viernes, 30 de diciembre de 2011

El Boomerang "cuento australiano"

Una noche, algunos aborígenes estaban sentados cerca de un arroyo. y miraban brillar la Luna nueva en el cielo. - Oh! La luna se parece exactamente a un boomerang, exclamó uno de los niños
Hace mucho tiempo atrás en el mundo, antes que el hombre fuera como es ahora, Byamee, el gran espíritu, escuchó al kanguroo, al águila el emu y al Koala conversando juntos. Los animales en esos remotos tiempos pasados eran mucho más veloces y fuertes de lo que son hora, y cada uno de ellos empezó a pensar que eran tan poderosos como el propio Byamee.
Byamee organizó una competencia invitando a todos a participar en ella. Y el mismo sería el último. Al kanguroo le tocó el primer turno. El dio un inmenso salto y paso por sobre el árbol más alto. Entonces el águila expandiendo sus grandes alas voló tan alto que solo Byamee podía verle. El próximo fue el Emu. Estiró sus tremendas piernas y corrió tan rápido, que solo un delicado ojo podía seguirle. Vino entonces el turno del Koala. Escaló hasta la punta del más alto eucalipto, manteniéndose firme con sus pequeñas garras. Cuando cada uno de ellos hizo lo mejor posible, esperaron ansiosos para ver que Byamee podría hacer. Ellos le vieron ir hacia el fuego y cuidadosamente elegir el boomerang mas largo a su alcance.
Lo tomó firmemente en su mano por un momento, y entonces lo tiró con tal fuerza que llegó al cielo y ahí permaneció . Byamee fue el más grande entre todos ellos. Y así es como la luna llegó al cielo".

lunes, 26 de diciembre de 2011

El Soldadito de Plomo

Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.

Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad en los Andes "cuentos Xmas"

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañon. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales. Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar: - ¿Cómo dices que bien? - Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación. El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias. Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza. Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado. Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá. En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso: - José, pero si tú eres ateo... - Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y...a los chicos les gusta la Navidad... Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente. Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones. Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego. El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta. Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos. Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo. De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos: En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna; a Virgen y San José y el niño que esta en la cuna. Niñito, por qué has nacido en este pobre portal, teniendo palacios ricos donde poderte abrigar... Súbitamente las "pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples. Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos". Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los "viejos" lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche. La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción. - Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño? -Por una manzana que se le ha perdido. -No llore por una, yo le daré dos: una para el Niño y otra para vos La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las "pastoras" cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba: A mi niño Manuelito todas le trae un don Yo soy chica y nada tengo, le traigo mi corazón. La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo. Las "pastoras" íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general. Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las "pastoras" también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las "pastoras" de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria. La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El conejito Burlon "cuento xmas"

Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso. Siempre que veía algún animal del bosque, se burlaba de él. Un día estabada sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó una ardilla. - Hola señor conejo. Y el conejo mirando hacia él le sacó la lengua y salió corriendo. Que maleducado, pensó la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con una cervatillo, que también quiso saludarle: - Buenos días señor conejo; y de nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo. Así una y otra vez a todos los animales del bosque que se iba encontrando en su camino. Un dia todos los animales decidieron darle un buena lección, y se pusieron de acuerdo para que cuando alguno de ellos viera al conejo, no le saludara. Harían como sino le vieran. Y así ocurrió. En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un dia organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado. Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta. Todo hicieron como sino le veían. El conejo abrumado ante la falta de atención de sus compañeros decidió marcharse con las orejas bajas. Los animales, dandóles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los animales del bosque. El conejo muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre.

jueves, 22 de diciembre de 2011

La niña de los fósforos "cuento Xmas"

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría. Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo. -Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios". Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios. Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

martes, 20 de diciembre de 2011

El Koala y el Arco Iris "cuento australiano"

Ha estado lloviendo por días , semanas meses y años. El agua corre cerro abajo , formando arrollos y ríos que fluyen a través de las planicies, llenando los hoyos de agua. El agua sube imperceptiblemente, golpeando gentilmente a los pies de los cerros.
Como una profunda depresión llena de agua, crecieron en vastos océanos, las áreas de terrenos disminuidas y divididas en muchas islas. Grupos de animales y hombres eran divididos el uno del otro por redondeados mares. En una isla muy distante del continente que ahora es llamada Australia, donde los hombres eran muy diestros lanzadores del boomerang ellos podían partir una pequeña piedra en cientos de pedazos o más, echar por tierra al pájaro mas veloz en vuelo, y enviar sus boomerang tan lejos que se perdían de vista antes de volver a quien lo había tirado. Ellos gustaban de realizar competencias de habilidad en mostrar cuan lejos o cuan exacto ellos podían maniobrar sus armas. Entre ellos había uno que se destacaba por su fuerza y por su alarde. A menudo se le escuchaba decir:
- Si yo deseara podría lanzar mi boomerang desde acá a la isla mas distante de todas las islas. - Y si tú pudieras hacer eso, como podrías saber si has tenido éxito?, preguntó uno de los hombres menos creyentes. - La respuesta es simple, respondió el hombre fornido. ¿Que sucede cuando se lanza el boomerang? Regresa a quien lo lanzó por supuesto. - Que sucede si el boomerang golpea un árbol o una roca? El boomerang permanece ahí especialmente si se rompe. - Tú has respondido tu pregunta, dijo el hombre fornido con una sonrisa burlona. Si yo lanzara mi boomerang tan lejos como la isla mas lejana y fallara en volver, entonces tú sabrás que no he tenido éxito. No crees?, pregunto. - Si supongo que sí, pero que sacamos con hablar de esto, a menos que realmente lo hagas? - Muy bien, dijo el fornido hombre. Observa. Eligió un boomerang muy bien balanceado. Dándole vuelta alrededor de su cabeza varias veces, le soltó. El arma salió desde su mano tan rápido que sólo algunos pudieron ver como aceleraba a través del océano. Expectativamente los observadores esperaron, pero en la medida que pasaban la horas y no había señal de regreso, incluso el viejo no creyente estuvo obligado a reconocer que podría haber aterrizado en una isla distante. - Pero hay otra posibilidad!, dijo molesto por la forma que el hombre fornido se había inflado, ganando miradas de admiración de las mujeres. Puede que haya aterrizado en el mar. - No mi boomerang, gritó el hombre fornido. Podría acortar su camino de regreso a mi, a través del mar, si no hubiese alcanzado a llegar a la isla. Tú estas celoso de mi habilidad viejo. - Hay una sola manera que podamos saber con certeza, fue la respuesta. Alguien debe ir allá para ver que se puede encontrar. - Yo sé como lo podemos hacer! El viejo le miro desaprobándole. - Hemos escuchado mucho de ti hasta ahora, regañó. Sería mucho mejor si te comes la comida que te han dado como a los otros niños. He visto como escupes comida de tu boca, comida que es buena para ti tanto como para comerla. - Eso es porque nadie nunca me ha traído un Koala para comerlo. Eso es lo que mas me gusta. - Como puedes saber tú que es lo que más te gusta si nunca lo has probado? - Como puedes saber tu que hay una isla allá muy lejos sobre el mar si tu nunca la has visto?, preguntó el niño pícaramente. - Porque yo sé que esta ahí. Es parte de lo que los hombres que han vivido y muerto antes de que yo naciera, respondió el viejo. - Espero que a ellos les gustará la carne de Koala también, dijo el niño. El esposo de mi hermana atrapó uno esta mañana. Ahí esta detrás de ese árbol. El viejo cogió el animal y se lo tiró al joven, botándole. Tomando con el mismo arrebato el cuerpo del koala y corrió con el a la playa. Sacando el cuchillo del cinturón que llevaba, cortó el estomago y sacó los intestinos. Poniendo la punta en su boca sopló en ellos hasta que se hincharon en un largo tubo que alcanzaba el cielo. Y continuó soplando el tubo se dobló como un arco mágico y su final mas allá de la curva que da el océano. - Que estás haciendo ?, preguntó el viejo. Si tú quieres realmente probar la carne de koala, llévaselo a tu mamá y ella lo cocinara para ti.
- No!, exclamó el cuñado del niño. Mira lo que el ha hecho. El ha hecho un puente a la isla más allá del mar. Ahora podemos cruzarla y encontrar donde el boomerang ha aterrizado. Por seguro será un lugar mejor que el que estamos viviendo ahora. El puso sus pies en el puente de intestinos y comenzó a escalar el arco. Le siguió el niño luego el tío de su mamá, su papá y mamá, sus tías y hermanos y hermanas. Viendo que todos estaban subiendo al puente, el viejo les siguió también . La travesía duró muchos días, días sin comida y el quemante calor del sol, pero eventualmente llegaron al término de la escalada. Se deslizaron por el lado mas lejano del arco y se encontraron en la isla lejana. Era un buen lugar. El pasto era más verde que en su propia tierra, sombreado por eucaliptos, con frescas y claras aguas que ellos no habían visto o probado. Y sin saberlo porque esas tierras a las cuales habían ido era la costa este de Australia. Cuando toda le gente de la tribu estaba ahí, dejaron que el puente del arco se fuera. El sol brilló en él volviéndose en muchos resplandecientes colores que formaron el arco iris que ha sido siempre visto por el hombre. Y como ellos observaban los brillantes colores el arco iris lentamente desaparecía. El niño se volvió un Koala y su cuñado en un gato nativo. Aunque los otros hombres de la tribu permanecieron sin cambios, ellos se repartieron en un numero de grupos, cada uno con sus propios totems, y se marcharon a varias partes de la isla continente. Y así fue como otro viejo, muchas generaciones después que el primer aborigen tardó en venir desde otra isla y llegó a ser el progenitor de varias tribus que ocuparon el nuevo territorio.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Porque el Kanguroo tiene bolsa Marsupial "cuento Australiano"

Mucho tiempo atrás en su época de sueños en Australia, los kanguroos no tenían bolsa marsupial. La señora kanguroo era muy infeliz. Su pequeño bebé era tal preocupación. Cada vez que se bajaba, desaparecía saltando hasta perderse.
La señora kanguroo ha estado cuidando de su bebé toda la mañana. Y ahora tenía hambre. Mirando alrededor vio una inmensa piedra. Ella dejaría a su bebé cerca de ella , entonces sabría donde encontrarle, pues ella desea probar los dulces pastos que crecen alrededor.
Y mientras descansaba en sus manos y empezaba a comer, escuchó un gruñido y una voz que decía:
-Oh querida, oh querida! Viejo y bueno para nada eso es lo que soy. A nadie le sirvo.
Mirando hacia arriba , señora kanguroo vio a un viejo wombat moviéndose lentamente.
-¿Que pasa Wombat? , preguntó ella. -Oh querida, oh querida...solo estoy murmurando acerca de este mundo, sin tener a nadie que se preocupe si vivo o si muero! Pero quien esta hablando? Es la señora kanguroo, no puedes tu verme? Mi querida, no he puesto mis ojos en nadie este año pasado. Estoy ciego y sin nadie que me pueda mostrar donde los dulces pastos están. -Yo te mostraré el camino de como llegar a las pastos, dijo la señora kanguroo saltando hacia él, dándose la vuelta.
-Toma y alcanza mi cola. Entonces iré despacio, ahora tomate tu tiempo.
La señora kanguroo se detuvo pasivamente como un lagarto tomando un baño de sol, y el wombat se cogió de su col. Entonces la señora kanguroo se movió lentamente hacia adelante. Cada vez que el wombat se perdía, la señora Kanguroo cuidadosamente ponía la cola a su alcance y le decía: - Ahí! Ahí Wombat! No te preocupes tú estarás bien. Finalmente llegaron donde están los dulces pastos. El wombat comió y comió, mientras la señora kanguroo fue de regreso a buscar a su bebé. Por supuesto que el bebé se alejó brincando desde la piedra. Paso mucho tiempo hasta que

la señora kanguroo lo encontrara. Ella volvió al lugar donde dejo al Wombat. Pero el viejo Wombat se había ido a dormir. De repente la señora kanguroo presintió peligro. Se sentó, agudizó sus orejas, sus ojos brillaron, y olfateó el aire. Si, había peligro. Tomando a su bebé , corrió a unos matorrales. Desde su escondite La Señora Kanguroo vió a un cazador negro aparecer en la claridad.
Este estaba arreglando su lanza, y vio que iba a matar al wombat. Como un rayo la señora kanguroo bajó a su bebé . y corrió hacia el wombat. El hombre negro le dio una mirada, y se fue.
Allá muy lejos en su hogar el gran Espíritu Dorado estaba pensando. El se había cambiado a si mismo al viejo wombat para descubrir quien era el animal más generoso. La señora kanguroo fue la única que sintió piedad de él. Que podría darle él a ella?
Sus ojos cayeron en una bolsa dorada la cual había sido hecha por los espíritus de los pastos. Justo lo que necesitaba! El le daría aquello a la señora Kanguroo. Y ella podrá llevar a su bebé . Llamando a uno de sus niños le dijo que llevara la bolsa dorada a la señora kanguroo.
-Dile a ella que se amarre la bolsa alrededor de su cintura y haré que crezca en ella.
Así el niño espíritu se lo llevó a la señora kanguroo. Y tan pronto lo amarrara a su cintura paso a ser parte de su cuerpo, que fue una amorosa y peluda cuna para su bebé. La señora Kanguroo ahora tiene que enseñarle a su bebé a permanecer en la bolsa. Esto tomó largo tiempo. Ella le enseñó practicando un juego de esconderse en la bolsa, lo que fue muy entretenido. El pequeño podía salirse, dar una larga carrera y saltar primero la cabeza en la bolsa. Entonces el podría darse vuelta hacia arriba, brillando sus ojos de contento. Su mamá descubrió que podía hacer la bolsa mas grande o mas pequeña. Cuando sus enemigos la persiguen, ella puede saltar junto a su bebé hasta llegar a protejerse en los matorrales. Entonces con sus cortos brazos, sacar al pequeño afuera. El enemigo podría seguirle a ella y el bebé estaría a salvo.
Después que la señora kanguroo tuvo su bolsa todos sus primos, los wallabies, el wallaroos, y el pequeño kanguroo ratón, querían la bolsa también. Así que ella mandó un mensaje al Espíritu Dorado , preguntándole si él tenía bolsas para ellos. El Espíritu Dorado envió su palabra de que pediría a los espíritus de los pastos, que hicieran uno para cada valiente y generosa madre de la familia de los Kanguroos.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Hotu Matu’a "Leyenda Maori"

Una de las versiones más interesantes de las leyendas de origen, se encuentra en un manuscrito rapanui de comienzos del presente siglo, que reproduce con la grafía occidental las tradiciones de Pua Ara Hoa.

En él se describe con gran detalle la historia de Hotu Matua y las circunstancias que motivaron la partida desde su tierra ancestral: Hiva.

Los antiguos sabios (maori) pronosticaron que vendría un tiempo en que se hundiría la tierra, la subida de las aguas destruiría muchas vidas por lo que en las generaciones siguientes se construyen canoas para escapar de la isla.

En tiempos del Ariki Matua, se produce el conocido episodio del sueño o viaje del espíritu de Haumaka, que se desplaza hacia el Este en busca de una nueva tierra. Al llegar a la octava tierra, desciende en los islotes del vértice suoroeste de la isla, que identifica como los tres hijos del Ariki Taanga (padre de Matu’a) convertidos en piedra (Motu Kao Kao, Motu Iti y Motu Nui). El espíritu recorre la isla por la costa sur, hasta llegar a la bahía que hoy conocemos como Anakena. Antes de regresar llama a la isla "Te Pito O Te Kainga".

El espíritu vuelve a Hiva y se introduce en el cuerpo dormido de Haumaka, quien se dirige al Rey Hotu Matua. El Rey le ordena instruir a jóvenes en la construcción de una gran embarcación, reunir víveres y toda la carga necesaria para emprender el viaj e hacia la nueva tierra.

Se envían siete exploradores que constatan lo visto por el espíritu de Haumaka y recorren toda la isla antes de regresar a Hiva.

Hotu Matua realizó el viaje hacia la nueva tierra en dos embarcaciones, una de él y otra de su hermana Avareipua, ambas llenas de colonos y víveres para abastecerse y para el cultivo. Desembarcaron en la playa de Anakena, lugar que quedaría establecido como la residencia de los reyes. Al momento de desembarcar, la esposa del Rey, Vakai, dio a luz un niño llamado Tuu Maheke, el primer heredero del linaje real.

Hotu Matu’a dividió los territorios de la isla entre sus hijos, que fueron así los ancestros de las distintas tribus : Miru, Koro Orongo, Ngaure, Raa, Hamea, Ko Tuu, Hotu Iti, etc.

Hotu Matu’a vivió sus último días en el sector Rano Kau. Cuando se sintió cerca de su muerte, reunió a los principales jefes y designó a su hijo mayor como sucesor, pidió ser llevado al borde del volcán para mirar por última vez hacia su tierra natal al noroeste. Desde allí llamó a cuatro espíritus para que enviaran la señal de su partida a través del canto de los gallos. Entonces, sus hijos lo llevaron a su casa, donde falleció, Su cuerpo fue enterrado en Akahanga.

Hasta aquí la leyenda no permite conocer con certeza la veracidad histórica ni la época en que habrían ocurrido estos hechos.

Organización social

A partir de la leyenda del Rey Hotu Matua se define un orden social encabezado por la familia real (Ariki Paka), la aristocracia religiosa que incluía a sabios (maori) y sacerdotes (ivi atua), jefes militares (matatoa), profesores que enseñaban el arte de leer (maori rongo rongo) y la gente común (huru manu) que constituía la base de la pirámide social.

La posición de la aristocracia se sustentaba en su origen divino, como descendiente de los dioses creadores. En la línea de los Ariki de Rapa Nui, el hijo primogénito estaba destinado a recibir el poder como líder religioso de la isla. Los hombres importantes como el Ariki estaban investidos de un poder de origen sobrenatural el mana, y protegidos por las normas tapu, lo prohibido.

La unidad social mayor era el "Mata" o clan, cuyos orígenes se remontaban al propio Hotu Matu’a. Los territorios se marcaban definiendo líneas rectas a partir de la costa hasta el centro de la isla. Hasta hoy se conservan hitos demarcatorios, montículos de piedras llamados Pipi Horeko.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Hinemoa y Tutanekai "maori"

La historia de Hinemoa y Tutanekai tuvo lugar hace 300 años. Tutanekai era un joven de una tribu de la isla sagrada de Mokoia, Hinemoa era hija de un importante jefe de una tribu que vivía en lo que hoy es Rotorua, a la orilla del Lago Rotorua. El padre de Hinemoa, prohibía la relación de su hija con Tutanekai, por tener éste un estatus social dentro de su tribu demasiado bajo. Ambas tribus, como en toda buena historia de amor que se precie, estaban enfrentadas.

Frente a los impedimentos, Tutanekai se sentaba en la orilla de su isla a tocar su koauau (flauta), mientras pensaba en Hinemoa, quien por su parte escuchaba las melodías llegar desde Iri Iri Kapua, su roca a la orilla del lago en tierra firme. El tiempo pasaba y la tribu de Hinemoa se esforzaba en impedir que su relación, retirando de la orilla todas las wakas (canoas maoríes) para que no pudiesen verse nunca más.

Una oscura noche, las melodías tocadas por Tutanekai con su koauau fueron demasiado para la joven Hinemoa, que corrió desesperada hacia la orilla con calabazas vacías atadas a su cuerpo para que la ayudasen a flotar durante los más de 4km de distancia que la separaban de la isla de Mokoia. Varias horas más tarde, muerta de frío y con todo su cuerpo entumecido, llegó a la orilla de Mokoia, donde se metió a descansar en Waikimihia, una pequeña piscina natural de agua caliente a la orilla de la isla, confiando en que Tutanekai la encontrara. Así fue, y una vez juntos, nunca más se volvieron a separar, consiguiendo la paz entre ambas tribus.

Sobre el año 1900, cuando el turismo empezó a pegar fuerte en Rotorua, algunos de los descendientes de Tutanekai e Hinemoa, fueron los primeros guías turísticos maorís de Rotorua, una “tradición” que continuan hoy en día. Además, esta historia sirve de inspiración para la famosa canción de Pokarekare Ana, la cual voy a intentar traducir (una vez traducida al inglés) más o menos.

Tormentosas son las aguas
del inquieto Waiapu
Si tú las cruzas, niña
se calmarán.

Oh niña
vuelve a mí
Yo podría morir
de amor por ti.

Te escribo mi carta
te envío mi anillo
para que tu gente pueda ver
lo perturbado que estoy.

Oh niña
vuelve a mí
Yo podría morir
de amor por ti

Mi pluma está destrozada,
no tengo más papel,
pero mi amor
es aún firme.

Oh niña
vuelve a mí.
Yo podría morir
de amor por ti.

Mi amor nunca,
será secado por el sol
Estará siempre humedecido
por mis lágrimas.

Oh niña
vuelve a mí.
Yo podría morir
de amor por ti.

jueves, 1 de diciembre de 2011

La Creación "mitologia Maori"

“En el principio estaba Te Kore, la Nada, y de Te Kore vino Te Poo, la Noche. En esa impenetrable oscuridad, Rangi, el Padre del Cielo, yacía en los brazos de Papa, la Madre Tierra”.

Los dioses de Aotearoa son hijos directos de Rangi (Cielo) y Papa (Madre Tierra), lo cual puede servir de ejemplo para demostrar cómo la cultura maorí está ante todo asentada en el respeto a la naturaleza, su entorno. Estos dioses “habitaban” el estrecho espacio que había entre los cuerpos de sus padres, pero todos ellos anhelaban libertad, vientos silbando en lo alto de afiladas colinas y a través de profundos valles, y luz, luz para dar calor a sus pálidos cuerpos.
Así que se preguntaron qué hacer, necesitaban su propio espacio, necesitaban luz. En estas se encontraban los a la postre dioses del pueblo maorí, cuando uno de ellos, Taane-mahuta, padre de los bosques, de todas las cosas vivientes que aman la luz y la libertad, se puso en pie, y así permaneció durante mucho tiempo, más de lo que uno puede aguantar sin respirar. Aguantó de pie, silencioso e inmóvil, aunando toda su fuerza hasta que estuvo preparado. Entonces, apretó sus manos contra el cuerpo de su madre, reposando toda su fuerza en ellas, y con sus pies empujó hacia arriba tan fuerte como pudo el cuerpo de su padre; los cuerpos del cielo y la tierra se resistieron todo cuanto pudieron, sin intención de poner fin a su enlace, pero finalmente terminaron separándose forzosamente. “Fue el feroz empuje de Taane lo que separó el cielo de la tierra“, dice una antigüa creencia maorí; “Así que fueron separados, y la oscuridad se manifestó, como también lo hizo la luz“.
Mientras Rangi ascendía separándose cada vez más del cuerpo de su amada Papa, los vientos comenzaron a rugir furiosos y llenaron el espacio que se iba creando entre los dos amantes. Taane y sus hermanos permanecían expectantes ante todo lo que estaba pasando, contemplando por primera vez las curvas del cuerpo de su madre, la Tierra, y así fue como vieron aparecer desde los hombros de su madre, un plateado velo de niebla, su forma de expresar el lamento por su pareja recién perdida. A su vez, Rangi, desde las cada vez más lejanas alturas, empezó a llorar, y con rapidez sus lágrimas bañaron de lluvia el cuerpo de Papa, la Tierra, creando lagos y ríos que corrían entre las serpenteantes y onduladas curvas del cuerpo de Papa.

Taane, pese a haber sido el ejecutor de la forzosa separación de sus padres, los quería por igual, y necesitaba hacer algo por ellos para calmar la pena. Primero, quiso vestir el cuerpo de su madre con una belleza nunca antes soñada en el mundo de la oscuridad en el que habían permanecido hasta entonces. Hizo crecer a sus propios hijos, los árboles, y los liberó para que poblasen la tierra. Pero en esos primeros días, Taane, pese a ser un dios, era como un niño que adquiere inteligencia a través de las pruebas, los errores y los aciertos. Así que plantó los árboles al revés, dejando a sus inutilizadas raíces boca arriba, inmóviles y hambrientas, y sus copas enterradas bajo tierra, donde no había lugar para otros de sus hijos, como los pájaros e insectos. Ante esta visión, Taane desenterró uno de los gigantes kauris (árboles autóctonos y ligados fuertemente a la mitología) y sacudiéndole la tierra de su copa, volvió a enterrar sus raíces, y la brisa jugó con las hojas, cantando la canción del nuevo mundo que acababa de nacer.
De esta manera fue como la Tierra se cubrió de un precioso manto verde de vegetación, los pájaros cantando y volando entre los bosques, el mar bañando sus orillas, y los dioses trabajando cada uno en su tarea, bajo las sombras de los jardines sagrados de Taane. Solo uno de entre los setenta dioses abandonó el lecho de su madre para seguir el cami no de su padre; era Taawhiri-maatea, el dios de todos los vientos que azotan el espacio entre cielo y tierra.

Una vez que Taane había terminado de vestir a su madre, elevó los ojos hacia su padre, frío y gris, abandonado solo en el vasto espacio en el que reposaba, y sintió pena por su desolación. Cogió el brillante Sol y lo colocó en la espalda de Rangi, su padre, con la luna en frente suyo. Viajó por los diez cielos (aquí el mito se refiere a la palabra en inglés heaven, no sky, así que sería más como un paraíso que como un cielo, problemas de los idiomas) hasta que encontró unas ropas rojas brillantes con las que vestiría a su padre. Pero antes descansó, por siete días, y volvió al encuentro de su padre, para extender las prendas de este a oeste y de norte a sur a lo largo y ancho de todo el cielo. Una vez hecho, se dio cuenta de que no era suficiente para su padre y se lo arrancó del tirón, aunque una pequeña pieza permaneció sin que Taane se percatara, y esta prenda que cubre el cielo de colores rojizos aún puede ser vista hoy en día, cuando el sol aparece y desaparece por el horizonte.
Triste, Taane gritó para decirle a su padre que viajaría hasta los límites del espacio en busca de un regalo merecedor de su valor, y de alguna manera, en el silencio escuchó una respuesta. Así, viajó y atravesó el fin del mundo, y en la oscuridad alcanzó por fin la Gran Montaña de Maunganui, donde las Más Brillantes vivían. Ellas eran las hijas de Uru, hermano de Taane, y juntos las contemplaron jugar al pie la montaña.
Taane le pidió a su hermano que le diese algunas de esas preciosas luces brillantes para adornar el vacío manto del cielo. A la llamada de Uru, todas las estrellas se acercaron a los dos dioses, Taane las recogió todas con sus brazos y las metió en una cesta. Meticulosamente, Taane colocó cinco estrellas creando la forma de una cruz (la Southern Cross, constelación emblema que señala al sur, la equivalente a la Estrella Polar del hemisferio norte, y que aparece en las banderas de Australia y Nueva Zelanda) en el pecho de Rangi, su padre, y roció el oscuro cielo con las Hijas de la Luz, dándole por fin la ornamentación que según él, se merecía. La cesta con todas las estrellas aún cuelga del cielo, y es llamada por muchos la Vía Láctea, donde permanecen recogidas, a excepción de unas pocas veces en las que la cesta se tambalea, y las hijas de Uru caen, cruzando el cielo y bañando la tierra con su luz, por un instante. El resto del tiempo, permanecen inmóviles en la cesta, como luciérnagas adornando el oscuro cielo nocturno.

lunes, 28 de noviembre de 2011

El anillito del elfo

Tirado sobre la polvorienta carretera, yacía un ramo de dorados "dientes de león". Mucha gente pasaba por su lado sin fijarse en él. Algunos hasta le daban con el pie. Pero cuando Marlenchen lo vio dejó el pesado cesto en el suelo y levantó el ramo. Se dirigió con él al arroyuelo e hizo beber a los tallos.
Mientras mantenía el ramo así en el agua, y los rayos del sol jugueteaban en torno a la niña y las flores, surgió de dentro de una de las abatidas cabecitas de las flores un pequeño elfo, tan pequeño como un dedo, el cual, con una suave vocecita, dijo:
- ¡Gracias, Marlenchen!
Se arregló la dorada corona sobre su cabecita, y apareció entonces a su alrededor un claro resplandor, como de una velita de Navidad. Este resplandor lo convirtió el elfo en un anillo para el dedo, fino como un cabello.
- ¡Póntelo - en el dedo anular de la mano izquierda! - dijo a la niña -. Cuando tú le mires, relucirán tus ojos, y la persona a quien tú mires se sentirá alegre, y el que esté enojado recobrará su buen humor.
Cuando hubo acabado de hablar, el pequeño elfo desapareció, y Marlenchen no separó, durante el camino de regreso a su casa, sus miradas del anillo. No sentía ya el pesado cesto; ¡todo era tan ligero!...
Pero, cuando llegó delante del portal de la casa, oyó reprender en su interior a la madre, y pelearse entre si a las hermanas. Eran siete y daban mucho que hacer. Entonces miró Marlenchen de nuevo su anillito y entró decidida en la habitación.
A su entrada, todos levantaron la mirada. ¡Cómo resplandecía Marlenchen! De golpe se acabaron las riñas y las discusiones. La madre se dirigió gozosa al trabajo, y todo le salía fácil de la mano, y los pequeños jugaban con Marlenchen, y todos se querían entre sí.
Cuando se hizo de noche, regresó a casa el padre, cansado y abatido del pesado trabajo y del largo camino. Marlenchen salió a su encuentro. Al ver a la niña rió el padre; él mismo no sabía por qué, pero sentía su corazón repleto de alegría hasta lo infinito.
Nadie vio el anillo en el dedo de Marlenchen. Era invisible para los demás. Pero Marlenchen sí lo veía, y lo conservó en su dedo durante toda su vida. Cuando se despertaba por la mañana, a él dirigía su primera mirada, y a su vista lucía el sol en sus ojos. Este sol calentaba todo lo que estaba cerca de la niña. Si había alguien enfermo en la casa, o triste simplemente, o enfadado, mandaban a buscar entonces a Marlenchen, y todo se ponía nuevamente bien. La gente llamaba a Marlenchen "la niña del Sol". Ellos mismos no sabían por qué, pero no podían encontrarle otro nombre mejor.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El bosque de los cuentos

Érase una vez una pequeña chiquilla que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino, tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
- ¡Cu-cú! ¡cu-cú!
- ¿Por qué cantas siempre la misma canción? - dijo la muchacha -. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú!"
El pájaro chilló.
- ¿Es esto un cuento o una historia verdadera? - preguntó la niña.
- ¡Cu-cú! ¡Cu-cú! - se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
- ¿Por qué lleváis vosotros un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explicadme vuestra historia! - rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
- Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
" - ¡A nosotros nos pertenece el Sol! - dijeron ellos -. Nosotros somos más grandes y hermosos que vosotros. Deberíais avergonzaros. ¡Ocultaos!
" Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
" - ¡Hacednos también un poco de sitio! - rogábamos nosotros cada día.
" No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir."
Entonces preguntó la niña:
- ¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Les acarició con sus rayos y les consoló:
- Pronto será mejor vuestro aspecto. Mis rayos tejerán para vosotros el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré a vuestro lado desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
- ¿Por qué has muerto tú? - preguntó la niña -. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
- Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgáis hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas le saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió fuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
- ¿Es esto un cuento o una verdadera historia? - preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
- ¡Madre! - gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida

martes, 22 de noviembre de 2011

El agujero en la manga

El muchacho de quien hemos de contar ahora tenía un gran agujero en la manga. Esto le daba tanta vergüenza, que en la escuela no le era posible prestar en absoluto atención a las explicaciones del maestro.
Su madre no podía remendárselo; trabajaba en casa de gente extraña.
En su apuro se dirigió el chiquillo a las muchachas y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las muchachas, ocupadas en jugar al escondite, no tenían tiempo para ello.
Entonces se dirigió el muchacho a las mujeres y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las mujeres tenían que lavar los platos, y así le contestaron.
- ¡Vuelve mañana!
Pero el muchacho no se atrevió a ir de nuevo a la escuela con el agujero en la manga. Se ocultó, detrás de la escuela, y se encaminó presuroso al bosque. Miró hacia el tierno follaje de primavera y preguntó al cielo azul:
- ¿Quién me zurcirá mi juboncillo?
Entonces, ante sus narices, descendi6 una araña a lo largo de un hilo. El muchacho recordó, al verla, una cancioncilla que le habían enseñado en la escuela:

¡Oh araña de larga patita!
Es tu hilo como seda finita.

Ligero, añadió a la canción:

Zúrceme tú, araña, por favor
el agujero de mi jubón,
para que yo, ¡ay, pobre de mí!
pueda a la escuela hoy asistir.

La araña se deslizó por su hilo hasta el chiquillo y contempló con atención el gran agujero de la manga. Ágilmente corrió de un lado a otro y anudó, de arriba abajo, firmemente, los hilos. Luego corrió en círculo alrededor del agujero, cien veces quizás, y no cesó de enlazar hilo con hilo, hasta que todo el agujero quedó oculto por ellos, magníficamente entrelazados.
- ¿Cuánto tiempo durará el zurcido? ­ preguntó el chiquillo.
La araña no pudo darle ninguna respuesta; pero el cuclillo pasó volando sobre la cabeza del muchacho y cantó repetidamente:
- ¡Cu-cú! ¡cu-cú! ¡cu-cú!
- ¿Tres años? - exclamó gozoso el chiquillo -. ¡Qué alegre estoy!
Se encaminó presuroso a la escuela y llegó todavía a tiempo de dar la lección.
¡Qué maravillosamente podía ahora atender! Ni una sola palabra del maestro se dejaba perder el chiquillo; pues, no teniendo ya ningún agujero en la manga, tampoco tenía ya por qué avergonzarse.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La buena ardilla "cuento suizo"

Érase una vez un niño chiquitín. Este niño era solamente la mitad de grande de lo que eran los demás niños de su edad. Su padre le llamaba Lu: nombre bonito y breve. Su madre le llamaba Lulu. Su abuela, empero, que le quería de todo corazón y no se cansaba nunca de él, le llamaba Lululu.
Lu era, ágil como un armiño y podía trepar como una ardilla. Lo malo era que con ello se desgarraba cada día los pantaloncitos y la blusita. La abuela se lo remendaba todo con mucha paciencia. Pero un día se encontraba ella enferma en la cama, y así tenía la madre mucho que hacer. Como el chiquillo volviera, además, a casa con rotos en la ropa, dijo ella:
- Lulu, basta ya de ser destrozón. Aquí tienes el vestido de las fiestas. Si vuelves a trepar de nuevo con él por los árboles, tendrás que ir mañana con agujeros y desgarrones a la iglesia.
Esto no le interesaba a Lu, naturalmente; pero cuando se halló de nuevo en el jardín, debajo del gran abeto, vio saltar alegremente a la ardilla de rama en rama. Sintió un cosquilleo en los diez dedos de las manos y de los pies que le impulsaba a imitar a la ardilla.
- ¡Ay! - gritó -. ¡Ardilla, querida ardilla! ¿Te riñen también a ti, cuando se te rasga el vestido?
La ardilla aguzó las orejas. De un gran salto se sentó en la rama inferior miró con sus inteligentes ojos abajo, hacia donde estaba Lu.
- Mi vestido no se me rasga nunca - contestó la ardilla -. Mi vestido lo ha cosido el buen Dios, y por ello durará hasta que me muera.
- ¡Oh! - exclamó Lu -. El mío lo ha cosido sólo mi abuela. Se rasga todos los días, y por ello hoy no puedo trepar hasta tu nido; de lo contrario, tendría que ir mañana con desgarrones a la iglesia.
- ¡Lástima! - gritó la ardilla.
Luego fue a brincar y había trepado ya hasta la mitad del tronco, cuando gritó entonces el chiquillo:
- ¡Ardilla, querida ardilla, préstame tu vestido! ¡Sólo media horita! ¡Tengo tantas ganas de trepar!
- ¿Y luego tendré yo que estar desnuda, sentada sobre esta rama? - preguntó la ardilla -. No, no; eso no me conviene.
- Tú puedes meterte en el nido, que está muy calentito, y mirar por la ventana. ¡Ay, sólo media horita!
El chiquillo derramaba lágrimas grandes como guisantes. Entonces no pudo seguir negándose la ardilla.
- ¡Así, tómalo! ¡Pero no te entretengas más de media hora!
El chiquillo se quitó los pantalones y la blusita, y los dejó, junto con la camisita, sobre las hojas secas, al pie del abeto. Luego se puso apresuradamente el pardo abrigo de pieles de la ardilla, mientras ésta, completamente desnuda, se ocultaba presurosa en el redondo nido, en lo alto del abeto. Miró por la ventana y vio trepar tan hábilmente al chiquillo, que le pareció estar viendo a su primo.
La media hora pasó volando.
- ¡Lu! - gritó la ardilla -. ¡Ya ha pasado media hora!
- Sí - contestó el chiquillo -; voy a cambiarme.
Y así quiso hacerlo. Pero, al llegar abajo, se encontró con que al pie del abeto no había ningún pantalón, ninguna blusita, ni ninguna camisita que ver.
- Ardilla - exclamó Lu -; no te puedo devolver por ahora tu vestido.
- ¿Cómo? ¿Por qué?
- Porque mi ropa ha desaparecido de aquí, y yo no puedo ir desnudo a casa.
- ¿Ah, sí? ¿Y yo tengo que quedarme desnuda en mi nido? No, no; todo lo que quieras; ¡pero mi vestido tienes que devolvérmelo!
Entonces trepó Lu a lo alto del abeto. Allí se quitó el pardo abrigo de pieles, y la ardilla se deslizó dentro de él. Desnudo y temblando, se quedó sentado el chiquillo sobre la rama, sin saber qué hacer. Entonces habló la bondadosa ardilla:
- ¡Vete a mi casita! ¡Cierra la puerta, cuando venga la comadreja, o la pérfida ave de rapiña! Yo iré en busca de tu vestidito, ¡Cuando lo haya encontrado, ábreme entonces la puerta!
Lu se deslizó en el redondo nido de la ardilla, y ésta se plantó en tres saltos sobre el verde césped, junto a un mirlo negro. Éste picoteaba con su amarillo pico en el suelo, sin mirar a su alrededor.
- Mirlo - dijo la ardilla - ¿Has robado tú tal vez un vestidito de niño?
- ¿Robado? ¡Yo no soy ningún ladrón! ¡Haz el favor de marcharte, si no quieres que te saque los ojos con mi pico!
Entonces huyó de allí la bueno ardilla, llena de espanto.
En el corral encontró al pato.
- Patito contorneador ¿has visto tú acaso un vestidito de niño?
- ¿Un vestidito de niño? ¿Un vestidito de niño? ¿Y qué quieres tú que yo hiciera con un vestidito de niño?
- Lu lo ha perdido. No, dicho en confianza: un ladrón se lo ha robado.
Al oír esto graznó el pato tan fuerte como pudo. Al oírle todos los animales del corral se acercaron corriendo.
- Schnädergeck - dijo el pato -; ¡ayudadnos todos a buscar! ¡Al pequeño Lu, a quien ya conocéis todos vosotros, le han robado su vestido!.
El gallo cacareó fuerte, y las gallinas cloquearon, y todos batieron las alas en señal de que el suceso les afectaba profundamente. Como todos tenían en gran estima al pequeño Lu, ayudaron gustosos a buscar su vestidito. Delante de todos iba siempre la ardilla. Miraron atentamente por todos los rincones; pero ni en el patio ni en el jardín se veía ningún pantaloncito, ninguna blusita, ni tampoco ninguna camisita. Entonces gritaron todos:
- ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!
Delante de la ventana de la cocina dormía al sol el gato gris.
- ¿Os referís a mí? - gritó éste indignado -. Esto sí que no lo tolero yo.
Se irguió, juntó muy próximas sus cuatro patas, y arqueó el lomo.
- No, no - dijo la ardilla -. Al pequeño Lu, ya le conoces tú también, al pequeño Lu le han robado su vestido.
- ¿A mi Lu? ¿A mi Lulu? ¿A mi Lululu? ¿Quién es el ladrón? le voy a sacar los ojos.
- Le estamos buscando. ¡Ven con nosotros!
Entonces bajó el gato de un salto de la cornisa y marchó delante de todos, incluso de la ardilla. De repente, se quedó inmóvil.
- Se me ocurre una cosa. Pero, ¡procurad no hacer ruido!
Silenciosamente se deslizó el gato hasta la garita del perro. Fofo aguzó las orejas, después gruñó suavemente, y por último ladró con todas sus fuerzas.
- ¿Qué buscan aquí las gallinas? ¿Y qué se le ha perdido al gato gris? ¡Que se me acerque éste, si se atreve!
Pero Micifuz se acercó, y sus ojos brillaron de ira; pues, ¿sabéis lo que vio en el fondo de la garita del perro? ¡El vestido del niño! Todo estaba allí: los pantalones grises, la blusita azul, la camisita blanca.
- ¡Ladrón! - bufó el gato.
Fofo se preparó para la lucha. Estos vestidos no tenía que tocarlos nadie. Pertenecían a su joven señor, el querido Lu. El perro los había encontrado y recogido, y los llevaba vigilando toda una hora. Estaba dispuesto a defenderlos, aun cuando, además de las gallinas y del gato y de la ardilla, viniera también todo el establo; el vestido no lo daría mas que a su joven señor.
Pero los gatos son más inteligentes que los perros. Micifuz susurró al oído de la ardilla:
- ¡Cuando esté fuera el perro, coged vosotros el vestido!
Y Fofo salió en verdad de su casita; pues el gato bufaba y arqueaba el lomo, y encendía dos fuegos en sus ojos. Y esto era demasiado para Fofo.
- ¡Guau, guau! - gritó, y se lanzó sobre el gato, al que no podía sufrir.
Micifuz trepó al manzano más próximo, bufó hacia abajo, y Fofo ladró hacia arriba, mientras la ardilla se apoderaba de los pantaloncitos, la blusita y la camisita, y las llevaba arriba, hacia el redondo nido, donde esperaba Lu lleno de ansiedad.
Cuando regresó Fofo a su casita, y no encontró en ella los vestiditos, se tendió sobre el vientre, y aulló con aullidos que inspiraban lástima. No cesó de aullar hasta que apareció Lu. Al verle se levantó de un salto y ladró fuertemente, agitando gozoso la cola. Ahora comprendió, de repente, la verdad de lo ocurrido y olvidó en su felicidad incluso su cólera contra Micifuz.
También Lu se sentía feliz; pues sus pantaloncitos estaban intactos. Al día siguiente no tendría ya que ir con desgarrones a la iglesia. Su madre no le castigaría.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El caballito blanco Hühü "cuento suizo"

La abuela tenía un banquillo blanco, como un escabel, para poner los pies.
Lo tenía en gran estima, y Hansli lo estimaba también: era su caballito blanco Hühü. Con él podía cabalgar alrededor de la mesa redonda, y, cuando la puerta de la habitación contigua estaba abierta, corría hasta delante de la cama de la madre y volvía. Con esto, sin embargo, Hühü tenía bastante. Detrás de la cómoda estaba su establo. Allí podía dormir el caballito y comer avena, tanto como quisiera.
Un día estaba Hansli completamente solo en casa, mientras su madre y su abuela se hallaban en la lavandería. Sólo el caballito blanco Hühü estaba todavía arriba. Entonces sucedió que el caballito empezó a relinchar y a hollar con la pata.
- ¿Quieres salir fuera? - preguntó Hansli.
El caballito blanco sacudió la melena y bailó sobre las cuatro patas. Sí, sí: el caballito blanco quería salir.
Hansli montó sobre él, y -hop-hop- atravesó el portal, y bajó los escalones, hasta el pequeño jardín delantero. El viento soplaba allí en los cabellos de Hansli, y las hojas secas jugaban al escondite en la calle.
- ¿Quieres salir fuera? - preguntó Hansli.
El caballito relinchó más fuerte. Sí: quería salir. Así cabalgó Hansli por la ancha calle hasta llegar al pequeño parque, a través del cual fluía el alegre arroyuelo del jardín zoológico.
- ¡Ah! Tú tienes sed y quieres beber agua - dijo Hansli a su caballito -. ¡Pero cuidado no resbales¡ - gritó, insistiendo mientras Hühü descendía la empinada pendiente.
Pero ya era inútil la advertencia: Hansli estaba de cabeza en el agua, y Hühü se alejaba nadando por el arroyo. El caballito blanco, en vez de relinchar, daba vueltas y más vueltas sobre el agua; finalmente, se colocó sobre sus espaldas y elevó las cuatro patas al aire.
- ¡Hühü! ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi caballito blanco! - exclamaba Hansli.
Afortunadamente, en el parque había, mujeres y niños pequeños. Los niños pequeños rieron, y las mujeres, compasivas, sacaron a Hansli del agua. Entretanto el caballito blanco se hallaba ya lejos, muy lejos. Había llegado ya a la ciudad, y nadaba por entre las casas. Un poco más de navegación, y estaba ya en el grande y verde Rin. ¡Esto si que era una lástima!
Calado hasta los huesos, llegó Hansli a la lavandería. Lloraba que daba lástima, y, como de vez en cuando tosiera también, le metió su madre deprisa en la cama.
La abuela le dio el té a cucharaditas y le limpió las lágrimas, y tuvo que contarle una y otra vez, a diario, a dónde había ido a parar nadando el caballito blanco. Le contó que, finalmente, llegó hasta el lejano país de los indios. Los hijos de éstos le montaron por la selva virgen, y le veían corretear los monos que se hallaban subidos a los árboles. Un gran mono cogió una banana y se la arrojó al caballito blanco Hühü justamente en mitad del hocico abierto.
Entonces pudo reír de nuevo Hansli, ante las aventuras del caballito blanco.

martes, 8 de noviembre de 2011

El patín de ruedas "cuento suizo"

Si se te ha metido algo en la cabeza, puedes empezar a sacártelo - le dijo una pobre viuda a su hijita.
En efecto, a la niña se le había antojado tener patines, y era imposible apartarle de esta idea.
- Zapatos nuevos necesitarías tú - le dijo la madre -, y yo también. ¡Fíjate!
Su madre levantó el pie izquierdo. El aire entraba por donde hubiera debido estar la suela.
- Pues yo quiero tener patines, y los tendré - se obstinó la chiquilla -. ¡los tendré, los tendré, y los tendré!
¡Oh!, ¡la muchacha hubiera seguido aún diciendo una y otra vez: "¡los tendré, los tendré!", pero la madre puso fin a la discusión con un bofetón y añadió:
- Pero yo no los tengo.
Y, diciendo esto, cogió la canasta de lavar y se dirigió a casa de una de sus clientes. La muchacha la siguió con la mirada. Contempló los agujeros de sus zapatos, completamente rotos, y murmuró: "Mi madre tiene razón. Pero yo he de tener unos patines, de lo contrario, no estaré tranquila".
Inmediatamente empezó a barrer, ligera, la habitación. La escoba se deslizaba por todos los rincones, y el polvo se arremolinaba hacia fuera, por la puerta. La muchacha sabía hacer las cosas bien. Presta como un relámpago, lo iba limpiando y arreglando todo. Y, mientras trabajaba, iba cantando: "¡Rueda, rueda, rueda!", y sus pensamientos vagaban de nuevo con los patines.
De pronto, tropezó la escoba con un cuerpo duro, que sonó alegremente y se movió rodando. La muchacha se inclinó ligera y levantó un patín del suelo.
No se asombró mucho por ello. Preguntó solamente al pequeño patín:
- ¿Dónde está tu compañero?
- Estoy solo. Me he escapado. Me he disgustado con mi compañero, y nunca más regresaré a su lado.
- ¿Por qué os habéis peleado?
- Porque no quiso reconocer que yo soy más listo que él.
- Quiero creerlo, patincito; ¡pero primero demuéstrame tu listeza!
- ¡Sube, y sabrás quién soy yo! Yo no necesito al otro. Yo puedo correr solo. Di ¡hopp!, y echaré a correr, sin que me des impulso, y no me pararé hasta que tú digas ¡stop!
- ¡Maravilloso! - exclamó la muchacha. Lanzó la escoba a un lado, puso el pie derecho sobre el patín y se sujetó presurosa las correas.
- ¡Hopp! - gritó alegremente.
Entonces echó a rodar el zapato, de forma que la falda y el delantal revoloteaban al aire. El pie izquierdo oscilaba en el aire, y toda la gente se apartaba a un lado, para no verse atropellada. La chiquilla no podía oír ni ver nada. Las casas y los árboles pasaban volando por su lado. Un río, un lago, un valle, unas montañas..., todo venía y volvía al alejarse. Y el viento silbaba en sus oídos. El corazón de la muchacha gritaba de júbilo. Pero, finalmente, tuvo ya bastante de correr, y, además, sentía hambre.
- ¡Párate! - gritó; pero el patín seguía rodando -. ¡Alto! - gritó la chiquilla. En vano -. ¿Quieres detenerte, estúpido patín? - increpó furiosa.
Pero el patín seguía tranquilamente adelante; pues la muchacha había olvidado la palabra que le había señalado el patín para parar. No tenía más remedio que seguir corriendo, corriendo, sin cesar, sin poderse ya detener.
- ¡Ya te enseñaré yo quién manda aquí! - gritó la muchacha, indignada, y trató de agarrarse al cercado de un jardín, para detenerse. Pero no se hizo más que un rasguño en los dedos, al cogerse a una estaca, que quedó arrancada.
Entonces intentó agarrarse a un arbolillo; pero quedó arrancado de cuajo, con las raíces flotando como hierba. Y mientras el arbolillo yacía en el suelo, la muchacha seguía corriendo. Ahora se decidió a suplicar.
- ¡Querido patín! ¡Déjame descansar! Ya tengo bastante por hoy.
Pero el patín parecía no oír nada. Entonces comenzó a llorar a lágrima viva, y así entró en la gran ciudad.
En todas las ventanas ondeaban banderas. A ambos lados de la calle había mucha gente, que esperaba al rey. En aquel momento se acercó una carroza dorada, tirada por seis caballos blancos. El rey, sin embargo, era un hombre desgraciado que tenía los pies inválidos. Saludaba amablemente a todos lados, y podía comprender que su pueblo le amaba.
Cuando la muchacha se acercó gritando de manera salvaje, levantó el rey tranquilo la mano y dijo:
- ¡Stop!
En el mismo instante se detuvo el patín, y la muchacha respiró profundamente.
- ¡Gracias, señor rey! - gritó muy emocionada, y se inclinó ante la dorada carroza.
- ¿De dónde vienes tú, muchacha desconocida? - preguntó el rey.
- Yo he viajado sobre este patín a través de todo el país. Y hubiera tenido que correr tal vez por toda la eternidad, si vos, bondadoso señor rey, no hubierais pronunciado la palabra oportuna para detener al patín.
- ¿Qué palabra? - preguntó el rey, asombrado.
- ¡Stop! - dijo la muchacha.
Entonces sonrió el rey.
- ¡Sube, niña desconocida, con tu extraordinario patín! En mi palacio me lo explicarás todo.
Una vez hubo escuchado el rey la extraordinaria historia del patín, dijo a la niña:
- Ahora tienes que comer hasta hartarte. Luego podrás regresar de nuevo con el patín a tu casa.
- No - replicó la muchacha con gran terror -. Aun cuando hubiera de caminar siete semanas, iré a pie. De patines no quiero saber nada más en toda mi vida.
- Entonces te cambio el extraordinario patín por un par de buenos zapatos.
- ¡De todo corazón, señor rey! - exclamó la muchacha alegremente. Pero de repente vaciló: - Si me lo permitierais, desearía suplicar al señor rey que ese par de zapatos fueran para mi madre. Yo puedo ir muy bien descalza.
El rey hizo una señal a un criado. Éste trajo después de la comida un magnífico cofre en el que había zapatos de mujer y de niña, de piel fuerte y fina, e incluso había también zapatillas. Después que la muchacha lo hubo admirado y agradecido bastante, llevó el criado el cofre a una carroza. En ella fue conducida la muchacha a su casa.
La felicidad que experimentó la madre al tener de nuevo a su lado a su querida hija no se puede describir.
Pero también el rey era feliz. Cuando se hubo colocado el patín maravilloso, pudo correr con sus pies inválidos por si solo, sin ayuda de criados. No tenía más que decir ¡hopp!, y emprendía veloz carrera. No tenía más que decir ¡Stop!, y se detenía obediente el patín.
Cuando alguien no era fiel en el país, se presentaba de repente el rey allí, y el infiel tenía que avergonzarse. Pero, los que le servían con fidelidad podían alegrarse. El rey veía su fidelidad y procuraba en todo caso recompensarles.
Pronto reinó tal orden en el país, que todo el mundo habló de ello.
Entonces se olvidó el rey de sus pies inválidos y se sintió el hombre más feliz de toda la redondez de la tierra. ¡Gracias sean dadas al patín de ruedas!

viernes, 4 de noviembre de 2011

Pimentilla en la ratonera "cuento suizo"

Pimentilla era el decimotercer hijo de un pobre zapatero. Era el más pequeño de todos los hermanos.
Cuando los domingos se fatigaba demasiado durante el paseo y se quedaba rezagado, se lo metía el padre en su bota. Entonces podía mirar él hacia la caña de la bota y coger las briznas de hierba que le rozaban la naricita al pasar. ¡Tan pequeño era Pimentilla! Pero era también tan inteligente como sus hermanos mayores y tenía, además, muy buen corazón.
Un día le dijo a su padre:
- Padre, yo veo cómo tienes que matarte a trabajar por tus trece hijos. ¡Me das lástima! Déjame salir a mí a recorrer el mundo. Quiero también yo ganar algún dinero. Entonces lo pasarás tú mejor.
El padre rió de buena gana por esta ocurrencia y le dejó partir. Pensó para sí: "No llegará muy lejos; de modo que mi hijo mayor podrá alcanzarle por la noche y traerle de nuevo a casa". Pero el padre, al pensar así, contaba solamente con las cortas piernecitas de Pimentilla y no con su despejada cabeza.
En efecto, apenas estuvo Pimentilla en la carretera, pasó corriendo desde el campo un bonito ratón por su lado.
- ¡Alto! - gritó -. ¿Quieres ser tú mi caballo? Te llamaré mi corcel gris.
Esto lisonjeó enormemente al ratón. Dejó que montara Pimentilla sobre él, y así emprendieron el galope hacia el ancho mundo. Pero cuando se hizo de noche, sintieron los dos hambre.
- ¿Qué desearías comer tú? - preguntó Pimentilla.
- Lo mejor para mí sería un sabroso pedacito de grasa - dijo el ratón.
- Para mí también - dijo el pequeño jinete.
Se hallaban justamente a la sazón delante de la tienda de un panadero. Como la puerta estaba sólo entornada, penetraron resueltamente por ella. En la tienda había cosas maravillosas: pan, pasteles y todo género de dulces de azúcar.
- Pero grasa no se ve por ninguna parte - dijo Pimentilla tristemente.
- Sí - dijo el ratón -, yo la huelo.
Y comenzó a buscar por todos los rincones. De repente dio de narices con una ratonera.
- ¡Ah! - gritó -. ¡Aquí dentro hay grasa! Pero no me fío mucho de esto. Entra tú a verlo; tú eres más listo que yo.
Esto no se lo hizo repetir. Sin vacilar, Pimentilla se metió dentro de la trampa. Pero ¡clap!, sin saber cómo, se encontró de golpe prisionero. El ratón lloraba desconsolado.
- Ahórrate las lágrimas - dijo Pimentilla. - La grasa ya la tenemos. ¡Toma, come, y ponte a dormir! ¡Y gracias por el hermoso día! Sin ti no hubiera llegado yo tan lejos.
El ratón se consoló muy pronto, pues la grasa era de la mejor y, además, estaba asada. Cuando hubo comido, se deslizó tras un saco de harina y durmió toda la noche de un tirón.
Pimentilla paseó arriba y abajo por su inesperada cárcel y examinó cuidadosamente los barrotes.
- Cerrado, cerrado - dijo luego -; pero mañana será otro día.
Se tendió sobre la oreja izquierda y pronto quedó maravillosamente dormido. Y a poco soñó que era tan rico que podía arrojarle el oro a su padre a paletadas bien repletas.
Al día siguiente por la mañana entró el panadero en la tienda. Era un hombre muy gordo, con una barriga muy gruesa.
- ¡Buenos días, Barriguita! - gritó Pimentilla.
- Buenos días - dijo el panadero, mientras miraba asombrado por todos los rincones -. ¿Dónde estáis, buen, señor? - preguntó.
Entonces se oyó desde el rincón:
- En la ratonera.
El panadero se inclinó penosamente a causa de la barriga, cogió la trampa y la puso sobre la mesa. Pimentilla se inclinó ceremoniosamente y habló:
- ¿Queréis tener la bondad de abrirme la puerta?
- ¿Cómo has entrado tú aquí? - preguntó el panadero.
- He pasado la noche en esta habitacioncilla, porque no quería daros ninguna molestia. Me llamo Pimentilla y estoy a vuestras órdenes.
Entonces se echó a reír el panadero de tan buena gana, que empezó a agitarse toda su barriga. Abrió la ratonera, salió afuera Pimentilla. Al verse libre, silbó a su "caballo gris, que acudió enseguida.
- Este es mi caballo - dijo con orgullo.
Subió a él de un salto y dio así una vuelta por encima de la mesa. Entonces rió el panadero más fuerte aún, de manera que su barriga se estremeció como si fuera a estallar, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Finalmente gritó:
- ¡Párate, pequeño jinete! Que voy a reventar de risa.
Y tuvo que sostenerse la barriguita con ambas manos.
- Así, pues, ¡adiós! - dijo Pimentilla -. ¡Muchas gracias por el alojamiento de esta noche! No tomo a mal que mi persona y mi caballo gris os hayan hecho reír tanto.
Pimentilla se quitó la gorra y saludó con ella. Pero cuando el ratón y su jinete iban a deslizarse por la rendija de la puerta, gritó el panadero.
- ¡Alto! ¿Tanta prisa tienes? Espérate, no te vayas, muchacho.
- Sí, he de buscarme un empleo, donde pueda ganar algún dinero.
- Entonces quédate aquí - rogó el panadero, poniendo cara muy seria -. A ti precisamente puedo emplearte yo, y te necesito más que a todos mis empleados. Sí, ¡mírame bien! Soy un pobre hombre, aun cuando mi horno me dé más de lo que necesito. ¿De qué me sirve el dinero si pronto habrá de hacerme el carpintero mi última casita? Esta obesidad me va a matar. ¿Y sabes tú lo que dice el médico? "Con vos no hay solución, si no tenéis quien os haga reír tres horas al día, pero de tal manera, que os sacuda todo el cuerpo." Esto me lo dijo hace siete semanas, y desde entonces estoy cada día más gordo. Pues bien; puedo asegurarte que no ha habido nada que me pareciera tan divertido como tu paseo de hoy sobre el ratón. ¡Quédate aquí! Y si tú me salvas la vida, no podrás quejarte de la recompensa que te daré.
- Bien - dijo Pimentilla -, me quedo. Pero es condición indispensable que mi "caballo gris" ha de ser alimentado cada día con sabrosa grasa. Un poco asada es como más le gusta. Y yo comeré de lo que se sirva en vuestra mesa.
- Convenido - dijo el panadero. Y Pimentilla se quedó a servirle.
A partir de este momento se llenó de alegría todo la casa, e incluso toda la aldea. Una vez había cocido el panadero sus panes, llamaba, para divertirse, a Pimentilla... Éste venia montado sobre su "caballo gris" como un jinete de circo, y saltaba sobre sillas, mesas y troncos. Y mientras el panadero reía a más no poder, se le subía por las piernas de los pantalones y miraba - una, dos, tres - por el bolsillo de su chaleco.
Pimentilla había aprendido también a dar volteretas. Pero lo más divertido de todo era la narración que hacía el diminuto hombrecillo recordando la vida en su casa, los paseos en la bota de su padre, las bromas de los aprendices de zapatero que él había sorprendido, oculto, dentro de una zapatilla, la promesa hecha a su padre de llevarle algún día una gran suma de dinero, el viaje, en fin, que había hecho montado sobre el ratón.
Entonces podía reír a gusto el panadero, de modo que no había que pensar en parar hasta tres horas después. Se agitaba, y estremecía que daba gusto. La barriga no cesaba de sacudirse arriba y abajo, y esto era lo bueno.
Cuando hubieron pasado siete semanas, el panadero había reído toda su grasa. Estaba tan delgado y se sentía tan joven, que también él empezó a saltar por encima de las mesas y las sillas.
- Tú me has curado y salvado de la muerte - dijo a Pimentilla -. Ahora puedes seguir tu camino cuando quieras. Aquí está tu recompensa.
Le ofreció cien florines y, para el ratón, toda una libra de grasa.
Pimentilla, lleno de gozo, saltó sobre su "caballo gris" y emprendió el camino de su casa. Apenas hubo llegado a ella, puso los cien florines delante de su padre y dijo:
- Tómalo, es dinero ganado honradamente.
¡Oh! ¡Qué ojos puso el buen hombre!... Nunca hubiera creído que su hijo, siendo tan poca cosa, fuera capaz de ganar tanto dinero. Pero cuando Pimentilla le explicó la historia del ratón y de la ratonera, se echó a reír, tan fuertemente como el panadero. Sólo que él no tenía ninguna barriguita de obesidad que pudiera agitársele de alegría y de satisfacción.