jueves, 22 de marzo de 2012

El cóndor de fuego "cuento argentino"

Pues bien... vais a saber ahora la verídica leyenda del Cóndor de Fuego, que según algunas personas de la región, vivió hace muchísimos años en los más altos picos de la cordillera de los Andes.
En aquellos tiempos, trabajaba en los valles fértiles de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra del Fuego hasta América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso menos activo que los jóvenes de ágiles brazos.
Este hombre se llamaba Inocencio y era descendiente de uno de los bravos españoles que llegaron a estas tierras en la expedición de Francisco Pizarro.
Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se limitaba a trabajar y a guardar algunos centavos por si la desgracia le pusiera en cama enfermo.
Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre Jenaro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos valles escondidos en la gran cordillera.
Jenaro, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso, que todo lo supeditaba al oro, capaz de cometer un desatino, con tal de conseguir cuantas riquezas pudiera.
Para el bueno de Inocencio, Jenaro era un insensato, pero no llegaba más allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que existieran perversos en el mundo.
Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las cumbres, encontró caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se quejaba muy fuerte de terribles dolores.
- Pobre anciana -exclamó nuestro hombre y levantándola del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
La india se encontraba muy mal por una caída en los cerros y bien pronto, ante la angustia de Inocencio, le comenzaron las primeras convulsiones de la muerte.
Inocencio se afligió mucho por la desgraciada y sólo atinaba a llorar junto a la anciana que parecía sumida en un profundo sopor.
De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcada gratitud.
- Eres muy bueno, hermanito de las cumbres ­le dijo en un suspiro,- ¡tú has sido el único hombre, que al pasar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener tantas riquezas que puedas dar a manos llenas a los necesitados!
- Yo soy dichoso con mi vida, viejecita -respondió Inocencio.- ¡para mí, la mayor riqueza consiste en la tranquilidad espiritual!
- Es verdad -repuso la aborigen con voz entrecortada,- pero no es menos cierto que si pudieras disponer de grandes cantidades de oro, ¡muchos menesterosos tendrían ayuda y paz!
- Quizá tengas razón, pero ¿de dónde sacaría el oro que dices?
- ¡Yo te lo daré!
- ¿Tú? Una pobre india.
- Las apariencias engañan muchas veces, hijo mío -contestó la anciana sonriente.- ¡Yo siempre he vivido miserablemente, mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego!
- ¡El Cóndor de Fuego! exclamó Inocencio, con el más grande estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres.- Entonces... ¿es cierto que existe?
- ¡Es cierto... yo lo he visto... yo estuve a su lado!
- Dime, ¿cómo es?
- ¡Es un cóndor enorme, cuatro veces mayor que los comunes y su plumaje es totalmente rojo oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera y es el guardián eterno de la entrada de los grandes tesoros del Rey Tihaguanaco, jefe de mi raza, hace miles de años!
Inocencio no salía de su asombro y escuchaba tembloroso la interesante narración de la anciana.
- ¡Yo soy la última descendiente de esa raza de héroes, que se extinguió hace muchos siglos! -continuó la india.- ¡En las cumbres he estado muy cerca de la guarida del Cóndor de Fuego y he vivido en su compañía durante casi dos siglos, mantenida por el hermoso animal, que descendía a los valles solitarios para llevarme alimentos! ¡Muchas y muchas veces he entrado en las enormes cavernas donde duerme el maravilloso tesoro! ¡Cuando lo veas, creerás volverte loco! ¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo conocido, y con ellas tendrás dinero suficiente para alimentar y hacer felices a todos los menesterosos de la tierra!
- ¿Será posible? -exclamó Inocencio en el colmo del estupor.
- Tú mismo te cerciorarás de lo que digo -contestó la india suavemente.- ¡Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un hombre bueno, de vida acrisolada y de sentimientos nobles como los del mismo Dios! ¡Ese hombre tendrá como única obligación, recorrer el mundo repartiendo felicidad a los necesitados, edificando hospitales, asilos, colegios, sanatorios, y todo lo que sea posible en favor de la humanidad enferma o desgraciada! ¡Y... ese hombre, que tantos años busqué, ya lo he encontrado, casi a la hora de mi muerte! ¡Ese hombre eres tú, Inocencio!
- ¿Yo?
- ¡Sí! ¡Tú!
- ¡Cómo puedes saber que soy bueno, si apenas me conoces!
- ¡La sabia Quitral nunca se equivoca y tiene la virtud de leer la verdad en los ojos de los mortales.
- Entonces... ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego?
- ¡Sí... te lo diré, pero con una condición!
- ¡La que quieras! -exclamó el maravillado Inocencio.
- ¡Me jurarás cumplir con los deseos de mi raza! ¡Ese dinero nunca será empleado en armas, ni en campañas guerreras que son el azote de los humanos, ni será la base de ninguna maldad! ¡Ese dinero, se te entregará para el bien y la paz de todos los mortales! ¿Me lo juras?
- ¡Te lo juro! -exclamó el hombre con gran emoción.
- ¡Bien... ahora, escucha! La voz de la india se iba debilitando por momentos y su mirada se fijaba insistentemente en las pupilas de Inocencio.
Continuó:
- En mi dedo meñique de la mano derecha, tengo un anillo con una piedra verde, y sobre mi pecho cuelga de una cadena, una diminuta llavecita de oro. ¡El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo, y te cuide y te guíe hasta la entrada de¡ tesoro... la pequeña llavecita es la de un cofre que está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro del cual encontrarás el secreto para entrar a los sagrados sitios donde se halla tanta riqueza! ¡Cuando yo muera ... entiérrame simplemente junto a tu choza y emprende el camino de las cumbres! ¡Algún día volará sobre tu cabeza el hermoso Cóndor de Fuego; no le temas y cumple mis órdenes! ¡Ya te he dicho todo... ! Me voy tranquila, al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados.
Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre.
Mucho lloró Inocencio la muerte de tan noble anciana y cumpliendo sus deseos, la enterró modestamente junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su pecho.
Al otro día empezó su largo camino, en procura del Cóndor de Fuego.
Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Jenaro, que solapadamente había escuchado tras de la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riqueza, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido.
- ¡Ahora, seré yo quien encuentre tanta fortuna! -exclamó el temible Jenaro al ver a Inocencio tendido a sus pies.- ¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad.
Su fiebre de poder lo había convertido en un loco y sus carcajadas resonaban entre los pasos de la montaña, como si fueran largos lamentos de muerte.
Ansioso, Jenaro quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencia y olvidando la pequeña llavecita continuó el camino, sin pensar en el grave error que cometía.
Muchos días después, casi ya en las más altas cumbres de la montaña, recordó la diminuta llave, pero no hizo caso, ya que se imaginaba que de cualquier manera podría entrar a la caverna del tesoro, con la ayuda del Cóndor de Fuego.
Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes.
- ¡Ahí está! -exclamó el malvado.
El fantástico animal era imponente. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comunes y, su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas, despedían fulgores deslumbrantes como si fueran hechas de oro. Su pico alargado y rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos los irracionales de la montaña.
Jenaro tembló al verlo, pero, repuesto enseguida, alzó su mano derecha y le mostró al Cóndor de Fuego el precioso talismán de la piedra verde.
El carnicero gigantesco, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Después, lanzando un graznido ensordecedor, cayó de golpe sobre Jenaro y tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos con la velocidad de la luz.
El malvado se sintió sobrecogido de miedo, creyendo que le había llegado su última hora y cerró los ojos ante el inmenso abismo que se extendía a sus pies.
Los valles, los ríos y las mismas cumbres, desde tan prodigiosa altura, le parecían pequeñas cosas de juguete y pensaba aterrorizado que si el temible animal lo dejaba caer, su cuerpo se estrellaría entre los riscos y su muerte sería espantosa.
Pero nada de esto sucedió. El Cóndor de Fuego lo transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída del sol, descendió con velocidad fulmínea sobre las mismas cumbres de la enorme montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado.
El corazón del miserable palpitaba emocionado, al darse cuenta de que estaba muy cerca del codiciado tesoro que le haría el más poderoso de la tierra.
El Cóndor de Fuego, una vez que lo abandonó, se detuvo junto a él y lo contempló como esperando órdenes. El anillo de la piedra verde cumplía la misión de obligar a la terrible ave a servir de guía y guardián de su poseedor.
Jenaro, más tranquilo, miró el punto en donde lo había dejado el monstruo y vio muy cerca, casi al alcance de su mano, una enorme entrada de caverna, escondida en las nubes eternas.
- ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el codicioso, elevando su frente con gestos de loco.- ¡Ahora el mundo temblará con mi poder sin límites!
En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra, llena de inscripciones indescifrables.
- ¿Cómo haré para abrirla? -se preguntaba Jenaro impaciente.- ¡La llavecita olvidada hubiera sido el remedio, pero... me ingeniaré para entrar!
Tanteó la puerta y perdió sus esperanzas, al darse cabal cuenta de que ni millares de hombres hubieran podido franquear tan gigantesco trozo de granito.
- ¡Lo haré saltar con la pólvora de mis armas! ­dijo sin meditar las consecuencias de su acción. Y acto seguido se puso a juntar todo el polvo explosivo de sus cartuchos hasta fabricar una pequeña mina, que enseguida colocó bajo la majestuosa entrada.
Mientras tanto, el Cóndor de Fuego, lo contemplaba en silencio desde muy cerca, y sus ojos refulgentes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja, ya que de tiempo en tiempo brotaban de su garganta graznidos amenazadores.
Jenaro, sin recordar al monstruo, e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña.
Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro de Tihaguanaco cayó hecha trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y obscura caverna.
- ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el demente entre espantosas carcajadas, pero una terrible sorpresa le aguardaba.
El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo hasta más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Jenaro se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia.
Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua, y allí continuará por los siglos de los siglos, custodiado desde los cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.

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