jueves, 31 de diciembre de 2009

El niño que lo querie todo

Había una vez un niño que se llamaba Jorge, su madre María y el padre Juan. En el día de los Reyes Magos se pidió más de veinte cosas. Su madre le dijo: Pero tú comprendes que… mira te voy a decir que los Reyes Magos tienen camellos, no camiones, segundo, no te caben en tu habitación, y, tercero, mira otros niños… tú piensa en los otros niños, y no te enfades porque tienes que pedir menos.

El niño se enfadó y se fue a su habitación. Y dice su padre a María: Ay, se quiere pedir casi una tienda entera, y su habitación está llena de juguetes.
María dijo que sí con la cabeza. El niño dijo con la voz baja: Es verdad lo que ha dicho mamá, debo de hacerles caso, soy muy malo.

Llegó la hora de ir al colegio y dijo la profesora: Vamos a ver, Jorge, dinos cuántas cosas te has pedido.

Y dijo bajito: Veinticinco. La profesora se calló. Cuando terminó todos se fueron y la señorita le dijo a Jorge que no tenía que pedir tanto. Cuando sus padres se tuvieron que ir, Jorge cambió inmediatamente la carta, aunque se pidió quince cosas. Cuando llegaron sus padres les dijo que había quitado diez cosas de la lista. Los padres pensaron: Bueno, no está mal.
Y dijeron: ¿Y eso lo vas a compartir con tus amigos?

Jorge dijo: No, porque son míos y no los quiero compartir.

Se dieron cuenta de que no tenía ni Belén ni árbol de Navidad. Y fueron a una tienda, pero se habían agotado. Fueron a todas partes, pero nada. El niño mientras iba en el coche vio una estrella y rezó esto: Ya sé que no rezo mucho, perdón, pero quiero encontrar un Belén y un árbol de Navidad. De pronto, se les paró el coche, se bajaron, y se les apareció un ángel que dijo a Jorge: Has sido muy bueno en quitar cosas de la lista así que os daré el Belén y el árbol. Pasaron tres minutos y continuó el ángel: Miren en el maletero y veréis. Mientras el ángel se fue. Juan dijo: ¡Eh, muchas gracias! Pero, ¿qué pasa con el coche? Y dijo la madre: ¡Anda, si ya funciona! ¡Se ha encendido solo! Y el padre dio las gracias de nuevo.

Por fin llegó el día tan esperado, el día de los Reyes Magos. Cuando Jorge se levantó y fue a ver los regalos que le habían traído, se llevó una gran sorpresa. Le habían traído las veinticinco cosas de la lista. Enseguida, despertó a sus padres y les dijo que quería repartir sus juguetes con los niños más pobres.

Pasó una semana y el niño trajo a casa a muchos niños pobres. La madre de Jorge hizo el chocolate y pasteles para todos. Todos fueron muy felices. Y colorín, colorado, este cuento acabado.

martes, 29 de diciembre de 2009

El nacimiento del niño Jesus

Era un 24 de diciembre Maria y José iban camino a Belén, José iba a pie y Maria sentada en un burro.
Maria estaba embarazada y esa noche tendrá a su hijo, el que se llamara Jesús.

Tiempo atrás el arcángel Gabriel visitó a Maria y le dijo que en su vientre llevaba al hijo de Dios, al que debía llamar Jesús.

Maria y José buscaron donde dormir esa noche, pero nadie podía alojarlos, estaba todo ocupado.
Un señor de buena voluntad les presto un establo para que pasaran la noche, mientras José juntaba paja para hacerle una cama a Maria.

En el cielo nació una estrella que iluminaba mas que las demás.

En el oriente, lejos de Belén estaban tres sabios astrólogos, se llamaban: Baltazar, Melchor y Gaspar.

Ellos sabían que el nacimiento de esta estrella significaba que un nuevo rey iba a nacer.

Los tres sabios a los que conocemos como Los Tres Reyes Magos fueron guiados por la estrella hasta el pesebre del nuevo rey, Jesús.

El nuevo rey ha nacido dijeron los Reyes Magos, y le regalaron a Jesús oro, mirra e incienso.

Así como Baltasar, Melchor y Gaspar llevaron regalos a Jesús…
Ahora el viejito pascuero(Papá Noel) trae regalos en Navidad, celebrando cada año, el Nacimiento de Jesús.

sábado, 26 de diciembre de 2009

El Gigante egoista

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Los pájaros se apoyaban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
Los niños eran felices allí.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar su amigo el Ogro de Comish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

Furioso, el Gigante les dijo con voz retumbante:
- ¿Qué hacen aquí?
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
Y continuó el Gigante:
- Este jardín es mío. Es mí jardín propio. Todo el mundo debe entender eso, y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Enseguida, puso un cartel que decía:
"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES"
Era un Gigante egoísta.
Los niños se quedaron sin tener donde jugar. Intentaron jugar en otros lugares, pero no les gustó. Y al pasaren cerca del jardín del Gigante, pensaban en cómo habían sido felices allí.

Cuando la primavera volvió, toda la ciudad se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta seguía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles no florecían. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra. Los únicos que allí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha que, observando que la primavera se había olvidado de aquel jardín, estaban dispuestos a quedar allí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco, y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el invierno. Y el Viento del Norte invitó a su amigo granizo, que también se unió a ellos.

Mientras tanto, el Gigante Egoísta, al asomarse a la ventana de su casa, vio que su jardín todavía estaba cubierto de gris y blanco. Y pensó:
- No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí. Espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
Los frutales decían:
- Es un gigante demasiado egoísta.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del Norte, el Granizo, la Escarcha, y la Nieve bailoteaban lamentablemente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba todavía en la cama cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventada, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir, y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
- ¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera - dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. Los niños habían entrado al jardín a través de una brecha del muro, y se habían trepado a los árboles, En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices que se habían cubierto de flores. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos. Era realmente un espectáculo muy bello.
Sólo era invierno en un rincón. Era el rincón más apartado del jardín, y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
- ¡Cómo he sido egoísta! - exclamó-Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. El Gigante estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape, y en el jardín volvió a ser invierno otra vez. Sólo el niño pequeñín del rincón no escapó porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. El Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Los otros niños, cuando vieron que el Gigante no era malo, volvieron corriendo. Con ellos la primavera regresó al jardín.
Y les dijo el Gigante:
- De ahora en adelante, el jardín será vuestro.
Y tomando un hacha, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños. Estuvieron jugando allí todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
- Pero ¿dónde está el más pequeño? - Preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
- No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
- Díganle que vuelva mañana - dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía, y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero no volvieron a ver el niño pequeñito. El Gigante lo echaba de menos.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar. Pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo flores hermosas - se decía-, pero los niños son lo más hermoso de todo.
Una mañana de invierno, miró por la ventada mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…..
En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante se acercó al niño y notó que él tenía heridas de claros en las manos y en los pies. Preocupado, y a gritos, el Gigante le preguntó quién se había atrevido a hacerle daño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
- ¡No! Estas son las heridas del Amor.
- ¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? - preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
- Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
FIN

viernes, 25 de diciembre de 2009

Una Navidad en el Bosque


Érase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada: el nombre del ganador del concurso de teatro, que se encargaría de dirigir la función de Nochebuena.

En aquella época, todas las actividades que realizaban tenían como objetivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. La exhibición de cocina, organizada por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, la directora del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba la mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba la obra ganadora, que seimpre tenía como tema central la amistad.

Cada año, el Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año…

-Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad –dijo el Señor Búho posado en la rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más dilación demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra Salvemos el bosque, que podremos ver en Nochebuena.

-Gracias, gracias, es un honor para mí –exclamaba Conejo entre vítores y aplausos.

-Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez darán comienzo las pruebas de selección de actores. Rogamos puntualidad a los interesados –concluyó el Sr. Búho.

Al día siguiente, a la hora convenida, había una considerable cola a la entrada del teatro. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba con la inestimable ayuda de sus fieles amigas, un girasol y un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.

Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr.Oso haría de guardabosque, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol y la Sra. Lince, al lirio.

Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, dejándose la piel en escena, hasta que hizo su aparición el peor y más temido de los fantasmas: la envidia.

-No sé Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El papel del leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto –dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.

-Sí Búho, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor y proyectar toda la fuerza del personaje. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.

Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto y eso no le gustó nada. Es más, pensó que Búho y Castor lo estaban haciendo a propósito.

El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando y de que Oso quería boicotear su actuación, estuvo muy arisco.

Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes.

-No entiendo por qué el traje del lirio tiene que ser más bonito que el del girasol. ¿Quién ha elegido el vestuario? No estoy de acuerdo –chillaba Pata.

La tensión en el escenario se podía cortar y desastre no se hizo esperar. Así, durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final, comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió y el árbol se vino abajo.

-Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? –preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Fuera todos de mi vista.

Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así? Era Navidad, había que estar alegre y demostrar que eran amigos.

Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nieve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los animales se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho.

-Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido –sentenció Búho.

-¿Y cómo podemos hacer que vuelva? –preguntó asustada la Sra. Ardilla.

-Oh, no, nos vamos a quedar sin Navidad –sollozó un lobezno.

-Hoy es un día muy triste para nuestro bosque. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra –advirtió Búho.
Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir, aunque tímidamente.

-Eh, amigo, lo siento mucho. Estoy arrepentido de mi comportamiento. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error?

-No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mala conducta. Si sirve de algo yo también lo siento. No quería que pasara esto –se lamentó Castor.

La Sra. Lince se acercó a la Sra. Pata, que estaba con sus patitos muy cerca de ella, y le dijo:

-Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela. Somos amigas y nuestros pequeños juegan juntos –exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.

-¡Mirad, está nevando! –gritó con entusiasmo una voz.

-Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. El espíritu de la Navidad ha vuelto –se oyó.

Ese año, la Navidad se vivió con mucha más intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Pero habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar.

Los animales habían ahuyentado la Navidad con su conducta, aunque en ellos mismos residía también el poder de resucitar su alma. Así que para que no se les olvidara nunca aquel susto y a partir de ahora prestaran atención a sus comportamientos con los demás, construyeron un gran cartel de madera que colgaron de una de las ramas del Gran Árbol, en el que se podía leer la siguiente inscripción:

«El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá».

Fin

jueves, 24 de diciembre de 2009

Dos Nochebuenas en Villa Blanca


-Niños, niños, entrad en casa.

Éste era el grito que salía de boca de todas las madres esa mañana en Villa Blanca. Acababan de decir en las noticias de la radio que se acercaba un temporal.

-Ay mami, déjame un poquito más, lo estamos pasando muy bien haciendo este muñeco de nieve.

-Ya lo terminaréis otro día, Clara. Ahora ven a casa y vosotros deberíais ir a las vuestras –les dijo la Sra. Conejo a los amigos de su pequeña.

Esa mañana, Tomás, el ratón médico de Villa Blanca, salió muy temprano de su casa, pues tenía que recoger hojas y raíces de eucalipto para poder hacer sus ungüentos y jarabes. Con la llegada del frío se multiplicaban los resfriados y los catarros y esa semana ya había tratado a unos cuantos pacientes, que habían acabado con las existencias.

Los eucaliptos estaban muy alejados de Villa Blanca, al otro lado del río y la travesía era larga. Tomás había cargado su trineo a motor con varias mantas para protegerse del frío, un par de linternas, sus gafas para la nieve, comida y los utensilios necesarios para recoger las hojas de eucalipto y todas aquellas plantas que le sirvieran para su trabajo.

Además de ser el que velaba por la salud de los habitantes de Villa Blanca, Tomás era un gran aficionado a inventar nuevas herramientas que mejoraran la calidad de vida de sus amigos.

El pasado verano había conseguido construir una zona terapéutica en el río para alivio de aquellos animales que tenían la espalda dolorida. El trineo a motor, por el momento, estaba en fase experimental, por lo que sólo lo usaba él. Este viaje era una gran oportunidad para analizar sus fallos y perfeccionarlo.

Tomás había recorrido ya la mitad del camino y, aunque hacía frío, todo marchaba según lo previsto. Llegó al puente que conectaba ambas orillas del río y cruzó. Iba cantando las canciones de «Joe el rápido», el gran éxito de televisión de la última temporada que narraba las aventuras de un castor vaquero y las peripecias que le sucedían en su rancho de insectos.

Pasó cerca de unos arbustos de frutos rojos y, sin poder resistirse a su color y tamaño, recogió varias cestas para hacer sus famosas galletas de Navidad, con la obsequiaba a su visitas en aquella época del año.

Cuando acabó la recolección, retomó el camino y tras unos metros se encontró con un gran árbol cruzado en la carretera que el impedía avanzar.

-¡Qué contrariedad! Por aquí no puedo pasar. Tendré que bordear el camino y espero no desviarme demasiado.

Tomás siempre había seguido la misma ruta y no estaba seguro de que la nueva dirección desembocara en el bosque de eucaliptos, pero no tenía otra elección. Tras varios minutos sintió un azote helado en la cara y comenzó a nevar con intensidad.

-Oh, no. Espero que no dure mucho –pensó.

Pero se equivocaba y tras los primeros copos, el aire empezó a rugir con fuerza.

-Una ventisca. Así no podré seguir, pero tampoco puedo quedarme aquí.

Estaba muy lejos de Villa Blanca y no le daría tiempo a volver, la ventisca lo atraparía, así que decidió buscar un refugio. De pronto divisó algo y se acercó un poco más para comprobar que sus ojos no le estaban engañando. Sí, era una casa. Estaba salvado.

-Hola, ¿hay alguien? –preguntó llamando a la puerta.

Tras varios intentos, nadie contestó, por lo que decidió empujar la puerta que, para su sorpresa, cedió. Entró y se sintió reconfortado por el calor de la estancia. Miró a su alrededor y no vio a nadie.

-Qué raro, pero con este tiempo el dueño no debe andar lejos –se dijo.

Así que se sentó frente a la chimenea a esperar. Ensimismado estaba viendo las llamas chispeantes del fuego cuando escuchó un gemido y rápidamente se levantó de su asiento.

-Eh, hola….Perdone por haberme metido en su casa de esta manera, pero….

Tomás se calló, estaba claro que allí no había nadie o, al menos, eso parecía. De nuevo otro gemido. Estaba claro que provenía del interior de la casa. Se giró y allí, un poco más al fondo, vio una cama y advirtió una silueta. Se acercó y descubrió a un erizo delirando.

-Madre mía, está ardiendo. Voy a tener que hacer unas friegas de miel para bajarle la temperatura y darle mi pomada de limón por el cuello. Debe ser una gripe provocada por el frío.

Tomás salió de la casa para coger de su trineo todo el instrumental médico y las medicinas que le servirían para curar al erizo. Como había previsto, tras observar la garganta de su paciente, diagnosticó una gripe.

-Bien, no tengo más remedio que quedarme aquí. Espero que cuando recupere al consciencia no se asuste.

Tras hacerse una cena a base de sopa, pan y frutos secos, Tomás se dedicó por completo al paciente. Decidió acercar uno de los sillones que había frente a la chimenea al lado de la cama para pasar allí la noche. Cada dos horas le tomaba la temperatura para ver su evolución y le ponía compresas de agua fría en la frente. Según sus cálculos, en un par de días el enfermo estaría reestablecido y él podría continuar su viaje. Además, la tormenta habría remitido, o eso esperaba.

De repente, un pensamiento acudió a su cabeza. Dentro de dos días sería Nochebuena y no estaría en casa. Pero en la vida había que tomar decisiones por los demás. Estaba haciendo lo correcto.

Los dos días pasaron entre cuidados y desvelos. El erizo no recobraba la consciencia, su fiebre era muy alta, aunque parecía que la infección de garganta había disminuido gracias al tratamiento de Tomás.

Y una mañana, justo el día de Nochebuena.

-¿Dónde estoy? Ay mi cabeza.

Tomás, que estaba preparándose una taza de café con leche en la cocina, se dio cuenta de que el erizo ya estaba mejor y se acercó a él.

-Hola, bienvenido al mundo de la consciencia de nuevo. Permítame que me presente. Soy Tomás y viajo hacia el bosque de eucaliptos para recoger hojas y raíces, pues soy médico y las necesito para mi trabajo. Casualmente una ventisca me sorprendió y decidí buscar un lugar para refugiarme. Encontré su casa, llamé pero nadie respondió. La puerta se abrió y fue cuando le encontré en su cama, sin fuerzas y enfermo.

-Sí, ya recuerdo. Me encontré mal, me metí y en la cama y…….Gracias amigo Tomás, si no hubiera sido por usted. Me llamo Pedro y después de lo que has hecho por mí, creo que nos podemos tutear. ¿Qué día es hoy?

-Nochebuena, pero eso no debe preocuparte. Has de coger fuerzas. Si quieres puedes levantarte a dar un paseo por la casa. Te prepararé el desayuno.

-¿Qué no me preocupe? Es la noche más importante del año y estás aquí conmigo. Te esperarán en tu casa, tu familia, ¿no? Yo, estoy solo y no tengo a nadie, pero tú…

-Bueno, me esperan mis amigos. Verás, en Villa Blanca, donde yo vivo, todos somos una gran familia y celebramos los acontecimientos y las fiestas todos juntos. Ésta será la primera vez que no esté con ellos y no les haga mis galletas de frutos rojos. Pero, que no se las haga a ellos no quiere decir que no te las haga a ti.

-Pero, ¿seguro que no prefieres marcharte?

-¿Y perderme una Nochebuena con mi nuevo amigo? De eso nada. Voy a preparar las galletas y una rica cena para que cojas fuerzas.

Esa fue una de las Nochebuenas más apasionantes de Tomás. Pedro tenía unas aficiones muy parecidas a las suyas y le encantaba la astronomía, por lo que esa noche aprendió mucho sobre las estrellas y del cosmos. Acabaron comiendo castañas asadas en la chimenea y contando anécdotas del colegio.

Por la noche Tomás apenas pudo dormir. No le había preguntado a Pedro por qué vivía solo y le daba vueltas en la cabeza una idea constantemente.

Casi tres días más tarde la tormenta remitió.

-Mira Tomás, ya no nieva y puedes llegar al bosque de eucaliptos, no queda lejos de aquí.

-¡Qué buena noticia! Pedro, hay algo que quiero preguntarte. ¿Quieres seguir viviendo solo?

-¿Por qué me lo preguntas?

-Pues verás, quiero hacerte un ofrecimiento. Yo también vivo solo, aunque no lo estoy, como ya sabes. La consulta cada vez tiene más pacientes y mis inventos son muy demandados, con lo que no doy abasto. Necesitaría un socio, alguien con quien compartir aficiones y trabajo, y creo que ya lo he encontrado. Mi casa es suficientemente grande como para que vivamos cómodamente. Además, seguro que te van a acoger con los brazos abiertos. Villa Blanca es una aldea maravillosa, ¿qué me dices?

-Bueno, no sé. Nunca me habían ofrecido algo así –contestó Pedro, casi sin voz por la emoción.

-Pues decidido. Voy a recoger las hojas y raíces de eucalipto y, mientras tanto, empaqueta las cosas más necesarias. Ya volveremos a por el resto.

Como la tormenta ya había cesado, tardaron poco en llegar a Villa Blanca.

-Mirad, es Tomás y está bien –se oyó una voz a lo lejos.

Todo el mundo sabía que Tomás se había marchado al bosque de eucaliptos, pero al estallar la tormenta de nieve y viento y no regresar, se temieron lo peor y organizaron una patrulla de búsqueda. Llevaban varios días buscándolo y ya habían perdido las esperanzas.

Tomás fue recibido con efusividades y abrazos, pero Pedro no se quedó atrás. Todo el pueblo se mostró encantado y estaban deseosos de conocerle y poder hablar con él. Tantas eran las ansias y los deseos, que decidieron celebrar de nuevo la Nochebuena, pero eso sí, esta vez todos juntos.

Fin

miércoles, 23 de diciembre de 2009

El cocinero de Navidad

Ésta es la historia de un cocinero que debía preparar una sabrosa cena de Nochebuena. Había trabajado tanto durante los meses precedentes que se vio abandonado por la inspiración, precisamente en la época más importante del año. Pasaba el día pensando e ideando menús navideños, sin que ninguno de ellos lograra satisfacerle. Así llegó la víspera de Navidad y él seguía huérfano de ideas.

Tan cansado estaba que le pudo el sueño y se quedó dormido sobre la mesa de la cocina, rodeado de libros y cuadernos de recetas. Se vio convertido en un orondo Papá Noel con su abultado saco al hombro, y viajando a bordo de un bello trineo que se deslizaba silencioso por la nieve al son de un dulce tintineo de campanillas. Desconocía el lugar al que se dirigía, pero intuía que el trineo conocía su destino. Porque debo decir que el vehículo que le transportaba no era tirado por ciervos ni por renos, sino que únicamente se desplazaba guiado por una fuerza invisible.

Una vez finalizado el viaje, el trineo se detuvo ante una rústica casita en el bosque, de cuya chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió al instante, sin que nadie apareciera tras ella. Entró en la casa y halló un bello salón decorado con toques navideños que provocó en él una profunda y hogareña sensación. Un pequeño abeto le hacía guiños junto a la chimenea encendida, cuyos troncos crepitaban e iluminaban la estancia con sus llamas, y de la que colgaban unos calcetines de bellos colores, esperando ser llenados de regalos. En el centro de la estancia, una acogedora mesa, bellamente dispuesta y con las velas encendidas, esperaba ser cubierta de manjares. No había nadie a su alrededor, y sin embargo se sentía acompañado por presencias invisibles que él percibía, aún sin verlas. Depositó el saco en el suelo y se dispuso a abrirlo. Desconocía lo que podía albergar y por un momento sintió que su corazón latía con más fuerza. Se sentó en una mullida butaca junto a la chimenea y con manos temblorosas empezó a extraer el contenido.

Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante Sopa de Crema, hecha con una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga. Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido Queso Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara de agua. Hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa. Su tercer hallazgo fue una Pierna de Cerdo rellena con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sin fin de guarniciones, a cual más apetitosas: cremoso puré de patata aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño! Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente Strudel de Manzana y nueces y una espectacular Anguila de Mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa Compota de Navidad al Oporto y un insólito Helado de Polvorones. Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco. Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacía pronto, pero comprendió que el calor, material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada.

Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... y de los menos niños. Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Un regalo de Navidad

En una pequeña ciudad había una sola tienda que vendía arboles de Navidad. Allí se podían encontrar arboles de todos los tamaños, formas y colores.
El dueño de la tienda había organizado un concurso para premiar al arbolito más bonito y mejor decorado del año y lo mejor de todo, es que sería el mismo San Nicolás quien iba a entregar el premio, el día de Navidad.

Todos los niños de la ciudad querían ser premiados por Santa y acudieron a la tienda a comprar su arbolito para decorarlo y poder concursar.

Los arbolitos se emocionaban mucho al ver a los niños y decididos a ser el elegido, les gritaban:¡A mí... a mí... mírame a mí ¡

Cada vez que entraba un niño a la tienda era igual, los arbolitos comenzaban a esforzarse por llamar la atención y lograr ser escogidos.
¡A mí que soy grande!... ¡no, no a mí que soy gordito!... o ¡a mí que soy de chocolate!... o ¡a mí que puedo hablar!. Se oía en toda la tienda.
Pasando los días, la tienda se fue quedando sin arbolitos y sólo se escuchaba la voz de un arbolito que decía:
A mí, a mí... que soy el más chiquito.

A la tienda llegó, casi en vísperas de Navidad, una pareja muy elegante que quería comprar un arbolito.
El dueño de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era uno muy pequeñito.
Sin importarles el tamaño, la pareja decidió llevárselo.
El arbolito pequeño se alegró mucho, pues al fin, alguien lo iba a poder decorar para Navidad y podría participar en el concurso.
Al llegar a la casa grande, donde vivía la pareja, el arbolito se sorprendió:
¿Cómo siendo tan pequeño, podré lucir ante tanta belleza y majestuosidad?.
Una vez que la pareja entra a la casa, comenzaron a llamar a la hija:
¡Regina!... ven... ¡hija!... te tenemos una sorpresa.

El arbolito escuchó unas rápidas pisadas provenientes del piso de arriba. Su corazoncito empezó a latir con fuerza. Estaba dichoso de poder hacer feliz a una linda niñita.
Al bajar la niña, el pequeño arbolito, se impresionó de la reacción de esta.
¡Esto es mi arbolito!... Yo quería un árbol grande, frondoso, enorme hasta el cielo para decorarlo con miles de luces y esferas. ¿Cómo voy a ganar el concurso con este arbolito enano? Dijo la niña rompiendo en llanto.
Regina, era el único arbolito que quedaba en la tienda. Explicó su padre.
¡No lo quiero!...es horrendo... ¡no lo quiero! Gritaba furiosa la niña.
Los padres, desilusionados, tomaron al pequeño arbolito y lo llevaron de regreso a la tienda.

El arbolito estaba triste porque la niña no lo había querido pero tenía la esperanza de que alguien vendría por él y podrían decorarlo a tiempo para la Navidad.
Unas horas más tarde, se escuchó que abrían la puerta de la tienda.
¡A mí... a mí... que soy el más chiquito. Gritaba el arbolito lleno de felicidad.
Era una pareja robusta, de grandes cachetes colorados y manos enormes.
El señor de la tienda les informó que el único árbol que le quedaba era aquel pequeñito de la ventana.
La pareja tomó al arbolito y sin darle importancia a lo del tamaño, se marcho con este.
Llegando a la casa, el arbolito vio como salían a su encuentro dos niños gordos que gritaban:
¿Lo encontraste papi?... ¿Es cómo te lo pedimos mami?
Al bajar los padres del coche, los niños se le fueron encima al pequeño arbolito.
¿Y que pasó despues? Acaben la historia. Consulten a la familia...

sábado, 19 de diciembre de 2009

Un viaje increible

Esta es la historia de Carlos, un ratón que vivía en la punta de un cerro.
Carlos trabajaba día y noche para limpiar el polvo a una bota que hace años atrás le había regalado su amigo, el viejito Michel.
Ya era costumbre para él pasar las navidades con esa bota, y como faltaba poco para las fiestas, escuchó que golpeaban su puerta.
¡Era su amigo Michel, que venía del pueblo!
Se le veía muy cansado. Carlos le dijo a Michel que se sentara a descansar. Michel había subido caminando hasta la punta del cerro para invitar a Carlos a pasar la Navidad en su casa. Michel pensaba que su amigo se sentiría solo en Navidad. Michel había tardado en su viaje más de los que debía, sabía que para subir a la punta del cerro tenía que caminar nueve días, pero,… debido a lo resbaloso del pasto, había tardado el doble.
Michel se encontraba cansado y triste porque faltaban solo tres días para la Navidad. Sabía que era imposible estar de vuelta con su familia para ese día.
Así que Carlos, preocupado, pensaba y pensaba en cómo poder ayudar a su amigo. ¡Y planeó un viaje increíble!
Y fue así que, con voluntad y amistad, Carlos y Michel celebraron juntos la Navidad. Carlos con su bota, y Michel con su familia.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Una Confusion Navideña

Como todos podemos imaginar, para esta época del año, el taller de Papá Noel está en plena actividad. Sabemos que Papá Noel no trabaja solito, sino que lo ayudan miles de duendecitos pequeños, ligeros y encantadores.

Nadie alcanza a ponerse al día, el taller es un lío tremendo, duendes que van y vienen, juguetes que se fabrican y se envuelven, cartas por todos lados. De todos modos, para poder cumplir bien con todo este trabajo, los duendes están organizados en grupos y cada grupo cumple una función diferente. Algunos duendes confeccionan los juguetes o se encargan de conseguirlos ya hechos. Otros los distribuyen. Unos cuantos se dedican a leer las cartas y seleccionar los pedidos según sea niña o niño, la edad, el tipo de juguete o el regalo que quiere, etc. Estos últimos son los duendes lectores; ellos juntan la inmensa cantidad de cartas que envían todos los niños del mundo, las abren, las leen y las seleccionan para entregar a las distintas secciones, como por ejemplo, sección de juegos de computadora, de play-station, de Barbies.

Las cartas llegaban, como ya dijimos desde todo el mundo. Llegaban cartas de los niños que más tenían y también las de aquellos que no tenían tanto o tenían muy poco.
Para desgracia de nuestros duendecitos, esa Navidad hizo mucho más frío que de costumbre y la mayoría de ellos se resfrió. Todos tenían la nariz colorada, parecían Rodolfo el reno, pero versión duende. Se la pasaban estornudando, que achíz de acá, que achíz de allá, era un verdadero concierto de estornudos.
Los duendes lectores son también muy divertidos y algo traviesos, y tan cansados estaban de estornudar a cada rato que, para no aburrirse, hicieron un campeonato de estornudos. Mientras iban abriendo las cartas, hicieron dos equipos, se colocaron en los extremos de la mesa de trabajo y veían qué estornudo sonaba más fuerte y cuál hacía mover más la cartitas. A un equipo se le fue la mano y tan fuerte fueron los achices generales que todas las cartas volaron por el aire.
–¡Ay, mamita! ¿qué hicimos? –decía uno de los duendes.
–¿Cómo le diremos a Don Noel (así lo llamaban cariñosamente) que mezclamos todos los pedidos? ¿Cómo, cómo, cómo? –decía un duendecito que se caracterizaba por repetir todo muchas veces.
–Con la verdad –dijo otro–-. ¿De qué nos serviría mentir? Hicimos una travesura y debemos aceptar las consecuencias.

Así fue que hablaron con Papá Noel y le dijeron la verdad. El duendecito repetidor no paraba de pedir perdón, ¡achíz!, perdón y perdón, decía que nunca, nunca, nunca, ¡achíz! lo volvería a hacer, ¡achíz! No voy a decir que a Papá Noel le divirtió la idea de que todos los pedidos se hubiesen mezclado, pero valoró que los duendecitos le dijeran la verdad. De todas maneras, antes de dar por finalizada la charla, les dijo:
–Pues bien, amiguitos, esto les enseña que la correspondencia es algo muy serio. Jamás se juega con ella, los pedidos de los niños son sagrados para todos nosotros. Ahora deberán enmendar su error y ordenar todos los pedidos que volaron por el aire gracias a su concurso.
Los duendecitos corrieron presurosos a ordenar el lío que habían armado. Cuando volvieron a su mesa de trabajo, se dieron cuenta de que las cartas estaban por un lado y los sobres con el nombre de cada niño en otro. ¿Cómo harían para saber qué había pedido cada uno y no confundir los pedidos? No era una tarea fácil precisamente, pero ayudándose por la letra, trataron de juntar cartas y sobres, sobres y cartas.
–¡Qué difícil, qué difícil, qué difícil! ¡hachízzzzzzzzzzzz! –decía el duende repetidor, mientras se sonaba la nariz y a la vez trataba de juntar sobres y otra vez se sonaba su nariz, que ya más que colorada, era bordó.

Los duendes pasaron toda la noche juntando sobres y cartas, cartas y sobres. Pero, a pesar de su esfuerzo, se armó el cachengue, que viene a ser un lío muy, pero muy grande: muchos de los pedidos de los niños se mezclaron.
Cuando los duendes “armadores de paquetes” tomaron los pedidos, notaron que algo no andaba bien, había algunas cosas que parecían realmente extrañas y consultaron con Papá Noel.
–Fíjese, Don Noel, acá una niña de diez años nos pide una pelota Nº 5 –decía el duendecito rascándose la cabeza y moviéndola de un lado para el otro sin entender nada.
–Otra nena nos pide una camiseta de Racing –agregó otro duende, igual de confundido que el primero–. ¿No es extraño, realmente?
–Puede ser –dijo Papá Noel–, pero no se olviden de que el mundo ha cambiando mucho y con el mundo, los niños. Ahora las niñas juegan fútbol, las mamás miran partidos por la tele. ¡Vaya a saber! Los papás usan aritos, pelo largo, ¡qué se yo m´hijo! Todo ha cambiado tanto desde que empezamos con este hermoso trabajo que ya nada puede sorprenderme.
Así fue que los pedidos salieron un poco… confusos diría yo. Algunos realmente salieron exactos (los que se salvaron del concurso de estornudos, por supuesto). Los demás, en fin…, salieron como pudieron.
La noche previa a la Navidad, la de más trabajo y entusiasmo, los duendes lectores estaban muy, pero muy nerviosos, más allá de seguir, muy, pero muy resfriados.
–Se va a amar, ¡achíz! Se va a armar, se va a armar –repetía una y otra vez el duende repetidor. Estamos fritos, fritos, refritos, ¡achíz, achíz, achíz! –volvía a repetir.
–No seas pájaro de mal agüero ¡aaaaachízzzzzz! –contestaba otro duende lector–. Pensemos que no pasará nada.
–¿Vos creés que los chicos no se van a dar cuenta de que Don Noel no les lleva lo que le pidieron? Se van a enojar con él por nuestra culpa, por nuestra culpa y por nuestra culpa.
–Puede ser que tengas un poco de razón –contestó el otro duendecito mientras se miraba al espejo su nariz cada vez más colorada–. Tal vez algunos niños se desilusionen un poco, pero yo creo que si son humildes de corazón, aunque no sea el regalo que pidieron, sabrán agradecerlo igual.
–Espero que tengas razón –contestó su amigo.
Y llegó el tan ansiado día. Papá Noel cargado con los pedidos salió con su trineo conducido por sus fieles renos, entre ellos Rodolfo, que estaba un poco celoso porque ahora muchos duendes tenían la nariz igual a él.
Como todos los años, a la velocidad de la luz, tratando de no ser visto y con un amor inmenso, dejó cada paquetito bajo cada árbol de Navidad. Dejó regalos por todo el mundo, en lugares lindos, en lugares feos, en hogares ricos y en otros muy humildes, en hospitales, asilos. Allí donde había un niño, él dejo un regalito.
Cansado pero más que feliz, Papá Noel regresó por la mañana al Polo Norte. Sorprendido vio que los duendes lectores más allá de seguir sonándose la nariz, no se habían dormido.
–¿Qué hacen ustedes despiertos? –preguntó.
–¿Todo bien, Don Noel? ¿Ninguna queja, ningún enojo, ningún calcetín revoleado por ahí? –preguntaban los duendecitos nerviosos porque sabían muy bien que ciertos pedidos no habían salido como debían.
–¡Qué preguntas más raras, amiguitos. Se ve que el resfrío los tiene mal, todo en orden –contesto Papá Noel– ahora si me lo permiten, me voy a dormir, que se mejoren y ¡Feliz Navidad!
Mientras tanto, en las distintas ciudades, pueblos y calles, los niños de diferente clase y condición abrían sus paquetes, todos con idéntico entusiasmo. Al abrir los regalos, muchos vieron que no recibían lo que realmente habían pedido y no todos reaccionaron de la misma manera. Algunos de los niños que más tenían o que más acostumbrados estaban a una vida cómoda, llena de cosas y caprichos cumplidos, no podían entender cómo no recibían exactamente el juguete que habían deseado. Acostumbrados a tener todo, sufrieron una gran desilusión y se enojaron bastante porque esa vez, sus deseos no se habían cumplido tal y como ellos querían. Para ellos no fue tal vez ésa, la mejor de las Navidades.
Sin embargo, para los más humildes de corazón, también para aquellos para los cuales la vida no era ni cómoda, ni fácil, al ver que lo que estaba en el paquete no era exactamente lo que habían pedido, igual se sintieron agradecidos porque Papá Noel se había acordado de ellos y les había regalado algo.
Para ellos, igual fue una hermosa Navidad, porque sabían que lo importante no pasaba por el contenido del paquete, sino por estar rodeados del amor de su familia, que era sin duda el mayor regalo que podían llegar a desear en este mundo en Navidad y en cualquier otra época del año.
Mientras tanto, en el Polo Norte, los duendecitos lectores, entre estornudos y sonadas de nariz, por las dudas, caminaban agachaditos, ¡no fuera cosa que les revolearan algún calcetín!

Fin

lunes, 14 de diciembre de 2009

Donde esta la Navidad?


Dindón era un duendecito alegre y movedizo que vivía junto a su familia en una gran ciudad habitada sólo por duendes.
Siempre estaba contento y hacía reír a los demás, no sólo con sus ocurrencias, sino porque era muy, pero muy distraído. Perdía muchas de sus cosas pues jamás recordaba dónde las había dejado. Todo lo que podía ser olvidado en algún lugar, él lo olvidaba y perdía.

Si iba a la escuela, su mamá salía corriendo tras él para alcanzarle la mochila, si iba a jugar a la pelota, se acordaba al momento de patear que la había dejado en su casa.
Nuestro duendecito era famoso en su cuidad por perder las cosas, pero como todos lo sabían, cada cosa que aparecía y no tenía dueño, ya sabían a quién preguntarle.

Dindón amaba la Navidad. La esperaba con ansias y -siempre y cuando no los perdiera- le gustaba mucho leer cuentos y ver películas de Navidad. Sus padres no creían demasiado y por ende no le hablaban de lo que era realmente, por lo que el duendecito creció creyendo que la realidad era lo que le mostraban los libros y las películas. Mientras fue muy chiquito no hubo problemas, pero cuando creció las cosas se complicaron.
Desde muy pequeño Dindón creció -como tantos niños escuchando historias de blancas Navidades- donde todos los paisajes se cubrían de nieve, los niños hacían muñecos con bufandas y los arbolitos más que verdes, eran blancos.

En las películas que veía ocurría también lo mismo, Papá Noel, muy abrigado, sobrevolaba con su trineo blancas montañas y sus renos tenían siempre la punta de nariz llena de nieve. En cada cuento, en cada relato y cada película Dindón se acostumbró a ver una Navidad blanca, paisajes con nieve, gente abrigada, árboles plagados de copos y renos con la punta de las narices muy frías.
Con el tiempo Dindón creció y ahí empezó la gran confusión.
La primera Navidad que Dindón tuvo más conciencia de las cosas, se enfrentó a lo que él creyó era un grave problema.

Esperaba la Navidad con muchas ganas como siempre y también como era costumbre leía y releía los mismos cuentos y veía las mismas películas; las que le habían quedado, pues otras las había perdido.
Un día salió a la calle y se dio cuenta que, a pesar de faltar poco para el 25 de diciembre, el calor era realmente agobiante, el sol se había quedado como paradito firme arriba de él y todo brillaba bajo su luz.
Nada encontró de blanco en el paisaje que veía, los verdes eran muy verdes, no había renos, sino perros callejeros cuyas narices no estaban para nada congeladas y por más que buscó y buscó no encontró ni un solo muñeco de nieve.

Comenzó a correr desesperado, creyendo que –una vez más- había perdido algo.
Los otros duendes que lo vieron pasar corriendo y con carita de preocupado, le preguntaron qué le pasaba
– ¿Dónde está? ¿Dónde está? Gritaba Dindón desesperado.
– ¿Dónde está qué amiguito? Le preguntaba los vecinos, creyendo que –como era costumbre- había perdido algo.
– ¿Dónde está? ¡No la veo, no la veo!
– ¿Qué perdiste esta vez Dindón? Se escuchó al unísono
– Perdí la Navidad. Se perdió, no está, la debo haber perdido yo. Sollozaba muy triste el duendecito.

Nadie entendía nada. Todos los duendes se miraban entre sí y finalmente miraban al pobre Dindón que no hacía más que llorar sin consuelo.

– ¿Cómo se va a perder la Navidad amiguito? ¿Qué estás diciendo? Preguntaban unos.
– Con este duendecito nunca se sabe. Decían otros. Vive perdiendo todo, a ver si termina siendo cierto y nos quedamos todos sin Navidad.

Cuando pudo calmarse un poco Dindón les explicó:

– La Navidad es blanca, tiene nieve, renos con la punta de la nariz como helados de agua, muñecos hechos en las plazas con narices de zanahoria, hace frío y los árboles no son verdes, pues están llenos de copos blancos que los cubren. ¡Todo eso se perdió! Volvió a sollozar nuestro amiguito.

Los demás duendes lo miraban creyendo que el pequeño no sabía lo que decía, pero en realidad sí sabía. Nadie le había enseñado lo que era la Navidad realmente y fue creciendo creyendo la realidad salía de un cuento o de una película.

– ¡Ya decía yo que este pequeño era un peligro! Miren lo que fue a perder ahora. Intervino un duende gruñón que nada entendía de ilusiones, creencias y Navidades.
– ¡Pero qué dice! Le contestó otro, ¿no ve que está confundido?
– ¡Es culpable! Decían unos que tampoco creían mucho en nada.
– ¡Culpable de qué! Retrucaban otros que no sólo creían, sino que sabían verdaderamente lo que era la Navidad y de qué se trataba.
– Creo que acá hay una gran confusión, dijo un duende viejito y muy sabio. Dindón no hay de qué preocuparse. Agregó.
– ¡Cómo que no! Lo que veo en nada se parece a cómo yo veo que es la Navidad. ¡Se perdió, se perdió y seguro yo tengo que ver con esto!
– Tranquilo amiguito. Aquí no se perdió nada. Lo que ocurre es que creciste sin que nadie te explicara se qué trataba y cómo era. Navidad, es siempre Navidad, haya nieve o sol, calor o frío. No pasa por el paisaje y lo que nos cuentan relatos o películas de otros países.
– No entiendo, no entiendo. Decía Dindón agarrándose su gorrito de duende temiendo perderlo.
– En Navidad celebramos el nacimiento del niño Jesús, para esta época en algunos lugares hace mucho frío, en otros, como nuestra cuidad, mucho calor. Lo importante es festejar junto a los seres que amamos que Jesús ha nacido y que con él, nacen nuevas esperanzas y una vida nueva para todos.
– ¿Y la nieve, y los renos con sus narices congeladas? Preguntó Dindón.
– Esa es la forma con la que representan en otros lugares, pero la Navidad es una, está en el corazón de cada uno, en el amor hacia los otros, en compartir con los seres queridos ese momento tan importante. Se trata de estar en familia, con calor o frío, con lluvia o sol.

Dindón miraba al duende viejo tratando de entender lo que nunca nadie le había explicado correctamente.

– Te repito amiguito, la Navidad no depende de lo que veas a tu alrededor, cada 25 de diciembre se produce el mismo milagro, el niño Jesús vuelve a hacer y lo hace en el corazón de cada uno de nosotros, los que creemos.
– ¡Ahora sí entiendo! Entonces no se perdió, yo no hice nada, no importa que nuestro paisaje no sea el que siempre vistió la Navidad para mis ojitos.
– Eso es, no busques afuera lo que está dentro tuyo, creo que sería bueno que hables con tu familia sobre esto ¿no te parece?
– ¡Gracias, muchas gracias amigo! Grito el duendecito y salió corriendo muy contento a su casa.

Por primera vez y gracias a la confusión de Dindón, su padres se pusieron a pensar que jamás le habían enseñado a su hijo de qué se trataba realmente la Navidad. Fue hermoso descubrirlo juntos, en familia.

Así fue que Dindón y sus papás también, aprendieron realmente que el milagro de la Navidad no vive en un copo de nieve, ni en un paisaje blanco. Es un milagro que año a año se renueva en el corazón de cada duende o persona que cree.

De todos modos y por las dudas, cada diciembre Dindón les recordaba a su familia y todos los que lo quisieran escuchar de qué se trataba la Navidad, no fuera cosa que el verdadero espíritu navideño volviera a perderse.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Un Reno Mareado




Varios son los renos que tiran del trineo de Papá Noel. El más famoso sin dudas, es Rodolfo, el que tiene la nariz colorada.
Hoy contaremos la historia de otro de los renos quien -sin llegar a tener roja su nariz- se hizo muy conocido una Navidad.
Horacio, así se llamaba, era un reno muy curioso y movedizo que jamás se podía quedar quieto. Era famoso en el Polo Norte por ir de aquí para allá mirando todo y poniendo sus patas donde podía y donde no también.
Era la época de Navidad y todos en el taller trabajaban sin parar para llegar a tiempo con todos los regalos. No sólo trabajan los duendes, sino que también lo hacían todos los renos entrenando todo el día para estar en forma y poder volar por el mundo entero sin problemas.
Horacio era el fiel compañero de Rodolfo, juntos eran los dos primeros renos del trineo y quienes dirigían a los que iban detrás, siguiendo las indicaciones de Papá Noel. Jamás había habido problema alguno durante el viaje más maravilloso y mágico del año.
Sin embargo, esa Navidad, las cosas no serían igual.
En el Polo Norte, crecían unas flores de un aroma muy rico, pero que si uno se acercaba mucho para olerlas, terminaba muy mareado. Su perfume era realmente embriagador, por eso Papá Noel, si bien las cuidaba como a todas las flores, les había puesto un cerquito con un cartel que decía “No Oler”.
Si pensamos que Horacio en todo metía su hocico y encima no sabía leer, podemos imaginar qué pasó.
Justo el día antes de Navidad, se detuvo frente a las flores y olió cuanto pudo y pudo mucho pues su narizota era realmente grande.
Al principio, el efecto del perfume no se sintió, pero a las pocas horas, justo cuando el trineo debía levantar vuelo, Horacio empezó a sentir cosas extrañas en su cuerpo.
No habían ni siquiera repartido los primeros regalos cuando Horacio empezó a sentirse tan, pero tan mareado que el mundo entero le daba vueltas a su alrededor. Ya no sabía para dónde iba, no importa para qué lado Papá Noel tirara de las riendas, parecía que el reno había enloquecido y se movía de un lado para el otro. Rodolfo y los demás renos trataron de sujetarlo, pero el pobre Horacio, víctima del perfume de las flores, era un trompo sin fin. Tanto se movía que, intentando subir una montaña, el trineo no pudo hacer la maniobra acostumbrada y volcó.
Todos los regalos quedaron desparramados por el suelo. Papá Noel fue a parar a la ladera de otra montaña, los demás renos quedaron patas para arriba y Rodolfo ya no tenía roja su nariz, sino blanca del susto.
Tan rápido como pudieron, juntaron todos los regalos y siguieron camino.
– ¿Estás bien? Preguntó Rodolfo a Horacio
– La verdad que no, me siento algo borrachín para ser sincero. Contestó Horacio tratando de fijar la vista que se le iba de un lado para el otro.
– ¿Tomaste alcohol? Sabés que no debemos.
– ¡Qué alcohol ni alcohol amigo! Estuve oliendo las flores del cerquito.
– ¡Qué reno desobediente habías resultado! ¡Sabías que no se puede! Ahora mirá lo que pasa, estás mareado.
– No te preocupes Rodolfo, trataré de recomponerme.

No terminó de decir esta frase que, producto de la desorientación que tenía, no vio que el trineo venía en bajada.
Nada importaron los gritos de Papá Noel que ya se veía dentro del lago y todo empapado, el trineo fue a parar casi casi en el medio del agua.
Afortunadamente y gracias a los excelentes reflejos de Rodolfo, los regalos no se mojaron. Dio un giro tan rápido que logró volver a poner el trineo en su lugar y excepto por la barba de Papá Noel que chorreaba mucho, el episodio no pasó a mayores.
Antes de que el efecto mareador del perfume de las flores se esfumara, se atascaron en unas rocas.
Si bien, gracias a que todos colaboraron, pudieron salir sin problemas, la entrega de los regalos estaba realmente atrasada. La noche pasaba y los niños debían recibir sus regalos ¿llegarían a tiempo?
Una vez recompuesto del mareo, Horacio, sintiéndose muy culpable por el atraso, tomó una decisión. Dividirían el trabajo de entrega con Papá Noel. Rodolfo se sumó a la idea, unos irían a unas casas y otros a otras. Los renos jamás habían salido del trineo y menos para repartir regalos, pero era el momento justo para hacer algo que jamás habían hecho. Los niños no podían quedarse sin obsequios.
Cuando el trabajo se hace en equipo y con un objetivo en común, todo sale bien.
No fue fácil realmente ni para Rodolfo, ni para Horacio, entrar en las casas sin romper algún adorno o cortina, pero si bien algún que otro destrozo hicieron, lograron su cometido.
Horacio quería reparar la demora que habían tenido por su culpa, Rodolfo quería ayudar a su amigo, Papá Noel quería hacer su trabajo y por sobre todas las cosas, los tres deseaban cumplir el sueño de todos los niños.
El objetivo se cumplió, todos y cada unos de los regalos fueron entregados, ningún niño quedó sin el suyo.
Lo cierto es que algunos niños que habían espiado esperando conocer a Papá Noel, se encontraron que en vez de barba tenía cuernos, que tenía cuatro patas y no dos piernas, que no usaba gorro, en fin. Hay que decir que terminaron un poco confundidos, pero no mucho pues pensaron que el desconcierto se debía al sueño que tenían por lo tarde que era y no a otra cosa.
Eso sí, en el Polo Norte ya no hay un cartel en las flores que diga “NO OLER”, lo reemplazaron por otro que dice: “SE RECOMIENDA A HORACIO NO ACERCARSE A MENOS DE DIEZ METROS”.
Horacio aprendió a ser más prudente. No obstante ello, las siguientes navidades ayudó igual a Papá Noel a repartir los regalos, pues aprendió el valor del trabajo en equipo y vivió en carne propia la inmensa alegría de hacer felices a los niños.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El ladron de navidad 2ª Parte

Segunda Parte

La sorpresa

Como ya conocía las otras dependencias, inmediatamente supo cuál puerta abrir en la antesala. Efectuó la operación sin dilaciones y pasó al interior. Ahora se hallaba en la habitación de la ventana que se veía entreabierta desde el exterior. Aquella ventana desde lejos parecía apenas abierta. Aquí la ilusión óptica se reveló rápidamente, sobraba luz natural y esto dio paso a una fulgurante sorpresa, de esas capaces de arrancar un grito de espanto a cualquiera, incluso a hombres duros y curtidos como El Cerradura. Sobre la espaciosa cama yacía una persona, recostada y muy serena. Ella ni se inmutó al enfrentar su mirada con el intruso, siguió pacíficamente acostada y esperó que el inesperado visitante se tranquilizara para dirigirle unas palabras:
―¿Vio algún fantasma acaso? ¡Cálmese por favor, no me va a decir que me tiene miedo a mí! ¿En qué le puedo servir?
La cara de El Cerradura adquirió un color cenizo y las manos le temblaban. No sabía qué hacer, si matar a la anciana y largarse o contestar la pregunta. En su carrera delictiva nunca mató ni hirió a nadie y tampoco quería comenzar ahora. Tiritando de miedo, con el temor de que la mujer seguramente activó algún tipo de alarma para llamar a la policía y pensando que en cualquier momento los agentes del orden aparecerían para arrestarlo, articuló un par de palabras no muy coherentes:
―Eeen naada por el momento. No se preocupe, que ya me voy.
La señora respondió sin demora:
―¿Pero por qué se quiere ir tan pronto? ¿Recién llega, no saluda, no se presenta y ya se quiere ir? ¿Vio alguna mala cara en esta casa? ¿Por qué no se sienta?
El Cerradura ya no sabía qué decir e insistió en irse:
―Mejor que no. Créame que es preferible que me vaya. Le prometo que no le voy a hacer daño.
La veterana ni se inmutó ante el anuncio y más bien trató de entablar una conversación:
―¿Hacerme daño? ¿Qué daño podría hacerme usted? ¿Matarme? ¿Para qué? De todas maneras estoy casi muerta. Pero si quiere hacerlo adelante, que igual no voy a oponer resistencia, ni tampoco puedo hacerlo. Pero antes cuénteme, ¿quién es usted?
El delincuente, influenciado por su habitual incredulidad, no daba crédito a sus oídos, pero se relajó un poco y contestó:
―Todos me conocen como El Cerradura.
La mujer se presentó:
―Encantada de conocerlo, señor Cerradura, soy María de los Ángeles de Saralegui Alcorta y Torremorena Albán. ¿Qué se le ofrece?
Tanto apellido confundió aún más al hombre, que apenas balbuceó:
―Bueno nada.
La anciana replicó afablemente:
―¿Nada? ¿Me viene a ver el día de Navidad y me dice que no quiere nada? Vamos algo querrá. ¿Por qué vino, señor Cerradura? No sea tímido y dígamelo de una vez, no actúe como si lo fueran a descuartizar. Supongo que no piensa que una vieja paralítica le puede hacer daño.
El Cerradura se sinceró ante tanta amabilidad:
―La verdad es que soy ladrón. Entré a esta casa para robar, andaba buscando objetos de valor y me encontré con usted. Le juro que si no llama a la policía, me voy inmediatamente y no me apropio de nada. Hasta le puedo devolver lo que me estaba llevando, pero por favor no me entregue. No quiero pasar la Navidad y el verano en “cana”.
Después de pronunciar las últimas palabras sacó todo lo que sus bolsillos guardaban y lo puso sobre la cama de la abuela. Ella sonrió y con un ademán rechazó la oferta:
―No necesita devolver nada. Llévese todo lo que quiera, que igual no voy a llamar a nadie.
Para El Cerradura la oferta resultó abiertamente tentadora. En toda su larga vida delictiva jamás le pasó que alguien le hiciera semejante proposición. Pensando que tal vez entendió mal o que podría existir una trampa, prefirió preguntar:
―¿En serio me lo dice?
La contestación no tardó en llegar:
―Por supuesto que es en serio. No estoy bromeando. Puede llevarse lo que quiera. Yo no necesito dinero, joyas ni objetos de valor. Así como estoy, nada de eso me sirve. Y si me quiere matar, hágalo ya y rápido, por favor. No se preocupe, que no voy a gritar.
Lo último hizo que El Cerradura se sintiera ofendido:
―No la voy a tocar siquiera. Yo soy ladrón pero no asesino. Además también tuve abuelita y la quería muchísimo. Se me fue hace un par de años y nada en el mundo me la va a poder devolver.
El anuncio conmovió a María de los Ángeles:
―Lo siento, señor Cerradura. ¿De verdad quería a su abuelita? Siempre pensé que los delincuentes no tenían sentimientos.
La respuesta tardó unos segundos en llegar:
―Claro que quise a mi abuelita.
―¿Tiene hijos, esposa o padres? ―la mujer resultó más curiosa de lo esperado.
―Ninguna de las tres cosas.
La señora quería saber a toda costa los pormenores de la vida del intruso:
―Usted no parece malo. ¿De verdad es delincuente?
―Sí, lo soy, pero no hago daño ―explicó El Cerradura.
María de los Ángeles quedó perpleja ante la respuesta. Ella siempre imaginó que los delincuentes eran unos animales sedientos de sangre y casi no creía que el individuo parado frente a su cama no lo fuera. En su fuero interior se sentía feliz que alguien le hiciera compañía en el día de Navidad y no pudo dejar de comentárselo a su interlocutor:
―Me parece increíble lo que me cuenta. ¿Si su abuelita viviera usted estaría con ella en un día como hoy?
―Ni lo pensaría dos veces. Ella y mis padres fueron muy importantes y siempre los recordaré.
Al llegar a ese punto, María de los Ángeles decidió contarle su historia al hombre. Comenzó por narrarle algo de su vida familiar, hasta que alcanzó al hito en el que aparecen los hijos y nietos. El Cerradura sintió un escalofrío agudo e insospechado, pensando en que éstos se podrían presentar en cualquier momento a visitar a la anciana y se lo consultó. Ella lo tranquilizó, diciéndole que sus descendientes no acudirían y en el intento se le soltó la lengua, dando rienda suelta a muchas intimidades familiares:
―A mis hijos y nietos no les intereso ni en lo más mínimo. Ellos solamente esperan a que muera para repartirse todas mis posesiones materiales, que por cierto no son pocas. Me odian porque estoy viva y muy lúcida.
―¿Cómo puede ser eso? Debe haber una equivocación de su parte.
La voz de María de los Ángeles cobró fuerza y con renovados bríos soltó una ráfaga de realidades:
―No hay error alguno. De eso estoy muy segura. Todo lo que le digo es cierto. Mis hijos y nietos son unos chupasangres, que de vez en cuando me adulan, para que les firme unos cuantos cheques o les traspase acciones de las empresas familiares. Es lo único que les interesa de mí.
Para El Cerradura todo esto surgía como un caso altamente incomprensible. Se encontraba ante una mujer que detentaba todo el lujo y la riqueza que él podría anhelar y ella, sin embargo, no se mostraba feliz. Internamente el bandido empezó a cuestionarse a sí mismo, por pretender apoderarse de lo ajeno para convertirse en un individuo acaudalado. La conclusión a la que lo condujo su reflexión no le pareció digna de ser idealizada. Más bien se sentía conmovido, miserable y sin ganas de robar. Solamente quería alegrar la Navidad de esa pobre mujer rica. Ahora su deseo era atinar a concebir algo para contrarrestar la amargura contenida en el corazón de María de los Ángeles. Sus células grises se activaron y lentamente iniciaron un proceso para urdir algo que la dejara dichosa. De repente la idea acudió a su mente y se la hizo saber a su nueva amiga:
―¿Tiene hambre?
―No mucha. ¿Me quiere invitar a un restaurante? Le recuerdo que no puedo caminar. Pero puede hacer que nos traigan algo. Haga el pedido por teléfono. No se preocupe, que yo pago. Le recomiendo “La Belle Epoque”, tienen un chef de primera que hace poco trajeron de Francia.
El Cerradura sonrió y con un ademán rehusó la oferta, antes de decirle sus intenciones a María de los Ángeles:
―No hace falta que gaste su dinero. Puedo preparar una cena abajo en la cocina. Sé cómo hacerlo. Y por favor no piense que lo hago para que me dé algo.
―¿Sabe cocinar? ―le espetó María de los Ángeles con un cierto grado de desconfianza hacia sus habilidades culinarias.
―Por supuesto ―replicó El Cerradura con aires de confianza.
La anciana permaneció pensativa durante unos instantes antes de hacer la siguiente pregunta:
―¿Me haría mi plato preferido?
―¿Cuál es?
―Filete a la plancha con salsa de pimienta negra hecha con un ligero toque de vino tinto, acompañado de ensalada surtida pero con hartos palmitos y “croutons” crujientes.
El asaltante sonrió y le dijo que para él no era problema alguno elaborarle aquel plato. Sin más cruces de palabras bajó a la cocina y se puso a preparar lo que le pidieron. No se limitó a eso, además hizo una entrada de camarones aderezados con jengibre y flambeados en Grand Marnier, con una decoración impecable en la que usó todos los vegetales que encontró a mano.
Como su anfitriona no podía permitirse el lujo de bajar al comedor, se las ingenió y metió en su habitación una mesa de tamaño mediano, sobre la que dispuso lo que preparó, junto con cubiertos de plata, vajilla de porcelana fina, copas de cristal de roca y una botella de vino sacada de la cava ubicada en el sótano, y que correspondía a una cosecha de los años 50. María de los Ángeles quedó muy admirada cuando miró el despliegue y quiso decirle que tenía un muy buen gusto para ser solamente un delincuente vulgar y sin educación, pero prefirió morderse la lengua. En lugar de eso le comentó que lamentaba haberlo hecho trabajar en el día de Nochebuena. El Cerradura le dijo que no se preocupara de eso y, acto seguido, le sirvió un plato de comida que ella devoró con ansias. Una vez transcurrida la cena, los dos se dedicaron a conversar sobre temas diversos, hasta que ella sintió sueño. El Cerradura miró por la ventana y notó que ya era noche cerrada en Santiago. Se disponía a despedirse y a marcharse, cuando María de los Ángeles lo reprendió:
―¡No se puede ir con las manos vacías! Tiene que aceptarme un regalo de Navidad, así como yo acepté su cena o de lo contrario me enojo.
El Cerradura protestó y dijo que lo de la cena no lo había hecho por interés. Ella siguió inflexible y con voz firme ordenó:
―Abra el clóset que está al costado de mi cama. Va a ver un tabique de madera en el fondo. Empújelo primero hacia atrás y luego hacia el lado.
El hombre obedeció imaginándose lo que ella se proponía. Primero presionó hacia el atrás y el tabique retrocedió un par de centímetros. Pero al empujarlo hacia el lado, éste no cedió. María de los Ángeles se impacientó y alzando la voz le indicó:
―¡Con fuerza! Debe estar trabado, hace años que no se abre.
Esta vez Cerradura empujó con toda su fuerza y el tabique cedió rechinando. Cuando terminó de moverlo, asomó ante sus ojos una caja fuerte más alta que él, de esos modelos que se abren con una clave de números. Ya urdía cómo abrirla cuando ella lo sacó de sus pensamientos:
―Por favor ábrala. Le dicto la clave…
Dos minutos después la pesada puerta de hierro cedió y el contenido deslumbró a Cerradura. El interior lucía lleno de dinero, pero no de Pesos chilenos, sino de billetes en fajos de 100 Dólares. El pobre Cerradura no daba crédito a sus ojos. Toda una vida dedicado a robar y de repente tenía ante sí una suma con la que nunca siquiera fantaseó. La voz de María de los Ángeles nuevamente lo interrumpió:
―Es una buena cifra la que hay adentro. Está allí desde que mi esposo murió. Nadie más sabe de la existencia de este dinero. Solamente usted y yo. A mí no me sirve, no creo que me quede mucha vida y no se lo quiero dejar a mis parientes. ¿Para qué habría de hacerlo? ¿Para que se peleen como hienas entre ellos el día que muera? Le aseguro que empezarían antes que mi cadáver comenzara a enfriarse.
Cerradura escuchaba sorprendido las sórdidas historias acerca de la familia de María de los Ángeles y solamente quiso enterarse del destino de aquellos billetes:
―¿Qué piensa hacer con esto entonces? Lo puede donar a la Teletón o a alguna institución de beneficencia.
―Podría hacerlo, pero no tengo ganas. Se lo regalo a usted. Si quiere, usted se encarga de darle una parte a los de la Teletón.
Cerradura enmudeció. Quedó atontado y las palabras le salieron con bastante dificultad:
―¿Por qué a mí?
―Porque usted es un hombre bueno y no tiene porqué andar robando casas para sobrevivir. Podría dedicarse a algo mejor que eso. No creo que prefiera seguir en lo mismo, arriesgándose a que algún día lo descubran y a terminar en la cárcel.
―¡Obviamente que no quiero eso!
―Entonces acepte este pequeño regalo navideño. Es lo menos que puedo hacer por usted, después de lo bien que se portó hoy conmigo.
La mirada de Cerradura se posó en los bien ordenados montones de billetes y, por su masa encefálica desfilaron diversos sentimientos y sensaciones. No pudo disimular la emoción que lo embargó en el momento. Finalmente y con un sentido eminentemente práctico le dijo su parecer a María de los Ángeles:
―Es imposible que me lo lleve todo. Simplemente no me cabe en las manos y no vine en coche.
Ella le dio la solución:
―Llévese hoy lo que buenamente logre cargar en un bolso. Puede volver otro día y se lleva el resto. Y así me visita nuevamente y me prepara otra cena igual de rica. ¿Qué le parece?

Epílogo

Cerradura se llevó lo que pudo ese día y que no fue poco. Tuvo una Navidad espectacular. Volvió el 27 de diciembre manejando un flamante vehículo comprado el día anterior. Adquirió una hermosa casa con piscina y un frondoso bosque en el mejor barrio de la ciudad, un departamento muy grande y lujoso en Viña del Mar y otros dos en Miami y Nueva York. Una parte del dinero la invirtió en comprar grandes extensiones de tierras en el sur de Chile, en las que dio trabajo a muchos cesantes y ex reos con deseos de rehabilitarse. Otra parte fue para adquirir acciones en las bolsas de Santiago, Londres, Frankfurt y Nueva York. Con el paso del tiempo demostró tener mucho olfato para hacer buenos y muy lucrativos negocios. El resto del dinero lo guardó en una cuenta bancaria en el exterior. María de los Ángeles lo nombró heredero del resto de sus bienes para disgusto de su querida y nada ambiciosa familia. Cerradura se casó, tuvo varios hijos y fue muy feliz. Nunca más volvió a robar…

domingo, 6 de diciembre de 2009

El ladron de navidad 1ª Parte




Primera Parte

Buscando dónde trabajar

El Cerradura amaneció con ganas de trabajar aquella soleada mañana del último mes del año. No era para menos, llevaba varias días sin hacer nada, y como todo ser humano normal quería comer algo. Y con mayor razón en una fecha tan significativa como el 24 de diciembre. Se trataba de la ocasión propicia para procurarse unos fondos y disfrutar de un buen festín. Las jornadas de inactividad a cuestas no fueron por holgazán, sino porque enfermó y eso le impidió salir a ganarse el pan de cada día. Ahora podría recuperarse y juntar un poco de dinero para ir de vacaciones en las semanas venideras. Así evitaría el insoportable calor de Santiago durante enero y febrero. Aunque para él, incluso el período estival resultaba propicio para laborar. Le gustaba salir de la capital durante esos meses cálidos del verano, pese a que en su actividad resultaban especialmente fructíferos para juntar plata. Es que la ocupación de El Cerradura no era de lo más corriente ni bien vista en la sociedad. De partida no se llamaba así, pues “El Cerradura” solamente era un apodo con el que se lo conocía en su medio: el de la delincuencia. Se lo granjeó gracias a su habilidad para abrir todo tipo de cerraduras, puertas, rejas y candados.

Los que se codeaban con él comentaban siempre, que al parecer no existía casa o inmueble, en el que este verdadero artista de la cerrajería no pudiera irrumpir sin ser detectado. Su labor era muy bien cotizada en el mundo del hampa y muchos ladrones se disputaban el privilegio de trabajar con él, aunque El Cerradura prefería actuar solo, pues no le gustaba tener socios ni menos compartir el botín conseguido. Así evitaba a los soplones, muy abundantes en su entorno. Sus andanzas lo llevaron a desplazarse por muchos países del mundo, frecuentemente en busca de distracción y entretenimiento. A los 35 años no poseía fortuna, esto debido a que casi todo lo ganado se lo gastaba en su mayor vicio: las mujeres. Además no era violento ni gustaba de hacerles daño a sus víctimas. Lo suyo era simplemente adueñarse de lo ajeno en silencio y huir. Nada de herir, matar o violar; eso quedaba para los hampones sin clase ni educación, a los que decididamente despreciaba.

Apoderado del pensamiento que su mente ideó para aquel importante día, se irguió del catre sobre el que pasó la noche y se dirigió al baño para darse una ducha fría, no solamente por ser verano sino porque el suministro de gas estaba cortado, ya que la cuenta permanecía impaga desde el mes anterior. 20 minutos después salió del cuarto de baño y lentamente se vistió. Se puso la última muda de ropa limpia que le quedaba, hecho bastante lógico considerando que la última visita de Claudia fue 12 días antes. Ella pasaba parte del tiempo viviendo en la pequeña casa que El Cerradura habitaba en una barriada modesta del sur de Santiago. Iba y venía como si el lugar fuera un hotel. Ambos sustentaban una relación de pareja muy inestable, a la que tampoco parecía aguardar un gran futuro.

El Cerradura sintió deseos de desayunar, pero el refrigerador y los anaqueles de la cocina se encontraban vacíos. Ya los llenaría con todo lo necesario. Por lo pronto lo urgente era ir a trabajar. Salió por la puerta principal, preocupándose de cerrarla bien, pues no valía correr el riesgo de que los pandilleros del barrio entraran a robar. En la esquina se detuvo a tomar una Coca Cola bien helada en una tienda llamada “La Bienaventuranza”, perteneciente a una comadre que siempre le fiaba lo necesario. Ella sabía a la perfección que su compadre era un muy buen pagador.

Con unas pocas monedas en el bolsillo El Cerradura se dirigió hacia la parada de buses, ubicada a media cuadra de distancia, y allí esperó a que llegara el medio de transporte que lo trasladaría a destino. Una hora y media después se bajó del autobús amarillo en el borde de un barrio muy elegante de la capital chilena. Emprendió una marcha sigilosa para rastrear la residencia adecuada con el fin de extraer unos “regalitos” de Navidad. Lo que más lamentaba, era que sus padres no estuvieran físicamente presentes para comprarles los mejores presentes que la fecha ameritaba. Éstos fallecieron prematuramente. Dominado por las cavilaciones avanzó por una calle poco transitada. Pocos autos circulaban por el sector. Lo mejor estaba por comenzar y consistía en escoger una casa en la que no hubiera nadie. Eso no se presentaba difícil en esta época del año, en que muchas familias iban a pasar las fiestas a la costa. No faltaban los que salían del país y volvían al año siguiente.

La calle continuaba cuesta arriba y el ascenso demandó un mayor esfuerzo físico, pero tras una curva muy pronunciada volvió a ser plana. Frondosos árboles cubrían la vereda y ocultaban la vista de las casas. Para verlas faltaba tener un agudo poder de observación. No se trataba de viviendas comunes y corrientes, como las que habitaría un trabajador u oficinista, sino de verdaderas mansiones. En cada una de ellas se podía observar a lo menos 4 ó 5 coches estacionados en el interior. Éstos no eran precisamente Fiat 600 ó escarabajos Volkswagen. No, allí el vehículo más humilde de todas formas terminaba siendo cuando menos un Mercedes Benz del año, sin que por ello los Jaguar fueran escasos. De repente incluso aparecía uno que otro Rolls Royce o Ferrari. Un hombre de experiencia en el oficio no podía dejarse impresionar por estos lujos y El Cerradura tenía una alta autoestima de sí mismo, y se creía un profesional de primera.
Sumido en tantas divagaciones apenas reparó en la señorial casa ubicada a su costado izquierdo. Repentinamente fijó su vista en ella y empezó a escudriñar los alrededores. Notó que aparentemente no estaba vigilada como en los otros casos. Tampoco semejaba estar habitada, pese a la grandeza física de sus dependencias. Tanta suerte no es común en un día de Navidad, pensó El Cerradura. Y para no correr el riesgo de equivocarse, subió por una bocacalle empinada en dirección al cerro. Así podría ver la construcción desde otro ángulo y vigilar el jardín. Eso mismo hizo durante una hora, ubicándose entre los árboles sin podar de un sitio eriazo contiguo. En todo ese lapso no observó movimiento alguno. Las ventanas se veían cerradas a cal y canto. Entrar podría ser factible si burlaba la alarma. Aquí venía la parte más difícil de realizar, con tanta nueva tecnología antirrobos los riesgos ya no eran mínimos como antes. Aun así, esta casa aparentaba estar desprotegida, hecho que confirmó al avistar que una ventana del segundo piso permanecía levemente abierta, lo que descartaba que la alarma estuviese conectada y en funcionamiento. El muro circundante era alto pero no imposible de escalar, con la ventaja que los árboles, ubicados en la parte trasera del jardín, taparían todo movimiento que intentara desde una esquina del terreno aledaño. Con sumo cuidado subió a un árbol y examinó nuevamente el bosque colindante, el que al ser tupido daba una cobertura magnífica para aproximarse a la puerta trasera sin ser visto. Sacó un par de guantes de goma transparente de los bolsillos y se los puso. Por experiencia sabía que no se puede dejar huellas digitales en ninguna parte y esto incluye el área de aproximación. Precavidamente buscó pedazos de tronco en los alrededores, producto de las podas de ramas y tala de árboles, hasta que encontró dos piezas de tamaño regular que servirían como soportes para escalar el muro. Las colocó contra la pared, formando una base con las piedras más grandes que localizó en el suelo, hasta que notó que no caería al pararse sobre los maderos.

Se encaramó y su pecho quedó a la altura del tope del muro, pudiendo ver el otro lado sin inconvenientes desde esa posición. El bosque tapaba la mayor parte de su campo visual, excepto un claro desde el que previamente observó la imponente casa. Extrajo del bolsillo del pantalón una tijera para metales que solía llevar para esas contingencias y cortó un tramo del alambre de púas instalado sobre la muralla. Se ayudó con las manos, y esforzándose pudo pararse sobre el muro, para luego descolgarse y caer suavemente sobre la tierra húmeda que rodeaba a los árboles.

El siguiente paso consistía en avanzar sigilosamente, hasta llegar a la puerta del lado de atrás. Para ello tuvo que bordear la piscina al salir del bosque y caminar unos 10 metros sobre un mullido césped verde, mejor cuidado que el de una cancha de fútbol, hasta que finalmente estuvo frente a la entrada. Todavía no salía de su asombro, en toda casa de estas dimensiones normalmente hay al menos un par de perros rottweiler furiosos en el jardín, de esos dispuestos a despedazar a cualquier intruso con un olor extraño. Aquí nada, ni siquiera un gatito diminuto que maullara.

Observó rápidamente los ventanales a los lados, de los que ninguno exhibía las clásicas cintas plateadas que indican la presencia de alarmas. Palpó su bolsillo derecho en busca de un instrumento producto de su propia fabricación: una ganzúa. La introdujo en la cerradura haciéndola girar suavemente hacia la derecha e intentó abrir la puerta. La primera vez fracasó y al segundo intento el pestillo cedió sin problemas. Toda la operación no duró más de quince segundos. Empujó la puerta sin generar ruido e ingresó. El interior de la casa se hallaba en el más absoluto silencio. Aquí penaban las ánimas. Le enormidad de los salones resultó sobrecogedora, pues El Cerradura jamás había estado en una vivienda tan espaciosa.

Lentamente avanzó unos metros por un pasillo que daba al comedor, antes de llegar al fondo abrió una puerta y vio una cocina digna de un restaurante con un rango de muchos tenedores. Las ventanas de la misma se veían cerradas y el ambiente era de una casi completa penumbra, aunque algo de luz penetraba por las rendijas. Esperó unos segundos interminables a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad reinante, prosiguió su inspección y se topó hasta un refrigerador tipo americano, de esos que tienen un dispositivo que permite sacar cubos de hielo y agua helada. Lo abrió y ante sus ojos aparecieron víveres y enlatados importados de todas las marcas imaginables. Algunas le resultaron familiares, por haberlas degustado en sus viajes o porque cuando se agenciaba un buen botín, se daba un gustito comprando en los supermercados y tiendas de delicatessen.

De pronto reflexionó y el subconsciente le recordó que estaba allí con la finalidad de producir, no para contemplar manjares exquisitos, que más tarde de todas maneras podría adquirir, con el dinero recibido después de reducir lo hurtado. En una casa así seguro que tendría que haber una buena cantidad de joyas, cuadros caros y, posiblemente, dinero en efectivo. Si se trataba de dólares mejor aún, los pesos chilenos formaban un bulto grande y a veces no tan fácil de transportar, si la cantidad era respetable. Los cuadros no complicaban el panorama, generalmente se descolgaban y cortar el lienzo no presentaba mayores dificultades. Pasó al comedor y con la ayuda de una linterna examinó las paredes. Lo que vio lo dejó casi sin respiración: cuadros de la colonia, de las escuelas quiteña y cuzqueña. La sala principal cubría al menos unos quinientos metros cuadrados y de las paredes colgaban tesoros aún más caros: óleos de Chagall, Picasso, Guayasamín, Pacheco Altamirano, Matta, Degas, Matisse, Pissarro y Magritte completaban una escena casi surrealista. El Cerradura poseía su propia cultura pictórica, no en vano recorrió numerosos museos en sus giras por Europa, sin que ese amor por el arte le haya impedido salir de allí con unas cuantas billeteras que no eran precisamente propias.

Convencido que sería muy difícil llevarse tantas obras de arte juntas y, que si lo lograba, reducirlas sin que lo atraparan los efectivos de la Policía de Investigaciones resultaría aún más complicado, optó por buscar la escalera que conducía al segundo piso. La encontró en un hall que daba a la puerta principal. Subió con lentitud y muy precavidamente, peldaño por peldaño, pisando casi con miedo el mármol blanco que los cubría. Una vez arriba, se vio en medio de un corredor oscuro. Caminó sin prisa y ayudándose con su linterna de mano. Todas las puertas estaban cerradas. Contó doce habitaciones, pero la que importaba era la principal, en la que generalmente se guardaban las joyas. ¿Cuál de todas sería? Abrió una puerta y entró a la habitación. Ésta era por sí sola un departamento aparte, con estudio y baño propio. En el velador contiguo a la cama descolgó el teléfono y comprobó que la línea funcionaba sin problemas. Sintió deseos de hacer un par de llamadas al extranjero, pero esa gracia lo podría delatar durante las investigaciones posteriores. Curiosear el baño hecho con mármol de Carrara fue majestuoso. Sintió ganas de meterse en el jacuzzi y refrescarse, pero el llamado del deber fue mucho mayor. Salió y continuó inspeccionando las demás habitaciones del segundo piso, todas exageradamente grandes y elegantemente amobladas, pero tristemente desocupadas. Solamente quedaba la del fondo y hasta ahora no había encontrado mayor cosa: unos pocos anillos de brillantes, un puñado de pesos chilenos y un par de miles de dólares en billetes. Nada del otro mundo para una casa tan grande, aunque serviría para pasar la Navidad y el verano sin mayores necesidades. Empuñó la cerradura de la única habitación que no había revisado e ingresó furtivamente a la misma.

viernes, 4 de diciembre de 2009

El arbol de Navidad


Esta es la historia de un pueblito y su gente, o mejor dicho, es la historia de un arbolito de Navidad que dio mucho que hablar.
En el pueblo de Santos Cielos, todos los años y desde hace mucho tiempo, cada ocho de diciembre se armaba un gran árbol de Navidad en la plaza principal. Todos colaboraban en su decoración.
Cada persona del pueblo, rico, pobre, gordo, flaco, viejo o joven, colocaba su adornito, ofrenda o cartita, para que el árbol cada año luciera más lindo que el anterior.
Era una especie de fiesta para todos, en la que la mayoría trataba de darle al arbolito lo mejor que tenía. Por supuesto nunca falta alguna persona que no estaba de acuerdo con algo: podía ser el color de la cinta, el tipo de moño, el tamaño de la cartita.
Lógicamente, cada uno de los habitantes del pueblo armaba el arbolito en forma muy parecida a cómo vivía su vida.
Los más sencillos, colocaban adornos simples, pero no por eso menos bellos. A los que les gustaba presumir, colocaban los adornos más grandes y que más llamaran la atención de todos. Las personas más serias, ponían moños de color bordó lisos o tal vez verde oscuro, los más alegres, moños y cintitas de todos los colores.
El alcalde del pueblo era un señor muy bueno, al que todos llamaban Bonachón. Ese era su verdadero apellido, pero como realmente era muy bueno el nombre le venía como anillo al dedo.
Don Bonachón supervisaba el armado del árbol que duraba varios días. La costumbre era empezarlo el día 8 y terminarlo el 24 de diciembre.
El alcalde se encargaba de revisar uno por uno los adornos que la gente llevaba para que todo estuviera en orden. Así era que evitaba más de un problema.
– ¿Qué se supone que traes ahí Clarita? Preguntó asombrado Don Bonachón al ver a la niña con un helado de frutilla y pistacho, yendo directo al arbolito.
– Es para nuestro árbol pues le combinan los colores, los sabores no me gustan pero lo pedí así para que quede más lindo, nada más ¿buena idea verdad?
El alcalde no sabía cómo decirle a la niñita que un helado no era realmente el mejor de los adornos, no quería desilusionarla, pero por otro lado, tampoco podía dejar que el helado se derritiera sobre una rama.
– ¿A que adivino preciosa? Este rico helado lo has traído para mi ¿verdad? Hace mucho calor aquí, debo pasar horas cuidando nuestro árbol. Ya sabía yo que alguien pensaría en este pobre alcalde y me traería algo fresco y además con los colores de Navidad ¡Gracias, muchas gracias!
Clarita se fue sin querer discutir con Don Bonachón y lo saludó con una sonrisa, mientras pensaba qué otra cosa conseguir para el arbolito.
Luego llegó Pedrito un niño muy humilde. Se paró frente al árbol, elevó su mano hacia una de las ramas e hizo como si dejara algo en una de ellas. La verdad es que no había puesto nada, pero se fue muy contento. Don Bonachón presenció la escena muy intrigado, pero no dijo nada.
Al rato llegó una señora muy adinerada en su lujoso auto. De allí bajaron una gran lámpara con cientos de luces pequeñas y cristales que colgaban.
– Vengo a darle un toque de lujo a este árbol, con estas luces en la punta lucirá como el mejor de todos y esto, gracias a mi generosidad. Dijo la señora adinerada.
Mucho le costó al alcalde hacerle entender a la señora que no podían colgar semejante lámpara del árbol, sin que éste se cayera.
Luego de una discusión nada sencilla, la señora se retiró muy ofendida con su lámpara y pensando en que la Navidad no tendría ningún toque de distinción.
La gente seguía trayendo adornos, moños y cosas para el árbol que poco a poco se iba llenando.
La Navidad se acercaba y Pedrito iba todos los días y también todos los días hacía lo mismo. Paradito frente al árbol abría su manito pequeña, hacía como que dejaba algo en una ramita y con una inmensa sonrisa se iba.
No faltó quién empezó a preguntar, no de muy buen modo por cierto, por qué Pedrito no dejaba nada. Realmente nadie entendía bien qué pasaba con él.
– ¿Nos está tomando el pelo? Decía un señor pelado muy enojado.
– ¡De esta manera no vamos a terminar ni para Reyes! Se quejó Don Apurado mirando una y otra vez el reloj.
– ¡Así cualquiera deja algo, qué vivo! Mientras nosotros nos esforzamos por poner los mejores adornos, viene este niño, tan mal vestido dicho sea de paso, y no deja nada. No es Justo. Gritaba la señora adinerada.
– Cada uno da lo que puede, Pedrito sabrá lo que hace. Dijo Don Bonachón tratando de calmar los ánimos.

Se acercaba el último día y todos se apuraban por terminar de llevar sus adornos. Clarita intentó un par de veces más llevar un postre helado y hasta gelatina de frutillas, pero Don Bonachón supo solucionar la situación.
Ese último día y como todos los anteriores, Pedrito llegó hasta el árbol e hizo lo mismo de siempre. Esta vez no se fue. Se quedó esperando a todos los demás, con la misma sonrisa de siempre.
El pueblo entero se convocó a los pies del árbol gigante que había quedado precioso.
Todos los vecinos del lugar comenzaron a contar qué le habían dado al arbolito y por qué.
Las más coquetas contaron que lo habían adornado con moños porque estaba a la moda.
Los más golosos dijeron que le habían colgado chupetines para comerlos luego.
Los descreídos confesaron que no le había puesto nada.
Los desganados que le habían puesto lo primero que habían encontrado.
La señora adinerada contó que le había puesto lo más caro que pudo comprar con todo el dinero que tenía.
Don Bonachón escuchó a todos y cada uno de los vecinos. El único que no había abierto la boca era Pedrito.
– ¿Y vos Pedrito, que le ofreciste al árbol?
De repente se armó un lío bárbaro, casi todos empezaron a hablar al mismo tiempo, nadie se escuchaba, todos querían dejar bien claro que el niño nada le había ofrecido al arbolito y que por ende, nada tenía que ver en lo hermoso que había quedado. Nadie le dio tiempo a contestar.
Pedrito escuchaba pero no decía nada. Miraba al gran árbol y la gran sonrisa seguía firme en su carita.
Cuando Don Bonachón consideró que se había hablado lo suficiente, hizo callar a todos y tomó la palabra nuevamente.
– Ahora sí Pedrito, decinos que le diste cada día al árbol por favor.
Todos se miraban como si el alcalde hubiera enloquecido pues sabían que el niño nada había ofrecido.
Pedrito se paró y dijo:
– Cada día, desde que empezamos hasta hoy, le he dado al arbolito lo mejor que tengo, un día le ofrecí mis sueños, otro el amor que siento por mi familia, otro las ganas de hacer cosas, otro día mis deseos de ser mejor y así le fui dando todo lo que tengo en mi corazón.
– ¡Qué ridículo! Dijeron los descreídos, los desganados y los presuntuosos.

Don Bonachón, emocionado por un lado y un poco triste por la reacción de su gente, les habló así.

– Está visto que mi pueblo no entiende de qué se trata la Navidad y este hermoso árbol con el cual elegimos representarla cada año.
La Navidad, aunque muchos confundan las cosas, no se trata de adornos y regalos, sino de ofrecer a los que amamos lo mejor de nosotros, de acercarnos a la familia y a los seres queridos, de compartir con todos lo que se tiene, poco o mucho no importa.

– ¿Y entonces me quiere decir porque hace años que venimos adornando este árbol si no se trata de adornos la cosa? Gritó un señor muy enojado.
– La Navidad tiene símbolos, cosas que la representan, lindas, hermosas, pero que no son lo fundamental. La excusa del árbol era para hacer algo entre todos y unirnos en Navidad y para que cada uno de uds. pusiera lo mejor de sí, ni más, ni menos. El único que realmente interpretó el mensaje fue Pedrito.

Luego de ese 24 de diciembre, las Navidades no volvieron a ser las mismas en Santos Cielos. Hay que decir que los arbolitos de los años que siguieron, no tenían tantos adornos como los anteriores, pero cada vez había más personas que depositan en aquel hermoso símbolo lo más preciado de sus vidas.
Eso sí, algo no cambiaria jamás, la sonrisa de Pedrito y no sólo en Navidad.