martes, 21 de septiembre de 2010

El aprendiz de mago "cuento aleman"

En una gran isla del Océano Pacífico, viven todos los magos del mundo y desde allí reparten sobre los habitantes de la tierra toda su magia, buena o mala. Entre ellos vivía, hace tiempo, el mago Biallo, que era muy bueno con los hombres. Jamás utilizó sus poderes sobrenaturales para hacer el mal o producir sufrimientos a nadie. Utilizaba su sabiduría sólo para el bien de los seres humanos. Los demás habitantes de la mágica isla, los duendes, enanos y brujas, le odiaban y querían acabar con él. Biallo no les prestaba la menor atención y seguía regalando alegría y bendiciones.
Una tempestuosa noche de invierno, sus enemigos se reunieron en el cráter de un volcán extinguido y decidieron matar a Biallo. Prometieron solemnemente no descansar hasta haber acabado con el bondadoso mago. Un espíritu que servía a Biallo oyó la conspiración y corrió a llevar a su amo el terrible mensaje. Entonces el mago decidió marchar a la tierra de los seres humanos y permanecer allí con ellos. Estaba seguro de que así no podría alcanzarle la venganza de los malos isleños.
En alas de su mágica capa atravesó el Océano. Cuando el murmullo del viento entre los árboles le indicó que estaba sobre tierra seca, descendió y encontróse a la entrada de un bosque. Sacó su caracola mágica y se la llevó al oído. Dentro de ella escuchó un lejano rugido y comprendió enseguida que sus enemigos le perseguían. Entró pues en el bosque, llegando a la cabaña de un pobre carbonero. Entró en ella y pidió cobijo al carbonero, que vivía apaciblemente con su hijo Holgar.
- Si os quedáis en mi cabaña seréis descubierto - dijo el carbonero. - Pero salgamos y os esconderé en la carbonera.
El mago le siguió. El carbonero amontonó troncos y ramas, tal como se hace para preparar el carbón de madera, y dentro escondió a Biallo. El fuego ardía encima de él, pero el mago estaba bien protegido y no se quemó en absoluto. Cuando llegó la banda de hostiles perseguidores registraron la cabaña, pero no encontrara a su odiado enemigo. Y aunque vieron la carbonera, no sospecharon que dentro de ella pudiera encontrarse un ser viviente. Siguieron, pues, su camino, y Biallo se salvó.
Al día siguiente el mago despidióse con cariño de su protector y acarició la rizada cabellera de Holgar, diciendo:
- Cuando crezcas, chiquillo, acude a mí y te pagaré el favor que me ha hecha tu padre. ¿Ves aquella altísima montaña? Allí me instalaré y seguiré haciendo bien a los hombres.
Holgar nunca olvidó esto. En cuanto fue grande y fuerte anunció a su padre que quería ir a visitar al mago.
- ¿Qué le pedirás? - preguntó el carbonero.
- Que me enseñe a ser mago - contestó el joven.
Luego cogió su sombrero y su bastón y se marchó. No tardó en llegar al pie de la montaña. Ascendió por sus laderas y al fin llegó a la entrada de una cueva. Se disponía a llamar, cuando la puerta se abrió por sí sola. Holgar entró en el refugio que estaba amueblado de una manera muy extraña. En el centro veíase una mesa hecha de la vértebra de una ballena, y frente a ella dos sillas fabricadas con colmillos de elefante. En el suelo veíanse frascos y copas de cristal, llenos de líquidos de diversos colores. En un rincón ardía un alegre fuego sobre el que hervía el contenido de negras calderas. En otro rincón, amontonados, había enormes volúmenes, y del techo colgaba una enorme amatista que iluminaba mágicamente la cueva.
El muchacho miró asombrado a su alrededor, y, de pronto, Biallo apareció ante él como salido de la tierra. Su barba era enteramente blanca y su mirada alegre y amistosa.
- Te esperaba, muchacho - dijo. - Dime qué deseas.
- Quisiera aprender el arte de la magia.
El mago se puso muy serio y preguntó:
- ¿Para qué quieres la magia? ¿Para el bien o para el mal? - ¿Deseas poder o felicidad?
El muchacho no vaciló ni un segundo, y con los ojos brillantes, replicó:
- Sólo quiero hacer el bien, querido maestro y hacer feliz a toda la gente.
- ¿Y tú no quieres ser feliz?
Holgar inclinó la cabeza y permaneció callado. Biallo prosiguió:
- Ser feliz y hacer felices a los demás son las aspiraciones mejores del hombre. Pero recuerda que el poder tiene su dulzura, aunque no alegre el corazón. Sígueme, ahora, hijo mío, y podrás escoger tu tristeza o tu alegría.
Le condujo a una habitación próxima, en la que sólo había una tosca mesa de roble. Sobre ella veíanse dos cajitas. Una era de oro y la otra de plata. El mago abrió la de oro y dentro Holgar vio tres pastelitos en forma de corazones, descansando sobre un almohadoncito de terciopelo rojo. En ellos se leían estas palabras: "Riqueza", "Poder", "Grandeza".
Luego el mago abrió la caja de plata y sobre terciopelo azul aparecieron tres pastelillos en forma de corazón, con estas palabras encima de ellos: "Paciencia", "Bondad", "Valor".
Luego el mago volvióse hacia su alumno y le dijo:
- Escoge. Los tres pastelitos de la caja de oro prestan un poder mágico que representa un total dominio sobre los humanos. Si comes el pastelillo de la "Riqueza", conquistarás todos los tesoros del mundo. Podrás transformar en oro y piedras preciosas cuanto toques. El pastelillo del "Poder" te permitirá transformar en animales a los hombres y en hombres a los animales. Y con el de la "Grandeza" podrás ser el más grande de todos. Si escoges la caja de oro, todo el ilimitado mundo de la magia será tuyo.
» En cambio la caja de plata te llevará al final de todos tus deseos, pero el camino es mucho más largo y difícil. También te dará el poder de la magia, pero de una magia más terrena, y te verás ligado a las leyes de la naturaleza. Pero lo que pierdas en poder directo, lo ganarás en felicidad. ¡Escoge!
Holgar no vaciló.
- Si la caja de plata me da el poder de la magia y además la felicidad, la escogeré. No me causan miedo las dificultades y los dolores.
- Tienes razón, hijo mío - sonrió el mago, tendiendo a Holgar la cajita de plata. Nunca lamentarás tu elección.
Siguiendo las indicaciones de Biallo el joven comió los pastelitos. Pronto se sintió invadido por un profundo sueño y al despertar, al cabo de muchas horas, encontróse a la entrada de la cueva, viendo sentado junto a él a su maestro, que le sonreía bondadosamente. El muchacho se puso en pie de un salto.
- Ahora empezaré a utilizar mi magia - dijo.
- ¿Qué deseas? - Preguntó Biallo, muy serio.
Holgar dejó vagar su mirada por la tierra y no vio sino pantanos y terrenos yermos.
- La tierra debe dar frutos - dijo. - De ella debe brotar el trigo y el maíz, y árboles de frutos, y viñas rebosantes de uvas. ¿Tengo poder para hacerlo?
- Desde luego -replicó el viejo. - Recuerda que posees la paciencia.
Inmediatamente el mago sacó picos, azadas y palas, y los dos empezaron a atacar la tierra, destruyendo las malas hierbas. Luego, cuando el suelo estuvo limpio, lo fertilizaron y sembraron semillas. Al poco tiempo empezaron a brotar las plantas y al fin llegó el tiempo de la cosecha. Las espigas, cargadas de fruto, se inclinaban hacia el suelo, y los montes, las viñas con sus grandes racimos, cantaban:

"No nos dejéis ya más colgar;
llegó la hora de ir al lagar
donde con fuerza y con tino
daremos muy dulce vino".

Holgar quedó embelesado ante tan hermoso espectáculo y su corazón se llenó de alegría.
Entonces el viejo mago le preguntó:
- ¿Te das cuenta de los mágicos resultados de nuestra paciencia? ¿Estás satisfecho de tu destreza o deseas seguir haciendo pruebas?
- Me gustaría sacar el oro y la plata de la tierra. ¿Puedo hacerlo?
- Desde luego - replicó Biallo. - Ahora ya sabes que la paciencia puede lograrlo todo.
Y otra vez empezaron a trabajar con los picos y las palas. Holgar descubrió, con asombro, que entre la tierra había pepitas de oro y venas de plata. Pronto las ruedas giraron vertiginosas y las máquinas resonaron en el lugar. Cada vez se hundían más en la tierra, hacia el reino del negro carbón. Transportaban la hulla por medio de vagonetas y carros y luego la llevaban a la ciudad. Su cueva apenas podía contener todas las riquezas que ganaban. Cuando terminó el año, Holgar vióse rodeado de oro y plata, vestidos lujosos y toda clase de bienes.
- Todo esto es el mágico resultado de la paciencia - dijo su maestro. - Ella te lo ha dado.
Entonces el alumno se levantó y dijo:
- Hasta ahora he utilizado la magia para mi propio beneficio, pero me hace el efecto de que me falta el verdadero valor de la existencia. Me gustaría que otros se aprovechasen del poder. ¿Puedo transformar a los seres humanos?
- En efecto. La bondad te lo permite. Ve, hijo mío, y transforma los pobres en ricos, y haz dichosos a los desgraciados.
Cargado de oro, Holgar partió hacia el país de los hombres y derramó pródigamente sus riquezas. Entonces el mundo pareció transformarse. Los que hasta entonces habían caminado abatidos por el dolor, levantaron la cabeza y sonrieron a la felicidad. Otros cuyos rostros habían sido desfigurados por las arrugas, tenían una expresión de gran dicha. Todos irradiaban un resplandor que los transformaba por completo. Pero Holgar no estaba satisfecho. Vio que sus tesoros no causaban bien a los enfermos, pues no podían curarlos.
Con los ojos bañados en lágrimas regresó junto a Biallo.
- ¿Es que mi poder mágico no va más allá? ­ se lamentó. - Temo haber elegido mal.
Pero el viejo sonrió bondadosamente.
- La bondad tiene mucha más fuerza de lo que tú imaginas. Hay que saber utilizarla.
Condujo al joven al bosque y a los prados y le enseñó las hierbas y las plantas, en las cuales había substancias curativas. Holgar encerróse noche y día en su cuarto y estudió allí el poder y los efectos de los plantas. A veces su entusiasmo moría y todo parecía a punto de venirse abajo; pero luego la bondad recobraba su fuerza y le animaba a continuar sus estudios. Una vez su trabajo hubo terminado regresó entre los hombres y les dio sus composiciones y medicinas. Los enfermos se pusieron buenos y los inválidos volvieron a moverse. Los débiles recobraron sus fuerzas y la felicidad reinó en la tierra.
Holgar vióse envuelto en las bendiciones que brotaban de los labios de aquellos que se ponían buenos, pero los sufrimientos de la humanidad no se terminaban. Alrededor de la ciudad donde vivía Holgar había espesos bosques que albergaban terribles tigres, leones, osos y lobos. Continuamente atacaban a la gente y la destrozaban. Por lo tanto seguía existiendo el dolor.
De nuevo corrió Holgar junto a su maestro.
- ¿Puede la magia permitirme destruir los animales salvajes? - preguntó.
- Desde luego - replicó Biallo. - Recuerda que posees el valor. Esto te dará un poder sobrenatural. Acompáñame a la herrería. Allí haremos una fuerte espada y una afilada lanza para el ataque, una cota de mallas y un brillante escudo de afiladas puntas para la defensa. Con eso podrás librar a los hombres de sus enemigos.
Pronto la herrería retembló bajo los martillazos, el rugido de las llamas y el silbido del acero al ser sumergido en el agua.
Hermoso como un Dios, el armado joven marchó al bosque, contra sus terribles adversarios, y propagó el terror y el espanto entre ellos. La verde tierra se manchó con la sangre de las bestias sacrificadas. Holgar luchaba con los animales en los claros y luego los perseguía por entre los árboles, hasta sus remotas madrigueras.
Antes de que el verano hubiese terminado, había perecido el último enemigo y los hombres pudieron respirar tranquilos. Cuando le aclamaban como su héroe y salvador, sentíase dominado por la felicidad. Lágrimas de alegría brotaban de sus ojos y se quedaba sin saber que decir. Tuvo que utilizar las dos manos para apartar a la muchedumbre que le aclamaba y que casi le aplastaba de entusiasmo.
De pronto sonó un clarín y la gente abrió paso a un jinete que se dirigía hacia donde estaba Holgar. Cuando llegó junto a él saltó al suelo e, inclinándose, dijo:
- Soy heraldo de nuestro amado Rey. Se ha enterado de tus bondades y me envía a que te exprese su gratitud. Al mismo tiempo pide de ti un servicio que ningún mortal ha sido aún capaz de realizar. Su hermosa hija, la Princesa Amarinta, fue raptada por el terrible gigante Gorgo, y nadie ha podido libertarla. Los más nobles caballeros fueron a luchar contra el monstruo, pero cuando se vieron frente al terrible ser, les abandonó el valor y el gigante los destrozó con su puño de hierro. Pero tú, bienhechor y salvador de la tierra, amigo y favorito de los hombres, puedes triunfar... Libera a la hermosa Princesa, y su mano y el trono del Rey serán tuyos.
- Si el valor puede realizar eso, creo que tendré éxito - replicó valientemente Holgar. -Abridme paso, buena gente, marcharé enseguida a la guarida del que se ha apoderado de nuestra Princesa.
Respetuosamente todos se echaron atrás y Holgar partió con paso firme y ojos brillantes.
Cuando llegó a la entrada de la formidable fortaleza, golpeó la puerta con la empuñadura de su espada y desafió al gigante. No tardó en aparecer en el umbral una figura a cuya vista cualquier hombre se hubiese quedado inmóvil de terror. Pero Holgar estaba lleno de valentía y miró al monstruo que, cual una torre, se erguía ante él. Sus puños y pies eran de hierro; y en la cabeza, que era tan grande como una máquina de tren, crecía un bosque de cabellos, cada una de los cuales era del grosor de un alambre. En medio de la frente tenía un solo ojo tan grande como el reloj de una torre.
Con estrepitosa y despreciativa sonrisa y con voz de trueno, el gigante exclamó:
- ¡Jo, jo, jo! Otro de esos hombrecitos que quiere robarme la novia. Ven, haré contigo lo que hice con los otros.
Diciendo esto arrancó de cuajo un roble que tenía mil años y se lo tiró a Holgar. Si éste no hubiera saltado a un lado, hubiese quedado convertido en pasta. Pero en cambio sólo rozó su lanza, que cayó hecha pedazos al suelo. Cuando el gigante vio que había fallado el golpe se sintió dominado por una terrible furia. Alargó la mano de hierro para agarrar a su enemigo, y el joven le golpeó con su espada, que saltó hecha pedazos. Holgar se encontró, pues, desarmado frente al terrible gigante, pero no por ello pensó escapar. Lleno de valor adelantóse hacia el monstruo, que enseguida le agarró con su mano de hierro.
- ¡Jo, jo! - rió el gigante. - ¡Ya te tengo, hombrecito! Debiera hacerte polvo. Pero como te has defendido tan bien y no has perdido el valor, puedes respirar unos minutos más. Te enseñaré a mi novia. Luego prepárate para perder la vida.
Su puño golpeó la puerta como un trueno. En el balcón apareció una joven vestida de negro. Era la más bella que Holgar había visto jamás. Al fijarse en el prisionero del gigante, sus azules ojos se llenaron de lágrimas.
Ante la maravillosa belleza de la joven, Holgar sintióse invadido por un nuevo valor. Con rapidez se revolvió contra el gigante y, con toda su fuerza clavó la punta de su escudo en el único ojo del monstruo.
Un grito tan terrible que interrumpió el vuelo de los pájaros y los pasos de los animales de la selva y hasta incluso hizo temblar a los árboles, brotó de los labios del horrible ser. Holgar cayó al suelo, junto a su adversario, que se retorcía de dolor. Enseguida, el joven levantó una pesada piedra y la dejó caer sobre la cabeza de su enemigo. Oyóse como se rompían todos los huesos y luego ya no se percibió ningún ruido. La vida de crímenes y maldades de Gorgo había terminado. Lleno de alegría, Holgar subió al balcón, cogió de la mano a la Princesa y la arrancó de aquel lugar de pesadilla.
Cuando llegó ante el Rey, éste descendió de su trono y abrazó al héroe. Después se quitó la reluciente corona y la colocó sobre los rubios cabellos de Holgar y le condujo junto a la bella princesa Amarinta, entre los aplausos de la muchedumbre.
Holgar volvió la cabeza hacia donde estaba Biallo y le dijo en voz baja:
- Maestro, os doy las gracias. Los regalos que escogí fueron los mejores; superiores en todo a los otros que me ofrecíais. Su efecto, como profetizasteis, me ha concedido la dicha. Quitádmelos ahora, puesto que he llegado a la cumbre de mi vida, y dadlos a otro que los merezca, a fin de que también él pueda hacer felices a los demás.
Entonces Biallo se acarició la larga barba y, sonriendo, dijo:
- Guárdalos, hijo mío, porque ahora los necesitarás más que nunca. Vas a tomar esposa; por lo tanto necesitas mucho valor. Con ella vivirás una larga vida; por consiguiente necesitarás paciencia. Y si quieres hacerla feliz te hará falta mucha bondad. Con estos tres dones, la tierra será para ti un mágico jardín, y tu vida y la de tu mujer una continua primavera, radiante de mágica luz.

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