jueves, 30 de septiembre de 2010

La hija del Rey en busca de marido "cuento aleman"

Érase la hija de un Rey, que pasaba todo el día sentada en el terrero de palacio mirando a la lejanía. Espiaba de continuo a ver si venía en dirección al palacio algún caballero, jinete sobre un caballo enjaezado de oro y con casco de acero en la cabeza y relumbrante espada en el cinto.
Era que quería tener marido y no como quiera, sino que fuese un gallardo mozo; pero el caballero tal como ella lo anhelaba no venía.
Y como pasaban los días y las noches sin que lograse su deseo, la hija del Rey se entristeció y con la tardanza disminuyeron sus aspiraciones. Ahora ya se contentaría con un caballero menos gallardo, sin casco de acero, sin brillante espada y hasta sin jaeces de oro en el caballo. Por fin, la hija del Rey ya hubiera saludado y aceptado como marido al que llevase un simple gorro de paño en vez de casco de acero, puñal en el cinto en vez de espada y por cabalgadura un jaco descaecido y con telliz de madera en la grupa. Pero ni éste venía tampoco.
Aumentó pues, la tristeza de la hija del Rey a tal extremo, que bajó del terrero y partió al campo. En el camino encontróse con un individuo que andaba tarareando una alegre canción.
- Amigo - díjole ella - ¿querrías ser Rey y marido mío?
- Mil gracias - contestó negándose cortésmente; - me tocaría estar todo el santo día en palacio, con una pesada corona en la cabeza y un agobiante manto de armiño en las espaldas; y a mí lo que me seduce es andar libre y suelto por el ancho mundo.
Dicho esto, reanudó su divertido canto y apretó el paso. Poco después vio la hija del Rey un sastrecillo que estaba sentado a la puerta de su taller y cosía con gran ahínco.
- ¿Quieres ser mi marido y después Rey? - le preguntó.
El sastre contestó con voz temblona recorriendo todos los tonos de la escala y canturreó:

"La, la, la..., que a la guerra el Rey ha de ir sin remisión;
la, la, la..., que prefiero ser
costurero y remendón."

Salió de allí desengañada la hija del Rey, y al poco se tropezó con un viejo y sencillo fraile mendicante.
- ¿Podría conveniros, hermano - le preguntó, - ser mi esposo y luego Rey?
- ¿Yo Rey? - contestó desconcertado el monje. - ¿Qué te has creído de mí? No soy hombre para poner tributos y gabelas a los súbditos y quitar el dinero a la gente. Todos se volverían pobres y no tendrían qué dar a este viejo monje.
No caía el pobre en la cuenta de que si fuese Rey, ya no sería monje mendicante. Tan simple era.
Poco después encontró a un deshollinador.
- Tómame por mujer - rogóle - y pronto serás Rey.
- No debes estar bien de la cabeza - dijo sonriendo el deshollinador; - primero habría de lavarme... y me horroriza el pensarlo.
Y la dejó sin darle lugar a insistir.
Ante tales negativas, la tristeza de la hija del Rey subió de punto, y ella ya no sabía qué hacer para encontrar marido, y a pesar de esto, quería encontrarlo. Fue a la cuadra y vio en ella un novillo que estaba comiendo su pienso de oloroso heno:
- Querido novillo - dijo la hija del Rey - ¿tienes mujer?
Al animalito se le había atragantado casualmente una paja de heno y para sacudírsela movía la cabeza a uno y otro lado.
Creyó la hija del Rey que el novillo contestaba negativamente, y alegre y satisfecha, le echó les brazos al cuello y sonriendo le dijo:
- Tómome pues, por mujer, querido novillo; estarás muy bien conmigo y pronto serás rey.
Entonces el novillo dio un mugido que la hija del rey interpretó como que le tenía miedo, y corriendo se apartó de él. En la próxima cuadra vio un cordero blanco como la misma nieve, que le gustó mucho. Pero apenas le hubo hecho la consabida pregunta, el animal dio un balido "bee, bee": Ella creyó oír "ve, ve", y horrorizada abandonó la cuadra. Sentóse en el patio y lloró al ver que no podía hallar marido.
Vio entonces en una esquina un borriquillo royendo un cardo con tal afición, que parecía no preocuparle nada de lo que sucedía en el mundo, si no era aquel espinoso cardo.
A pesar de esto quiso la princesa probar fortuna por última vez. Acercósele cariñosa y halagadora y le dijo:
- Encantador asnillo, aunque tú no sabes lo que te conviene, tómame por esposa. A buen seguro que no te arrepentirás de ello. Te pondré muy guapo y te querré mucho y además no tardarás mucho en ser Rey.
El asno rebuznó bajando y alzando la cabeza (como hacen siempre los asnos cuando rebuznan) y entendiendo la hija del rey que le contestaba afirmativamente aplaudió entusiasmada, tomó al asno por el cabestro y lo introdujo en palacio. Allí lo lavaron los criados y le pusieron ricos vestidos. Llevóle luego la hija del Rey al terrero para que desde allí pudiese recrear su vista contemplando los frondosos bosques, los floridos campos que había alrededor y el gran número de casas y cabañas, y le dijo:
- Mira, querido hombrecito; todo esto es tuyo, puesto que tú eres ahora el Rey de este país. Podrás comer las mejores viandas y beber los mejores vinos; ya no tendrás que estropear tu linda boquita con los espinosos cardos.
Oír el asno la palabra "cardo", levantar las orejas y abrir la boca de puro gozo, fue todo una misma cosa. Pero la hija del Rey no comprendió el significado del gesto del borrico y le dijo:
- Pobrecito hombre mío; debes de estar cansado, porque veo que bostezas. Ven y te acostaré en una camita blanca como la nieve, que te ha hecho preparar.
Diciendo y haciendo cogió al borrico por el cabestro, lo llevó a su cuarto y le acostó en la blanda camita y le tapó cariñosamente con una colcha de seda colorada. Allí durmió el borrico tranquilamente el sueño de los justos. Al despertar ya se encontraron sus ojitos con la hija del Rey, la cual le preguntó dulcemente si estaba aún cansado. Por toda respuesta dio el asno un par de rebuznos, que ello interpretó como si dijese: "sí, sí".
- Muy bien - repuso ella - así pues, descansa un ratito más. Pero debes de tener hambre. ¿Quieres que te mande traer el desayuno y lo tomarás en la camita?
Un par de rebuznos más, y la hija del Rey mandó poner al pie de la cama, donde yacía el asno, una gran mesa llena de exquisitos manjares: pan tierno, oloroso tocino y coloreado jamón, café y mermelada, y mandó al asnillo que comiese de todo. No fue menester insistir, porque ya al ver todo aquello las orejas del cuadrúpedo habían casi tomado la vertical. En un santiamén lo devoró todo.
- ¿Querrás más, ¿no es verdad? - preguntóle la hija del Rey, y el asno dio dos nuevos rebuznos. Dio entonces orden la hija del Rey, que trajesen igual cantidad da comida que antes, pero ahora añadió carne de gallina, huevos fritos y gran cantidad de pasteles. A cielo le sabía todo aquello al asno. Y cada vez que la hija del Rey le preguntaba si deseaba algo más, contestaba el asno con un par de rebuznos, que ella entendía en sentido afirmativo, y fue engullendo y engullendo. La hija del Rey y todo el personal de servicio estaban maravillados del terrible apetito del nuevo soberano. Y el asnillo siguió devorando hasta muy entrada la noche, durante toda ella y las primeras horas de lo mañana, en que se oyó de repente un fuerte estallido que por poco hizo caer de espaldas a la hija del Rey.
El atiborrado asno había reventado.
Acercóse la hija del Rey y vio con asombro al asno en su triste situación, y los ricos manjares que había tragado, esparcidos por el suelo, y lloró muy amargamente el triste fin de su amado esposo.
Y se sentó de nuevo en el terrero, esperando al flamante caballero, con el que había soñado y que no llegó jamás. Y ella hubo de permanecer soltera.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El viaje de una nube "cuento aleman"

Veíase en lo alto del cielo una nube inmóvil. Allí estaba haciendo de centinela para evitar que se deslizase el más insignificante rayo de sol a la tierra. Era que los habitantes de ella, los hombres, se habían pervertido de nuevo, y en castigo de sus crímenes y pecados Dios había resuelto privarles durante catorce días del calor y de la luz del sol. Era la tal nube de color gris plata, vaporosa y fina y además tenía la figura de un esbelto ciervo. De ello estaba ella muy envanecida, sobre todo al comparar las suyas con las rudos formas de sus compañeras, las otras nubes, con sus vientres hinchados a modo de cúpulas de iglesia y sus trompas como de elefante. Ahora bien, transcurridos los catorce días, hubo de regresar a su hogar, la casa de las nubes, y allí aguardar a que se la llamase para una nueva guardia. En el camino se encontró casualmente con una alondra que, como todas las alondras, estaba alegre y cantaba un cantar muy divertido allá en las soledades del aire.
- ¿Cómo es posible - dijo la nube, - que haya quien cante tan alegremente, siendo así que la existencia es tan atrozmente aburrida?
- ¿Aburrida? - replicó la alondra. - Nada de eso, ni mucho menos, querida nube; comprendo, sin embargo, el aburrimiento en ti, obligada como estás a permanecer en el mismo sitio y continuamente al acecho; pero yo..., yo paseo volando y revoloteando y veo y oigo cosas muy bonitas y divertidas. No puedes imaginarte cuán bello es el mundo y cuán buenos y amables pueden ser los hombres. Tan buenos y amables, que yo soy muy dichosa de estar en medio de ellos y todas las tardes dedico un par de gorjeos a dar gracias o Dios porque me lo deja ver todo. ¡Ea! vente conmigo, buena nube, y haremos un viaje en buena compañía. De este modo reconocerás, creo, que la vida no es tan aburrida como dices.
- ¡Ay, qué pena me dan a mí los hombres, amiga alondra! - replicó la nube. - Todos son iguales, todos hacen lo mismo: comen, beben, duermen y finalmente mueren. No me digas que no es esto realmente fastidioso.
- ¡Ah, pobrecita nube! - dijo con un bello gorjeo la alondra. - ¿Qué sabes tú de esto? De los hombres pende la dicha y la felicidad de todos los demás seres que pueblan el mundo; son tan buenos, que al oírme preludiar un canto de alegría, miran al cielo agradecidos, y sus rostros se vuelven resplandecientes y brillantes como el sol. Y entonces mi corazón salta de contento en el pecho. O bien, entono el himno del anhelo, y entonces abren unos ojos de a palmo y miran como perdidos en la lejanía; olvidan de momento su tarea diaria y rastrean el hálito de lo grande y lo eterno. Y yo, que les doy este gozo, disfruto de la dicha y las delicias del bienhechor. Pregunto yo ahora, ¿puede esto llamarse aburrimiento?
Reflexionó la nube y dijo:
- ¡Ah, si pudiese yo hacer esto...!
- Claro que puedes - replicó la alondra. - No tienes sino que emprender un viaje conmigo.
- Bueno - asintió la nube, - saldré contigo. Tengo tres semanas de licencia, que es precisamente lo que queda de aquí a la próxima guardia. Y ¿cuándo partimos?
- Enseguida - dijo la alondra. - Yo guiaré. Tú, sígueme.
Y echaron a andar - a volar, se entiende. - Al cabo de un rato oyeron abajo un gran ruido. Miraron y vieron a un hombre que yacía en tierra, mientras otro apoyaba contra el pecho del mismo una de sus rodillas, con un gran cuchillo en la mano.
- Sé generoso y no me quites la vida - imploraba el que estaba en el suelo, - tengo en casa seis hijos a quienes mantengo con el trabajo de mis manos. Si me matas, morirán ellos de hambre; perecerán miserablemente; ten compasión de ellos.
- No - contestó el ladrón, pues tal era el que intentaba asesinarle, has de morir; de otro modo, me descubrirías. Sólo los muertos no pueden hablar.
- Por lo menos - insistió el otro, - déjame que haga una breve oración, pues no quisiera llegar a la presencia de Dios sin preparación alguna.
- Bueno - dijo el ladrón, - haz la oración que quieras; te concedo todo el tiempo que tardará en llegar aquella nube gris plata que ves allá arriba y que parece venir en dirección nuestra. En cuanto llegue, te daré muerte. Apresúrate pues.
La nube, que oyera toda esta conversación, fue espaciándose lentamente hasta terminar en un fino vapor transparente, de modo que en la tierra casi no se veía nada de ella. Dejó el ladrón a aquel hombre y empezaron a saltarle las lágrimas de los ojos.
- La mano de Dios está aquí - exclamó. - Dios ha querido convencerme de lo malo y despreciable que soy. Perdóname, buen hombre; en adelante seré fiel y honrado. ¿Crees tú que puedo serlo?
- Sin duda - contestó el otro, - y yo te ayudaré o conseguirlo. Proponte trabajar, que es la primera condición del hombre honrado, y si quieres, podrás servir de criado en mi misma casa.
- ¡Oh, qué bueno y noble eres! - replicó el bandido y besándole al otro las manos, añadió: - Hoy emprendo una nueva vida.
Ambos siguieron un mismo camino, departiendo como buenos amigos y hasta casi felices con su amistad. Al cabo de poco se detuvieron, postráronse de rodillas, levantaron en alto las manos y exclamaron:
- Gracias mil, amable nube: te debemos la paz y la vida; no te olvidaremos jamás
Sintió la nube cómo penetraban en su interior las palabras de aquellos hombres y ellas le hicieron un efecto semejante al que sintió cuando por primera vez recibió el beso del sol. Y dirigiéndose a la alondra, le dijo:
- Tienes razón. El mundo realmente no es tan aburrido como yo me imaginaba.
Las viajeras seguían su camino, cuando oyeron un ligero cuchicheo y susurro en la tierra. Asomáronse y vieron un joven y una muchacha que, juntas las manos, andaban vagando por campos y collados.
- ¡Amor! - oyeron que decía el joven. - ¿Nos casaremos mañana? Lo vas aplazando ya demasiado.
- Sabes tú muy bien que no puede ser - contestó la muchacha. - La tía, que conoce muy bien lo futuro, nos dijo, recuérdalo bien, que sólo se obtiene la felicidad y una vida venturosa en un día de cielo puro y de aire claro y diáfano. ¿Ves aquella nube gris plata allá en el firmamento? Hemos de aguardar a que desaparezca; hay que tener paciencia.
Al oír esto la nube, subió y subió hasta llegar al mar del sol. Este mar está en el cielo y en él el sol, donde se asienta después de su vuelta diaria, se mira y limpia del polvo del camino. En este mar se sumergió la nube y al momento se volvió de color de rosa. Al verla el joven se alegró y dijo:
- Mira, amor mío, ¿ves allá arriba la nube de color de rosa? El día amanece claro y soleado, ¿nos casaremos mañana?
- Sí; mañana - contestó embelesada la joven, y le echó los brazos al cuello, y se besaron y siguieron felices y enlazados hasta su casa.
- Tenías razón, querida alondra - dijo la nube, - hay gran variedad y alegría en el mundo
Por toda respuesta dio la alondra un trino que resonó prolongándose por los aires. Al día siguiente oyeron las dos viajeras unos fuertes pasos que resonaban desde la tierra. Miraron a ella y vieron un pelotón de soldados que en traza de enemigos ha­bían entrado en el país.
- ¡Hurra, muchachos! - decía el que los mandaba. - ¿Veis allá arriba aquel castillo? En él hay oro y plata y gran cantidad de víveres. Hay que asaltarlo. Haremos prisioneros al conde y a su familia, los maniataremos y los llevaremos a nuestro rey.
Verdaderamente, allá a lo lejos brillaba, como una mancha de blanca nieve, el castillo. El conde con su bellísima esposa y dos niños estaban en el terrero mirando al horizonte, cuando vieron a la tropa. Hosco la miró el conde porque presentía su desgracia. A la condesa le asomaron las lágrimas, y los dos niños corrieron a esconderse en el seno de su madre. Bajó entonces la nube a la tierra y se extendió a manera de impenetrable niebla frente o los enemigos, los cuales, perdido el camino, anduvieron de acá para allá sin dirección y no tuvieron más remedio que retirarse. La nube, en forma de densa niebla, permaneció en la tierra hasta que los soldados hubieron desaparecido en la lejanía. Después subió de nuevo por los aires. Y al oír cómo reían y chillaban los niños, se volvió a la alondra y le dijo:
- Bella es la vida y ¡qué dulce el hacer el bien! ¡Cómo lo agradecen los hombres!
Luego pasaban por encima de un campo, donde vieron un labrador que triste y pensativo miraba a lo lejos sin ver nada. Decía para si: "Todo inútil... Esperando estoy hace ya semanas y semanas, y pronto se hará ya tarde... El grano está en los tallos y el sol lo quemó y lo agostó, de modo que no puede madurar... ¡Pobre y desgraciado de mí! Si no lleno los graneros, no podré pagar intereses ni impuestos... ¡Habremos de abandonar la casa y partir al extranjero... emigrar! ¿Cómo he merecido yo tal desgracia?" - Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando le cayeron en la barba unas pesadas gotas. Al mismo instante se vio que la nube se arrollaba encogiéndose y dejó caer una lluvia copiosa y fecunda que regó los campos. Levantó el labrador las manos al cielo y exclamó:
- ¡Oh nube, buena nube! Sólo a ti debo el haber escapado a la miseria.
- Hermana alondra - dijo entonces la nube: - ¡Qué feliz me has hecho y qué contenta salgo de tu compañía! Verdaderamente los hombres son tales como nosotras los queremos. Su dicha es nuestra dicha, sus penas nuestras penas. Jamás me parecerá aburrido el mundo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Cómo vino el azúcar al mundo "cuento aleman"

En tiempos muy remotos no había azúcar en el mundo; por lo mismo, los manjares no eran tan sabrosos como al presente: las melcochas no eran dulces, sino sosas e insípidas; los pasteles y las tortas se hacían con sal y vinagre, y los niños no querían comerlos; caramelos y chocolate, ni pensarlo, puesto que sin azúcar no era posible confeccionarlos. En aquellos tiempos, pues, no había nada agradable en el mundo, y grandes y pequeños andaban de acá para allá con cara de viernes y poniendo hocico y no estaban contentos y gozosos como en nuestro tiempo. Hasta que no vino el azúcar, la situación no cambió. Cómo sucedió esto, es cosa que quisiera referiros.
¡Bueno! el azúcar procede del Cielo, de donde viene todo lo agradable y placentero. En la tierra no se hubiese podido encontrar nunca cosa tan dulce y fina. Ahora bien; en el Cielo hay, como todos sabemos, una gran multitud de ángeles con alas de oro y vestidos blancos guarnecidos con tiras de plata; pero esos ángeles allá arriba no haraganean todo el día, como algunos de aquí abajo creen o se imaginan; cantan sí y danzan mucho y hacen música con excelentes flautas y preciosos violines; pero en el Cielo también hay horas de trabajo; de lo contrario ¿quién limpiaría de día las infinitas estrellas que de noche lucen con tanta majestad y que con el tiempo se enmohecerían y palidecerían? ¿Quién pulimentaría la Luna y abrillantaría la cara al Sol para que dé esa claridad fulgurante que esparce por el mundo, si no fuesen los ángeles que se ocupan en ello? Allí cada uno tiene destinada su misión, y la dirección suprema la tiene el arcángel Miguel el cual procura con gran severidad que todo se ejecute ordenadamente. Hubo, sin embargo, en el Cielo un pequeño ángel (llamado Cendalín, por la desvaída y delgada figura que tenía) que nunca hacía con diligencia su trabajo, sino que siempre que podía lo dejaba por hacer. Amonestábale todos los días Miguel reprochándole el que su estrella no brillaba con tanta claridad como las de los demás y porque no se le encontraba cuando se le necesitaba. Cendalín andaba vagando por los espaciosos comedores del Cielo y gulusmeaba picando aquí y allí en los platos y en las fuentes que estaban preparadas para la comida; otras veces se tendía en los azules prados del Empíreo o callejeaba por los jardines de juegos y gastaba allí lo mejor del tiempo. A menudo también espiaba por alguna punta de lo sábana celeste que allí está extendida, mirando a la tierra y observando lo que hacían los hombres y los animales, y al observar algo que tuviese visos de cómico, se reía a carcajada suelta, oyéndosele de muy lejos. De este modo se sabía siempre dónde estaba, y los otros ángeles condenaban su curiosidad, por lo cual esparcían una nube frente a su atalaya para que no pudiese mirar más a la tierra. Y sin embargo, el angelito Cendalín no era del todo malo, sino más bien, según ya llevamos dicho, un poco holgazán y goloso, y curioso, muy curioso.
Un día (uno de tantos de los que también corren en el Cielo), el arcángel Miguel le mandó regar los jardines del Cielo, porque las flores torcían ya un poco el cuello y además los hombres en la tierra suspiraban por agua de lluvia; pero el angelito no obedeció y continuó espiando lo que sucedía en la Tierra. Le hacía gracia - y se reía con gusto - ver el horroroso calor que hacía en ella y los cómicos semblantes de los hombres, que no hacían sino mirar arriba a ver si caía de allí un poquito de lluvia. Con todo, dijo al arcángel que había cumplido su mandato y que los hombres estaban muy satisfechos del agua que les había llovido del Cielo. Averiguó el arcángel la mentira y le dio a Cendalín una fuerte reprimenda y en castigo de su culpa le hizo remendar la gran sábana que cubría el Cielo y que unos días antes un rayo había rasgado un poco. De lo contrario (decía el arcángel) por aquel agujero podrían caer de las bodegas de hielo del Cielo gran número de piedras y pedrisco que destruirían las mieses que tanto trabajo y sudores habían costado a los hombres.
- Lo haré enseguida -, dijo el angelito, pero no lo hizo; en cambio espiaba mirando a la Tierra y alegrándose al ver que caía el granizo y las piedras saltaban de acá para allá haciendo enormes daños en todas partes. De los lamentos de los hombres no se preocupaba ni poco ni mucho, en lo cual daba a entender su falta de consideración y su inconsciencia.
Por la tarde observó el arcángel lo que el bribonzuelo del angelito había hecho, y, airado, le denunció ante el amable Dios. Este mandó llamarle, y él, temblando como un azogado se presentó ante el trono de Dios.
Este miró o todos partes, porque Cendalín tenía por costumbre esconderse metiéndose hasta en una ratonera, y dijo echando una benévola carcajada:
- Angelito mío; ya que tan a gusto fisgas y husmeas en lo que por el mundo pasa, he determinado mandarte allá para una temporada en que vivirás entre los hombres. Allí adquirirás el hábito del trabajo, pues en el mundo hay mucho que hacer: en la primavera embadurnar de verde los prados; en verano abrillantar, estregándolos, los lagos y ríos; en otoño pintar artísticamente las frutas. En invierno - que allí es horrorosamente frío - si hubieras terminado tu trabajo, podrás volver a mi Cielo; de lo contrario habrás de quedarte allí otro año. Ve, pues, querido angelito mío, y dales a los hombres prosperidad y bienandanza.
Hizo el angelito una profunda reverencia al soberano Dios y bajó la gran escalera del Cielo, llegó a la Tierra y puso enseguida manos a la obra. Como era allí primavera, sumergió el pincel en el bote de pintura verde y pintó con gran brillo y presteza los prados; pero muy pronto creyó haber trabajado lo suficiente y se tumbó en la hierba y empezó a soñar con las hermosas salas del Cielo, los espléndidos banquetes que allí se daban, y otras cosas no menos agradables. Cuando despertó de su dorado sueño había pasado ya la primavera y quedaban aún muchos prados sin pintar que presentaban aquel gris negruzco y aquel moreno sucio en que les deja el invierno, y de ello tenía la culpa el angelito por su desidia y su pereza. Al darse cuenta de esto, quiso recobrar lo perdido y trabajar con afán. Fuése a los arroyos, que ya aparecían todos empañados, y empezó a estregarlos con un gran paño de seda y pronto quedaron limpios y diáfanos y saltaban de gozo al verse tales. Hizo luego lo mismo con los ríos; pero mientras estaba en lo mejor de la faena, miró al fondo y allí, muy abajo, vio numerosas ondinas y sirenas que saltaban y correteaban yendo al alcance unas de otras. En un ángulo se hallaba el Genio del Agua, chanceándose al contar a una ondina las divertidas visitas que hiciera a su prima, la Medusa y a su pariente el Coral, que vivían en el fondo del mar. Llevado de su habitual curiosidad, escuchaba aquel relato el angelito y tenía abandonada su tarea. Terminada la historia (la que había contado el Genio) había también llegado a su fin el verano, y varios ríos habían quedado empañados y los lagos estaban avergonzados de su turbiedad: sus aguas no se movían, estaban estancadas como charcas, y en algunos hasta crecía la mala hierba en la superficie. De ello tenía toda la culpa el angelito, por su excesiva curiosidad. Reflexionó, sin embargo; en aquel otoño se portaría muy de otra manera. Dióse, pues, a pintar las manzanas y peras y luego los uvas y naranjas. A las primeras sobre todo, les ponía unos carrillos encarnados, de suerte que parecían pequeñas cabezas humanas. A las uvas, les daba un color verde claro y azul oscuro y a las naranjas un amarillo membrillo; pero no estaba aún en la mitad del trabajo cuando le tentó la golosina y se dejó seducir del olor que exhalaban aquellas frutas, y el glotonzuelo se metió una manzana muy pequeña en la boca y la halló tan rica, que comió otra y otra, y hete aquí a nuestro angelito comiendo a discreción manzanas, peras, uvas y toda clase de frutas que le venían a mano.
Cuando estuvo harto y satisfecho, había pasado ya el otoño. Muchas de las frutas quedaron sin madurar y con su color verdoso que tan desagradable es a la vista. Echóse entonces a llorar al acordarse de lo que le dijera al buen Dios y que en el invierno - que ya se echaba encima - no podría volver al Cielo y habría de pasar otro año en la Tierra. Y, como empezaban ya a sentirse los grandes fríos, buscó abrigo entre los hombres. Fuése a una alquería: el campesino, dueño de ella, andaba de acá para allá observando si estaba todo preparado para el riguroso invierno, si el ganado se hallaba bien en el establo, si la harina estaba bien almacenada y las frutas en los graneros para el secado. En esto, acercósele tímidamente el angelito:
- Buen hombre - le dijo, con voz algo apagada por el encogimiento: - ¿Me permitiríais pasar aquí el invierno?
- Aquí, no - contestóle bruscamente el granjero; - y tienes orden, so vagabundo, de alejarte de aquí, si no quieres que te azuce el perro grande.
- No creáis que vendría aquí a comer de balde.
Levantó las orejas, al oír esto el campesino y ya en tono algo más amistoso le dijo:
- ¿Es que tienes algún dinero?
- Ninguno - contestó el angelito, más encogido aún; - pero puedo ganarlo; haré lo que me mandéis.
- ¡Oh el alfeñique! ¿Trabajar tú, con esas manecitas, esos piececitos y esa carita satinada que Dios te ha dado? No has nacido para trabajar. ¡Ea! ¡Largo de aquí.
Ya chiflaba llamando al perro y el angelito se disponía a tomar las de Villadiego, cuando la compasiva esposa del campesino (que había oído todo el diálogo desde una ventana) gritó:
- Ven, hijo mío; no le hagas caso a ese palurdo. Fuera hace frío y debes de sentirlo con esa camisita que llevas por todo abrigo. Si quieres trabajar, harto hay que hacer en esta granja, y un guapo joven como tú no puede menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios.
Refunfuñó el labriego al oír semejantes razones, pero no se atrevió a regañar porque la mujer andaba con la escoba en una mano y en la otra tenía un cucharón de la comida.
Aquí supo por experiencia el angelito lo que era trabajar. Hasta entonces no se había ocupado más que en menudencias; ahora le tocaron faenas toscas y pesadas: limpiar establos y cuadras, dar la comida a las vacas, acarrear leña, barrer las piezas de la casa. Al llegar la noche caía rendido y fatigado en el camastro. Además, no le quedaba tiempo para curiosear; gulusmear, ni por asomo:
de un estacazo le hubiese despojado el labriego de su forma humana. De este modo adquirió el hábito del trabajo, se morigeró en sus costumbres y se hizo digno de convivir con sus hermanos y hermanas, los ángeles del Cielo.
Anhelaba la vuelta de la primavera para moverse y trabajar a fin de poder regresar al Cielo. Entre tanto, en el país el frío fue arreciando, y el angelito estaba aterido. El desván donde pasaba la noche no tenía calefacción ninguna, ni natural ni artificial y el viento se colaba en él por mil grietas y agujeros.
Una mañana, al despertar, observó que había una luz clara y un resplandor como de blancura; asomóse a la ventana y vio la tierra toda vestida de blanco y que seguían cayendo del Cielo pequeños y ligeros copos. Quedó asombrado, estupefacto. Aún no había vuelto de su asombro cuando oyó la bronca voz del campesino:
- ¡A trabajar, haragán! ¿Qué estás aquí mirando? ¿Crees por ventura que te voy a dar de comer de balde? ¡Ea! ¡A apartar la nieve y limpiar los caminos, y pronto!
El angelito, corrido y confuso, echó mano a la grosera escoba y le dolía en el alma tener que contribuir a deslucir aquel blancor que tenía la nieve y verse obligado a amontonarla como si fuese inmunda basura. Apenas hubo vuelto el granjero la espalda, tomó el angelito un puñado de nieve y lo guardó en la mano. Cendalín había vuelto a su estado verdadero de ángel con todas las virtudes de tal y capaz, por lo mismo, de hacer un milagro, pidiéndole antes permiso al buen Dios. Así pues, al observar que la nieve se derretía en su mano, susurró a modo de oración:
- ¡Oh buen Dios! ¡Qué fría está! ¡Haced que se caliente un poco!
En efecto, la nieve se calentó y el angelito pudo tenerla un buen rato en la mano. Llevó una poquita a la boca y hallóla insípida como el agua; entonces dejó caer sobre ella unos lágrimas (lágrimas de
ángel) y al punto se volvió dulce y sabrosa. Alegre y gozoso la llevó a la granjera; ésta llamó a su esposo y a toda la servidumbre y todos la probaron y a todos supo a cielo.
- ¿Qué tal? - dijo entonces, con aire de triunfo, la granjera; - ¿acaso no os dije que un joven tan guapo no podía menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios?
No hay por qué decir que el campesino serenó su hosco semblante, y en cuanto a Cendalín, toda su tarea era ir por nieve, secarla y calentarla y humedecerla con dulces lágrimas. Poco tiempo después toda la casa estuvo llena de azúcar. Tomó entonces el angelito el bote en que tenía los colores del otoño, amasó y moldeó el azúcar y pintólo de rojo, verde y amarillo y de allí salieron los primeros caramelos, las barritas de azúcar y la regalicia.
La granjera aprendió a hacer con el azúcar tortas y pasteles al horno. El campesino, al comer por primera vez estas golosinas, saltó de gozo y cubrió de besos al angelito. Éste, desde entonces, fue muy bien visto de todos y pudo llevar una vida digna de su naturaleza: se portó como un ángel.
A todo esto, al aparecer los primeros azafranes, precursores de la primavera, el agradecido angelito quiso hacer a los campesinos un regalo de despedida: tomó un puñado de azúcar, mezclólo con tierra del huerto, alargólo con sus manos de ángel y lo prensó en forma de tabla. Se había inventado el chocolate.
Alborozados y entusiasmados todos, dieron las gracias al amable angelito Cendalín. Había, pues, aparecido en el mundo el azúcar, y los hombres todos lo saboreaban, sobre todo la gente menuda, que desde aquella fecha tienen especial predilección hacia los angelitos por el dulce regalo que hicieron a la humanidad.
Por su parte, Cendalín, que de los campesinos había aprendido a trabajar con asiduidad y se había curado de su curiosidad y pereza y de su manía de andar siempre a la husma, se dedicó el resto del año a terminar su misión, y era de ver entonces cómo verdeaban los prados y praderas; en verano ya nadie se miraba sino en los arroyos, ríos y lagos; en otoño no había manzana, pera ni racimo de uvas que no mostrara sus prodigiosos calores. En virtud de esto el angelito fue nuevamente recibido por el buen Dios en el Cielo, y el arcángel Miguel, al verle totalmente cambiado, le felicitó cordialmente. Los otros ángeles, sus camaradas, entonaron en su honor un canto coral, y en lo sucesivo fue Cendalín el ángel más activo, laborioso y bizarro entre todos los del Cielo.

martes, 21 de septiembre de 2010

El aprendiz de mago "cuento aleman"

En una gran isla del Océano Pacífico, viven todos los magos del mundo y desde allí reparten sobre los habitantes de la tierra toda su magia, buena o mala. Entre ellos vivía, hace tiempo, el mago Biallo, que era muy bueno con los hombres. Jamás utilizó sus poderes sobrenaturales para hacer el mal o producir sufrimientos a nadie. Utilizaba su sabiduría sólo para el bien de los seres humanos. Los demás habitantes de la mágica isla, los duendes, enanos y brujas, le odiaban y querían acabar con él. Biallo no les prestaba la menor atención y seguía regalando alegría y bendiciones.
Una tempestuosa noche de invierno, sus enemigos se reunieron en el cráter de un volcán extinguido y decidieron matar a Biallo. Prometieron solemnemente no descansar hasta haber acabado con el bondadoso mago. Un espíritu que servía a Biallo oyó la conspiración y corrió a llevar a su amo el terrible mensaje. Entonces el mago decidió marchar a la tierra de los seres humanos y permanecer allí con ellos. Estaba seguro de que así no podría alcanzarle la venganza de los malos isleños.
En alas de su mágica capa atravesó el Océano. Cuando el murmullo del viento entre los árboles le indicó que estaba sobre tierra seca, descendió y encontróse a la entrada de un bosque. Sacó su caracola mágica y se la llevó al oído. Dentro de ella escuchó un lejano rugido y comprendió enseguida que sus enemigos le perseguían. Entró pues en el bosque, llegando a la cabaña de un pobre carbonero. Entró en ella y pidió cobijo al carbonero, que vivía apaciblemente con su hijo Holgar.
- Si os quedáis en mi cabaña seréis descubierto - dijo el carbonero. - Pero salgamos y os esconderé en la carbonera.
El mago le siguió. El carbonero amontonó troncos y ramas, tal como se hace para preparar el carbón de madera, y dentro escondió a Biallo. El fuego ardía encima de él, pero el mago estaba bien protegido y no se quemó en absoluto. Cuando llegó la banda de hostiles perseguidores registraron la cabaña, pero no encontrara a su odiado enemigo. Y aunque vieron la carbonera, no sospecharon que dentro de ella pudiera encontrarse un ser viviente. Siguieron, pues, su camino, y Biallo se salvó.
Al día siguiente el mago despidióse con cariño de su protector y acarició la rizada cabellera de Holgar, diciendo:
- Cuando crezcas, chiquillo, acude a mí y te pagaré el favor que me ha hecha tu padre. ¿Ves aquella altísima montaña? Allí me instalaré y seguiré haciendo bien a los hombres.
Holgar nunca olvidó esto. En cuanto fue grande y fuerte anunció a su padre que quería ir a visitar al mago.
- ¿Qué le pedirás? - preguntó el carbonero.
- Que me enseñe a ser mago - contestó el joven.
Luego cogió su sombrero y su bastón y se marchó. No tardó en llegar al pie de la montaña. Ascendió por sus laderas y al fin llegó a la entrada de una cueva. Se disponía a llamar, cuando la puerta se abrió por sí sola. Holgar entró en el refugio que estaba amueblado de una manera muy extraña. En el centro veíase una mesa hecha de la vértebra de una ballena, y frente a ella dos sillas fabricadas con colmillos de elefante. En el suelo veíanse frascos y copas de cristal, llenos de líquidos de diversos colores. En un rincón ardía un alegre fuego sobre el que hervía el contenido de negras calderas. En otro rincón, amontonados, había enormes volúmenes, y del techo colgaba una enorme amatista que iluminaba mágicamente la cueva.
El muchacho miró asombrado a su alrededor, y, de pronto, Biallo apareció ante él como salido de la tierra. Su barba era enteramente blanca y su mirada alegre y amistosa.
- Te esperaba, muchacho - dijo. - Dime qué deseas.
- Quisiera aprender el arte de la magia.
El mago se puso muy serio y preguntó:
- ¿Para qué quieres la magia? ¿Para el bien o para el mal? - ¿Deseas poder o felicidad?
El muchacho no vaciló ni un segundo, y con los ojos brillantes, replicó:
- Sólo quiero hacer el bien, querido maestro y hacer feliz a toda la gente.
- ¿Y tú no quieres ser feliz?
Holgar inclinó la cabeza y permaneció callado. Biallo prosiguió:
- Ser feliz y hacer felices a los demás son las aspiraciones mejores del hombre. Pero recuerda que el poder tiene su dulzura, aunque no alegre el corazón. Sígueme, ahora, hijo mío, y podrás escoger tu tristeza o tu alegría.
Le condujo a una habitación próxima, en la que sólo había una tosca mesa de roble. Sobre ella veíanse dos cajitas. Una era de oro y la otra de plata. El mago abrió la de oro y dentro Holgar vio tres pastelitos en forma de corazones, descansando sobre un almohadoncito de terciopelo rojo. En ellos se leían estas palabras: "Riqueza", "Poder", "Grandeza".
Luego el mago abrió la caja de plata y sobre terciopelo azul aparecieron tres pastelillos en forma de corazón, con estas palabras encima de ellos: "Paciencia", "Bondad", "Valor".
Luego el mago volvióse hacia su alumno y le dijo:
- Escoge. Los tres pastelitos de la caja de oro prestan un poder mágico que representa un total dominio sobre los humanos. Si comes el pastelillo de la "Riqueza", conquistarás todos los tesoros del mundo. Podrás transformar en oro y piedras preciosas cuanto toques. El pastelillo del "Poder" te permitirá transformar en animales a los hombres y en hombres a los animales. Y con el de la "Grandeza" podrás ser el más grande de todos. Si escoges la caja de oro, todo el ilimitado mundo de la magia será tuyo.
» En cambio la caja de plata te llevará al final de todos tus deseos, pero el camino es mucho más largo y difícil. También te dará el poder de la magia, pero de una magia más terrena, y te verás ligado a las leyes de la naturaleza. Pero lo que pierdas en poder directo, lo ganarás en felicidad. ¡Escoge!
Holgar no vaciló.
- Si la caja de plata me da el poder de la magia y además la felicidad, la escogeré. No me causan miedo las dificultades y los dolores.
- Tienes razón, hijo mío - sonrió el mago, tendiendo a Holgar la cajita de plata. Nunca lamentarás tu elección.
Siguiendo las indicaciones de Biallo el joven comió los pastelitos. Pronto se sintió invadido por un profundo sueño y al despertar, al cabo de muchas horas, encontróse a la entrada de la cueva, viendo sentado junto a él a su maestro, que le sonreía bondadosamente. El muchacho se puso en pie de un salto.
- Ahora empezaré a utilizar mi magia - dijo.
- ¿Qué deseas? - Preguntó Biallo, muy serio.
Holgar dejó vagar su mirada por la tierra y no vio sino pantanos y terrenos yermos.
- La tierra debe dar frutos - dijo. - De ella debe brotar el trigo y el maíz, y árboles de frutos, y viñas rebosantes de uvas. ¿Tengo poder para hacerlo?
- Desde luego -replicó el viejo. - Recuerda que posees la paciencia.
Inmediatamente el mago sacó picos, azadas y palas, y los dos empezaron a atacar la tierra, destruyendo las malas hierbas. Luego, cuando el suelo estuvo limpio, lo fertilizaron y sembraron semillas. Al poco tiempo empezaron a brotar las plantas y al fin llegó el tiempo de la cosecha. Las espigas, cargadas de fruto, se inclinaban hacia el suelo, y los montes, las viñas con sus grandes racimos, cantaban:

"No nos dejéis ya más colgar;
llegó la hora de ir al lagar
donde con fuerza y con tino
daremos muy dulce vino".

Holgar quedó embelesado ante tan hermoso espectáculo y su corazón se llenó de alegría.
Entonces el viejo mago le preguntó:
- ¿Te das cuenta de los mágicos resultados de nuestra paciencia? ¿Estás satisfecho de tu destreza o deseas seguir haciendo pruebas?
- Me gustaría sacar el oro y la plata de la tierra. ¿Puedo hacerlo?
- Desde luego - replicó Biallo. - Ahora ya sabes que la paciencia puede lograrlo todo.
Y otra vez empezaron a trabajar con los picos y las palas. Holgar descubrió, con asombro, que entre la tierra había pepitas de oro y venas de plata. Pronto las ruedas giraron vertiginosas y las máquinas resonaron en el lugar. Cada vez se hundían más en la tierra, hacia el reino del negro carbón. Transportaban la hulla por medio de vagonetas y carros y luego la llevaban a la ciudad. Su cueva apenas podía contener todas las riquezas que ganaban. Cuando terminó el año, Holgar vióse rodeado de oro y plata, vestidos lujosos y toda clase de bienes.
- Todo esto es el mágico resultado de la paciencia - dijo su maestro. - Ella te lo ha dado.
Entonces el alumno se levantó y dijo:
- Hasta ahora he utilizado la magia para mi propio beneficio, pero me hace el efecto de que me falta el verdadero valor de la existencia. Me gustaría que otros se aprovechasen del poder. ¿Puedo transformar a los seres humanos?
- En efecto. La bondad te lo permite. Ve, hijo mío, y transforma los pobres en ricos, y haz dichosos a los desgraciados.
Cargado de oro, Holgar partió hacia el país de los hombres y derramó pródigamente sus riquezas. Entonces el mundo pareció transformarse. Los que hasta entonces habían caminado abatidos por el dolor, levantaron la cabeza y sonrieron a la felicidad. Otros cuyos rostros habían sido desfigurados por las arrugas, tenían una expresión de gran dicha. Todos irradiaban un resplandor que los transformaba por completo. Pero Holgar no estaba satisfecho. Vio que sus tesoros no causaban bien a los enfermos, pues no podían curarlos.
Con los ojos bañados en lágrimas regresó junto a Biallo.
- ¿Es que mi poder mágico no va más allá? ­ se lamentó. - Temo haber elegido mal.
Pero el viejo sonrió bondadosamente.
- La bondad tiene mucha más fuerza de lo que tú imaginas. Hay que saber utilizarla.
Condujo al joven al bosque y a los prados y le enseñó las hierbas y las plantas, en las cuales había substancias curativas. Holgar encerróse noche y día en su cuarto y estudió allí el poder y los efectos de los plantas. A veces su entusiasmo moría y todo parecía a punto de venirse abajo; pero luego la bondad recobraba su fuerza y le animaba a continuar sus estudios. Una vez su trabajo hubo terminado regresó entre los hombres y les dio sus composiciones y medicinas. Los enfermos se pusieron buenos y los inválidos volvieron a moverse. Los débiles recobraron sus fuerzas y la felicidad reinó en la tierra.
Holgar vióse envuelto en las bendiciones que brotaban de los labios de aquellos que se ponían buenos, pero los sufrimientos de la humanidad no se terminaban. Alrededor de la ciudad donde vivía Holgar había espesos bosques que albergaban terribles tigres, leones, osos y lobos. Continuamente atacaban a la gente y la destrozaban. Por lo tanto seguía existiendo el dolor.
De nuevo corrió Holgar junto a su maestro.
- ¿Puede la magia permitirme destruir los animales salvajes? - preguntó.
- Desde luego - replicó Biallo. - Recuerda que posees el valor. Esto te dará un poder sobrenatural. Acompáñame a la herrería. Allí haremos una fuerte espada y una afilada lanza para el ataque, una cota de mallas y un brillante escudo de afiladas puntas para la defensa. Con eso podrás librar a los hombres de sus enemigos.
Pronto la herrería retembló bajo los martillazos, el rugido de las llamas y el silbido del acero al ser sumergido en el agua.
Hermoso como un Dios, el armado joven marchó al bosque, contra sus terribles adversarios, y propagó el terror y el espanto entre ellos. La verde tierra se manchó con la sangre de las bestias sacrificadas. Holgar luchaba con los animales en los claros y luego los perseguía por entre los árboles, hasta sus remotas madrigueras.
Antes de que el verano hubiese terminado, había perecido el último enemigo y los hombres pudieron respirar tranquilos. Cuando le aclamaban como su héroe y salvador, sentíase dominado por la felicidad. Lágrimas de alegría brotaban de sus ojos y se quedaba sin saber que decir. Tuvo que utilizar las dos manos para apartar a la muchedumbre que le aclamaba y que casi le aplastaba de entusiasmo.
De pronto sonó un clarín y la gente abrió paso a un jinete que se dirigía hacia donde estaba Holgar. Cuando llegó junto a él saltó al suelo e, inclinándose, dijo:
- Soy heraldo de nuestro amado Rey. Se ha enterado de tus bondades y me envía a que te exprese su gratitud. Al mismo tiempo pide de ti un servicio que ningún mortal ha sido aún capaz de realizar. Su hermosa hija, la Princesa Amarinta, fue raptada por el terrible gigante Gorgo, y nadie ha podido libertarla. Los más nobles caballeros fueron a luchar contra el monstruo, pero cuando se vieron frente al terrible ser, les abandonó el valor y el gigante los destrozó con su puño de hierro. Pero tú, bienhechor y salvador de la tierra, amigo y favorito de los hombres, puedes triunfar... Libera a la hermosa Princesa, y su mano y el trono del Rey serán tuyos.
- Si el valor puede realizar eso, creo que tendré éxito - replicó valientemente Holgar. -Abridme paso, buena gente, marcharé enseguida a la guarida del que se ha apoderado de nuestra Princesa.
Respetuosamente todos se echaron atrás y Holgar partió con paso firme y ojos brillantes.
Cuando llegó a la entrada de la formidable fortaleza, golpeó la puerta con la empuñadura de su espada y desafió al gigante. No tardó en aparecer en el umbral una figura a cuya vista cualquier hombre se hubiese quedado inmóvil de terror. Pero Holgar estaba lleno de valentía y miró al monstruo que, cual una torre, se erguía ante él. Sus puños y pies eran de hierro; y en la cabeza, que era tan grande como una máquina de tren, crecía un bosque de cabellos, cada una de los cuales era del grosor de un alambre. En medio de la frente tenía un solo ojo tan grande como el reloj de una torre.
Con estrepitosa y despreciativa sonrisa y con voz de trueno, el gigante exclamó:
- ¡Jo, jo, jo! Otro de esos hombrecitos que quiere robarme la novia. Ven, haré contigo lo que hice con los otros.
Diciendo esto arrancó de cuajo un roble que tenía mil años y se lo tiró a Holgar. Si éste no hubiera saltado a un lado, hubiese quedado convertido en pasta. Pero en cambio sólo rozó su lanza, que cayó hecha pedazos al suelo. Cuando el gigante vio que había fallado el golpe se sintió dominado por una terrible furia. Alargó la mano de hierro para agarrar a su enemigo, y el joven le golpeó con su espada, que saltó hecha pedazos. Holgar se encontró, pues, desarmado frente al terrible gigante, pero no por ello pensó escapar. Lleno de valor adelantóse hacia el monstruo, que enseguida le agarró con su mano de hierro.
- ¡Jo, jo! - rió el gigante. - ¡Ya te tengo, hombrecito! Debiera hacerte polvo. Pero como te has defendido tan bien y no has perdido el valor, puedes respirar unos minutos más. Te enseñaré a mi novia. Luego prepárate para perder la vida.
Su puño golpeó la puerta como un trueno. En el balcón apareció una joven vestida de negro. Era la más bella que Holgar había visto jamás. Al fijarse en el prisionero del gigante, sus azules ojos se llenaron de lágrimas.
Ante la maravillosa belleza de la joven, Holgar sintióse invadido por un nuevo valor. Con rapidez se revolvió contra el gigante y, con toda su fuerza clavó la punta de su escudo en el único ojo del monstruo.
Un grito tan terrible que interrumpió el vuelo de los pájaros y los pasos de los animales de la selva y hasta incluso hizo temblar a los árboles, brotó de los labios del horrible ser. Holgar cayó al suelo, junto a su adversario, que se retorcía de dolor. Enseguida, el joven levantó una pesada piedra y la dejó caer sobre la cabeza de su enemigo. Oyóse como se rompían todos los huesos y luego ya no se percibió ningún ruido. La vida de crímenes y maldades de Gorgo había terminado. Lleno de alegría, Holgar subió al balcón, cogió de la mano a la Princesa y la arrancó de aquel lugar de pesadilla.
Cuando llegó ante el Rey, éste descendió de su trono y abrazó al héroe. Después se quitó la reluciente corona y la colocó sobre los rubios cabellos de Holgar y le condujo junto a la bella princesa Amarinta, entre los aplausos de la muchedumbre.
Holgar volvió la cabeza hacia donde estaba Biallo y le dijo en voz baja:
- Maestro, os doy las gracias. Los regalos que escogí fueron los mejores; superiores en todo a los otros que me ofrecíais. Su efecto, como profetizasteis, me ha concedido la dicha. Quitádmelos ahora, puesto que he llegado a la cumbre de mi vida, y dadlos a otro que los merezca, a fin de que también él pueda hacer felices a los demás.
Entonces Biallo se acarició la larga barba y, sonriendo, dijo:
- Guárdalos, hijo mío, porque ahora los necesitarás más que nunca. Vas a tomar esposa; por lo tanto necesitas mucho valor. Con ella vivirás una larga vida; por consiguiente necesitarás paciencia. Y si quieres hacerla feliz te hará falta mucha bondad. Con estos tres dones, la tierra será para ti un mágico jardín, y tu vida y la de tu mujer una continua primavera, radiante de mágica luz.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El altivo mantequillero "cuento aleman"

En la capital de un reino había un tienda donde la gente iba a comprar la mantequilla que necesitaba. El dueño, que no era precisamente un hombre honrado, mezclaba la mantequilla con margarina de la peor clase y mediante tales trampas ganaba mucho. Como es natural, él no trabajaba; para eso tenía a sus empleados. Así reunió pronto una gran fortuna y con ella la estimación de sus conciudadanos.
Pero todas las monedas de oro que había amontonado no le hacían completamente feliz. Tenía mayores aspiraciones. Siempre que la gente le saludaba diciendo: "Usted lo pase bien, señor Mantequillero", el comerciante se enfadaba mucho.
- Todo el mundo puede ser vendedor de mantequilla - murmuraba para sí. - Ese nombre no corresponde a la gran fortuna que guardo en mi casa.
Por ello tomó un día una decisión. Preparó su coche, metió en él un pan de mantequilla tan grande como un barril de los más mayores, y dirigióse al palacio del Rey.
- Majestad - dijo. - Me gustaría un título que me distinguiera de todos los demás vendedores de mantequilla; me gustaría ser nombrado Consejero de la Mantequilla.
- Bien ¿y qué me aconsejas? - preguntó el monarca.
- Majestad, os aconsejo que comáis mucho pan con mantequilla y que hagáis que vuestra ilustre esposa y vuestros muy altísimos hijos, también lo coman, pues así tendrán las mejillas sonrosados y la sangre pura. Os he traído una gran cantidad de ese género.
El Rey quedó muy complacido y nombró al comerciante Consejero de la Mantequilla. Los demás vendedores, que eran también unos ladrones de tomo y lomo, y que usaban más margarina que mantequilla, se enteraron de la distinción que el Rey había concedido a su competidor y, sin perder un minuto cargaron en sus coches enormes panes de mantequilla mucho mayores que los del otro, y los llevaron al palacio, que hubiera podido ser convertido en otra tienda de vender mantequilla. Todos fueron premiados con el mismo título, hasta el punto que hubo tantos Consejeros de la Mantequilla como vendedores y fabricantes.
Esto disgustó mucho al Mantequillero, pues ahora ya no era distinto a los demás, como había deseado, y su título no sonaba mejor que el de sus competidores.
Estrujóse bien el cerebro y al fin consiguió que se le ocurriese algo nuevo. Metió unas cuantas sartenes en su coche y dirigióse a palacio a toda prisa.
- Majestad - dijo al llegar frente al Rey. - Tengo un secreto que sólo puedo confiaros a vos. Os será muy útil.
- ¿Qué secreto es ése, señor Consejero de la Mantequilla? - preguntó afablemente el monarca.
- Si la mantequilla se calienta en la sartén puede ser utilizada en vez de manteca de cerdo. Con ella se puede freír y guisar y ya no será necesario utilizar el desagradable sebo ni la vulgar margarina. Decidle a su Majestad la Reina que podrá preparar deliciosos pasteles, pues le he traído unos cuantos potes de la mejor mantequilla. Sólo os pido que, puesto que os he explicado este secreto tan privado, me nombréis vuestro Consejero Privado de la Mantequilla.
El Rey echóse a reír y concedió lo que se le pedía. Los demás mantequilleros sintieron mucha rabia, pero no pudieron hacer nada, pues no sabían otros secretos de la mantequilla.
El Consejero Privado de la Mantequilla estaba muy orgulloso de su distinción. Se compró una cadena de reloj, de oro puro, tan grande y pesada como la de un áncora, y se la colgó sobre el estómago. En cada uno de sus morcilludos dedos colocó anillos de oro y piedras preciosas, y sobre el pecho llevaba una gran placa, también de oro, en la que se leía: "¡Atención! Yo soy el Consejero Privado de la Mantequilla". Así se paseaba por la capital, día sí y día no, con la cabeza echada hacia atrás, a fin de no ver a la gente vulgar.
Un día llegó a un río. Como llevaba la cabeza tan echada atrás no vio la orilla y cayó en el agua. La cadena de oro, los anillos y la placa le hicieron hundirse, pero él luchó con toda su fuerza para permanecer a flote. En aquel momento vio a un joven que estaba cómodamente sentado bajo un árbol.
- ¡Por favor, ayúdame o me ahogaré! - exclamó.
El muchacho no se movió y, riendo, replicó:
- Te está bien empleado, saco de grasa. Imagínate que el agua es leche; así te será más fácil ahogarte.
- ¡Socórreme, muchacho! Te daré mis anillos.
- Me estarían anchos. Antes tendría que engordarme como tú, y para eso no tengo dinero.
- Te daré mi cadena de oro - dijo el comerciante, ahogándose.
- No tengo estómago para ella. Ya ves lo delgado que estoy.
La boca del Mantequillero se llenaba ya de agua. - ¡Sálvame! - gritó, haciendo un último esfuerzo. - Te daré la placa de oro y serás Consejero Privado de la Mantequilla; tendrás mi dinero y tendrás mi negocio. Seré tu criado... lo que quieras... pero sálvame la vida.
- Me importan un comino tus títulos - replicó el muchacho - pero el dinero y el negocio me interesan.
Dicho esto se frotó las manos y agarró por los cabellos al gordo comerciante, sacándolo del agua. Luego le quitó los anillos, la cadena y la placa de oro e hizo que le acompañase a su casa.
Cuando llegaron a la tienda, el joven dijo, riendo:
- ¡Qué empleado más importante tengo! ¡Nada menos que un Consejero Privado de la Mantequilla! Pero ahora a trabajar. Quiero que mañana por la mañana estén listos cien kilos de mantequilla.
El comerciante aprendió a batir la mantequilla y suspiró y sudó a mares, lo cual no le ahorró ni pizca de trabajo.
Cuando hubo terminado, guiñó picarescamente un ojo y le dijo a su nuevo amo:
- Patrón, ahora podríamos convertir estos cien kilos de mantequilla en doscientos, añadiéndole cien de sebo y margarina. Ese es el secreto de mi negocio.
- ¿Es esta la manera que tienes de trabajar? ­ dijo el muchacho. - Eso estaría bien para ti. Pero yo soy un comerciante honrado. No lo acepto, pero a fin de que te des cuenta del sabor que tienen el sebo y la margarina, no comerás otra cosa hasta que se hayan terminado todas tus existencias de margarina y sebo.
El Consejero Privado de la Mantequilla puso una cara muy agria, pero a fin de no morir de hambre tuvo que comer lo que le ordenaba su dueño. Se tragó unas cucharadas de sebo mezclado con margarina y estuvo a punto de ahogarse.
Pidió perdón, pero el muchacho gritó:
- ¡No quiero oírte! Mañana seguirás comiendo sebo y margarina. Y no comerás otra cosa hasta que se acabe lo que hay en esta casa. Así te enterarás de lo bueno de tus consejos privados.
Entonces el hombre corrió al Palacio Real y arrodillándose ante el monarca, pidió, juntando las manos:
- Majestad, mis secretos no valen nada. Ya no deseo ser vuestro Consejero Privado de la Mantequilla, sino un consejero corriente.
- Perfectamente - replicó el monarca. - Precisamente ayer me decía la Reina que tu mantequilla no es amarilla sino gris, y que no tiene ningún gusto. Por lo tanto había decidido desposeerse de tu distinción.
El hombre marchó a su casa, y sintió una gran alegría por no ser ya Consejero Privado.
Cuando la gente de la capital descubrió que sólo en su tienda podía encontrarse mantequilla pura, todos dejaron de comprar a los demás Consejeros de la Mantequilla. Pronto la tienda estuvo llena, y apenas podía satisfacerse a todos los clientes. Las cajas y los cajones empezaron a llenarse más deprisa que antes de monedas de oro y plata. Aunque ya no eran suyas, las monedas le resultaban muy agradables al comerciante, pues se trataba de dinero honradamente ganado.
El muchacho dijo:
- ¿Ves ahora de qué me hubiera servido tu consejo? Ahora sería, seguramente, un comerciante rico, pero ladrón; y en cambio soy un hombre rico y honrado.
Entonces el Mantequillero fue a ver secretamente al Rey y le dijo:
- Mis consejos son malos. Quitadme el título. No merezco ser consejero.
- Ya lo he descubierto - replicó el Rey -. Tu mantequilla ha puesto enfermos a mis hijitos, y había ya decidido hacerte azotar. Pero como has reconocido tu culpa, recibirás mi perdón en vez de mi justicia. Vete, ahora ya vuelves a ser un simple mantequillero.
Entonces el comerciante corrió muy alegre a su casa para dar a su amo la bueno noticia de que había vuelto a su antiguo rango. Pero no encontró al joven. Dirigióse a la tienda y allí vio al muchacho que le salvara. ¡Pero cómo había cambiado! En la cabeza llevaba un casco de acero. En la mano sostenía una varita a la cual se enroscaban dos serpientes, y junto a los tobillos tenía unas blancas alitas. El Mantequillero quedóse de piedra.
Pero el joven le sonrió y dijo:
- Acércate, no temas. No soy lo que tú creíste. Soy Mercurio, el Dios de los mercaderes honrados. Voy de ciudad en ciudad, de nación en nación, investigando la marcha del comercio. Con mi varilla protejo a la honradez, haciendo que el dinero llene sus arcas, pero con las serpientes castigo con el remordimiento a los comerciantes sin conciencia. Ahora te devuelvo lo que es tuyo. Trabaja, sigue siendo honrado, y no te avergüences de tu oficio.
El Mantequillero se inclinó ante el Dios y, al alzar de nuevo el rostro, éste había ya desaparecido. En adelante el mercader siguió siendo lo que era, un honrado y rico mantequillero.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El gallo descontento "cuento aleman"

Cuando Dios creó a los animales dio a cada uno una forma peculiar y una voz distinta para que pudiesen distinguirse unos de otros. Al gato se le dio el maullido, al burro el rebuzno, al león el rugido, y a la serpiente el silbo. Cuando el Señor hubo terminado quiso que se celebrase un concierto de ensayo para ver si todos sonaban tal como Él había dispuesto.
Fue una hermosa y soleada mañana en que el cielo no se veía manchado por una sola nube. Los animales habíanse reunido alrededor del trono de Dios y a una señal dada con la batuta, empezaron a gritar, mugir, balar, maullar y cantar a coro.
Sólo un animal no tomó porte en el concierto y guardó un enfurruñado silencio. Era el gallo. No estaba satisfecho con su voz; le hubiera gustado poder cantar como el ruiseñor o el canario. Pero no se atrevía a decirlo.
- ¿Por qué no cantas, Gallo? - preguntó Dios.
- El estúpido sol me ciega - replicó el Gallo. ­ Y además no hace nada de aire y mis ki-ki-ri-kís no se propagan debidamente. Dejad, Señor, que sople el viento a fin de que mi voz se oiga en la lejanía.
- Muy bien - dijo el Padre Celestial, de cuyo rostro desapareció la bondadosa sonrisa. - Se hará tal como tú deseas.
Extendió la mano y en seguido se levantó un ligero vientecillo.
Luego Dios levantó la mano por segunda vez y dio la señal para que el concierto prosiguiera. Pero nuevamente permaneció callado el Gallo.
- Gallo, sigues sin cantar - dijo Dios.
- Es que aquí en la tierra apenas noto el vientecillo - replicó desafiador el gallo. - Sólo puedo cantar en lo alto, donde sopla la brisa y flotan las nubes.
- Entonces sube - replicó Dios frunciendo el ceño. - Pero no rehuyas tu obligación por tercera vez.
Después de esto el Señor cogió al ave y la colocó en lo alto de una montaña. Hacía frío, mucho frío, y el Gallo temblaba bajo su ropaje de plumas.
Luego, Dios levantó por tercera vez su batuta y todos los animales comenzaron la música. Pero tampoco ahora emitió su voz el Gallo.
- ¿Sigues negándote a cantar, Gallo? - preguntó, muy serio, Dios. - ¿Qué queja tienes ahora?
- Estoy helado, Señor, porque el viento sopla sobre mí de todas direcciones y yo sólo quería que soplase de una. Dadme una mejor protección para el viento y el frío. Entonces tal vez esté en condiciones de levantar la voz.
Entonces Dios salió de Su alto trono y aunque en Él esto no era habitual, dirigió una furiosa mirada al Gallo.
- Eres desobediente y obstinado - gritó. - Debería castigarte rudamente. Pero, en Mi bondad, satisfaré tus deseos y ya veremos si ahora estarás conforme. Te colocaré en las agujas de los campanarios y en lo alto de las casas, para que siempre puedas vivir en las alturas. Te quitaré tu blanda y suave carne y te haré de una materia más dura, que llamaré plancha de hierro; así podrás desafiar a las más furiosas tormentas y a la lluvia, como deseas. Y cuando sople el viento girarás siempre en su dirección, así sólo lo notarás por un lado. Pero como hoy no has querido cantar a pesar de Mis repetidas órdenes, en lo futuro permanecerás mudo hasta el fin de los siglos.
Y así creó Dios el Gallo Veleta. Y cuando de noche le oigáis gemir y chirriar en lo alto de un campanario, a influjo del viento, recordad como en un tiempo fueron castigadas su obstinación y desobediencia.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El Buey, el Mono y el Cerdo "cuento aleman"

Una vez, el León, Rey de los animales, decidió pasar revista a sus tropas y para ello pidió a sus súbditos que se presentaran ante él. Todos tuvieron que dirigirse hacia Oriente, donde el soberano tenía su Corte. Por el camino, el Buey, el Mono y el Cerdo se encontraron y decidieron viajar juntos. Mientras caminaba, el Buey descubrió una hoja de col en medio del barro del camino. La cogió con los dientes y, a pesar de estar completamente cubierta de fango, empezó a comerla.
- Oye, cerdo, ¿no te da vergüenza comer esa porquería? - preguntó el Mono.
El Buey se enfadó mucho al oírse llamar Cerdo, y con una de las patas delanteras le pegó tal golpe al mono que lo hizo salir volando. Pero el Cerdo aún se enfureció más, pues su nombre había sido utilizado como un insulto.
"Me acordaré siempre de esto", pensó, aunque sin pronunciar ni una sola palabra.
Después de reconciliarse, los tres animales prosiguieron su camino. Al segundo día encontraron algunas almendras amargas que habían caído de un almendro cercano a la carretera.
- ¿Qué es esto? - preguntó el Buey.
- Son cocos como los que hay en mi país; pero nunca los había visto tan pequeños. Con todos ellos apenas podría hacerse una comida - contestó el Mono.
El Cerdo ech6se a reír, teniendo que apretarse los costados para no quebrarse. Había llegado la hora de su venganza.
- Eso son almendras amargas - dijo. - ¿No lo comprendes, estúpido buey?
El Mono se puso furioso ante el insulto y tiró al Cerdo de la cola, haciéndole gruñir de dolor.
El Buey, enfurecido a su vez porque su nombre era utilizado como insulto no dijo nada, pero aguardó pacientemente a que llegara su momento, que no tardó mucho.
A la caída de la tarde del tercer día, los tres compañeros se tendieron a dormir. El Mono subió a un árbol, el Buey se echó al pie del mismo y el Cerdo se acurrucó junto a él. Pero el suelo era muy duro, y cuando el Buey descubrió a poca distancia un lecho de hierba se levantó, prefiriendo dormir en un sitio más blando. El Cerdo le siguió y nuevamente tumbóse a su lado, a pesar de que la cama era muy reducida. El Buey se enfadó y dijo:
- ¿Es que has de imitar todo cuanto yo hago, mono del diablo?
- ¿Qué? - gruñó el Cerdo. - No vuelvas a decir eso. Yo no soy un mono.
Y muy enfadado mordió al Buey en una oreja, haciéndole mugir enfurecido.
El Mono, desde lo alto del árbol, pensó:
"¡Ya os haré pagar el que utilicéis así mi nombre!"
Al siguiente día llegaron al palacio del León y los tres se inclinaron profundamente ante Su Majestad.
- ¿Cómo os llamáis? - preguntó el Monarca.
El Cerdo se adelantó y dijo:
- Yo soy el Cerdo, Majestad - y sonrió.
- Majestad, eso no es cierto; su verdadero nombre es Mono - dijo el Mono, guiñando maliciosamente un ojo -. Si no lo creéis preguntad a ese caballero de los cuernos si él no ha llamado Mono a ese grasiento animal.
El Buey no podía negar esto. Claro que el Cerdo protestó, pero no le sirvió de nada.
- Si él es el Mono, ¿qué eres tú? - preguntó el Rey.
El Mono se quedó un momento sin saber qué decir.
- Es el señor Buey - dijo el vengativo Buey. ­ Preguntad a ese sucio animal - y señaló al Cerdo -, si ayer no le llamó por ese nombre.
El Cerdo confirmó estas palabras y el Rey tuvo que creer lo que se le decía. Todas las protestas del Mono fueron vanas.
- Y tú cómo te llamas? - inquirió el Monarca, mirando al Buey.
- ¿Yo? - murmuró el Buey, mordiendo una hierba. - No sé...
- Es el Cerdo - replicó éste. - Ese caballero - se volvió hacia el Mono - puede demostrarlo. Hace unos días él mismo realizó ese descubrimiento.
- Sí, es verdad - reconoció el Mono.
- ¡Impostores! - rugió el soberano. - Me estáis dando nombres falsos. Esperad que descubra la verdad y os prometo que os arrepentiréis amargamente de esto.
Llamó al primer Ministro del Reino, el Camello, y sostuvo una larga y secreta conferencia con él a fin de descubrir los verdaderos nombres. Al fin el Camello encogió desdeñosamente sus gibas, porque el problema le parecía muy sencillo.
- Poderoso señor - dijo.- Pronto podréis, saber la verdad. Ofreced un elevado premio a uno de los tres animales. Así, el verdadero se hará conocer.
- Buen consejo - reconoció el León, y llamó ante
él a tres bichos.
- Prestad atención - dijo.- He decidido conceder una elevada recompensa a aquél de vosotros tres que sea el Buey. ¿Quién es?
- Yo. Yo. Yo. - gritaron los tres a un tiempo.
El monarca fue tan inteligente como antes. Llamó a su segundo Ministro, el Lobo, y le pidió su consejo para resolver el difícil problema. El interrogado rió ferozmente y dijo:
- Eso es juego de niños, Majestad. Amenazad con hacer pedazos al Mono y seguramente los otros dos dirán quién es.
El León llamó nuevamente a los tres animales y, asumiendo una fiera actitud, les rugió:
- Decidme enseguida quién es el mono, pues quiero descuartizarlo.
- Éste. Éste. Éste - replicaron a coro, señalándose unos a otros
Así el consejo del Lobo resultó también deficiente, pues no solucionó nada. El Rey se encontró en un verdadero apuro.
Entonces llegó la Zorra, moviendo la cola, y dijo:
- Yo no soy ninguno de vuestros consejeros, Majestad. Tampoco poseo ninguna dignidad oficial. Sin embargo estoy segura de que con mi sentido común lo descubriré todo.
- ¿Cómo piensas conseguirlo? - preguntó el León
La Zorra sonrió astutamente y dijo:
- Preparad una fiesta, Majestad, e invitad a todos vuestros súbditos; colocad a los tres mentirosos a vuestra derecha y a mí a vuestra izquierda.
Enseguida el Rey ordenó que se cumpliera esta orden. Pero antes de ir a la mesa, siguiendo el consejo de la Zorra, ordenó que todos los animales tomaran un baño. La orden fue obedecida. Sólo el Cerdo chilló y se lamentó.
- ¡Tomar un baño! ¡Oh, oh! ¿Y en agua? ¡Es horrible! Prefiero no asistir al banquete. ¡Si al menos se tratase de revolcarme en una pocilga! Pero bañarme en agua ¡nunca!
- ¿Lo veis, Majestad? Ya tenemos a uno. Ése es el cerdo.
Luego todos se sentaron a la mesa del Rey. Enseguida: la Zorra susurró al oído del soberano.
- Echaos la sopa en el vaso y el vino en el plato.
Aunque esta demanda extrañó mucho al León, siguió el consejo de la Zorra. En cuanto el Mono vio que el Rey hacía eso le imitó rápidamente, pues creyó que tal era la costumbre en la alta sociedad.
- Ya tenemos al segundo, poderoso monarca - susurró la Zorra. - Ése es el Mono. Y pronto tendremos también al tercero. Dejadme hacer.
Cuando la comida estaba ya casi terminada, la Zorra se levantó, golpeó su copa y enseguida se hizo el silencio.
- Mis queridos compañeros: en honor de nuestro querido monarca, propongo una adivinanza. ¿Cuál es el animal valiente, generoso, de piel amarillenta, cuatro patas, mucha fuerza y el más noble de todos nosotros?
Todos los animales a una se levantaron y saludaron profundamente al León, que ocupaba la cabecera de la mesa. Sólo el Buey no se dio cuenta de ese movimiento unánime pues trataba de descubrir qué animal era el del acertijo. Hacía ya rato que todos los demás se habían sentado cuando de pronto la cara del Buey se iluminó de alegría, se puso en pie y mugió:
- ¡Ya lo tengo, ya lo tengo!
- ¿Qué es lo que tienes? - preguntaron, asombrados, los comensales.
- Pues al noble animal de piel amarilla a quien se refirió la Zorra. ¡Soy yo, desde luego!
Todos se echaron a reír a carcajadas, y la Zorra le dijo al León:
- Ya tenemos también al tercero. Ese torpe animal no puede ser otro que el Buey.
Entonces el Rey hizo que los tres desenmascarados mentirosos compareciesen ante él y les dijo:
- ¡Qué estúpidos sois! Aunque habéis intentado disfrazaros, vuestras características personales os han descubierto. Apartaos de mi vista y no comparezcáis jamás por mi palacio. Los mentirosos como vosotros no merecen ser animales libres. Viviréis entre los hombres y seréis eternamente sus esclavos. Y tú, astuta Zorra, serás mi consejero privado.

jueves, 9 de septiembre de 2010

El astuto conejito " cuento aleman"

Un conejito que pasaba siempre mucha hambre se metía casi todas las noches en un huerto, donde crecían las mejores coles de todo el lugar. Cada vez que entraba allí arrancaba una col y, llevándosela a su casa, se la comía muy satisfecho.
Al fin, las coles decidieron que aquello era ya demasiado y se dispusieron a no seguir tolerándolo. Celebraron un gran consejo y convinieron capturar al ladrón y castigarlo severamente. Aquella que le detuviese sería nombrada reina del pueblo de las coles.
A primera hora de la mañana se reunieron todas y se dirigieron cautelosamente al bosque donde vivía el conejito. Rodearon la arboleda de manera que ni un ratón se hubiera podido escapar sin ser descubierto por ellas. El conejito se dio cuenta de que no había huida posible y decidió utilizar la astucia. Cogió una aguja e hilo y se cosió al cuello las orejas. Luego reunió todas las hojas que pudo y se cubrió el cuerpo con ellas. Luego, valientemente, saltó como una rana sobre las coles.
- ¿Quién eres? - preguntaron éstas al conejo.
- ¿No me conocéis, estúpidas coles? Soy la gran rana que pronostica el tiempo.
- ¿Y qué día hará hoy?
- Hoy lucirá el sol y hará calor.
- Por favor, querida rana, haz que llueva y sople viento. Así el malvado conejito tendrá que salir del bosque y podremos cazarle.
- Lo siento, pero hoy no puede ser. El tiempo está ya seco y casi cocido; pero mañana, señoras mías, le añadiré más agua, lo haré más ligero y no dejaré que se cueza del todo. Así tendrán lluvia.
Esto, como es natural, agradó mucho a las coles, que dieron, por anticipado, infinitas gracias al conejito. Éste soltó una risita y escapó fuera del bosque. No pasó mucho tiempo sin que las coles se dieran cuenta de que habían sido víctimas de una burla. Rabiosas, corrieron tras el conejo y lo alcanzaron en pleno campo, mientras se disponía a echar la siesta.
Cuando el conejito se vio rodeado de enemigos que avanzaban sobre él sin dejarle posibilidad de salvarse, tendióse en el suelo cuán largo era, como si estuviera muerto. Antes había recogido una piedrecita gris y la colocó sobre su estómago. Las coles se aproximaron y olfatearon por todos lados al conejito.
- ¿Estás verdaderamente muerto? - preguntó una de ellas.
- Ya lo creo - susurró el conejo .- El malvado cazador me hirió de un tiro. Aún puede verse la bala que me quitó la vida. - Y señaló el guijarro.
Al oír esto las coles se pusieron muy contentas de que el conejito hubiera muerto y enseguida regresaron a su jardín. Aquella noche, el conejo robó la más hermosa de todas las coles y la devoró con gran alegría.
Los coles se enfadaron aún más que antes y partieron de nuevo a capturar al conejito, a quien encontraron sentado al pie de un árbol. Al verlas, el animalillo encaramóse presuroso al árbol y se escondió entre las ramas. Pero las coles ya le habían visto
- Baja enseguida o iremos a buscar una escopeta y subiremos a detenerte.
Pero el conejillo replicó:
- Yo no soy el conejo que buscáis. Él no vive en los árboles. Yo no soy más que la inofensiva ardilla, que nunca os ha causado ningún daño.
Esta vez las coles no quisieron dejarse engañar.
- Baja y veremos si realmente eres la ardilla.
El conejo descendió y al momento se vio rodeado por las coles. Una de ellas apareció con una avellana.
- ¡Rompe la cáscara! - ordenaron todas a una.
El conejo se puso pálido de miedo. Metióse la avellana en la boca y apretó con todas sus fuerzas, pero no pudo romperla por la sencilla razón de que no tenía dientes de ardilla.
Entonces las coles se rieron mucho de él y movieron sus grandes cabezas. Ataron las manos y las patas del animalito y se lo llevaron para juzgarlo. No tardaron en decidir que el conejo debía morir para purgar sus crímenes. Entonces el conejito empezó a llorar a lágrima viva y se dispuso a dejar este mundo. Pero antes pidió un favor a las coles.
- Una vez - dijo - vi en un huerto una col que se tenía sobre la cabeza en vez de hacerlo sobre los pies; ha sido la col más lista que he visto en toda mi vida. Estoy seguro de que vosotras, señoras coles, podréis hacer fácilmente lo mismo. Me gustaría ver una vez más ese maravilloso espectáculo; luego moriría satisfecho.
Las coles empezaron a probar a tenerse derechas sobre la cabeza, pero cada vez perdían el equilibrio y rodaban por el suelo. Sus tumbos eran tan cómicos que el conejo, a pesar de lo triste de su situación, se reía a mandíbula batiente ... Al fin las coles se enfadaron y se pusieron muy rojas gritando al fin:
- Eso de tenerse sobre la cabeza es imposible; nadie en el mundo puede hacerlo.
- Si lo hacéis así claro que no - replicó el conejo, - pero aquella col inclinaba primero la cabeza hasta el suelo, echaba luego una pierna hacia arriba y luego la otra. Si me libráis un momento de mis cadenas os demostraré cómo se hace.
- Está bien - replicaron las coles, - pero si no lo consigues tendrás que morir dos veces.
El conejito mostróse conforme y le desataron. En cuanto se vio libre apoyó las cuatro patas en el suelo, se contrajo un poco, echó la cabeza adelante y de pronto dio un gran salto y echó a correr. Las coles se miraron unas a otras, llenas de asombro, y comprendieron que nuevamente se habían dejado engañar.
Pero no pasó mucho tiempo sin que volvieran a capturar al conejo. Para ello abrieron un hoyo en el suelo, lo taparon con ramitas y hojas, y cuando el bicho fue a robar, cayó dentro de él y no pudo salir. Después las coles le ataron una cuerda a la cintura y lo sacaron de la trampa. Esta vez no se les escaparía.
- Mis queridas señoras - gimió el conejito. - Ahora sí que tengo verdaderamente un último deseo. Me he educado en la religión católica y antes de morir quisiera confesar mis pecados a un sacerdote.
- ¡De ninguna manera! - gritaron las coles. ­ Hoy no nos engañas. Serás conducido inmediatamente al jardín y allí se te fusilará.
Al momento todos las coles se dirigieron hacia el sitio indicado, arrastrando al conejito. Éste las siguió humildemente y hasta parecía feliz, pues por el camino iba cantando:
"¡Tira, tira, no me matarás!
¡Viva, viva, no me herirás!
En cambio, sí feneciera,
Si de una horca yo pendiera".
Al oírle las coles exclamaron:
- ¿Ah, sí? De manera que las balas no te harán
nada ¿eh? ¡Pues serás ahorcado! ¿Qué dices a esto?
El conejo se echó a llorar y gemir.
- ¡Vergüenza, vergüenza, cobarde conejo! - exclamaron las coles. - ¿Crees que hay derecho a dar un espectáculo así, sólo porque vamos a ahorcarte? - Y siguieron repitiendo: - ¡Vergüenza, vergüenza!
Entonces el conejillo dijo entre sus lágrimas:
- No lloro por mí, sino por vosotras. Una vez me profetizó una gitana que todo el que me mirase mientras me ahorcaran se volvería ciego de miedo, y por eso me dais tanta pena.
Las coles se movieron muy inquietas.
- No importa - dijo al fin una de las más viejas.-Nos taparemos los ojos y así no veremos como mueres ahorcado.
Al oír esta solución, todas las demás coles, locas de alegría, besaron a la que había hablado. Luego recogieron hojas verdes y hierbas y se taparon con ellas los ojos. Entretanto habían llegado ya al árbol del que debían ahorcar al conejito. Pero como llevaban los ojos tapados no podían ver al astuto pecador.
- ¡Dios mío, qué miedo tengo! - exclamaba éste.
- ¿Estás preparado? - preguntaron los coles.
- ¡Sí! - gritó el conejo. Y enseguida cogió un tronco que se hallaba en el suelo, se quitó el nudo corredizo del cuello y colgó de él el tronco.
- ¡Va! - gritó la vieja col. Y todas a una tiraron de la cuerda de la que pendía el tronco aquél. Y mientras tanto el conejito se alejó silenciosamente.
Cuando, al cabo de un largo rato, las coles supusieron que el criminal ya había muerto, se destaparon los ojos. Cuando vieron el tronco que colgaba de la cuerda fueron dominadas por la rabia, pues se dieron cuenta de que el astuto conejito se había vuelto a burlar de ellas. Solemnemente juraron que la próxima vez, ocurriese lo que ocurriera, no se les escaparía.
Al poco rato descubrieron al ladrón, que sentado en la ventana de su casa, merendaba tranquilamente.
- Buenas tardes, señoras coles - les dijo. - ¿Ya vienen de celebrar la ejecución? ¿Fue agradable? ¿Se emocionaron mucho?
- ¡Espera y verás, malvado! - replicaron todas a una. - Esta vez no te burlarás de nosotras.
- Lamento mucho no poder abrir la puerta para invitaros a merendar - replicó, burlón, el conejo. - He perdido la llave. Y ahora, adiós. Me voy a la cama, a descansar un poco de tanta ejecución.
Y se metió en el interior de su domicilio.
Las coles estaban indignadas. Colocaron centinelas en todos los puntos estratégicos, pues estaban dispuestas a coger al conejo... Alguna vez tendría que salir de su casa si no quería morir de hambre. Después de esperar pacientemente durante varias horas, se abrió de nuevo el balcón y el conejito salió cubierto con una bata y un gorro de dormir y fumando una larga pipa. Sentóse en una silla y observó, sonriente, a las coles reunidas abajo. La ira que las pobres sentían, las hizo ponerse amarillentas.
De súbito, el conejo se puso en pie de un salto y miró a lo lejos, como si estuviera viendo algo muy interesante. Luego se quitó el gorro de dormir y exclamó:
- ¡Buenos días, señor Hortelano! ¿Qué desea usted? ¿Cómo? No le entiendo. ¡Ah, sí! ¿Dice que quiere coles para la mesa de su señor? Muy bien, venga hacia aquí y encontrará todas las que necesite. Podrá elegir las que más le gusten, pues las hay hermosísimas.
Apenas las coles hubieron oído esto, cuando echaron a correr con todas sus fuerzas para regresar a su huerto. Y el conejo, al verlas marchar de una manera tan ridícula, tropezando unas con otras y cayéndose al suelo, rompió en estrepitosas carcajadas.
Cuando las coles llegaron, sin aliento, a su casa, resolvieron que, en adelante, dejarían en paz al astuto conejo, que en tantas ocasiones habíase burlado de ellas.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El espiritu de la luz "cuento aleman"

Un menudo espíritu de la luz vivía dentro de una bombilla que pendía del techo del vestíbulo de una casa de campo. Durante la noche tenía que alumbrar aquel vestíbulo y además toda la escalera. Este trabajo le parecía sumamente difícil al luminoso espíritu.
- ¡Qué vida tan miserable la mía! - dijo una mañana a la enorme lámpara que se hallaba cerca de él. - Como los vigilantes nocturnos, no puedo pegar ojo en toda la noche; sólo me dejan dormir de día. Y aún eso le parece excesivo a esa mala gente. Apenas empiezo a descabezar un sueñecito ya viene alguien y da vuelta a la llave, despertándome. Dicen que la escalera es muy oscura y que yo debo alumbrarla. ¿Por qué en vez de ser un espíritu luminoso no he nacido lámpara grande? Tú sí que te das la gran vida, sólo te encienden cuando llegan invitados.
- No debieras ser tan humilde - replicó la lámpara, con su cristalina voz; - vive un poco para tu comodidad. Pronto se acostumbrarán a ello y estarán tan contentos contigo como antes.
- Está bien, seguiré tu consejo - replicó el menudo espíritu. - Esta noche dormiré y nadie me despertará.
Aquella noche el dueño de la casa volvió de paseo y dio vueltas al interruptor. Pero el espíritu luminoso no se movió y permanecía apagado. A causa de ello el propietario de la casa subió a oscuras por la escalera, resbaló y rompióse una pierna.
Cuando el pequeño espíritu vio lo que había hecho, derramó unas cuantas lágrimas y decidió lucir todas las noches, sin esperar a que nadie le despertase.
A la siguiente noche un hombre empezó a subir cautelosamente por la escalera. En una mano llevaba un manojo de llaves. De pronto toda la casa se conmovió.
- ¡Un ladrón! ¡Un ladrón! - gritaban todos. - ¡Cogedle! - Y por todas las puertas salió gente y detuvieron al ladrón, entregándolo a la Policía.
- ¡Maldita luz! - gritó el hombre. - ¡A ti te debo mi desgracia! Si tu resplandor no hubiera sido tan grande, nadie me hubiese descubierto.
Nuevamente el espíritu luminoso derramó unas cuantas y ardientes lágrimas y se vio sumido en la mayor confusión acerca de lo bueno y lo malo. Por ello decidió lanzarse al mundo y preguntar cómo debe uno conducirse a fin de hacer la felicidad de todos.
Por el camino encontró a una mujer vestida de negro de pies a cabeza. Hasta su cara estaba cubierta por un espeso y negro velo, de manera que sólo podían verse sus oscuros y centelleantes ojos, que miraron severamente al espíritu de la luz.
- ¿Quién es usted? - preguntó con timidez el espíritu.
- Soy la Noche - replicó la mujer. - Y tú eres mi peor enemigo. Con tu maldad destruyes gran parte de mi poder, oponiéndote a las tinieblas que derramo. Yo extiendo mi negro velo sobre los afligidos y les arranco por unas horas sus terrenas preocupaciones. Doy dulce paz a los corazones y descanso a los rendidos miembros. Pero tú, con tu luz, turbas ese reposo tan necesario.
- Perdóneme usted, señora Noche - susurró el espíritu luminoso. - Le prometo que eso no volverá a ocurrir.
Y con el corazón ya tranquilizado regresó a su bombilla. Ya sabía lo que debía hacer. Durante la noche dormir como las demás criaturas y en cambio brillar durante el día.
Al cabo de poco tiempo decidió salir de nuevo al mundo para ver si todos estaban contentos con él. Por el camino encontró a un hombre enorme que llevaba un manto dorado y una enorme y calva cabeza de la que brotaba abundantísimo sudor. Al ver al espíritu de la luz, el hombre se echó a reír a carcajadas. Tanto reía que daba la impresión de que no podría parar jamás.
- ¿Quién es usted y por qué se burla de mí? ­ preguntó el luminoso espíritu, cuyo rostro estaba muy colorado a causa de la vergüenza.
- Soy el Sol - replicó el hombre, con voz lozana. - Me río de ti, tonto espíritu, porque pretendes competir conmigo. ¿Crees que tu débil resplandor puede compararse con mis chorros de luz? Deberías avergonzarte, pequeño. No sirves para nada.
El espíritu de la luz regresó a toda prisa a su bombilla y dijo tristemente a la lámpara:
- Ya veo que no puedo complacer a todos. Además, aquí, en la Tierra, soy completamente inútil. ¿Sabes lo que voy a hacer? Me moriré, porque estoy cansado de mí mismo y del mundo.
Y tumbándose en el suelo de cristal de la bombilla, exhaló la última luminosidad.
Al día siguiente la lámpara oyó que la dueña de la casa decía a la criada:
- Minna, esa bombilla se ha fundido. Corra a la tienda y compre otra.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El fumador "cuento aleman"

En una gran ciudad vivía una vez un hombre que se pasaba todo el día fumando. No se preocupaba de comer ni beber, sólo pensaba en fumar. Tenía una larga pipa con una hermosa cazoleta de porcelana y en ella metía tabaco fino y tabaco fuerte; luego lo encendía y echaba grandes columnas de humo hacia el cielo. Poseía también una hermosa boquilla de ámbar con la cual fumaba todos los cigarros y cigarrillos que podía conseguir. Cuando se le terminaba el tabaco metía en la pipa o en la boquilla cuanto encontraba, fumando alegremente papel, madera y cuero; en tiempos de escasez aprovechaba hasta las piedras.
Un día su esposa compró en el mercado tres pescaditos que pensaba freír para ella y sus hijos. Su marido no los probaría, pues a él sólo le gustaba fumar. Mientras la mujer salió a la calle por un poco de manteca para freír los pescaditos, el hombre, que se había quedado nuevamente sin tabaco, entró en la cocina, cogió los tres pescaditos y se dispuso a meter uno de ellos en su pipa. Pero antes de que pudiera hacerlo se llevó un susto terrible, pues uno de los peces abrió la boca y empezó a hablar igual que un ser humano, sólo que con más suavidad.
- Yo quiero ser comido, no fumado - dijo.
Cuando el hombre hubo vuelto en sí de su sorpresa cogió al pescado por la cola y dijo, furioso:
- ¡Serás fumado, y lo mismo les sucederá a tus hermanos!
- ¡No! ¡Nosotros queremos ser comidos, no fumados! - susurró nuevamente el pescadito. - El humo es muy malo para nosotros.
- A mí tanto me da - replicó el fumador. - ¡Ahora mismo os meto en la pipa!
Pero el pescadito se le escapó de la mano y saltando al suelo se levantó sobre la cola y dijo:
- Escúchame. Nosotros tres somos hermanos, hijos del Rey de los Peces. Si no nos haces daño y nos devuelves a nuestro padre, recibirás cosa que fumar hasta el final de tus días.
Al oír esto el fumador se rascó la oreja derecha.
- ¿Y si me engañas? - preguntó suspicazmente.
- ¡Nosotros no somos seres humanos! - replicó, indignado, el pescadito. - Nosotros somos honrados peces. No conocemos el significado de la palabra "engañar".
- Está bien - gruñó el hombre. - Se hará tal como deseáis.
Inmediatamente los condujo al río y los tiró al agua, donde se hundieron los tres alegremente, desapareciendo a los pocos segundos.
El hombre esperó y esperó. De repente las aguas se abrieron y un enorme pez rojo, con una corona de oro en la cabeza y brillantes esmeraldas en todas las escamas, apareció en la superficie. Nadó hasta la orilla y, dirigiéndose al fumador, le dijo con argentino acento:
- Te doy las gracias, hijo del hombre, por devolverme mis hijos. Ya creí no verlos nunca más. Ahora te premiaré. Te doy tres cosas con las cuales podrás satisfacer tu ansia de humo. Primero, una cesta de pescadora en la que podrás meter cualquier cosa del mundo y fumarla luego. Segundo, una larga cuerda. Con ella podrás coger todo lo que quieras y luego fumarlo. Por fin una caña de pescar con la cual podrás coger todo lo que desees y convertirlo en humo. Pero escucha este consejo: Procura, hijo del hombre, no alterar el orden del universo, de lo contrario sufrirías un terrible castigo.
- ¿Por qué iba a hacer eso? - replicó el hombre.- Mientras pueda fumar continuamente no me meteré para nada con el mundo,
Después de esto volvió alegremente a su casa con los tres regalos del Rey de los Peces, que de nuevo desapareció bajo el agua.
Poco después el hombre se encontró sin nada que fumar. Cogió su cesto, fue al jardín de su vecino y se llevó la caseta del perro. Luego volvió a su casa y se la fumó. Como se había olvidado de quitar el perro también se fumó el animal. Enseguida su hambre de humo creció enormemente. Cogió otra vez el cesto y en poco tiempo lo llenó con todas las casas de la calle y se las fumó. Y con ellas fumóse las luces del gas, las aceras, las tiendas, hasta el enorme farol eléctrico, los guardacantones y todo lo demás. No desaprovechó nada; todo fue a parar a su pipa.
De esta forma pronto se hubo fumado toda la ciudad, incluso las iglesias y escuelas. Luego sentóse, muy preocupado, a pensar qué otra cosa podría convertir en humo. Cogió su cuerda y marchó a los bosques. Arrancó unos arbustos y los fumó como si fueran cigarrillos. Luego arrancó un árbol enorme, lo arrastró fuera del bosque y lo fumó como si se tratara de un cigarro. Por fin de todo el bosque no quedó más que un enorme roble bajo el cual su abuelo y bisabuelo habían jugado de niños. Tampoco él fue perdonado. Rápidamente el fumador ató a él su cuerda y echándolo abajo lo fumó hasta que del hermoso árbol sólo quedó un montoncito de ceniza. Así, todo el bosque quedó convertido en humo. En todo el mundo ya no quedaba nada que fumar. El hombre regresó a su casa y se quedó muy triste, mirando su pipa y la vacía boquilla. De súbito su mirada descansó en la caña de pescar que le había regalado el Rey de los Peces.
- ¡Ya lo tengo! - exclamó. Cogió la caña de pescar y salió de su casa.
Era de noche; la luna brillaba alegremente sobre la tierra y las estrellas parpadeaban en el cielo. El hombre agitó la caña de pescar y con el anzuelo enganchó una estrella. Aunque ésta trató de luchar con él, no logró nada y fue metida en la pipa, cuya tapadera se cerró sobre la pobre estrellita que fue completamente fumada. Todas las noches el fumador pescaba una estrella, con la cual podía fumar todo el día. Por fin, una noche, el cielo apareció totalmente limpio de estrellas.
El hombre, sin vacilar ni un momento, tiró el anzuelo y, ¿os imagináis lo qué pescó? Pues la luna. Tardó dos años enteros en consumirla, pero un día se encontró otra vez sin nada que fumar.
Era una mañana y el hombre salió de su casa. El sol derramaba sobre la tierra sus mejores rayos, alegrando todos las cosas vivas. Las flores se abrían a las caricias del astro del día y los hombres caminaban felices a su calor. En aquel momento el fumador tiró al aire su anzuelo, y logró pescar al mismo sol. Sin ninguna vacilación atrajo el sol hacia la tierra y, de pronto, toda la vida cesó sobra ésta. La oscuridad se hizo total, las flores se marchitaron, los animales metiéronse en sus cuevas, y los hombres, temblorosos y muy tristes, caminaron hacia la muerte. La mayor confusión reinaba en la superficie de la tierra.
Las aguas invadieron las llanuras, cubriendo plantas y animales. Cuando alcanzaron al fumador ­ quien, lleno de asombro, estaba sentado junto al sol - un enorme pez asomó la cabeza. Estaba tan furioso que la corona de oro le había caído y las esmeraldas de su cuerpo brillaban furiosamente, como si fueran ardientes rayos.
- ¡Malvado! - gritó el Rey de los Peces. - ¿No te lo advertí? ¡Has alterado el orden del universo y debes pagar tu culpa!
Rompió lo boquilla de ámbar y la hermosa cazoleta de porcela, después agarró al fumador por los cabellos y lo arrastró dentro del agua. ¡Y nunca volvió a vérsele!
El sol retornó al cielo y sus potentes rayos hicieron brotar nuevas estrellas de las cenizas de las antiguas. Restauraron todas las casas y bosques. Y todo fue lo que había sido antes, sólo que el fumador no volvió jamás.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El inteligente inventor "cuento aleman"

En un profundo bosque, allí donde Asia y Europa se juntan, vivían, hace mucho tiempo, tres hermanos y una hermana. Pertenecían a una raza muy extraña. Jamás se había conocido a nadie parecido a ellos, pues no eran seres humanos, sino terribles duendes. Los hermanos se llamaban Tosefuego, Relámpagoligero, Hablalejos y, la hermana, Ojosbrillantes. Sus naturalezas correspondían a sus nombres.
Tosefuego, el mayor, era una especie de salvaje gigante que día y noche no hacía otra cosa que echar llamas y humo por la boca. Lo echaba con tanta fuerza que a su alrededor todo volaba, y nadie se atrevía a acercarse a él. Su alimento consistía, exclusivamente, en carbón de piedra y troncos de árbol.
Relámpagoligero tenía, en vez de piernas, dos ardientes rayos que terminaban en unas ruedas. Por todas partes tenía tendidos fuertes alambres y, sobre ellos movíase con tal rapidez que ningún animal de la tierra ni pájaro del cielo podía competir en velocidad con él. En un minuto era capaz de dar la vuelta al mundo entero y volver de nuevo a su bosque.
Hablalejos era un extraño enano que tenía una maravillosa habilidad. Era capaz de emitir cualquiera de los sonidos que se oyen sobre la tierra. Podía imitar las voces de los hombres y las de los animales. Uno creía estar escuchando a un amigo o a un pariente, pero no era así; era Hablalejos, que les imitaba. Además podía enviar su voz a los extremos más apartados del mundo, de forma que aunque estuviera al otro lado del globo se hacía oír perfectamente por quien él quería.
La hermana, Ojosbrillantes, era una mujer de piernas cortas y ojos ardientes como dos llamas. De esos ojos brotaba una luz cegadora que iluminaba toda la región como si fuera un fuego mágico. Pero cuando volvía sus pupilas hacia un ser humano, éste quedaba completamente ciego.
Así eran los cuatro duendes. Vivían juntos, se ayudaban con gran fidelidad unos a otros y por eso podían hacer todo lo que deseaban. Pero su comportamiento era siempre malo y causaba daño a la gente buena.
Tosefuego, valiéndose de su abrasador aliento, se divertía haciendo volar a las personas y a los animales que encontraba. Cuando sus desgraciadas víctimas caían se hacían mucho daño, rompiéndose algún miembro y llorando de dolor.
Relámpagoligero, con sus centelleantes piernas volaba de un lado a otro del mundo, robándolo todo y antes de que se pudiera decir "¡Jesús!" ya estaba de vuelta a su bosque con el botín.
Hablalejos cometía otra clase de maldades y torturaba miserablemente a los pobres que vivían cerca de su guarida. Se sentaba junto al fuego y desde allí hablaba a la gente. Les engañaba adoptando la voz de un amigo o un pariente. En cierta ocasión dos niños estaban sentados a la puerta de su casa, esperando a sus padres. De súbito oyeron la voz de su papá que les decía:
- Nenes, venid al bosque. Os tengo preparado un gran pastel y podréis comerlo esta noche. Venid enseguida, pues tengo que marcharme y no puedo perder tiempo.
Alegremente los niños corrieron hacia el bosque, pero en él no encontraron ningún pastel. Porque no fue su papá quien les llamó, sino Hablalejos, que les hizo alejarse de su domicilio y dejó que los lobos se los comieran, de manera que los pobres niños no volvieron nunca a su casa.
Estas y otras muchas cosas malas hizo Hablalejos, hasta que la gente se enfadó con él.
Ojosbrillantes se portaba tan mal como sus tres hermanos, pues su corazón, como el de ellos, rebosaba odio. Con sus ojos de fuego atraía a los viajeros, durante la noche, a los pantanos, donde los infelices se ahogaban miserablemente.
Por fin, los seres humanos decidieron declarar la guerra a los cuatro monstruos y expulsarlos de la tierra a fin de que no pudieran seguir causando daños. Bajo la dirección de su Rey marcharon hacia el oscuro bosque. Cuando llegaron junto a él, lo rodearon para impedir que los cuatro duendes se escaparan. Sólo un grupito, mandado por el soberano, penetró en la selva dispuesto a capturarlos. Pero los duendes sabían perfectamente qué clase de peligro les amenazaba y lo dispusieron todo para vencer a sus enemigos.
Relámpagoligero tendió sus alambres por todo el bosque y empezó a correr por ellos con las ruedecitas que le servían de pies. Aquí tumbaba a un guerrero, allá aplastaba otro. Pero siempre que alguien intentaba capturarle, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Los soldados rugían enfurecidos.
De pronto, los que rodeaban el bosque oyeron brotar de entre los árboles la voz del Rey.
- ¡Huid todos y que se salve el que pueda! ¡Estamos perdidos!
Pero no era el Rey, sino Hablalejos que había imitado su voz. Al oírla, los guerreros que estaban fuera de bosque huyeron a sus casas. Dentro de la selva sólo quedaron el monarca y sus pocos seguidores. En aquel momento se dirigían hacia una luz que parecía brillar en el horizonte. No sabían que aquella luz era la de las pupilas de Ojosbrillantes, que los atraía al sitio donde el terrible Tosefuego estaba escondido. Apenas llegaron allí los soldados y el Rey, cuando un abrasador huracán los levantó hasta el cielo. Al cabo de mucho rato cayeron al suelo quemados y destrozados. Ni un solo, ni siquiera el Rey, regresó jamás del campo de batalla.
El pueblo lloró mucho la muerte de su soberano y dejó ya de luchar contra los duendes, convencido de que era inútil intentar nada contra ellos.
Pero en aquella tierra vivía un muchacho de cabello rubio y frente muy despejada, cuyo cerebro siempre estaba trabajando. De sus ojos emanaba inteligencia, sabiduría y bondad. Su nombre era Inventor. Un día se presentó a sus conciudadanos y dijo:
- Enviadme solo al bosque, estoy seguro de que derrotaré a los monstruos.
A pesar de su dolor, el pueblo no pudo contener una sonrisa y contestó:
Los duendes nos han causado ya bastantes víctimas. Eres demasiado inteligente y útil para ser enviado a la muerte.
Y sus padres, cuyos corazones se llenaron de tristeza al oírle hablar, dijeron:
- ¡Quédate aquí, querido hijo! Tenemos que soportar a esos duendes igual que soportamos los terremotos y el viento, y considerarlos un castigo divino.
Su novia se colgó de su brazo y susurró:
- ¡No me abandones, Inventor! ¿Qué nos importan los monstruos? Nosotros queremos ser felices en nuestro hogar, donde nadie nos molestará.
- ¡No! - exclamó el joven. - Es una cobardía y una vergüenza aceptar tan resignadamente el mal y la crueldad. Tal vez tú puedas soportarlo, pero yo no. Antes me tiraría desde el campanario más alto para terminar así mi vida, pues prefiero la muerte al deshonor.
Cuando le oyeron hablar y se dieron cuenta de lo firme de su decisión, todos consintieron en que se fuera al bosque. Así, en medio del llanto y las plegarias de todo el pueblo, Inventor emprendió su viaje. Llevó con él un saco lleno de lana muy fina, unos lentes negros, un ovillo de alambre y cuatro cuerdas.
Al acercarse al bosque envolvió todo su cuerpo en lana y se metió dos apretadas bolitas de ella en las orejas. Luego, valerosamente, penetró en la selva. Casi enseguida apareció ante él el terrible Tosefuego. El monstruo lanzó una estrepitosa carcajada y una nube de vapor brotó de su boca. El muchacho vióse precipitado por el aire como una flecha. Pero al caer no se hizo el menor rasguño, pues la lana le sirvió de colchón. El único daño que sufrió fue quedar un poco moreno a causa del fuego. Continuó en el suelo y fingió estar muerto, pues creyó que esto era lo más sensato. El duende le miró por todos lados.
- ¡Qué tostadito has quedado, ser humano! -exclamó -. En cuanto descanse un poco te llevaré a mi hermano. Le servirás de cena. En cuanto a mí, por muy bien guisado que estuvieras no me apeteces. Prefiero carbón de piedra.
Metióse una mano en el bolsillo y la sacó llena de negro carbón que se llevó a la boca. Desde muy lejos podía oírsele triturar la antracita y la hulla. Cuando hubo terminado de comer, tumbóse en el suelo y a los pocos minutos roncaba estrepitosamente, llenando de ecos todo el bosque.
Con gran cuidado, Inventor se quitó la lana que le envolvía, se acercó al durmiente y le llenó la boca de gruesas bolas de lana, de manera que el aliento no pudiese escapársele, luego, con una de las cuerdas, le ató los pies y las manos, marchando enseguida hacia el interior del bosque
Cuando Tosefuego se despertó encontróse atado y con la boca lleno de lana. Entonces retorció su cuerpo, tratando de liberarse, y chocó contra los árboles y las rocas, produciendo un ensordecedor trueno.
Hablalejos quiso acudir en socorro de su hermano y, de pronto, la voz del padre de Inventor le dijo a éste:
- ¡Vuelve enseguida a casa, hijo mío! ¡Tu madre se está muriendo! Quiere verte antes de que la muerte cierre sus ojos. ¡No pierdas ni un segundo o, de lo contrario, no volverás a verla viva! - Y la voz de la novia de Inventor chilló: - ¡Socorro, amado mío! ¡Qué me raptan! ¡Ven a salvarme o estoy perdida!
Pero el joven siguió alegremente su camino pues no podía oír nada. Las bolas de lana de sus oídos no dejaban penetrar ningún sonido.
Por fin llegó a la cabaña donde vivía Hablalejos, que estaba temblando de miedo.
- ¡Ya te tengo, malvado! - gritó Inventor. Sacó la segunda cuerda y en un momento ató a una mesa a Hablalejos, que no pudo hacer el menor movimiento.
En aquel instante una luz brilló en la lejanía y lo bañó todo con su resplandor. Rápido como una centella, Inventor volvió la cabeza, sacó los lentes ahumados y se los colocó sobre la nariz. Luego dirigióse hacia la luz. Cuando la alcanzó alargó la mano y agarró fuertemente a la hermana de los duendes. Ojosbrillantes luchó en vano. Inventor la condujo hasta un roble, la volvió de cara al tronco y la ató con la tercera cuerda
Enseguida emprendió la marcha para capturar a Relámpagoligero, el último de los duendes. Éste se hallaba en un lejano país, robando cuanto encontraba a su paso. Inventor ató su ovillo de alambre al que en aquella ocasión utilizaba Relámpagoligero para deslizarse y lo llevó hasta un profundo charco de agua. Luego se ocultó entre los arbustos y esperó.
Pronto llegó silbando el duende. Al llegar cerca de su casa advirtió, con profundo sorpresa, que el alambre seguía otra dirección, pero antes de que pudiera recobrarse de su asombro, y debido a la rapidez de su marcha, se encontró dentro del agua.
Inventor salió en seguida de su escondite y gritó:
- ¡Malvado duende! ¿Quieres rendirte? Si no lo haces vendrán los seres humanos y te matarán con sus lanzas y espadas.
Relámpagoligero comprendió que no había salvación posible y, sumisamente, alargó las manos y pies, que Inventor ató con la cuarta cuerda. Hecho esto el joven se marchó, dejando a su prisionero dentro del agua.
El muchacho regresó al pueblo y anunció a todo el mundo que por fin estaban libres de las terribles criaturas. Todos se pusieron muy contentos y lo nombraron su héroe y libertador. Enseguida corrieron al bosque con espadas y mosquetes, a fin de matar a sus enemigos. Pero Inventor los contuvo; su frente se abombó más y en sus ojos brilló la luz de la sabiduría.
- No - ordenó, - no los asesinéis, aunque reconozca que merecen mil veces la muerte. Sus culpas las pagarán no con su cabeza, sino mediante una eterna esclavitud. Han torturado a los humanos; pues de ahora en adelante les serán útiles. Deben entrar al servicio del hombre y prestarte su fuerza.
- ¿Cómo pueden esos monstruos sernos de ninguna utilidad? - preguntó el pueblo.
- Dejadlo en mis manos y pronto os lo demostraré. Pero antes meted en carros a los cautivos y traedlos a la cárcel de la ciudad.
Así se hizo y todos esperaron impacientemente el resultado de los experimentos de Inventor. Día y noche escuchábase en su taller el chocar del martillo contra el yunque, el rasgar de la sierra, el chirrido de la lima y el zumbido de la perforadora.
Un día Inventor reunió a sus conciudadanos en la amplia plaza, frente a su casa.
- Traed a los prisioneros - ordenó.
Guerreros armados fueron a buscarlos. Entretanto él abrió de par en par las puertas de su taller y sus aprendices sacaron cuatro extraños aparatos. El primero fue una hermosa caja de roble, llena de adornos dorados, tornillos y clavos de diversos colores. De ella salía una especie de bocina negra y en un lado colgaba de un gancho un tubo que parecía de ébano.
- Dentro de esta caja meteremos al malvado Hablalejos - explicó Inventor. - De ahora en adelante imitará las voces que uno desee oír, por muy lejos que esté. Esta caja la bautizaré con el nombre de "Teléfono".
» Aquí tenemos otra caja hecha de madera de abedul y llena de alambre de cobre. De ahora en adelante Relámpagoligero vivirá dentro de ella, y cuando se lo ordene saldrá corriendo por los alambres que tenderemos de ciudad en ciudad, desde un extremo del globo al otro, a través de los océanos y más allá de las montañas, y llevará mis mensajes y entregará mis órdenes. Le llamaremos "Telégrafo".
» Y para ti, Ojosbrillantes, tengo esta jaula de cristal. En adelante ésta será tu casa. Siempre que apriete este botón negro abrirás los ojos y darás luz a los seres humanos, a fin de que sus calles y hogares no sean ya nunca más oscuros. Te llamarás "Bombilla".
» Y ahora te toca a ti, horrible Tosefuego. Te espera una tarea mucho más grande. Aprendices, traedme la otra caja.
Los aprendices sacaron del taller una enorme cosa de hierro, con ruedas, engranajes y una enorme chimenea.
- ¡Entra ahí, Tosefuego! - ordenó Inventor. ­ Ahora echa el vapor con toda tu fuerza y así mi máquina se moverá. Luego le engancharé vagones y coches, y la gente podrá subir a ellos y viajar por todo el mundo, conducida por el vapor y el humo. Te llamarás "Máquina de vapor" y si trabajas bien y cumples con tu obligación recibirás paro comer todo el carbón que quieras. ¡Y ahora, viajeros al tren! ¡Subamos todos!
- ¡Bravo! - gritó el pueblo, prorrumpiendo en alabanzas del inteligente Inventor que había transformado a los malvados duendes en cosas útiles a la humanidad.