En tiempos remotos, cuando aún reinaban los godos en España,
era Teodosio de Goñi uno de los más aguerridos campeones
vascos. Su valor era legendario entre propios y extraños, y
siempre su brazo estaba dispuesto a la pelea contra los enemigos
de su país. Una vez hubo de ausentarse de su tierra; despidióse
de su esposa Constanza, bella dama, toda dulzura y fidelidad
extremada hacia su esposo. Teodosio partió y estuvo ausente algún
tiempo.
Al fin cesó la causa que le moviera a salir de su país. Y regresaba lleno de contento, esperando abrazar pronto a su esposa. Iba ya por un camino próximo a su casa, cuando encontró a un ermitaño, el cual, después de saludarle, le preguntó su nombre: «Soy Teodosio de Goñi. He estado en la guerra luchando en defensa de nuestras tierras, y ahora vuelvo a abrazar a mi esposa». Pero el ermitaño, que lo era fingido, le contestó con doliente voz: «¡Ah desdichado Teodosio de Goñi! Ignoras que durante tu ausencia tu esposa no ha sabido guardarte la fidelidad debida a vuestro rango y a los juramentos contraídos. Al contrario, ha manchado tu honor con viles actos que conoce todo el pueblo». Teodosio quedó helado y apenas pudo preguntar nada al ermitaño, que desapareció al momento. Después, temblando de ira, el caballero galopó hasta su casa, llegando, sin ser advertido por la servidumbre, a altas horas de la noche. Entró en su palacio por una puerta secreta, y dirigiéndose en la oscuridad a su alcoba, comprobó, horrorizado, que en su cama, junto a un bulto de mujer, que creyó ser Constanza, dormía un hombre. Entonces, loco de ira, sacó su daga y apuñaló a los traidores.
Salió angustiado y, sin saber qué hacer, se dirigió a la iglesia. Era ya de madrugada, y una luz tenue alumbraba las calles. Vio una mujer que salía de la iglesia y, aturdido por el espanto, vio que era Constanza. Ella se precipitó hacia su marido para abrazarlo, transportada de alegría. Mas él, ya con gran confusión, le preguntó que quienes eran los que dormían en el lecho nupcial. «Son tus padres, que vinieron a visitarme y a los que he cedido nuestra alcoba».
Estas palabras fueron como un rayo que cayera sobre el desdichado Teodosio. Comprendió que, engañado por el ermitaño, al que juzgó demonio o forma infernal, y llevado por su irreflexión y violencia, había cometido un horrendo parricidio, y huyó, ante el asombro de su mujer; asombro que se trocó en espanto al volver al palacio y ver muertos y ensangrentados a los padres de su esposo.
Éste, movido por sus terribles remordimientos, se dirigió a Iruña, en donde era obispo el santo Marciano, ante quien se postró en confesión de su culpa. Enorme le pareció al santo varón el pecado cometido por Teodosio. Y, no pudiendo absolverlo, le ordenó que fuera en peregrinación a Roma, a pedir al Padre Santo que le impusiera la dura penitencia que merecía su horrenda culpa. Emprendió Teodosio el camino a la ciudad santa, haciendo el camino entre duros dolores de corazón. Al fin entró en Roma y pidió ser oído en confesión por el Padre de los cristianos.
Era éste Juan VII, el cual le reprochó la violencia de su carácter, que le había llevado a cometer una falta tan horrible. «Tu penitencia ha de ser muy dura, y sólo la voluntad de Dios ha de determinar, por intervención milagrosa, cuándo habrás de ser perdonado. Tomarás una cruz de madera y ceñirás una pesada cadena de hierro. Así peregrinarás por los lugares más ásperos y solitarios, y sólo cuando la cadena caiga rota por sí sola al suelo, sabrás que Dios te ha perdonado».
Teodosio inició su marcha con la cruz de madera y una cadena de gruesos eslabones de hierro, que se había hecho ceñir y remachar a martillo. Cada día, agobiado por el peso de cruz y cadena, recorría un trecho hacia su país, asombrando a los viandantes, a los que rogaba que rezasen porque Dios perdonase a tan gran pecador como el que veían.
Al fin llegó a Navarra, y escogió para penitencia los espesos montes de la Sierra de Andía. Pero estando demasiado cerca de Goñi, y queriendo apartarse aún más, se dirigió al Monte Aralar. Subió por las laderas de la inmensa mole y llegó hasta unos riscos. Allí había una honda caverna, en donde moraba, según creencia muy extendida, un terrible monstruo. Lentamente iba subiendo Teodosio, arrastrando la cadena, a la cual, con gran alegría suya, se le había desprendido un eslabón, que quedó prendido en un árbol, cuando abandonó los montes próximos a Goñi. Iba pensando en esto el desdichado penitente, cuando de pronto oyó un tremendo rugido y encontró en medio del sendero a un horrible dragón que amenazaba despedazarlo entre sus afiladas garras.
«¡San Miguel me valga!», exclamó Teodosio, aterrorizado.
Y al punto se abrieron los cielos, en medio de una gran luz, y apareció San Miguel, que destrozó al dragón, exclamando: ¿Nor Jaungokoia bezala? («¿Quién como Dios?»).
Y al mismo tiempo la pesada cadena que ceñía la cintura de Teodosio cayó, rota, al suelo. Dios había perdonado al penitente.
Lleno de alegría, Teodosio regresó a Goñi, en donde encontró a su esposa, la cual tuvo enorme alegría al saber lo sucedido. Y, cumpliendo la voluntad del Papa, que había ordenado a Teodosio que erigiese una iglesia allí en donde cayeran sus cadenas, levantaron una capilla en honor de San Miguel, morando allí como ermitaños y siendo enterrados, a su muerte, al lado de la iglesia. Se dice que su sepultura se encuentre bajo una columna, a la derecha del pórtico.
Al fin cesó la causa que le moviera a salir de su país. Y regresaba lleno de contento, esperando abrazar pronto a su esposa. Iba ya por un camino próximo a su casa, cuando encontró a un ermitaño, el cual, después de saludarle, le preguntó su nombre: «Soy Teodosio de Goñi. He estado en la guerra luchando en defensa de nuestras tierras, y ahora vuelvo a abrazar a mi esposa». Pero el ermitaño, que lo era fingido, le contestó con doliente voz: «¡Ah desdichado Teodosio de Goñi! Ignoras que durante tu ausencia tu esposa no ha sabido guardarte la fidelidad debida a vuestro rango y a los juramentos contraídos. Al contrario, ha manchado tu honor con viles actos que conoce todo el pueblo». Teodosio quedó helado y apenas pudo preguntar nada al ermitaño, que desapareció al momento. Después, temblando de ira, el caballero galopó hasta su casa, llegando, sin ser advertido por la servidumbre, a altas horas de la noche. Entró en su palacio por una puerta secreta, y dirigiéndose en la oscuridad a su alcoba, comprobó, horrorizado, que en su cama, junto a un bulto de mujer, que creyó ser Constanza, dormía un hombre. Entonces, loco de ira, sacó su daga y apuñaló a los traidores.
Salió angustiado y, sin saber qué hacer, se dirigió a la iglesia. Era ya de madrugada, y una luz tenue alumbraba las calles. Vio una mujer que salía de la iglesia y, aturdido por el espanto, vio que era Constanza. Ella se precipitó hacia su marido para abrazarlo, transportada de alegría. Mas él, ya con gran confusión, le preguntó que quienes eran los que dormían en el lecho nupcial. «Son tus padres, que vinieron a visitarme y a los que he cedido nuestra alcoba».
Estas palabras fueron como un rayo que cayera sobre el desdichado Teodosio. Comprendió que, engañado por el ermitaño, al que juzgó demonio o forma infernal, y llevado por su irreflexión y violencia, había cometido un horrendo parricidio, y huyó, ante el asombro de su mujer; asombro que se trocó en espanto al volver al palacio y ver muertos y ensangrentados a los padres de su esposo.
Éste, movido por sus terribles remordimientos, se dirigió a Iruña, en donde era obispo el santo Marciano, ante quien se postró en confesión de su culpa. Enorme le pareció al santo varón el pecado cometido por Teodosio. Y, no pudiendo absolverlo, le ordenó que fuera en peregrinación a Roma, a pedir al Padre Santo que le impusiera la dura penitencia que merecía su horrenda culpa. Emprendió Teodosio el camino a la ciudad santa, haciendo el camino entre duros dolores de corazón. Al fin entró en Roma y pidió ser oído en confesión por el Padre de los cristianos.
Era éste Juan VII, el cual le reprochó la violencia de su carácter, que le había llevado a cometer una falta tan horrible. «Tu penitencia ha de ser muy dura, y sólo la voluntad de Dios ha de determinar, por intervención milagrosa, cuándo habrás de ser perdonado. Tomarás una cruz de madera y ceñirás una pesada cadena de hierro. Así peregrinarás por los lugares más ásperos y solitarios, y sólo cuando la cadena caiga rota por sí sola al suelo, sabrás que Dios te ha perdonado».
Teodosio inició su marcha con la cruz de madera y una cadena de gruesos eslabones de hierro, que se había hecho ceñir y remachar a martillo. Cada día, agobiado por el peso de cruz y cadena, recorría un trecho hacia su país, asombrando a los viandantes, a los que rogaba que rezasen porque Dios perdonase a tan gran pecador como el que veían.
Al fin llegó a Navarra, y escogió para penitencia los espesos montes de la Sierra de Andía. Pero estando demasiado cerca de Goñi, y queriendo apartarse aún más, se dirigió al Monte Aralar. Subió por las laderas de la inmensa mole y llegó hasta unos riscos. Allí había una honda caverna, en donde moraba, según creencia muy extendida, un terrible monstruo. Lentamente iba subiendo Teodosio, arrastrando la cadena, a la cual, con gran alegría suya, se le había desprendido un eslabón, que quedó prendido en un árbol, cuando abandonó los montes próximos a Goñi. Iba pensando en esto el desdichado penitente, cuando de pronto oyó un tremendo rugido y encontró en medio del sendero a un horrible dragón que amenazaba despedazarlo entre sus afiladas garras.
«¡San Miguel me valga!», exclamó Teodosio, aterrorizado.
Y al punto se abrieron los cielos, en medio de una gran luz, y apareció San Miguel, que destrozó al dragón, exclamando: ¿Nor Jaungokoia bezala? («¿Quién como Dios?»).
Y al mismo tiempo la pesada cadena que ceñía la cintura de Teodosio cayó, rota, al suelo. Dios había perdonado al penitente.
Lleno de alegría, Teodosio regresó a Goñi, en donde encontró a su esposa, la cual tuvo enorme alegría al saber lo sucedido. Y, cumpliendo la voluntad del Papa, que había ordenado a Teodosio que erigiese una iglesia allí en donde cayeran sus cadenas, levantaron una capilla en honor de San Miguel, morando allí como ermitaños y siendo enterrados, a su muerte, al lado de la iglesia. Se dice que su sepultura se encuentre bajo una columna, a la derecha del pórtico.
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