Dos amigos estudiantes, pero mas pobres que las ratas, paseaban cierto día por el jardín frontal del palacio del rey, cuando uno de ellos, que se llamaba Jorge, se detuvo de repente y dijo a su compañero:
- ¿Qué es lo que más te gustaría poseer en este mundo?
El otro, sin vacilar un momento, respondió:
- Con el palacio del rey me conformaba.
- Pues yo - dijo Jorge, - no me daría por satisfecho más que casándome con la princesa. De ese modo sería dueño de una criatura angelical y del palacio, así como de todos estos inmensos terrenos que lo rodean.
- ¡No pides tú nada!
- Ya sé que es mucho - dijo Jorge tristemente, - pero por conseguirlo no titubearía en venderle mi alma al diablo.
Guardaron silencio los dos amigos, prosiguiendo su camino sumidos en profundas reflexiones. Llegado que hubieron a una especie de glorieta donde había un banco protegido por la sombra de un frondoso manzano, los estudiantes tomaron asiento.
El compañero de Jorge se hallaba tan fatigado que no hizo más que sentarse y empezar a roncar como un bendito.
En el mismo instante desembocó en la glorieta un mocetón vestido de verde, que, dirigiéndose a Jorge, le dijo:
- Buenas tardes, jovencito.
- Buenas tardes.
- ¿Cómo es que con vuestros pocos años estáis tan grave y pensativo?
- La pobreza no da buen humor que yo sepa - respondió Jorge.
- Pues si sois pobre es porque queréis. Firmad este documento - añadió el desconocido sacando un papel - y os convertiréis en el hombre más rico de la tierra.
- ¿Y a cambio de qué? - preguntó Jorge, qué empezó a adivinar con quien tenía que habérselas.
- A cambio de vuestra alma, como es natural? Estipularemos el plazo que os parezca más conveniente. Yo no tengo prisa nunca. Aquí tenéis una pluma, mojadla en vuestra propia sangre y comprometeos a entregarme vuestra alma dentro de veinte años. Inmediatamente os convertiréis en un creso. Podréis gastar oro a manos llenas sin que se os termine jamás, casaros con quien os acomode, por alta que esté, y ser feliz, todo lo feliz que se puede ser cuando se sabe cuál será al fin el destino que nos aguarda...
- Basta... Acepto. Voy a firmar, pero me tenéis que conceder otra cosa además de las riquezas... Quiero casarme con la princesa real y mi dialéctica es insuficiente para convencerla. Habéis de darme la facultad de hablar irreprochablemente y con la misma soltura que el orador más elocuente.
- Conforme - respondió el diablo, pues era uno de los esbirros de Satanás. - Cuando hayáis firmado, encontraréis en uno de los bolsillos de la casaca que os voy a dar, una bolsa con oro que no se agotará jamás. Adoptad un título cualquiera, pues el rey es orgulloso, y haceos anunciar en palacio. Con la elocuencia de que os voy a dotar no tardaréis en convencer a la princesa para que se case con vos y viviréis...
- No habléis más. Traed la pluma.
Jorge se rasgó una vena, humedeció en la sangre caliente la pluma que le daba el diablo y firmó con pulso firme el documento.
A continuación, el hombre del traje verde le entregó una casaca de terciopelo encarnado ricamente bordada y le ayudó a ponérsela.
Inmediatamente, Jorge el estudiante pareció convertirse en otro. Sus ojos brillaron con un fuego de vitalidad inusitada. Metióse la mano en uno de los bolsillos y sacó una bolsa de cuero llena de oro. Desparramó los ducados por el suelo, gozándose en escuchar su agradable tintineo y observó que por muchos que sacaba, nunca se vaciaba la mágica bolsa.
De algún sitio desconocido surgieron de repente dos docenas de criados ricamente vestidos, que se pusieron a su disposición. Traían un soberbio caballo blanco magníficamente enjaezado, en el que montó Jorge, y seguido de su brillante cortejo, emprendió la marcha hacia el palacio real.
La guardia de palacio avisó al rey la llegada de un visitante de alto rango y Jorge se hizo anunciar como príncipe Igor de Traslanzgen, rogando que se le concediera hospitalidad durante unos días.
Recibióle el monarca con grandes honores, ordenando que se prepararan para él los mejores aposentos de su palacio. A continuación se sirvió un magnífico banquete, para asistir al cual se vistió Jorge un traje de terciopelo azul pálido recamado de oro en la esperanza de agradar a la princesa.
Triunfó plenamente. Tan pronto como la princesa lo vio quedó prendada de él, experimentando un deseo irresistible de que el fingido príncipe se quedara para siempre en el castillo.
Sentóse Jorge al lado de su amada y le describió su amor con frases tan ardientes, con tal fogosidad, que, cuando terminada la cena, expresó su deseo de marcharse por temor a quedar prendido para siempre en las redes de su fascinación, ella se echó a llorar y le rogó que se quedara, convenciendo a su padre para que uniera sus súplicas a las suyas, con lo que Jorge, después de pedir al rey y obtenerla, la mano de su hija, la abrazó en presencia del monarca y fijó la fecha de la boda para dos días después.
Celebróse el matrimonio con inusitada pompa, recibiendo Jorge en dote la mitad del reino de su suegro, muriendo éste a los pocos meses y sucediéndole él en el trono, donde reinó con tal bondad y justicia que conquistó el afecto y la estimación de sus súbditos.
Vivían, pues, los dos esposos dichosos como nadie, rodeados de tres principitos, dos varones y una niña, a cual más bello e inteligente.
De vez en cuando, Jorge recordaba su pacto con el diablo, cosa que le amargaba un tanto su felicidad actual, pero se decía:
- ¡Bah, todavía falta mucho!
Sin embargo, el tiempo pasó volando y llegó el día en que no la faltaba más que un año para que se cumpliera el plazo fatal.
Jorge se sentía aterrado. Pasaba los días y las noches sin poder pegar un ojo. Lívido como un espectro, silencioso como un fantasma, paseaba por el castillo contemplando con mudo dolor a sus amados hijos y a su adorada esposa.
Ésta, que se dio cuenta de la creciente ansiedad e inquietud de su marido, preguntó a Jorge varias veces el motivo de su malestar, pero él respondía siempre con evasivas, ocultándole la verdadera causa de su aflicción.
Transcurrió así todo el año. No quedaba más que un día para el cumplimiento del terrible
pacto.
Jorge, sin probar bocado, pasó todo el día encerrado en su habitación para no ver las lágrimas de su esposa y eludir sus preguntas. Pero al llegar la noche, abrióse sola la puerta y un robusto individuo vestido de verde apareció en el umbral.
- ¡El diablo! - exclamó Jorge, aterrado.
- Sí. Soy yo mismo - respondió el recién llegado, sonriendo. - Supongo que recordarás que hoy se cumple el pacto. Vengo a llevarte conmigo.
- Déjame tres días para arreglar mis asuntos y despedirme de los míos. ¿Quieres?
- No solamente te concedo esos tres días, sino que te autorizo a que durante ellos me expreses tres deseos por extraños que sean. Si no pudiera satisfacer alguno de ellos, me comprometo a devolverte el contrato que firmaste y renunciaré a tu alma.
Loco de alegría, Jorge agradeció al diablo su oferta, suponiendo que en aquel lapso de tiempo conseguiría burlarlo. Ya más animado, salió de la estancia y se dirigió a la habitación de su esposa.
También ella se estremeció de júbilo al ver la sonrisa que iluminaba el rostro de su marido. - ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? - le propuso Jorge.
- Con gran placer - respondió ella.
Cuando ya llevaban paseando un buen rato, Jorge se detuvo y preguntó a su esposa.
- ¿Qué te gustaría poseer, querida?
- Además de tu cariño, que ya lo tengo, me agradaría un buen panorama en la parte posterior del castillo... Allí hay un inmenso peñasco que no nos deja ver nada.
- Tienes razón - respondió Jorge, y quedó silencioso.
Al llegar la noche, cuando el diablo se presento, Jorge le dijo:
- Deseo que quites antes del amanecer el peñasco que afea el lado posterior del palacio.
- Tu deseo será satisfecho - respondió el diablo, desapareciendo.
Jorge creyó que aquella afirmación no era más que una baladronada del diablo, pero júzguese su estupefacción cuando, al levantarse a la mañana siguiente y asomarse a la ventana, comprobó que el peñasco había desaparecido y se podía contemplar a placer toda la inmensa llanura que se extendía detrás del castillo. Fuése entonces en busca de su esposa y le hizo contemplar el panorama.
La inteligente princesa expresó su admiración, fingiendo no asombrarse de nada, pero en su interior comprendió que un terrible secreto se escondía detrás de todo aquello.
Inmediatamente expuso su opinión de que aquella inmensa llanura se convertiría en un paraíso delicioso si se cubriera de flores, plantas y árboles de todas las partes del mundo.
Al mismo tiempo pensaba:
- Si se realiza lo que estoy diciendo, mañana obligaré a Jorge a que me diga la verdad.
Llegada la noche, el diablo recibió la orden de convertir en un jardín la llanura, poblándolo con las flores, plantas y árboles de todos los países del mundo.
Prometió hacerlo así el habitante del averno y desapareció.
A la mañana siguiente, cuando Jorge se levantó, sintió impresionado su olfato por el fragante aroma de millares de plantas, cuyas flores exóticos resplandecían soberbiamente por toda la llanura, que parecía un vergel de ensueño...
Acudió la princesa, desvelada también por el seductor olor y, asiendo el brazo de su marido, le interpeló, mirándolo a los ojos:
- No me mientas, querido Jorge. Tú tienes un pacto con el diablo. ¿Por qué no me dices el tiempo por el cual te has comprometido, para ver si puedo ayudarte o aconsejarte?
- Ya es tarde, demasiado tarde, esposa mía. Esta misma noche vendrá el diablo a recibir mi última orden y mañana pasaré a su poder.
Y, sin omitir nada, refirió a su esposa todo lo sucedido.
Perdonóle la princesa de todo corazón, dominada por su sincero afecto, y persuadida de que sólo el amor le había hecho obrar tan a la ligera.
- No te preocupes más. Esta noche, cuando venga el diablo, mándamelo a mí. Tal vez haya pensado hasta entonces algo que nos permita desembarazarnos de tan importuno personaje.
A la noche, cuando el diablo apareció tan puntual como siempre, Jorge le dijo:
- Esta noche no he tenido tiempo de pensar nada. Ve a ver a mi esposa. Sus deseos son siempre los míos.
El diablo pasó inmediatamente a la cámara de la princesa, que ya lo esperaba.
- ¿Has venido a llevarte a mi esposo? -preguntóle la hermosa dama tan pronto como lo vio entrar.
- Así es.
- ¿Me permitirás que te pida algo en vez de hacerlo él?
- Desde luego, señora.
- ¿Y renunciarás a tus derechos sobre él en caso de que no puedas satisfacer mis deseos?
- Renunciaré. Palabra de diablo.
- Pues bien, acércate y arráncame tres pelos de la cabeza sin que yo lo note.
El diablo, con el ceño fruncido, se aproximó a la noble dama y de un tirón le arrancó tres cabellos... Pero, a pesar de su habilidad, no pudo impedir que ella lanzara un grito.
- Has perdido - dijo ella, - pues he notado perfectamente cuando me los has arrancado, como has tenido ocasión de apreciar; pero no soy rencorosa y te perdono, con la condición de que me permitas pedirte dos cosas más.
- ¿Cuáles son?
- En primer lugar, coge estos cabellos y mídelos.
- Ya está. Tienen dos varas cada uno.
- Pues bien; tienes que alargarlos hasta que sean dos varas más largos, teniendo en cuenta que no puedes anudarlos ni romperlos.
El pobre diablo se quedó mirando los tres cabellos durante un buen rato con visible perplejidad. Luego rogó a la princesa que le permitiera llevar los cabellos al infierno para celebrar una consulta con sus compañeros.
Accedió a ello la egregia dama y el demonio se dirigió con toda la velocidad de los de su especie hacia las regiones subterráneas en que mora Satanás para celebrar consejo.
Cuando, después de haber convocado a sus compañeros, colocó los tres cabellos sobre la mesa y les refirió lo sucedido, Lucifer exclamó:
- Te ha salido el tiro por la culata, tonto. ¿Cómo creías que íbamos a poder alargar estos cabellos? Si los estiramos se romperán, si los forjamos se aplastarán, si los ponemos al fuego se quemarán. No te queda más remedio que cumplir tu palabra y revocar el pacto, entregando a Jorge el contrato.
Tras una violenta discusión, pues el diablo se negaba a hacerlo, devolvió éste a Jorge el pergamino. Para ello salió volando del infierno y descendió sobre el castillo; pero, como no se atrevía a entrar, permaneció al acecho junto a la ventana, esperando a que el príncipe, que era el más madrugador, la abriera.
Cuando sucedió esto, el diablo echó el papel en la habitación y desapareció, dejando tras sí un fortísimo olor a azufre. Enajenado de gozo, recogió Jorge el documento y lo entregó a su esposa, que ya sabía lo que iba a ocurrir...
Los dos esposos dieron las gracias a Dios por haberles salvado de tan duro trance, pasando el resto de sus días plácidamente en compañía de sus tres hijos, viviendo felices y tranquilos hasta el límite natural de su existencia.
- ¿Qué es lo que más te gustaría poseer en este mundo?
El otro, sin vacilar un momento, respondió:
- Con el palacio del rey me conformaba.
- Pues yo - dijo Jorge, - no me daría por satisfecho más que casándome con la princesa. De ese modo sería dueño de una criatura angelical y del palacio, así como de todos estos inmensos terrenos que lo rodean.
- ¡No pides tú nada!
- Ya sé que es mucho - dijo Jorge tristemente, - pero por conseguirlo no titubearía en venderle mi alma al diablo.
Guardaron silencio los dos amigos, prosiguiendo su camino sumidos en profundas reflexiones. Llegado que hubieron a una especie de glorieta donde había un banco protegido por la sombra de un frondoso manzano, los estudiantes tomaron asiento.
El compañero de Jorge se hallaba tan fatigado que no hizo más que sentarse y empezar a roncar como un bendito.
En el mismo instante desembocó en la glorieta un mocetón vestido de verde, que, dirigiéndose a Jorge, le dijo:
- Buenas tardes, jovencito.
- Buenas tardes.
- ¿Cómo es que con vuestros pocos años estáis tan grave y pensativo?
- La pobreza no da buen humor que yo sepa - respondió Jorge.
- Pues si sois pobre es porque queréis. Firmad este documento - añadió el desconocido sacando un papel - y os convertiréis en el hombre más rico de la tierra.
- ¿Y a cambio de qué? - preguntó Jorge, qué empezó a adivinar con quien tenía que habérselas.
- A cambio de vuestra alma, como es natural? Estipularemos el plazo que os parezca más conveniente. Yo no tengo prisa nunca. Aquí tenéis una pluma, mojadla en vuestra propia sangre y comprometeos a entregarme vuestra alma dentro de veinte años. Inmediatamente os convertiréis en un creso. Podréis gastar oro a manos llenas sin que se os termine jamás, casaros con quien os acomode, por alta que esté, y ser feliz, todo lo feliz que se puede ser cuando se sabe cuál será al fin el destino que nos aguarda...
- Basta... Acepto. Voy a firmar, pero me tenéis que conceder otra cosa además de las riquezas... Quiero casarme con la princesa real y mi dialéctica es insuficiente para convencerla. Habéis de darme la facultad de hablar irreprochablemente y con la misma soltura que el orador más elocuente.
- Conforme - respondió el diablo, pues era uno de los esbirros de Satanás. - Cuando hayáis firmado, encontraréis en uno de los bolsillos de la casaca que os voy a dar, una bolsa con oro que no se agotará jamás. Adoptad un título cualquiera, pues el rey es orgulloso, y haceos anunciar en palacio. Con la elocuencia de que os voy a dotar no tardaréis en convencer a la princesa para que se case con vos y viviréis...
- No habléis más. Traed la pluma.
Jorge se rasgó una vena, humedeció en la sangre caliente la pluma que le daba el diablo y firmó con pulso firme el documento.
A continuación, el hombre del traje verde le entregó una casaca de terciopelo encarnado ricamente bordada y le ayudó a ponérsela.
Inmediatamente, Jorge el estudiante pareció convertirse en otro. Sus ojos brillaron con un fuego de vitalidad inusitada. Metióse la mano en uno de los bolsillos y sacó una bolsa de cuero llena de oro. Desparramó los ducados por el suelo, gozándose en escuchar su agradable tintineo y observó que por muchos que sacaba, nunca se vaciaba la mágica bolsa.
De algún sitio desconocido surgieron de repente dos docenas de criados ricamente vestidos, que se pusieron a su disposición. Traían un soberbio caballo blanco magníficamente enjaezado, en el que montó Jorge, y seguido de su brillante cortejo, emprendió la marcha hacia el palacio real.
La guardia de palacio avisó al rey la llegada de un visitante de alto rango y Jorge se hizo anunciar como príncipe Igor de Traslanzgen, rogando que se le concediera hospitalidad durante unos días.
Recibióle el monarca con grandes honores, ordenando que se prepararan para él los mejores aposentos de su palacio. A continuación se sirvió un magnífico banquete, para asistir al cual se vistió Jorge un traje de terciopelo azul pálido recamado de oro en la esperanza de agradar a la princesa.
Triunfó plenamente. Tan pronto como la princesa lo vio quedó prendada de él, experimentando un deseo irresistible de que el fingido príncipe se quedara para siempre en el castillo.
Sentóse Jorge al lado de su amada y le describió su amor con frases tan ardientes, con tal fogosidad, que, cuando terminada la cena, expresó su deseo de marcharse por temor a quedar prendido para siempre en las redes de su fascinación, ella se echó a llorar y le rogó que se quedara, convenciendo a su padre para que uniera sus súplicas a las suyas, con lo que Jorge, después de pedir al rey y obtenerla, la mano de su hija, la abrazó en presencia del monarca y fijó la fecha de la boda para dos días después.
Celebróse el matrimonio con inusitada pompa, recibiendo Jorge en dote la mitad del reino de su suegro, muriendo éste a los pocos meses y sucediéndole él en el trono, donde reinó con tal bondad y justicia que conquistó el afecto y la estimación de sus súbditos.
Vivían, pues, los dos esposos dichosos como nadie, rodeados de tres principitos, dos varones y una niña, a cual más bello e inteligente.
De vez en cuando, Jorge recordaba su pacto con el diablo, cosa que le amargaba un tanto su felicidad actual, pero se decía:
- ¡Bah, todavía falta mucho!
Sin embargo, el tiempo pasó volando y llegó el día en que no la faltaba más que un año para que se cumpliera el plazo fatal.
Jorge se sentía aterrado. Pasaba los días y las noches sin poder pegar un ojo. Lívido como un espectro, silencioso como un fantasma, paseaba por el castillo contemplando con mudo dolor a sus amados hijos y a su adorada esposa.
Ésta, que se dio cuenta de la creciente ansiedad e inquietud de su marido, preguntó a Jorge varias veces el motivo de su malestar, pero él respondía siempre con evasivas, ocultándole la verdadera causa de su aflicción.
Transcurrió así todo el año. No quedaba más que un día para el cumplimiento del terrible
pacto.
Jorge, sin probar bocado, pasó todo el día encerrado en su habitación para no ver las lágrimas de su esposa y eludir sus preguntas. Pero al llegar la noche, abrióse sola la puerta y un robusto individuo vestido de verde apareció en el umbral.
- ¡El diablo! - exclamó Jorge, aterrado.
- Sí. Soy yo mismo - respondió el recién llegado, sonriendo. - Supongo que recordarás que hoy se cumple el pacto. Vengo a llevarte conmigo.
- Déjame tres días para arreglar mis asuntos y despedirme de los míos. ¿Quieres?
- No solamente te concedo esos tres días, sino que te autorizo a que durante ellos me expreses tres deseos por extraños que sean. Si no pudiera satisfacer alguno de ellos, me comprometo a devolverte el contrato que firmaste y renunciaré a tu alma.
Loco de alegría, Jorge agradeció al diablo su oferta, suponiendo que en aquel lapso de tiempo conseguiría burlarlo. Ya más animado, salió de la estancia y se dirigió a la habitación de su esposa.
También ella se estremeció de júbilo al ver la sonrisa que iluminaba el rostro de su marido. - ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? - le propuso Jorge.
- Con gran placer - respondió ella.
Cuando ya llevaban paseando un buen rato, Jorge se detuvo y preguntó a su esposa.
- ¿Qué te gustaría poseer, querida?
- Además de tu cariño, que ya lo tengo, me agradaría un buen panorama en la parte posterior del castillo... Allí hay un inmenso peñasco que no nos deja ver nada.
- Tienes razón - respondió Jorge, y quedó silencioso.
Al llegar la noche, cuando el diablo se presento, Jorge le dijo:
- Deseo que quites antes del amanecer el peñasco que afea el lado posterior del palacio.
- Tu deseo será satisfecho - respondió el diablo, desapareciendo.
Jorge creyó que aquella afirmación no era más que una baladronada del diablo, pero júzguese su estupefacción cuando, al levantarse a la mañana siguiente y asomarse a la ventana, comprobó que el peñasco había desaparecido y se podía contemplar a placer toda la inmensa llanura que se extendía detrás del castillo. Fuése entonces en busca de su esposa y le hizo contemplar el panorama.
La inteligente princesa expresó su admiración, fingiendo no asombrarse de nada, pero en su interior comprendió que un terrible secreto se escondía detrás de todo aquello.
Inmediatamente expuso su opinión de que aquella inmensa llanura se convertiría en un paraíso delicioso si se cubriera de flores, plantas y árboles de todas las partes del mundo.
Al mismo tiempo pensaba:
- Si se realiza lo que estoy diciendo, mañana obligaré a Jorge a que me diga la verdad.
Llegada la noche, el diablo recibió la orden de convertir en un jardín la llanura, poblándolo con las flores, plantas y árboles de todos los países del mundo.
Prometió hacerlo así el habitante del averno y desapareció.
A la mañana siguiente, cuando Jorge se levantó, sintió impresionado su olfato por el fragante aroma de millares de plantas, cuyas flores exóticos resplandecían soberbiamente por toda la llanura, que parecía un vergel de ensueño...
Acudió la princesa, desvelada también por el seductor olor y, asiendo el brazo de su marido, le interpeló, mirándolo a los ojos:
- No me mientas, querido Jorge. Tú tienes un pacto con el diablo. ¿Por qué no me dices el tiempo por el cual te has comprometido, para ver si puedo ayudarte o aconsejarte?
- Ya es tarde, demasiado tarde, esposa mía. Esta misma noche vendrá el diablo a recibir mi última orden y mañana pasaré a su poder.
Y, sin omitir nada, refirió a su esposa todo lo sucedido.
Perdonóle la princesa de todo corazón, dominada por su sincero afecto, y persuadida de que sólo el amor le había hecho obrar tan a la ligera.
- No te preocupes más. Esta noche, cuando venga el diablo, mándamelo a mí. Tal vez haya pensado hasta entonces algo que nos permita desembarazarnos de tan importuno personaje.
A la noche, cuando el diablo apareció tan puntual como siempre, Jorge le dijo:
- Esta noche no he tenido tiempo de pensar nada. Ve a ver a mi esposa. Sus deseos son siempre los míos.
El diablo pasó inmediatamente a la cámara de la princesa, que ya lo esperaba.
- ¿Has venido a llevarte a mi esposo? -preguntóle la hermosa dama tan pronto como lo vio entrar.
- Así es.
- ¿Me permitirás que te pida algo en vez de hacerlo él?
- Desde luego, señora.
- ¿Y renunciarás a tus derechos sobre él en caso de que no puedas satisfacer mis deseos?
- Renunciaré. Palabra de diablo.
- Pues bien, acércate y arráncame tres pelos de la cabeza sin que yo lo note.
El diablo, con el ceño fruncido, se aproximó a la noble dama y de un tirón le arrancó tres cabellos... Pero, a pesar de su habilidad, no pudo impedir que ella lanzara un grito.
- Has perdido - dijo ella, - pues he notado perfectamente cuando me los has arrancado, como has tenido ocasión de apreciar; pero no soy rencorosa y te perdono, con la condición de que me permitas pedirte dos cosas más.
- ¿Cuáles son?
- En primer lugar, coge estos cabellos y mídelos.
- Ya está. Tienen dos varas cada uno.
- Pues bien; tienes que alargarlos hasta que sean dos varas más largos, teniendo en cuenta que no puedes anudarlos ni romperlos.
El pobre diablo se quedó mirando los tres cabellos durante un buen rato con visible perplejidad. Luego rogó a la princesa que le permitiera llevar los cabellos al infierno para celebrar una consulta con sus compañeros.
Accedió a ello la egregia dama y el demonio se dirigió con toda la velocidad de los de su especie hacia las regiones subterráneas en que mora Satanás para celebrar consejo.
Cuando, después de haber convocado a sus compañeros, colocó los tres cabellos sobre la mesa y les refirió lo sucedido, Lucifer exclamó:
- Te ha salido el tiro por la culata, tonto. ¿Cómo creías que íbamos a poder alargar estos cabellos? Si los estiramos se romperán, si los forjamos se aplastarán, si los ponemos al fuego se quemarán. No te queda más remedio que cumplir tu palabra y revocar el pacto, entregando a Jorge el contrato.
Tras una violenta discusión, pues el diablo se negaba a hacerlo, devolvió éste a Jorge el pergamino. Para ello salió volando del infierno y descendió sobre el castillo; pero, como no se atrevía a entrar, permaneció al acecho junto a la ventana, esperando a que el príncipe, que era el más madrugador, la abriera.
Cuando sucedió esto, el diablo echó el papel en la habitación y desapareció, dejando tras sí un fortísimo olor a azufre. Enajenado de gozo, recogió Jorge el documento y lo entregó a su esposa, que ya sabía lo que iba a ocurrir...
Los dos esposos dieron las gracias a Dios por haberles salvado de tan duro trance, pasando el resto de sus días plácidamente en compañía de sus tres hijos, viviendo felices y tranquilos hasta el límite natural de su existencia.
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