Cierto día estaban reunidos Munuza y su favorito Karim. El
poderoso guerrero se quejaba del desprecio que tenía Ormesinda,
hermana de Pelayo, para su apasionado amor; por eso, en vista de
que no cedía a sus ruegos, había decidido raptarla y lograr por
la fuerza lo que no podía conseguir de otra manera. Expuso a
Karim el plan que se había trazado y le recomendó que procurara
llevar la doncella a su presencia sin que se enteraran los
cristianos, para evitar que la sangre musulmana se derramara por
un deseo particular suyo. Karim prometió obrar con cautela y
salió de la estancia para cumplir lo que le mandaba.
Mientras tanto, Ormesinda estaba en su casa, acompañada de su antigua nodriza, y se lamentaba de la pasión que había despertado en Munuza. Echaba de menos a su hermano, que había ido a ver al duque de Aquitania para obtener su ayuda en la lucha que sostenían los cristianos contra los moros. Sólo confiaba en su prometido, el valiente don Alonso, y no dudaba que habría de salvarla de las persecuciones del musulmán. Precisamente aquella noche la esperaba para concertar juntos su huida hacia las montañas de Covadonga. Por eso, cuando llamaron a la puerta, mandó a la nodriza que abriera sin temor, pensando en que sería don Alonso. Pero la sorpresa de ambas fue grande al ver que en vez del caballero cristiano aparecía Karim rodeado de sus soldados y dispuesto a llevarse a Ormesinda de grado o de fuerza, para conducirla a presencia de su señor. La hermana de Pelayo intentó por todos los medios a su alcance hacer desistir a Karim de su propósito, y cuando vio que éste se dirigía a ella para llevársela por la fuerza, le insultó fieramente; mas de nada le valieron sus esfuerzos, pues el moro la acogió entre sus brazos. Aún se debatió en ellos con fuerza, por lo cual Karim mandó a unos cuantos soldados que le ayudasen, y entre todos la ataron de pies y manos. Ya se disponían a salir, cuando apareció don Alonso en la habitación. Ormesinda, al verle, sintió renacer sus esperanzas y le animó a que la libertara. El noble cristiano no vaciló en hacer frente a los raptores, y, espada en mano, sin tener en cuenta su número, se dirigió indignado contra ellos para rescatar a su prisionera. Todos le rodearon, y poco después caía herido. Los moros se apoderaron también de él y le llevaron ante Munuza. La alegría de éste por tan inesperada captura fue grande; siempre había deseado tener a don Alonso entre sus manos, porque sabía que era su rival en el amor de Ormesinda. Mandó que le metieran en un calabozo, y se dirigió hacia la habitación en donde se encontraba la hermana de Pelayo. Cuando estuvo delante de ella, procuró tranquilizarla con cariñosas palabras; pero al ver que nada conseguía y que la doncella le demostraba duramente su odio, díjole que tenía a su amante prisionero y que sólo le perdonaría la vida si accedía a ser su esposa. Si no consentía en ello, le mataría a la mañana siguiente, y ella pasaría a su harén como una esclava más. Ormesinda pensó que la vida de don Alonso era preciosa para la causa cristiana, puesto que si a su hermano le ocurriese algo, don Alonso era el más indicado para ocupar su sitio, y puesto que el moro estaba decidido a que de todas formas fuera suya, accedió a casarse con él, a cambio de la vida de su prometido. Poco después, Munuza mandaba poner en libertad al caballero cristiano, al tiempo que daba órdenes para que la ceremonia de su boda se celebrase al día siguiente.
Pronto tal noticia empezó a circular entre los cristianos y les produjo un gran desaliento al ver que una de las mujeres de más alta nobleza se mancillaba de tal manera uniendo su sangre a la de un infiel.
Llegó el día de la boda; patrullas de soldados musulmanes guardaban las calles que había de recorrer la comitiva. Cuando ésta se puso en marchar mientras avanzaba a paso lento hacia la mezquita, un hombre contemplaba la escena algo apartado de la multitud. Su rostro revelaba la desesperación que le consumía: era don Alonso, que sin cesar se lamentaba de no poder impedir la unión de Ormesinda y Munuza. De pronto sintió que alguien le tocaba en el hombro; volvióse, y vio a un embozado que le reprochaba su desaliento y se quejaba de que no le reconociera. Se descubrió, y don Alonso reconoció con alegría al propio don Pelayo. Como no salía de su asombro, puesto que le creía en Aquitania, don Pelayo le explicó que había regresado en secreto para retirarse con todos ellos a las montañas y allí esperar la ayuda necesaria y poder proseguir la reconquista de España; pero al enterarse del desatinado propósito de su hermana, había llegado hasta allí dispuesto a matarla antes de consentir que, deshonrándose ella, mancillase a toda su familia. Don Alonso intentó hacerle conocer la verdad de lo sucedido, y le instó a que desistiera de matarla. Pero el proyecto de don Pelayo era firme, y juntos se dirigieron a la mezquita en que había de celebrarse la ceremonia.
Ya estaban Ormesinda y Munuza en ella y el acto iba a comenzar. Don Pelayo pudo ver cómo su hermana parecía hallarse ausente de allí; una gran palidez cubría su rostro, y sus ojos tenían un brillo extraño; cuando Munuza se dirigía a ella, diríase que no le escuchaba. Los dos caballeros cristianos consiguieron llegar hasta donde estaban los futuros esposos. Ormesinda, al verlos, dio un grito, y entonces don Pelayo se adelantó hacia Munuza y le pidió que le dejara abrazar a su hermana por última vez, pensando que así no erraría el golpe.
Ormesinda insistió en la petición de su hermano, y dijo a éste que se apresurara a abrazarla, porque aunque por salvar a don Alonso había accedido a casarse con Munuza, la noche anterior, para que tal unión no se llevase a efecto había bebido un veneno que dentro de poco habría de poner fin a su vida.
Don Pelayo, al oírla, se alegró de lo que le decía, al ver que su hermana cumplía como correspondía a la nobleza de su sangre y que le evitaba a él tener que causarle la muerte por su propia mano. Poco después, Ormesinda caía muerta en sus brazos. Don Alonso y don Pelayo se abalanzaron contra Munuza y le mataron a puñaladas. Al ver que su jefe había sido asesinado, una gran confusión se esparció entre la multitud. La mezquita se convirtió en un campo de batalla, y los cristianos les causaron un gran número de bajas. Después de la matanza, se retiraron don Pelayo y don Alonso a Covadonga, llevando como estandarte el cuerpo de la noble Ormesinda.
Mientras tanto, Ormesinda estaba en su casa, acompañada de su antigua nodriza, y se lamentaba de la pasión que había despertado en Munuza. Echaba de menos a su hermano, que había ido a ver al duque de Aquitania para obtener su ayuda en la lucha que sostenían los cristianos contra los moros. Sólo confiaba en su prometido, el valiente don Alonso, y no dudaba que habría de salvarla de las persecuciones del musulmán. Precisamente aquella noche la esperaba para concertar juntos su huida hacia las montañas de Covadonga. Por eso, cuando llamaron a la puerta, mandó a la nodriza que abriera sin temor, pensando en que sería don Alonso. Pero la sorpresa de ambas fue grande al ver que en vez del caballero cristiano aparecía Karim rodeado de sus soldados y dispuesto a llevarse a Ormesinda de grado o de fuerza, para conducirla a presencia de su señor. La hermana de Pelayo intentó por todos los medios a su alcance hacer desistir a Karim de su propósito, y cuando vio que éste se dirigía a ella para llevársela por la fuerza, le insultó fieramente; mas de nada le valieron sus esfuerzos, pues el moro la acogió entre sus brazos. Aún se debatió en ellos con fuerza, por lo cual Karim mandó a unos cuantos soldados que le ayudasen, y entre todos la ataron de pies y manos. Ya se disponían a salir, cuando apareció don Alonso en la habitación. Ormesinda, al verle, sintió renacer sus esperanzas y le animó a que la libertara. El noble cristiano no vaciló en hacer frente a los raptores, y, espada en mano, sin tener en cuenta su número, se dirigió indignado contra ellos para rescatar a su prisionera. Todos le rodearon, y poco después caía herido. Los moros se apoderaron también de él y le llevaron ante Munuza. La alegría de éste por tan inesperada captura fue grande; siempre había deseado tener a don Alonso entre sus manos, porque sabía que era su rival en el amor de Ormesinda. Mandó que le metieran en un calabozo, y se dirigió hacia la habitación en donde se encontraba la hermana de Pelayo. Cuando estuvo delante de ella, procuró tranquilizarla con cariñosas palabras; pero al ver que nada conseguía y que la doncella le demostraba duramente su odio, díjole que tenía a su amante prisionero y que sólo le perdonaría la vida si accedía a ser su esposa. Si no consentía en ello, le mataría a la mañana siguiente, y ella pasaría a su harén como una esclava más. Ormesinda pensó que la vida de don Alonso era preciosa para la causa cristiana, puesto que si a su hermano le ocurriese algo, don Alonso era el más indicado para ocupar su sitio, y puesto que el moro estaba decidido a que de todas formas fuera suya, accedió a casarse con él, a cambio de la vida de su prometido. Poco después, Munuza mandaba poner en libertad al caballero cristiano, al tiempo que daba órdenes para que la ceremonia de su boda se celebrase al día siguiente.
Pronto tal noticia empezó a circular entre los cristianos y les produjo un gran desaliento al ver que una de las mujeres de más alta nobleza se mancillaba de tal manera uniendo su sangre a la de un infiel.
Llegó el día de la boda; patrullas de soldados musulmanes guardaban las calles que había de recorrer la comitiva. Cuando ésta se puso en marchar mientras avanzaba a paso lento hacia la mezquita, un hombre contemplaba la escena algo apartado de la multitud. Su rostro revelaba la desesperación que le consumía: era don Alonso, que sin cesar se lamentaba de no poder impedir la unión de Ormesinda y Munuza. De pronto sintió que alguien le tocaba en el hombro; volvióse, y vio a un embozado que le reprochaba su desaliento y se quejaba de que no le reconociera. Se descubrió, y don Alonso reconoció con alegría al propio don Pelayo. Como no salía de su asombro, puesto que le creía en Aquitania, don Pelayo le explicó que había regresado en secreto para retirarse con todos ellos a las montañas y allí esperar la ayuda necesaria y poder proseguir la reconquista de España; pero al enterarse del desatinado propósito de su hermana, había llegado hasta allí dispuesto a matarla antes de consentir que, deshonrándose ella, mancillase a toda su familia. Don Alonso intentó hacerle conocer la verdad de lo sucedido, y le instó a que desistiera de matarla. Pero el proyecto de don Pelayo era firme, y juntos se dirigieron a la mezquita en que había de celebrarse la ceremonia.
Ya estaban Ormesinda y Munuza en ella y el acto iba a comenzar. Don Pelayo pudo ver cómo su hermana parecía hallarse ausente de allí; una gran palidez cubría su rostro, y sus ojos tenían un brillo extraño; cuando Munuza se dirigía a ella, diríase que no le escuchaba. Los dos caballeros cristianos consiguieron llegar hasta donde estaban los futuros esposos. Ormesinda, al verlos, dio un grito, y entonces don Pelayo se adelantó hacia Munuza y le pidió que le dejara abrazar a su hermana por última vez, pensando que así no erraría el golpe.
Ormesinda insistió en la petición de su hermano, y dijo a éste que se apresurara a abrazarla, porque aunque por salvar a don Alonso había accedido a casarse con Munuza, la noche anterior, para que tal unión no se llevase a efecto había bebido un veneno que dentro de poco habría de poner fin a su vida.
Don Pelayo, al oírla, se alegró de lo que le decía, al ver que su hermana cumplía como correspondía a la nobleza de su sangre y que le evitaba a él tener que causarle la muerte por su propia mano. Poco después, Ormesinda caía muerta en sus brazos. Don Alonso y don Pelayo se abalanzaron contra Munuza y le mataron a puñaladas. Al ver que su jefe había sido asesinado, una gran confusión se esparció entre la multitud. La mezquita se convirtió en un campo de batalla, y los cristianos les causaron un gran número de bajas. Después de la matanza, se retiraron don Pelayo y don Alonso a Covadonga, llevando como estandarte el cuerpo de la noble Ormesinda.
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