Un conejito que pasaba siempre mucha hambre se metía casi todas las noches en un huerto, donde crecían las mejores coles de todo el lugar. Cada vez que entraba allí arrancaba una col y, llevándosela a su casa, se la comía muy satisfecho.
Al fin, las coles decidieron que aquello era ya demasiado y se dispusieron a no seguir tolerándolo. Celebraron un gran consejo y convinieron capturar al ladrón y castigarlo severamente. Aquella que le detuviese sería nombrada reina del pueblo de las coles.
A primera hora de la mañana se reunieron todas y se dirigieron cautelosamente al bosque donde vivía el conejito. Rodearon la arboleda de manera que ni un ratón se hubiera podido escapar sin ser descubierto por ellas. El conejito se dio cuenta de que no había huida posible y decidió utilizar la astucia. Cogió una aguja e hilo y se cosió al cuello las orejas. Luego reunió todas las hojas que pudo y se cubrió el cuerpo con ellas. Luego, valientemente, saltó como una rana sobre las coles.
- ¿Quién eres? - preguntaron éstas al conejo.
- ¿No me conocéis, estúpidas coles? Soy la gran rana que pronostica el tiempo.
- ¿Y qué día hará hoy?
- Hoy lucirá el sol y hará calor.
- Por favor, querida rana, haz que llueva y sople viento. Así el malvado conejito tendrá que salir del bosque y podremos cazarle.
- Lo siento, pero hoy no puede ser. El tiempo está ya seco y casi cocido; pero mañana, señoras mías, le añadiré más agua, lo haré más ligero y no dejaré que se cueza del todo. Así tendrán lluvia.
Esto, como es natural, agradó mucho a las coles, que dieron, por anticipado, infinitas gracias al conejito. Éste soltó una risita y escapó fuera del bosque. No pasó mucho tiempo sin que las coles se dieran cuenta de que habían sido víctimas de una burla. Rabiosas, corrieron tras el conejo y lo alcanzaron en pleno campo, mientras se disponía a echar la siesta.
Cuando el conejito se vio rodeado de enemigos que avanzaban sobre él sin dejarle posibilidad de salvarse, tendióse en el suelo cuán largo era, como si estuviera muerto. Antes había recogido una piedrecita gris y la colocó sobre su estómago. Las coles se aproximaron y olfatearon por todos lados al conejito.
- ¿Estás verdaderamente muerto? - preguntó una de ellas.
- Ya lo creo - susurró el conejo .- El malvado cazador me hirió de un tiro. Aún puede verse la bala que me quitó la vida. - Y señaló el guijarro.
Al oír esto las coles se pusieron muy contentas de que el conejito hubiera muerto y enseguida regresaron a su jardín. Aquella noche, el conejo robó la más hermosa de todas las coles y la devoró con gran alegría.
Los coles se enfadaron aún más que antes y partieron de nuevo a capturar al conejito, a quien encontraron sentado al pie de un árbol. Al verlas, el animalillo encaramóse presuroso al árbol y se escondió entre las ramas. Pero las coles ya le habían visto
- Baja enseguida o iremos a buscar una escopeta y subiremos a detenerte.
Pero el conejillo replicó:
- Yo no soy el conejo que buscáis. Él no vive en los árboles. Yo no soy más que la inofensiva ardilla, que nunca os ha causado ningún daño.
Esta vez las coles no quisieron dejarse engañar.
- Baja y veremos si realmente eres la ardilla.
El conejo descendió y al momento se vio rodeado por las coles. Una de ellas apareció con una avellana.
- ¡Rompe la cáscara! - ordenaron todas a una.
El conejo se puso pálido de miedo. Metióse la avellana en la boca y apretó con todas sus fuerzas, pero no pudo romperla por la sencilla razón de que no tenía dientes de ardilla.
Entonces las coles se rieron mucho de él y movieron sus grandes cabezas. Ataron las manos y las patas del animalito y se lo llevaron para juzgarlo. No tardaron en decidir que el conejo debía morir para purgar sus crímenes. Entonces el conejito empezó a llorar a lágrima viva y se dispuso a dejar este mundo. Pero antes pidió un favor a las coles.
- Una vez - dijo - vi en un huerto una col que se tenía sobre la cabeza en vez de hacerlo sobre los pies; ha sido la col más lista que he visto en toda mi vida. Estoy seguro de que vosotras, señoras coles, podréis hacer fácilmente lo mismo. Me gustaría ver una vez más ese maravilloso espectáculo; luego moriría satisfecho.
Las coles empezaron a probar a tenerse derechas sobre la cabeza, pero cada vez perdían el equilibrio y rodaban por el suelo. Sus tumbos eran tan cómicos que el conejo, a pesar de lo triste de su situación, se reía a mandíbula batiente ... Al fin las coles se enfadaron y se pusieron muy rojas gritando al fin:
- Eso de tenerse sobre la cabeza es imposible; nadie en el mundo puede hacerlo.
- Si lo hacéis así claro que no - replicó el conejo, - pero aquella col inclinaba primero la cabeza hasta el suelo, echaba luego una pierna hacia arriba y luego la otra. Si me libráis un momento de mis cadenas os demostraré cómo se hace.
- Está bien - replicaron las coles, - pero si no lo consigues tendrás que morir dos veces.
El conejito mostróse conforme y le desataron. En cuanto se vio libre apoyó las cuatro patas en el suelo, se contrajo un poco, echó la cabeza adelante y de pronto dio un gran salto y echó a correr. Las coles se miraron unas a otras, llenas de asombro, y comprendieron que nuevamente se habían dejado engañar.
Pero no pasó mucho tiempo sin que volvieran a capturar al conejo. Para ello abrieron un hoyo en el suelo, lo taparon con ramitas y hojas, y cuando el bicho fue a robar, cayó dentro de él y no pudo salir. Después las coles le ataron una cuerda a la cintura y lo sacaron de la trampa. Esta vez no se les escaparía.
- Mis queridas señoras - gimió el conejito. - Ahora sí que tengo verdaderamente un último deseo. Me he educado en la religión católica y antes de morir quisiera confesar mis pecados a un sacerdote.
- ¡De ninguna manera! - gritaron las coles. Hoy no nos engañas. Serás conducido inmediatamente al jardín y allí se te fusilará.
Al momento todos las coles se dirigieron hacia el sitio indicado, arrastrando al conejito. Éste las siguió humildemente y hasta parecía feliz, pues por el camino iba cantando:
"¡Tira, tira, no me matarás!
¡Viva, viva, no me herirás!
En cambio, sí feneciera,
Si de una horca yo pendiera".
Al oírle las coles exclamaron:
- ¿Ah, sí? De manera que las balas no te harán
nada ¿eh? ¡Pues serás ahorcado! ¿Qué dices a esto?
El conejo se echó a llorar y gemir.
- ¡Vergüenza, vergüenza, cobarde conejo! - exclamaron las coles. - ¿Crees que hay derecho a dar un espectáculo así, sólo porque vamos a ahorcarte? - Y siguieron repitiendo: - ¡Vergüenza, vergüenza!
Entonces el conejillo dijo entre sus lágrimas:
- No lloro por mí, sino por vosotras. Una vez me profetizó una gitana que todo el que me mirase mientras me ahorcaran se volvería ciego de miedo, y por eso me dais tanta pena.
Las coles se movieron muy inquietas.
- No importa - dijo al fin una de las más viejas.-Nos taparemos los ojos y así no veremos como mueres ahorcado.
Al oír esta solución, todas las demás coles, locas de alegría, besaron a la que había hablado. Luego recogieron hojas verdes y hierbas y se taparon con ellas los ojos. Entretanto habían llegado ya al árbol del que debían ahorcar al conejito. Pero como llevaban los ojos tapados no podían ver al astuto pecador.
- ¡Dios mío, qué miedo tengo! - exclamaba éste.
- ¿Estás preparado? - preguntaron los coles.
- ¡Sí! - gritó el conejo. Y enseguida cogió un tronco que se hallaba en el suelo, se quitó el nudo corredizo del cuello y colgó de él el tronco.
- ¡Va! - gritó la vieja col. Y todas a una tiraron de la cuerda de la que pendía el tronco aquél. Y mientras tanto el conejito se alejó silenciosamente.
Cuando, al cabo de un largo rato, las coles supusieron que el criminal ya había muerto, se destaparon los ojos. Cuando vieron el tronco que colgaba de la cuerda fueron dominadas por la rabia, pues se dieron cuenta de que el astuto conejito se había vuelto a burlar de ellas. Solemnemente juraron que la próxima vez, ocurriese lo que ocurriera, no se les escaparía.
Al poco rato descubrieron al ladrón, que sentado en la ventana de su casa, merendaba tranquilamente.
- Buenas tardes, señoras coles - les dijo. - ¿Ya vienen de celebrar la ejecución? ¿Fue agradable? ¿Se emocionaron mucho?
- ¡Espera y verás, malvado! - replicaron todas a una. - Esta vez no te burlarás de nosotras.
- Lamento mucho no poder abrir la puerta para invitaros a merendar - replicó, burlón, el conejo. - He perdido la llave. Y ahora, adiós. Me voy a la cama, a descansar un poco de tanta ejecución.
Y se metió en el interior de su domicilio.
Las coles estaban indignadas. Colocaron centinelas en todos los puntos estratégicos, pues estaban dispuestas a coger al conejo... Alguna vez tendría que salir de su casa si no quería morir de hambre. Después de esperar pacientemente durante varias horas, se abrió de nuevo el balcón y el conejito salió cubierto con una bata y un gorro de dormir y fumando una larga pipa. Sentóse en una silla y observó, sonriente, a las coles reunidas abajo. La ira que las pobres sentían, las hizo ponerse amarillentas.
De súbito, el conejo se puso en pie de un salto y miró a lo lejos, como si estuviera viendo algo muy interesante. Luego se quitó el gorro de dormir y exclamó:
- ¡Buenos días, señor Hortelano! ¿Qué desea usted? ¿Cómo? No le entiendo. ¡Ah, sí! ¿Dice que quiere coles para la mesa de su señor? Muy bien, venga hacia aquí y encontrará todas las que necesite. Podrá elegir las que más le gusten, pues las hay hermosísimas.
Apenas las coles hubieron oído esto, cuando echaron a correr con todas sus fuerzas para regresar a su huerto. Y el conejo, al verlas marchar de una manera tan ridícula, tropezando unas con otras y cayéndose al suelo, rompió en estrepitosas carcajadas.
Cuando las coles llegaron, sin aliento, a su casa, resolvieron que, en adelante, dejarían en paz al astuto conejo, que en tantas ocasiones habíase burlado de ellas.
Al fin, las coles decidieron que aquello era ya demasiado y se dispusieron a no seguir tolerándolo. Celebraron un gran consejo y convinieron capturar al ladrón y castigarlo severamente. Aquella que le detuviese sería nombrada reina del pueblo de las coles.
A primera hora de la mañana se reunieron todas y se dirigieron cautelosamente al bosque donde vivía el conejito. Rodearon la arboleda de manera que ni un ratón se hubiera podido escapar sin ser descubierto por ellas. El conejito se dio cuenta de que no había huida posible y decidió utilizar la astucia. Cogió una aguja e hilo y se cosió al cuello las orejas. Luego reunió todas las hojas que pudo y se cubrió el cuerpo con ellas. Luego, valientemente, saltó como una rana sobre las coles.
- ¿Quién eres? - preguntaron éstas al conejo.
- ¿No me conocéis, estúpidas coles? Soy la gran rana que pronostica el tiempo.
- ¿Y qué día hará hoy?
- Hoy lucirá el sol y hará calor.
- Por favor, querida rana, haz que llueva y sople viento. Así el malvado conejito tendrá que salir del bosque y podremos cazarle.
- Lo siento, pero hoy no puede ser. El tiempo está ya seco y casi cocido; pero mañana, señoras mías, le añadiré más agua, lo haré más ligero y no dejaré que se cueza del todo. Así tendrán lluvia.
Esto, como es natural, agradó mucho a las coles, que dieron, por anticipado, infinitas gracias al conejito. Éste soltó una risita y escapó fuera del bosque. No pasó mucho tiempo sin que las coles se dieran cuenta de que habían sido víctimas de una burla. Rabiosas, corrieron tras el conejo y lo alcanzaron en pleno campo, mientras se disponía a echar la siesta.
Cuando el conejito se vio rodeado de enemigos que avanzaban sobre él sin dejarle posibilidad de salvarse, tendióse en el suelo cuán largo era, como si estuviera muerto. Antes había recogido una piedrecita gris y la colocó sobre su estómago. Las coles se aproximaron y olfatearon por todos lados al conejito.
- ¿Estás verdaderamente muerto? - preguntó una de ellas.
- Ya lo creo - susurró el conejo .- El malvado cazador me hirió de un tiro. Aún puede verse la bala que me quitó la vida. - Y señaló el guijarro.
Al oír esto las coles se pusieron muy contentas de que el conejito hubiera muerto y enseguida regresaron a su jardín. Aquella noche, el conejo robó la más hermosa de todas las coles y la devoró con gran alegría.
Los coles se enfadaron aún más que antes y partieron de nuevo a capturar al conejito, a quien encontraron sentado al pie de un árbol. Al verlas, el animalillo encaramóse presuroso al árbol y se escondió entre las ramas. Pero las coles ya le habían visto
- Baja enseguida o iremos a buscar una escopeta y subiremos a detenerte.
Pero el conejillo replicó:
- Yo no soy el conejo que buscáis. Él no vive en los árboles. Yo no soy más que la inofensiva ardilla, que nunca os ha causado ningún daño.
Esta vez las coles no quisieron dejarse engañar.
- Baja y veremos si realmente eres la ardilla.
El conejo descendió y al momento se vio rodeado por las coles. Una de ellas apareció con una avellana.
- ¡Rompe la cáscara! - ordenaron todas a una.
El conejo se puso pálido de miedo. Metióse la avellana en la boca y apretó con todas sus fuerzas, pero no pudo romperla por la sencilla razón de que no tenía dientes de ardilla.
Entonces las coles se rieron mucho de él y movieron sus grandes cabezas. Ataron las manos y las patas del animalito y se lo llevaron para juzgarlo. No tardaron en decidir que el conejo debía morir para purgar sus crímenes. Entonces el conejito empezó a llorar a lágrima viva y se dispuso a dejar este mundo. Pero antes pidió un favor a las coles.
- Una vez - dijo - vi en un huerto una col que se tenía sobre la cabeza en vez de hacerlo sobre los pies; ha sido la col más lista que he visto en toda mi vida. Estoy seguro de que vosotras, señoras coles, podréis hacer fácilmente lo mismo. Me gustaría ver una vez más ese maravilloso espectáculo; luego moriría satisfecho.
Las coles empezaron a probar a tenerse derechas sobre la cabeza, pero cada vez perdían el equilibrio y rodaban por el suelo. Sus tumbos eran tan cómicos que el conejo, a pesar de lo triste de su situación, se reía a mandíbula batiente ... Al fin las coles se enfadaron y se pusieron muy rojas gritando al fin:
- Eso de tenerse sobre la cabeza es imposible; nadie en el mundo puede hacerlo.
- Si lo hacéis así claro que no - replicó el conejo, - pero aquella col inclinaba primero la cabeza hasta el suelo, echaba luego una pierna hacia arriba y luego la otra. Si me libráis un momento de mis cadenas os demostraré cómo se hace.
- Está bien - replicaron las coles, - pero si no lo consigues tendrás que morir dos veces.
El conejito mostróse conforme y le desataron. En cuanto se vio libre apoyó las cuatro patas en el suelo, se contrajo un poco, echó la cabeza adelante y de pronto dio un gran salto y echó a correr. Las coles se miraron unas a otras, llenas de asombro, y comprendieron que nuevamente se habían dejado engañar.
Pero no pasó mucho tiempo sin que volvieran a capturar al conejo. Para ello abrieron un hoyo en el suelo, lo taparon con ramitas y hojas, y cuando el bicho fue a robar, cayó dentro de él y no pudo salir. Después las coles le ataron una cuerda a la cintura y lo sacaron de la trampa. Esta vez no se les escaparía.
- Mis queridas señoras - gimió el conejito. - Ahora sí que tengo verdaderamente un último deseo. Me he educado en la religión católica y antes de morir quisiera confesar mis pecados a un sacerdote.
- ¡De ninguna manera! - gritaron las coles. Hoy no nos engañas. Serás conducido inmediatamente al jardín y allí se te fusilará.
Al momento todos las coles se dirigieron hacia el sitio indicado, arrastrando al conejito. Éste las siguió humildemente y hasta parecía feliz, pues por el camino iba cantando:
"¡Tira, tira, no me matarás!
¡Viva, viva, no me herirás!
En cambio, sí feneciera,
Si de una horca yo pendiera".
Al oírle las coles exclamaron:
- ¿Ah, sí? De manera que las balas no te harán
nada ¿eh? ¡Pues serás ahorcado! ¿Qué dices a esto?
El conejo se echó a llorar y gemir.
- ¡Vergüenza, vergüenza, cobarde conejo! - exclamaron las coles. - ¿Crees que hay derecho a dar un espectáculo así, sólo porque vamos a ahorcarte? - Y siguieron repitiendo: - ¡Vergüenza, vergüenza!
Entonces el conejillo dijo entre sus lágrimas:
- No lloro por mí, sino por vosotras. Una vez me profetizó una gitana que todo el que me mirase mientras me ahorcaran se volvería ciego de miedo, y por eso me dais tanta pena.
Las coles se movieron muy inquietas.
- No importa - dijo al fin una de las más viejas.-Nos taparemos los ojos y así no veremos como mueres ahorcado.
Al oír esta solución, todas las demás coles, locas de alegría, besaron a la que había hablado. Luego recogieron hojas verdes y hierbas y se taparon con ellas los ojos. Entretanto habían llegado ya al árbol del que debían ahorcar al conejito. Pero como llevaban los ojos tapados no podían ver al astuto pecador.
- ¡Dios mío, qué miedo tengo! - exclamaba éste.
- ¿Estás preparado? - preguntaron los coles.
- ¡Sí! - gritó el conejo. Y enseguida cogió un tronco que se hallaba en el suelo, se quitó el nudo corredizo del cuello y colgó de él el tronco.
- ¡Va! - gritó la vieja col. Y todas a una tiraron de la cuerda de la que pendía el tronco aquél. Y mientras tanto el conejito se alejó silenciosamente.
Cuando, al cabo de un largo rato, las coles supusieron que el criminal ya había muerto, se destaparon los ojos. Cuando vieron el tronco que colgaba de la cuerda fueron dominadas por la rabia, pues se dieron cuenta de que el astuto conejito se había vuelto a burlar de ellas. Solemnemente juraron que la próxima vez, ocurriese lo que ocurriera, no se les escaparía.
Al poco rato descubrieron al ladrón, que sentado en la ventana de su casa, merendaba tranquilamente.
- Buenas tardes, señoras coles - les dijo. - ¿Ya vienen de celebrar la ejecución? ¿Fue agradable? ¿Se emocionaron mucho?
- ¡Espera y verás, malvado! - replicaron todas a una. - Esta vez no te burlarás de nosotras.
- Lamento mucho no poder abrir la puerta para invitaros a merendar - replicó, burlón, el conejo. - He perdido la llave. Y ahora, adiós. Me voy a la cama, a descansar un poco de tanta ejecución.
Y se metió en el interior de su domicilio.
Las coles estaban indignadas. Colocaron centinelas en todos los puntos estratégicos, pues estaban dispuestas a coger al conejo... Alguna vez tendría que salir de su casa si no quería morir de hambre. Después de esperar pacientemente durante varias horas, se abrió de nuevo el balcón y el conejito salió cubierto con una bata y un gorro de dormir y fumando una larga pipa. Sentóse en una silla y observó, sonriente, a las coles reunidas abajo. La ira que las pobres sentían, las hizo ponerse amarillentas.
De súbito, el conejo se puso en pie de un salto y miró a lo lejos, como si estuviera viendo algo muy interesante. Luego se quitó el gorro de dormir y exclamó:
- ¡Buenos días, señor Hortelano! ¿Qué desea usted? ¿Cómo? No le entiendo. ¡Ah, sí! ¿Dice que quiere coles para la mesa de su señor? Muy bien, venga hacia aquí y encontrará todas las que necesite. Podrá elegir las que más le gusten, pues las hay hermosísimas.
Apenas las coles hubieron oído esto, cuando echaron a correr con todas sus fuerzas para regresar a su huerto. Y el conejo, al verlas marchar de una manera tan ridícula, tropezando unas con otras y cayéndose al suelo, rompió en estrepitosas carcajadas.
Cuando las coles llegaron, sin aliento, a su casa, resolvieron que, en adelante, dejarían en paz al astuto conejo, que en tantas ocasiones habíase burlado de ellas.
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