En un profundo bosque, allí donde Asia y Europa se juntan, vivían, hace mucho tiempo, tres hermanos y una hermana. Pertenecían a una raza muy extraña. Jamás se había conocido a nadie parecido a ellos, pues no eran seres humanos, sino terribles duendes. Los hermanos se llamaban Tosefuego, Relámpagoligero, Hablalejos y, la hermana, Ojosbrillantes. Sus naturalezas correspondían a sus nombres.
Tosefuego, el mayor, era una especie de salvaje gigante que día y noche no hacía otra cosa que echar llamas y humo por la boca. Lo echaba con tanta fuerza que a su alrededor todo volaba, y nadie se atrevía a acercarse a él. Su alimento consistía, exclusivamente, en carbón de piedra y troncos de árbol.
Relámpagoligero tenía, en vez de piernas, dos ardientes rayos que terminaban en unas ruedas. Por todas partes tenía tendidos fuertes alambres y, sobre ellos movíase con tal rapidez que ningún animal de la tierra ni pájaro del cielo podía competir en velocidad con él. En un minuto era capaz de dar la vuelta al mundo entero y volver de nuevo a su bosque.
Hablalejos era un extraño enano que tenía una maravillosa habilidad. Era capaz de emitir cualquiera de los sonidos que se oyen sobre la tierra. Podía imitar las voces de los hombres y las de los animales. Uno creía estar escuchando a un amigo o a un pariente, pero no era así; era Hablalejos, que les imitaba. Además podía enviar su voz a los extremos más apartados del mundo, de forma que aunque estuviera al otro lado del globo se hacía oír perfectamente por quien él quería.
La hermana, Ojosbrillantes, era una mujer de piernas cortas y ojos ardientes como dos llamas. De esos ojos brotaba una luz cegadora que iluminaba toda la región como si fuera un fuego mágico. Pero cuando volvía sus pupilas hacia un ser humano, éste quedaba completamente ciego.
Así eran los cuatro duendes. Vivían juntos, se ayudaban con gran fidelidad unos a otros y por eso podían hacer todo lo que deseaban. Pero su comportamiento era siempre malo y causaba daño a la gente buena.
Tosefuego, valiéndose de su abrasador aliento, se divertía haciendo volar a las personas y a los animales que encontraba. Cuando sus desgraciadas víctimas caían se hacían mucho daño, rompiéndose algún miembro y llorando de dolor.
Relámpagoligero, con sus centelleantes piernas volaba de un lado a otro del mundo, robándolo todo y antes de que se pudiera decir "¡Jesús!" ya estaba de vuelta a su bosque con el botín.
Hablalejos cometía otra clase de maldades y torturaba miserablemente a los pobres que vivían cerca de su guarida. Se sentaba junto al fuego y desde allí hablaba a la gente. Les engañaba adoptando la voz de un amigo o un pariente. En cierta ocasión dos niños estaban sentados a la puerta de su casa, esperando a sus padres. De súbito oyeron la voz de su papá que les decía:
- Nenes, venid al bosque. Os tengo preparado un gran pastel y podréis comerlo esta noche. Venid enseguida, pues tengo que marcharme y no puedo perder tiempo.
Alegremente los niños corrieron hacia el bosque, pero en él no encontraron ningún pastel. Porque no fue su papá quien les llamó, sino Hablalejos, que les hizo alejarse de su domicilio y dejó que los lobos se los comieran, de manera que los pobres niños no volvieron nunca a su casa.
Estas y otras muchas cosas malas hizo Hablalejos, hasta que la gente se enfadó con él.
Ojosbrillantes se portaba tan mal como sus tres hermanos, pues su corazón, como el de ellos, rebosaba odio. Con sus ojos de fuego atraía a los viajeros, durante la noche, a los pantanos, donde los infelices se ahogaban miserablemente.
Por fin, los seres humanos decidieron declarar la guerra a los cuatro monstruos y expulsarlos de la tierra a fin de que no pudieran seguir causando daños. Bajo la dirección de su Rey marcharon hacia el oscuro bosque. Cuando llegaron junto a él, lo rodearon para impedir que los cuatro duendes se escaparan. Sólo un grupito, mandado por el soberano, penetró en la selva dispuesto a capturarlos. Pero los duendes sabían perfectamente qué clase de peligro les amenazaba y lo dispusieron todo para vencer a sus enemigos.
Relámpagoligero tendió sus alambres por todo el bosque y empezó a correr por ellos con las ruedecitas que le servían de pies. Aquí tumbaba a un guerrero, allá aplastaba otro. Pero siempre que alguien intentaba capturarle, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Los soldados rugían enfurecidos.
De pronto, los que rodeaban el bosque oyeron brotar de entre los árboles la voz del Rey.
- ¡Huid todos y que se salve el que pueda! ¡Estamos perdidos!
Pero no era el Rey, sino Hablalejos que había imitado su voz. Al oírla, los guerreros que estaban fuera de bosque huyeron a sus casas. Dentro de la selva sólo quedaron el monarca y sus pocos seguidores. En aquel momento se dirigían hacia una luz que parecía brillar en el horizonte. No sabían que aquella luz era la de las pupilas de Ojosbrillantes, que los atraía al sitio donde el terrible Tosefuego estaba escondido. Apenas llegaron allí los soldados y el Rey, cuando un abrasador huracán los levantó hasta el cielo. Al cabo de mucho rato cayeron al suelo quemados y destrozados. Ni un solo, ni siquiera el Rey, regresó jamás del campo de batalla.
El pueblo lloró mucho la muerte de su soberano y dejó ya de luchar contra los duendes, convencido de que era inútil intentar nada contra ellos.
Pero en aquella tierra vivía un muchacho de cabello rubio y frente muy despejada, cuyo cerebro siempre estaba trabajando. De sus ojos emanaba inteligencia, sabiduría y bondad. Su nombre era Inventor. Un día se presentó a sus conciudadanos y dijo:
- Enviadme solo al bosque, estoy seguro de que derrotaré a los monstruos.
A pesar de su dolor, el pueblo no pudo contener una sonrisa y contestó:
Los duendes nos han causado ya bastantes víctimas. Eres demasiado inteligente y útil para ser enviado a la muerte.
Y sus padres, cuyos corazones se llenaron de tristeza al oírle hablar, dijeron:
- ¡Quédate aquí, querido hijo! Tenemos que soportar a esos duendes igual que soportamos los terremotos y el viento, y considerarlos un castigo divino.
Su novia se colgó de su brazo y susurró:
- ¡No me abandones, Inventor! ¿Qué nos importan los monstruos? Nosotros queremos ser felices en nuestro hogar, donde nadie nos molestará.
- ¡No! - exclamó el joven. - Es una cobardía y una vergüenza aceptar tan resignadamente el mal y la crueldad. Tal vez tú puedas soportarlo, pero yo no. Antes me tiraría desde el campanario más alto para terminar así mi vida, pues prefiero la muerte al deshonor.
Cuando le oyeron hablar y se dieron cuenta de lo firme de su decisión, todos consintieron en que se fuera al bosque. Así, en medio del llanto y las plegarias de todo el pueblo, Inventor emprendió su viaje. Llevó con él un saco lleno de lana muy fina, unos lentes negros, un ovillo de alambre y cuatro cuerdas.
Al acercarse al bosque envolvió todo su cuerpo en lana y se metió dos apretadas bolitas de ella en las orejas. Luego, valerosamente, penetró en la selva. Casi enseguida apareció ante él el terrible Tosefuego. El monstruo lanzó una estrepitosa carcajada y una nube de vapor brotó de su boca. El muchacho vióse precipitado por el aire como una flecha. Pero al caer no se hizo el menor rasguño, pues la lana le sirvió de colchón. El único daño que sufrió fue quedar un poco moreno a causa del fuego. Continuó en el suelo y fingió estar muerto, pues creyó que esto era lo más sensato. El duende le miró por todos lados.
- ¡Qué tostadito has quedado, ser humano! -exclamó -. En cuanto descanse un poco te llevaré a mi hermano. Le servirás de cena. En cuanto a mí, por muy bien guisado que estuvieras no me apeteces. Prefiero carbón de piedra.
Metióse una mano en el bolsillo y la sacó llena de negro carbón que se llevó a la boca. Desde muy lejos podía oírsele triturar la antracita y la hulla. Cuando hubo terminado de comer, tumbóse en el suelo y a los pocos minutos roncaba estrepitosamente, llenando de ecos todo el bosque.
Con gran cuidado, Inventor se quitó la lana que le envolvía, se acercó al durmiente y le llenó la boca de gruesas bolas de lana, de manera que el aliento no pudiese escapársele, luego, con una de las cuerdas, le ató los pies y las manos, marchando enseguida hacia el interior del bosque
Cuando Tosefuego se despertó encontróse atado y con la boca lleno de lana. Entonces retorció su cuerpo, tratando de liberarse, y chocó contra los árboles y las rocas, produciendo un ensordecedor trueno.
Hablalejos quiso acudir en socorro de su hermano y, de pronto, la voz del padre de Inventor le dijo a éste:
- ¡Vuelve enseguida a casa, hijo mío! ¡Tu madre se está muriendo! Quiere verte antes de que la muerte cierre sus ojos. ¡No pierdas ni un segundo o, de lo contrario, no volverás a verla viva! - Y la voz de la novia de Inventor chilló: - ¡Socorro, amado mío! ¡Qué me raptan! ¡Ven a salvarme o estoy perdida!
Pero el joven siguió alegremente su camino pues no podía oír nada. Las bolas de lana de sus oídos no dejaban penetrar ningún sonido.
Por fin llegó a la cabaña donde vivía Hablalejos, que estaba temblando de miedo.
- ¡Ya te tengo, malvado! - gritó Inventor. Sacó la segunda cuerda y en un momento ató a una mesa a Hablalejos, que no pudo hacer el menor movimiento.
En aquel instante una luz brilló en la lejanía y lo bañó todo con su resplandor. Rápido como una centella, Inventor volvió la cabeza, sacó los lentes ahumados y se los colocó sobre la nariz. Luego dirigióse hacia la luz. Cuando la alcanzó alargó la mano y agarró fuertemente a la hermana de los duendes. Ojosbrillantes luchó en vano. Inventor la condujo hasta un roble, la volvió de cara al tronco y la ató con la tercera cuerda
Enseguida emprendió la marcha para capturar a Relámpagoligero, el último de los duendes. Éste se hallaba en un lejano país, robando cuanto encontraba a su paso. Inventor ató su ovillo de alambre al que en aquella ocasión utilizaba Relámpagoligero para deslizarse y lo llevó hasta un profundo charco de agua. Luego se ocultó entre los arbustos y esperó.
Pronto llegó silbando el duende. Al llegar cerca de su casa advirtió, con profundo sorpresa, que el alambre seguía otra dirección, pero antes de que pudiera recobrarse de su asombro, y debido a la rapidez de su marcha, se encontró dentro del agua.
Inventor salió en seguida de su escondite y gritó:
- ¡Malvado duende! ¿Quieres rendirte? Si no lo haces vendrán los seres humanos y te matarán con sus lanzas y espadas.
Relámpagoligero comprendió que no había salvación posible y, sumisamente, alargó las manos y pies, que Inventor ató con la cuarta cuerda. Hecho esto el joven se marchó, dejando a su prisionero dentro del agua.
El muchacho regresó al pueblo y anunció a todo el mundo que por fin estaban libres de las terribles criaturas. Todos se pusieron muy contentos y lo nombraron su héroe y libertador. Enseguida corrieron al bosque con espadas y mosquetes, a fin de matar a sus enemigos. Pero Inventor los contuvo; su frente se abombó más y en sus ojos brilló la luz de la sabiduría.
- No - ordenó, - no los asesinéis, aunque reconozca que merecen mil veces la muerte. Sus culpas las pagarán no con su cabeza, sino mediante una eterna esclavitud. Han torturado a los humanos; pues de ahora en adelante les serán útiles. Deben entrar al servicio del hombre y prestarte su fuerza.
- ¿Cómo pueden esos monstruos sernos de ninguna utilidad? - preguntó el pueblo.
- Dejadlo en mis manos y pronto os lo demostraré. Pero antes meted en carros a los cautivos y traedlos a la cárcel de la ciudad.
Así se hizo y todos esperaron impacientemente el resultado de los experimentos de Inventor. Día y noche escuchábase en su taller el chocar del martillo contra el yunque, el rasgar de la sierra, el chirrido de la lima y el zumbido de la perforadora.
Un día Inventor reunió a sus conciudadanos en la amplia plaza, frente a su casa.
- Traed a los prisioneros - ordenó.
Guerreros armados fueron a buscarlos. Entretanto él abrió de par en par las puertas de su taller y sus aprendices sacaron cuatro extraños aparatos. El primero fue una hermosa caja de roble, llena de adornos dorados, tornillos y clavos de diversos colores. De ella salía una especie de bocina negra y en un lado colgaba de un gancho un tubo que parecía de ébano.
- Dentro de esta caja meteremos al malvado Hablalejos - explicó Inventor. - De ahora en adelante imitará las voces que uno desee oír, por muy lejos que esté. Esta caja la bautizaré con el nombre de "Teléfono".
» Aquí tenemos otra caja hecha de madera de abedul y llena de alambre de cobre. De ahora en adelante Relámpagoligero vivirá dentro de ella, y cuando se lo ordene saldrá corriendo por los alambres que tenderemos de ciudad en ciudad, desde un extremo del globo al otro, a través de los océanos y más allá de las montañas, y llevará mis mensajes y entregará mis órdenes. Le llamaremos "Telégrafo".
» Y para ti, Ojosbrillantes, tengo esta jaula de cristal. En adelante ésta será tu casa. Siempre que apriete este botón negro abrirás los ojos y darás luz a los seres humanos, a fin de que sus calles y hogares no sean ya nunca más oscuros. Te llamarás "Bombilla".
» Y ahora te toca a ti, horrible Tosefuego. Te espera una tarea mucho más grande. Aprendices, traedme la otra caja.
Los aprendices sacaron del taller una enorme cosa de hierro, con ruedas, engranajes y una enorme chimenea.
- ¡Entra ahí, Tosefuego! - ordenó Inventor. Ahora echa el vapor con toda tu fuerza y así mi máquina se moverá. Luego le engancharé vagones y coches, y la gente podrá subir a ellos y viajar por todo el mundo, conducida por el vapor y el humo. Te llamarás "Máquina de vapor" y si trabajas bien y cumples con tu obligación recibirás paro comer todo el carbón que quieras. ¡Y ahora, viajeros al tren! ¡Subamos todos!
- ¡Bravo! - gritó el pueblo, prorrumpiendo en alabanzas del inteligente Inventor que había transformado a los malvados duendes en cosas útiles a la humanidad.
Tosefuego, el mayor, era una especie de salvaje gigante que día y noche no hacía otra cosa que echar llamas y humo por la boca. Lo echaba con tanta fuerza que a su alrededor todo volaba, y nadie se atrevía a acercarse a él. Su alimento consistía, exclusivamente, en carbón de piedra y troncos de árbol.
Relámpagoligero tenía, en vez de piernas, dos ardientes rayos que terminaban en unas ruedas. Por todas partes tenía tendidos fuertes alambres y, sobre ellos movíase con tal rapidez que ningún animal de la tierra ni pájaro del cielo podía competir en velocidad con él. En un minuto era capaz de dar la vuelta al mundo entero y volver de nuevo a su bosque.
Hablalejos era un extraño enano que tenía una maravillosa habilidad. Era capaz de emitir cualquiera de los sonidos que se oyen sobre la tierra. Podía imitar las voces de los hombres y las de los animales. Uno creía estar escuchando a un amigo o a un pariente, pero no era así; era Hablalejos, que les imitaba. Además podía enviar su voz a los extremos más apartados del mundo, de forma que aunque estuviera al otro lado del globo se hacía oír perfectamente por quien él quería.
La hermana, Ojosbrillantes, era una mujer de piernas cortas y ojos ardientes como dos llamas. De esos ojos brotaba una luz cegadora que iluminaba toda la región como si fuera un fuego mágico. Pero cuando volvía sus pupilas hacia un ser humano, éste quedaba completamente ciego.
Así eran los cuatro duendes. Vivían juntos, se ayudaban con gran fidelidad unos a otros y por eso podían hacer todo lo que deseaban. Pero su comportamiento era siempre malo y causaba daño a la gente buena.
Tosefuego, valiéndose de su abrasador aliento, se divertía haciendo volar a las personas y a los animales que encontraba. Cuando sus desgraciadas víctimas caían se hacían mucho daño, rompiéndose algún miembro y llorando de dolor.
Relámpagoligero, con sus centelleantes piernas volaba de un lado a otro del mundo, robándolo todo y antes de que se pudiera decir "¡Jesús!" ya estaba de vuelta a su bosque con el botín.
Hablalejos cometía otra clase de maldades y torturaba miserablemente a los pobres que vivían cerca de su guarida. Se sentaba junto al fuego y desde allí hablaba a la gente. Les engañaba adoptando la voz de un amigo o un pariente. En cierta ocasión dos niños estaban sentados a la puerta de su casa, esperando a sus padres. De súbito oyeron la voz de su papá que les decía:
- Nenes, venid al bosque. Os tengo preparado un gran pastel y podréis comerlo esta noche. Venid enseguida, pues tengo que marcharme y no puedo perder tiempo.
Alegremente los niños corrieron hacia el bosque, pero en él no encontraron ningún pastel. Porque no fue su papá quien les llamó, sino Hablalejos, que les hizo alejarse de su domicilio y dejó que los lobos se los comieran, de manera que los pobres niños no volvieron nunca a su casa.
Estas y otras muchas cosas malas hizo Hablalejos, hasta que la gente se enfadó con él.
Ojosbrillantes se portaba tan mal como sus tres hermanos, pues su corazón, como el de ellos, rebosaba odio. Con sus ojos de fuego atraía a los viajeros, durante la noche, a los pantanos, donde los infelices se ahogaban miserablemente.
Por fin, los seres humanos decidieron declarar la guerra a los cuatro monstruos y expulsarlos de la tierra a fin de que no pudieran seguir causando daños. Bajo la dirección de su Rey marcharon hacia el oscuro bosque. Cuando llegaron junto a él, lo rodearon para impedir que los cuatro duendes se escaparan. Sólo un grupito, mandado por el soberano, penetró en la selva dispuesto a capturarlos. Pero los duendes sabían perfectamente qué clase de peligro les amenazaba y lo dispusieron todo para vencer a sus enemigos.
Relámpagoligero tendió sus alambres por todo el bosque y empezó a correr por ellos con las ruedecitas que le servían de pies. Aquí tumbaba a un guerrero, allá aplastaba otro. Pero siempre que alguien intentaba capturarle, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Los soldados rugían enfurecidos.
De pronto, los que rodeaban el bosque oyeron brotar de entre los árboles la voz del Rey.
- ¡Huid todos y que se salve el que pueda! ¡Estamos perdidos!
Pero no era el Rey, sino Hablalejos que había imitado su voz. Al oírla, los guerreros que estaban fuera de bosque huyeron a sus casas. Dentro de la selva sólo quedaron el monarca y sus pocos seguidores. En aquel momento se dirigían hacia una luz que parecía brillar en el horizonte. No sabían que aquella luz era la de las pupilas de Ojosbrillantes, que los atraía al sitio donde el terrible Tosefuego estaba escondido. Apenas llegaron allí los soldados y el Rey, cuando un abrasador huracán los levantó hasta el cielo. Al cabo de mucho rato cayeron al suelo quemados y destrozados. Ni un solo, ni siquiera el Rey, regresó jamás del campo de batalla.
El pueblo lloró mucho la muerte de su soberano y dejó ya de luchar contra los duendes, convencido de que era inútil intentar nada contra ellos.
Pero en aquella tierra vivía un muchacho de cabello rubio y frente muy despejada, cuyo cerebro siempre estaba trabajando. De sus ojos emanaba inteligencia, sabiduría y bondad. Su nombre era Inventor. Un día se presentó a sus conciudadanos y dijo:
- Enviadme solo al bosque, estoy seguro de que derrotaré a los monstruos.
A pesar de su dolor, el pueblo no pudo contener una sonrisa y contestó:
Los duendes nos han causado ya bastantes víctimas. Eres demasiado inteligente y útil para ser enviado a la muerte.
Y sus padres, cuyos corazones se llenaron de tristeza al oírle hablar, dijeron:
- ¡Quédate aquí, querido hijo! Tenemos que soportar a esos duendes igual que soportamos los terremotos y el viento, y considerarlos un castigo divino.
Su novia se colgó de su brazo y susurró:
- ¡No me abandones, Inventor! ¿Qué nos importan los monstruos? Nosotros queremos ser felices en nuestro hogar, donde nadie nos molestará.
- ¡No! - exclamó el joven. - Es una cobardía y una vergüenza aceptar tan resignadamente el mal y la crueldad. Tal vez tú puedas soportarlo, pero yo no. Antes me tiraría desde el campanario más alto para terminar así mi vida, pues prefiero la muerte al deshonor.
Cuando le oyeron hablar y se dieron cuenta de lo firme de su decisión, todos consintieron en que se fuera al bosque. Así, en medio del llanto y las plegarias de todo el pueblo, Inventor emprendió su viaje. Llevó con él un saco lleno de lana muy fina, unos lentes negros, un ovillo de alambre y cuatro cuerdas.
Al acercarse al bosque envolvió todo su cuerpo en lana y se metió dos apretadas bolitas de ella en las orejas. Luego, valerosamente, penetró en la selva. Casi enseguida apareció ante él el terrible Tosefuego. El monstruo lanzó una estrepitosa carcajada y una nube de vapor brotó de su boca. El muchacho vióse precipitado por el aire como una flecha. Pero al caer no se hizo el menor rasguño, pues la lana le sirvió de colchón. El único daño que sufrió fue quedar un poco moreno a causa del fuego. Continuó en el suelo y fingió estar muerto, pues creyó que esto era lo más sensato. El duende le miró por todos lados.
- ¡Qué tostadito has quedado, ser humano! -exclamó -. En cuanto descanse un poco te llevaré a mi hermano. Le servirás de cena. En cuanto a mí, por muy bien guisado que estuvieras no me apeteces. Prefiero carbón de piedra.
Metióse una mano en el bolsillo y la sacó llena de negro carbón que se llevó a la boca. Desde muy lejos podía oírsele triturar la antracita y la hulla. Cuando hubo terminado de comer, tumbóse en el suelo y a los pocos minutos roncaba estrepitosamente, llenando de ecos todo el bosque.
Con gran cuidado, Inventor se quitó la lana que le envolvía, se acercó al durmiente y le llenó la boca de gruesas bolas de lana, de manera que el aliento no pudiese escapársele, luego, con una de las cuerdas, le ató los pies y las manos, marchando enseguida hacia el interior del bosque
Cuando Tosefuego se despertó encontróse atado y con la boca lleno de lana. Entonces retorció su cuerpo, tratando de liberarse, y chocó contra los árboles y las rocas, produciendo un ensordecedor trueno.
Hablalejos quiso acudir en socorro de su hermano y, de pronto, la voz del padre de Inventor le dijo a éste:
- ¡Vuelve enseguida a casa, hijo mío! ¡Tu madre se está muriendo! Quiere verte antes de que la muerte cierre sus ojos. ¡No pierdas ni un segundo o, de lo contrario, no volverás a verla viva! - Y la voz de la novia de Inventor chilló: - ¡Socorro, amado mío! ¡Qué me raptan! ¡Ven a salvarme o estoy perdida!
Pero el joven siguió alegremente su camino pues no podía oír nada. Las bolas de lana de sus oídos no dejaban penetrar ningún sonido.
Por fin llegó a la cabaña donde vivía Hablalejos, que estaba temblando de miedo.
- ¡Ya te tengo, malvado! - gritó Inventor. Sacó la segunda cuerda y en un momento ató a una mesa a Hablalejos, que no pudo hacer el menor movimiento.
En aquel instante una luz brilló en la lejanía y lo bañó todo con su resplandor. Rápido como una centella, Inventor volvió la cabeza, sacó los lentes ahumados y se los colocó sobre la nariz. Luego dirigióse hacia la luz. Cuando la alcanzó alargó la mano y agarró fuertemente a la hermana de los duendes. Ojosbrillantes luchó en vano. Inventor la condujo hasta un roble, la volvió de cara al tronco y la ató con la tercera cuerda
Enseguida emprendió la marcha para capturar a Relámpagoligero, el último de los duendes. Éste se hallaba en un lejano país, robando cuanto encontraba a su paso. Inventor ató su ovillo de alambre al que en aquella ocasión utilizaba Relámpagoligero para deslizarse y lo llevó hasta un profundo charco de agua. Luego se ocultó entre los arbustos y esperó.
Pronto llegó silbando el duende. Al llegar cerca de su casa advirtió, con profundo sorpresa, que el alambre seguía otra dirección, pero antes de que pudiera recobrarse de su asombro, y debido a la rapidez de su marcha, se encontró dentro del agua.
Inventor salió en seguida de su escondite y gritó:
- ¡Malvado duende! ¿Quieres rendirte? Si no lo haces vendrán los seres humanos y te matarán con sus lanzas y espadas.
Relámpagoligero comprendió que no había salvación posible y, sumisamente, alargó las manos y pies, que Inventor ató con la cuarta cuerda. Hecho esto el joven se marchó, dejando a su prisionero dentro del agua.
El muchacho regresó al pueblo y anunció a todo el mundo que por fin estaban libres de las terribles criaturas. Todos se pusieron muy contentos y lo nombraron su héroe y libertador. Enseguida corrieron al bosque con espadas y mosquetes, a fin de matar a sus enemigos. Pero Inventor los contuvo; su frente se abombó más y en sus ojos brilló la luz de la sabiduría.
- No - ordenó, - no los asesinéis, aunque reconozca que merecen mil veces la muerte. Sus culpas las pagarán no con su cabeza, sino mediante una eterna esclavitud. Han torturado a los humanos; pues de ahora en adelante les serán útiles. Deben entrar al servicio del hombre y prestarte su fuerza.
- ¿Cómo pueden esos monstruos sernos de ninguna utilidad? - preguntó el pueblo.
- Dejadlo en mis manos y pronto os lo demostraré. Pero antes meted en carros a los cautivos y traedlos a la cárcel de la ciudad.
Así se hizo y todos esperaron impacientemente el resultado de los experimentos de Inventor. Día y noche escuchábase en su taller el chocar del martillo contra el yunque, el rasgar de la sierra, el chirrido de la lima y el zumbido de la perforadora.
Un día Inventor reunió a sus conciudadanos en la amplia plaza, frente a su casa.
- Traed a los prisioneros - ordenó.
Guerreros armados fueron a buscarlos. Entretanto él abrió de par en par las puertas de su taller y sus aprendices sacaron cuatro extraños aparatos. El primero fue una hermosa caja de roble, llena de adornos dorados, tornillos y clavos de diversos colores. De ella salía una especie de bocina negra y en un lado colgaba de un gancho un tubo que parecía de ébano.
- Dentro de esta caja meteremos al malvado Hablalejos - explicó Inventor. - De ahora en adelante imitará las voces que uno desee oír, por muy lejos que esté. Esta caja la bautizaré con el nombre de "Teléfono".
» Aquí tenemos otra caja hecha de madera de abedul y llena de alambre de cobre. De ahora en adelante Relámpagoligero vivirá dentro de ella, y cuando se lo ordene saldrá corriendo por los alambres que tenderemos de ciudad en ciudad, desde un extremo del globo al otro, a través de los océanos y más allá de las montañas, y llevará mis mensajes y entregará mis órdenes. Le llamaremos "Telégrafo".
» Y para ti, Ojosbrillantes, tengo esta jaula de cristal. En adelante ésta será tu casa. Siempre que apriete este botón negro abrirás los ojos y darás luz a los seres humanos, a fin de que sus calles y hogares no sean ya nunca más oscuros. Te llamarás "Bombilla".
» Y ahora te toca a ti, horrible Tosefuego. Te espera una tarea mucho más grande. Aprendices, traedme la otra caja.
Los aprendices sacaron del taller una enorme cosa de hierro, con ruedas, engranajes y una enorme chimenea.
- ¡Entra ahí, Tosefuego! - ordenó Inventor. Ahora echa el vapor con toda tu fuerza y así mi máquina se moverá. Luego le engancharé vagones y coches, y la gente podrá subir a ellos y viajar por todo el mundo, conducida por el vapor y el humo. Te llamarás "Máquina de vapor" y si trabajas bien y cumples con tu obligación recibirás paro comer todo el carbón que quieras. ¡Y ahora, viajeros al tren! ¡Subamos todos!
- ¡Bravo! - gritó el pueblo, prorrumpiendo en alabanzas del inteligente Inventor que había transformado a los malvados duendes en cosas útiles a la humanidad.
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