En uno de los valles formados por
las estribaciones de la imponente sierra de Gredos, está
enclavado el pintoresco pueblecito de Candeleda (Ávila).
Y en sus cercanías, entre picos inaccesibles, pinares
espesos y olorosos, encinares y robledales tupidos, se
alza, desamparada y cándida, la pequeña ermita de la
Virgen de Chilla. Para subir a ella hay que trepar,
dejando a un lado la sombra de un castillo medieval y las
márgenes del zigzagueante Cuevas, en cuyas aguas
reflejan su vuelo las cigüeñas, varias horas por
caminos de herradura- Y arriba, mientras se recrea la
vista en las magnificencias de un soberbio panorama y se
respira el aire perfumado de los pinares, no faltará
quien sepa, por haberla oído de labios de sus
antepasados, y relate la fuerte e interesante leyenda de
la aparición de la Virgen de Chilla.
Fue aquí en el mismo lugar donde, como blanco nido de palomas, se alza hoy la ermita. Entonces sólo frecuentaban estos riscos y bosques los pastores para dar de comer a sus ganados. Abajo, muy abajo en el valle, se alzaba la primera cabaña, escueta y solitaria.
Vivía en ella la familia de Antón el pastor, compuesta del matrimonio y dos hijos pequeños. La mujer, Casilda, una hermosa muchacha, bastante más joven que Antón, le había salido «cara y... cruz», como decía un chusco: ligera de cascos, un tanto coqueta y peligrosa. Lo cierto fue que Casilda escuchó los requiebros y galanteos de Colás, un pastor joven de las cercanías, cuyos ganados pastaban también por aquellos andurriales. Tanto rogó Colás y tanto extremó sus manifestaciones de pasión que Casilda accedió a concederle una entrevista, acaso con designio de desengañarle. La cita había de tener lugar en el sitio mismo donde se alza la ermita de la Virgen.
Antón era celoso. Barruntó algo extraño. Siguió por riscos y breñas a Casilda y sorprendió a los casquivanos, cuando la mujer acababa de desembocar en la plazoleta y apenas se habían saludado.
- ¡Colás: tú eres un mal hombre y un mal amigo! - díjole Antón, seguro de haber sorprendido a los infames, tras hacer retirarse, con un gesto a Casilda al fondo de la plazoleta -. ¿Cuántas veces no te he dado yo albergue en mi casa?... ¿Cuántas no he compartido contigo la hogaza y el queso que llevaba en mi morra?... ¡Y así has querido pagarme! ¡Vas a tener tu merecido y vas a ver que no se juega impunemente con el honor de Antón!
Mira: a prevención,. por si no llevabas navaja encima, he traído yo dos. ¡Escoge la que quieras! Y luego uno de los dos está de más; porque no es de ley que los dos vivamos, no cabemos ambos en el mundo, después de haber querido mancillar mi nombre. ¡Coge ya una navaja!...
Colás, lívido, dudaba. Comprendía que le era preciso matar o morir. Uno de los dos había de quedar fuera en el combate. Su juventud se encabritaba, aferrada a la su gallardía de hombre fuerte y valiente le impelía a tomar aquel arma y tratar de eliminar a su contrario. Pero pudo en él más un sentimiento noble, generoso y justo que invadió su alma en instante tan solemne. Desatóse la faja; abrióse la camisa de un tirón; mostró el fuerte pecho desnudo y dijo, avanzando hacia su rival, sin querer recoger la navaja caída:
- ¡Tírame duro, Antón, tírame aquí, donde es verdad nacieron esos sentimientos miserables! ¡Castígame tú mismo, mátame como a un perro! ¡Párteme el corazón de un tajo como se merecen los asesinos y los malvados!
Aquella nobleza no desarmó a Antón. Ciego de cólera, se acercó más a su rival; levantó en el aire el brazo; su fuerte mano empujaba la navaja abierta. Y se dispuso a hundir el acero en el mismo corazón del rival odioso que se ofrecía como víctima sumisa a su justicia.
De pronto se encontró paralizado, sin fuerzas. Un obstáculo invisible, un poder misterioso le retenía la navaja. Sonó un trueno. Antón levantó los ojos, y vio como de una nube, bajada de las alturas hasta tocar casi el pico de la sierra donde se abría la explanada, surgía la figura de la Virgen que, sonriente, le decía:
- ¡Perdona, Antón, perdona! ¡Cuando pase tu furia, te arrepentirás de haber matado! Lo hermoso del hombre, lo grande, lo que le ennoblece, le sublima, le hace superior a todas las criaturas y a sí mismo, no es la ira, ni los instintos homicidas, vengativos, ni las malas pasiones, patrimonio de todos los seres feroces de la creación, de todos las fieras, sino la piedad, la bondad, la dulzura y el perdón. Piensa esto: sólo cuando perdona a los que le ofendieron, es el hombre verdaderamente grande y dignifica su vida. ¿Qué dices?
El pastor apenas entendió aquellas sublimes y celestiales palabras, y, ciego de furor, rugió:
- ¡Déjame!... ¡Suelta!... ¡Suelta mi navaja!... ¡Quiero matarle!... ¡He de matarle!
- Ya no puedes -repuso la Virgen, sonriendo dulcemente-. ¡Mira!
Y Antón, al mirar hacia donde apuntaba el índice extendido de la imagen, vio a su rival convertido en estatua de piedra...
Y ésta es la Virgen que, surgiendo de una nube, se ve todavía en el santuario de Chilla. En un altar contiguo la efigie de un joven pastor muestra desatada su faja roja, abierta la camisa de blanco lienzo, y descubierto el pecho, como si ofreciera todavía el corazón culpable al furor de la navaja de Antón, su rival.
Fue aquí en el mismo lugar donde, como blanco nido de palomas, se alza hoy la ermita. Entonces sólo frecuentaban estos riscos y bosques los pastores para dar de comer a sus ganados. Abajo, muy abajo en el valle, se alzaba la primera cabaña, escueta y solitaria.
Vivía en ella la familia de Antón el pastor, compuesta del matrimonio y dos hijos pequeños. La mujer, Casilda, una hermosa muchacha, bastante más joven que Antón, le había salido «cara y... cruz», como decía un chusco: ligera de cascos, un tanto coqueta y peligrosa. Lo cierto fue que Casilda escuchó los requiebros y galanteos de Colás, un pastor joven de las cercanías, cuyos ganados pastaban también por aquellos andurriales. Tanto rogó Colás y tanto extremó sus manifestaciones de pasión que Casilda accedió a concederle una entrevista, acaso con designio de desengañarle. La cita había de tener lugar en el sitio mismo donde se alza la ermita de la Virgen.
Antón era celoso. Barruntó algo extraño. Siguió por riscos y breñas a Casilda y sorprendió a los casquivanos, cuando la mujer acababa de desembocar en la plazoleta y apenas se habían saludado.
- ¡Colás: tú eres un mal hombre y un mal amigo! - díjole Antón, seguro de haber sorprendido a los infames, tras hacer retirarse, con un gesto a Casilda al fondo de la plazoleta -. ¿Cuántas veces no te he dado yo albergue en mi casa?... ¿Cuántas no he compartido contigo la hogaza y el queso que llevaba en mi morra?... ¡Y así has querido pagarme! ¡Vas a tener tu merecido y vas a ver que no se juega impunemente con el honor de Antón!
Mira: a prevención,. por si no llevabas navaja encima, he traído yo dos. ¡Escoge la que quieras! Y luego uno de los dos está de más; porque no es de ley que los dos vivamos, no cabemos ambos en el mundo, después de haber querido mancillar mi nombre. ¡Coge ya una navaja!...
Colás, lívido, dudaba. Comprendía que le era preciso matar o morir. Uno de los dos había de quedar fuera en el combate. Su juventud se encabritaba, aferrada a la su gallardía de hombre fuerte y valiente le impelía a tomar aquel arma y tratar de eliminar a su contrario. Pero pudo en él más un sentimiento noble, generoso y justo que invadió su alma en instante tan solemne. Desatóse la faja; abrióse la camisa de un tirón; mostró el fuerte pecho desnudo y dijo, avanzando hacia su rival, sin querer recoger la navaja caída:
- ¡Tírame duro, Antón, tírame aquí, donde es verdad nacieron esos sentimientos miserables! ¡Castígame tú mismo, mátame como a un perro! ¡Párteme el corazón de un tajo como se merecen los asesinos y los malvados!
Aquella nobleza no desarmó a Antón. Ciego de cólera, se acercó más a su rival; levantó en el aire el brazo; su fuerte mano empujaba la navaja abierta. Y se dispuso a hundir el acero en el mismo corazón del rival odioso que se ofrecía como víctima sumisa a su justicia.
De pronto se encontró paralizado, sin fuerzas. Un obstáculo invisible, un poder misterioso le retenía la navaja. Sonó un trueno. Antón levantó los ojos, y vio como de una nube, bajada de las alturas hasta tocar casi el pico de la sierra donde se abría la explanada, surgía la figura de la Virgen que, sonriente, le decía:
- ¡Perdona, Antón, perdona! ¡Cuando pase tu furia, te arrepentirás de haber matado! Lo hermoso del hombre, lo grande, lo que le ennoblece, le sublima, le hace superior a todas las criaturas y a sí mismo, no es la ira, ni los instintos homicidas, vengativos, ni las malas pasiones, patrimonio de todos los seres feroces de la creación, de todos las fieras, sino la piedad, la bondad, la dulzura y el perdón. Piensa esto: sólo cuando perdona a los que le ofendieron, es el hombre verdaderamente grande y dignifica su vida. ¿Qué dices?
El pastor apenas entendió aquellas sublimes y celestiales palabras, y, ciego de furor, rugió:
- ¡Déjame!... ¡Suelta!... ¡Suelta mi navaja!... ¡Quiero matarle!... ¡He de matarle!
- Ya no puedes -repuso la Virgen, sonriendo dulcemente-. ¡Mira!
Y Antón, al mirar hacia donde apuntaba el índice extendido de la imagen, vio a su rival convertido en estatua de piedra...
Y ésta es la Virgen que, surgiendo de una nube, se ve todavía en el santuario de Chilla. En un altar contiguo la efigie de un joven pastor muestra desatada su faja roja, abierta la camisa de blanco lienzo, y descubierto el pecho, como si ofreciera todavía el corazón culpable al furor de la navaja de Antón, su rival.
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