Una vez, el León, Rey de los animales, decidió pasar revista a sus tropas y para ello pidió a sus súbditos que se presentaran ante él. Todos tuvieron que dirigirse hacia Oriente, donde el soberano tenía su Corte. Por el camino, el Buey, el Mono y el Cerdo se encontraron y decidieron viajar juntos. Mientras caminaba, el Buey descubrió una hoja de col en medio del barro del camino. La cogió con los dientes y, a pesar de estar completamente cubierta de fango, empezó a comerla.
- Oye, cerdo, ¿no te da vergüenza comer esa porquería? - preguntó el Mono.
El Buey se enfadó mucho al oírse llamar Cerdo, y con una de las patas delanteras le pegó tal golpe al mono que lo hizo salir volando. Pero el Cerdo aún se enfureció más, pues su nombre había sido utilizado como un insulto.
"Me acordaré siempre de esto", pensó, aunque sin pronunciar ni una sola palabra.
Después de reconciliarse, los tres animales prosiguieron su camino. Al segundo día encontraron algunas almendras amargas que habían caído de un almendro cercano a la carretera.
- ¿Qué es esto? - preguntó el Buey.
- Son cocos como los que hay en mi país; pero nunca los había visto tan pequeños. Con todos ellos apenas podría hacerse una comida - contestó el Mono.
El Cerdo ech6se a reír, teniendo que apretarse los costados para no quebrarse. Había llegado la hora de su venganza.
- Eso son almendras amargas - dijo. - ¿No lo comprendes, estúpido buey?
El Mono se puso furioso ante el insulto y tiró al Cerdo de la cola, haciéndole gruñir de dolor.
El Buey, enfurecido a su vez porque su nombre era utilizado como insulto no dijo nada, pero aguardó pacientemente a que llegara su momento, que no tardó mucho.
A la caída de la tarde del tercer día, los tres compañeros se tendieron a dormir. El Mono subió a un árbol, el Buey se echó al pie del mismo y el Cerdo se acurrucó junto a él. Pero el suelo era muy duro, y cuando el Buey descubrió a poca distancia un lecho de hierba se levantó, prefiriendo dormir en un sitio más blando. El Cerdo le siguió y nuevamente tumbóse a su lado, a pesar de que la cama era muy reducida. El Buey se enfadó y dijo:
- ¿Es que has de imitar todo cuanto yo hago, mono del diablo?
- ¿Qué? - gruñó el Cerdo. - No vuelvas a decir eso. Yo no soy un mono.
Y muy enfadado mordió al Buey en una oreja, haciéndole mugir enfurecido.
El Mono, desde lo alto del árbol, pensó:
"¡Ya os haré pagar el que utilicéis así mi nombre!"
Al siguiente día llegaron al palacio del León y los tres se inclinaron profundamente ante Su Majestad.
- ¿Cómo os llamáis? - preguntó el Monarca.
El Cerdo se adelantó y dijo:
- Yo soy el Cerdo, Majestad - y sonrió.
- Majestad, eso no es cierto; su verdadero nombre es Mono - dijo el Mono, guiñando maliciosamente un ojo -. Si no lo creéis preguntad a ese caballero de los cuernos si él no ha llamado Mono a ese grasiento animal.
El Buey no podía negar esto. Claro que el Cerdo protestó, pero no le sirvió de nada.
- Si él es el Mono, ¿qué eres tú? - preguntó el Rey.
El Mono se quedó un momento sin saber qué decir.
- Es el señor Buey - dijo el vengativo Buey. Preguntad a ese sucio animal - y señaló al Cerdo -, si ayer no le llamó por ese nombre.
El Cerdo confirmó estas palabras y el Rey tuvo que creer lo que se le decía. Todas las protestas del Mono fueron vanas.
- Y tú cómo te llamas? - inquirió el Monarca, mirando al Buey.
- ¿Yo? - murmuró el Buey, mordiendo una hierba. - No sé...
- Es el Cerdo - replicó éste. - Ese caballero - se volvió hacia el Mono - puede demostrarlo. Hace unos días él mismo realizó ese descubrimiento.
- Sí, es verdad - reconoció el Mono.
- ¡Impostores! - rugió el soberano. - Me estáis dando nombres falsos. Esperad que descubra la verdad y os prometo que os arrepentiréis amargamente de esto.
Llamó al primer Ministro del Reino, el Camello, y sostuvo una larga y secreta conferencia con él a fin de descubrir los verdaderos nombres. Al fin el Camello encogió desdeñosamente sus gibas, porque el problema le parecía muy sencillo.
- Poderoso señor - dijo.- Pronto podréis, saber la verdad. Ofreced un elevado premio a uno de los tres animales. Así, el verdadero se hará conocer.
- Buen consejo - reconoció el León, y llamó ante
él a tres bichos.
- Prestad atención - dijo.- He decidido conceder una elevada recompensa a aquél de vosotros tres que sea el Buey. ¿Quién es?
- Yo. Yo. Yo. - gritaron los tres a un tiempo.
El monarca fue tan inteligente como antes. Llamó a su segundo Ministro, el Lobo, y le pidió su consejo para resolver el difícil problema. El interrogado rió ferozmente y dijo:
- Eso es juego de niños, Majestad. Amenazad con hacer pedazos al Mono y seguramente los otros dos dirán quién es.
El León llamó nuevamente a los tres animales y, asumiendo una fiera actitud, les rugió:
- Decidme enseguida quién es el mono, pues quiero descuartizarlo.
- Éste. Éste. Éste - replicaron a coro, señalándose unos a otros
Así el consejo del Lobo resultó también deficiente, pues no solucionó nada. El Rey se encontró en un verdadero apuro.
Entonces llegó la Zorra, moviendo la cola, y dijo:
- Yo no soy ninguno de vuestros consejeros, Majestad. Tampoco poseo ninguna dignidad oficial. Sin embargo estoy segura de que con mi sentido común lo descubriré todo.
- ¿Cómo piensas conseguirlo? - preguntó el León
La Zorra sonrió astutamente y dijo:
- Preparad una fiesta, Majestad, e invitad a todos vuestros súbditos; colocad a los tres mentirosos a vuestra derecha y a mí a vuestra izquierda.
Enseguida el Rey ordenó que se cumpliera esta orden. Pero antes de ir a la mesa, siguiendo el consejo de la Zorra, ordenó que todos los animales tomaran un baño. La orden fue obedecida. Sólo el Cerdo chilló y se lamentó.
- ¡Tomar un baño! ¡Oh, oh! ¿Y en agua? ¡Es horrible! Prefiero no asistir al banquete. ¡Si al menos se tratase de revolcarme en una pocilga! Pero bañarme en agua ¡nunca!
- ¿Lo veis, Majestad? Ya tenemos a uno. Ése es el cerdo.
Luego todos se sentaron a la mesa del Rey. Enseguida: la Zorra susurró al oído del soberano.
- Echaos la sopa en el vaso y el vino en el plato.
Aunque esta demanda extrañó mucho al León, siguió el consejo de la Zorra. En cuanto el Mono vio que el Rey hacía eso le imitó rápidamente, pues creyó que tal era la costumbre en la alta sociedad.
- Ya tenemos al segundo, poderoso monarca - susurró la Zorra. - Ése es el Mono. Y pronto tendremos también al tercero. Dejadme hacer.
Cuando la comida estaba ya casi terminada, la Zorra se levantó, golpeó su copa y enseguida se hizo el silencio.
- Mis queridos compañeros: en honor de nuestro querido monarca, propongo una adivinanza. ¿Cuál es el animal valiente, generoso, de piel amarillenta, cuatro patas, mucha fuerza y el más noble de todos nosotros?
Todos los animales a una se levantaron y saludaron profundamente al León, que ocupaba la cabecera de la mesa. Sólo el Buey no se dio cuenta de ese movimiento unánime pues trataba de descubrir qué animal era el del acertijo. Hacía ya rato que todos los demás se habían sentado cuando de pronto la cara del Buey se iluminó de alegría, se puso en pie y mugió:
- ¡Ya lo tengo, ya lo tengo!
- ¿Qué es lo que tienes? - preguntaron, asombrados, los comensales.
- Pues al noble animal de piel amarilla a quien se refirió la Zorra. ¡Soy yo, desde luego!
Todos se echaron a reír a carcajadas, y la Zorra le dijo al León:
- Ya tenemos también al tercero. Ese torpe animal no puede ser otro que el Buey.
Entonces el Rey hizo que los tres desenmascarados mentirosos compareciesen ante él y les dijo:
- ¡Qué estúpidos sois! Aunque habéis intentado disfrazaros, vuestras características personales os han descubierto. Apartaos de mi vista y no comparezcáis jamás por mi palacio. Los mentirosos como vosotros no merecen ser animales libres. Viviréis entre los hombres y seréis eternamente sus esclavos. Y tú, astuta Zorra, serás mi consejero privado.
- Oye, cerdo, ¿no te da vergüenza comer esa porquería? - preguntó el Mono.
El Buey se enfadó mucho al oírse llamar Cerdo, y con una de las patas delanteras le pegó tal golpe al mono que lo hizo salir volando. Pero el Cerdo aún se enfureció más, pues su nombre había sido utilizado como un insulto.
"Me acordaré siempre de esto", pensó, aunque sin pronunciar ni una sola palabra.
Después de reconciliarse, los tres animales prosiguieron su camino. Al segundo día encontraron algunas almendras amargas que habían caído de un almendro cercano a la carretera.
- ¿Qué es esto? - preguntó el Buey.
- Son cocos como los que hay en mi país; pero nunca los había visto tan pequeños. Con todos ellos apenas podría hacerse una comida - contestó el Mono.
El Cerdo ech6se a reír, teniendo que apretarse los costados para no quebrarse. Había llegado la hora de su venganza.
- Eso son almendras amargas - dijo. - ¿No lo comprendes, estúpido buey?
El Mono se puso furioso ante el insulto y tiró al Cerdo de la cola, haciéndole gruñir de dolor.
El Buey, enfurecido a su vez porque su nombre era utilizado como insulto no dijo nada, pero aguardó pacientemente a que llegara su momento, que no tardó mucho.
A la caída de la tarde del tercer día, los tres compañeros se tendieron a dormir. El Mono subió a un árbol, el Buey se echó al pie del mismo y el Cerdo se acurrucó junto a él. Pero el suelo era muy duro, y cuando el Buey descubrió a poca distancia un lecho de hierba se levantó, prefiriendo dormir en un sitio más blando. El Cerdo le siguió y nuevamente tumbóse a su lado, a pesar de que la cama era muy reducida. El Buey se enfadó y dijo:
- ¿Es que has de imitar todo cuanto yo hago, mono del diablo?
- ¿Qué? - gruñó el Cerdo. - No vuelvas a decir eso. Yo no soy un mono.
Y muy enfadado mordió al Buey en una oreja, haciéndole mugir enfurecido.
El Mono, desde lo alto del árbol, pensó:
"¡Ya os haré pagar el que utilicéis así mi nombre!"
Al siguiente día llegaron al palacio del León y los tres se inclinaron profundamente ante Su Majestad.
- ¿Cómo os llamáis? - preguntó el Monarca.
El Cerdo se adelantó y dijo:
- Yo soy el Cerdo, Majestad - y sonrió.
- Majestad, eso no es cierto; su verdadero nombre es Mono - dijo el Mono, guiñando maliciosamente un ojo -. Si no lo creéis preguntad a ese caballero de los cuernos si él no ha llamado Mono a ese grasiento animal.
El Buey no podía negar esto. Claro que el Cerdo protestó, pero no le sirvió de nada.
- Si él es el Mono, ¿qué eres tú? - preguntó el Rey.
El Mono se quedó un momento sin saber qué decir.
- Es el señor Buey - dijo el vengativo Buey. Preguntad a ese sucio animal - y señaló al Cerdo -, si ayer no le llamó por ese nombre.
El Cerdo confirmó estas palabras y el Rey tuvo que creer lo que se le decía. Todas las protestas del Mono fueron vanas.
- Y tú cómo te llamas? - inquirió el Monarca, mirando al Buey.
- ¿Yo? - murmuró el Buey, mordiendo una hierba. - No sé...
- Es el Cerdo - replicó éste. - Ese caballero - se volvió hacia el Mono - puede demostrarlo. Hace unos días él mismo realizó ese descubrimiento.
- Sí, es verdad - reconoció el Mono.
- ¡Impostores! - rugió el soberano. - Me estáis dando nombres falsos. Esperad que descubra la verdad y os prometo que os arrepentiréis amargamente de esto.
Llamó al primer Ministro del Reino, el Camello, y sostuvo una larga y secreta conferencia con él a fin de descubrir los verdaderos nombres. Al fin el Camello encogió desdeñosamente sus gibas, porque el problema le parecía muy sencillo.
- Poderoso señor - dijo.- Pronto podréis, saber la verdad. Ofreced un elevado premio a uno de los tres animales. Así, el verdadero se hará conocer.
- Buen consejo - reconoció el León, y llamó ante
él a tres bichos.
- Prestad atención - dijo.- He decidido conceder una elevada recompensa a aquél de vosotros tres que sea el Buey. ¿Quién es?
- Yo. Yo. Yo. - gritaron los tres a un tiempo.
El monarca fue tan inteligente como antes. Llamó a su segundo Ministro, el Lobo, y le pidió su consejo para resolver el difícil problema. El interrogado rió ferozmente y dijo:
- Eso es juego de niños, Majestad. Amenazad con hacer pedazos al Mono y seguramente los otros dos dirán quién es.
El León llamó nuevamente a los tres animales y, asumiendo una fiera actitud, les rugió:
- Decidme enseguida quién es el mono, pues quiero descuartizarlo.
- Éste. Éste. Éste - replicaron a coro, señalándose unos a otros
Así el consejo del Lobo resultó también deficiente, pues no solucionó nada. El Rey se encontró en un verdadero apuro.
Entonces llegó la Zorra, moviendo la cola, y dijo:
- Yo no soy ninguno de vuestros consejeros, Majestad. Tampoco poseo ninguna dignidad oficial. Sin embargo estoy segura de que con mi sentido común lo descubriré todo.
- ¿Cómo piensas conseguirlo? - preguntó el León
La Zorra sonrió astutamente y dijo:
- Preparad una fiesta, Majestad, e invitad a todos vuestros súbditos; colocad a los tres mentirosos a vuestra derecha y a mí a vuestra izquierda.
Enseguida el Rey ordenó que se cumpliera esta orden. Pero antes de ir a la mesa, siguiendo el consejo de la Zorra, ordenó que todos los animales tomaran un baño. La orden fue obedecida. Sólo el Cerdo chilló y se lamentó.
- ¡Tomar un baño! ¡Oh, oh! ¿Y en agua? ¡Es horrible! Prefiero no asistir al banquete. ¡Si al menos se tratase de revolcarme en una pocilga! Pero bañarme en agua ¡nunca!
- ¿Lo veis, Majestad? Ya tenemos a uno. Ése es el cerdo.
Luego todos se sentaron a la mesa del Rey. Enseguida: la Zorra susurró al oído del soberano.
- Echaos la sopa en el vaso y el vino en el plato.
Aunque esta demanda extrañó mucho al León, siguió el consejo de la Zorra. En cuanto el Mono vio que el Rey hacía eso le imitó rápidamente, pues creyó que tal era la costumbre en la alta sociedad.
- Ya tenemos al segundo, poderoso monarca - susurró la Zorra. - Ése es el Mono. Y pronto tendremos también al tercero. Dejadme hacer.
Cuando la comida estaba ya casi terminada, la Zorra se levantó, golpeó su copa y enseguida se hizo el silencio.
- Mis queridos compañeros: en honor de nuestro querido monarca, propongo una adivinanza. ¿Cuál es el animal valiente, generoso, de piel amarillenta, cuatro patas, mucha fuerza y el más noble de todos nosotros?
Todos los animales a una se levantaron y saludaron profundamente al León, que ocupaba la cabecera de la mesa. Sólo el Buey no se dio cuenta de ese movimiento unánime pues trataba de descubrir qué animal era el del acertijo. Hacía ya rato que todos los demás se habían sentado cuando de pronto la cara del Buey se iluminó de alegría, se puso en pie y mugió:
- ¡Ya lo tengo, ya lo tengo!
- ¿Qué es lo que tienes? - preguntaron, asombrados, los comensales.
- Pues al noble animal de piel amarilla a quien se refirió la Zorra. ¡Soy yo, desde luego!
Todos se echaron a reír a carcajadas, y la Zorra le dijo al León:
- Ya tenemos también al tercero. Ese torpe animal no puede ser otro que el Buey.
Entonces el Rey hizo que los tres desenmascarados mentirosos compareciesen ante él y les dijo:
- ¡Qué estúpidos sois! Aunque habéis intentado disfrazaros, vuestras características personales os han descubierto. Apartaos de mi vista y no comparezcáis jamás por mi palacio. Los mentirosos como vosotros no merecen ser animales libres. Viviréis entre los hombres y seréis eternamente sus esclavos. Y tú, astuta Zorra, serás mi consejero privado.
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