En una gran ciudad vivía una vez un hombre que se pasaba todo el día fumando. No se preocupaba de comer ni beber, sólo pensaba en fumar. Tenía una larga pipa con una hermosa cazoleta de porcelana y en ella metía tabaco fino y tabaco fuerte; luego lo encendía y echaba grandes columnas de humo hacia el cielo. Poseía también una hermosa boquilla de ámbar con la cual fumaba todos los cigarros y cigarrillos que podía conseguir. Cuando se le terminaba el tabaco metía en la pipa o en la boquilla cuanto encontraba, fumando alegremente papel, madera y cuero; en tiempos de escasez aprovechaba hasta las piedras.
Un día su esposa compró en el mercado tres pescaditos que pensaba freír para ella y sus hijos. Su marido no los probaría, pues a él sólo le gustaba fumar. Mientras la mujer salió a la calle por un poco de manteca para freír los pescaditos, el hombre, que se había quedado nuevamente sin tabaco, entró en la cocina, cogió los tres pescaditos y se dispuso a meter uno de ellos en su pipa. Pero antes de que pudiera hacerlo se llevó un susto terrible, pues uno de los peces abrió la boca y empezó a hablar igual que un ser humano, sólo que con más suavidad.
- Yo quiero ser comido, no fumado - dijo.
Cuando el hombre hubo vuelto en sí de su sorpresa cogió al pescado por la cola y dijo, furioso:
- ¡Serás fumado, y lo mismo les sucederá a tus hermanos!
- ¡No! ¡Nosotros queremos ser comidos, no fumados! - susurró nuevamente el pescadito. - El humo es muy malo para nosotros.
- A mí tanto me da - replicó el fumador. - ¡Ahora mismo os meto en la pipa!
Pero el pescadito se le escapó de la mano y saltando al suelo se levantó sobre la cola y dijo:
- Escúchame. Nosotros tres somos hermanos, hijos del Rey de los Peces. Si no nos haces daño y nos devuelves a nuestro padre, recibirás cosa que fumar hasta el final de tus días.
Al oír esto el fumador se rascó la oreja derecha.
- ¿Y si me engañas? - preguntó suspicazmente.
- ¡Nosotros no somos seres humanos! - replicó, indignado, el pescadito. - Nosotros somos honrados peces. No conocemos el significado de la palabra "engañar".
- Está bien - gruñó el hombre. - Se hará tal como deseáis.
Inmediatamente los condujo al río y los tiró al agua, donde se hundieron los tres alegremente, desapareciendo a los pocos segundos.
El hombre esperó y esperó. De repente las aguas se abrieron y un enorme pez rojo, con una corona de oro en la cabeza y brillantes esmeraldas en todas las escamas, apareció en la superficie. Nadó hasta la orilla y, dirigiéndose al fumador, le dijo con argentino acento:
- Te doy las gracias, hijo del hombre, por devolverme mis hijos. Ya creí no verlos nunca más. Ahora te premiaré. Te doy tres cosas con las cuales podrás satisfacer tu ansia de humo. Primero, una cesta de pescadora en la que podrás meter cualquier cosa del mundo y fumarla luego. Segundo, una larga cuerda. Con ella podrás coger todo lo que quieras y luego fumarlo. Por fin una caña de pescar con la cual podrás coger todo lo que desees y convertirlo en humo. Pero escucha este consejo: Procura, hijo del hombre, no alterar el orden del universo, de lo contrario sufrirías un terrible castigo.
- ¿Por qué iba a hacer eso? - replicó el hombre.- Mientras pueda fumar continuamente no me meteré para nada con el mundo,
Después de esto volvió alegremente a su casa con los tres regalos del Rey de los Peces, que de nuevo desapareció bajo el agua.
Poco después el hombre se encontró sin nada que fumar. Cogió su cesto, fue al jardín de su vecino y se llevó la caseta del perro. Luego volvió a su casa y se la fumó. Como se había olvidado de quitar el perro también se fumó el animal. Enseguida su hambre de humo creció enormemente. Cogió otra vez el cesto y en poco tiempo lo llenó con todas las casas de la calle y se las fumó. Y con ellas fumóse las luces del gas, las aceras, las tiendas, hasta el enorme farol eléctrico, los guardacantones y todo lo demás. No desaprovechó nada; todo fue a parar a su pipa.
De esta forma pronto se hubo fumado toda la ciudad, incluso las iglesias y escuelas. Luego sentóse, muy preocupado, a pensar qué otra cosa podría convertir en humo. Cogió su cuerda y marchó a los bosques. Arrancó unos arbustos y los fumó como si fueran cigarrillos. Luego arrancó un árbol enorme, lo arrastró fuera del bosque y lo fumó como si se tratara de un cigarro. Por fin de todo el bosque no quedó más que un enorme roble bajo el cual su abuelo y bisabuelo habían jugado de niños. Tampoco él fue perdonado. Rápidamente el fumador ató a él su cuerda y echándolo abajo lo fumó hasta que del hermoso árbol sólo quedó un montoncito de ceniza. Así, todo el bosque quedó convertido en humo. En todo el mundo ya no quedaba nada que fumar. El hombre regresó a su casa y se quedó muy triste, mirando su pipa y la vacía boquilla. De súbito su mirada descansó en la caña de pescar que le había regalado el Rey de los Peces.
- ¡Ya lo tengo! - exclamó. Cogió la caña de pescar y salió de su casa.
Era de noche; la luna brillaba alegremente sobre la tierra y las estrellas parpadeaban en el cielo. El hombre agitó la caña de pescar y con el anzuelo enganchó una estrella. Aunque ésta trató de luchar con él, no logró nada y fue metida en la pipa, cuya tapadera se cerró sobre la pobre estrellita que fue completamente fumada. Todas las noches el fumador pescaba una estrella, con la cual podía fumar todo el día. Por fin, una noche, el cielo apareció totalmente limpio de estrellas.
El hombre, sin vacilar ni un momento, tiró el anzuelo y, ¿os imagináis lo qué pescó? Pues la luna. Tardó dos años enteros en consumirla, pero un día se encontró otra vez sin nada que fumar.
Era una mañana y el hombre salió de su casa. El sol derramaba sobre la tierra sus mejores rayos, alegrando todos las cosas vivas. Las flores se abrían a las caricias del astro del día y los hombres caminaban felices a su calor. En aquel momento el fumador tiró al aire su anzuelo, y logró pescar al mismo sol. Sin ninguna vacilación atrajo el sol hacia la tierra y, de pronto, toda la vida cesó sobra ésta. La oscuridad se hizo total, las flores se marchitaron, los animales metiéronse en sus cuevas, y los hombres, temblorosos y muy tristes, caminaron hacia la muerte. La mayor confusión reinaba en la superficie de la tierra.
Las aguas invadieron las llanuras, cubriendo plantas y animales. Cuando alcanzaron al fumador quien, lleno de asombro, estaba sentado junto al sol - un enorme pez asomó la cabeza. Estaba tan furioso que la corona de oro le había caído y las esmeraldas de su cuerpo brillaban furiosamente, como si fueran ardientes rayos.
- ¡Malvado! - gritó el Rey de los Peces. - ¿No te lo advertí? ¡Has alterado el orden del universo y debes pagar tu culpa!
Rompió lo boquilla de ámbar y la hermosa cazoleta de porcela, después agarró al fumador por los cabellos y lo arrastró dentro del agua. ¡Y nunca volvió a vérsele!
El sol retornó al cielo y sus potentes rayos hicieron brotar nuevas estrellas de las cenizas de las antiguas. Restauraron todas las casas y bosques. Y todo fue lo que había sido antes, sólo que el fumador no volvió jamás.
Un día su esposa compró en el mercado tres pescaditos que pensaba freír para ella y sus hijos. Su marido no los probaría, pues a él sólo le gustaba fumar. Mientras la mujer salió a la calle por un poco de manteca para freír los pescaditos, el hombre, que se había quedado nuevamente sin tabaco, entró en la cocina, cogió los tres pescaditos y se dispuso a meter uno de ellos en su pipa. Pero antes de que pudiera hacerlo se llevó un susto terrible, pues uno de los peces abrió la boca y empezó a hablar igual que un ser humano, sólo que con más suavidad.
- Yo quiero ser comido, no fumado - dijo.
Cuando el hombre hubo vuelto en sí de su sorpresa cogió al pescado por la cola y dijo, furioso:
- ¡Serás fumado, y lo mismo les sucederá a tus hermanos!
- ¡No! ¡Nosotros queremos ser comidos, no fumados! - susurró nuevamente el pescadito. - El humo es muy malo para nosotros.
- A mí tanto me da - replicó el fumador. - ¡Ahora mismo os meto en la pipa!
Pero el pescadito se le escapó de la mano y saltando al suelo se levantó sobre la cola y dijo:
- Escúchame. Nosotros tres somos hermanos, hijos del Rey de los Peces. Si no nos haces daño y nos devuelves a nuestro padre, recibirás cosa que fumar hasta el final de tus días.
Al oír esto el fumador se rascó la oreja derecha.
- ¿Y si me engañas? - preguntó suspicazmente.
- ¡Nosotros no somos seres humanos! - replicó, indignado, el pescadito. - Nosotros somos honrados peces. No conocemos el significado de la palabra "engañar".
- Está bien - gruñó el hombre. - Se hará tal como deseáis.
Inmediatamente los condujo al río y los tiró al agua, donde se hundieron los tres alegremente, desapareciendo a los pocos segundos.
El hombre esperó y esperó. De repente las aguas se abrieron y un enorme pez rojo, con una corona de oro en la cabeza y brillantes esmeraldas en todas las escamas, apareció en la superficie. Nadó hasta la orilla y, dirigiéndose al fumador, le dijo con argentino acento:
- Te doy las gracias, hijo del hombre, por devolverme mis hijos. Ya creí no verlos nunca más. Ahora te premiaré. Te doy tres cosas con las cuales podrás satisfacer tu ansia de humo. Primero, una cesta de pescadora en la que podrás meter cualquier cosa del mundo y fumarla luego. Segundo, una larga cuerda. Con ella podrás coger todo lo que quieras y luego fumarlo. Por fin una caña de pescar con la cual podrás coger todo lo que desees y convertirlo en humo. Pero escucha este consejo: Procura, hijo del hombre, no alterar el orden del universo, de lo contrario sufrirías un terrible castigo.
- ¿Por qué iba a hacer eso? - replicó el hombre.- Mientras pueda fumar continuamente no me meteré para nada con el mundo,
Después de esto volvió alegremente a su casa con los tres regalos del Rey de los Peces, que de nuevo desapareció bajo el agua.
Poco después el hombre se encontró sin nada que fumar. Cogió su cesto, fue al jardín de su vecino y se llevó la caseta del perro. Luego volvió a su casa y se la fumó. Como se había olvidado de quitar el perro también se fumó el animal. Enseguida su hambre de humo creció enormemente. Cogió otra vez el cesto y en poco tiempo lo llenó con todas las casas de la calle y se las fumó. Y con ellas fumóse las luces del gas, las aceras, las tiendas, hasta el enorme farol eléctrico, los guardacantones y todo lo demás. No desaprovechó nada; todo fue a parar a su pipa.
De esta forma pronto se hubo fumado toda la ciudad, incluso las iglesias y escuelas. Luego sentóse, muy preocupado, a pensar qué otra cosa podría convertir en humo. Cogió su cuerda y marchó a los bosques. Arrancó unos arbustos y los fumó como si fueran cigarrillos. Luego arrancó un árbol enorme, lo arrastró fuera del bosque y lo fumó como si se tratara de un cigarro. Por fin de todo el bosque no quedó más que un enorme roble bajo el cual su abuelo y bisabuelo habían jugado de niños. Tampoco él fue perdonado. Rápidamente el fumador ató a él su cuerda y echándolo abajo lo fumó hasta que del hermoso árbol sólo quedó un montoncito de ceniza. Así, todo el bosque quedó convertido en humo. En todo el mundo ya no quedaba nada que fumar. El hombre regresó a su casa y se quedó muy triste, mirando su pipa y la vacía boquilla. De súbito su mirada descansó en la caña de pescar que le había regalado el Rey de los Peces.
- ¡Ya lo tengo! - exclamó. Cogió la caña de pescar y salió de su casa.
Era de noche; la luna brillaba alegremente sobre la tierra y las estrellas parpadeaban en el cielo. El hombre agitó la caña de pescar y con el anzuelo enganchó una estrella. Aunque ésta trató de luchar con él, no logró nada y fue metida en la pipa, cuya tapadera se cerró sobre la pobre estrellita que fue completamente fumada. Todas las noches el fumador pescaba una estrella, con la cual podía fumar todo el día. Por fin, una noche, el cielo apareció totalmente limpio de estrellas.
El hombre, sin vacilar ni un momento, tiró el anzuelo y, ¿os imagináis lo qué pescó? Pues la luna. Tardó dos años enteros en consumirla, pero un día se encontró otra vez sin nada que fumar.
Era una mañana y el hombre salió de su casa. El sol derramaba sobre la tierra sus mejores rayos, alegrando todos las cosas vivas. Las flores se abrían a las caricias del astro del día y los hombres caminaban felices a su calor. En aquel momento el fumador tiró al aire su anzuelo, y logró pescar al mismo sol. Sin ninguna vacilación atrajo el sol hacia la tierra y, de pronto, toda la vida cesó sobra ésta. La oscuridad se hizo total, las flores se marchitaron, los animales metiéronse en sus cuevas, y los hombres, temblorosos y muy tristes, caminaron hacia la muerte. La mayor confusión reinaba en la superficie de la tierra.
Las aguas invadieron las llanuras, cubriendo plantas y animales. Cuando alcanzaron al fumador quien, lleno de asombro, estaba sentado junto al sol - un enorme pez asomó la cabeza. Estaba tan furioso que la corona de oro le había caído y las esmeraldas de su cuerpo brillaban furiosamente, como si fueran ardientes rayos.
- ¡Malvado! - gritó el Rey de los Peces. - ¿No te lo advertí? ¡Has alterado el orden del universo y debes pagar tu culpa!
Rompió lo boquilla de ámbar y la hermosa cazoleta de porcela, después agarró al fumador por los cabellos y lo arrastró dentro del agua. ¡Y nunca volvió a vérsele!
El sol retornó al cielo y sus potentes rayos hicieron brotar nuevas estrellas de las cenizas de las antiguas. Restauraron todas las casas y bosques. Y todo fue lo que había sido antes, sólo que el fumador no volvió jamás.
Una presentación de los que es la consecuencia del egoísmo en la solo miramos hacia dentro, de nosotros, y no vemos lo maravilloso que es nuestro alrededor. Todo se esfuma cuando tratamos de construir castillo en arena que al final se llega al castigo de la soledad.
ResponderEliminarLa necesidad insatisfecha, todo lo fumaba, y lograr cerrar esta necesidad no tiene limites, se fumó hasta el universo, hasta que se quedó muerto con su necesidad, solo que el fumador no volvió jamas
ResponderEliminarEl inconformismo en su máxima expresión, con el fin de lograr lo que deseamos dejamos de lado cosas y valores tan imprescindibles para la vida, y que recién nos damos cuenta cuando la perdemos.
ResponderEliminareste cuento de casualidad tiene mala influencia
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