Cuentan las crónicas asturianas
referentes a la región de Pravia, que hubo en una de las
aldeas de esta parroquia, un cura llamado Don Casimiro,
hombre excelente si los hay, a quien adoraba toda la
feligresía en veinte leguas a la redonda.
Este santo varón, ya entrado en años tenía un caballo tan viejo como él, al que profesaba gran cariño. Le servía para ir de aldea en aldea de su feligresía, a fin de visitar enfermos y pobres desvalidos, confesar moribundos, bautizar recién nacidos y enterrar a los muertos.
Lucero, así se llamaba el caballo, era blanco, o mejor dicho, lo había sido, pues los años, los trabajos y las largas caminatas le habían tornado el pelaje de un color amarillento, apagado y desvaído.
De todos modos, el buen cura sentía por su caballo un cariño entrañable, y lo asociaba bondadosamente a todos los regocijos y fiestas familiares en que él intervenía; por eso, no había bautizo, por pequeño que fuese, en que Lucero no participase de las peladillas, los torriños o las torradas; ni boda de rumbo o boda humilde, hecha por Mosén Casimiro, en que el caballejo no se regalara largamente con un buen puñado de terrones de azúcar, amén de cualquier otra golosina.
Y, sin embargo, a pesar de este cariño entrañable que experimentaba el cura su rocín, desde hacía tiempo tenía el hombre un resquemor que le roía y no le dejaba reposar tranquilo. ¡Lucero, hablando en plata, no podía tenerse! Se caía materialmente de viejo. Si el buen cura tenía que ir a aldeas o caseríos lejanos, el pobre caballo sufría lo indecible, y su amo casi más que él, viéndole renquear, soplar, resoplar, estornudar, distender los músculos dolorosamente en las cuestas, cuando no se paraba jadeante, en medio del camino, como si le dijera a su dueño: «¡Perdóname! ¡No puedo más.! ¡No puedo con mi alma!»
Echaba a veces pie a tierra el cura; subía las cuestas y recorría los malos trayectos de los caminos llevando a Lucero de las riendas. Además, por si esto era poco, siempre llevaba en el morral de la silla unas pocas algarrobas, un par de puñados de maíz y unos terrones de azúcar, con los cuales regalaba de vez en cuando a la cabalgadura; pero ni aun así conseguía hacer carrera de él. ¡Lucero se moría, se moriría el día menos pensado, y dejaría a su amo en el camino, quién sabe si en medio de alguno de aquellos pinares o robledales interminables, donde se comerían a Mosén Casimiro los lobos!
Un mucho por este temor, un poco también por avaricia y por cálculo (que hasta los santos, dice Santo Tomás, tienen sus malos pensamientos) es lo cierto que Mosén Casimiro, luego de pensarlo mucho y de considerarlo semanas y meses, se decidió al fin: vendería el caballo. Después de todo, sería una locura obstinarse en conservar un animal que, el día menos pensado, le darla un susto.
Y Mosén Casimiro, sin decir nada a la buena ama Petra, pues se habría opuesto, desde luego, a sus designios, ni a su sobrina -ésta adoraba al caballo corno a un perro fiel-, emprendió, en un hermoso amanecer de mayo, el camino de Ribadeo, donde se celebraban ya por entonces ferias famosísimas de ganados. Al ama y la sobrina les dijo iba a ver a unos amigos y a la vez a hacer unos negocios con productos de sus fincas.
Como el cura realizaba dos o tres veces al año el viaje a Ribadeo, jinete siempre en su fiel Lucero, nada extrañó a éstas y le vieron partir, cual de costumbre.
El buen cura había de hacer de todos modos «de tripas corazón». Él no recordaba haber hecho en su vida daño a una mosca, e iba a consumar, ya en plena vejez, una mala acción, al vender a aquel compañero de fatigas y penas, a aquel noble y bondadosísimo animal, que le entendía tan bien como sus perros de caza, que relinchaba de placer al verle o al oír su voz desde lejos, y que había nacido en el establo de la casa; pero, ¡qué remedio!, la vida tiene a veces exigencias y el cura endurecía su corazón ante la perspectiva de un buen caballo, brioso y valiente, con el cual le sería fácil y cómodo viajar a su antojo por valles y sierras.
Al llegar a Ribadeo, fue a hospedarse Mosén Casimiro en el mismo parador donde lo hacía desde tiempo inmemorial, mezcla de posada y de hospedería, y después de cambiar su sotana y acicalarse un poco, bajó de nuevo a la caballeriza, y se llevó a Lucero, casi sin quererlo mirar, al cercano mercado de bestias.
Pronto se puso al habla con unos gitanos; le ofrecieron varios ejemplares de caballos, y se interesaron por la compra de Lucero. Mosén Casimiro, como el criminal por la fuerza, vendió su jaco, al fin, ¡en treinta duros! Nadie le ofreció más en toda la feria. Realizada la venta, y por no ver más al pobre animal, Mosén Casimiro regresó a su hospedería, para comer y quedó con los gitanos en que, a cosa de las tres volvería al ferial, a fin de probar algún caballo que valiera la pena.
El cura, regresó al mercado. Los gitanos le presentaron un caballo negro, de la misma alzada que Lucero. Montó, Mosén Casimiro y comprobó que marchaba bien y con brío. Le recordaba a Lucero cuando era joven; le subiría las cuestas y los malos caminos en un decir Jesús.
Tras no poco regateo, el cura pagó por el caballo sus buenas dos mil pesetas. Y, en seguida, recogió el hatillo en el parador y emprendió el regreso hacia su casa, pues no quería ser sorprendido por la noche en el camino, y éste era largo.
Iba contento ahora Mosén Casimiro. Pensaba que la compra merecía su sacrificio. Este caballo -los gitanos le habían dicho se llamaba Babieca, como el del Cid- aunque no tenía el paso muy vivo dando señal de carácter manso y dulce, de vez en cuando daba arrancadas magníficas, como los caballos de pura sangre, y corría largo trecho sin mostrar fatiga alguna. Además: miraba hacia atrás, de reojo, cuarteando las ancas un poco, tal cual hacen los potros cuando están próximos a espantarse, y el buen cura le acariciaba el cuello, largo y delgado como el de Lucero, o le cogía las crines, igual que las de éste cortas y espesas.
De pronto, cuando ya llevaban caballo y caballero su buena hora de camino, ocurrió un accidente vulgarísimo y muy frecuente en Asturias: las nubes se enfurruñaron, el cielo tomó un aspecto plomizo, estalló un trueno que rodó por el valle verde, y en un momento terribles cataratas de agua cayeron sobre la tierra, en una de aquellas tormentas norteñas capaces de deshacer los montes.
Mosén Casimiro, se encontraba en pleno despoblado. Llevó su caballo debajo de una encina, a pesar del peligro, bien sabido, de cobijarse bajo las arboledas en tiempo de borrasca y tronada. De todos modos, en un momento él y el caballo habían quedado hechos una sopa, y todavía, a pesar de la protección del ramaje y del viejo quitasol del cura -paraguas y quitasol, a la vez- se mojaban debajo del árbol tanto o más que si estuvieran en medio del camino.
De repente, Mosén Casimiro frunció el ceño, al observar una especie de fenómeno inexplicable: el caballo cambiaba de color. Era negro cetrino y empezaba a volverse por algunos sitios gris, y por otros, blanco. Inclinóse casi fuera de la silla, observó un lado y las patas del animal, miró al suelo... y entonces un asombro infinito, primero, una especie de sorda cólera después, le embargaron. ¡Ya era evidente! El caballo, no cambiaba de color; sencillamente se despintaba. La pintura negra chorreaba por todos los pelos del animal, por las patas, por la panza, por las crines. ¡Ah, bandidos! ¡Los gitanos le habían vendido un caballo blanco, camuflado de negro, supiera Dios con qué designio!
Ciego por la ira, el viejo echó pie a tierra para observar mejor aquel fenómeno, aquella burla sin nombre.
- ¿Quién me mete a mí a tratar con gitanos? ¡Soy un perfecto tonto! Este caballo debe ser tan viejo o más que Lucero, y los bandidos esos...- murmuraba entre dientes.
De pronto se calló.
Al dar vueltas al animal, que se mostraba inquieto y coceador, y estaba ya despintado casi por completo, había llegado a situarse frente al rostro del mismo, y al mirarle en los ojos, había creído reconocer... ¡oh! ¿era posible?... ¡al propio Lucero!
El cura, medio enloquecido por la sorpresa, llevóse ambas manos a la boca, y estuvo mirando un gran rato al caballo. Al fin, se convenció: ¡aquel era Lucero!
- ¡Lucero! -dijo por último, con un grito ahogado, que le salió al buen párroco del mismo corazón. - Lucero, ¿eres tú?
El sufrido animal -pues era Lucero, en efecto- relinchó de gozo, al verse nombrado por su amo, y le miró con sus grandes ojos combos, de inocencia, como diciéndole:
- ¡Mira lo que han hecho conmigo!... ¡Me han pintado, me han martirizado, me han sometido a mil torturas, para transformarme ante tus ojos en un magnífico alazán; pero, este terrible calvario lo doy por bien empleado porque así tú has llevado el escarmiento que te merecías!
Todo esto, que pensaba el cura, debía estar también pensándolo el caballo, y Mosén Casimiro, en cuya alma bondadosa se había borrado casi de repente la cólera, para dar paso a una alegría desbordante y ruidosa, exclamó ahora, ya seguro:
- ¡Sí, eres tú, tú, mi Lucero querido! ¡Ah, qué alegría!... Pero, ¿por qué te muestras tan inquieto y coceador, tú que eres un pedazo de pan?...
Volvió a relinchar el caballo; levantó en el aire ambas patas, al tiempo que miraba a su amo, como si quisiera decirle:
- ¡Busca, hombre!... ¡Acabarás por comprender toda la maldad y la perfidia de esos gitanos a los que me vendiste y los cuales luego me han revendido a ti mismo, haciéndome pasar por el caballo del Cid!
Y el cura acabó por comprender. Mirando, mirando a su Lucero, descubrió, en el nacimiento de la cola, una cuerda atada. La cuerda, pintada de negro asimismo, se desteñía con la lluvia, y permitió al cura descubrir un bultito obscuro, colocado debajo del rabo. Cortó la cuerda y examinó aquello: era media guindilla, de esas llamadas de maceta, muy picantes, que le habían colocado al pobre animal en el punto más sensible, para que el escozor y el picor le espantaran de continuo, y le comunicaran unos arrestos olvidados, hacía muchos años, por el decrépito caballejo.
Así comprendió el cura por qué el triste animal andaba ligero, daba arrancadas de caballo inglés, y, de vez en cuando, inclinaba las ancas o las ladeaba, como hacen los caballos de raza cuando notan que les tascan el freno.
Lucero había lanzado un relincho de gozo al verse libertado por su amo de aquel suplicio, y quedó desde entonces con su acostumbrada inmovilidad y mansedumbre, cual si fuera de piedra.
Y Mosén Casimiro dio rienda suelta a la emoción que le embargaba; rompió a llorar como un niño, se abrazó al cuello del querido rocín, como Sancho al encontrar a su asno, y musitó, entre apenas contenidos hipos de llanto:
- ¡Oh, Lucero mío: perdóname! ¡Perdona a este pobre viejo, si, en un momento de mala pasión, llegó a olvidarte y a venderte por los treinta dineros! ¡Treinta dineros justos me dieron por ti, y yo tuve que pagar luego cuatrocientos; pero bien empleado se me está, por avaro, por mal intencionado y mal hombre! Ahora, yo te juro que te morirás de viejo al lado de tu amo.
Y cuenta la leyenda que, en efecto, Lucero, murió, viejísimo, medio paralítico y casi ciego, en la casa rectoral del padre Casimiro, quien nunca se perdonó lo que él llamaba "la alevosía de la venta".
Este santo varón, ya entrado en años tenía un caballo tan viejo como él, al que profesaba gran cariño. Le servía para ir de aldea en aldea de su feligresía, a fin de visitar enfermos y pobres desvalidos, confesar moribundos, bautizar recién nacidos y enterrar a los muertos.
Lucero, así se llamaba el caballo, era blanco, o mejor dicho, lo había sido, pues los años, los trabajos y las largas caminatas le habían tornado el pelaje de un color amarillento, apagado y desvaído.
De todos modos, el buen cura sentía por su caballo un cariño entrañable, y lo asociaba bondadosamente a todos los regocijos y fiestas familiares en que él intervenía; por eso, no había bautizo, por pequeño que fuese, en que Lucero no participase de las peladillas, los torriños o las torradas; ni boda de rumbo o boda humilde, hecha por Mosén Casimiro, en que el caballejo no se regalara largamente con un buen puñado de terrones de azúcar, amén de cualquier otra golosina.
Y, sin embargo, a pesar de este cariño entrañable que experimentaba el cura su rocín, desde hacía tiempo tenía el hombre un resquemor que le roía y no le dejaba reposar tranquilo. ¡Lucero, hablando en plata, no podía tenerse! Se caía materialmente de viejo. Si el buen cura tenía que ir a aldeas o caseríos lejanos, el pobre caballo sufría lo indecible, y su amo casi más que él, viéndole renquear, soplar, resoplar, estornudar, distender los músculos dolorosamente en las cuestas, cuando no se paraba jadeante, en medio del camino, como si le dijera a su dueño: «¡Perdóname! ¡No puedo más.! ¡No puedo con mi alma!»
Echaba a veces pie a tierra el cura; subía las cuestas y recorría los malos trayectos de los caminos llevando a Lucero de las riendas. Además, por si esto era poco, siempre llevaba en el morral de la silla unas pocas algarrobas, un par de puñados de maíz y unos terrones de azúcar, con los cuales regalaba de vez en cuando a la cabalgadura; pero ni aun así conseguía hacer carrera de él. ¡Lucero se moría, se moriría el día menos pensado, y dejaría a su amo en el camino, quién sabe si en medio de alguno de aquellos pinares o robledales interminables, donde se comerían a Mosén Casimiro los lobos!
Un mucho por este temor, un poco también por avaricia y por cálculo (que hasta los santos, dice Santo Tomás, tienen sus malos pensamientos) es lo cierto que Mosén Casimiro, luego de pensarlo mucho y de considerarlo semanas y meses, se decidió al fin: vendería el caballo. Después de todo, sería una locura obstinarse en conservar un animal que, el día menos pensado, le darla un susto.
Y Mosén Casimiro, sin decir nada a la buena ama Petra, pues se habría opuesto, desde luego, a sus designios, ni a su sobrina -ésta adoraba al caballo corno a un perro fiel-, emprendió, en un hermoso amanecer de mayo, el camino de Ribadeo, donde se celebraban ya por entonces ferias famosísimas de ganados. Al ama y la sobrina les dijo iba a ver a unos amigos y a la vez a hacer unos negocios con productos de sus fincas.
Como el cura realizaba dos o tres veces al año el viaje a Ribadeo, jinete siempre en su fiel Lucero, nada extrañó a éstas y le vieron partir, cual de costumbre.
El buen cura había de hacer de todos modos «de tripas corazón». Él no recordaba haber hecho en su vida daño a una mosca, e iba a consumar, ya en plena vejez, una mala acción, al vender a aquel compañero de fatigas y penas, a aquel noble y bondadosísimo animal, que le entendía tan bien como sus perros de caza, que relinchaba de placer al verle o al oír su voz desde lejos, y que había nacido en el establo de la casa; pero, ¡qué remedio!, la vida tiene a veces exigencias y el cura endurecía su corazón ante la perspectiva de un buen caballo, brioso y valiente, con el cual le sería fácil y cómodo viajar a su antojo por valles y sierras.
Al llegar a Ribadeo, fue a hospedarse Mosén Casimiro en el mismo parador donde lo hacía desde tiempo inmemorial, mezcla de posada y de hospedería, y después de cambiar su sotana y acicalarse un poco, bajó de nuevo a la caballeriza, y se llevó a Lucero, casi sin quererlo mirar, al cercano mercado de bestias.
Pronto se puso al habla con unos gitanos; le ofrecieron varios ejemplares de caballos, y se interesaron por la compra de Lucero. Mosén Casimiro, como el criminal por la fuerza, vendió su jaco, al fin, ¡en treinta duros! Nadie le ofreció más en toda la feria. Realizada la venta, y por no ver más al pobre animal, Mosén Casimiro regresó a su hospedería, para comer y quedó con los gitanos en que, a cosa de las tres volvería al ferial, a fin de probar algún caballo que valiera la pena.
El cura, regresó al mercado. Los gitanos le presentaron un caballo negro, de la misma alzada que Lucero. Montó, Mosén Casimiro y comprobó que marchaba bien y con brío. Le recordaba a Lucero cuando era joven; le subiría las cuestas y los malos caminos en un decir Jesús.
Tras no poco regateo, el cura pagó por el caballo sus buenas dos mil pesetas. Y, en seguida, recogió el hatillo en el parador y emprendió el regreso hacia su casa, pues no quería ser sorprendido por la noche en el camino, y éste era largo.
Iba contento ahora Mosén Casimiro. Pensaba que la compra merecía su sacrificio. Este caballo -los gitanos le habían dicho se llamaba Babieca, como el del Cid- aunque no tenía el paso muy vivo dando señal de carácter manso y dulce, de vez en cuando daba arrancadas magníficas, como los caballos de pura sangre, y corría largo trecho sin mostrar fatiga alguna. Además: miraba hacia atrás, de reojo, cuarteando las ancas un poco, tal cual hacen los potros cuando están próximos a espantarse, y el buen cura le acariciaba el cuello, largo y delgado como el de Lucero, o le cogía las crines, igual que las de éste cortas y espesas.
De pronto, cuando ya llevaban caballo y caballero su buena hora de camino, ocurrió un accidente vulgarísimo y muy frecuente en Asturias: las nubes se enfurruñaron, el cielo tomó un aspecto plomizo, estalló un trueno que rodó por el valle verde, y en un momento terribles cataratas de agua cayeron sobre la tierra, en una de aquellas tormentas norteñas capaces de deshacer los montes.
Mosén Casimiro, se encontraba en pleno despoblado. Llevó su caballo debajo de una encina, a pesar del peligro, bien sabido, de cobijarse bajo las arboledas en tiempo de borrasca y tronada. De todos modos, en un momento él y el caballo habían quedado hechos una sopa, y todavía, a pesar de la protección del ramaje y del viejo quitasol del cura -paraguas y quitasol, a la vez- se mojaban debajo del árbol tanto o más que si estuvieran en medio del camino.
De repente, Mosén Casimiro frunció el ceño, al observar una especie de fenómeno inexplicable: el caballo cambiaba de color. Era negro cetrino y empezaba a volverse por algunos sitios gris, y por otros, blanco. Inclinóse casi fuera de la silla, observó un lado y las patas del animal, miró al suelo... y entonces un asombro infinito, primero, una especie de sorda cólera después, le embargaron. ¡Ya era evidente! El caballo, no cambiaba de color; sencillamente se despintaba. La pintura negra chorreaba por todos los pelos del animal, por las patas, por la panza, por las crines. ¡Ah, bandidos! ¡Los gitanos le habían vendido un caballo blanco, camuflado de negro, supiera Dios con qué designio!
Ciego por la ira, el viejo echó pie a tierra para observar mejor aquel fenómeno, aquella burla sin nombre.
- ¿Quién me mete a mí a tratar con gitanos? ¡Soy un perfecto tonto! Este caballo debe ser tan viejo o más que Lucero, y los bandidos esos...- murmuraba entre dientes.
De pronto se calló.
Al dar vueltas al animal, que se mostraba inquieto y coceador, y estaba ya despintado casi por completo, había llegado a situarse frente al rostro del mismo, y al mirarle en los ojos, había creído reconocer... ¡oh! ¿era posible?... ¡al propio Lucero!
El cura, medio enloquecido por la sorpresa, llevóse ambas manos a la boca, y estuvo mirando un gran rato al caballo. Al fin, se convenció: ¡aquel era Lucero!
- ¡Lucero! -dijo por último, con un grito ahogado, que le salió al buen párroco del mismo corazón. - Lucero, ¿eres tú?
El sufrido animal -pues era Lucero, en efecto- relinchó de gozo, al verse nombrado por su amo, y le miró con sus grandes ojos combos, de inocencia, como diciéndole:
- ¡Mira lo que han hecho conmigo!... ¡Me han pintado, me han martirizado, me han sometido a mil torturas, para transformarme ante tus ojos en un magnífico alazán; pero, este terrible calvario lo doy por bien empleado porque así tú has llevado el escarmiento que te merecías!
Todo esto, que pensaba el cura, debía estar también pensándolo el caballo, y Mosén Casimiro, en cuya alma bondadosa se había borrado casi de repente la cólera, para dar paso a una alegría desbordante y ruidosa, exclamó ahora, ya seguro:
- ¡Sí, eres tú, tú, mi Lucero querido! ¡Ah, qué alegría!... Pero, ¿por qué te muestras tan inquieto y coceador, tú que eres un pedazo de pan?...
Volvió a relinchar el caballo; levantó en el aire ambas patas, al tiempo que miraba a su amo, como si quisiera decirle:
- ¡Busca, hombre!... ¡Acabarás por comprender toda la maldad y la perfidia de esos gitanos a los que me vendiste y los cuales luego me han revendido a ti mismo, haciéndome pasar por el caballo del Cid!
Y el cura acabó por comprender. Mirando, mirando a su Lucero, descubrió, en el nacimiento de la cola, una cuerda atada. La cuerda, pintada de negro asimismo, se desteñía con la lluvia, y permitió al cura descubrir un bultito obscuro, colocado debajo del rabo. Cortó la cuerda y examinó aquello: era media guindilla, de esas llamadas de maceta, muy picantes, que le habían colocado al pobre animal en el punto más sensible, para que el escozor y el picor le espantaran de continuo, y le comunicaran unos arrestos olvidados, hacía muchos años, por el decrépito caballejo.
Así comprendió el cura por qué el triste animal andaba ligero, daba arrancadas de caballo inglés, y, de vez en cuando, inclinaba las ancas o las ladeaba, como hacen los caballos de raza cuando notan que les tascan el freno.
Lucero había lanzado un relincho de gozo al verse libertado por su amo de aquel suplicio, y quedó desde entonces con su acostumbrada inmovilidad y mansedumbre, cual si fuera de piedra.
Y Mosén Casimiro dio rienda suelta a la emoción que le embargaba; rompió a llorar como un niño, se abrazó al cuello del querido rocín, como Sancho al encontrar a su asno, y musitó, entre apenas contenidos hipos de llanto:
- ¡Oh, Lucero mío: perdóname! ¡Perdona a este pobre viejo, si, en un momento de mala pasión, llegó a olvidarte y a venderte por los treinta dineros! ¡Treinta dineros justos me dieron por ti, y yo tuve que pagar luego cuatrocientos; pero bien empleado se me está, por avaro, por mal intencionado y mal hombre! Ahora, yo te juro que te morirás de viejo al lado de tu amo.
Y cuenta la leyenda que, en efecto, Lucero, murió, viejísimo, medio paralítico y casi ciego, en la casa rectoral del padre Casimiro, quien nunca se perdonó lo que él llamaba "la alevosía de la venta".
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