jueves, 31 de mayo de 2012

La venganza de Nalvillos "leyenda"

Sabido es que cuando Alfonso VI hubo de huir del territorio castellano, encontró hospitalidad y ayuda en Toledo, cuyo rey moro Al-Mamún le atendió con generosidad y le proporcionó todas las comodidades posibles, atendiéndole como a un hermano. Al fin, cuando los mensajeros de doña Urraca llegaron a Toledo con la noticia de que Sancho había muerto en el cerco de Zamora, Alfonso se dispuso a volver. Muchos extremos de amistad hicieron ambos príncipes, el moro y el cristiano, al despedirse. Y Alfonso, queriendo corresponder a la hospitalidad de Al-Mamún, le ofreció que la bella Alá-Galiana, sobrina del Rey, fuese a los Estados cristianos a recibir allí los dones de la educación. Al-Mamún aceptó agradecido, y, así, partió Alfonso hacia Castilla. Poco tiempo después la dama mora llegó a los Estados cristianos, acompañada por don Fernando de Lago, que con una lucida escolta daba guardia y honor a Galiana. En Ávila los esperaban los hijos de Alfonso VI, doña Urraca y don Raimundo de Borgoña, los cuales quedaron admirados al ver la galanura y discreción de Galiana. Una vez restauradas las fuerzas de los expedicionarios, salieron de nuevo, ahora hacia Galicia, acompañados por los mismos Condes. Al llegar a las hermosas tierras gallegas, Galiana, que conocía ya las verdades de la religión cristiana, aconsejada por los Condes, abrazó la santa fe de Cristo. Durante las fiestas, llenas de animación y color, que siguieron a la ceremonia del bautismo de la bellísima mora, Galiana, que había tomado el nombre de Urraca, recibió el constante homenaje de los jóvenes más distinguidos de la nobleza cristiana. Uno de éstos se distinguió sobre todos en manifestar la gran atracción que sentía por la princesa. Era Nalvillos Blázquez, el cual en los combates fronteros había alcanzado gran renombre por su heroicidad frente al enemigo. Pasados aquellos días, hizo todo lo que en su mano estuvo para ver continuamente a Galiana, hasta que al fin, en una ocasión, pidió ver al Conde, y siendo recibido por éste, le solicitó la venia para contraer matrimonio con la hermosa mora. El Conde prometió enviar mensajeros al Rey para pedir su autorización.
Cuando los correos llevaron las cartas del conde don Raimundo a Alfonso VI, éste al leer el deseo de Nalvillos Blázquez, quedó perplejo. No hacía mucho tiempo había determinado que Galiana fuese dada en matrimonio a un gallardo guerrero moro que estaba a su servicio y a quien le había concedido numerosas donaciones de tierras a orillas del Tajo, cerca de Talavera. El moro había aceptado con gran alegría, pues amaba con ternura a la princesa desde sus años niños, y era correspondido por ella en secreto. Se presentaba, pues, un dilema difícil de resolver a Alfonso; pero al fin pesó en su ánimo la conveniencia de satisfacer a un caballero tan noble, y que tantos heroicos servicios le rindiera, como Nalvillos Blázquez. Y así, dictó un mensaje para el Conde, en el cual daba su venia para el proyectado enlace, y al mismo tiempo otro para Jezmin­Yahia, que así se llamaba el amado de Galiana, para que quedase en sus tierras, diciéndole que por razones de gobierno se había visto forzado a revocar su promesa y a dar a Galiana en matrimonio a Nalvillos Blázquez.
Celebráronse las bodas de Nalvillos con Galiana, mientras que Jezmin, lleno de desesperación y rencor, prometía tomar cumplida venganza, aunque acallara de momento su rencor. Y así, cuando un día Nalvillos hubo de ir a Talavera a ciertos asuntos de la hacienda de su mujer, fue recibido por el guerrero musulmán con franca hospitalidad, y hasta se mostró tan generoso con Nalvillos, que éste, para corresponder, le invitó a las fiestas que iban a tener lugar en Ávila para solemnizar las bodas de Arias Galindo, antigua prometida de Nalvillos, con el hermano de éste, enlace que se celebraba para remediar el desaire cometido por el noble al preferir a Galiana.
Se celebraron las bodas y las fiestas. En las afueras de la muralla se alzaron tablados, se cercó una gran explanada para las justas y se dispuso la celebración de corridas. La animación y el bullicio eran indescriptibles. Ante las voces de aliento o de burla, los caballeros derribaban los tablados, mostrando la fuerza de su brazo y su habilidad; lanzaban al vuelo los escuadrones de sus aves de cetrería, y los juglares cantaban en las plazas las hazañas de sus señores. Al fin llegó la tarde de las justas. Alrededor del terreno se habían alzado bancos y tribunas en donde tomó asiento toda la aristocracia de Ávila. En lugar de honor estaban los Condes y Galiana, así como los nuevos esposos. Comenzó el torneo entre el sonar armonioso de los clarines, las voces de aliento de los partidarios de cada caballero, y el griterío del pueblo, que en la barrera opuesta al estrado en donde se encontraban los nobles se agolpaba alegremente.
Tras los combates por cuadrillas llegaron las luchas de caballero contra caballero. El interés de todo estaba centrado en el que habría de tener lugar entre Nalvillos y Jezmin. Magníficamente vestidos y con sus caballos ricamente enjaezados, salieron los dos campeones a la palestra. Se dispusieron a la distancia que les fue señalada por los maestres de campo y se lanzaron uno contra otro con todo el impulso de sus briosos corceles. Las lanzas saltaron hechas astillas, sin que ninguno de los dos caballeros se moviese del arzón. De nuevo volvieron al punto de partida, y tomando nuevas lanzas, se arrojaron al encuentro a todo galope. Esta vez la suerte favoreció al cristiano, y Jezmin fue arrojado de su silla, entre el griterío del publico. Pero Galiana, en ese mismo momento, sintió renacer la vieja afición a Jezmin, y profiriendo un grito de angustia, cayó desmayada. Sin embargo Jezmin no había sufrido físicamente nada, y sólo su espíritu estaba irritado y turbado por la ira, considerando amargamente que había sido vencido de nuevo por su rival, y de nuevo también por una suerte adversa, ya que su caída del caballo la atribuía a debilidad de su corcel.
Aquella noche se había retirado a su mansión, con pretexto de curar de sus magulladuras, cuando un paje entró con un mensaje de Galiana. Ella le pedía que fuese cerca de su ventana, ya de madrugada. Jezmin sintió lleno de esperanza su corazón y se dispuso a salir en cuanto alborease el día.
Ya cantaban los gallos, y los nobles señores descansaban de una noche de alegres fiestas, cuando Jezmin, sin ser acompañado de nadie, se dirigió a pie, por disimular más su llegada, a las tapias del jardín de Galiana, sobre el cual se abría la ventana de la cámara. Pudo entrar perfectamente en el huerto y llegar al pie fiel muro. Silbó como lo hacía cuando de niños jugaban, y salió Galiana, que le invitó a subir a su aposento. Ágilmente cumplió Jezmin su mandato, y entonces ella le confesó su amor, así como el desprecio que sentía por su esposo, y le dijo que en tanto llegaba la ocasión de abandonarle para unirse a él, se verían aprovechando las ausencias de Nalvillos.
Y así lo hicieron, sin que éste sospechase nada. Notaba, sí, un creciente desdén que le amargaba, pues en su pecho latía siempre vivo el amor por Galiana. Por entonces, importantes acontecimientos históricos tuvieron lugar. A la muerte de Alfonso VI, los árabes, exaltados por la derrota de Uclés, se lanzaron sobre las fronteras. Y Jezmin, comprendiendo que era ocasión para su venganza, se alzó en rebeldía, y un día llegó en algarada hasta el palacio de Galiana, la tomó y la llevó consigo, mientras Nalvillos peleaba por otra región.
Cuando Nalvillos volvió y se enteró de la fuga de su adorada Galiana, dio orden de perseguir a los fugitivos. Y cuentan unas historias que entrando en Talavera de improviso, sorprendió a los amantes y les dio muerte sobre el mismo lecho en que celebraban sus impúdicas bodas. Mas otros relatos aseguran lo siguiente: Nalvillos, cuando regresó, determinó rescatar solo a su esposa, pues creía que cedería a sus súplicas y que volvería con él. Se disfrazó, en efecto, de vendedor ambulante de hierbas, y así consiguió llegar a Talavera e incluso ser introducido en las habitaciones de Galiana. Cuando se vio al fin delante de ella, se dio a conocer, diciéndole que estaba dispuesto a perdonarle todo si volvía a su lado, y que el amor que sentía por ella era tan grande, que no había temido caer en las manos de su enemigo y rival. Pero Galiana, traicionándole de nuevo, gritó para que acudieran los criados y guardianes, y lo hizo prender. En cuanto llegó Jezmin, le comunicó lo ocurrido, y éste determinó tomar cruel venganza. Hizo amontonar en el patio una gran pira de leña, a la que ordenó fuese conducido Nalvillos para ser quemado. Cuando el Conde vio cercano su fin, pidió al feroz moro que le permitiera sonar por última vez el cuerno que pendía de su cuello. Le fue concedida esta última gracia; pero cuando sonó la trompa con la señal de guerra del castellano, la gente de armas que lo había acompañado irrumpió en la ciudad y en la casa, y, sorprendiendo a las guardias, liberó a su señor. Entonces cogieron a Galiana y a Jezmin y los ataron, y Nalvillos, para castigar las traiciones de que fuera objeto, ordenó, aun sintiendo dolor por ello, que se les arrojase a la hoguera para él mismo dispuesta. Su mandato fue cumplido, y los traidores pagaron en las llamas su deslealtad y su lascivo amor. Nalvillos regresó a Ávila, y desde entonces pensó solamente en guerrear.
Tal es la tradición avilesa de la venganza de Nalvillos.

martes, 29 de mayo de 2012

La aldeana de Cardeñosa (Santa Barbada) "leyenda"

En tiempos de los godos, según unos cronistas, o en los últimos de la dominación romana, según otros, vivía en Ávila una bellísima muchacha que tenía el nombre de Paula. Había nacido en el cercano pueblo de Cardeñosa, y era conocida tanto por su hermosura como por la sincera y humilde piedad cristiana de que daba continuas muestras. Una de sus devotas costumbres consistía en la visita frecuente a la iglesia en donde se hallaba el sepulcro de San Segundo. Llegaba, se arrodillaba delante de la sepultura del santo varón y así pasaba largo tiempo orando. Después salía, daba una limosna a algunos de los mendigos que estaban en la puerta, y regresaba con todo recato a su pueblo.
Una tarde, estaba arrodillada, cuando tuvo la sensación de que era contemplada fijamente por alguien. Alzó la vista, y advirtió que un joven, noble, a juzgar por sus vestiduras, había clavado en ella sus ojos. Entonces, un poco turbada, salió antes que de ordinario, pero en el mismo atrio fue requerida por su admirador. «Soy - le dijo - caballero y rico. Nunca contemplé una mujer tan hermosa como vos, y desde este momento mi deseo más ferviente es lograr vuestro favor». Mas Paula, rechazando enérgicamente al caballero, le reprochó tales palabras en un sitio sagrado, rogándole que dejase en paz a una pobre aldeana.
Esta escena se repitió varias veces, y el insensato amor iba creciendo en el ánimo del joven noble. Era éste de disipadas costumbres y solía satisfacer, fuera como fuera, todos sus caprichos. Así, lleno de ansia por llegar a poseer aquella sorprendente hermosura, y al mismo tiempo irritado en su orgullo, al ver cómo se le rechazaba, se propuso hacer toda suerte de intentos. Y en uno de los atardeceres en que vio marchar a Paula, la siguió, para averiguar hacia dónde se dirigía. Y al día siguiente salió hacia allá.
Cuenta la leyenda que Paula estaba sola, sentada en una peña vecina a la hoy desaparecida ermita de San Lorenzo. Vio venir a un jinete, y con terror conoció que era el caballero que la importunaba tan repetidamente. Cuando ya estaba casi al llegar, oró fervientemente, pidiendo protección al Señor, expresando su angustia al saberse bella y al ver que esa belleza podía ser causa de su perdición. Y notó cómo de pronto una fuerte barba le iba cubriendo el rostro hasta dejárselo casi oculto. Llegó el caballero, y al preguntarle si había visto entrar en la capilla a una joven, Paula le contestó: «A nadie vi desde que aquí estoy sino a mí misma». Fueron inútiles todas las pesquisas del caballero, que volvió burlado y lleno de coraje.
Paula le vio marchar llena de alegría, y postrándose de hinojos, dio gracias al Señor por el milagro que acababa de obrar. Y desde entonces, renunciando ya del todo a las cosas del mundo, se entregó a una vida de oración y penitencia. Cuando murió, ya la fama de su virtud se había extendido por toda la comarca. Su cuerpo se conserva en la capilla de San Segundo, de Adaja, cerca del sepulcro del Santo Obispo. En una inscripción hecha en una tablilla que pende del sepulcro de Paula, se lee:
Sednos buena intercesora y abogada, gloriosa Paula Barbada.

domingo, 27 de mayo de 2012

La Virgen de Chilla "leyenda"

En uno de los valles formados por las estribaciones de la imponente sierra de Gredos, está enclavado el pintoresco pueblecito de Candeleda (Ávila). Y en sus cercanías, entre picos inaccesibles, pinares espesos y olorosos, encinares y robledales tupidos, se alza, desamparada y cándida, la pequeña ermita de la Virgen de Chilla. Para subir a ella hay que trepar, dejando a un lado la sombra de un castillo medieval y las márgenes del zigzagueante Cuevas, en cuyas aguas reflejan su vuelo las cigüeñas, varias horas por caminos de herradura- Y arriba, mientras se recrea la vista en las magnificencias de un soberbio panorama y se respira el aire perfumado de los pinares, no faltará quien sepa, por haberla oído de labios de sus antepasados, y relate la fuerte e interesante leyenda de la aparición de la Virgen de Chilla.
Fue aquí en el mismo lugar donde, como blanco nido de palomas, se alza hoy la ermita. Entonces sólo frecuentaban estos riscos y bosques los pastores para dar de comer a sus ganados. Abajo, muy abajo en el valle, se alzaba la primera cabaña, escueta y solitaria.
Vivía en ella la familia de Antón el pastor, compuesta del matrimonio y dos hijos pequeños. La mujer, Casilda, una hermosa muchacha, bastante más joven que Antón, le había salido «cara y... cruz», como decía un chusco: ligera de cascos, un tanto coqueta y peligrosa. Lo cierto fue que Casilda escuchó los requiebros y galanteos de Colás, un pastor joven de las cercanías, cuyos ganados pastaban también por aquellos andurriales. Tanto rogó Colás y tanto extremó sus manifestaciones de pasión que Casilda accedió a concederle una entrevista, acaso con designio de desengañarle. La cita había de tener lugar en el sitio mismo donde se alza la ermita de la Virgen.
Antón era celoso. Barruntó algo extraño. Siguió por riscos y breñas a Casilda y sorprendió a los casquivanos, cuando la mujer acababa de desembocar en la plazoleta y apenas se habían saludado.
- ¡Colás: tú eres un mal hombre y un mal amigo! - díjole Antón, seguro de haber sorprendido a los infames, tras hacer retirarse, con un gesto a Casilda al fondo de la plazoleta -. ¿Cuántas veces no te he dado yo albergue en mi casa?... ¿Cuántas no he compartido contigo la hogaza y el queso que llevaba en mi morra?... ¡Y así has querido pagarme! ¡Vas a tener tu merecido y vas a ver que no se juega impunemente con el honor de Antón!
Mira: a prevención,. por si no llevabas navaja encima, he traído yo dos. ¡Escoge la que quieras! Y luego uno de los dos está de más; porque no es de ley que los dos vivamos, no cabemos ambos en el mundo, después de haber querido mancillar mi nombre. ¡Coge ya una navaja!...
Colás, lívido, dudaba. Comprendía que le era preciso matar o morir. Uno de los dos había de quedar fuera en el combate. Su juventud se encabritaba, aferrada a la su gallardía de hombre fuerte y valiente le impelía a tomar aquel arma y tratar de eliminar a su contrario. Pero pudo en él más un sentimiento noble, generoso y justo que invadió su alma en instante tan solemne. Desatóse la faja; abrióse la camisa de un tirón; mostró el fuerte pecho desnudo y dijo, avanzando hacia su rival, sin querer recoger la navaja caída:
- ¡Tírame duro, Antón, tírame aquí, donde es verdad nacieron esos sentimientos miserables! ¡Castígame tú mismo, mátame como a un perro! ¡Párteme el corazón de un tajo como se merecen los asesinos y los malvados!
Aquella nobleza no desarmó a Antón. Ciego de cólera, se acercó más a su rival; levantó en el aire el brazo; su fuerte mano empujaba la navaja abierta. Y se dispuso a hundir el acero en el mismo corazón del rival odioso que se ofrecía como víctima sumisa a su justicia.
De pronto se encontró paralizado, sin fuerzas. Un obstáculo invisible, un poder misterioso le retenía la navaja. Sonó un trueno. Antón levantó los ojos, y vio como de una nube, bajada de las alturas hasta tocar casi el pico de la sierra donde se abría la explanada, surgía la figura de la Virgen que, sonriente, le decía:
- ¡Perdona, Antón, perdona! ¡Cuando pase tu furia, te arrepentirás de haber matado! Lo hermoso del hombre, lo grande, lo que le ennoblece, le sublima, le hace superior a todas las criaturas y a sí mismo, no es la ira, ni los instintos homicidas, vengativos, ni las malas pasiones, patrimonio de todos los seres feroces de la creación, de todos las fieras, sino la piedad, la bondad, la dulzura y el perdón. Piensa esto: sólo cuando perdona a los que le ofendieron, es el hombre verdaderamente grande y dignifica su vida. ¿Qué dices?
El pastor apenas entendió aquellas sublimes y celestiales palabras, y, ciego de furor, rugió:
- ¡Déjame!... ¡Suelta!... ¡Suelta mi navaja!... ¡Quiero matarle!... ¡He de matarle!
- Ya no puedes -repuso la Virgen, sonriendo dulcemente-. ¡Mira!
Y Antón, al mirar hacia donde apuntaba el índice extendido de la imagen, vio a su rival convertido en estatua de piedra...
Y ésta es la Virgen que, surgiendo de una nube, se ve todavía en el santuario de Chilla. En un altar contiguo la efigie de un joven pastor muestra desatada su faja roja, abierta la camisa de blanco lienzo, y descubierto el pecho, como si ofreciera todavía el corazón culpable al furor de la navaja de Antón, su rival.

viernes, 25 de mayo de 2012

Ormesinda y Munuza "leyenda"

Cierto día estaban reunidos Munuza y su favorito Karim. El poderoso guerrero se quejaba del desprecio que tenía Ormesinda, hermana de Pelayo, para su apasionado amor; por eso, en vista de que no cedía a sus ruegos, había decidido raptarla y lograr por la fuerza lo que no podía conseguir de otra manera. Expuso a Karim el plan que se había trazado y le recomendó que procurara llevar la doncella a su presencia sin que se enteraran los cristianos, para evitar que la sangre musulmana se derramara por un deseo particular suyo. Karim prometió obrar con cautela y salió de la estancia para cumplir lo que le mandaba.
Mientras tanto, Ormesinda estaba en su casa, acompañada de su antigua nodriza, y se lamentaba de la pasión que había despertado en Munuza. Echaba de menos a su hermano, que había ido a ver al duque de Aquitania para obtener su ayuda en la lucha que sostenían los cristianos contra los moros. Sólo confiaba en su prometido, el valiente don Alonso, y no dudaba que habría de salvarla de las persecuciones del musulmán. Precisamente aquella noche la esperaba para concertar juntos su huida hacia las montañas de Covadonga. Por eso, cuando llamaron a la puerta, mandó a la nodriza que abriera sin temor, pensando en que sería don Alonso. Pero la sorpresa de ambas fue grande al ver que en vez del caballero cristiano aparecía Karim rodeado de sus soldados y dispuesto a llevarse a Ormesinda de grado o de fuerza, para conducirla a presencia de su señor. La hermana de Pelayo intentó por todos los medios a su alcance hacer desistir a Karim de su propósito, y cuando vio que éste se dirigía a ella para llevársela por la fuerza, le insultó fieramente; mas de nada le valieron sus esfuerzos, pues el moro la acogió entre sus brazos. Aún se debatió en ellos con fuerza, por lo cual Karim mandó a unos cuantos soldados que le ayudasen, y entre todos la ataron de pies y manos. Ya se disponían a salir, cuando apareció don Alonso en la habitación. Ormesinda, al verle, sintió renacer sus esperanzas y le animó a que la libertara. El noble cristiano no vaciló en hacer frente a los raptores, y, espada en mano, sin tener en cuenta su número, se dirigió indignado contra ellos para rescatar a su prisionera. Todos le rodearon, y poco después caía herido. Los moros se apoderaron también de él y le llevaron ante Munuza. La alegría de éste por tan inesperada captura fue grande; siempre había deseado tener a don Alonso entre sus manos, porque sabía que era su rival en el amor de Ormesinda. Mandó que le metieran en un calabozo, y se dirigió hacia la habitación en donde se encontraba la hermana de Pelayo. Cuando estuvo delante de ella, procuró tranquilizarla con cariñosas palabras; pero al ver que nada conseguía y que la doncella le demostraba duramente su odio, díjole que tenía a su amante prisionero y que sólo le perdonaría la vida si accedía a ser su esposa. Si no consentía en ello, le mataría a la mañana siguiente, y ella pasaría a su harén como una esclava más. Ormesinda pensó que la vida de don Alonso era preciosa para la causa cristiana, puesto que si a su hermano le ocurriese algo, don Alonso era el más indicado para ocupar su sitio, y puesto que el moro estaba decidido a que de todas formas fuera suya, accedió a casarse con él, a cambio de la vida de su prometido. Poco después, Munuza mandaba poner en libertad al caballero cristiano, al tiempo que daba órdenes para que la ceremonia de su boda se celebrase al día siguiente.
Pronto tal noticia empezó a circular entre los cristianos y les produjo un gran desaliento al ver que una de las mujeres de más alta nobleza se mancillaba de tal manera uniendo su sangre a la de un infiel.
Llegó el día de la boda; patrullas de soldados musulmanes guardaban las calles que había de recorrer la comitiva. Cuando ésta se puso en marchar mientras avanzaba a paso lento hacia la mezquita, un hombre contemplaba la escena algo apartado de la multitud. Su rostro revelaba la desesperación que le consumía: era don Alonso, que sin cesar se lamentaba de no poder impedir la unión de Ormesinda y Munuza. De pronto sintió que alguien le tocaba en el hombro; volvióse, y vio a un embozado que le reprochaba su desaliento y se quejaba de que no le reconociera. Se descubrió, y don Alonso reconoció con alegría al propio don Pelayo. Como no salía de su asombro, puesto que le creía en Aquitania, don Pelayo le explicó que había regresado en secreto para retirarse con todos ellos a las montañas y allí esperar la ayuda necesaria y poder proseguir la reconquista de España; pero al enterarse del desatinado propósito de su hermana, había llegado hasta allí dispuesto a matarla antes de consentir que, deshonrándose ella, mancillase a toda su familia. Don Alonso intentó hacerle conocer la verdad de lo sucedido, y le instó a que desistiera de matarla. Pero el proyecto de don Pelayo era firme, y juntos se dirigieron a la mezquita en que había de celebrarse la ceremonia.
Ya estaban Ormesinda y Munuza en ella y el acto iba a comenzar. Don Pelayo pudo ver cómo su hermana parecía hallarse ausente de allí; una gran palidez cubría su rostro, y sus ojos tenían un brillo extraño; cuando Munuza se dirigía a ella, diríase que no le escuchaba. Los dos caballeros cristianos consiguieron llegar hasta donde estaban los futuros esposos. Ormesinda, al verlos, dio un grito, y entonces don Pelayo se adelantó hacia Munuza y le pidió que le dejara abrazar a su hermana por última vez, pensando que así no erraría el golpe.
Ormesinda insistió en la petición de su hermano, y dijo a éste que se apresurara a abrazarla, porque aunque por salvar a don Alonso había accedido a casarse con Munuza, la noche anterior, para que tal unión no se llevase a efecto había bebido un veneno que dentro de poco habría de poner fin a su vida.
Don Pelayo, al oírla, se alegró de lo que le decía, al ver que su hermana cumplía como correspondía a la nobleza de su sangre y que le evitaba a él tener que causarle la muerte por su propia mano. Poco después, Ormesinda caía muerta en sus brazos. Don Alonso y don Pelayo se abalanzaron contra Munuza y le mataron a puñaladas. Al ver que su jefe había sido asesinado, una gran confusión se esparció entre la multitud. La mezquita se convirtió en un campo de batalla, y los cristianos les causaron un gran número de bajas. Después de la matanza, se retiraron don Pelayo y don Alonso a Covadonga, llevando como estandarte el cuerpo de la noble Ormesinda.

martes, 22 de mayo de 2012

Nuño el Fuerte "leyenda"

En la época en que el rey Alfonso VII subió al trono, el feudalismo asturiano se hallaba en todo su apogeo. Don Álvar de San Martín era el tipo más acabado de estos señores, mezcla de reyezuelos orgullosos y de bandidos. Reinaba despóticamente en su fortaleza del castillo de San Martín de las Arenas, que se alzaba sobre una roca gigantesca, junto a la desembocadura del río Nalón. Su rapacidad y sus violencias tenían atemorizados a los campesinos del territorio.
Frente a la banda de sus secuaces se había organizado otra entre las turbas que le odiaban y querían libertarse de su tiranía; la acaudillaba Nuño el Fuerte, que, aunque capitán de bandidos, poseía un noble corazón.
En cierta ocasión ocurrió un incidente que convirtió la enemistad de los dos jefes en un odio feroz. Don Álvar de San Martín se había sentido atraído por una rica hembra que poseía, además de su hermosura, una fortuna considerable. Se llamaba doña María de Lena, y había entregado su corazón hacia tiempo al noble caballero don Ares de Miranda; por lo tanto, no acogió con agrado los galanteos del castellano San Martín. Pero el padre de la doncella, queriendo evitar que ésta se casase con don Ares, noble, pero muy pobre, la obligó a contraer matrimonio con el temido señor. Doña María, al borde de la desesperación, confesó que éste no podía realizarse porque iba a ser madre. Don Álvar sintió que su espíritu ardía de cólera y de despecho; pero no quería renunciar a la espléndida dote que el matrimonio le podría proporcionar, y la boda se realizó. La venganza del señor de San Martín fue feroz. Asesinó al desgraciado don Ares y se dispuso a matar al niño en cuanto hubiera nacido.
En una noche tormentosa, don Nuño caminaba a través del bosque. Parecía el único ser humano que había desafiado la tormenta. Llegó a una solitaria ermita, se cobijó en el atrio y comenzó a murmurar una plegaria. Pero antes de que la hubiera terminado, oyó a lo lejos el galope de un caballo. Entonces el rudo y hercúleo bandolero, escondiéndose detrás del atrio, esperó. A los pocos momentos llegó un jinete llevando una mujer a la grupa. La desmontó bruscamente y le arrancó de los brazos un niño recién nacido, sin hacer caso de sus súplicas ni de sus lamentos. Era don Álvar, el castellano de San Martín. Se disponía a atravesar con la espada a la inocente criatura, cuando don Nuño, arrebatado por la indignación, salió de su escondite. Los dos hombres se reconocieron y se miraron con odio. El hercúleo don Nuño, dueño de la situación, amenazó al otro con quitarle la vida si no le entregaba el niño. Don Álvar no tuvo otro remedio que hacer lo que se le exigía, y partió después al galope, llevándose a su mujer en la grupa.
Este incidente incrementó la rivalidad entre caballeros y bandidos, y durante quince años duró la lucha, que ensangrentó y devastó toda la comarca. El niño salvado tan providencialmente fue el señalado por el destino para poner fin a la confusión y llevar la paz y el bienestar a los atemorizados hogares.
Don Nuño veló por él con el cariño de un padre. Se lo entregó a una aldeana de su confianza para que lo criara, y cuando fue mayor, le enseñó el manejo de las armas. Don Rodrigo, que así se llamaba el hijo de la desventurada doña María de Lena, creció robusto y fuerte y conservó los sentimientos honrados que su tutor le había inculcado. Desconocía a sus padres, aunque sabía que era de origen hidalgo. Amaba a don Nuño y compartió con él el gran odio al castellano de San Martín.
Un día, don Rodrigo descubrió una entrada al castillo perfectamente oculta y disimulada. Hacía tiempo que no era usada por nadie, pues la galería a que daba paso estaba cerrada con escombros. Cuando comunicó su descubrimiento a don Nuño, viendo éste que había llegado el momento de la venganza, reveló al joven la historia de su nacimiento y cómo su madre yacía encerrada en uno de los más lóbregos calabozos del castillo. Don Rodrigo, entonces, juró vengarse y rescatarla; pero don Nuño le advirtió que si para él estaba reservado el rescate, reclamaba para sí la venganza.
Algún tiempo después, una noche en que don Álvar y sus secuaces se reunían en una espaciosa sala del piso bajo para repartirse el botín, fueron sorprendidos por los bandidos, al frente de los cuales iba su capitán. Don Nuño se lanzó como un león contra el castellano de San Martín, atravesándolo con su espada, mientras sus guerrilleros hacían espantosa carnicería entre los desprevenidos caballeros.
Poco después, don Rodrigo, acompañado de su tutor, se dirigía al calabozo donde se hallaba su madre. Avejentada por los sufrimientos físicos y morales, yacía arrodillada ante un crucifijo. Los dos hombres pudieron oír cómo pedía la gracia de ver a su hijo una vez antes de morir. Don Nuño la llamó dulcemente, y, al reconocerle, ella le preguntó con ansia qué había sido de su hijo. Entonces entró don Rodrigo y se arrojó en sus brazos. Don Nuño contempló la escena conmovido, y por primera vez en muchos años, de sus ojos brotaron lágrimas.
Don Rodrigo heredó el castillo de San Martín y conservó a su lado como escudero al que había sido su noble tutor. Licenció éste a sus guerrilleros; muchos volvieron a tomar el arado y otros marcharon a alistarse en las tropas de Alfonso VII, que tan brillantes victorias iban a obtener.
La paz había vuelto a reinar en los dominios de los castellanos de San Martín de las Arenas.
 

domingo, 20 de mayo de 2012

Los huesos del pozo de Fúneres "leyenda"

En tiempos antiguos existía en Asturias, muy cerca del famoso pozo de Fúneres, un señorial palacio, conocido con el nombre de Álvarez de las Asturias, por sus primitivos moradores. Vivía en él el último descendiente de la ilustre casa, de quien se sabe que llevaba con mucho orgullo y poca dignidad el título de conde. Era conocido y temido de todos por su soberbia, su despotismo y su cólera indomable para aquellos que no pertenecían a su misma nobleza.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de sus colonos en algo que no era de su gusto, le acometió tal arrebato de cólera, que después de insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo. Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido; pero, aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con el perverso Conde insoportable, transigieron una vez más y siguieron a su lado, por conservar el mísero pedazo de pan diario.
Poco tiempo después de este suceso, paseando un día el tiránico caballero por unos terrenos de su propiedad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya moza, de uno de los labradores, y al observar su belleza, la mandó llamar a su presencia y la ordenó con extraña sonrisa que se presentara al día siguiente en su palacio. Prometió ella obedecer, y, como era de esperar, sucedió lo que había ya ocurrido con muchas de las trabajadoras del Conde: la muchacha quedó deshonrada y nadie pudo ni siquiera formular una queja al causante del daño.
Pasaron así los años, sin que mejorara la situación de aquellos desgraciados. La conducta del Conde seguía siendo el terror y la comidilla de aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus maldades, que llegó a oídos del Rey su despotismo, y, sintiéndose obligado a hacer justicia, le mandó llamar a su presencia, y una vez que confirmó la verdad de su conducta, ordenó que se le diera muerte. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros como él, fue colgado, como el de un criminal cualquiera, en Peña Corbera, y una noche tras otra los cuervos le fueron devorando, hasta dejarle reducido al esqueleto. Entonces, sus huesos fueron recogidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él; sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida había profesado algún cariño, abandonó el palacio y se fue a vagar por los alrededores del pozo, aullando incansable todas las noches en la boca negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angustiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al pozo los huesos del Conde, se empezó a sentir por allí un hedor repugnante, que cada día se hacía más insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores empezaron a creer desde entonces que en el fondo de las cenagosas aguas habían nacido bichos asquerosos de todas clases, y esta idea hizo que las gentes se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía haberse contaminado de todas las miserias del malvado Conde.
Con los años, se fue olvidando la historia; pero un día un pastorcillo, ignorante de todo, que llevaba por allí sus vacas, distraído, pisó en falso y cayó al pozo. Lo advirtieron unos labradores y corrieron a salvarle. Comprobaron enseguida que no se había ahogado, porque era muy escasa su profundidad, y le echaron una gruesa cuerda para que trepara por ella; pero el pastorcillo se negó a subir y les rogó que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los labradores le preguntaron el porqué de su actitud, y el pobre muchacho contestó que eran tantos los bichos asquerosos que se habían adherido a su cuerpo, que no quería contaminar al mundo con el contacto ponzoñoso de tantas gafuras, larvas y culebrones como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí al pobre pastorcillo. Pero, desde entonces, la creencia de que el perverso espíritu del Conde vaga todavía en el fondo del pozo ha reavivado su recuerdo, alejando de allí a los curiosos.

viernes, 18 de mayo de 2012

El caballo del cura de Pravia "leyenda"

Cuentan las crónicas asturianas referentes a la región de Pravia, que hubo en una de las aldeas de esta parroquia, un cura llamado Don Casimiro, hombre excelente si los hay, a quien adoraba toda la feligresía en veinte leguas a la redonda.
Este santo varón, ya entrado en años tenía un caballo tan viejo como él, al que profesaba gran cariño. Le servía para ir de aldea en aldea de su feligresía, a fin de visitar enfermos y pobres desvalidos, confesar moribundos, bautizar recién nacidos y enterrar a los muertos.
Lucero, así se llamaba el caballo, era blanco, o mejor dicho, lo había sido, pues los años, los trabajos y las largas caminatas le habían tornado el pelaje de un color amarillento, apagado y desvaído.
De todos modos, el buen cura sentía por su caballo un cariño entrañable, y lo asociaba bondadosamente a todos los regocijos y fiestas familiares en que él intervenía; por eso, no había bautizo, por pequeño que fuese, en que Lucero no participase de las peladillas, los torriños o las torradas; ni boda de rumbo o boda humilde, hecha por Mosén Casimiro, en que el caballejo no se regalara largamente con un buen puñado de terrones de azúcar, amén de cualquier otra golosina.
Y, sin embargo, a pesar de este cariño entrañable que experimentaba el cura su rocín, desde hacía tiempo tenía el hombre un resquemor que le roía y no le dejaba reposar tranquilo. ¡Lucero, hablando en plata, no podía tenerse! Se caía materialmente de viejo. Si el buen cura tenía que ir a aldeas o caseríos lejanos, el pobre caballo sufría lo indecible, y su amo casi más que él, viéndole renquear, soplar, resoplar, estornudar, distender los músculos dolorosamente en las cuestas, cuando no se paraba jadeante, en medio del camino, como si le dijera a su dueño: «¡Perdóname! ¡No puedo más.! ¡No puedo con mi alma!»
Echaba a veces pie a tierra el cura; subía las cuestas y recorría los malos trayectos de los caminos llevando a Lucero de las riendas. Además, por si esto era poco, siempre llevaba en el morral de la silla unas pocas algarrobas, un par de puñados de maíz y unos terrones de azúcar, con los cuales regalaba de vez en cuando a la cabalgadura; pero ni aun así conseguía hacer carrera de él. ¡Lucero se moría, se moriría el día menos pensado, y dejaría a su amo en el camino, quién sabe si en medio de alguno de aquellos pinares o robledales interminables, donde se comerían a Mosén Casimiro los lobos!
Un mucho por este temor, un poco también por avaricia y por cálculo (que hasta los santos, dice Santo Tomás, tienen sus malos pensamientos) es lo cierto que Mosén Casimiro, luego de pensarlo mucho y de considerarlo semanas y meses, se decidió al fin: vendería el caballo. Después de todo, sería una locura obstinarse en conservar un animal que, el día menos pensado, le darla un susto.
Y Mosén Casimiro, sin decir nada a la buena ama Petra, pues se habría opuesto, desde luego, a sus designios, ni a su sobrina -ésta adoraba al caballo corno a un perro fiel-, emprendió, en un hermoso amanecer de mayo, el camino de Ribadeo, donde se celebraban ya por entonces ferias famosísimas de ganados. Al ama y la sobrina les dijo iba a ver a unos amigos y a la vez a hacer unos negocios con productos de sus fincas.
Como el cura realizaba dos o tres veces al año el viaje a Ribadeo, jinete siempre en su fiel Lucero, nada extrañó a éstas y le vieron partir, cual de costumbre.
El buen cura había de hacer de todos modos «de tripas corazón». Él no recordaba haber hecho en su vida daño a una mosca, e iba a consumar, ya en plena vejez, una mala acción, al vender a aquel compañero de fatigas y penas, a aquel noble y bondadosísimo animal, que le entendía tan bien como sus perros de caza, que relinchaba de placer al verle o al oír su voz desde lejos, y que había nacido en el establo de la casa; pero, ¡qué remedio!, la vida tiene a veces exigencias y el cura endurecía su corazón ante la perspectiva de un buen caballo, brioso y valiente, con el cual le sería fácil y cómodo viajar a su antojo por valles y sierras.
Al llegar a Ribadeo, fue a hospedarse Mosén Casimiro en el mismo parador donde lo hacía desde tiempo inmemorial, mezcla de posada y de hospedería, y después de cambiar su sotana y acicalarse un poco, bajó de nuevo a la caballeriza, y se llevó a Lucero, casi sin quererlo mirar, al cercano mercado de bestias.
Pronto se puso al habla con unos gitanos; le ofrecieron varios ejemplares de caballos, y se interesaron por la compra de Lucero. Mosén Casimiro, como el criminal por la fuerza, vendió su jaco, al fin, ¡en treinta duros! Nadie le ofreció más en toda la feria. Realizada la venta, y por no ver más al pobre animal, Mosén Casimiro regresó a su hospedería, para comer y quedó con los gitanos en que, a cosa de las tres volvería al ferial, a fin de probar algún caballo que valiera la pena.
El cura, regresó al mercado. Los gitanos le presentaron un caballo negro, de la misma alzada que Lucero. Montó, Mosén Casimiro y comprobó que marchaba bien y con brío. Le recordaba a Lucero cuando era joven; le subiría las cuestas y los malos caminos en un decir Jesús.
Tras no poco regateo, el cura pagó por el caballo sus buenas dos mil pesetas. Y, en seguida, recogió el hatillo en el parador y emprendió el regreso hacia su casa, pues no quería ser sorprendido por la noche en el camino, y éste era largo.
Iba contento ahora Mosén Casimiro. Pensaba que la compra merecía su sacrificio. Este caballo -los gitanos le habían dicho se llamaba Babieca, como el del Cid- aunque no tenía el paso muy vivo dando señal de carácter manso y dulce, de vez en cuando daba arrancadas magníficas, como los caballos de pura sangre, y corría largo trecho sin mostrar fatiga alguna. Además: miraba hacia atrás, de reojo, cuarteando las ancas un poco, tal cual hacen los potros cuando están próximos a espantarse, y el buen cura le acariciaba el cuello, largo y delgado como el de Lucero, o le cogía las crines, igual que las de éste cortas y espesas.
De pronto, cuando ya llevaban caballo y caballero su buena hora de camino, ocurrió un accidente vulgarísimo y muy frecuente en Asturias: las nubes se enfurruñaron, el cielo tomó un aspecto plomizo, estalló un trueno que rodó por el valle verde, y en un momento terribles cataratas de agua cayeron sobre la tierra, en una de aquellas tormentas norteñas capaces de deshacer los montes.
Mosén Casimiro, se encontraba en pleno despoblado. Llevó su caballo debajo de una encina, a pesar del peligro, bien sabido, de cobijarse bajo las arboledas en tiempo de borrasca y tronada. De todos modos, en un momento él y el caballo habían quedado hechos una sopa, y todavía, a pesar de la protección del ramaje y del viejo quitasol del cura -paraguas y quitasol, a la vez- se mojaban debajo del árbol tanto o más que si estuvieran en medio del camino.
De repente, Mosén Casimiro frunció el ceño, al observar una especie de fenómeno inexplicable: el caballo cambiaba de color. Era negro cetrino y empezaba a volverse por algunos sitios gris, y por otros, blanco. Inclinóse casi fuera de la silla, observó un lado y las patas del animal, miró al suelo... y entonces un asombro infinito, primero, una especie de sorda cólera después, le embargaron. ¡Ya era evidente! El caballo, no cambiaba de color; sencillamente se despintaba. La pintura negra chorreaba por todos los pelos del animal, por las patas, por la panza, por las crines. ¡Ah, bandidos! ¡Los gitanos le habían vendido un caballo blanco, camuflado de negro, supiera Dios con qué designio!
Ciego por la ira, el viejo echó pie a tierra para observar mejor aquel fenómeno, aquella burla sin nombre.
- ¿Quién me mete a mí a tratar con gitanos? ¡Soy un perfecto tonto! Este caballo debe ser tan viejo o más que Lucero, y los bandidos esos...- murmuraba entre dientes.
De pronto se calló.
Al dar vueltas al animal, que se mostraba inquieto y coceador, y estaba ya despintado casi por completo, había llegado a situarse frente al rostro del mismo, y al mirarle en los ojos, había creído reconocer... ¡oh! ¿era posible?... ¡al propio Lucero!
El cura, medio enloquecido por la sorpresa, llevóse ambas manos a la boca, y estuvo mirando un gran rato al caballo. Al fin, se convenció: ¡aquel era Lucero!
- ¡Lucero! -dijo por último, con un grito ahogado, que le salió al buen párroco del mismo corazón. - Lucero, ¿eres tú?
El sufrido animal -pues era Lucero, en efecto- relinchó de gozo, al verse nombrado por su amo, y le miró con sus grandes ojos combos, de inocencia, como diciéndole:
- ¡Mira lo que han hecho conmigo!... ¡Me han pintado, me han martirizado, me han sometido a mil torturas, para transformarme ante tus ojos en un magnífico alazán; pero, este terrible calvario lo doy por bien empleado porque así tú has llevado el escarmiento que te merecías!
Todo esto, que pensaba el cura, debía estar también pensándolo el caballo, y Mosén Casimiro, en cuya alma bondadosa se había borrado casi de repente la cólera, para dar paso a una alegría desbordante y ruidosa, exclamó ahora, ya seguro:
- ¡Sí, eres tú, tú, mi Lucero querido! ¡Ah, qué alegría!... Pero, ¿por qué te muestras tan inquieto y coceador, tú que eres un pedazo de pan?...
Volvió a relinchar el caballo; levantó en el aire ambas patas, al tiempo que miraba a su amo, como si quisiera decirle:
- ¡Busca, hombre!... ¡Acabarás por comprender toda la maldad y la perfidia de esos gitanos a los que me vendiste y los cuales luego me han revendido a ti mismo, haciéndome pasar por el caballo del Cid!
Y el cura acabó por comprender. Mirando, mirando a su Lucero, descubrió, en el nacimiento de la cola, una cuerda atada. La cuerda, pintada de negro asimismo, se desteñía con la lluvia, y permitió al cura descubrir un bultito obscuro, colocado debajo del rabo. Cortó la cuerda y examinó aquello: era media guindilla, de esas llamadas de maceta, muy picantes, que le habían colocado al pobre animal en el punto más sensible, para que el escozor y el picor le espantaran de continuo, y le comunicaran unos arrestos olvidados, hacía muchos años, por el decrépito caballejo.
Así comprendió el cura por qué el triste animal andaba ligero, daba arrancadas de caballo inglés, y, de vez en cuando, inclinaba las ancas o las ladeaba, como hacen los caballos de raza cuando notan que les tascan el freno.
Lucero había lanzado un relincho de gozo al verse libertado por su amo de aquel suplicio, y quedó desde entonces con su acostumbrada inmovilidad y mansedumbre, cual si fuera de piedra.
Y Mosén Casimiro dio rienda suelta a la emoción que le embargaba; rompió a llorar como un niño, se abrazó al cuello del querido rocín, como Sancho al encontrar a su asno, y musitó, entre apenas contenidos hipos de llanto:
- ¡Oh, Lucero mío: perdóname! ¡Perdona a este pobre viejo, si, en un momento de mala pasión, llegó a olvidarte y a venderte por los treinta dineros! ¡Treinta dineros justos me dieron por ti, y yo tuve que pagar luego cuatrocientos; pero bien empleado se me está, por avaro, por mal intencionado y mal hombre! Ahora, yo te juro que te morirás de viejo al lado de tu amo.
Y cuenta la leyenda que, en efecto, Lucero, murió, viejísimo, medio paralítico y casi ciego, en la casa rectoral del padre Casimiro, quien nunca se perdonó lo que él llamaba "la alevosía de la venta".

jueves, 17 de mayo de 2012

La cruz del diablo "leyenda"

A dos kilómetros del pueblo de Corral Rubio, en Albacete, se ve una cruz que los vecinos llaman la Cruz del Diablo.
Su historia es ésta: Un buen hombre, padre de muchos hijos, pequeños todavía, tenía un mísero jornal, con el que apenas podía atender a las necesidades de su casa. El pobre hombre trabajaba sin descanso de sol a sol, y apenas llevaba a casa lo indispensable para el sustento de él y de los suyos. En su pobre choza se albergaban el hambre y el frío.
Cierto día que necesitaba dinero para comprar unas herramientas de trabajo, fue al pueblo vecino a pedir un préstamo a un amigo. Se lo negó, y el hombre volvía por el camino, lleno de angustia y de dolor. En su desesperación, llamó al diablo en su ayuda, y a los pocos pasos notó que le invadía un pesado sueño que le impedía caminar. Se acostó al borde del camino y se durmió. AL despertar encontró que tenía una bolsa llena de monedas de oro. Loco de alegría, empezó a contarlas. ¡Había cientos de ellas! ¡Una verdadera fortuna! ¡Él y sus hijos iban a ser ricos! Al fondo de la bolsa encontró un papel escrito citándole en aquel mismo sitio para dentro de tres años. Feliz, se marchó a casa con su dinero. Fue acogido por su familia con grandes gritos de alegría. ¡Se acabó el hambre para todos!
Al cabo de tres años dedicados a disfrutar y gastar, llegó el día indicado, y acudió a la cita. Se sentó en el mismo sitio y esperó; sintió que le volvía aquel mismo sueño y se tumbó a dormir. Al despertar, vio junto a él un hombre horrendo; aquel rostro infundía pavor. Le sonreía con una boca infernal y le decía: «Soy tu amigo el diablo». El hombre dio un grito y, horrorizado, intentó huir, diciendo: «Déjame, yo no quiero nada contigo».
Pero el diablo le alcanzó y, agarrándole con una mano férrea, le dejó convertido en estatua de piedra.
Al día siguiente todos los vecinos del pueblo acudieron, sobrecogidos, a contemplar la obra del diablo, que durante mucho tiempo sirvió de lección para los impíos.
Hasta que un sacerdote mandó tallar sobre la estatua una cruz.

martes, 15 de mayo de 2012

Los siete Infantes de Lara "leyenda"

¡Qué gran día para los castellanos aquel en que se ganó Calatrava la Vieja! Y ¡qué bien peleó en aquella ocasión Ruy Velázquez, el noble caballero! Siempre dando las heridas primeras, siempre adelantado en la haz. Y con trescientos hombres que llevaba mató a más de cinco mil moros. ¡Ojalá hubiera muerto aquel día! Su nombre hubiera pasado limpio y glorioso al recuerdo de los castellanos y no sería maldecido; su cuerpo yacería bajo rico enterramiento y no bajo carretadas de piedras arrojadas por los caminantes. Y no hubiera tramado gran traición contra sus sobrinos los siete Infantes de Lara. Ésta es la dolorosa historia.
Como recompensa por el triunfo de Calatrava, el Rey dio a Ruy Velázquez en matrimonio a doña Lambra, hermosísima mujer. Celebráronse las bodas en Burgos y las tornabodas en Salas, de donde eran los siete Infantes, también llamados de Lara. Grandes fiestas se hacían, alegres en grado sumo. A ellas llegaron los siete Infantes, que fueron recibidos con muestras de cariño por su madre doña Sancha, mujer de Gonzalo Gustioz y hermana de Ruy Velázquez. Uno a uno fueron abrazados y besados tiernamente, sobre todo Gonzalico, de ellos el preferido. Los siete Infantes eran de noble apostura y bravo corazón; la más pura concordia, el cariño más acendrado entre ellos reinaba y cada uno estaba presto a dar la vida, si necesario fuera, por los demás; nunca existió ni la más pequeña diferencia. «Hijos, les dijo la madre, id a descansad a vuestra posada de la calle Cantarranas, y no salgáis, que las plazas están llenas de gente, y por fútiles motivos se originan trifulcas peligrosas.» Y ellos así lo hicieron.
En tanto, había pasado la hora de la comida, y todos los caballeros que habían venido a las fiestas de tornabodas salieron a la plaza a correr bohordos y a tirar tablados, pero ninguno bohordaba bien: un caballero cordobés salió al campo y tiró una vara con fuerza y gallardía, entre el aplauso de la concurrencia. Y volviéndose al grupo de nobles damas que presidía doña Lambra, gritó:
«¡Amad, señoras, amad, que más vale un caballero de Córdoba la llana que veinte ni treinta de los que son tan nombrados en esta tierra». Y doña Lambra, llena de entusiasmo, exclamó: «¡Maldita sea la dama que su cuerpo te niegue. Y si yo fuera libre, tuyo sería mi favor!». Pero doña Sancha, que estaba presente, enrojeció de vergüenza y le hizo ver que esas palabras no estaban bien en labios de una mujer recién dada en matrimonio a Ruy Velázquez. Doña Lambra, echando atrás su hermosa cabeza, miró a la madre de los siete Infantes y le escupió estas palabras: «Callad, doña Sancha, que vos como puerca en ciénaga paristeis siete hijos». Y un viejo servidor que allí se hallaba, lleno de dolor y de indignación, fue a la posada en donde estaban los Infantes.
Venía este buen hombre cabizbajo por la calle. Gonzalo, que estaba asomado al barandal, le dijo: «¡Eh!, ¿qué os pasa, ayo?; ¿por qué esa cara de pesar?». Y el ayo, que tal era, le dijo «Vengo lleno de dolor por algo que he oído que ofende a vuestra sangre» Y entrando en la casa, quiso retirarse sin decir más, temiendo que los Infantes quisieran vengar el insulto hecho a su madre; pero obligado por ellos, tuvo que relatar lo sucedido. Gonzalo, saliendo como una exhalación, cogió su caballo, entró en la plaza y tomando una vara, la lanzó con tanta fuerza, que el tablado cayó estruendosamente, y volviéndose a donde estaban las damas, les gritó insultándolas: «Amad, puercas, amad, que un caballero de mi sangre vale más que cuarenta de Córdoba». Dona Lambra, llena de ira, se retiró, y fuése al palacio de Ruy Velázquez, gritando: «¡Venganza, venganza!» Ruy Velázquez, viéndola así, le preguntó qué había sucedido, y ella contestó: «Vuestros sobrinos, los siete Infantes de Lara, me han insultado y amenazado injuriosamente, diciéndome que me cortarían las faldas por vergonzoso lugar.» Ruy Velázquez salió y fue a la plaza, en donde se había trabado una gran pelea: Gonzalo había matado a Álvar Sánchez, primo de doña Lambra, y contra aquél se lanzó Ruy, hiriéndole y queriéndolo rematar, sin conseguirlo, por la intervención de los hermanos, que habían acudido prestamente a la plaza. Y de esta manera comenzó la lucha entre los de Lara y los caballeros de doña Lambra.
Durante algún tiempo la enemistad persistió, traduciéndose en continuas reyertas. Al fin intervinieron el Rey y Gonzalo Gustioz, estableciéndose la paz. Se decidió que para probar la buena voluntad de los hasta entonces enemigos, los siete Infantes escoltasen a doña Lambra a Barbadillo, que era heredad suya. Llegados allí, el rencor de la vengativa dama renació y ordenó a un criado que arrojase un cohombro lleno de sangre a Gonzalo. Éste, al verse agraviado tan sin razón, quiso matar al sirviente, siendo ayudado por sus hermanos. Pero el sirviente huyó a donde estaba su señora, la cual lo amparó, protegiéndolo bajo su falda, lo cual era signo de inviolabilidad. Pero los Infantes no hicieron caso de ello y allí mismo dieron muerte a quien de tan mala manera había insultado a uno de ellos. Doña Lambra fue de nuevo a pedir venganza a Ruy Velázquez, diciéndole que si no se la concedía, iría a pedírsela a Almanzor. Ruy Velázquez, entonces, tramó una gran venganza contra su cuñado y sus sobrinos.
Fue a visitar a Gonzalo Gustioz, y saludándole, con grandes muestras de afecto, le dijo: «Venturosamente ya pasaron los tiempos en que nuestras gentes eran enemigas. Quiero mostrarte mi buena voluntad encargándote de una importante embajada. Conviene conocer la opinión de Almanzor en ciertos asuntos de frontera. Yo os pido que llevéis cartas mías al gran guerrero, que sin duda os recibirá y honrará como a quien sois». Gonzalo Gustioz aceptó de buen grado y tomó la carta que, escrita en árabe, le entregaba Ruy Velázquez. «Mañana, al alborear, saldré», dijo. Y, en efecto, al día siguiente, después de haberse despedido de sus hijos, se puso en camino hacia la frontera.
Llegó a Córdoba, se dio a conocer como emisario a los guardias de las murallas y fue conducido a palacio. Allí Almanzor lo recibió con muchos honores, y habiéndole preguntado cuál era su embajada, Gonzalo Gustioz le entregó la carta. El semblante del caudillo moro se ensombreció: «¡Ah Gonzalo Gustioz!: mal haya la hora en que trajisteis esta carta. En ella me pide Ruy Velázquez que os dé muerte». Gonzalo se estremeció, comprendiendo que había sido traicionado, y así lo hizo ver a Almanzor. Mas éste, que era de natural caballeresco, no quiso prestarse a tan infame treta, y le dijo al cristiano: «No haré lo que se me pide, mas sí he de retenerte aquí. No te duelas de esto, que estarás bien tratado». Y le dio como sirvienta a una hermana suya, una bella mora.
En la misma carta decía Ruy Velázquez que, además de entregarle a Gonzalo Gustioz, haría que los Infantes fuesen a la frontera con poca gente para que pudiesen ser muertos por los moros, sin peligro ni riesgo para éstos. En efecto, un día pidió a los Infantes que le acompañasen en una pequeña algarada que iba a hacer contra tierras de moros. Los Infantes aceptaron y se despidieron de su madre, quien en vano trató de retenerlos. Iban acompañados del viejo ayo Nuño Salido. Por el camino tuvieron varios agüeros, y el ayo, interpretándolos como de mal presagio, quiso que se volviesen a Salas, mas los jóvenes se burlaron cariñosamente de él. Llegados por las sierras de Altamira, cerca del valle de Arabiana, Ruy Velázquez les dijo: «Es hora de mostrar vuestro valor. Corred ese campo de moros, y si necesitáis ayuda, yo os la prestaré». Soltaron las riendas y se internaron en el valle, creyendo que todo iría bien. Mas de pronto vieron salir de los desfiladeros gran cantidad de enemigos que los rodearon y se lanzaron contra ellos. Los infantes no se amedrentaron por ello; empuñaron sus lanzas, y a los primeros moros que llegaron les hicieron pagar cara su osadía. ¡Dios, qué bien peleaban! Sus brazos estaban empapados en sangre enemiga. Al fin saltaron sus lanzas, rotas, y empuñaron las fuertes espadas. Durante varias horas continuó la pelea; el moro Alicante, que era quien capitaneaba a la gente de Almanzor, estaba admirado de ver el valor de aquellos jóvenes cristianos, y dando treguas, les hizo pasar a las tiendas que había dispuesto, confortándolos con vino y alimentos. Nuño Salido se dolía de la traición, dirigiéndoles tiernas palabras. Alicante estaba presto al perdón cuando Ruy Velázquez, llegando de improviso, lo llamó aparte y le dijo: «¡Mal cumplís las órdenes de vuestro señor! Esta blandura sin duda engendrará la ira de Almanzor, que os hará pagar cara vuestra transigencia». Y Alicante, temeroso de merecer un duro castigo, ordenó que se reanudase la pelea. De nuevo la lucha tomó gran fuerza, los siete Infantes y Nuño Salido peleaban bien, pero al fin fueron cayendo uno tras otro en presencia de Ruy Velázquez, que desde un alcor próximo presenciaba el cumplimiento de su venganza.
El moro Alicante cogió las cabezas de los siete Infantes y la de Nuño Salido y partió hacia Córdoba; era víspera de San Cebrián. Llegó a la ciudad mora, entró en palacio y presentó su trofeo a Almanzor. Éste puso las cabezas en un tablado y mandó llamar a Gonzalo Gustioz. Llegó el cautivo, y Almanzor le dijo: «Aquí tienes ocho cabezas de gente noble. Prueba a ver si las reconoces».
Gonzalo las limpió, y cogiendo una estalló, al mirarla, en sollozos: «¡Ay triste de mí, que sí las conozco! ¡Nunca fue hombre tan desdichado!».
Y dirigiéndose a ellas comenzó a hablarles con la voz que le temblaba de lágrimas, como las hojas del chopo tiemblan con la lluvia de abril: «Dios os salve, Nuño Salido, buen compadre. ¿Qué hicisteis con los hijos que os encomendé? Mas perdonad, que bien veo que habéis cumplido con vuestro deber». Tomó la cabeza del heredero y le dijo: «¡Oh hijo Diego González, aquí paró vuestra gallardía, vuestro porte de alférez del conde Garci Fernández! Mis tierras quedaron sin nadie que las heredara». Y así fue hablando con todas las cabezas, elogiando a cada hijo sus cualidades:
a Martín, su destreza en las tabas y su buena conversación; a don Suero, lo estimado que era de todos; a Fernán, su maestría en la caza; a Ruy y a Gustioz, su valor en la guerra; y sobre todo, lloró acariciando y besando la del menor, la de Gonzalillo, que era el preferido de su madre. Y de este llanto tuvo tan gran angustia, que cayó como muerto en tierra. Todos los presentes hubieron gran lástima de él. Y Almanzor ordenó que fuera conducido a los aposentos que le habían sido destinados, en donde la hermana del caudillo atendió con todo cariño al desdichado castellano.
En esa hermosa mora encontró gran consuelo Gonzalo Gustioz. Y pasando el tiempo, hubo amores entre ellos. Cuando ella tenía en el vientre el fruto de esos amores, Almanzor determinó dar libertad a Gonzalo, el cual, antes de partir de Córdoba, le entregó a su amada un anillo partido por la mitad, diciéndole que si era varón el hijo que tuviera, que cuando llegase a su edad moza, lo enviase a la cristiandad para que vengase a sus hermanos.
Pasó el tiempo, y el hijo de Gonzalo Gustioz y de la hermana de Almanzor fue creciendo, hasta hacerse un gallardo mancebo. Se había criado en palacio y nadie le había hablado de su origen. Mas un día, jugando al ajedrez con un príncipe moro, tuvo una disputa con él, y éste lo insultó llamándole hijo de nadie. Mudarra, que así era el nombre del bastardo, mató al que lo había insultado y fue a preguntar a su madre la verdad sobre su origen. La mora se lo contó todo, le entregó el anillo partido y le dijo que era llegado el tiempo en que había de marchar a la cristiandad para vengar a su padre y hermanos.
Mudarra partió, despidiéndose de Almanzor, el cual le tenía gran cariño, y marchó a Burgos. Allí buscó a su padre, se dio a conocer con el anillo y le pidió que le guiase al sitio en donde podría encontrar a Ruy Velázquez. Gran alegría recibió el buen viejo Gonzalo Gustioz al ver que al fin eran vengadas tantas traiciones e injurias, y bendijo a Mudarrillo. Éste se puso en camino, persiguiendo a Ruy Velázquez, que al saber su llegada había huido.
Al fin una tarde encontró Mudarra a un caballero reposando debajo de una haya. Le saludó preguntándole su nombre, y al reconocerlo como Ruy Velázquez, le dio muerte sin que el traidor pudiera defenderse. Su cuerpo quedó allí sin sepultura, cubierto de piedras que los castellanos echaron sobre él; y desde entonces todos los que pasaban por aquella pedrera, en vez de rezar un padrenuestro, echaban otra piedra maldiciendo el ánima del traidor.
Doña Lambra fue más tarde presa y quemada viva. Y así se cumplió la venganza por la traición de que fueron objeto los siete Infantes de Lara

sábado, 12 de mayo de 2012

Garci Fernández y la condesa traidora "leyenda"

Era el conde de Castilla Garci Fernández uno de los más apuestos y gallardos varones que nunca se vieran. Hijo de Fernán González, unía al valor heredado de su padre una hermosa prestancia; eran bellas, sobre todo, sus manos, tan blancas y suaves que enamoraban a todas las mujeres que las contemplaban. Y el buen Conde, temeroso de ello, cada vez que tenía que hablar con mujer, hermana o hija de amigo o vasallo, cuidaba mucho de llevar enguantadas sus manos.
Por aquel tiempo las tierras y caminos de Castilla eran paso obligado de muchas peregrinaciones que se dirigían a Santiago. De todas las naciones del mundo llegaban hombres y mujeres, nobles y siervos. En una de esas piadosas expediciones llegó un Conde francés acompañado de su hija. Recibió hospedaje en el palacio de Garci Fernández, que desde el primer momento se sintió prendado de la belleza de la hija del francés. Ella, de nombre Argentina, también se sintió seducida por la gallardía de su huésped y por la radiante blancura de sus manos. Y así, con anuencia de su padre, aceptó el casamiento que Garci Fernández le propuso, celebrándose los esponsales con gran animación y alegría.
Pasaron algunos años y la unión de Garci Fernández y Argentina fue estéril. El Conde estaba siempre agobiado por la lucha dura contra los musulmanes, y Argentina poco a poco iba dejando enfriar aquel amor que la hiciera cambiar de patria y morada. Se cumplían ya seis años de su matrimonio y ella suspiraba sintiéndose poco feliz. Un día, por el mismo camino que ella viniera, llegó un Conde francés, lo cual llenó de gran alegría a la Condesa, que dispuso un rico alojamiento para su compatriota. Largas conversaciones tuvo con él, y el francés, que era viudo, logró con mañosas palabras seducir a la Condesa. Garci Fernández por aquellos días yacía en el lecho, preso de pertinaz dolencia, y no advirtió la traición de que era objeto. Y ésta se consumó con la huida de la traidora Condesa y del francés. Cuando Garci Fernández lo supo, ya los desleales estaban lejos y era imposible alcanzarlos.
Gran dolor tuvo Garci Fernández ante tan cruel alevosía. Y en cuanto curó, determinó realizar una peregrinación a Francia, a Santa María de Rocamador. Encargó el gobierno de Castilla a dos jueces, Gil Pérez de Barbadillo y Ferrant Pérez, y él, tomando para su compañía tan sólo a un fiel criado, partió.
Llegó después de muchas jornadas al condado de aquel francés que pérfidamente le robara a su esposa; Garci Fernández y su criado habían tomado hábitos modestísimos y se fingían peregrinos mendicantes; de esta manera pudieron hablar con las gentes de aquel condado y oyeron contar que el traidor había tenido de su primer matrimonio una hermosa hija, a la que tanto él como su madrastra, la condesa Argentina, daban de continuo un trato cruel. Ninguna alegría tenía la hermosa muchacha y sufría día tras día molestias, persecuciones e insultos. Sólo le era fiel una vieja criada a la cual hablaba de su triste estado y de cómo suspiraba porque algún caballero la librase de su esclavitud y la llevara consigo, lejos de aquellos parajes, de tan mala vida para ella.
El conde Garci Fernández y su criado, mientras tanto, iban todos los días al castillo para comer de las sobras que allí se repartían a los mendigos. La criada de la hija del Conde francés, una vez que asistía al reparto de las sobras, notó la distinción que, a pesar del harapiento disfraz, emanaba de la persona de Garci Fernández; mientras éste tenía la escudilla entre sus manos, vio la criada cómo brillaban de blancura, contrastando con el barro de la tosca vasija. Pensó que quien poseía tales manos no podía ser sino un noble caballero, enmascarado de tal suerte. Lo llamó aparte, como si fuera a darle más comida, y con habilidad fue preguntándole por su patria y procedencia, hasta que, ganando la confianza del supuesto peregrino, supo de sus labios toda su lastimera historia. Y quedó admirada al saber que aquel a quien ella había creído de noble cuna, lo era, y aún mucho más que el señor de su tierra.
La fiel sirviente, pensando que había encontrado al hombre que pudiera librar a su señora de la cruel vida que recibía, condujo a Garci Fernández por un pasaje reservado hasta la cámara de doña Sancha, que así se llamaba la hija del Conde francés. El castellano, echándose de rodillas ante la muchacha, le declaró todo lo que le había ocurrido y de qué manera había sido burlado y afrentado. «No la vida, sino el honor es lo que es valioso para mí, - le dijo. - Y no puedo volver a Castilla y presentarme ante mis súbditos si no es después de haber cumplido mi venganza». Doña Sancha vio abierto el camino de su liberación y el medio de que terminase su triste estado. Aquella misma noche se dio como esposa al conde Garci Fernández; lo ocultó en su cámara y le indicó el camino a la de su padre y madrastra. El castellano, cuando todos descansaban en el palacio, se deslizó ocultamente, y entrando en la alcoba de los traidores, los mató y descabezó. Y después huyó a Castilla, llevando consigo a doña Sancha.
Llegó a Castilla Garci Fernández, y reuniendo a sus vasallos, les mostró las cabezas de los traidores y les dijo:
«Ahora soy digno de ser señor vuestro, que me he vengado, y no antes, que vivía en deshonra». Y todos los caballeros reconocieron que la honra de su señor había quedado limpia, y rindieron pleito homenaje a doña Sancha, como condesa de Castilla.
Mas no debían cesar las desventuras de Garci Fernández. Doña Sancha no había obrado tanto por amor como por venganza; su alma estaba madurada al calor de muchas amarguras y de muchas hieles, y en ella había asentado el rencor una raíz que nada podía quitar. El odio que durante tantos años había cuajado su alma, al desaparecer el objeto concreto, había dejado una huella de amargura y de ambición. El nacimiento de un hijo, Sancho, no aumentó su amor a Garci Fernández, sino más bien lo hizo disminuir, creciendo, en cambio, su soberbia y anhelo de dominio. Por entonces las victorias de Almanzor sobre los cristianos rodeaban a la figura del caudillo moro de un prestigio casi místico. Doña Sancha había oído de continuo los relatos de esas victorias y su espíritu ambicioso había concebido el fantástico proyecto de darse a Almanzor como esposa; al mismo tiempo, el amor hacia su marido se había convertido en odio frenético. Y así, buscando un medio que la desembarazase del Conde, también trataba de entregarse a Almanzor. Éste, habiendo sabido la hermosura de la Condesa, le envió un mensaje en el cual le pedía que se uniese con él. Y viendo doña Sancha de qué manera sus deseos tenían vía abierta para cumplirse, planeó causar la muerte de Garci Fernández en la guerra. Entonces los caballeros, para estar más prontos al combate, dado lo agitado de los tiempos, tenían los caballos al lado de sus propias habitaciones y eran las mujeres quienes cuidaban de las cabalgaduras. Doña Sancha, cada noche, quitaba la cebada del pesebre y dejaba que el caballo comiese sólo salvado. Después, como era cerca de Nochebuena, aconsejó al Conde que diese licencia a su hueste para que celebrasen la fiesta en sus casas y la misma noche de Navidad envió un mensajero a Almanzor, que con un grupo de sus gentes atacó la tierra del Conde; éste echó mano de los contados caballeros que habían quedado junto a él y salieron al campo a combatir a los agresores. Mas en medio de la pelea, el caballo del Conde, debilitado, cayó, y Garci Fernández fue herido y hecho preso. Sus vencedores lo llevaron a Córdoba, en donde al cabo de poco tiempo murió. El lugar del combate fue Piedra Salada.
Mas todavía el propósito de doña Sancha no se había cumplido totalmente. Tenía el estorbo de su hijo, Sancho, y así planeó su muerte. Pensó utilizar un filtro para deshacerse de quien se oponía a su ambición. Mas una camarera vio cómo preparaba el veneno, y reveló el secreto a un escudero de quien era amante, y éste a su vez lo anunció al Conde.
Pocos días después, don Sancho regresaba de una expedición, y cuando se sentó a su mesa para descansar, la Condesa se aproximó con una copa, ofreciéndole de beber. Mas don Sancho, comprendiendo que le ofrecía el veneno, la obligó a que bebiera ella primero, y aunque doña Sancha se negó, hubo de hacerlo, cayendo fulminada en el momento en que sus labios se posaron en la copa. Don Sancho recompensó al escudero dándole el título de Monteros de Espinosa, y fundó un monasterio en memoria de su madre, pues, a pesar del castigo con que vengara su alevosía, sintió gran pena por haber tenido que ejecutar su muerte. Y ese monasterio es el de Oña, porque en Castilla decían «mi oña» por «mi dueña».

miércoles, 9 de mayo de 2012

El Conde Fernán González "leyenda"

Muchas son las hazañas de Fernán González, el primer Conde independiente de Castilla. Gloriosa es su historia y ha quedado en la memoria de los castellanos. He aquí la leyenda del buen Conde:
 
Un monje anuncia a Fernán González sus glorias
Hallábase el conde Fernán González cerca de la villa de Lara. Mientras se juntaban sus mesnaderos, él empezó a cazar: de un espeso matorral salió disparado un feroz jabalí, que se internó en el apretado robledal que cubría el monte. Fernán González, deseoso de cobrar tan buena presa, espoleó a su caballo sin esperar a ser seguido por los monteros; el caballo, aguijado, se internó entre los robles corriendo tras el jabalí. La persecución fue enconada, y el Conde, sin advertirlo, se alejó de sus hombres; no pensaba sino en dar alcance al animal, que delante de él corría velozmente. Por fin llegó a una ermita apartada y desconocida, y el jabalí se metió por la puerta. El Conde quiso también alcanzarla, pero la espesura del monte era tal, que su caballo no podía avanzar. Entonces echó mano a la espada y saltando por encima de los matojos, se dirigió a la ermita, en donde entró resuelto. El jabalí, después que entró en la ermita, se había refugiado detrás de un altar. El Conde, lejos de herirle, se hincó de hinojos ante el mismo altar y empezó a rezar. En aquel momento salió de la sacristía un monje de venerable aspecto y avanzada edad, con los pies descalzos y apoyado en un nudoso y retorcido cayado. Se acercó al Conde y lo saludó, diciendo: «En paz vengas, Conde, la cacería te trajo hasta aquí, pero deja las monterías, que te aguarda el rey Almanzor, el terrible enemigo de cristianos. Dura batalla te aguarda, pues el moro trae muchos guerreros; mas en ella alcanzarás gran renombre. Y aun te digo que antes que empiece la lid tendrás una señal que te hará temblar la barba y aterrorizará a todos tus caballeros. Ahora vete, vete a luchar, que has de alcanzar la victoria. Después tomarás por esposa a una dama llamada Sancha, y grandes tribulaciones has de sufrir; por dos veces te atarán con grillos en profunda prisión. Mas tu gloria será grande, y si se cumple la que te anuncio y alcanzas poderío, acuérdate de esta humilde ermita perdida en el monte».
El Conde agradeció al monje sus palabras y salió de la ermita. Montó a caballo y galopó a través de la robleda hasta encontrar a los suyos, impacientes ya por la tardanza de su señor.
 
Batalla con Almanzor
Una vez que el conde Fernán González reparó sus fuerzas, ordenó a sus mesnadas y se dirigió al encuentro de Almanzor, que venía corriendo la tierra. Cuando dieron vista al ejército moro, se prepararon para el combate. El Conde contó los pendones que traía y vio que poca gente tenía en sus haces. En esto un caballero cristiano que se adelantó corriendo, pasó por delante del ejército de los fieles. Apenas hubo galopado una no muy larga distancia, la tierra se abrió y tragó al caballero; después se cerr6 y quedó todo como antes. Gran terror cundió por el ejército cristiano, pero Fernán González, que sabía que esa era la temerosa señal anunciada por el monje de la ermita, dijo a grandes voces a sus caballeros: «¡No temáis este agüero! Si la tierra no es capaz de soportarnos, ¿quién podrá con nosotros? ¡Adelante!». Y se lanzaron contra los moros, que ya galopaban también, prestos al encuentro.
El choque de los dos ejércitos fue terrible. Los cristianos, a pesar de ser tan pocos consiguieron resistir el primer embate de los moros, y pronto éstos empezaron a retroceder. El Conde, que había sido el que diera las primeras heridas, animaba a sus guerreros, y era el más valiente de todos. Al cabo de algunas horas los moros huyeron, dejando todo el botín en poder de la hueste del Conde. Gran victoria fue ésta para los cristianos y de ella regresaron llenos de gozo.
El Conde separó una parte del botín y fue a la ermita para entregársela al monje que le profetizara la victoria. Y le encargó que alzara una iglesia que luego llegó a ser el famoso Monasterio de San Pedro de Arlanza.
 
Victoria sobre Abderramán
El califa Abderramán recibía de los cristianos, como tributo, cada año, ciento ochenta doncellas de las más hermosas y nobles que tuvieran en España. Pero llegó una ocasión en que el rey don Ramiro de Castilla, don García de Navarra, y Fernán González, que era Conde tributario de Castilla, se negaron a pagar más el vergonzoso tributo. Y no sólo se negaron a ello, sino que dieron muerte a los mensajeros que envió el califa moro para reclamar lo acostumbrado.
Cuando esto llegó a oídos de Abderramán, se enfureció mucho y, con su ejército, se internó en el territorio de los castellanos, talando los campos y tomando cruel venganza en los habitantes de aquellas tierras: a los hombres descabezaba y a las mujeres arrancaba los pechos.
El rey don Ramiro, cuando recibió aviso de la proximidad del ejército moro, preparó a sus guerreros y esforzadamente salieron al encuentro del enemigo. Aunque le habían dicho que venía gran abundancia de fuerzas, no quiso creerlo, pero cuando vio, desde lo alto de un otero, llegar la enorme hueste mora, volvió basta Simancas y desde allí envió cartas a Fernán González y al rey García.
Acudieron los dos y vieron que ni aun con sus fuerzas juntas podían alcanzar la mitad de la que traían los moros. Éstos ya se acercaban a Simancas. El rey Ramiro dijo: «No tengo consejo alguno que pueda servirnos. Grande es la hueste de los moros y menguada la nuestra. Pero tenemos el valimiento del Señor Santiago que enterrado está en la tierra gallega, a cuyos habitantes trajo en tiempos a la cristiandad. Por él obra Nuestro Señor grandes milagros, y a el quiero encomendarnos prometiéndole darle mi reino si nos ayuda en este apuro». Fernán González y don García contestaron: «En nuestra tierra yace el cuerpo de un santo, San Millán, que también obra grandes milagros. A él nos entregamos y juramos darle tributo».
Al otro día por la mañana salieron de la fortaleza y dispusieron las haces para el combate. Antes de que comenzara, todos los cristianos se arrodillaron para rezar. Los moros, viendo a sus enemigos hincados en tierra de hinojos, creyeron que, atemorizados, se entregaban. Se lanzaron contra ellos, pero los fieles a Cristo montaron en sus corceles rápidamente y rechazaron a los enemigos. Gran furia fue la de los castellanos, leoneses y navarros. Y aún aumentó su valor cuando en medio del combate vieron aparecer dos desconocidos caballeros que, jinetes en hermosos corceles blancos, se pusieron al frente de la hueste cristiana y destrozaban a los moros, que creían que en vez de dos había dos mil jinetes sobre blancos caballos. Tras los caballeros avanzaban los cristianos, y desde Simancas hasta la misma Aza persiguieron a los moros, que huyeron vencidos.
Grande fue la alegría de los cristianos. Cuando buscaron entre ellos a los caballeros que tanto habían influido en la consecución de la victoria, no pudieron encontrarlos y juzgaron que eran los santos a quienes habían prometido pagar tributo si los ayudaban. Y desde entonces este tributo si fue pagado.
 
Fernán González da muerte al rey de Navarra
Gran querella había el buen conde Fernán González contra el rey de Navarra, al que llamaban Sancho Abarca. Envióle unos mensajeros que llevaban el encargo de protestar ante el Rey por las correrías que los navarros realizaban por tierras castellanas. Los mensajeros llegaron al Rey y le dijeron: «Señor, nos manda el conde Fernán González, que se halla muy quejoso de vos y de vuestras gentes, que le corren las tierras y le talan los campos y le roban los ganados. El Conde os pide que enmendéis esas querellas, pues si no, ha de venir él mismo a demandaros la enmienda en desafío». El Rey, indignado, contestó: «Decid a vuestro señor el conde Fernán González que mucho me espanta la osadía. Mal aconsejado está por haber vencido a morillos que poco valer han. Atrevido ha sido su mensaje y yo me cuidaré de ir a castigar a vuestro señor por que otra vez tenga cuidado con su palabra y frene su lengua».
Los mensajeros regresaron a Castilla y dieron cuenta cumplida a Fernán González de lo que había contestado el Rey. Al Conde le pesó mucho esa respuesta, pero convocó a sus hombres y se dispusieron a esperar a los navarros, que ya habían entrado en tierra castellana. En la era que llaman de Collandia esperaron para el combate. Llegaron los navarros y empezó la batalla muy enconada.
El Conde salió de la hueste y a grandes voces llamó a don Sancho. Éste le salió al encuentro y se hirieron con las lanzas y las espadas. El Rey cayó muerto y a su lado, Fernán González, muy mal herido. Los castellanos, que vieron el encuentro, corrieron a ayudar a su señor y lo encontraron en tierra con el rostro bañado en sangre. Creyeron que estaba muerto y lo pusieron encima de un caballo. Pero el Conde recobró el sentido y les dijo: «Mis caballeros, que ninguno de vosotros muestre temor: muerto es el rey Sancho, que yo lo maté. Lidiad y venced». Y los castellanos se lanzaron con tal ímpetu contra los navarros, que los dispersaron completamente, haciéndoles huir.
Fernán González mandó recoger el cuerpo del rey don Sancho y con grandes honores fue llevado hasta la primera villa de tierra navarra.
 
El conde Fernán González es librado por la Infanta de sus prisiones
El conde Fernán González estaba en prisión del rey de Navarra. Pasó por allí un Conde normando, el cual, al tener noticias de que un caballero de tanto pro como el Conde yacía en prisión, se dirigió a Castroviejo, lugar en donde estaba Fernán González. Sobornó al alcaide de la fortaleza y consiguió que le franquearan la entrada en el sitio donde estaba Fernán González. Habló durante largo rato con él, y cuando salió volvió a la corte del Rey y procuró hablar con doña Sancha, la Infanta. Cuando lo consiguió le habló de Fernán González y de que ella era la causa de que se perdiese un guerrero tan valeroso y de que los moros tuviesen oprimida a Castilla, y le reprochó el mal pago que daba al amor de Fernán González.
La Infanta se conmovió al oír las palabras del Conde normando y le dijo que si libraba a Fernán González, sería la esposa de éste.
El Conde normando volvió a Castroviejo acompañado de la Infanta. Mientras ésta se escondía en un bosque próximo, el buen normando logr6 engañar al alcaide y sacar a Fernán González, si bien no pudo quitar los grillos que oprimían los pies y las manos del noble castellano. Llegó a donde estaba la Infanta y se despidió de ella y de Fernán González pues tenía que seguir un camino distinto al que conducía a Castilla.
Se pusieron, pues, en marcha Fernán González y la Infanta. Pero en el camino encontraron a un mal Arcipreste, el cual, seducido por la belleza de doña Sancha, exigió de ésta satisficiera sus deseos, amenazando con entregarlos al Rey si no aceptaban. El Conde, haciendo grandes esfuerzos para librarse de las cadenas, amenazó al Arcipreste, pero vanas eran sus amenazas, pues nada podía hacer. La Infanta dijo al Conde: «Señor, importa más nuestra salvación que nada. Esta afrenta permanecerá oculta» El Arcipreste decía: «Presto habéis de concederme lo que pido, o vuestra muerte será segura. No muy lejos de aquí vienen los soldados del Rey y si les digo el camino que llevas, os alcanzarán enseguida». Entonces la Infanta le dijo que se entregaba El Arcipreste la apartó, y, al abrazarla, la Infanta gritó aterrorizada; el Conde a duras penas vino y pudo quitarle un cuchillo al Arcipreste, con el que le dio muerte.
Caminaron durante todo el día. Al bajar el camino sobre un río, vieron que por el puente cruzaba gran número de caballeros. La Infanta dijo al Conde: «¡Señor, somos perdidos! He ahí gentes de armas que vienen a prendernos». Pero el Conde, reconociendo a sus hombres, exclamó alegremente: «No paséis cuidado, señora, que no son enemigos, sino vasallos míos los que vienen a socorrernos». Llegaron los castellanos y con gran alegría rindieron homenaje a su señor y a la Infanta.
 
El azor y el caballo
El rey de León envió un mensaje a Fernán González para que acudiera a las Cortes. El Conde acudió, aunque de muy mala gana, pues le era cosa fuerte besar la mano al Rey leonés.
Cuando llegó Fernán González, el Rey salió a recibirle y a honrarle. Llevaba el Conde un hermoso azor en la mano y montaba un caballo maravilloso que había ganado al rey Almanzor. El Rey dijo: «Buen caballo montáis, Conde, y vuestro azor es envidiable. Quiero compraros uno y otro». El Conde dijo: «No ha de pagar el señor cosa que posee el vasallo. Vuestros son». El Rey no quiso tomarlos sin paga, y entonces Fernán González puso precio, pero diciendo que por cada día que pasara había de doblarse el precio. El Rey aceptó.
Pasaron siete años, y el Rey mandó cartas a Fernán González para que de nuevo acudiera a Cortes. En ellas le amenazaba, si no acudía a su mandato, con que habría de dejar el condado y marchar de aquellas tierras. El Conde, ante este mensaje, fue a León, en donde ya estaba don Sancho. El Conde se arrodilló a los pies de don Sancho y le pidió las manos para besárselas. Mas el Rey se las negó, llamándole infiel y traidor, pues hacía dos años que lo llamaba y él no acudía. Y le reprochó, además, que se había alzado con el condado y no pagaba los tributos debidos.
Después que el Rey hubo dicho estas palabras, el Conde se puso en pie y le dijo: «Señor, hace siete años que vine a vuestras Cortes y no cobré honra, sino deshonra. Si me he alzado con el condado, es porque no recibo la paga de la venta que os hice del caballo y el azor. Echad cuentas de lo que me debéis y yo os pagaré la diferencia». Entonces el Rey se enojó mucho con el Conde y le contestó. «Lenguaraz eres, Conde, mas he de callar tu insolencia». Y mandó que lo metieran en prisiones.
Cuando la Condesa supo la prisión de su marido, se puso en camino acompañada de trescientos hijosdalgo castellanos, a los cuales dejó atrás llegando ella sola a pedirle al Rey que le permitiera visitar a su marido. El Rey lo permitió y llevaron a la Condesa a la torre en donde estaba el Conde. Éste tuvo una gran alegría cuando vio a la Condesa. Ella le dijo prestamente: «Levantaos, señor y trocad las ropas conmigo». El Conde lo hizo así y salió disfrazado con las vestiduras de la Condesa, sin que el engaño fuera advertido por los soldados que guardaban al preso. Al día siguiente, y el Conde ya en seguridad en sus tierras, las dueñas que habían acompañado a la Condesa se presentaron, y al preguntárseles que deseaban, contestaron que recoger a su señora. Abrieron la celda y con gran sorpresa vieron que quien la ocupaba era la esposa de Fernán González. El Rey se asombró mucho de lo sucedido y dejó libre a la Condesa, mandándola escoltada hasta encontrar a su marido.
El Conde mandó decir al Rey que le pagase el azor y el caballo o lo cobraría por la fuerza. El Rey echo cuentas y vio que la cantidad necesaria para pagar la deuda era superior a lo que podría reunir y no tuvo más remedio sino perdonar al Conde el tributo que habría de darle.
Y así fue como Fernán González consiguió la independencia del Condado de Castilla.

lunes, 7 de mayo de 2012

La Virgen sacristana "leyenda"

En un antiguo y austero monasterio, encomendado a una orden de religiosas, habitaba una monja muy joven llamada Beatriz, de gran piedad en su vida religiosa y profundamente devota de Santa María, a la que consagraba la mitad de su vida; continuamente se la veía de rodillas ante el altar, en ferviente adoración, ofreciendo a su Divina Madre su espléndida juventud y la pureza de su alma angelical. La Abadesa y todas las Hermanas del convento le profesaban gran cariño por su bondad y dulzura, y le encomendaron el cargo de sacristana de la iglesia, que desempeñaba con gran celo, adornando artísticamente los altares con abundantes cirios y las más variadas flores, arrancadas por sus bellas manos del frondoso jardín de aquella abadía, sin que nunca le faltara a la imagen de la gloriosa Virgen aquel homenaje del encendido amor de su sierva.
Pero siendo Beatriz muy niña y extraordinariamente bella, despertó la pasión de un clérigo que frecuentaba el monasterio: la asediaba éste con apasionado lenguaje, y trataba de convencerla de que huyera con él. Mas Beatriz, que al principio se resistía con entereza y rechazaba las amorosas proposiciones, sentía desfallecer sus fuerzas ante los embates de aquella fuerte tentación, que, apoderándose de todo su ser, llegó a adueñarse de ella. Intentaba rezar, pero su devoción se había convertido en aridez de espíritu, y su imaginación volaba muy lejos, sintiendo hastío en la oración. Y en una ocasión en que la iglesia estaba desierta, el enamorado clérigo logró al fin que la monja accediese a huir con él.
Ella, antes de marchar, se postró de hinojos ante la Virgen, diciéndole: «Soberana Señora, yo que te serví honestamente toda mi vida, hasta hoy, que no puedo contener esta fuerza que me arrastra lejos de ti, te encomiendo las llaves de esta iglesia».
Y depositándolas sobre el altar, escapó del convento con el clérigo.
Transcurrió poco tiempo, y el clérigo, una vez que hubo satisfecho su pasión, abandonó a Beatriz, que quedó con el alma desgarrada y en gran confusión de espíritu. Sin atreverse a volver al convento, se hizo una mujer pública, llevando esta vida impía y vergonzosa durante quince años, torturada por los remordimientos de su conciencia, y conservando una vaga esperanza de perdón.
Pasaba un día por la puerta del monasterio, y sintió el deseo de llamar y preguntar por la hermana sacristana, y acercándose a la puerta, llamó con unos aldabonazos: salió a abrir la portera del convento, y la antigua monja le preguntó: «Dígame, hermana, ¿qué fue de Beatriz la sacristana?» A lo que respondió la portera: «Sigue muy bien, tan santa y devota como siempre, desempeñando a maravilla su oficio de sacristana. Todas las religiosas la quieren, como ya lleva en el convento veintiséis años, demostrando gran piedad».
Beatriz se marchó, pensando en las misteriosas palabras que acababa de oír, mas sin acertar a comprenderlas. Cuando se le apareció la gloriosa Virgen, diciéndole: «Beatriz, hija mía; durante quince años, en figura tuya, he desempeñado el oficio de sacristana. Vuelve al monasterio, y continúa sirviendo como si no te hubieras ido, porque nadie sabe tu pecado, pues creen que has continuado en tu puesto. Haz penitencia para alcanzar el perdón de tus muchos pecados».
Y al momento desapareció. Beatriz regresó al convento y, volviendo a tomar sus hábitos y las llaves, continuó el oficio de sacristana, sin que nadie llegara a darse cuenta de su vuelta. Únicamente el confesor a quien descubrió su vida y sus pecados era conocedor de aquel milagro, imponiéndole severas penitencias, que Beatriz cumplía con rigor, edificando a sus compañeras con el ejemplo de su virtud heroica y de su santa vida, llena de sacrificios, hasta expiar sus culpas.
Llegada su última hora, Beatriz llamó a toda la comunidad, que la rodeó en su lecho de muerte, y en alta voz confesó su pecado, descubriendo el prodigio obrado por la Virgen, que durante quince años desempeñó por ella el cargo de sacristana. Fue todo ello atestiguado por el confesor. Y murió santamente en aquel instante.
Todas las monjas quedaron admiradas de aquel portento y acudieron a dar gracias a su Madre celestial, que había obrado aquella merced con la religiosa, viviendo quince años en aquel monasterio.

sábado, 5 de mayo de 2012

El último rey godo, Don Rodrigo "leyenda"

Estaba mediada la primavera, habían llegado los grandes calores y el jardín del palacio del rey Rodrigo estallaba de verdor. Desde una ventana contemplaba Rodrigo la dulce alegría de las plantas y la claridad de un estanque, que bajo un espesor de arrayanes y jazmines espejeaba al sol. De pronto, una alegre algarabía de voces frescas le llamó la atención. Por uno de los senderos de la huerta, entre pensiles de espadañas y lirios, venían unas doncellas. Llegaron al estanque, dejaron caer sus vestiduras y los cuerpos bellísimos resplandecían llenos de gracia y de luz. Pero era la Cava, doncella hija del conde don Julián, la que atraía sobre todo, la mirada de Rodrigo que, suspenso, la contemplaba. Salió el Rey por una puertecilla al jardín, se aproximó al estanque y entre unas hiedras y bojes se ocultó para ver más a su sabor. Salió la Cava del agua y sacudiéndose las gotas, gritó a las compañeras para que vinieran con ella a reposar. El Rey sentía estremecerse su cuerpo como abrasado por un loco deseo. Y de esta suerte, enamorado perdidamente de aquella belleza henchida de dulces promesas, regresó a sus estancias.
Vanamente trató de dominar su anhelo. Y así, como encontrase después de lo contado a la Cava, le declaró su amor: «Desde que os he visto no vivo ni duermo pensando en vos. Dad remedio a mi mal y pensad que la voluntad del Rey ha de cumplirse siempre». Mas ella, burlando discretamente, rechazaba las amorosas razones de Rodrigo y procuraba acortar las entrevistas. Estos fracasos aumentaban la tristeza de don Rodrigo, cuyo ánimo estaba preocupado por algo que le sucediera poco tiempo antes de haber conocido a la Cava.
Había, en efecto, tenido gran osadía al romper una secular prohibición.
En Toledo existía un palacio encantado, del cual se dijo siempre que era la Cueva de Hércules. Rechazando los consejos de sus íntimos, el Rey entró en tal lugar. Allí vio unos extraños y bellos tapices que tenían figuras de gente con trajes extraños, amplias vestiduras y lienzos enrollados en la cabeza. Eran figuras de árabes, bien los conoció don Rodrigo. Su ánimo había estado admirado, mas pronto la admiración se convirtió en tristeza cuando leyó una inscripción en la cual se decía que cuando alguien hubiese penetrado en aquella estancia, España sería entregada al pueblo al que pertenecían aquellas gentes, así representadas en los tapices.
Tal era la congoja que atormentaba a Rodrigo. Y a ella se unía el deseo de poseer a la Cava. Al fin, una tarde bochornosa, estando tendido en su lecho, envió a buscar a la linda muchacha. Esta llegó confiada en que el Rey no pasaría más allá de las ocasiones anteriores. Mas, ¡ay, que se equivocó! Y cuando, pasada una hora, salió la Cava de la estancia real, su semblante había perdido aquella dulzura pueril que encantaba a la gente, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz ronca por los reproches que hiciera al Rey, por los gemidos que exhalara. Todo había sido inútil y su pureza se tronchó por la fuerza del loco deseo de don Rodrigo. ¿De quién fue la culpa? ¿De ella, que no evitó antes la mala ocasión, o de la voluntad malévola del Rey?
La Cava perdió su belleza. En su cámara lloraba y maldecía a quien tan duramente le quitara la flor de su juventud. Y llena de rencor, escribió cartas a su padre, el conde don Julián, que en Ceuta era gobernador de los godos, a fin de que vengase la ofensa que se le había hecho. Grandes fueron el dolor y la ira de don Julián al recibir las cartas de su hija; mas su venganza fue mala y traicionera, porque tramó la destrucción de España. ¡Ay España, tierra hermosa, la más ufana de todas! ¡España de los valles y los trigales, rica en veneros y filones, henchida de óleo dulce y suave, deleitosa de frutales, bien guarnecida de castillos, alegrada por el azafrán, ardiente de proezas! ¡Por un traidor serás destruida! El conde don Julián escribió cartas al Rey moro diciéndole que si quería le entregaría España. Y en España había también traidores como don Opas, que odiaba a Rodrigo. Y así, de aquella fatal ocasión en que la Cava lucía su cuerpo, ¡maldito sea!, al aire cálido de la tarde, vino la ruina de España.
Dormía una noche don Rodrigo; a su lado, la Cava. Contrarios eran los vientos y en un cielo profundamente oscuro brillaba la luna con triste resplandor. Soñó el rey Rodrigo que dormía en una tienda de hermosos lienzos, sostenidos por trescientas cuerdas de plata. Dentro, sentadas en el suelo, habla cien doncellas: cincuenta tañían, cincuenta cantaban. Sus voces e instrumentos de extraño son eran; el tono profundo, triste, como si un aire de callados lamentos viniera de todos los campos de España. Y una doncella llamada Fortuna habló así: «Despierta si duermes, rey Rodrigo. ¡Malos hados se ciernen sobre ti! ¡Ay, que veo muchedumbre de gentes extrañas que caen como bandadas de cuervos sobre los campos de tu nación! ¡Ay, que avanzan sus escuadrones destrozando a tus gentes, matando a tus caballeros! ¡Despierta y ponte en guardia! ¡Es el conde don Julián, por venganza de la deshonra que sobre su hija has echado, quien ha abierto las fronteras!». Despertó lleno de congoja el rey Rodrigo y de pronto llegaron mensajeros que le comunicaron que los enemigos estaban cerca. Montó don Rodrigo a caballo y salió a combatir.
Junto al río Guadalete fue la batalla. Como las olas del mar chocan contra las aguas del río en que en él desembocan, así chocaban los miles de árabes contra los godos. Don Rodrigo, con la armadura abollada y la espada casi partida, subió a un cerro y vio con dolor cómo apenas le quedaban guerreros: sus banderas, rotas, desgarradas, tendidas por tierra. Y llorando amargamente, exclamó: «¡Ayer era rey de España, hoy no lo soy de una villa!» Y cuando la noche hubo llegado, el desdichado Rey huyó sin saber a dónde.
Huyendo de su desdicha, vagaba el Rey por campos y montañas. No quería entrar en villas ni ciudades, no quería la sombra del encinar, ni el descanso junto al río. Pasó entre trigales agostados, entre aradas secas, sobre prados sin rebaños; pasó entre roquedales y llegó a las montañas más espesas, cerca de Viseo. Allí encontró a un humilde pastor, a quien preguntó si habría cerca algún monasterio en donde reposar. «No hay ni monasterio ni convento, contestó el pastor; tan sólo una ermita cuidada por un santo varón. Está en lo alto de ese cerro». Y hacia allí dirigió su cansado caballo el pobre peregrino. El pastor, compadecido al ver su extremo estado de necesidad, le dio un poco de cecina y un trozo de pan duro, que don Rodrigo comió llorando: recordaba los tiempos en que gozaba de buenos manjares.
Llegó al fin a la ermita y se prosternó ante el ermitaño, que contaba más de un siglo de edad. Hizo confesión de sus culpas, y el santo hombre, espantado, no se atrevió a absolverle. Pero de los cielos bajó una voz que dijo: «Da la absolución a ese penitente, mas en su misma sepultura». Entonces el ermitaño condujo a don Rodrigo a una sepultura honda que habla allí cerca; dentro de ella se hallaba una espantable sierpe de tres cabezas. El ermitaño metió al Rey en la sepultura y la cerró. Cada día después le preguntaba: «¿Cómo te va, penitente». Y el Rey contestaba entre terribles dolores: «Ya me come por donde más pecado había». Al fin murió don Rodrigo, y en el mismo instante que expiró se oyó una alegre sinfonía de campanas celestiales mientras las de la ermita tañían también solas. Y el ermitaño comprendió que Dios había perdonado al último rey godo, y que el alma del desdichado don Rodrigo subía a los cielos.