lunes, 30 de abril de 2012

La maravillosa flor del haravec "cuento argentino"

Cierto día de hace muchos siglos, el Inca HuiraCocha, rey absoluto del imperio incaico, desaparecido después por la dominación española, y que abarcaba los territorios que hoy forman Perú y parte de Bolivia y Argentina, se sintió repentinamente enfermo de un mal desconocido.
En vano se consultaron, con la urgencia que el caso requería, a los amautas y hechiceros de todos sus dominios.
Sus consejeros y familiares, desesperados, ya que el emperador se debilitaba por instantes acordaron convocar al pueblo para efectuar solemnes rogativas a Inti, el Dios Sol, solicitando su ayuda para evitar la muerte del sabio monarca.
Un día, se abrieron las suntuosas puertas de oro macizo del Coricancha o casa dedicada a la adoración de los dioses y una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres llegados de todas partes de la nación, se prosternaron ante un disco de oro que el gran Villac-Umu, el sacerdote, mostró al pueblo desde la entrada del templo.
- ¡Inti! -gritó el sacerdote, mirando al radiante astro que los iluminaba desde el cenit.- ¡Inti! Padre del Cielo y de la Tierra... humildemente te rogamos devuelvas la salud a nuestro bondadoso emperador.
Miles de hombres de todas las clases sociales, levantaron las manos al escuchar al Villac-Umu y miraron al sol, con sus ojos inundados de lágrimas, en demanda de la gracia solicitada por el gran sacerdote.
Después, surgieron del templo, como si fueran mariposas blancas, cientos de muchachas vestidas con vaporosas telas y al compás de los extraños instrumentos de aquel tiempo llamados quenas, se pusieron a danzar alrededor del disco de oro que simbolizaba al astro rey. Eran las Vírgenes del Sol o sacerdotisas de aquella singular religión incaica.
Mientras tanto, Huiracocha, postrado sobre blandos cojines, dormía, pálido y demacrado, rodeado de sus familiares que no sabían qué hacer para devolver la salud a tan digno gobernante.
Aquella noche, el Villac-Umu o gran sacerdote, dictó una proclama, comunicando al pueblo que Inti, el Dios Visible, había depositado en uno de los hombres de los extensos dominios, el don de curar al Inca y que, como señal de tal virtud, el elegido tendría un sueño extravagante en el que se le aparecería el Sol y lo besaría en la frente.
El Villac-Umu también comunicaba que, si alguien tenía ese sueño, inmediatamente se presentase en el palacio del emperador, donde sería recibido por éste, y al que se le prometía, si curaba al soberano, todo el oro que cupiera en el gran salón del trono del palacio del Coricancha.
Para dar a conocer esta proclama, los ministros enviaron cientos de mensajeros hasta los más apartados lugares del país, que pregonaron la voluntad de Huiracocha, desde las llanuras dilatadas hasta las cumbres más abruptas.
Por ese tiempo, muy lejos de la ciudad del Cuzco, capital del Imperio lnca, junto a las márgenes del hermoso lago Titicaca, vivían dos hermanos llamados Rimac y Húcar, los que cuidaban de sus ancianos padres, con el producto de la venta de hermosas llamas, que domesticaban desde pequeñas.
Una noche descargó una terrible tempestad en aquellos regiones y los torrentes que se precipitaban desde las cumbres anegaron la llanura y ahogaron a todos los animales que con tanto esmero cuidaban Rimac y Húcar.
- ¡Qué desgracia! -exclamaba el hermano mayor entre sollozos.- ¡Es nuestra ruina! ¿Qué será de nuestros padres?
- ¡Inti nos ha abandonado! -gritaba el menor. -¡Inti es malo!
- ¡No digas eso! -exclamó Rimac con cara de enojo.- ¡Inti es bueno! ¡Él hace los campos feraces y que los frutos sazonen! ¡Él alumbra nuestro camino y pone alegría en nuestros corazones! ¡Él es el padre de la Pachamama o Madre Tierra, ya que sus rayos calientan el mundo y hacen brotar la vida!
- ¡Mentira! -interrumpió furioso Húcar.- ¡Inti no vale nada! ¡Inti nada puede, ya que no supo detener la tormenta que nos ha arruinado!
- ¡No blasfemes! -gritó Rimac.
Y así, los dos hermanos, disgustados, se recogieron aquella noche, entristecidos por la terrible miseria caída sobre ellos.
Al día siguiente, resolvieron viajar por las tierras desconocidas que se extendían del otro lado del Gran Lago, con el propósito de buscar nuevas llamas salvajes, para domesticarlas y así continuar la tarea que les daba el sustento y, sin vacilar, emprendieron la marcha, cargados sus alforjas con víveres y entre ellos el maíz, que en aquella época se denominaba Upy.
Varios días anduvieron entre terribles soledades, siempre blasfemando el malo de Húcar, por la desgracia, sin escuchar los sabios consejos de su hermano mayor, que le pedía no hablara mal de Inti el Padre de la Tierra.
Una noche fría que se habían recogido bajo de unas rocas de la montaña, los dos hermanos tuvieron distintos sueños, que los llenaron de estupor.
Rimac, el mayor, soñó que el Sol se le aparecía en un gran trono de oro, tan brillante que hacía daño a los ojos, y que después de sonreírle, se le acercaba hasta besarlo en la frente.
Húcar, el menor, soñó que el Sol se ponía en el horizonte y que las sombras de la noche se hacían eternas, sin que nunca más apareciese el gran disco de fuego, muriendo de frío cuanto había con vida en el mundo.
Los dos hermanos, asustados de sus sueñas, se despertaron al otro día y se contaron lo que habían visto con los ojos del alma.
Húcar, el menor, convencido de que su sueño era cierto, exclamó entristecido:
- ¡Ya ves, Inti se muere! ¡No volverá a aparecer jamás! ¡Es un mal dios que se deja vencer por las sombras de la noche!
- ¡No digas eso! -exclamó Rimac, el mayor­ ¡Inti se hunde en el horizonte para dormir, pero siempre vuelve a aparecer para alegrar la tierra y el corazón!
Pensando cosas tan diferentes, los dos hermanos se disgustaron, y mientras Húcar, el menor, resolvió regresar a la casa paterno y esperar la muerte sin lucha, Rimac, el mayor, prosiguió su camino con la esperanza de encontrar un mejor porvenir.
Así anduvo por espacio de muchas semanas, hasta que por fin llegó a un pueblecito donde, con gran asombro, escuchó la proclama del Inca Huiracocha.
- ¿Cómo? -se dijo en el colmo del estupor.­ ¡Ese hombre a quien busca soy yo! ¡Yo he soñado con el Sol que me daba un beso en la frente! -Y, sin vacilación, emprendió el camino del Cuzco, la capital del Imperio donde agonizaba el gran lnca Huiracocha.
Un mes más tarde, hizo su entrada en la ciudad incaica y se presentó a los soldados que guardaban la entrada del Palacio Imperial.
-¿Qué quieres? -le preguntaron.
- Vengo a ver al Inca.
- ¿Quién eres tú, pobre diablo, para ver a nuestro emperador?
- ¡Soy el hombre que ha soñado con el Dios Inti!
Al oír tal respuesta, los soldados se prosternaron y las puertas del esplendoroso palacio se abrieron de par en par ante el asombrado Rimac, el mayor.
Después de cruzar muchas habitaciones primorosamente adornadas, llegó hasta el trono de oro y piedras preciosas en donde reposaba el triste monarca.
- ¿Es verdad que Inti te ha besado en la frente? -le preguntó el Inca abriendo los ojos,
- ¡Sí, Majestad! -respondió puesto de rodillas el tembloroso viajero.
- Según el Villac-Umu, tú deberás curarme.
- ¿Yo?-respondió, en el colmo del asombro, Rimac, el mayor.
- ¡Sí, tú! ¡Las palabras del Dios Invisible nunca se ponen en duda! Desde hoy eres mi huésped de honor. En mi palacio tendrás todo lo que apetezcas hasta que llegue la hora de mi curación. -Y al pronunciar estas palabras, el Inca señaló al pastor la puerta de oro por donde se contemplaba el interior de aquel palacio de ensueño.
Rimac, el mayor, penetró turbado en la sala que le habían destinado, pensando, con amargura y temor, cómo salir de aquel compromiso tan grande que podía costarle la vida,
- ¡Si Huiracocha muere, yo también moriré! ­decía a solas el muchacho sin saber qué decisión tomar.
Así pasaron varios días y en todos ellos, a la puesta del sol, entraba el Gran Sacerdote para preguntarle qué novedades tenía para la curación del soberano.
- ¡Ninguna! -había respondido siempre Rimac, dominado cada momento por más intensos temores.
Pero, hete aquí que, una noche que dormía sobre su cama de plumas, soñó otra vez con Inti. Contempló cómo el Sol lo miraba con su redonda faz roja y, luego de sonreírle con dulzura le decía, con una voz grave y pausada:
- ¡Rimac! ¡Tú eres bueno y mereces ser feliz! ¡Tú crees en mí, y proclamas mis bondades para con los habitantes de la tierra! ¡Yo, en pago, haré que cures al Inca Huiracocha!
- ¿De qué manera? -había respondido Rimac, el mayor.
- ¡El Inca -prosiguió el Sol- tiene más enferma el alma que el cuerpo! Vete hasta las cumbres de Ritisuyu y en ellas encontrarás la inmaculada flor del haravec, que nadie aún ha visto. Recoge sus pétalos que tienen el don de ahuyentar la tristeza y hazlos aspirar al desgraciado monarca.
Aquella misma noche, Rimac, el mayor, cumplía la orden del Padre Inti y se encaminaba silenciosamente hacia las más altas cimas de la cordillera de los Andes, en busca del preciado y mágico tesoro.
Caminó muchos días por colinas escarpadas, atravesó grandes torrentes que caían de piedra en piedra con gran estruendo y, después de matar un cóndor que intentó atacarlo con sus agudas garras y de trepar murallones casi verticales, llegó a las agudas cumbres de la montaña, siempre cubiertas de blanca nieve.
- ¿Será aquí? - se preguntó, mirando a todos partes,
Pero nada encontró y prosiguió buscando.
Otros días más lo vieron los cóndores continuar su camino, observando las más insignificantes grietas de la roca.
Cansado ya, una noche, muerto de frío por el helado viento de la montaña, se tendió en una caverna solitaria y cerró los ojos en un suspiro de desaliento.
Bien pronto el sueño lo dominó y el Sol se le apareció de nuevo casi quemándole la frente.
- Hijo mío -le dijo el astro rey,- admiro tu valor y tu tenacidad para cumplir mi orden. El triunfo es de los perseverantes y a ti ya te llegó el momento de regresar. Mañana, uno de mis rayos, te indicará dónde se oculta la maravillosa flor del haravec.
Al otro día, Rimac, el mayor, recordando su prodigioso sueño, salió de la caverna y continuó su marcha por las empinadas sendas de las montaña.
De pronto, ante su sorpresa, vio que del Sol que reinaba casi sobre su cabeza, se desprendía un rayo más brillante que su permanente luz, que al describir en el cielo una caprichosa curva, caía vertiginoso sobre la tierra, lanzando mil chispas de oro en un lugar del camino, muy próximo a donde se encontraba.
- ¡Ahí debe ser! -dijo el pastor y se encaminó corriendo hacia el sitio donde aun resplandecía la misteriosa luz.
Efectivamente, de entre las negras grietas de la montaña, brotaba una diminuta planta, nimbada de rayos dorados y en su centro se abría una magnífica flor de pétalos azules y corola blanca.
Rimac, el mayor, se arrodilló ante ella, y luego de elevar sus oraciones de gracia hacia el Padre Inti, recogió sus pétalos uno por uno y los fue depositando con todo cuidado en su alforja de lana de vicuña.
Siete días después, llegó a la ciudad del Cuzco Y se dirigió hacia el Palacio Real, penetrando con rapidez hasta las habitaciones del trono.
- ¡Inca! -gritó cuando estuvo frente a Huiracocha.- ¡Aquí tienes lo que esperabas!
- ¿Qué me traes? -preguntó el monarca.
- ¡La vida! -Y diciendo esto, dejó caer sobre las manos del enfermo emperador, los azules pétalos de la flor del optimismo.
- ¿Qué debo hacer con estas hojas? -preguntó, sorprendido, Huiracocha.
- ¡Aspira su perfume y salvarás tu cuerpo! -respondió Rimac.
El Gran Inca acercó los pétalos a sus narices y aspirando el suave aroma de la maravillosa flor, sintió que dentro de su pecho resucitaba la vida y dentro de su corazón la alegría.
- ¡Es verdad! ¡Es verdad! -gritó levantándose del trono con incontenible entusiasmo.- Inti ha salvado a su hijo! ¡El sueño del Villac-Umu se ha hecho realidad!
El agradecimiento del monarca no se hizo esperar y el buen Rimac, el mayor, no sólo llenó las alforjas de sus llamas de enormes cantidades de oro, sino que también llevó hacia sus tierras del Lago Titicaca, a la más hermosa princesa que habitaba el palacio real del Cuzco.
Meses después llegó a su humilde morada, ante el asombro de los suyos, y, al reunirse con su hermano, el descreído Húcar, el menor, le contó su aventura y la verdad invencible de su sueño.
Desde entonces, Húcar, el menor, creyó en el poder sobrenatural del rojo astro que nos calienta
y nos da vida, y prosiguieron felices la existencia, junto al maravilloso lago en el que todas las mañanas contemplaban los reflejos de los primeros rayos, tibios y acariciadores, del dorado y eterno Padre Sol.

sábado, 28 de abril de 2012

El trébol de cuatro hojas "cuento argentino"

Amalia era una niña mimada por su padre, que vivía en las lejanas regiones de la Patagonia, en donde su familia era poseedora de grandes extensiones de tierra en donde pululaban grandes rebaños de ovejas.
Según aseguraban los que conocían al padre de Amalia, éste era propietario de dos millones de estos mansos animalitos que nos dan sus rizadas lanas para fabricar nuestros vestidos y otras prendas necesarias para la vida cotidiana.
Amalia poseía virtudes que la hacían querer por racionales e irracionales y todas las mañanas las dedicaba a recorrer las solitarios extensiones cuidando los corderillos recién nacidos y acariciando a las madres que balaban de gusto al verla llegar.
No había persona en cien leguas a la redonda, que no hubiera sido alguna vez protegida por la buena niña y no tuviera palabras de agradecimiento para sus bondades y misericordias.
Donde había un enfermo, allí estaba Amalia.
En la choza que entraba la miseria, la mano de la niña llegaba, para tranquilizar con sus regalos a sus habitantes.
Los chicuelos de los contornos creían ver en ella al Ángel de la Guarda, ya que se desvivía por llevarles juguetes y golosinas que hacían la dicha de sus humildes amiguitos.
Hasta los pájaros de la llanura comían en su mano y revoloteaban confiados sobre su cabeza, agitando alegremente las alas, en bulliciosa bienvenida.
Amalia poseía un tesoro en su pequeño alazán, caballito manso y fiel, con el que todas las mañanas recorría los campos montada sobre su lustroso lomo.
El caballito atendía por el dulce nombre de Picaflor, que le había puesto la pequeña, comparándolo con el hermoso pajarillo de mil colores que por las madrugadas llegaba hasta su ventana para libar el néctar de las flores rojas de un rosal.
Pero, como la felicidad no es duradera en el mundo, el padre de Amalia perdió completamente su gran fortuna en malos negocios y poco a poco tuvieron que ir reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible.
- ¿Qué haremos ahora? -decía tristemente mientras contemplaba a su querida hijita.
- ¡Luchar, papá! -respondía Amalia, dándole ánimos al pobre hombre, que se inclinaba derrotado y dolorido.
Instigado por las palabras de aliento de su pequeña, el padre prosiguió trabajando, pero la Diosa Fortuna le había dado definitivamente la espalda.
Como es muy natural en todos estos casos, los amigos, al ver al padre de Amalia pobre y sin medios para brindarles fiestas y diversiones, se fueron alejando, hasta que un día se encontró solo, sin relaciones y despreciado por los que antes lo habían adulado en todas las formas.
- ¡Éste es el mundo! -gemía.- El desagradecimiento impera en casi todas las almas y bien pronto se olvidan de los favores recibidos.
No obstante su gran pobreza, el buen padre conservó unas leguas de tierra yerma en el lejano territorio del Chubut, las que no había podido convertir en dinero por no encontrar comprador para tan áridas propiedades.
Efectivamente, los campos eran arenales, sin vegetación y completamente estériles, en los que sólo moraban los huemulesEspecie de ciervo y algunos indios patagones, pobres y hambrientos.
Amalia, por todos estas desgracias, estaba muy triste y lloraba en silencio tal desastre, junto al pequeño Picaflor, del que no se separaría por nada del mundo.
El buen animalito, como dándose cuenta de la pesadumbre que embargaba a la niña, se acercaba a ella y la acariciaba amorosamente con su belfo tibio y tembloroso.
Una sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a aquellos solitarios campos del Chubut, ya que era el único lugar que le brindaba algún sosiego y sin pensar más se encaminó la familia hacia las lejanos regiones.
Por supuesto, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor, en el que iba montada para no cansarse de tan fatigoso viaje.
En esas tierras levantaron su humilde hogar y continuaron luchando por la vida, en la esperanza de que aquellas arenas respondieran con hermosos frutos a los deseos del buen hombre.
Pero bien pronto una nueva desilusión los entristeció más. Todo aquel campo era un lugar maldito, en donde sólo imperaba el constante viento que quemaba las carnes y la dorada arena que cegaba los ojos.
El dolor y la desesperación llegaron con su corte de lágrimas y de quejas.
Amalia sollozaba al ver la pálida cara de su buen papá y rogaba a Dios noche tras noche, para que los ayudara en tal difícil situación.
Una mañana en que la bondadosa niña recorría los áridos lugares montada en su fiel Picaflor, contempló algo inesperado que la llenó de asombro. Ante ella, cortándole el camino, había surgido de la tierra una divina figura de niño, alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo.
- ¿Quién eres? -preguntó Amalia sin temores.
- ¡Soy tu Ángel de la Guarda! -le respondió el hermoso aparecido.
- ¿Mi Ángel de la Guarda?
- ¡Sí! ¡Has de saber, linda Amalia, que todos los niños buenos que existen en el mundo tienen un Ángel invisible que los cuida y los libra de todo mal!
- ¿Y tú eres el mío? -insistió la niña alegremente.
- ¡Lo has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al verte llorosa y triste viene a ayudarte para que la risa vuelva a tu rosado rostro! ¿Qué es lo que quieres?
- ¡Que ayudes a mi papá! -dijo Amalia pausadamente.- ¡Hace mucho que trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y quiero que vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como lo hacía antes!
- ¡Si ése es tu deseo, tu padre volverá a ser millonario! -respondió el Ángel.- ¡Tu bondad y tu maravilloso comportamiento para con los menesterosos, te hacen acreedora a que los seres que nos rigen te ayuden, buena Amalia!
- ¡Gracias... gracias! -respondió entusiasmada la niña.
- Escucha -continuó el ser divino.- Estas tierras áridas que parecen no servir para nada, tienen en sus entrañas una fortuna tan grande, que el que la posea será uno de los hombres más ricos de la tierra. Sigue tu camino buscando entre estos arenales sin vida, un trébol de cuatro hojas. En el lugar en que lo encuentres, dile a tu padre que cave y se hará poderoso. ¡Adiós mi querida niña! -terminó diciendo el hermoso Ángel y voló hacia los cielos perdiéndose entre las nubes doradas por el sol.
Amalia, loca de contento, prosiguió su camino montada en su inseparable Picaflor, mirando el arenoso suelo, para ver si encontraba el maravilloso trébol de cuatro hojas.
- ¿Podrá ser cierto? -murmuraba la niño, contemplando el desierto.- ¡Aquí no crece ni una brizna de hierba!
Pero su caballito fiel fue el que más tarde le indicó el sitio en donde se escondía el codiciado trébol. Como si el animalito también hubiera oído las palabras del Ángel de la Guarda, recorrió el campo paso a paso, hasta que de pronto se detuvo y relinchó alegremente.
- ¡Aquí está! ¡Aquí está! -parecía decir en su relincho.
La niña se apeó y arrancó de entre unas dunas recalentadas por el sol, la buscada ramita de trébol, que poseía cuatro hojitas, tal como lo había indicado la divina aparición.
Bien pronto llegó alborozada a su humilde hogar y conduciendo a su entristecido padre hasta el sitio del hallazgo, le rogó que llevara herramientas para cavar, cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel tutelar.
El hombre, quizás alentado por una loca esperanza, obedeció a su buena hija y comenzó a cavar de tal manera que a las pocas horas había hecho un profundo pozo.
- ¡No hay nada! -gemía.
- ¡Cava! ¡Cava! -le respondía la niña mirando hacia los cielos.
De pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría: el tesoro indicado por el Ángel estaba allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un manantial de petróleo que comenzó a subir por el pozo abierto y pronto inundó parte de la yerma llanura.
- ¡Petróleo! ¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevamente ricos! -exclamaba el hombre abrazando a su hija.- ¡Éste es un milagro! ¡Bendito sea Dios!
La niña lloraba y reía abrazado a su buen padre, mientras sus pequeños labios oraban en acción de gracias.
El manso Picaflor también estaba alegre y sus relinchos agudos resonaban de cuando en cuando en el espacio callado.
Como es natural, poco después comenzó la explotación de tanta riqueza, y la familia volvió a ser millonaria, pudiendo desde entonces, la buena Amalia, proseguir sus anhelos de bien, recorriendo en su fiel caballito todas las viviendas de la comarca, llevando en sus bolsillos oro y en sus ojos alegría, para el bienestar de los desvalidos y los desgraciados.
 

jueves, 26 de abril de 2012

La cazadora de mariposas "cuento argentino"

Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de un jardín que parecía de ensueño.
En él había macizos de cándidas violetas, escondidas entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a países remotos y pintorescos.
Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre sus pétalos.
De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas alas azules, blancas y doradas.
Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna finalidad práctica.
Este enemigo era la hija del dueño de casa, llamada Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.
Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela de caballero y de ojos celestes como los pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una pálida luz como la reflejada por la luna.
Su corte era numerosa, y tras el hada, en disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos, grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más variados tipos.
El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jardín:
- ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas! ¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jardín!
- Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!
- ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara pinchándote en la pared.
- ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.
- ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios!
La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.
La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.
Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro, sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa.
El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señalando al aterrorizado reo.
- Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro.
Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo.
Éste continuó:
- ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!
- ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.
El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.
- ¡Debe de pagar sus culpas, con la peor de las penas -terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me escucha, la de muerte, para la niño mala y cruel!
Las últimas palabras del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.
Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:
- Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país! ¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero... creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por lo tanto, solicito seáis clementes con ella!
Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiadada muchacha.
Breves momentos después, el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia...
"¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!"
Una salva de atronadores aplausos se siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien pronto la llegada del sol.
Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los hermosos lepidópteros.
Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de la sentencia del tribunal nocturno.
No bien comenzó su inconsciente persecución, fue atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, qué bien pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón.
En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.
Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había aconsejado.

martes, 24 de abril de 2012

El aviso del tero "cuento argentino"

Sabido es en toda la campaña argentina, que el tero, esa avecilla zancuda que hace sus nidales junto a las lagunas o entre los cañaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre en los vastos desiertos.
¿Cómo puede ser esto - preguntará la gente que desconozca la pampa - si el tal animalito es pequeño, y casi inofensivo?
Sencillamente, por su vigilancia constante y sus escándalos cuando algo de extraño advierte en la quietud de sus dominios.
Si es cierto que los gansos del Capitolio dieron la alarma, con sus graznidos estridentes, a los soldados desprevenidos, convirtiendo una segura derrota en la más gloriosa victoria, no es menos cierto que los teros de la interminable pampa, comunican al viajero todos los peligros que lo acechan, poniéndolo en guardia, con sus chillidos y sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan hasta que la tranquilidad renace en las dilatadas regiones.
Su plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo, su pecho blanco, su penacho agudo y sus ojos rojos como dos rubíes.
Para el gaucho, el animalito es sagrado y nunca intenta matarlo, no sólo por la eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino porque su carne, dura y negruzca, como la de ciertas aves de rapiña, no es comestible.
El tero es la más simpática de las avecitas americanas y su sagacidad para esconder los nidales es proverbial en la campaña argentina.
Si a todo esto agregamos su valentía para combatir a las serpientes y a otras alimañas de la llanura, veremos que este zancudo, entre las aves, es uno de los más nobles amigos del hombre.
Y ahora que hemos presentado a tan simpático animalito, vayamos a nuestra historia, que es tan cierta como la existencia del sol, según las palabras de don Nicanor, el paisano viejo, que una tarde, narró estos hechos en rueda de amigos en la pulpería.
Cierta vez, vivía en el desierto un hombre bueno, llamado Isidoro, que durante algunos años labró la tierra y cuidó de su familia, compuesta por su mujer y dos hijos varones de corta edad.
Isidoro, trabajando de sol a sol, había conseguido hacerse propietario de una majada y otros animales domésticos que le proporcionaban un vivir modesto, pero desahogado.
El campesino era, como dejamos dicho, de muy buen corazón, siendo querido en toda la comarca por sus actos de abnegación y sus generosidades para con los pobres y desvalidos.
Pero como no hay nada perfecto en este mundo, Isidoro tenía un grave defecto que lo llevaba muchas veces a cometer serios yerros, y era su testarudez, hija de un amor propio mal entendido.
Cuando Isidoro se proponía una cosa, era inútil que se le hiciera ver razones; el hombre se mantenía en su idea en contra de toda lógica, lo que motivaba el alejamiento de aquellos que intentaban conducirlo por la mejor senda.
Como les ocurre a todas estas personas de cabeza dura, cuanto más se le pedía que abandonara un alocado propósito, más se obstinaba en salir con la suya, aunque en su interior se diera buena cuenta de su error insensato.
- ¡No hagas tal cosa, Isidoro! -le decía a veces su mujer.
- ¡Ya que te opones, lo haré, aunque reviente! -le contestaba el testarudo, y proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave riesgo de su vida.
Llegó un día en que los indios salvajes del desierto formaron grandes malones, con los que avanzaron sobre los poblados cristianos, robando ganado, asesinando a los que se oponían a sus atropellos y haciendo cautivas a las pobres mujeres.
Como es natural, todos los colonos de la llanura fueron avisados con tiempo del malón, y huyeron hacia los fortines militares, para ponerse bajo su seguro amparo.
Pero Isidoro, por llevar la contraria, resolvió quedarse en su rancho, exponiendo a su mujer y a sus hijos a los más graves sufrimientos si los salvajes llegaban hasta aquellos sitios.
- ¡Debemos huir! ¡los indios nos matarán! -le decía la esposa entre sollozos.
- ¡Me quedaré! -le contestaba invariablemente el testarudo, sin medir las consecuencias de su acción insensata.
- ¡Hazlo por tus hijos! -volvía a rogarle la pobre mujer.
- ¡Nunca! ¡Aquí debo permanecer! ¡Nadie me sacará! ¡Yo lo quiero así! -respondía casi a gritos el hombre, encaprichado en llevar la contraria a los ruegos de toda la familia.
Como es natural, hubo que obedecerle, e Isidoro y los suyos fueron los únicos seres humanos que permanecieron en sus viviendas del desierto, expuestos a ser sacrificados por los salvajes merodeadores de la pampa.
La mujer no se conformó, como es natural, con la descabellada resolución del jefe de la familia y resolvió huir con los niños a sitio más seguro, ya que no podía permitir que por un capricho fueran asesinados los pobres inocentes.
Aquella noche aguardó que Isidoro se durmiera, tomó las criaturas, las abrigó para preservarlas del frío del desierto y atando un caballo a un pequeño carrito que poseían, emprendió el camino hacia lugares más civilizados, rogando a Dios los protegiera en la difícil y peligrosa travesía.
Quien conoce la pampa sabe lo difícil que es orientarse en ella cuando no existe la guía del sol, y la infeliz mujer bien pronto se perdió entre las sombras, sin saber, en su desesperación, cuál era el punto de su destino.
Así, abrazada a los pequeños, llorosa y angustiada, se detuvo en medio de la llanura, levantando sus ojos hacia los cielos, para rogar ayuda por la vida de sus desventurados vástagos.
La noche fría y el viento pampero, casi permanente en aquellas regiones, hacían más crítica la situación de la pobre madre, que momentos después, aterrada, escuchó a lo lejos el tropel de la caballería india, que cruzaba entre alaridos salvajes, llenando el desierto de mil ruidos enloquecedores.
- ¡Dios salve a mis hijos! -gemía la infeliz de rodillas, mirando las estrellas que titilaban entre las sombras del cielo.
En el ruego estaba, cuando por encima de su cabeza, pasó volando una avecilla, que casi rozando su cabeza, gritó en un estridente chillido:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y sorprendida por el milagro, dijo entre sollozos:
- ¡Dios te envía!
El tero, que no era otro el que desde el espacio había hablado, dio vueltas a su alrededor y cada vez más fuerte, insistía:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La dolorida madre, cobijando en su corazón una débil esperanza, subió con los chicos al carro y prosiguió la marcha lentamente, siempre precedida por el fantástico vuelo del animalito, que le iba indicando el camino entre las densas sombras.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Una hora había durado la marcha, cuando el tero casi sobre los ateridos viajeros, gritó con fuerza mientras agitaba sus alas:
- ¡Teruteru... párate! ¡Teruteru... párate!
La mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de indios cruzaba casi junto a ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas, sin haberlos visto.
- ¡Gracias! -musitó la pobre, contemplando el animal que volvía de investigar el campo.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Se reinició la marcha y paso a paso entre el silencio conmovedor del desierto, tan sólo interrumpido por la queja del viento entre los cañaverales, el carrito continuó su huida, llevando en su interior tres corazones angustiados, que miraban las sombras con los ojos abiertos por el espanto.
Así, por tres horas más prosiguió el viaje, siempre precedidos por el extraordinario terito, que a la pobre madre le recordaba la estrella que guió a los Reyes Magos hacia el lejano Belén.
A la mañana siguiente, cuando el sol ya doraba los secos hierbajos de la pampa, divisaron las primeras poblaciones cercanas al fortín, lo que señalaba el final de la trágica aventura y la salvación de la vida.
Casi en las puertas de las primeras empalizadas, cuando todo peligro había pasado, el terito, guía maravilloso, volvió a revolotear por encima de las tres cabezas y con un alegre chillido de despedida, se perdió en el horizonte, mirando por última vez a sus salvados, con sus redondos ojillos de rubí.
Isidoro, el testarudo, pagó con su vida el capricho, teniendo la mala suerte de todos aquellos que se dejan arrastrar hacia los peores destinos, llevados por un amor propio mal entendido.

domingo, 22 de abril de 2012

Las tres hermanas querandíes "cuento argentino"

Como todos sabemos, el caudaloso río que baña las ciudades de Buenos Aires y de Montevideo, es el más ancho del mundo y fue descubierto hace varios siglos por el gran navegante Juan Díaz de Solís el que, al contemplar su dimensión y magnificencia le bautizó con el nombre de Mar Dulce por el sabor de sus verdes aguas.
Este río extraordinario del que no se distinguen sus orillas, tiene una variada y hermosa fauna, compuesta por peces de mil tamaños y colores que pueblan su cauce y llegan hasta sus arenosas playas.
Entre estas especies, podemos enumerar las más codiciadas por las redes y anzuelos, que son el magnífico Pejerrey, el gigantesco Surubí, el feo Bagre, la delicada Boga, el batallador Dientudo, la veloz Palometa, la achatada Vieja, el aceitoso Sábalo, el hermoso Dorado, y un sinfín de otras especies, muchas de ellas sabrosas y dignas de la mejor mesa.
Y ahora vamos a nuestra historia, que ocurrió, según cuentan las ancianas, en las lejanas épocas en que el gran navegante español entró, por primera vez, en el estuario con sus pintorescas y majestuosas carabelas.
Por esos años, poblaban las márgenes del gran río, las tribus de indios querandíes, que vivían en completo estado salvaje, alimentándose con los cuadrúpedos y volátiles de la llanura que alcanzaban a matar con sus agudas flechas.
Un núcleo de estos indios había fijado sus chozas junto a la orilla y era gobernado por un viejo cacique llamado Mistril, hombre cruel y sanguinario con corazón de fiera.
Mistril tenía tres hijas: Cinti, Oclli y Tistle, hermosas las tres, pero de muy distinto carácter.
Cinti era buena y caritativa y su modestia la reconocían todos los habitantes de la toldería.
Oclli era orgullosa y por lo tanto antipática y despreciable, y la menor, Tistle, era perversa y sanguinaria como su padre, el temido cacique.
Una tarde apacible en que las tres hermanas se bañaban en las revueltas aguas del río, vieron, con la sorpresa consiguiente, un enorme pájaro de gigantescas alas blancas, que venía hacia ellas volando a flor de agua.
- ¡Mira! -gritó Cinti.- ¡Es un monstruo marino! ¡Huyamos, que nos devorará!
- ¡Su tamaño es inmenso y sus alas tocan el cielo! -exclamó Oclli, temblorosa.- ¡Avisemos a nuestro padre!
- ¡Su cuerpo es negro y lleno de ojos! -dijo por último la menor, Tistle, agitando los brazos- ¡Es el Dios del Mal que llega para aniquilarnos!
Agitadas, convulsas y presas de un pavor extraordinario, las tres muchachas corrieron hasta el toldo donde vivía Mistril y le narraron lo que acababan de presenciar.
Mistril, al principio, juzgó que se trataba de un sueño, pero ante las seguridades de las jóvenes, se dirigió a la playa y estupefacto contempló, ya más próxima, una enorme casa flotante de elevadas velas y llena de seres extraños, que había detenido su marcha a pocos metros de la orilla.
- ¡Son hombres! -exclamó el cacique.- ¡Dioses blancos que vienen a visitarnos desde el fondo del mar! ¡Tendremos que recibirlos con toda pompa!
- ¡Cuidado! -le dijo por lo bajo el hechicero de la tribu.- ¡pueden ser demonios que vengan a destruirnos!
Mistril tuvo miedo ante las palabras del mago que nunca se equivocaba y dominado por un gran pánico, dispuso luchar contra los misteriosos visitantes de rostro pálido y cabellos rubios.
Éstos, que no eran otros que los aventureros españoles, confiados en sus armas, bajaron a tierra y se internaron entre las malezas de la orilla, con la intención de acampar y procurar carne fresca para sus vacíos depósitos de provisiones.
Los salvajes, dirigidos por el cruel Mistril, los acechaban desde sus bien disimulados escondites, esperando un momento propicio para exterminarlos y éste llegó cuando las sombras de la noche invadieron el campo cubriéndolo todo de negro.
Los conquistadores se habían reunido alrededor de una gran hoguera y allí estaban platicando o limpiando sus armas, cuando un griterío ensordecedor los puso ante la terrible realidad.
Miles de indios cayeron sobre ellos blandiendo lanzas y arrojando flechas envenenadas y muy pronto dieron cuenta de los cuarenta españoles que se defendieron bravamente hasta el último instante.
Al otro día, los cadáveres de los expedicionarios se hacinaban trágicamente sobre las verdes hierbas, y los salvajes supersticiosos no llegaron nuevamente hasta ellos, dejando que los cuervos y otras aves de rapiña se saciaran en sus despojos.
Pero la curiosidad femenina pudo más que el terror ante lo desconocido y las tres hijas del cacique, Cinti, Oclli y Tistle, se pusieron de acuerdo para visitar el triste lugar donde yacían los extraños blancos, con la intención de contemplar sus vestimentas y verles los rostros.
Con los corazones palpitantes, salieron de sus chozas sin que las vieran y corrieron hasta los lindes del bosque, encaminándose luego al lugar de la batalla.
- ¿No nos matarán sus espíritus? -preguntaba Oclli, temerosa.
- Ya habrán volado hacia su Dios -respondió la bueno Cinti, con un dejo de amargura, por el inútil sacrificio ordenado por su padre.
- ¡Quiero ver sus trajes! -exclamaba Tistle, con los ojos abiertos a la curiosidad.
Pronto estuvieron en el trágico sitio y aunque temerosas por lo desconocido, recorrieron aquella extensión contemplando los ensangrentados cuerpos de los valientes europeos, que aun tenían sus armas en las heladas manos.
- ¡Eran hermosos! -exclamaba Oclli.
- ¡Sus rostros son blancos como la luz de la luna¡ -gritaba Tistle, al contemplar temblorosa los soldados.
- ¡Pobrecitos! -lloró Cinti, al verlos.- ¡Eran seres como nosotros y mi padre los ha hecho morir sin misericordia!
- ¡Eran demonios! -dijo la menor.- Merecían morir.
- ¡No lo creo! -respondió la buena Cinti.- ¡Estos hombres tenían caras de bondad!
En la macabra investigación estaban las tres hermanas, cuando escucharon un débil gemido que partía de entre los montones de cadáveres.
- ¡Alguien se ha quejado! -exclamó Cinti.- ¿Será uno de estos hombres que aun no ha muerto? ¡Vamos a ver!
Y las muchachas al impulso de una gran emoción, corrieron al sitio de donde había partido el gemido, encontrándose con un soldado joven y rubio que las miraba con ojos apagados.
- ¡Agua! -imploraba el herido.
Cinti comprendió el ruego del blanco y bien pronto trajo una vasija de barro con el cristalino líquido, que bebió el aventurero con verdadera ansiedad.
Las tres hermanas, prontamente cargaron con el inmóvil cuerpo y colocándolo sobre unas grandes hojas restañaron su herida arrancándole la aguda flecha que había atravesado su pecho.
- ¡Vivirá! -decía Oclli, contemplando entusiasmada al español.
- ¡Creo que sí! -respondió Cinti, con ojos compasivos.- ¡La herida no es mortal y podrá curar!
- ¿Qué dirá nuestro padre? -preguntó Tistle.
- Nada le contaremos, porque lo mataría -contestó Oclli.- ¡Lo esconderemos en la espesura!
- Es lo mejor -dijo Cinti, acariciando la cara del herido.- ¡Nuestro deber es salvarlo para que vuelva a su patria y así podremos mitigar en algo la crueldad de nuestro padre!
- ¡No está bien! -sentenció Tistle, la perversa.- ¡Este hombre debe morir como los demás! ¡Yo lo mataré!
Las dos mayores contuvieron a la criminal y con buenos palabras la convencieron para que nada dijera hasta que el aventurero estuviese en condiciones de hacerse entender por las muchachas.
Silenciosamente lo resguardaron bajo los árboles del bosque, y con rapidez levantaron una choza oculta para preservarlo de las inclemencias de la noche.
Las hermanas iban diariamente a la humilde cabaña, llevándole comida y, sin quererlo, las tres se enamoraron perdidamente del hermoso muchacho de rostro pálido.
Los celos se anidaron en los pechos de las indiecitas, pero estallaron de distintas maneras, según los sentimientos de cada una de ellas.
Cinti, experimentó un amor sincero y lleno de ternura por el desventurado; Oclli un cariño orgulloso y avasallante; mientras que Tistle, sentía una pasión salvaje muy de acuerdo con su sanguinario temperamento.
Como es de imaginar, el aventurero se inclinó por Cinti, la buena, y así se lo dijo una noche en que la caritativa muchacha le llevó la sabrosa comida.
Oclli y Tistle, al saber esta desagradable noticia, no pudieron contener su furor y resolvieron atacar en medio de la selva a la mayor, en el deseo de eliminarla, para llevar a cabo sus planes.
No bien vieron llegar a Cinti, cayeron sobre ella, pero antes de que hubieran podido levantar los brazos fratricidas, se les apareció entre las frondas una divina mujer, blanca y pálida, vestida con vaporosos tules que ostentaba una resplandeciente estrella sobre la frente.
- ¿Qué hacéis, malvadas? -Preguntó severamente la desconocida.
Las hermanas se quedaron mudas de asombro ante semejante aparición y cayeron de rodillas con un temor sin límites.
- ¡El amor nos impulsa! -dijo Tistle.
- ¡El amor sólo debe conducir al bien! -respondió la divina aparición con una sonrisa de amargura.- Vuestros corazones mezquinos sólo han sentido deseos de matar, cuando debiera uniros la misma pasión que os domina.
- ¡Él quiere a Cinti! -exclamó Oclli, con rencor.
- ¡Porque Cinti es buena y noble y tiene su premio! -contestó la desconocida.
- ¡Yo soy la más hermosa y tengo derecho a ser feliz! -gritó iracunda Oclli.
- ¡La hermosura no da derecho a nada... es la belleza del alma la que tiene derecho a todo!
- ¡Mi cariño es salvaje y nada me detendrá! ­rugió la menor, con los ojos llameantes.
- ¡Tus sentimientos de fiera, sólo conducen a la tragedia! -fue la respuesta.
- Pero... ¿quién eres? -preguntó Cinti, que hasta entonces había callado.
- ¡Soy el Hada del Río que todo lo puede y todo lo vence!
Las hermanas, mudas de asombro, miraron a la gentil aparición que, más tarde, continuó con su voz melodiosa:
- ¡Cinti, Oclli y Tistle! ¡Sois tres seres distintos y por esta causa tenéis abiertos diferentes caminos en la vida! ¡Tú, Cinti, sigue tu senda del bien y llegarás a la dicha... Tú, Oclli, procura enmendarte desechando tu desagradable orgullo que te hará desgraciada y tú, Tistle, mata tu perversidad, ahoga tus instintos de fiera, porque tu alma será condenada! ¡Las tres debéis de seguir en la vida por el camino del amor, yo os vigilaré y os juro que si no me obedecéis, será ejemplar vuestro castigo por los siglos de los siglos!
Y dichas estas palabras, el Hada del Río desapareció por en medio del follaje de los árboles, ocultándose más tarde entre las ondas del rumoroso estuario.
Las tres hermanas prosiguieron su marcha, ensimismadas en distintos pensamientos, pero en sus corazones bullían las sensaciones según sus temperamentos.
Cinti, la buena, continuó su existencia dulce y plácida, siendo amada por el desventurado navegante. Oclli, orgullosa, no pudo vencer su defecto y Tistle, la menor, prosiguió enturbiando su alma con negros pensamientos de muerte y de venganza.
Algunos días después de la misteriosa aparición del hada del anchuroso río, Tistle, al no poder conseguir el amor del pálido aventurero, se ocultó una noche entre las sombras y dio muerte a éste de un lanzazo, prefiriendo verlo muerto antes que en los brazos de su hermana mayor.
Oclli presenció alegre la tragedia dominada por su orgullo sin límites y Cinti lloró mucho la desgracia, abrazando el desventurado cuerpo de su amado.
Pero el Hada del Río, cumplió su juramento.
Levantando su varita mágica, apareció ante las tres hermanas y les dijo:
- ¡Oclli y Tistle! ¡No me habéis obedecido y el castigo será sin piedad! ¡Desde ahora, os volveréis peces de distintas clases! ¡Estaréis, pues, permanentemente en mi reino de las profundidades del río y padeceréis vuestra falta hasta que el mundo termine! ¡Tú... orgullosa Oclli te volverás Pejerrey, el más sabroso de los peces, y así los pescadores te perseguirán siempre con sus redes y anzuelos instigados por la belleza de tu aspecto y lo delicado de tu carne! ¡Tú, Tistle, la malvada criminal, serás la asquerosa lombriz que sirve de carnada para la pesca y tú, buena Cinti, te convertirás en el feo bagre, que precisamente por lo horrible, nadie lo persigue y vive feliz en las profundidades de mi reino!
Y esto diciendo, tocó con su varita de luz a las tres hermanas y éstas, con un alarido de horror, se convirtieron en pejerrey, lombriz y bagre, cayendo al río y continuando sus vidas bajo las aguas, por los siglos de los siglos.
Desde entonces, el pejerrey es tenazmente perseguido, la lombriz sufre la humillación de su asqueroso aspecto y el buen bagre, feo y chato, nada arrastrándose por las profundidades del grandioso Mar Dulce, tranquilo y feliz, ya que ningún mortal ambiciona su carne y vive siempre muy cerca del hada maravillosa del río, que lo ampara y lo quiere.
 

viernes, 20 de abril de 2012

La arañita agradecida "cuento argentino"

Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres, se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de uno de los adornos que pendían del techo.
- ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo casi invisible.
- ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente, en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.
- ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! -gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro de muerte que corría el rayo de sol de la casa.
La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su hilillo invisible.
- ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama, que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación, nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño Jesús.
- Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el maravilloso tejido. - ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento, recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita, pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela como mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos.
La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de inmensa dicha.
- ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña.­ ¡Mucho te eché de menos los pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era mortificar a la convaleciente.
- ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar la cara de la niña llena de puntos rojos.
- ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de arañas de todas las clases y tamaños.
- ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
- Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo, molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos molestos.
- Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a su humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente, sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama, cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.

miércoles, 18 de abril de 2012

Don Segismundo Cara de Loro "cuento argentino"

Don Segismundo Cara de Loro, era un gaucho pendenciero que habitaba los confines de la Pampa, muy cerca del río Negro.
Tenía fama de perverso y según aseguraban, no había animal que se atreviera acercarse a su rancho que no fuera muerto por el sanguinario ser humano.
Una noche, cansados de tanta persecución, se reunieron en asamblea los seres del desierto y resolvieron darle un castigo ejemplar a tan despiadado personaje.
A la cita acudieron todas las especies, no faltando ni el temible puma o león americano, el gato montés, la vizcacha, el ñandú, el chimango, la mulita, ni mucho menos otras razas como las perdices, el guanaco, los chorlitos, el tatú carreta, el tucutucu, los patos silvestres, el bullicioso chajá, la comadreja, y un sinfín de animales que pueblan esas dilatadas llanuras.
Luego de un largo cambio de ideas, el puma propuso llamar al seno de la gran asamblea al Espíritu Protector de la Pampa, maravilloso ser poseedor de grandes virtudes, y que siempre que solicitaban su presencia sus súbditos de la pradera surgía de la tierra a continuación de un estremecimiento, como si se tratara de un terremoto.
- ¡Aquí estoy, mis amigos! -dijo el fantástico personaje.
- Te hemos llamado -contestó el puma- para que nos ayudes a luchar contra el temible gaucho Segismundo Cara de Loro que nos persigue a muerte hasta en los más lejanos rincones de nuestra tierra.
- Nada más fácil -respondió el Espíritu Protector.- Entre vosotros se halla el animal que os hará justicia, molestando en tal forma a vuestro enemigo que lo ahuyentará de estas tranquilas regiones.
- Y... ¿quién es? -preguntaron a coro los cientos de animales.
- ¡Tú! -dijo el Espíritu, señalando al diminuto mosquito.
Todos los irracionales miraron al Protector con ojos incrédulos.
- ¿Cómo puede ser? ¡El mosquito es muy pequeño e inofensivo! -exclamó el teruteru en una carcajada.
- ¡Imposible! -gritó el orgulloso puma.
- ¡Iríamos al fracaso! -dijo desde lejos el chimango batiendo alegremente sus alas.
El Espíritu Protector los dejó hablar y ordenando silencio, respondió:
- ¡Habéis de saber, mis queridos súbditos, que no existe enemigo pequeño; desgraciado de aquél que, por ser más grande y poderoso se crea invulnerable a los ataques de los más débiles! ¡Tú, mosquito, iniciarás desde mañana la batalla y molestarás en tal forma al malo de don Segismundo Cara de Loro, que acabará por humillarse vencido!
Al siguiente día, el zumbador y diminuto mosquito comenzó su faena, picando por la noche al perverso gaucho tan despiadadamente que no lo dejó dormir. El hombre se defendía a manotadas y golpes, que siempre caían en el vacío o en la misma cara del criminal, dada la agilidad prodigiosa de su atacante.
Así continuó el mosquito la lucha sin tregua, noche tras noche y día tras día, durante más de tres semanas, siempre zumbador y molesto, picando al gaucho don Segismundo en cuanta parte presentara digna de chuparle la sangre.
El malvado Cara de Loro, ya no dormía y había perdido su tranquilidad, de tal manera que ni comer podía y, así, poco a poco, se fue quedando tan delgado, que se le podían contar los huesos de su cuerpo arrugado y enrojecido.
El mosquito no abandonaba la batalla y proseguía clavándole su aguijón sin escuchar los gritos de loco de don Segismundo que, una noche, enfurecido por la maldita persecución, se dio tal golpe con un hierro en su ansia de matar al díptero, que se partió la frente, cayendo muerto dentro de su miserable rancho.
El insecto había vencido, con paciencia y habilidad, a tan desproporcionado adversario.
El Espíritu Protector, horas después, reunió de nuevo a la pintoresca asamblea de animales y presentando al héroe, les dijo sentenciosamente:
- ¡Ya veis, mis queridos súbditos! ¡El mosquito ha vencido y ha hecho lo que no pudieron hacer ni las garras del puma ni el pico de las águilas! Esto os enseñará a saber respetar al débil y a recordar siempre que en este mundo no existe enemigo pequeño.

lunes, 16 de abril de 2012

El anillo de la piedra roja "cuento argentino"

Una vez existía en la ciudad de Catamarca, y de esto hace casi dos siglos, una mujer llamada Candelaria, fea y de ojos pequeños y redondos como los de los tortugas, a quien nadie en lo población quería por su detestable defecto de la curiosidad.
Ella ansiaba saber la vida y milagros de toda la vecindad y no sólo se contentaba con preguntar lo que no le interesaba, sino que también se atrevía a concurrir a las casas de visita, para poder así enterarse más fielmente de cuanto deseaba.
La gente del lugar la había apodado "La Curiosa" y ya ninguno la conocía por su verdadero nombre que era sonoro y agradable.
Nosotros, siguiendo la costumbre establecida por aquel tiempo en Catamarca, la denominaremos también "La Curiosa" al proseguir este verídico relato.
La curiosidad es un defecto terriblemente feo, que al que lo practica, le ocasiona siempre muchos enredos y malos momentos, pero para ella no había obstáculos, y aunque muchas veces había tenido serios disgustos, no podía vencer su manía de averiguarlo todo.
Claro es, la gente estaba harta de soportarla en sus permanentes averiguaciones y no sabía cómo enmendar a esta mujer que era la piedra de escándalo en la apacible ciudad provinciana.
Como es sabido, la curiosidad trae aparejada una gran cantidad de males, entre los que sobresale la murmuración, ya que al comentar lo que se sabe o lo que se cree saber se llega al chisme y hasta a la difamación.
Así pues, Catamarca vivía intranquila, ya que había llegado por culpa de "La Curiosa", una ola de resquemores que iban separando, cada vez más, a familias enteras, que se trataban desde hacía infinidad de años.
Era necesario, para la tranquilidad de todos, dar un escarmiento a la chismosa mujer, pero... ¿cómo? Se intentaron toda clase de pruebas, desde el desprecio hasta el incidente personal, pero todo fue inútil, ya que "La Curiosa" proseguía su vida, sin cambiar en nada sus deplorables costumbres.
- ¡Esto es intolerable! -exclamó una noche el alcalde de la ciudad, hombre entrado en años, de grave aspecto y larga barba blanca.- ¡Hay que poner inmediato remedio a este mal que amenaza dividir por completo a la sociedad!
- ¿De qué manera? -preguntó otro contertulio.
- ¡No lo sé! ¡Pero hay que hallar el modo de extinguir esta enfermedad, peor que la viruela!
- ¡Encerrémosla! -gritó un tercero.
- ¡Echémosla de la ciudad! -dijo un cuarto.
- ¡Cortémosle la lengua! -vociferó un quinto, blandiendo sus puños, lleno de ira, ya que "La Curiosa" le había hecho separarse de su esposa a causa de sus intrigas.
- Nada de eso es bueno -respondió el alcalde gravemente- hay que hallar otro medio más eficaz. Si la encerramos, su voz se seguirá oyendo por entre las rejas; si la echamos de la ciudad, llevaremos la desgracia a otras poblaciones apacibles como la nuestra; si le cortamos la lengua, será un castigo inhumano que no es de hombres civilizados. Hay que procurar otro remedio...
Los contertulios se quedaron mudos, ensimismados, sin saber qué partido tomar para resolver tan serio problema, que constituía un flagelo en la soñolienta población de Catamarca.
Se resolvió por fin efectuar una reunión de notables y llamar a su seno a "La Curiosa" para invitarla a cambiar de vida, so pena de severos castigos.
Así se hizo.
Una noche, en la Sala del Cabildo, iluminado con cientos de velas de sebo, se reunió lo más granado de la sociedad catamarqueña bajo la severa presidencia del alcalde, que nunca dejaba de acariciarse su larga barba blanca que le cubría el pecho.
"La Curiosa" fue llevada a duras penas, ya que desde un principio se negó a concurrir, pero al fin fue introducida en la sala, donde se desencadenó una tempestad de murmullos desaprobadores ante la presencia de la malhadada mujer.
Ésta miró con sus ojos de tortuga a la concurrencia y se sonrió después, como desafiando a sus improvisados jueces.
- Oye, Candelaria -comenzó el alcalde.- Nos hemos reunido para invitarte a que des fin a tu perjudicial defecto de la curiosidad, que arrastra un sin número de males que nos afectan a todos por igual.
- Pero... ¡si yo no hago mal a nadie! -respondió la mujer con voz áspera.- Yo sólo pregunto y la gente me cuenta la verdad... ¡Eso es todo!
- ¿Sabes positivamente si te cuentan la verdad? -preguntó el alcalde mirando detenidamente a la acusada.
- ¡Estoy segura de ello! -respondió prontamente "La Curiosa".- ¡Si no lo hicieran, mentirían, y el mentir es un terrible pecado!
Ante esta salida, no pudieron menos que reírse todos los oyentes, ya que la mujer se horrorizaba de otro defecto, sin pensar en el que ella poseía.
El alcalde, ocultando su risa, contestó haciendo esfuerzos por parecer grave:
- ¡Observas la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo, Candelaria! ¡Toda esa gente a quien durante tantos años le has preguntado cosas que no debían interesarte, quizá te hayan mentido, ya que la mentira en este caso se justifica ante el deseo malsano de saber! Nosotros te pedimos buenamente que procures dominar tu grave defecto que tanto mal nos ha hecho y te recibiremos con gusto nuevamente en nuestros hogares, si es que tu voluntad vence a tu terrible vicio! ¿Aceptas?
"La Curiosa" vaciló unos instantes y luego repuso muy suelta de lengua:
- ¡Está bien, señor alcalde! ¡Procuraré refrenar mi curiosidad, pero estoy segura que toda la gente siempre me ha dicho la verdad!
- Ojalá fuera cierto -repuso el anciano y así terminó aquella reunión, saliendo la gente poco convencida de que pudiera enmendarse.
Tal como lo habían pensado los habitantes de Catamarca, la mujer, a los pocos días, continuó su terrible manía y las rencillas y murmuraciones adquirieron tal carácter, que se perdió por completo la paz y el sosiego en la lejana población colonial.
La noticia de tan terrible mal, llegó hasta los más apartados lugares de la provincia y lo supo una viejecita india que vivía en su choza, sobre las laderas de unas cumbres llamadas de Calingasta.
- Yo sabré curarla -dijo la anciana aborigen, y marchó camino de la ciudad, y cuando llegó fue directamente a la casa de "La Curiosa" que la recibió con agrado.
- ¡Me han dicho que tienes un terrible defecto! -comenzó diciendo la anciana, al entrevistarse con Candelaria.- ¿Es verdad?
- Así lo murmuran en el pueblo... -contestó la interpelada.
- ¿Quieres curarte?
- Lo desearía, pero no puedo...
- Pues bien -repuso la india.- Aquí te entrego un talismán que seguramente te arrancará del cuerpo el mal de la curiosidad. Cuídalo mucho, porque perteneció a antiguos reyes de América de épocas muy remotas.
- ¿Qué es? -preguntó "La Curiosa" con ansiedad.
- Míralo. Es un anillo con una gruesa piedra roja, que te lo pondrás en el dedo del corazón de tu mano derecha. Este anillo tiene la virtud de dar a conocer siempre los verdaderos pensamientos de la gente. Cuando algo preguntes y te respondan, pide al talismán que obligue a que te digan la verdad y así verás y escucharás cosas que nunca te has imaginado.
Y, dicho esto, la india marchó a su choza de la montaña, dejando a "La Curiosa" completamente intrigada sobre el poder sobrenatural de la preciosa alhaja.
No bien estuvo sola, pensó en poner en juego el poder del talismán y salió a la calle a continuar sus acostumbradas correrías averiguando la vida y milagros de todos.
- ¡Hola, vecina! -empezó diciendo, ante una señora que por allí pasaba.- ¿Qué tal? ¿Es verdad que su hija Micaela se ha disgustado con su novio?
- ¡Sí, doña Candelaria, es verdad! -respondió la interpelada.
"La Curiosa" quiso poner en juego los poderes de su piedra y solicitó su ayuda, tocándola tres veces, tal como se lo aconsejó la india.
¡Y aconteció lo inesperado! La vecina, presa de un ataque de sinceridad, empezó a decir lo que verdaderamente sentía.
- ¡Es falso lo que te he dicho, vieja lechuza! ­gritó.- ¡Mi hija se casará y serán felices! ¡Te detesto, curiosa insoportable! ¡Ojalá se te pudriera la lengua!
"La Curiosa", confusa de estupor y espanto, echó a andar temblorosamente.
Un poco más allá se cruzó con don Damián, el jefe de Correos, quien, al verla, le dijo con una sonrisa:
- ¡Adiós, hermosura!
La mujer tocó de nuevo tres veces a su anillo mágico y don Damián comenzó, en forma inesperada, a hablar como un loco.
- ¡Eres más fea que un escuerzo! ¡No puedo ni verte, curiosa insoportable!
La infeliz no quiso oír más y siguió su camino, cada vez más sorprendida por lo que estaba ocurriendo.
Al llegar a la puerta de su casa, tropezó con su hermano mayor que salía para el trabajo, el que la saludó con afecto.
Candelaria volvió a tocar tres veces el anillo para saber lo que pensaba de ella tan próximo pariente y escuchó:
- ¡Eres la vergüenza de la familia! ¡Por ti vivimos separados de todo el mundo! ¡Quiera, Dios que te alejes para siempre de nuestro lado!
La pobre mujer no pudo más, y con espanto y amargura arrojó lejos de sí la alhaja maravillosa y penetró en su habitación convertida en un mar de lágrimas.
Entonces se dio cuenta de que la curiosidad sólo conduce al deshonor y al desprecio y que por su propia culpa era rechazada hasta por sus mismos hermanos.
La prueba del anillo fue mejor remedio que todos los consejos del alcalde y las amenazas de la población.
Desde aquel día se enmendó de manera definitiva, y jamás volvió a abrir su boca para hacer preguntas indiscretas, con lo que poco a poco ganó la confianza de los vecinos y el amor de sus parientes. ¡Y ésta es la verídica historia del anillo de la piedra roja, que con su poder sobrenatural, obligaba a la gente a decir la verdad!

martes, 10 de abril de 2012

Don Policarpo el juguetero "cuento argentino"

Pues señor... según cuentan gentes que fueron testigos de estos hechos, acaecidos algunos años antes de la independencia argentina, cuando la ciudad de Buenos Aires era sólo una gran aldea de pintorescas casitas de teja, en la calle de Las Artes, vivía un humilde artesano que se ocupaba en hacer bonitos juguetes de madera y hierro para los niños ricos de la población.
Don Policarpo, porque así se llamaba nuestro hombre, era un vejete simpático, de modales suaves y en sus labios siempre tenía prendida una sonrisa, para dar los buenos días a toda la gente que pasaba por frente a su puerta.
- ¿Qué tal don Policarpo? -le decían los chicos al cruzar,- ¿qué nuevo juguete ha hecho?
Y el viejo les mostraba desde su asiento su nueva obra, que por cierto era siempre más maravillosa que la anterior.
En su estantería tenía soldados de todas clases, señores de gran capa y espada, mariscales con grandes penachos de plumas en sus sombreros, muñecos de ojos azules, negros y verdes, carros tirados por briosos caballos blancos y así, infinidad de otros primores, que sólo esperaban el caballero que los comprara para obsequiar a los hijos aplicados y juiciosos.
Un día, don Policarpo, se levantó deseoso de hacer un juguete nuevo y atractivo por el que sin duda le pagarían un buen precio y, tomando en sus manos un pedazo de blanca madera, se puso a cepillarlo para comenzar su magna obra.
Todo el día trabajó el artesano con cientos de diferentes herramientas y al anochecer miró el nuevo juguete e hizo un gesto de profundo disgusto. ¡El día lo había perdido lastimosamente!
Un hondo suspiro de amargura salió de la boca del anciano y sus manos se crisparon de furor.
Había fracasado en su nuevo trabajo y en sus manos se hallaba concluido un muñeco deforme, de gran nariz, de ojos bizcos y con unas orejas como las de un conejo.
- ¡Esto no puede ser! -gritó don Policarpo desesperado.- ¡Yo no soy capaz de hacer este mamarracho! ¡No me explico cómo ha salido este adefesio! -Y lanzando lastimeros gritos, tiró con fuerza al pobre muñeco contra la pared, cayendo aquél con gran estruendo, entre los polvorientos estantes del negocio.
- ¡Eres un mal padre! -gritó el muñeco desde su sitio, mirando airadamente al artesano.- ¿Por qué me tratas así?
- ¡Porque eres horrible y deforme! -le respondió don Policarpo, dándole la espalda.
- La hermosura no está fuera, sino dentro de la persona -contestó el juguete con profundo dolor.­ Eres malo! -repitió.
- No comprendo tus palabras -dijo don Policarpo, mirando detenidamente a su obra tan mal terminada.
- ¡Quiero decir que no debes juzgar a los seres por su exterior, sino por lo que llevan en su alma! ¡Hay seres hermosos, pero perversos, como los hay feos y llenos de bondad!
- Muy bien -respondió el artesano,- pero tú no tienes alma, tú eres un muñeco de madera.
- ¿Qué sabes tú, para decir eso? -le preguntó encolerizado el enano deforme.- ¿Quién de los hombres puede asegurar que hasta las piedras no tienen su alma? ¡Contesta!
Don Policarpo se puso grave, y meditando un largo rato, acabó por mover la cabeza y decir por lo bajo:
- ¡No sé si tendrás razón, pero para mi negocio tú no me sirves, ya que nadie te querrá, y te regalaré al primero que pase!
Y cumpliendo su palabra, a los pocos minutos pasó una niña muy humilde, cubierta con vestiditos muy usados y la obsequió con aquel muñeco tan mal hecho, que lo avergonzaba como artífice consagrado.
Don Policarpo prosiguió su vida, haciendo primores y ganando mucho dinero entre la buena gente de la colonia y así fue acumulando dinero, hasta que a los pocos años se convirtió en un hombre de gran fortuna.
Desde luego, la casa vieja había desaparecido y en su lugar hizo construir otra de hermosa apariencia, con grandes ventanales en donde se hacinaban gran cantidad de juguetes de todas las clases y precios, ya que el juguetero ni por un instante pensó en dejar su negocio.
Don Policarpo tenía una hija de sin par hermosura, llamada Amanda, que él adoraba como a las niñas de sus ojos y mimaba de todas las formas, cariño correspondido por la muchacha, que indudablemente era buena y hacendosa.
Como era natural, llegó el momento en que Amanda se enamoró con todo fervor de un joven desconocido que supo hacerse querer, el cual pidió permiso a don Policarpo para visitar a la niña. Autorización que concedió don Policarpo, dadas las buenas apariencias del hombre que por su trato y su aspecto parecía todo un caballero.
El artesano estaba encantado con el futuro esposo de su única hija y no cabían en su boca las ponderaciones para el ilustre desconocido que se había fijado en la niña.
Tanto y tanto hablaba de ello, que un viejo amigo le preguntó una vez:
- Pero... después de tantas alabanzas, ¿sabes tú quién es? ¿Qué hace? ¿Cómo se llama? ¿De dónde viene?
- ¡Claro que no! -contestó azorado el anciano,- pero sus modales y su apariencia son de un gran señor.
- ¡Fíjate más en su fondo y en su ánimo -le respondió el amigo,- no sea cosa de que se trate de algún ladrón, criminal o algo parecido!
- Con ese aspecto tan gentil y esos modales tan finos, ¡jamás! -contestó el testarudo don Policarpo, y no quiso seguir escuchando las juiciosas palabras de aquel amigo sincero.
Amanda, entusiasmada con su futuro esposo, vivía en el mejor de los mundos y creía haber encontrado el talismán de la eterna felicidad, cuando un día...
Cuando un día, supo, con profundo dolor, que su futuro marido no era otro que un desalmado bandido que tenía atemorizados a todos los habitantes de los contornos de Buenos Aires.
- ¡No puede ser! -gritaba desesperado don Policarpo.- ¡Es una equivocación! ¡El hombre que yo conozco es bueno... viste muy bien, tiene buenos modales... es hermoso!
- ¡Ay! -suspiraba la hija entre sollozos.- ¡Ese miserable me ha engañado! ¡Yo lo creía un caballero y es un bandido! ¡Quiero morir! ¡Quiero morir!
El artesano no sabía qué decisión tornar, y salió a la calle a averiguar con certeza la identidad del gentil desconocido que cortejaba a su querida hija.
Muy pronto la policía le puso ante la más espantosa realidad.
El joven apuesto, de suave palabra y refinados modales, no era otro que "El Chacal", un bandido de la peor especie, que ya tenía en su haber muchos crímenes y robos.
- ¡Miserable! -gritaba el artesano, en camino de su hogar.- ¡Este bandido me las ha de pagar! ¡Yo haré que lo prendan cuando vaya a mi casa a visitar a mi hija! ¡Yo haré que recuerde todo su vida el haber tratado de engañarme!
Y así diciendo, esperó a que el pretendiente se presentara como de costumbre a departir con la que creía su futura esposa.
Naturalmente que la noche tan esperada llegó, y el refinado y bien vestido personaje presentóse en la casa de don Policarpo, quien lo recibió con su mejor sonrisa, haciéndolo penetrar hasta el comedor, en donde había una buena mesa muy bien provista, con lo que el artesano intentaba distraer al canalla mientras llamaba a la policía.
- ¡Mi querido amigo! -dijo don Policarpo al verlo,- ¡pase usted! ¡Mi querida Amanda lo espera impaciente!
El desconocido se sonrió con un gesto enigmático y penetró en el comedor, donde sobre la mesa había un gran pastel de hojaldre que con sólo mirarlo despertaba el apetito.
Para los postres, el viejo artesano tenía preparada la teatral detención.
- De manera... -comenzó,- ¿que usted es una buena persona?
- Así lo parezco -contestó el desconocido.
- Y sin embargo, he sabido -gritó don Policarpo levantándose,- ¡que usted no es otro que el temido "Chacal", el azote de toda la honrada población de la colonia! ¡Usted me ha engañado y ha destrozado el corazón de mi hija! ¡Usted nos ha hecho creer que era un hombre distinguido y sólo se trata de un bandido! ¡Usted merece la horca! -Y diciéndolo, levantó su mano con el propósito de tocar la campana para llamar a los policías. Pero su brazo quedó suspenso en el aire y sus ojos se abrieron desmesuradamente ante el hecho increíble que estaba presenciando.
El desconocido galán, fino y de modales distinguidos, comenzó poco a poco a empequeñecerse entre ruidosas carcajadas, hasta que sobre el plato que tenía en frente, quedó sólo el viejo muñeco de madera fabricado por el artesano y que éste había regalado por feo y deforme.
- ¿Qué es esto? -gritó don Policarpo estupefacto.
- ¡Ésta no es sino una enseñanza que necesitabas! -contestó el muñeco, mirándolo con sus ojillos redondos prendidos en su descomunal nariz de toronja.- ¡Una vez, hace de esto algunos años, te avergonzaste de mí y me arrojaste lejos de tus estantes, sin escuchar mis palabras sobre la belleza del alma! Tú has vivido para las apariencias, cuando en ellas sólo existe el engaño y la falsedad! ¡Ya lo ves! ¡Para que te cures de tu mal, me he presentado a ti transformado en caballero y tú, sin querer averiguar nada de mí, estabas dispuesto a entregarme tu hija, en la creencia de que se trataba de un hombre de bien, cuando en verdad, sólo era un malvado y un criminal! ¡Esto te enseñará a ser bueno y justo y a pesar más los valores del espíritu que las condiciones físicas y las del vestir!
Y de esta manera por final, el extraño muñeco, obra del poco inteligente artesano, se puso a bailar sobre el plato, entre grandes risotadas que salían de su boca rasgada.
Por supuesto, don Policarpo se enmendó y desde entonces supo estudiar bien las personas y valorar más sus condiciones morales que las físicas, que sólo conducen al engaño y a lamentables equivocaciones.
El muñeca deforme continuó en la casa de don Policarpo en un lugar de privilegio, y por más que le ofrecieron grandes sumas de dinero por adquirirlo, el artesano jamás lo vendió, agradecido por la broma pesada que le gastara y que tanto bien le había hecho.
Y así se mantuvo durante muchos años el juguete en lo alto de un mueble, mirándolo con sus pequeños ojos prendidos en su abultada nariz en forma de toronja.