaban. La niña se asustó.
- ¿Qué llevas oculto en esa falda? -preguntóle el padre con dureza.
- ¿Qué quieres que lleve, padre mío? ­respondió, sorprendida y medrosa-. Llevo rosas, ¿no ves?
Y al abrir, con temor, la sobrefalda pudieron comprobar que no mentía. ¡El pan se había convertido en lindas rosas para que la caritativa Casilda no sufriese las iras de su padre!...
Al delator, bien azotado, se le mandó a la frontera. Y a los cristianos no faltó la comida ese día, porque Dios, cuando Casilda quedó sola, repitió el milagro y convirtió de nuevo las rosas en viandas.
No quiso el Señor que criatura tan angelical estuviese toda su vida rodeada de infieles, como rosa entre espinas, expuesta a los peligros de una corte frívola y sensual.
Casilda había visto en sueños una majestuosa Señora, de hermosura sin igual, que la llamaba. No sabía quien era, ni qué la quería. Pero la gentil princesa empezó a desmejorarse; enfermó de nostalgia y enfermó también de un mal conocido. Los físicos - moros y judíos - estuvieron conformes. Sólo podía sanar de aquella dolencia bañándose en las aguas de un lago que había cerca de Burgos en tierras de cristianos.
Almamún - así se llamaba el padre de Casilda - estaba a la sazón en buenas relaciones con el rey de Castilla, D. Fernando I. Y con deseos de que curara envió a su hija, acompañada de gran séquito, a la corte de Burgos.
Y ya no volvió más. Cuando vio la imagen de la Virgen María, conoció a la gran Señora que en sueños la llamara. Se bañó en las aguas del lago de San Vicente de ponderada virtud; consiguió la salud y se hizo cristiana. Levantó una capilla cerca del lago, en las proximidades de Briviesca, y en ella vivió, dedicada al servicio de la Madre de Dios y a prácticas piadosas. Por su intercesión, en vida y después de muerta, el Señor obró muchos milagros. Y allí murió el 9 de abril de 1126, feliz, porque iba a cielo.
Santa Casilda es desde entonces Patrona de la comarca de Burgos.
Donde estuvo la ermita se alza hoy un templo con hospedería para romeros, dedicado a la Santa, en el cual se guardan sus restos y se la venera. Y todos los años se celebra allí una romería y acude muchedumbre de devotos que llevan a la santa ofrendas de rosas, en recuerdo de aquellas otras con que el Señor premio la caridad ardiente de Casilda.

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