sábado, 18 de septiembre de 2010

El altivo mantequillero "cuento aleman"

En la capital de un reino había un tienda donde la gente iba a comprar la mantequilla que necesitaba. El dueño, que no era precisamente un hombre honrado, mezclaba la mantequilla con margarina de la peor clase y mediante tales trampas ganaba mucho. Como es natural, él no trabajaba; para eso tenía a sus empleados. Así reunió pronto una gran fortuna y con ella la estimación de sus conciudadanos.
Pero todas las monedas de oro que había amontonado no le hacían completamente feliz. Tenía mayores aspiraciones. Siempre que la gente le saludaba diciendo: "Usted lo pase bien, señor Mantequillero", el comerciante se enfadaba mucho.
- Todo el mundo puede ser vendedor de mantequilla - murmuraba para sí. - Ese nombre no corresponde a la gran fortuna que guardo en mi casa.
Por ello tomó un día una decisión. Preparó su coche, metió en él un pan de mantequilla tan grande como un barril de los más mayores, y dirigióse al palacio del Rey.
- Majestad - dijo. - Me gustaría un título que me distinguiera de todos los demás vendedores de mantequilla; me gustaría ser nombrado Consejero de la Mantequilla.
- Bien ¿y qué me aconsejas? - preguntó el monarca.
- Majestad, os aconsejo que comáis mucho pan con mantequilla y que hagáis que vuestra ilustre esposa y vuestros muy altísimos hijos, también lo coman, pues así tendrán las mejillas sonrosados y la sangre pura. Os he traído una gran cantidad de ese género.
El Rey quedó muy complacido y nombró al comerciante Consejero de la Mantequilla. Los demás vendedores, que eran también unos ladrones de tomo y lomo, y que usaban más margarina que mantequilla, se enteraron de la distinción que el Rey había concedido a su competidor y, sin perder un minuto cargaron en sus coches enormes panes de mantequilla mucho mayores que los del otro, y los llevaron al palacio, que hubiera podido ser convertido en otra tienda de vender mantequilla. Todos fueron premiados con el mismo título, hasta el punto que hubo tantos Consejeros de la Mantequilla como vendedores y fabricantes.
Esto disgustó mucho al Mantequillero, pues ahora ya no era distinto a los demás, como había deseado, y su título no sonaba mejor que el de sus competidores.
Estrujóse bien el cerebro y al fin consiguió que se le ocurriese algo nuevo. Metió unas cuantas sartenes en su coche y dirigióse a palacio a toda prisa.
- Majestad - dijo al llegar frente al Rey. - Tengo un secreto que sólo puedo confiaros a vos. Os será muy útil.
- ¿Qué secreto es ése, señor Consejero de la Mantequilla? - preguntó afablemente el monarca.
- Si la mantequilla se calienta en la sartén puede ser utilizada en vez de manteca de cerdo. Con ella se puede freír y guisar y ya no será necesario utilizar el desagradable sebo ni la vulgar margarina. Decidle a su Majestad la Reina que podrá preparar deliciosos pasteles, pues le he traído unos cuantos potes de la mejor mantequilla. Sólo os pido que, puesto que os he explicado este secreto tan privado, me nombréis vuestro Consejero Privado de la Mantequilla.
El Rey echóse a reír y concedió lo que se le pedía. Los demás mantequilleros sintieron mucha rabia, pero no pudieron hacer nada, pues no sabían otros secretos de la mantequilla.
El Consejero Privado de la Mantequilla estaba muy orgulloso de su distinción. Se compró una cadena de reloj, de oro puro, tan grande y pesada como la de un áncora, y se la colgó sobre el estómago. En cada uno de sus morcilludos dedos colocó anillos de oro y piedras preciosas, y sobre el pecho llevaba una gran placa, también de oro, en la que se leía: "¡Atención! Yo soy el Consejero Privado de la Mantequilla". Así se paseaba por la capital, día sí y día no, con la cabeza echada hacia atrás, a fin de no ver a la gente vulgar.
Un día llegó a un río. Como llevaba la cabeza tan echada atrás no vio la orilla y cayó en el agua. La cadena de oro, los anillos y la placa le hicieron hundirse, pero él luchó con toda su fuerza para permanecer a flote. En aquel momento vio a un joven que estaba cómodamente sentado bajo un árbol.
- ¡Por favor, ayúdame o me ahogaré! - exclamó.
El muchacho no se movió y, riendo, replicó:
- Te está bien empleado, saco de grasa. Imagínate que el agua es leche; así te será más fácil ahogarte.
- ¡Socórreme, muchacho! Te daré mis anillos.
- Me estarían anchos. Antes tendría que engordarme como tú, y para eso no tengo dinero.
- Te daré mi cadena de oro - dijo el comerciante, ahogándose.
- No tengo estómago para ella. Ya ves lo delgado que estoy.
La boca del Mantequillero se llenaba ya de agua. - ¡Sálvame! - gritó, haciendo un último esfuerzo. - Te daré la placa de oro y serás Consejero Privado de la Mantequilla; tendrás mi dinero y tendrás mi negocio. Seré tu criado... lo que quieras... pero sálvame la vida.
- Me importan un comino tus títulos - replicó el muchacho - pero el dinero y el negocio me interesan.
Dicho esto se frotó las manos y agarró por los cabellos al gordo comerciante, sacándolo del agua. Luego le quitó los anillos, la cadena y la placa de oro e hizo que le acompañase a su casa.
Cuando llegaron a la tienda, el joven dijo, riendo:
- ¡Qué empleado más importante tengo! ¡Nada menos que un Consejero Privado de la Mantequilla! Pero ahora a trabajar. Quiero que mañana por la mañana estén listos cien kilos de mantequilla.
El comerciante aprendió a batir la mantequilla y suspiró y sudó a mares, lo cual no le ahorró ni pizca de trabajo.
Cuando hubo terminado, guiñó picarescamente un ojo y le dijo a su nuevo amo:
- Patrón, ahora podríamos convertir estos cien kilos de mantequilla en doscientos, añadiéndole cien de sebo y margarina. Ese es el secreto de mi negocio.
- ¿Es esta la manera que tienes de trabajar? ­ dijo el muchacho. - Eso estaría bien para ti. Pero yo soy un comerciante honrado. No lo acepto, pero a fin de que te des cuenta del sabor que tienen el sebo y la margarina, no comerás otra cosa hasta que se hayan terminado todas tus existencias de margarina y sebo.
El Consejero Privado de la Mantequilla puso una cara muy agria, pero a fin de no morir de hambre tuvo que comer lo que le ordenaba su dueño. Se tragó unas cucharadas de sebo mezclado con margarina y estuvo a punto de ahogarse.
Pidió perdón, pero el muchacho gritó:
- ¡No quiero oírte! Mañana seguirás comiendo sebo y margarina. Y no comerás otra cosa hasta que se acabe lo que hay en esta casa. Así te enterarás de lo bueno de tus consejos privados.
Entonces el hombre corrió al Palacio Real y arrodillándose ante el monarca, pidió, juntando las manos:
- Majestad, mis secretos no valen nada. Ya no deseo ser vuestro Consejero Privado de la Mantequilla, sino un consejero corriente.
- Perfectamente - replicó el monarca. - Precisamente ayer me decía la Reina que tu mantequilla no es amarilla sino gris, y que no tiene ningún gusto. Por lo tanto había decidido desposeerse de tu distinción.
El hombre marchó a su casa, y sintió una gran alegría por no ser ya Consejero Privado.
Cuando la gente de la capital descubrió que sólo en su tienda podía encontrarse mantequilla pura, todos dejaron de comprar a los demás Consejeros de la Mantequilla. Pronto la tienda estuvo llena, y apenas podía satisfacerse a todos los clientes. Las cajas y los cajones empezaron a llenarse más deprisa que antes de monedas de oro y plata. Aunque ya no eran suyas, las monedas le resultaban muy agradables al comerciante, pues se trataba de dinero honradamente ganado.
El muchacho dijo:
- ¿Ves ahora de qué me hubiera servido tu consejo? Ahora sería, seguramente, un comerciante rico, pero ladrón; y en cambio soy un hombre rico y honrado.
Entonces el Mantequillero fue a ver secretamente al Rey y le dijo:
- Mis consejos son malos. Quitadme el título. No merezco ser consejero.
- Ya lo he descubierto - replicó el Rey -. Tu mantequilla ha puesto enfermos a mis hijitos, y había ya decidido hacerte azotar. Pero como has reconocido tu culpa, recibirás mi perdón en vez de mi justicia. Vete, ahora ya vuelves a ser un simple mantequillero.
Entonces el comerciante corrió muy alegre a su casa para dar a su amo la bueno noticia de que había vuelto a su antiguo rango. Pero no encontró al joven. Dirigióse a la tienda y allí vio al muchacho que le salvara. ¡Pero cómo había cambiado! En la cabeza llevaba un casco de acero. En la mano sostenía una varita a la cual se enroscaban dos serpientes, y junto a los tobillos tenía unas blancas alitas. El Mantequillero quedóse de piedra.
Pero el joven le sonrió y dijo:
- Acércate, no temas. No soy lo que tú creíste. Soy Mercurio, el Dios de los mercaderes honrados. Voy de ciudad en ciudad, de nación en nación, investigando la marcha del comercio. Con mi varilla protejo a la honradez, haciendo que el dinero llene sus arcas, pero con las serpientes castigo con el remordimiento a los comerciantes sin conciencia. Ahora te devuelvo lo que es tuyo. Trabaja, sigue siendo honrado, y no te avergüences de tu oficio.
El Mantequillero se inclinó ante el Dios y, al alzar de nuevo el rostro, éste había ya desaparecido. En adelante el mercader siguió siendo lo que era, un honrado y rico mantequillero.

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