En tiempos de los godos, según unos cronistas, o en los últimos
de la dominación romana, según otros, vivía en Ávila una bellísima
muchacha que tenía el nombre de Paula. Había nacido en el
cercano pueblo de Cardeñosa, y era conocida tanto por su
hermosura como por la sincera y humilde piedad cristiana de que
daba continuas muestras. Una de sus devotas costumbres consistía
en la visita frecuente a la iglesia en donde se hallaba el
sepulcro de San Segundo. Llegaba, se arrodillaba delante de la
sepultura del santo varón y así pasaba largo tiempo orando.
Después salía, daba una limosna a algunos de los mendigos que
estaban en la puerta, y regresaba con todo recato a su pueblo.
Una tarde, estaba arrodillada, cuando tuvo la sensación de que era contemplada fijamente por alguien. Alzó la vista, y advirtió que un joven, noble, a juzgar por sus vestiduras, había clavado en ella sus ojos. Entonces, un poco turbada, salió antes que de ordinario, pero en el mismo atrio fue requerida por su admirador. «Soy - le dijo - caballero y rico. Nunca contemplé una mujer tan hermosa como vos, y desde este momento mi deseo más ferviente es lograr vuestro favor». Mas Paula, rechazando enérgicamente al caballero, le reprochó tales palabras en un sitio sagrado, rogándole que dejase en paz a una pobre aldeana.
Esta escena se repitió varias veces, y el insensato amor iba creciendo en el ánimo del joven noble. Era éste de disipadas costumbres y solía satisfacer, fuera como fuera, todos sus caprichos. Así, lleno de ansia por llegar a poseer aquella sorprendente hermosura, y al mismo tiempo irritado en su orgullo, al ver cómo se le rechazaba, se propuso hacer toda suerte de intentos. Y en uno de los atardeceres en que vio marchar a Paula, la siguió, para averiguar hacia dónde se dirigía. Y al día siguiente salió hacia allá.
Cuenta la leyenda que Paula estaba sola, sentada en una peña vecina a la hoy desaparecida ermita de San Lorenzo. Vio venir a un jinete, y con terror conoció que era el caballero que la importunaba tan repetidamente. Cuando ya estaba casi al llegar, oró fervientemente, pidiendo protección al Señor, expresando su angustia al saberse bella y al ver que esa belleza podía ser causa de su perdición. Y notó cómo de pronto una fuerte barba le iba cubriendo el rostro hasta dejárselo casi oculto. Llegó el caballero, y al preguntarle si había visto entrar en la capilla a una joven, Paula le contestó: «A nadie vi desde que aquí estoy sino a mí misma». Fueron inútiles todas las pesquisas del caballero, que volvió burlado y lleno de coraje.
Paula le vio marchar llena de alegría, y postrándose de hinojos, dio gracias al Señor por el milagro que acababa de obrar. Y desde entonces, renunciando ya del todo a las cosas del mundo, se entregó a una vida de oración y penitencia. Cuando murió, ya la fama de su virtud se había extendido por toda la comarca. Su cuerpo se conserva en la capilla de San Segundo, de Adaja, cerca del sepulcro del Santo Obispo. En una inscripción hecha en una tablilla que pende del sepulcro de Paula, se lee:
Una tarde, estaba arrodillada, cuando tuvo la sensación de que era contemplada fijamente por alguien. Alzó la vista, y advirtió que un joven, noble, a juzgar por sus vestiduras, había clavado en ella sus ojos. Entonces, un poco turbada, salió antes que de ordinario, pero en el mismo atrio fue requerida por su admirador. «Soy - le dijo - caballero y rico. Nunca contemplé una mujer tan hermosa como vos, y desde este momento mi deseo más ferviente es lograr vuestro favor». Mas Paula, rechazando enérgicamente al caballero, le reprochó tales palabras en un sitio sagrado, rogándole que dejase en paz a una pobre aldeana.
Esta escena se repitió varias veces, y el insensato amor iba creciendo en el ánimo del joven noble. Era éste de disipadas costumbres y solía satisfacer, fuera como fuera, todos sus caprichos. Así, lleno de ansia por llegar a poseer aquella sorprendente hermosura, y al mismo tiempo irritado en su orgullo, al ver cómo se le rechazaba, se propuso hacer toda suerte de intentos. Y en uno de los atardeceres en que vio marchar a Paula, la siguió, para averiguar hacia dónde se dirigía. Y al día siguiente salió hacia allá.
Cuenta la leyenda que Paula estaba sola, sentada en una peña vecina a la hoy desaparecida ermita de San Lorenzo. Vio venir a un jinete, y con terror conoció que era el caballero que la importunaba tan repetidamente. Cuando ya estaba casi al llegar, oró fervientemente, pidiendo protección al Señor, expresando su angustia al saberse bella y al ver que esa belleza podía ser causa de su perdición. Y notó cómo de pronto una fuerte barba le iba cubriendo el rostro hasta dejárselo casi oculto. Llegó el caballero, y al preguntarle si había visto entrar en la capilla a una joven, Paula le contestó: «A nadie vi desde que aquí estoy sino a mí misma». Fueron inútiles todas las pesquisas del caballero, que volvió burlado y lleno de coraje.
Paula le vio marchar llena de alegría, y postrándose de hinojos, dio gracias al Señor por el milagro que acababa de obrar. Y desde entonces, renunciando ya del todo a las cosas del mundo, se entregó a una vida de oración y penitencia. Cuando murió, ya la fama de su virtud se había extendido por toda la comarca. Su cuerpo se conserva en la capilla de San Segundo, de Adaja, cerca del sepulcro del Santo Obispo. En una inscripción hecha en una tablilla que pende del sepulcro de Paula, se lee:
Sednos buena intercesora y abogada, gloriosa Paula Barbada.
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