“En el principio estaba Te Kore, la Nada, y de Te Kore vino Te Poo, la Noche. En esa impenetrable oscuridad, Rangi, el Padre del Cielo, yacía en los brazos de Papa, la Madre Tierra”.
Los dioses de Aotearoa son hijos directos de Rangi (Cielo) y Papa (Madre Tierra), lo cual puede servir de ejemplo para demostrar cómo la cultura maorí está ante todo asentada en el respeto a la naturaleza, su entorno. Estos dioses “habitaban” el estrecho espacio que había entre los cuerpos de sus padres, pero todos ellos anhelaban libertad, vientos silbando en lo alto de afiladas colinas y a través de profundos valles, y luz, luz para dar calor a sus pálidos cuerpos.
Así que se preguntaron qué hacer, necesitaban su propio espacio, necesitaban luz. En estas se encontraban los a la postre dioses del pueblo maorí, cuando uno de ellos, Taane-mahuta, padre de los bosques, de todas las cosas vivientes que aman la luz y la libertad, se puso en pie, y así permaneció durante mucho tiempo, más de lo que uno puede aguantar sin respirar. Aguantó de pie, silencioso e inmóvil, aunando toda su fuerza hasta que estuvo preparado. Entonces, apretó sus manos contra el cuerpo de su madre, reposando toda su fuerza en ellas, y con sus pies empujó hacia arriba tan fuerte como pudo el cuerpo de su padre; los cuerpos del cielo y la tierra se resistieron todo cuanto pudieron, sin intención de poner fin a su enlace, pero finalmente terminaron separándose forzosamente. “Fue el feroz empuje de Taane lo que separó el cielo de la tierra“, dice una antigüa creencia maorí; “Así que fueron separados, y la oscuridad se manifestó, como también lo hizo la luz“.
Mientras Rangi ascendía separándose cada vez más del cuerpo de su amada Papa, los vientos comenzaron a rugir furiosos y llenaron el espacio que se iba creando entre los dos amantes. Taane y sus hermanos permanecían expectantes ante todo lo que estaba pasando, contemplando por primera vez las curvas del cuerpo de su madre, la Tierra, y así fue como vieron aparecer desde los hombros de su madre, un plateado velo de niebla, su forma de expresar el lamento por su pareja recién perdida. A su vez, Rangi, desde las cada vez más lejanas alturas, empezó a llorar, y con rapidez sus lágrimas bañaron de lluvia el cuerpo de Papa, la Tierra, creando lagos y ríos que corrían entre las serpenteantes y onduladas curvas del cuerpo de Papa.
Taane, pese a haber sido el ejecutor de la forzosa separación de sus padres, los quería por igual, y necesitaba hacer algo por ellos para calmar la pena. Primero, quiso vestir el cuerpo de su madre con una belleza nunca antes soñada en el mundo de la oscuridad en el que habían permanecido hasta entonces. Hizo crecer a sus propios hijos, los árboles, y los liberó para que poblasen la tierra. Pero en esos primeros días, Taane, pese a ser un dios, era como un niño que adquiere inteligencia a través de las pruebas, los errores y los aciertos. Así que plantó los árboles al revés, dejando a sus inutilizadas raíces boca arriba, inmóviles y hambrientas, y sus copas enterradas bajo tierra, donde no había lugar para otros de sus hijos, como los pájaros e insectos. Ante esta visión, Taane desenterró uno de los gigantes kauris (árboles autóctonos y ligados fuertemente a la mitología) y sacudiéndole la tierra de su copa, volvió a enterrar sus raíces, y la brisa jugó con las hojas, cantando la canción del nuevo mundo que acababa de nacer.
De esta manera fue como la Tierra se cubrió de un precioso manto verde de vegetación, los pájaros cantando y volando entre los bosques, el mar bañando sus orillas, y los dioses trabajando cada uno en su tarea, bajo las sombras de los jardines sagrados de Taane. Solo uno de entre los setenta dioses abandonó el lecho de su madre para seguir el cami no de su padre; era Taawhiri-maatea, el dios de todos los vientos que azotan el espacio entre cielo y tierra.
Una vez que Taane había terminado de vestir a su madre, elevó los ojos hacia su padre, frío y gris, abandonado solo en el vasto espacio en el que reposaba, y sintió pena por su desolación. Cogió el brillante Sol y lo colocó en la espalda de Rangi, su padre, con la luna en frente suyo. Viajó por los diez cielos (aquí el mito se refiere a la palabra en inglés heaven, no sky, así que sería más como un paraíso que como un cielo, problemas de los idiomas) hasta que encontró unas ropas rojas brillantes con las que vestiría a su padre. Pero antes descansó, por siete días, y volvió al encuentro de su padre, para extender las prendas de este a oeste y de norte a sur a lo largo y ancho de todo el cielo. Una vez hecho, se dio cuenta de que no era suficiente para su padre y se lo arrancó del tirón, aunque una pequeña pieza permaneció sin que Taane se percatara, y esta prenda que cubre el cielo de colores rojizos aún puede ser vista hoy en día, cuando el sol aparece y desaparece por el horizonte.
Triste, Taane gritó para decirle a su padre que viajaría hasta los límites del espacio en busca de un regalo merecedor de su valor, y de alguna manera, en el silencio escuchó una respuesta. Así, viajó y atravesó el fin del mundo, y en la oscuridad alcanzó por fin la Gran Montaña de Maunganui, donde las Más Brillantes vivían. Ellas eran las hijas de Uru, hermano de Taane, y juntos las contemplaron jugar al pie la montaña.
Taane le pidió a su hermano que le diese algunas de esas preciosas luces brillantes para adornar el vacío manto del cielo. A la llamada de Uru, todas las estrellas se acercaron a los dos dioses, Taane las recogió todas con sus brazos y las metió en una cesta. Meticulosamente, Taane colocó cinco estrellas creando la forma de una cruz (la Southern Cross, constelación emblema que señala al sur, la equivalente a la Estrella Polar del hemisferio norte, y que aparece en las banderas de Australia y Nueva Zelanda) en el pecho de Rangi, su padre, y roció el oscuro cielo con las Hijas de la Luz, dándole por fin la ornamentación que según él, se merecía. La cesta con todas las estrellas aún cuelga del cielo, y es llamada por muchos la Vía Láctea, donde permanecen recogidas, a excepción de unas pocas veces en las que la cesta se tambalea, y las hijas de Uru caen, cruzando el cielo y bañando la tierra con su luz, por un instante. El resto del tiempo, permanecen inmóviles en la cesta, como luciérnagas adornando el oscuro cielo nocturno.
Los dioses de Aotearoa son hijos directos de Rangi (Cielo) y Papa (Madre Tierra), lo cual puede servir de ejemplo para demostrar cómo la cultura maorí está ante todo asentada en el respeto a la naturaleza, su entorno. Estos dioses “habitaban” el estrecho espacio que había entre los cuerpos de sus padres, pero todos ellos anhelaban libertad, vientos silbando en lo alto de afiladas colinas y a través de profundos valles, y luz, luz para dar calor a sus pálidos cuerpos.
Así que se preguntaron qué hacer, necesitaban su propio espacio, necesitaban luz. En estas se encontraban los a la postre dioses del pueblo maorí, cuando uno de ellos, Taane-mahuta, padre de los bosques, de todas las cosas vivientes que aman la luz y la libertad, se puso en pie, y así permaneció durante mucho tiempo, más de lo que uno puede aguantar sin respirar. Aguantó de pie, silencioso e inmóvil, aunando toda su fuerza hasta que estuvo preparado. Entonces, apretó sus manos contra el cuerpo de su madre, reposando toda su fuerza en ellas, y con sus pies empujó hacia arriba tan fuerte como pudo el cuerpo de su padre; los cuerpos del cielo y la tierra se resistieron todo cuanto pudieron, sin intención de poner fin a su enlace, pero finalmente terminaron separándose forzosamente. “Fue el feroz empuje de Taane lo que separó el cielo de la tierra“, dice una antigüa creencia maorí; “Así que fueron separados, y la oscuridad se manifestó, como también lo hizo la luz“.
Mientras Rangi ascendía separándose cada vez más del cuerpo de su amada Papa, los vientos comenzaron a rugir furiosos y llenaron el espacio que se iba creando entre los dos amantes. Taane y sus hermanos permanecían expectantes ante todo lo que estaba pasando, contemplando por primera vez las curvas del cuerpo de su madre, la Tierra, y así fue como vieron aparecer desde los hombros de su madre, un plateado velo de niebla, su forma de expresar el lamento por su pareja recién perdida. A su vez, Rangi, desde las cada vez más lejanas alturas, empezó a llorar, y con rapidez sus lágrimas bañaron de lluvia el cuerpo de Papa, la Tierra, creando lagos y ríos que corrían entre las serpenteantes y onduladas curvas del cuerpo de Papa.
Taane, pese a haber sido el ejecutor de la forzosa separación de sus padres, los quería por igual, y necesitaba hacer algo por ellos para calmar la pena. Primero, quiso vestir el cuerpo de su madre con una belleza nunca antes soñada en el mundo de la oscuridad en el que habían permanecido hasta entonces. Hizo crecer a sus propios hijos, los árboles, y los liberó para que poblasen la tierra. Pero en esos primeros días, Taane, pese a ser un dios, era como un niño que adquiere inteligencia a través de las pruebas, los errores y los aciertos. Así que plantó los árboles al revés, dejando a sus inutilizadas raíces boca arriba, inmóviles y hambrientas, y sus copas enterradas bajo tierra, donde no había lugar para otros de sus hijos, como los pájaros e insectos. Ante esta visión, Taane desenterró uno de los gigantes kauris (árboles autóctonos y ligados fuertemente a la mitología) y sacudiéndole la tierra de su copa, volvió a enterrar sus raíces, y la brisa jugó con las hojas, cantando la canción del nuevo mundo que acababa de nacer.
De esta manera fue como la Tierra se cubrió de un precioso manto verde de vegetación, los pájaros cantando y volando entre los bosques, el mar bañando sus orillas, y los dioses trabajando cada uno en su tarea, bajo las sombras de los jardines sagrados de Taane. Solo uno de entre los setenta dioses abandonó el lecho de su madre para seguir el cami no de su padre; era Taawhiri-maatea, el dios de todos los vientos que azotan el espacio entre cielo y tierra.
Una vez que Taane había terminado de vestir a su madre, elevó los ojos hacia su padre, frío y gris, abandonado solo en el vasto espacio en el que reposaba, y sintió pena por su desolación. Cogió el brillante Sol y lo colocó en la espalda de Rangi, su padre, con la luna en frente suyo. Viajó por los diez cielos (aquí el mito se refiere a la palabra en inglés heaven, no sky, así que sería más como un paraíso que como un cielo, problemas de los idiomas) hasta que encontró unas ropas rojas brillantes con las que vestiría a su padre. Pero antes descansó, por siete días, y volvió al encuentro de su padre, para extender las prendas de este a oeste y de norte a sur a lo largo y ancho de todo el cielo. Una vez hecho, se dio cuenta de que no era suficiente para su padre y se lo arrancó del tirón, aunque una pequeña pieza permaneció sin que Taane se percatara, y esta prenda que cubre el cielo de colores rojizos aún puede ser vista hoy en día, cuando el sol aparece y desaparece por el horizonte.
Triste, Taane gritó para decirle a su padre que viajaría hasta los límites del espacio en busca de un regalo merecedor de su valor, y de alguna manera, en el silencio escuchó una respuesta. Así, viajó y atravesó el fin del mundo, y en la oscuridad alcanzó por fin la Gran Montaña de Maunganui, donde las Más Brillantes vivían. Ellas eran las hijas de Uru, hermano de Taane, y juntos las contemplaron jugar al pie la montaña.
Taane le pidió a su hermano que le diese algunas de esas preciosas luces brillantes para adornar el vacío manto del cielo. A la llamada de Uru, todas las estrellas se acercaron a los dos dioses, Taane las recogió todas con sus brazos y las metió en una cesta. Meticulosamente, Taane colocó cinco estrellas creando la forma de una cruz (la Southern Cross, constelación emblema que señala al sur, la equivalente a la Estrella Polar del hemisferio norte, y que aparece en las banderas de Australia y Nueva Zelanda) en el pecho de Rangi, su padre, y roció el oscuro cielo con las Hijas de la Luz, dándole por fin la ornamentación que según él, se merecía. La cesta con todas las estrellas aún cuelga del cielo, y es llamada por muchos la Vía Láctea, donde permanecen recogidas, a excepción de unas pocas veces en las que la cesta se tambalea, y las hijas de Uru caen, cruzando el cielo y bañando la tierra con su luz, por un instante. El resto del tiempo, permanecen inmóviles en la cesta, como luciérnagas adornando el oscuro cielo nocturno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario