En tiempos antiguos existía en Asturias, muy cerca del famoso
pozo de Fúneres, un señorial palacio, conocido con el nombre de
Álvarez de las Asturias, por sus primitivos moradores. Vivía en
él el último descendiente de la ilustre casa, de quien se sabe
que llevaba con mucho orgullo y poca dignidad el título de
conde. Era conocido y temido de todos por su soberbia, su
despotismo y su cólera indomable para aquellos que no pertenecían
a su misma nobleza.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de sus colonos en algo que no era de su gusto, le acometió tal arrebato de cólera, que después de insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo. Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido; pero, aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con el perverso Conde insoportable, transigieron una vez más y siguieron a su lado, por conservar el mísero pedazo de pan diario.
Poco tiempo después de este suceso, paseando un día el tiránico caballero por unos terrenos de su propiedad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya moza, de uno de los labradores, y al observar su belleza, la mandó llamar a su presencia y la ordenó con extraña sonrisa que se presentara al día siguiente en su palacio. Prometió ella obedecer, y, como era de esperar, sucedió lo que había ya ocurrido con muchas de las trabajadoras del Conde: la muchacha quedó deshonrada y nadie pudo ni siquiera formular una queja al causante del daño.
Pasaron así los años, sin que mejorara la situación de aquellos desgraciados. La conducta del Conde seguía siendo el terror y la comidilla de aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus maldades, que llegó a oídos del Rey su despotismo, y, sintiéndose obligado a hacer justicia, le mandó llamar a su presencia, y una vez que confirmó la verdad de su conducta, ordenó que se le diera muerte. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros como él, fue colgado, como el de un criminal cualquiera, en Peña Corbera, y una noche tras otra los cuervos le fueron devorando, hasta dejarle reducido al esqueleto. Entonces, sus huesos fueron recogidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él; sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida había profesado algún cariño, abandonó el palacio y se fue a vagar por los alrededores del pozo, aullando incansable todas las noches en la boca negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angustiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al pozo los huesos del Conde, se empezó a sentir por allí un hedor repugnante, que cada día se hacía más insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores empezaron a creer desde entonces que en el fondo de las cenagosas aguas habían nacido bichos asquerosos de todas clases, y esta idea hizo que las gentes se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía haberse contaminado de todas las miserias del malvado Conde.
Con los años, se fue olvidando la historia; pero un día un pastorcillo, ignorante de todo, que llevaba por allí sus vacas, distraído, pisó en falso y cayó al pozo. Lo advirtieron unos labradores y corrieron a salvarle. Comprobaron enseguida que no se había ahogado, porque era muy escasa su profundidad, y le echaron una gruesa cuerda para que trepara por ella; pero el pastorcillo se negó a subir y les rogó que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los labradores le preguntaron el porqué de su actitud, y el pobre muchacho contestó que eran tantos los bichos asquerosos que se habían adherido a su cuerpo, que no quería contaminar al mundo con el contacto ponzoñoso de tantas gafuras, larvas y culebrones como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí al pobre pastorcillo. Pero, desde entonces, la creencia de que el perverso espíritu del Conde vaga todavía en el fondo del pozo ha reavivado su recuerdo, alejando de allí a los curiosos.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de sus colonos en algo que no era de su gusto, le acometió tal arrebato de cólera, que después de insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo. Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido; pero, aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con el perverso Conde insoportable, transigieron una vez más y siguieron a su lado, por conservar el mísero pedazo de pan diario.
Poco tiempo después de este suceso, paseando un día el tiránico caballero por unos terrenos de su propiedad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya moza, de uno de los labradores, y al observar su belleza, la mandó llamar a su presencia y la ordenó con extraña sonrisa que se presentara al día siguiente en su palacio. Prometió ella obedecer, y, como era de esperar, sucedió lo que había ya ocurrido con muchas de las trabajadoras del Conde: la muchacha quedó deshonrada y nadie pudo ni siquiera formular una queja al causante del daño.
Pasaron así los años, sin que mejorara la situación de aquellos desgraciados. La conducta del Conde seguía siendo el terror y la comidilla de aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus maldades, que llegó a oídos del Rey su despotismo, y, sintiéndose obligado a hacer justicia, le mandó llamar a su presencia, y una vez que confirmó la verdad de su conducta, ordenó que se le diera muerte. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros como él, fue colgado, como el de un criminal cualquiera, en Peña Corbera, y una noche tras otra los cuervos le fueron devorando, hasta dejarle reducido al esqueleto. Entonces, sus huesos fueron recogidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él; sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida había profesado algún cariño, abandonó el palacio y se fue a vagar por los alrededores del pozo, aullando incansable todas las noches en la boca negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angustiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al pozo los huesos del Conde, se empezó a sentir por allí un hedor repugnante, que cada día se hacía más insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores empezaron a creer desde entonces que en el fondo de las cenagosas aguas habían nacido bichos asquerosos de todas clases, y esta idea hizo que las gentes se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía haberse contaminado de todas las miserias del malvado Conde.
Con los años, se fue olvidando la historia; pero un día un pastorcillo, ignorante de todo, que llevaba por allí sus vacas, distraído, pisó en falso y cayó al pozo. Lo advirtieron unos labradores y corrieron a salvarle. Comprobaron enseguida que no se había ahogado, porque era muy escasa su profundidad, y le echaron una gruesa cuerda para que trepara por ella; pero el pastorcillo se negó a subir y les rogó que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los labradores le preguntaron el porqué de su actitud, y el pobre muchacho contestó que eran tantos los bichos asquerosos que se habían adherido a su cuerpo, que no quería contaminar al mundo con el contacto ponzoñoso de tantas gafuras, larvas y culebrones como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí al pobre pastorcillo. Pero, desde entonces, la creencia de que el perverso espíritu del Conde vaga todavía en el fondo del pozo ha reavivado su recuerdo, alejando de allí a los curiosos.
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