viernes, 30 de marzo de 2012

Damián el turbulento "cuento argentino"

Ésta es la muy breve historia de Damián el Turbulento.
El mal genio de este hombre lo convertía a veces en una fiera, cometiendo faltas tan graves, que tardaba mucho tiempo en volver su espíritu a la tranquilidad.
Por lo demás, y en estado normal, Damián era un hombre bueno, trabajador y caritativo, pero su enorme desgracia consistía en encolerizarse súbitamente por cualquier cosa, cegándose hasta convertirse en un malvado.
Por tales causas, su caballo tordillo tan pronto recibía caricias como palos y su inseparable pistola, unas veces estaba cuidadosamente limpia, como otras andaba por el suelo, enmohecida y sucia.
Damián el Turbulento conocía su falta, pero por más que luchaba por enmendarse, no lo podía conseguir, siempre dominado por su fatal genio que lo convertía en un injusto.
Nuestro hombre, tenía su rancho en medio de la pampa y, como todo gaucho, vivía de su trabajo, arreando animales, esquilando ovejas o transportando en las lentas carretas las bolsas de trigo hasta las estaciones del ferrocarril.
Por su terrible defecto, Damián era temido en muchas leguas a la redonda, y no bien la gente se daba cuenta de que comenzaba a enfurecerse, corría despavorida a sus viviendas temiendo los desmanes de tan desconcertante individuo.
Inútil fue que los amigos y parientes lo aconsejaran. Damián, lloroso, prometía enmendarse, pero a los pocos días, por lo más insignificante y fútil, daba rienda suelta a su mal genio, provocando situaciones que muchas veces se convertían en tragedias.
Pero, como todo en este mundo tiene su castigo, a Damián el Turbulento le llegó su hora y pagó sus culpas de una manera rara y misteriosa.
Una tarde, después de jurar ante su madre corregirse de tan temible defecto, galopaba por la pampa en dirección a una lejana estancia, cuando su pobre caballo se espantó de una perdiz que salió volando de entre sus patas.
La furia de Damián invadió de pronto su cerebro y entre palabras procaces y gritos de loco, le dio una paliza tal al pobre bruto, que éste cayó resoplando de dolor sobre la verde hierba.
Damián, ciego de rabia y sin darse cuenta, en su demencia repentina, de la injusticia que cometía, sacó su pistola y apuntando a la cabeza del noble caballo, presionó el gatillo con la evidente intención de matarlo.
Pero, cosa extraña, la bala no salió y el gatillo cayó con un ruido seco sobre el cartucho inofensivo.
- ¡Maldita arma! -gritó Damián blandiéndola por los aires,- ¡no me sirves para nada y aquí te quedarás para enmohecerse entre los pastos!
Y diciendo esto, arrojó la pistola lejos de si con toda la potencia de su fornido brazo.
Y aquí sucedió lo imprevisto. La pistola al golpear fuertemente sobre el suelo, disparó la bala que antes se había negado a salir y entre el gran estrépito del fogonazo, Damián el Turbulento rodó herido, al perforar su brazo el frío plomo vengador.
Para el hombre de nuestra historia, ésa fue la mejor lección de su vida, mucho más elocuente que las palabras de parientes y amigos y nunca jamás volvió a ser dominado por el mal genio que, indudablemente, lo hubiera llevado por sombríos caminos, y en adelante fue un hombre pacífico y bueno, con la consiguiente satisfacción de todos los que antes le temieran.

miércoles, 28 de marzo de 2012

El chingolo de la felicidad "cuento argentino"

En una ciudad de provincia, muy cerca de las sierras de Córdoba, vivía un hombre llamado Rafael, que nunca estaba contento con su suerte.
Era robusto y no había mañana que no se levantara quejándose de algún dolor.
Era joven, pues contaba apenas treinta años y lloraba por los muchos abriles que tenía encima.
Era rico y constantemente gemía miserias.
Poseía una gran extensión de campo y no había instante en que no sollozara suspirando por tener más tierras.
Sus haciendas ocupaban millares de áreas y, no contento con ello, pretendía acrecentarlas.
Su esposa era buena y honesta, pero Rafael le regañaba siempre lamentando el haberse casado con ella.
Sus hijitos eran tres, robustos y hermosos, pero no tenía palabras para condolerse por parecerle feos.
En fin, que Rafael, con todo lo que puede ansiar un hombre para ser completamente feliz, vivía amargado con su destino y envidiaba la tranquilidad y la riqueza ajenas.
Esto, como es natural, lo convertía en un ser despreciable y molesto para las gentes que, conocedoras de su fortuna y bienestar moral y físico, repudiaban su trato y aun su presencia.
Una noche en la que Rafael se quejaba de un dolor imaginario y de su ilusoria pobreza, se le apareció un ser singular, pero hermoso, que había descendido de las nubes y que al parecer, por su dulce rostro y sus magníficas alas, era un Ángel enviado para escuchar sus lamentos.
- ¿Qué te ocurre, mi buen Rafael? -dijo el enviado de los cielos.
- ¡Soy muy desgraciado! -gimió el descontento.
- Pero... ¿de qué te quejas? ¡Tienes salud, riquezas, campos, animales, una buena mujer y hermosos hijos... nada te falta!
- Quiero más... mucho más... -exclamó el hombre, mesándose los cabellos.
- ¡La ambición puede perderte! -dijo el extraño visitante.
- ¡Daría mi alma por conseguir cuanto tiene de bueno el mundo! -respondió el iluso, con los ojos abiertos a la codicia.
El Ángel lo miró con seriedad y se propuso darle una lección que modificara su alma.
- Bien... -le replicó.- ¡Tendrás todo lo que deseas, si puedes atrapar el ChingoloPajarito parecido al gorrión, pero de canto agradable (N. del R.) de la felicidad!
- ¡Eso es muy fácil! -gritó entusiasmado Rafael.- ¡Lo cazaré rápidamente si me indicas dónde se encuentra o dónde tiene su nido!
El Ángel lo miró amargamente y después dijo:
- Sal mañana temprano de tu casa, sube a la montaña y al pasar por la cumbre nevada volará ante ti el pájaro que buscas. Si lo atrapas vivo podrás solicitar lo que quieras y te será concedido.
Dicho esto, el hermoso personaje desapareció, quedando Rafael maravillado y ansioso en espera del nuevo día para dedicarse a la caza de tan precioso animalito.
A la mañana siguiente, muy de madrugada, emprendió el camino de la montaña, y al llegar a lo cumbre nevada cruzó ante sus ojos el inquieto pajarillo que se fue a posar sobre una roca.
- ¡Éste es! -gritó el ambicioso, corriendo tras del animal.
Por supuesto, el veloz chingolo no se dejaba coger por el hombre, y así, de mata en mata y de roca en roca, llegaron hasta el mismo borde del precipicio.
Los ojos de Rafael se salían de sus órbitas y sus manos, temblorosas por la desmedida ambición, se agitaban en el aire con el deseo de atrapar el bello e inquieto talismán.
El pequeño chingolo, como jugando con el descontento, seguía su camino, a cortos saltos, hasta que a llegar al despeñadero, tendió sus alitas y voló hasta la otra ladera.
Rafael, ciego a todo peligro, impulsado por su vehemente afán de conseguir lo imposible, no percibió que allí mismo terminaba la roca e, inconsciente, cayó en la más profundo sima lanzando un terrible grito de angustia que resonó lúgubre en el silencio de la montaña.
Así pagó el hombre su terrible defecto, al correr enloquecido en seguimiento del Chingolo de la felicidad, que el misterioso Ángel había colocado en su camino para castigarlo por su afán de pretender lo imposible, instigado por tan desmesurada ambición.

domingo, 25 de marzo de 2012

La roldana maravillosa "cuento argentino"

En una humilde casa de campo, vivían, cierta vez, dos hermanas llamadas Rosa y Cristina.
Rosa por ser tan bella como la flor de su nombre era la mimada de sus padres y para ella eran todos los regalos, todos las fiestas y todas las dichas de la vida.
Cristina, por el contrario, era una niña humilde y dócil que había sido abandonada del corazón de sus padres y sólo la utilizaban en la casa como sirvienta, ordeñando las vacas por la mañana, haciendo la comida al mediodía, fregando los platos, lavando la ropa de todos y dando de comer a las aves que cacareaban en los corrales.
Tan injusta era la diferencia, que el vecindario estaba indignado y las habladurías llegaron hasta los más apartados rincones de la aldea.
Rosa, como es natural, pronto tuvo un novio rico y buen mozo, tan orgulloso e inútil como ella, con lo que colmó la ambición de los padres, que creían a la niña, por su belleza, como el astro de la familia.
Cristina, buena y sin manchas de envidia en su alma, se alegraba también de la felicidad de su hermanita y proseguía sus quehaceres domésticos, sin pensar nada malo de la frialdad de trato de cuantos la rodeaban.
La humilde niña, se levantaba del lecho al amanecer, iba al pozo a sacar agua, como primera faena, y escuchaba alegremente el chirrido de la roldana que le cantaba mientras iniciaba su rápido girar:

- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.

La chica respondía a este saludo mañanero con su risa angelical y miraba con cariño a la roldanita, que proseguía su canción estridente y alegre, mientras el balde ascendía hasta sus manos.
Pero para la pobre Cristina, las cosas iban de mal en peor, y la altiva Rosa, que como la del rosal, estaba llena de espinas, comenzó a despreciarla en tal forma, que los días se le hicieron amargos y las noches muy tristes.
Los padres, entusiasmados con el próximo casamiento, de la hermosa Rosa ni se acordaban de la otra hija, y sólo le hablaban cuando tenían que darle alguna orden terminante o para castigarla por faltas imaginarias.
Pero Cristina, paciente y buena, sufría todas estas injusticias y se consolaba llorando a solas, mientras proseguía sus rudos trabajos diarios.
Así continuó la vida, y todas las madrugadas, al llegar al pozo e iniciar sus faenas, la roldanita le cantaba...

- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.

La infeliz criatura un día no pudo acallar más su dolor y al oír la canción de la roldana, comenzó un lloro tan sentido y amargo que ésta, deteniendo su rápido andar, le dijo en tono grave:

- Sé que tú sufres y lloras
de la noche a la mañana...
pídele lo que desees
a tu amiga la roldana.

Cristina al escuchar la voz argentina de la pequeña rueda, no pudo contener un estremecimiento de alegría y mirándola con sus grandes ojos dulces, la respondió entre sollozos:
- Roldanita amiga, compañera de todas mis horas, sólo pido el amor de mis padres y el cariño de mi hermana.
- ¡Los tendrás! -fue la respuesta y prosiguió girando la frágil polea impulsada por los desnudos y fornidos brazos de la niña.
Al día siguiente, la casa se llenó de luz y se animó de alegría, abierta a todos los habitantes de la región que acudían a presenciar el casamiento de la hermosa muchacha, la niña mimada de sus padres.
Cristina no tuvo permiso para presenciar tan magnífica fiesta y se contentó con mirar todo desde lejos, mientras preparaba los manjares para la comida de bodas.
Sus ojos vertían copioso llanto y su corazón sufría en silencio tan gran injusticia, pensando lo desgraciada que era, por el olvido en que la tenía su familia.
La música y las risas, llegaban hasta la cocina y se mezclaban con los sollozos de la chica, que continuaba su labor sin odios ni rencores, pues éstos no tenían cabida en su alma.
Pero, hete aquí, que sucedió lo inesperado, como siempre suele acontecer cuando se cometen tan grandes injusticias.
Cristina necesitó sacar agua del pozo y se encaminó a él con los ojos enrojecidos y el corazón contrito.
Había iniciado el ascenso del balde lleno de agua cristalina, cuando escuchó la alegre voz de la roldana, que le decía:

- Querida amiga Cristina
yo cumpliré mi promesa,
saca lo que hay en el balde
y envidiarán tu belleza.

La niña, asombrada y curiosa, al escuchar la voz de su amiga, miró el cubo al llegar a sus manos y quedó maravillada y suspensa de lo que vio dentro de él.
En vez de agua, en el fondo había un voluminoso paquete con cintas de oro, que estuvo pronto entre sus dedos.

- Ponte todo lo que tiene
en vez de agua cristalina
y reinarás en la fiesta
mi buena amiga Cristina.

Así cantó la roldana entre sus chirridos estridentes y alegres.
La chica, con el paquete junto a su corazón palpitante, corrió a su modesta habitación y al abrirlo se encontró con un traje de extraordinario belleza, todo recamado de piedras preciosas de incalculable valor, un cintillo de perlas y diez anillos de oro rematados por deslumbrantes esmeraldas y rubíes.
Innecesario es decir que Cristina se desprendió enseguida de sus viejas ropas y se puso el extraordinario vestido, las esplendorosas alhajas y los adornos que había en el paquete, y mirándose luego al espejo quedó asombrada ante el cambio que había experimentado.
¡No podía creer lo que contemplaban sus ojos! Era ella... ¡sí! Pero... ¡qué cambiada! Hasta su cabello, como por arte de magia, aparecía debidamente peinado y su cara rosada y juvenil era ahora de una belleza fascinante, capaz de ser admirada por el más exigente galán.
Su entrada en el salón de la fiesta fue digna de una reina y cruzó entre los invitados, que la miraban mudos de asombro, en unión de sus padres, incapaces de comprender lo sucedido.
Desde aquel instante todos las ponderaciones fueron para ella y tanto su hermana Rosa como los indiferentes padres, creyeron ver en este milagro una dura lección por su desamor y despego, y abrazaron a la feliz y virtuosa Cristina que pasó a ser tan mimada y querida como su hermosa hermanita Rosa.
Las joyas y las piedras preciosas de su vestido de un valor incalculable, fueron vendidas, y con el dinero de tanta magnificencia compraron campos, edificaron una lujosa casa y vivieron todos felices por el resto de sus días.
Pero la dichosa Cristina no abandonó nunca a su amiga, la roldana maravillosa, y todas las mañanas iba al brocal del pozo y elevando el balde lleno de agua a rebosar escuchaba la voz de su amiga, que alegremente le seguía cantando:

- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
Buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.

jueves, 22 de marzo de 2012

El cóndor de fuego "cuento argentino"

Pues bien... vais a saber ahora la verídica leyenda del Cóndor de Fuego, que según algunas personas de la región, vivió hace muchísimos años en los más altos picos de la cordillera de los Andes.
En aquellos tiempos, trabajaba en los valles fértiles de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra del Fuego hasta América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso menos activo que los jóvenes de ágiles brazos.
Este hombre se llamaba Inocencio y era descendiente de uno de los bravos españoles que llegaron a estas tierras en la expedición de Francisco Pizarro.
Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se limitaba a trabajar y a guardar algunos centavos por si la desgracia le pusiera en cama enfermo.
Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre Jenaro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos valles escondidos en la gran cordillera.
Jenaro, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso, que todo lo supeditaba al oro, capaz de cometer un desatino, con tal de conseguir cuantas riquezas pudiera.
Para el bueno de Inocencio, Jenaro era un insensato, pero no llegaba más allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que existieran perversos en el mundo.
Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las cumbres, encontró caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se quejaba muy fuerte de terribles dolores.
- Pobre anciana -exclamó nuestro hombre y levantándola del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
La india se encontraba muy mal por una caída en los cerros y bien pronto, ante la angustia de Inocencio, le comenzaron las primeras convulsiones de la muerte.
Inocencio se afligió mucho por la desgraciada y sólo atinaba a llorar junto a la anciana que parecía sumida en un profundo sopor.
De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcada gratitud.
- Eres muy bueno, hermanito de las cumbres ­le dijo en un suspiro,- ¡tú has sido el único hombre, que al pasar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener tantas riquezas que puedas dar a manos llenas a los necesitados!
- Yo soy dichoso con mi vida, viejecita -respondió Inocencio.- ¡para mí, la mayor riqueza consiste en la tranquilidad espiritual!
- Es verdad -repuso la aborigen con voz entrecortada,- pero no es menos cierto que si pudieras disponer de grandes cantidades de oro, ¡muchos menesterosos tendrían ayuda y paz!
- Quizá tengas razón, pero ¿de dónde sacaría el oro que dices?
- ¡Yo te lo daré!
- ¿Tú? Una pobre india.
- Las apariencias engañan muchas veces, hijo mío -contestó la anciana sonriente.- ¡Yo siempre he vivido miserablemente, mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego!
- ¡El Cóndor de Fuego! exclamó Inocencio, con el más grande estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres.- Entonces... ¿es cierto que existe?
- ¡Es cierto... yo lo he visto... yo estuve a su lado!
- Dime, ¿cómo es?
- ¡Es un cóndor enorme, cuatro veces mayor que los comunes y su plumaje es totalmente rojo oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera y es el guardián eterno de la entrada de los grandes tesoros del Rey Tihaguanaco, jefe de mi raza, hace miles de años!
Inocencio no salía de su asombro y escuchaba tembloroso la interesante narración de la anciana.
- ¡Yo soy la última descendiente de esa raza de héroes, que se extinguió hace muchos siglos! -continuó la india.- ¡En las cumbres he estado muy cerca de la guarida del Cóndor de Fuego y he vivido en su compañía durante casi dos siglos, mantenida por el hermoso animal, que descendía a los valles solitarios para llevarme alimentos! ¡Muchas y muchas veces he entrado en las enormes cavernas donde duerme el maravilloso tesoro! ¡Cuando lo veas, creerás volverte loco! ¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo conocido, y con ellas tendrás dinero suficiente para alimentar y hacer felices a todos los menesterosos de la tierra!
- ¿Será posible? -exclamó Inocencio en el colmo del estupor.
- Tú mismo te cerciorarás de lo que digo -contestó la india suavemente.- ¡Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un hombre bueno, de vida acrisolada y de sentimientos nobles como los del mismo Dios! ¡Ese hombre tendrá como única obligación, recorrer el mundo repartiendo felicidad a los necesitados, edificando hospitales, asilos, colegios, sanatorios, y todo lo que sea posible en favor de la humanidad enferma o desgraciada! ¡Y... ese hombre, que tantos años busqué, ya lo he encontrado, casi a la hora de mi muerte! ¡Ese hombre eres tú, Inocencio!
- ¿Yo?
- ¡Sí! ¡Tú!
- ¡Cómo puedes saber que soy bueno, si apenas me conoces!
- ¡La sabia Quitral nunca se equivoca y tiene la virtud de leer la verdad en los ojos de los mortales.
- Entonces... ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego?
- ¡Sí... te lo diré, pero con una condición!
- ¡La que quieras! -exclamó el maravillado Inocencio.
- ¡Me jurarás cumplir con los deseos de mi raza! ¡Ese dinero nunca será empleado en armas, ni en campañas guerreras que son el azote de los humanos, ni será la base de ninguna maldad! ¡Ese dinero, se te entregará para el bien y la paz de todos los mortales! ¿Me lo juras?
- ¡Te lo juro! -exclamó el hombre con gran emoción.
- ¡Bien... ahora, escucha! La voz de la india se iba debilitando por momentos y su mirada se fijaba insistentemente en las pupilas de Inocencio.
Continuó:
- En mi dedo meñique de la mano derecha, tengo un anillo con una piedra verde, y sobre mi pecho cuelga de una cadena, una diminuta llavecita de oro. ¡El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo, y te cuide y te guíe hasta la entrada de¡ tesoro... la pequeña llavecita es la de un cofre que está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro del cual encontrarás el secreto para entrar a los sagrados sitios donde se halla tanta riqueza! ¡Cuando yo muera ... entiérrame simplemente junto a tu choza y emprende el camino de las cumbres! ¡Algún día volará sobre tu cabeza el hermoso Cóndor de Fuego; no le temas y cumple mis órdenes! ¡Ya te he dicho todo... ! Me voy tranquila, al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados.
Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre.
Mucho lloró Inocencio la muerte de tan noble anciana y cumpliendo sus deseos, la enterró modestamente junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su pecho.
Al otro día empezó su largo camino, en procura del Cóndor de Fuego.
Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Jenaro, que solapadamente había escuchado tras de la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riqueza, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido.
- ¡Ahora, seré yo quien encuentre tanta fortuna! -exclamó el temible Jenaro al ver a Inocencio tendido a sus pies.- ¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad.
Su fiebre de poder lo había convertido en un loco y sus carcajadas resonaban entre los pasos de la montaña, como si fueran largos lamentos de muerte.
Ansioso, Jenaro quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencia y olvidando la pequeña llavecita continuó el camino, sin pensar en el grave error que cometía.
Muchos días después, casi ya en las más altas cumbres de la montaña, recordó la diminuta llave, pero no hizo caso, ya que se imaginaba que de cualquier manera podría entrar a la caverna del tesoro, con la ayuda del Cóndor de Fuego.
Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes.
- ¡Ahí está! -exclamó el malvado.
El fantástico animal era imponente. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comunes y, su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas, despedían fulgores deslumbrantes como si fueran hechas de oro. Su pico alargado y rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos los irracionales de la montaña.
Jenaro tembló al verlo, pero, repuesto enseguida, alzó su mano derecha y le mostró al Cóndor de Fuego el precioso talismán de la piedra verde.
El carnicero gigantesco, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Después, lanzando un graznido ensordecedor, cayó de golpe sobre Jenaro y tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos con la velocidad de la luz.
El malvado se sintió sobrecogido de miedo, creyendo que le había llegado su última hora y cerró los ojos ante el inmenso abismo que se extendía a sus pies.
Los valles, los ríos y las mismas cumbres, desde tan prodigiosa altura, le parecían pequeñas cosas de juguete y pensaba aterrorizado que si el temible animal lo dejaba caer, su cuerpo se estrellaría entre los riscos y su muerte sería espantosa.
Pero nada de esto sucedió. El Cóndor de Fuego lo transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída del sol, descendió con velocidad fulmínea sobre las mismas cumbres de la enorme montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado.
El corazón del miserable palpitaba emocionado, al darse cuenta de que estaba muy cerca del codiciado tesoro que le haría el más poderoso de la tierra.
El Cóndor de Fuego, una vez que lo abandonó, se detuvo junto a él y lo contempló como esperando órdenes. El anillo de la piedra verde cumplía la misión de obligar a la terrible ave a servir de guía y guardián de su poseedor.
Jenaro, más tranquilo, miró el punto en donde lo había dejado el monstruo y vio muy cerca, casi al alcance de su mano, una enorme entrada de caverna, escondida en las nubes eternas.
- ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el codicioso, elevando su frente con gestos de loco.- ¡Ahora el mundo temblará con mi poder sin límites!
En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra, llena de inscripciones indescifrables.
- ¿Cómo haré para abrirla? -se preguntaba Jenaro impaciente.- ¡La llavecita olvidada hubiera sido el remedio, pero... me ingeniaré para entrar!
Tanteó la puerta y perdió sus esperanzas, al darse cabal cuenta de que ni millares de hombres hubieran podido franquear tan gigantesco trozo de granito.
- ¡Lo haré saltar con la pólvora de mis armas! ­dijo sin meditar las consecuencias de su acción. Y acto seguido se puso a juntar todo el polvo explosivo de sus cartuchos hasta fabricar una pequeña mina, que enseguida colocó bajo la majestuosa entrada.
Mientras tanto, el Cóndor de Fuego, lo contemplaba en silencio desde muy cerca, y sus ojos refulgentes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja, ya que de tiempo en tiempo brotaban de su garganta graznidos amenazadores.
Jenaro, sin recordar al monstruo, e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña.
Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro de Tihaguanaco cayó hecha trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y obscura caverna.
- ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el demente entre espantosas carcajadas, pero una terrible sorpresa le aguardaba.
El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo hasta más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Jenaro se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia.
Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua, y allí continuará por los siglos de los siglos, custodiado desde los cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.

lunes, 19 de marzo de 2012

El enanito de la llanura "cuento argentino"

Don Juan el colono, era un hombre bueno, lleno de méritos, ya que desde hacía muchos años labraba la tierra para alimentar a su numerosa familia.
Sus campos eran grandes y en ciertas épocas del año, se cubrían de verduras o de frutos, según fuera el tiempo de las diversas cosechas, ayudado siempre por los brazos de su mujer y de sus hijos que trabajaban a la par del jefe de la familia.
Don Juan el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba sin dificultades, entre las alegrías de los niños y las horas de trabajo que para él eran sagradas.
Muchos años fue ayudado por la mano de Dios para levantar buenas cosechas y de esta manera pudo ir acumulando algunos centavos, ya que el ahorro es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre que tenga hijos que atender.
Pero, hete aquí que llegó la desgracia a las tierras del buen labrador, con la aparición de una plaga de ratas que de la noche a la mañana, convirtieron sus fértiles huertas en un desierto y sus hermosos frutales en esqueléticos ramajes sin una sola hoja que los protegiera.
Don Juan el colono, se desesperó ante tamaña desgracia y procuró por todos los medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue en vano, ya que los roedores proseguían su obra de destrucción sin miramientos y sin conmoverse por las lágrimas del humilde trabajador de la tierra.
Una noche, don Juan el colono, regresó a su casa, muerto de fatiga por la inútil lucha y sentándose entristecido, se puso a llorar en presencia de su mujer y de sus hijos que también se deshicieron en un mar de lágrimas, al ver el desaliento del jefe de la familia.
- ¡Es el término de nuestra felicidad! -gemía el pobre hombre mesándose los cabellos.- ¡He hecho lo posible por extirpar esta maldita plaga, pero todo es inútil, ya que las ratas se multiplican de tal manera que terminarán por echarnos de nuestra casa!
La esposa se lamentaba también y abrazaba a sus hijos, presa de gran desesperación, ante el desastre que no tenía visos de terminar.
En vano el pobre colono quemó sus campos, envenenó alimentos que desparramaba por la propiedad e inundó las cuevas de los temibles enemigos que, en su audacia, ya aparecían hasta en las mismas habitaciones de la familia, amenazando con morder a los más pequeños vástagos del atribulado hombre.
Don Juan el colono, tenía en su hijo mayor a su más ferviente colaborador. Éste era un muchacho de unos catorce años, fuerte y decidido, que alentaba al padre en la desigual lucha contra los implacables devastadores de la llanura.
El muchacho, de nombre Pedro, aun mantenía esperanzas de triunfo, y se pasaba los días y hasta parte de las noches, recorriendo los surcos y apaleando enérgicamente a las bien organizadas huestes de ratas que avanzaban mostrando sus pequeños dientes blancos y afilados.
Mas para el pobre niño también llegó la hora de¡ desaliento y una noche, al regreso de su inútil tarea, se tiró en su cama y comenzó a derramar copioso llanto, presa de una amarga desesperación.
- ¡Pobre padre! -gemía el niño.- ¡Todo lo ha perdido y ahora nos vemos arruinados por culpa de estos endiablados animalitos! ¿Qué podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos?
- ¡No te aflijas mi buen Pedro! -le contestó una débil voz, llegada de entre las sombras de la habitación.
El niño se irguió sorprendido y temeroso, ya que había escuchado claramente las palabras del intruso, pero no lo distinguía por ninguna parte.
- ¿No me ves? -volvió a preguntar la misma voz, con risa irónica.
- ¡No, y sin embargo te escucho, -respondió Pedro dominado por un miedo invencible.
- No te asustes, porque vengo en tu ayuda, mi querido Pedro -,volvió a decir la misteriosa voz.­ Mira bien en todos los rincones de tu cuarto y me hallarás.
El muchacho buscó hasta en los grietas de la madera al intruso, pero todo fue inútil y ya cansado volvió a pedir, casi suplicante:
- ¡Si eres el espíritu del mal que llega para reírse de nuestra desgracia, te ruego que me dejes!
- ¡No soy el espíritu del mal, sino, por el contrario, tu salvador! -le respondió la voz, aun más cerca.- Mira bien y me hallarás.
Pedro inició de nuevo la búsqueda, la que le dio igual resultado que la vez primera y presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la puerta para demandar ayuda a su padre.
- ¡No te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado! -escuchó nuevamente.
- Pero... ¿dónde? ¡Preséntate de una vez!
Una risa larga y sonora le respondió y acto seguido apareció la diminuta figura de un enano, sobre la mesilla de noche del muchacho.
- ¡Aquí me tienes! -dijo el hombrecito.- Ahora me puedes mirar a tu gusto y supongo que te desaparecerá el miedo que hace temblar tus labios.
Pedro, en el colmo del asombro, contempló a su extraño interlocutor, que desde su sitio lo saludaba sacándose un enorme gorro color verde que le cubría por entero la cabeza.
Mudo de admiración analizó al intruso. Era un ser humano, magníficamente constituido, de larga barba blanca, ojos negros, cabellos de plata y rosado cutis, vestido a la usanza de los pajes de los castillos feudales de Europa, pero que no medía más de tres centímetros de estatura, lo que le facilitaba ocultarse a voluntad de las miradas indiscretas.
- ¡Ahora ya me conoces! -dijo por fin el enanito, después de largo silencio.- ¿Te gusto?
- Eres un hombrecillo maravilloso -respondió el niño.- ¡Jamás he visto una cosa igual!
- ¡Como qué soy el único ser, en la tierra, de tales proporciones! -respondió él visitante con una carcajada.
- ¿Cómo has podido entrar en mi cuarto?
- ¡Hombre! ¡Para un ser de mi estatura, nada difícil es meterse en cualquier parte!. ¡He entrado a tu habitación por la cueva de los ratones!
- ¡Es extraordinario! -exclamó Pedro, contemplando con más confianza a tan fantástico y diminuto visitante.
- ¡Aunque mi tamaño es muy pequeño -continuó el vejete,- mi poder es ilimitado y ya lo quisieran los hombres que por ser de gran estatura, se creen los reyes de la creación! ¡Pobre gente!- continuó con un dejo de desprecio.- ¡Viven reventando de orgullo y son unos míseros gusanos incapaces de salvarse si algún mal los ataca! ¡Me dan lástima!
- ¿Y tú, todo lo puedes?
- ¡Todo! ¡Mi pequeñez hace que consiga cosas que vosotros no podríais lograr jamás! ¡Me meto donde quiero, sé cuanto se me ocurre y ataco sin que me vean!
- ¿Tienes mucha fuerza? -preguntó de nuevo el muchacho.
- ¡Mira! -respondió el enano y levantó el velador, con una sola mano, rojo su semblante, como lo hubiera hecho un atleta de circo.
Pedro gozaba admirado y sonreía ante el inesperado amigo, que subido por uno de sus hombros, se colgaba de una de sus orejas.
- ¡Eres tan pequeño como mi dedo meñique! ­exclamaba el chico sin querer tocar al hombrecito por miedo de hacerle daño.
- ¡Pero tan grande de alma como Sansón! -le respondió gravemente el minúsculo ser humano.
Pedro lo contempló con incredulidad.
- ¿Qué puedes hacer con ese tamaño?
- ¡Todo! ¡Para ti será difícil creerlo, pero dentro de muy poco tiempo te lo demostraré!
- ¿De qué manera?
- ¡Ayudándote en tu lucha contra las temibles ratas de la llanura!
- ¿Serás capaz de eso?
- Capaz de eso y de mucho más -respondió el enano ensanchando su pecho.- ¡Ya lo verás!
- ¿Tienes algún secreto o talismán misterioso?
- ¡Tengo el poder ilimitado de hacerme obedecer por los pequeños animales de mis dominios!
- ¡Explícamelo todo! -dijo el muchacho mirando ahora con mayor respeto al hombrecillo, que en aquel instante se había sentado sobre la palma de su mano derecha.
- ¡Es bien fácil! ¡Con paciencia durante muchos años, porque has de saber que cuento ciento cincuenta abriles, he dominado a las aves de rapiña y poseo un ejército bien disciplinado de caranchos y aguiluchos que sólo esperan mis órdenes para atacar a los enemigos!
- ¡Es increíble!
- ¡Pero exacto! ¡La constancia es la madre del éxito y yo he conseguido lo que ningún hombre de la tierra ha logrado!
- ¿Me ayudarás entonces en mi lucha contra las ratas que han arruinado a mi padre?
- ¡A eso he venido! ¡Mañana, a la salida de¡ sol, mira desde tu ventana lo que pasa en la llanura, y te asombrarás con el espectáculo! ¡Y... ahora me voy! ¡Tengo que preparar mis huestes para que no fracasen en la batalla! ¡Mañana volveré a visitarte!
Y diciendo estas últimas palabras, descendió por la pierna del maravillado Pedro y en pocos saltitos se perdió por una entrada de ratones que había en un rincón de¡ cuarto.
El muchacho, con entusiasmo sin límites, corrió a la alcoba de su padre, Juan el colono y le refirió la fantástica visita que había tenido momentos antes.
- ¡Has soñado! -respondió el labrador después de escuchar a su hijo.- ¡Eso que me dices sólo lo he leído en los cuentos de hadas!
- ¡Pues es la pura verdad, padre! -contestó el chico.- Y si lo dudas, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha prometido venir con su poderosas huestes de aves de rapiña.
Juan el colono se sonrió, creyendo que su hijo había tenido un alocado sueño y le ordenó volviese a la cama a seguir su reposo.
Pedrito no durmió aquella noche y esperó los primeros resplandores del día con tal ansiedad, que el corazón le latía en la garganta.
Por fin apareció la luz por las rendijas de la puerta y el muchacho, tal como se lo había pedido el enanito, se puso a contemplar el campo desde su ventana, a la espera del anunciado ataque.
Las mieses habían desaparecido por completo y en la tierra reseca se veían merodear millones de ratas que chillaban y se atacaban entre sí.
De pronto, en el cielo plomizo del amanecer, apareció en el horizonte como una gran nube negra que, poco a poco, cubrió el espacio como si cayeran otra vez las sombras de la noche.
Estático de admiración, no quería creer lo que contemplaban sus ojos.
¡La nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos y de chimangosave de rapiña (N. del R.), que en filas simétricamente formadas, avanzaban en vuelo bajo las nubes, con admirable disciplina, precedidos por sus guías, aves de rapiña de mayor tamaño que les indicaban las rutas a seguir!
Pedro, ante el extraordinario espectáculo, llamó a sus padres a grandes gritos; acudieron éstos y quedaron maravillados también de las escenas fantásticas que contemplaban.
¡De pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera una orden misteriosa, se precipitaron a tierra con la velocidad de un rayo y en pocos minutos, después de una lucha sangrienta y despiadada, no quedó ni una rata en la llanura!
- ¡Es milagroso! -exclamaba Juan el colono abrazando a su hijo.- Tu amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que me contabas, querido mío!
La batalla mientras tanto, había terminado y las aves iniciaban la retirada en estupendas formaciones, dejando los campos del desgraciado labrador limpios de los temibles enemigos que tanto mal le habían causado.
A la noche siguiente, Pedro esperó a su amiguito salvador, el hombrecillo de la llanura, pero éste no llegó y el muchacho, desde entonces, todas las noches lo aguarda pacientemente, en la seguridad de que alguna vez tornará a su cuarto y se sentará tranquilamente en la palma de su mano, para conversar de mil cosas portentosas, imposibles de ser llevadas a cabo por los hombres normales que se decepcionan al primer fracaso.

viernes, 16 de marzo de 2012

El alcalde presuntuoso "cuento argentino"

En cierta ocasión, y en la entonces pequeña ciudad de Salta, capital más tarde de la provincia argentina del mismo nombre, existía un alcalde orgulloso y antipático, que era odiado por la población por su estúpida manía de avasallar a la gente.
El mal incurable de este alcalde, le hacía cometer infinidad de yerros, ya que todo el que se cree superior a los demás mortales y tiene la debilidad de declararlo, sólo consigue ser aborrecido por cuantos lo conocen y lo tratan.
La humildad para este hombre insoportable, era debilidad de tontos y no comprendía que una de las mejores virtudes de los humanos es precisamente el conocerse a sí mismo y no pretender ir más allá de lo que le permitan sus medios y su inteligencia.
Los consejeros del gobernante intentaron inútilmente hacerte comprender lo perjudicial de su defecto y terminaran por cansarse y dejar al insensato librado a su suerte.
Una tarde en que el alcalde se paseaba por los alrededores de la ciudad acompañado de uno de los más ancianos consejeros, tropezó en el camino con una serpiente de gran tamaño, que yacía muerta entre la hierba.
- ¡Mira! -exclamó el alcalde, señalando al repugnante reptil.- ¡Alguien ha luchado contra este animal!
- Efectivamente -contestó el consejero y, aprovechando la coyuntura de tan desagradable hallazgo, le pidió al ilustre orgulloso, permiso para referirle un cuento que venía muy al caso.
El señor alcalde aceptó con gusto la prometida narración, en espera de algo interesante, pues el consejero tenía fama de listo y ameno, y así, esa tarde apacible, los dos hombres se sentaron sobre una piedra del camino y el anciano, después de unos momentos de silencio, comenzó:
- ¡Pues bien... el cuento que le voy a narrar, sucedió en las maravillosas épocas en que los animales hablaban como nosotros y pensaban quizá mejor que nosotros!
Era en un país remoto de esta parte del mundo, conocido actualmente por América, y en un vasto desierto de hierba, que llegaba hasta el horizonte.
En dichos parajes convivían infinidad de razas de animales, que pasaban su existencia tranquilamente, bebiendo en las cristalinas aguas de los ríos o comiendo los hermosos y fragantes frutos de la encantadora región.
Un sol tibio los calentaba de día, y por las noches una luna grande y plateada los acariciaba desde los cielos.
Como es natural, las razas de animales eran múltiples y allí estaban unidos, desde los más variados reptiles hasta los más veloces pájaros.
Pero como no todo es color de rosa en este pícaro mundo, también las pasiones se cobijaron en las almas de los irracionales de mi cuento y florecían la envidia con su corte de sombras, el odio, la venganza y otros innumerables horribles defectos, iguales a los que hoy anidan en la mayoría de los corazones humanos.
En dicho país, vivía su mísera existencia una gran serpiente de hermosa piel pintada, que por su poder y aspecto era temida por los demás animales de los contornos.
La tal serpiente se paseaba dominadora por las frescas hierbas y se enorgullecía del pavor que despertaba su presencia y que, ingenua, tomaba por sumisión y respeto.
Indiscutiblemente, el animal era invencible y lo había demostrado una y mil veces en terribles luchas contra pumas, tigres y otras fieras, que habían muerto ahogados por sus anillos de poder sin igual.
Pero la serpiente no estaba contenta con su suerte, ya que es común que ni el más poderoso se sienta satisfecho de su destino, y envidiaba el vuelo de las raudas aves, que cruzaban sobre su cabeza, haciendo mil maravillosas curvas en el azul infinito.
- ¡Eso es lo que me falta para ser la dominadora del mundo! -exclamaba llena de envidia, mientras sus amarillos ojos seguían una bandada de blancas palomas que se perdían en el horizonte.- ¡Si yo tuviera alas, me convertiría en el rey de la tierra y de los cielos!
Y llena de loca furia se enroscaba en los troncos de los árboles, mitigando su ira con ensordecedores silbidos que espantaban a los otros animales de aquellos campos.
Una mañana que dormitaba nuestra serpiente junto a los restos de un pobre animalito que había muerto momentos antes, por casualidad se posó a su lado una hermosa águila blanca que la miró con curiosidad.
- ¡Eh! ¡Amiga reptil! -le gritó- ¿puedo devorar algunos pedazos de ese cervato que tienes a tu lado?
La serpiente, bruscamente despertada, irguió su cabeza llena de furor ante la insolencia de la osada ave que así se atrevía a dirigirle la palabra y le contestó con aire de desafío:
- ¡Si quieres comida, vete a buscarla! ¿Acaso no te sirven de nada tu afilado pico y tus fuertes garras?
- ¡Me sirven de mucho -le contestó el águila,- pero hoy no he visto una buena presa desde las alturas, y tengo apetito!
La serpiente se rió con ganas.
- ¿De manera -contestó en el colmo del orgullo- que apelas a mí para saciar tu hambre? ¡Es natural! ¡Con esto me demuestras que yo valgo más que todos los seres de la tierra, y que mi poder es ilimitado e insuperable! ¡Ningún animal me ha vencido hasta hoy y todos me respetan y me temen!
- ¡Es verdad -contestó el águila mirando a la serpiente desde lejos- me doy cabal cuenta de tu fuerza y de tu habilidad para arrastrarte en silencio y sorprender a tus víctimas, pero... te falta algo para convertirte en la reina de la creación!
- ¿Qué? -preguntó el repugnante animal, levantando su achatada cabeza.
- ¡Mis alas! -le respondió el águila, batiendo su plumaje, para dar más fuerza a sus palabras.
- ¡Es verdad! -exclamó con amargura la serpiente.- ¡Eso es lo que anhelo poseer, ya que con alas, dominaría la tierra y los cielos!
- ¿Has intentado volar?
- ¡Sí, pero inútilmente!
- ¿Desearías, hacerlo?
- ¡Daría la mitad de mi vida! -respondió el ofidio con un movimiento de sus ojillos brillantes.
El águila supo sacar provecho de los anhelos fantásticos de su interlocutora y prontamente dijo:
- Pues... ¡es fácil! ¡Yo te enseñaré a volar, si me das los restos de tu comida!
- ¡Trato hecho! -contestó la serpiente y dejó que el ave saciara su voraz apetito.
Una vez terminado el almuerzo, el águila inició sus difíciles lecciones.
- ¡Mira -dijo- volar no es una cosa del otro mundo y sólo consiste en perder el miedo al espacio! ¡Todo es cuestión de audacia y buena voluntad! ¡Ya me ves a mí! ¡Antes no sabía cernirme entre las nubes y ahora domino los cielos con mis alas! ¡Procura hacer lo mismo y triunfarás!
- Pero... ¿cómo?- preguntó interesada la discípula.
- ¡Déjame que te eleve entre mis garras y cuando estemos a muchos metros de la tierra, te enseñaré como puedes quedarte en las alturas!
La serpiente, en su deseo insano de pretender lo imposible, aceptó ciegamente el ofrecimiento y se dejó elevar por el ave que muy pronto la suspendió en los espacios sin límites.
- ¿Te gusta? -le preguntó en un chillido.
- ¡Es maravilloso! -respondió la incauta.­ ¡Ahora sí que dominaré al mundo!
- ¡Bien -continuó la improvisada profesora­ ahora debes aprender a saber caer!
¡Y al terminar la frase abrió sus garras y la serpiente, privada de sostén, se precipitó a tierra, estrellándose en el duro suelo!
- ¡Este es mi cuento! -terminó el consejero mirando detenidamente al alcalde.- ¡El deseo de querer ser más de lo se puede, perdió al orgulloso animal, que más tarde fue devorado por las alimañas que antes tanto la habían temido!
¡El alcalde comprendió el significado del cuento y desde entonces separó de su corazón su fatuidad y sus anhelos de dominio, para proseguir por la vida, mansamente, alejando de sí todo lo que pudiera conducirlo a pretensiones, vanidades y orgullos mal entendidos, que lo precipitarían sin remedio, al triste fin del repugnante reptil!

martes, 13 de marzo de 2012

El caballito incansable "cuento argentino"

¿Habéis oído hablar de caballito incansable? ¿No? Pues, entonces, yo os contaré una historia muy interesante sucedida hace muchos años, cuando los ejércitos argentinos combatían tenazmente por su libertad.
Dicen los que saben, que después del gran triunfo que el general don Manuel Belgrano obtuvo sobre los realistas en la memorable batalla de Salta, necesitó un mensajero que trajera a la ciudad de Buenos Aires la extraordinaria noticia de la gloriosa victoria.
En el ejército de Belgrano había muy buenos jinetes, ya que estaba formado en su mayoría por gauchos que, como es sabido, son los más diestros domadores de caballos del mundo entero.
Belgrano hizo formar a los hombres que juzgaba más aptos para tan delicada empresa y ordenó dieran un paso adelante los que se sintieran capaces de tan enorme y loable esfuerzo.
- Mis queridos soldados -dijo el general.- ¡Necesito un chasquimensajero que lleve a la capital mi parte de batalla! ¡El hombre que se arriesgue a tan dura prueba, ya que deberá recorrer miles de kilómetros, debe tener presente que no descansará ni un minuto durante el viaje y que sólo hallará reposo una vez entregado el documento! ¿Quién se anima?
¡Ni uno de los soldados se quedó quieto! Todos dieron un paso adelante en espera, cada uno, de ser elegido por el general.
Belgrano, orgulloso de la valiente actitud de sus hombres, paseó la mirada por la larga fila de caras nobles y curtidas y titubeó en la elección, ya que todos le parecían capaces de afrontar la peligrosa marcha.
En un extremo de la fila estaba rígido y pálido, un joven moreno, que miraba a su jefe con ojos ansiosos, como anhelando que se fijara en él.
Belgrano aun no había decidido, cuando el muchacho, impulsado por sus deseos, se adelantó hacia el general y cuadrándose a pocos pasos de éste, te dijo con voz serena pero conmovida:
- ¡Señor! ¡Yo quisiera llevar ese parte!
- ¿Te atreves? ¡Es muy largo el camino! -respondió el héroe.
- ¡Nada me detendrá! ¡Juro por Dios y por la Patria, que llegaré a Buenos Aires en el menor tiempo posible!
Tal simpatía y franqueza brotaba de los ojos del desconocido, que Belgrano no vaciló más y entregándole un voluminoso sobre, le dijo, mientras estrechaba su mano:
- ¡Aquí está mi parte de batalla! ¡En ti confío para que sea puesto en manos de mi Gobierno! ¡Deberás correr rápido como la luz por montes, sierras, cumbres y desiertos, sin que nada te detenga hasta atar tu caballo en el palenquevalla de madera que se colocaba delante de la puerta de las viviendas, para que los visitantes ataran sus cabalgaduras. (N. del R.) del Cabildo de Buenos Aires!
- ¡Está bien, señor! -respondió el muchacho.
Belgrano continuó:
- ¡En el largo camino, encontrarás muchas postas y ranchos amigos, en donde podrás cambiar de cabalgadura, deteniéndote lo indispensable para ensillar el animal de refresco! ¡No te dejes engañar por ninguno que intente entorpecer tu misión y muere antes de que te arrebaten este sobre!
Benavides, que así se llamaba el joven soldado, rojo de orgullo, recibió los papeles de manos de Belgrano y después de elevar su mirada a la bandera azul y blanca que hacía pocos días flameaba como símbolo de la patria, montó en su caballo alazán que partió al galope, ante los ¡viva! de sus compañeros, que lo vieron perderse entre las cumbres lejanas.
La primera posta para cambiar de cabalgadura distaba tan sólo diez leguas, las que fueron cubiertas por el brioso alazán de Benavides en pocas horas.
El dueño del rancho, no bien vio llegar a un soldado del ejército libertador, dispuso todo lo necesario para que cambiara de animal y sacando de un corral un caballo tostado, se lo ofreció a Benavides.
El muchacho se disponía con gran prisa a desensillar su valiente alazán, cuando ocurrió algo tan inesperado que lo conmovió en todo su ser.
El caballo, al ver a su amo desmontar y observar los preparativos del cambio, lanzó un estridente relincho en el que claramente se oyó que decía:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Benavides no dio crédito a lo que oía y prosiguió en su trabajo de aflojar la cincha, cuando, otra vez, el relincho del alazán rompió el silencio, y entonces con más energía...
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
¡No cabía dudar! ¡El caballo había hablado!
¡El mensajero, pálido como un muerto, miró al noble bruto con curiosidad y estupor y sólo contempló unos ojos negros y grandes que parecían implorarle que no lo abandonara!
Y decidido, volvió a ensillar a su valiente compañero y emprendió de nuevo la marcha a gran velocidad, pasando por escarpados caminos de montaña que ponían en peligro la vida del chasqui.
¡Pero el alazán, dócil y animoso, sin dar la más pequeña muestra de cansancio, cruzó las cumbres y descendió a la llanura!
¡Llegaron a la segunda posta!
Benavides desmontó de un salto y pidió un caballo de repuesto, en la certeza de que su alazán ya no resistiría más tan extraordinario esfuerzo, pero cuál no sería su sorpresa, el oír el relincho agudo que de nuevo expresaba:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
- ¡No puede ser! -exclamó el jinete.- No hay ser en el mundo capaz de afrontar tal desgaste. ¡Te dejaré aquí!
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir! -repitió el caballo en otro relincho sonoro y después se acercó a su amo, acariciándole las manos, con su belfo tibio y cubierto de espuma.
El muchacho no vaciló más y creyendo en un milagro, otra vez montó en su noble amigo emprendiendo el camino peor de toda la travesía: el desolado desierto de Santiago del Estero, tan espantoso y solitario como los temibles arenales africanos.
Así, bajo un sol abrasador, pisando la arena ardiente, galopó todo el día, deteniéndose a ratos para dar descanso a su maravilloso alazán, que sin mostrar fatiga, lo miraba como invitándole a continuar la marcha.
Varias aves de rapiña revoloteaban por encima de sus cabezas, esperando que caballo y jinete cayeran rendidos, para lanzarse sobre ellos y llenar sus buches de comida fresca.
Pero el alazán no se daba por vencido y así prosiguió toda esa noche, con su constante galope corto y parejo, hasta que los primeros rayos del sol los sorprendieron junto a la tranquerapuerta que se coloca en los cercados de alambre con que se circunda un campo. (N. del R.) de la tercera posta del largo trayecto.
- Esta vez sí te cambiaré -dijo el muchacho echando pie a tierra.- ¡Has probado ser bueno, pero si continúas así reventarás! -Y comenzó la tarea de desensillar, mientras el dueño de la posta le preparaba otro caballo negro y lustroso.
Pero la sorpresa de Benavides llegó a su colmo, cuando volvió a oír el relincho del noble bruto, su lastimera petición:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
El jinete desde entonces prosiguió la marcha con un miedo casi supersticioso y al llegar a cada posta, escuchaba el agudo relincho que le volvía a suplicar...
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Así continuó el soldado su camino, durante días, que se convirtieron en semanas, cruzando llanuras, lomas, caudalosos ríos, arenales inhospitalarios, bosques poblados de alimañas y, en cada posta que se detenía para el relevo, el alazán alargaba su pescuezo, sacudía su cuerpo sudoroso y lanzaba a los vientos su potente relincho que más bien parecía un clarín de batalla:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Por fin, un día, desde la pampa solitaria, Benavides y el alazán, contemplaron a la distancia, las torres de las iglesias de Buenos Aires y los tejados rojos de sus casas.
¡Estaban llegando!
Breves momentos después, hacían su triunfal entrada por la calle de la Reconquista y penetraban en la ansiada Plaza de las Victorias, donde se levantaba el Cabildo, punto terminal de tan maravilloso viaje.
¡Benavides no cabía en sí de orgullo!
Como lo juró al heroico general Manuel Belgrano, ató su noble y tenaz caballo en el palenque de la Casa histórica y entregó el sobre que contenía el parte de la batalla de Salta a los hombres que gobernaban en aquel tiempo el país.
¿Y el alazán?
¡El alazán había cumplido con su deber!
¡Entonces, se sintió rendido! ¡Una angustiosa fatiga lo dominó hasta hacerlo arrodillar en el suelo áspero de la calle!
La gente lo contemplaba dolorida y suspensa. ¡Un estremecimiento de muerte agitó sus patas y lanzando un postrer relincho, que semejaba al toque de clarín de la victoria, cayó para siempre entre un charco de sangre que brotó de sus narices!
¡El noble bruto había realizado algo maravilloso, casi increíble, y esto... no era sino un ejemplo sencillo de lo que puede el poco esbelto caballito criollo, nervioso y crinudo, pero de una resistencia inigualada por sus congéneres del mundo!
A ese animal pequeño y valiente... a esos nobles amigos que pueblan los campos argentinos, es a los que un gran poetaBelisario Roldán. (N. del R.) les ha cantado en estrofas inolvidables:

"¡Caballito criollo del galope corto,
del resuello largo, del instinto fiel...
Caballito criollo que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él!"

¡Y ésta es la verídica historia del caballito incansable!

sábado, 10 de marzo de 2012

Los Zapatos Voladores "cuentos argentinos"

Cierta vez, en el reino del cacique Calfucir, durante la dominación india de los territorios de América, el influyente soberano de la gran tribu de los tehuelches, que se extendía en todo el Sur de la hoy República Argentina, tuvo graves desavenencias con otro jefe llamado Rayén, que ejercía su autoridad en aquel tiempo, sobre los grupos aborígenes araucanos, que poblaban el lado occidental de la cordillera de los Andes, hoy República de Chile.
Motivó la situación de odio mortal entre los dos grandes caudillos el que Rayén, en un viaje de cortesía que efectuó por la pampa, se enamoró locamente de la princesa Ocrida, hija de Calfucir.
- ¡Dámela por mujer! -había suplicado Rayén al soberano tehuelche.
- ¡Nunca! -respondió el anciano monarca blandiendo su enorme lanza de combate.- Ocrida se casará con un joven de su raza y no con un araucano enemigo de los indios pampas.
Rayén, ante esta contestación arrogante y desafiadora, se retiró a sus tierras lleno de rencor y con propósitos de venganza; y convocando al Consejo de Ancianos de sus vastos dominios, resolvió reunir un poderoso ejército e invadir las grandes llanuras, dominio del padre de la hermosa Ocrida.
A las pocas lunas, ya que de esta manera los aborígenes medían el tiempo, millares de araucanos iniciaron la marcha, para cruzar las elevadas cumbres de la cordillera de los Andes, lo que lograron después de múltiples peligros, al transponer las enormes montañas, pasando ríos caudalosos, cimas casi inaccesibles y senderos interrumpidos por las rocas y rodeados de abismos.
Una tarde, cuando el sol ya se ponía por el lejano horizonte, las huestes de Rayén se lanzaron como un huracán sobre la pampa, y sorprendieron a las tribus de Calfucir, las que nunca pudieron imaginar que los araucanos intentaran la temeraria empresa de atravesar las monumentales cumbres andinas.
La batalla fue de corta duración, y aunque los tehuelches presentaron una tenaz resistencia, fueron vencidos por los hombres del país de Arauco, que después de dar muerte a muchos guerreros, raptaron a la hija de Calfucir, la bella Ocrida, para entregarla a su jefe el bravo Rayén.
La infeliz princesa, acomodada en un improvisado palanquín fue conducida al lejano país de su raptor por los accidentados caminos que cruzan los nevados picachos. El viaje duró varias lunas, ya que en esos días había dado comienzo el invierno y caído sobre la cordillera tan enorme cantidad de nieve que, al obstruir las sendas, dificultaba la lenta marcha de la comitiva.
Rayén recibió la noticia con muestras de la mayor alegría y ordenó inmediatamente se festejara la gran victoria obtenida sobre los hombres de la llanura y el rapto de la mujer a quien tanto quería a la que pensaba hacer su esposa cuando las flores de la araucaria, el árbol sagrado, cubrieran de blanco los caminos de su reino.
Por supuesto, la desgraciada prisionera lloraba angustiada, al recordar su lejana patria, sus vastas pampas y el amor de su padre que, apenado, lamentaría su involuntaria ausencia.
A todo esto, el soberano de los tehuelches, desesperado no sólo por la derrota sufrida sino por la pérdida de su hija, no sabía qué decisión adoptar en venganza del agravio y pasaba los días encerrado en su toldo, triste y meditabundo, pensando en el mal destino que la suerte había deparado a su querida Ocrida.
- ¡Ya no la veré más! -gritaba sin consuelo.­ ¡Pobre hijita mía! ¡Mil veces preferiría su muerte, a su vida en manos del odiado Rayén!
Los ancianos de la tribu estaban también desconcertados, al no hallar el medio de rescatar a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes para luchar contra las aguerridas fuerzas araucanas que defendían los difíciles pasos de la gran cordillera.
Como una última esperanza, el rey Calfucir dictó una proclama que hizo pregonar hasta en los más lejanos puntos de su reino, por la que ofrecía la mano de la bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que consiguiera restituirle la dolorida cautiva.
Muchos jóvenes tehuelches intentaron llegar a las tierras de Arauco en procura de la princesa, pero fueron descubiertos y muertos por los centinelas de Rayén que vigilaban noche y día los caminos de la montaña.
En el tiempo de este suceso y en una apartada región de la pampa, sobre el caudaloso río Colorado, vivía un pastor de guanacosMamífero rumiante que habita en los Andes meridionales. Es de cabeza pequeña, cuello largo y erguido, cuerpo cubierto de abundante pelo largo y lustroso y patas largas y delgadas. (N. del R.) llamado Catiel, quien al escuchar de boca de los pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a tan magna aventura, se propuso intentar el fantástico viaje, encaminándose a las tolderías de Calfucir para ofrecer sus servicios.
- ¡Aquí estoy majestad! -dijo el valiente Catiel, arrodillándose ante su señor.- ¡Yo procuraré traer la tranquilidad y la alegría a la nación Tehuelche, rescatando a la hermosa Ocrida de manos del sanguinario y cruel Rayén!
- ¡Hijo mío -contestó el dolorido cacique,- si consiguieras ese milagro, serías mi súbdito predilecto y el feliz esposo de mi desdichada hija!
Catiel, sin temor ni vacilaciones inició la empresa y después de varias lunas llegó hasta los primeros pasos de la enorme cordillera, casi sobre las fronteras de su país con la tierra de los araucanos.
¡Pero... allí comenzaron las grandes dificultades! El macizo andino estaba cubierto de nieve y sus difíciles sendas eran intransitables para la planta humana, no sólo por las crueldades del invierno, sino por los miles de guerreros que, muy alerta, vigilaban la peligrosa línea divisoria.
Una y otra vez, el denodado Catiel intentó subir a las cumbres y siempre se halló detenido por el terrible frío y las flechas de los soldados araucanos, que silbaban trágicamente sobre su cabeza.
Cansado un día de pretender en vano la extraordinaria aventura, se sentó sobre una piedra y bajó la cabeza abrumado y vencido, lamentando no poder cumplir el juramento hecho a su rey, cuando, de manera inesperada, se presentó frente a él una viejecita india, arrugada como una pasa, que con voz clara y firme le dijo:
- ¡Valiente Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus anhelos y comprendo que sólo la muerte será el premio a tus inútiles esfuerzos para cruzar la gran cordillera! ¡Los araucanos vigilan y te matarán! ¡El hondo de las montañas será tu sepulcro si prosigue la lucha!
- ¿Qué he de hacer entonces? -preguntó el decidido muchacho a la anciana hechicera.
- ¡Nada podrás, sin mí! -repuso ésta.
- ¿Quieres ayudarme? -suplicó de nuevo el mozo, mirando con ojos de duda a la centenaria mujer.
- ¡Sí! ¡Yo te ayudaré y podrás traer a la pampa a la hermosa Ocrida, ya que lo mereces por tu valor y tu decisión!
- Pero... ¿cómo? ¡Los pasos de la montaña están cerrados por la nieve y los soldados araucanos los guardan!
- Hay un medio -respondió sonriente, la hechicera. Y luego, señalando a un cóndor que en aquel instante volaba sobre ellos, continuó.- ¡Podrás llegar al país de Arauco volando como esa ave que ahora cruza sobre nosotros!
- ¿Volando como el cóndor? ¡Tú estás loca!
- Loco es quien no cree en mí poder -contestó la mujer.
- ¡Dime el medio!
- Yo lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el calor del sol y la grandeza de las cumbres. -Y diciendo esto, hizo un signo misterioso con la mano derecha y por arte de encantamiento aparecieron junto al asombrado Catiel, unos zapatos de cuero de guanaco, llamados usutas.
- ¿Qué es esto? -exclamó aterrorizado el muchacho.
- ¡Son tus alas! -contestó la vieja.
- ¿Mis alas? ¡No lo comprendo!
- ¡Escucha! ¡Las cumbres están nevadas y los guerreros araucanos te aguardan para matarte en los pasos de la montaña! ¡Tienes un solo medio para llegar a donde está la infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos, una vez puestos, te elevarán sobre los hombres y la tierra, como si fueses un cóndor y así, burlarás la vigilancia de los soldados y podrás rescatar a la pobrecita Ocrida!
Esto diciendo, la misteriosa viejecita desapareció tan súbitamente como había llegado y el valiente Catiel quedó mudo de asombro contemplando los usutas que estaban próximos a sus pies.
- ¡Lo intentaré! -exclamó, y acto seguido se calzó los zapatos.
No bien terminó de atárselos a los tobillos, cuando sucedió lo inesperado. Como impulsado por una enérgica fuerza invisible, comenzó a elevarse con rapidez fulmínea y luego de unos pequeños giros, como los que para orientarse describen las palomos, inició su marcha por sobre la cordillera hacia el temido país de Arauco.
- ¡Esto es maravilloso! -exclamaba Catiel en el colmo del estupor.
El viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la vista de la corte del reino de Rayén, que claramente se distinguía a la luz de una gran luna que parecía de plata.
Catiel preparó sus armas cuando los usutas iniciaron el descenso y antes de que lo pudiera pensar, ya estaba sobre el negro castillo del monarca, que se elevaba majestuoso sobre unas grandes moles de piedra rojiza.
Como es lógico, la entrada le fue muy fácil, al descender sobre los techos de la morada y luego, cerciorado de que nadie le había visto, inició sus trabajos para dar con el paradero de la hermosa cautiva.
Bien pronto, el llanto y los suspiros de una mujer, que se oían por una ventana pequeña, le indicó el lugar donde estaba encerrada Ocrida y entrando audazmente en la lujosa residencia, se encontró con la morena princesa que sollozaba sin consuelo por su triste soledad.
- ¡Ocrida! -gritó Catiel cayendo de rodillas ante la apenada muchacha.- ¡Me manda tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a las lejanas tierras de la pampa!
La prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a lo que escuchaba y veía y presa de una invencible pasión, se echó en brazos de su joven salvador, cubriéndolo de besos.
Fácil fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a Ocrida de la cintura suavemente y dijo: - ¡Vamos!
Los zapatos maravillosos elevaron a la pareja por encima de la ciudad en silencio, y tomando de nuevo el camino de los cielos, en muy poco tiempo llegaron a las tolderías del dolorido soberano de las pampas que aun lloraba la pérdida de su querida hija.
El entusiasmo fue imponderable y Calfucir ordenó se celebrasen grandes fiestas en homenaje del salvador de la bella cautivo, las que se realizaron en toda la vasta extensión de la pampa, desde el Río de Agua Dulce, que más tarde se llamó Río de la Plata, hasta las desiertas regiones de la Patagonia.
De más está decir que Catiel se casó con la divina Ocrida y así consiguió la felicidad, por la ayuda milagrosa de la viejecita india que, en tan buen momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.