Estaba mediada la primavera, habían
llegado los grandes calores y el jardín del palacio del
rey Rodrigo estallaba de verdor. Desde una ventana
contemplaba Rodrigo la dulce alegría de las plantas y la
claridad de un estanque, que bajo un espesor de arrayanes
y jazmines espejeaba al sol. De pronto, una alegre
algarabía de voces frescas le llamó la atención. Por
uno de los senderos de la huerta, entre pensiles de
espadañas y lirios, venían unas doncellas. Llegaron al
estanque, dejaron caer sus vestiduras y los cuerpos
bellísimos resplandecían llenos de gracia y de luz.
Pero era la Cava, doncella hija del conde don Julián, la
que atraía sobre todo, la mirada de Rodrigo que,
suspenso, la contemplaba. Salió el Rey por una
puertecilla al jardín, se aproximó al estanque y entre
unas hiedras y bojes se ocultó para ver más a su sabor.
Salió la Cava del agua y sacudiéndose las gotas, gritó
a las compañeras para que vinieran con ella a reposar.
El Rey sentía estremecerse su cuerpo como abrasado por
un loco deseo. Y de esta suerte, enamorado perdidamente
de aquella belleza henchida de dulces promesas, regresó
a sus estancias.
Vanamente trató de dominar su anhelo. Y así, como encontrase después de lo contado a la Cava, le declaró su amor: «Desde que os he visto no vivo ni duermo pensando en vos. Dad remedio a mi mal y pensad que la voluntad del Rey ha de cumplirse siempre». Mas ella, burlando discretamente, rechazaba las amorosas razones de Rodrigo y procuraba acortar las entrevistas. Estos fracasos aumentaban la tristeza de don Rodrigo, cuyo ánimo estaba preocupado por algo que le sucediera poco tiempo antes de haber conocido a la Cava.
Había, en efecto, tenido gran osadía al romper una secular prohibición.
En Toledo existía un palacio encantado, del cual se dijo siempre que era la Cueva de Hércules. Rechazando los consejos de sus íntimos, el Rey entró en tal lugar. Allí vio unos extraños y bellos tapices que tenían figuras de gente con trajes extraños, amplias vestiduras y lienzos enrollados en la cabeza. Eran figuras de árabes, bien los conoció don Rodrigo. Su ánimo había estado admirado, mas pronto la admiración se convirtió en tristeza cuando leyó una inscripción en la cual se decía que cuando alguien hubiese penetrado en aquella estancia, España sería entregada al pueblo al que pertenecían aquellas gentes, así representadas en los tapices.
Tal era la congoja que atormentaba a Rodrigo. Y a ella se unía el deseo de poseer a la Cava. Al fin, una tarde bochornosa, estando tendido en su lecho, envió a buscar a la linda muchacha. Esta llegó confiada en que el Rey no pasaría más allá de las ocasiones anteriores. Mas, ¡ay, que se equivocó! Y cuando, pasada una hora, salió la Cava de la estancia real, su semblante había perdido aquella dulzura pueril que encantaba a la gente, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz ronca por los reproches que hiciera al Rey, por los gemidos que exhalara. Todo había sido inútil y su pureza se tronchó por la fuerza del loco deseo de don Rodrigo. ¿De quién fue la culpa? ¿De ella, que no evitó antes la mala ocasión, o de la voluntad malévola del Rey?
La Cava perdió su belleza. En su cámara lloraba y maldecía a quien tan duramente le quitara la flor de su juventud. Y llena de rencor, escribió cartas a su padre, el conde don Julián, que en Ceuta era gobernador de los godos, a fin de que vengase la ofensa que se le había hecho. Grandes fueron el dolor y la ira de don Julián al recibir las cartas de su hija; mas su venganza fue mala y traicionera, porque tramó la destrucción de España. ¡Ay España, tierra hermosa, la más ufana de todas! ¡España de los valles y los trigales, rica en veneros y filones, henchida de óleo dulce y suave, deleitosa de frutales, bien guarnecida de castillos, alegrada por el azafrán, ardiente de proezas! ¡Por un traidor serás destruida! El conde don Julián escribió cartas al Rey moro diciéndole que si quería le entregaría España. Y en España había también traidores como don Opas, que odiaba a Rodrigo. Y así, de aquella fatal ocasión en que la Cava lucía su cuerpo, ¡maldito sea!, al aire cálido de la tarde, vino la ruina de España.
Dormía una noche don Rodrigo; a su lado, la Cava. Contrarios eran los vientos y en un cielo profundamente oscuro brillaba la luna con triste resplandor. Soñó el rey Rodrigo que dormía en una tienda de hermosos lienzos, sostenidos por trescientas cuerdas de plata. Dentro, sentadas en el suelo, habla cien doncellas: cincuenta tañían, cincuenta cantaban. Sus voces e instrumentos de extraño son eran; el tono profundo, triste, como si un aire de callados lamentos viniera de todos los campos de España. Y una doncella llamada Fortuna habló así: «Despierta si duermes, rey Rodrigo. ¡Malos hados se ciernen sobre ti! ¡Ay, que veo muchedumbre de gentes extrañas que caen como bandadas de cuervos sobre los campos de tu nación! ¡Ay, que avanzan sus escuadrones destrozando a tus gentes, matando a tus caballeros! ¡Despierta y ponte en guardia! ¡Es el conde don Julián, por venganza de la deshonra que sobre su hija has echado, quien ha abierto las fronteras!». Despertó lleno de congoja el rey Rodrigo y de pronto llegaron mensajeros que le comunicaron que los enemigos estaban cerca. Montó don Rodrigo a caballo y salió a combatir.
Junto al río Guadalete fue la batalla. Como las olas del mar chocan contra las aguas del río en que en él desembocan, así chocaban los miles de árabes contra los godos. Don Rodrigo, con la armadura abollada y la espada casi partida, subió a un cerro y vio con dolor cómo apenas le quedaban guerreros: sus banderas, rotas, desgarradas, tendidas por tierra. Y llorando amargamente, exclamó: «¡Ayer era rey de España, hoy no lo soy de una villa!» Y cuando la noche hubo llegado, el desdichado Rey huyó sin saber a dónde.
Huyendo de su desdicha, vagaba el Rey por campos y montañas. No quería entrar en villas ni ciudades, no quería la sombra del encinar, ni el descanso junto al río. Pasó entre trigales agostados, entre aradas secas, sobre prados sin rebaños; pasó entre roquedales y llegó a las montañas más espesas, cerca de Viseo. Allí encontró a un humilde pastor, a quien preguntó si habría cerca algún monasterio en donde reposar. «No hay ni monasterio ni convento, contestó el pastor; tan sólo una ermita cuidada por un santo varón. Está en lo alto de ese cerro». Y hacia allí dirigió su cansado caballo el pobre peregrino. El pastor, compadecido al ver su extremo estado de necesidad, le dio un poco de cecina y un trozo de pan duro, que don Rodrigo comió llorando: recordaba los tiempos en que gozaba de buenos manjares.
Llegó al fin a la ermita y se prosternó ante el ermitaño, que contaba más de un siglo de edad. Hizo confesión de sus culpas, y el santo hombre, espantado, no se atrevió a absolverle. Pero de los cielos bajó una voz que dijo: «Da la absolución a ese penitente, mas en su misma sepultura». Entonces el ermitaño condujo a don Rodrigo a una sepultura honda que habla allí cerca; dentro de ella se hallaba una espantable sierpe de tres cabezas. El ermitaño metió al Rey en la sepultura y la cerró. Cada día después le preguntaba: «¿Cómo te va, penitente». Y el Rey contestaba entre terribles dolores: «Ya me come por donde más pecado había». Al fin murió don Rodrigo, y en el mismo instante que expiró se oyó una alegre sinfonía de campanas celestiales mientras las de la ermita tañían también solas. Y el ermitaño comprendió que Dios había perdonado al último rey godo, y que el alma del desdichado don Rodrigo subía a los cielos.
Vanamente trató de dominar su anhelo. Y así, como encontrase después de lo contado a la Cava, le declaró su amor: «Desde que os he visto no vivo ni duermo pensando en vos. Dad remedio a mi mal y pensad que la voluntad del Rey ha de cumplirse siempre». Mas ella, burlando discretamente, rechazaba las amorosas razones de Rodrigo y procuraba acortar las entrevistas. Estos fracasos aumentaban la tristeza de don Rodrigo, cuyo ánimo estaba preocupado por algo que le sucediera poco tiempo antes de haber conocido a la Cava.
Había, en efecto, tenido gran osadía al romper una secular prohibición.
En Toledo existía un palacio encantado, del cual se dijo siempre que era la Cueva de Hércules. Rechazando los consejos de sus íntimos, el Rey entró en tal lugar. Allí vio unos extraños y bellos tapices que tenían figuras de gente con trajes extraños, amplias vestiduras y lienzos enrollados en la cabeza. Eran figuras de árabes, bien los conoció don Rodrigo. Su ánimo había estado admirado, mas pronto la admiración se convirtió en tristeza cuando leyó una inscripción en la cual se decía que cuando alguien hubiese penetrado en aquella estancia, España sería entregada al pueblo al que pertenecían aquellas gentes, así representadas en los tapices.
Tal era la congoja que atormentaba a Rodrigo. Y a ella se unía el deseo de poseer a la Cava. Al fin, una tarde bochornosa, estando tendido en su lecho, envió a buscar a la linda muchacha. Esta llegó confiada en que el Rey no pasaría más allá de las ocasiones anteriores. Mas, ¡ay, que se equivocó! Y cuando, pasada una hora, salió la Cava de la estancia real, su semblante había perdido aquella dulzura pueril que encantaba a la gente, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz ronca por los reproches que hiciera al Rey, por los gemidos que exhalara. Todo había sido inútil y su pureza se tronchó por la fuerza del loco deseo de don Rodrigo. ¿De quién fue la culpa? ¿De ella, que no evitó antes la mala ocasión, o de la voluntad malévola del Rey?
La Cava perdió su belleza. En su cámara lloraba y maldecía a quien tan duramente le quitara la flor de su juventud. Y llena de rencor, escribió cartas a su padre, el conde don Julián, que en Ceuta era gobernador de los godos, a fin de que vengase la ofensa que se le había hecho. Grandes fueron el dolor y la ira de don Julián al recibir las cartas de su hija; mas su venganza fue mala y traicionera, porque tramó la destrucción de España. ¡Ay España, tierra hermosa, la más ufana de todas! ¡España de los valles y los trigales, rica en veneros y filones, henchida de óleo dulce y suave, deleitosa de frutales, bien guarnecida de castillos, alegrada por el azafrán, ardiente de proezas! ¡Por un traidor serás destruida! El conde don Julián escribió cartas al Rey moro diciéndole que si quería le entregaría España. Y en España había también traidores como don Opas, que odiaba a Rodrigo. Y así, de aquella fatal ocasión en que la Cava lucía su cuerpo, ¡maldito sea!, al aire cálido de la tarde, vino la ruina de España.
Dormía una noche don Rodrigo; a su lado, la Cava. Contrarios eran los vientos y en un cielo profundamente oscuro brillaba la luna con triste resplandor. Soñó el rey Rodrigo que dormía en una tienda de hermosos lienzos, sostenidos por trescientas cuerdas de plata. Dentro, sentadas en el suelo, habla cien doncellas: cincuenta tañían, cincuenta cantaban. Sus voces e instrumentos de extraño son eran; el tono profundo, triste, como si un aire de callados lamentos viniera de todos los campos de España. Y una doncella llamada Fortuna habló así: «Despierta si duermes, rey Rodrigo. ¡Malos hados se ciernen sobre ti! ¡Ay, que veo muchedumbre de gentes extrañas que caen como bandadas de cuervos sobre los campos de tu nación! ¡Ay, que avanzan sus escuadrones destrozando a tus gentes, matando a tus caballeros! ¡Despierta y ponte en guardia! ¡Es el conde don Julián, por venganza de la deshonra que sobre su hija has echado, quien ha abierto las fronteras!». Despertó lleno de congoja el rey Rodrigo y de pronto llegaron mensajeros que le comunicaron que los enemigos estaban cerca. Montó don Rodrigo a caballo y salió a combatir.
Junto al río Guadalete fue la batalla. Como las olas del mar chocan contra las aguas del río en que en él desembocan, así chocaban los miles de árabes contra los godos. Don Rodrigo, con la armadura abollada y la espada casi partida, subió a un cerro y vio con dolor cómo apenas le quedaban guerreros: sus banderas, rotas, desgarradas, tendidas por tierra. Y llorando amargamente, exclamó: «¡Ayer era rey de España, hoy no lo soy de una villa!» Y cuando la noche hubo llegado, el desdichado Rey huyó sin saber a dónde.
Huyendo de su desdicha, vagaba el Rey por campos y montañas. No quería entrar en villas ni ciudades, no quería la sombra del encinar, ni el descanso junto al río. Pasó entre trigales agostados, entre aradas secas, sobre prados sin rebaños; pasó entre roquedales y llegó a las montañas más espesas, cerca de Viseo. Allí encontró a un humilde pastor, a quien preguntó si habría cerca algún monasterio en donde reposar. «No hay ni monasterio ni convento, contestó el pastor; tan sólo una ermita cuidada por un santo varón. Está en lo alto de ese cerro». Y hacia allí dirigió su cansado caballo el pobre peregrino. El pastor, compadecido al ver su extremo estado de necesidad, le dio un poco de cecina y un trozo de pan duro, que don Rodrigo comió llorando: recordaba los tiempos en que gozaba de buenos manjares.
Llegó al fin a la ermita y se prosternó ante el ermitaño, que contaba más de un siglo de edad. Hizo confesión de sus culpas, y el santo hombre, espantado, no se atrevió a absolverle. Pero de los cielos bajó una voz que dijo: «Da la absolución a ese penitente, mas en su misma sepultura». Entonces el ermitaño condujo a don Rodrigo a una sepultura honda que habla allí cerca; dentro de ella se hallaba una espantable sierpe de tres cabezas. El ermitaño metió al Rey en la sepultura y la cerró. Cada día después le preguntaba: «¿Cómo te va, penitente». Y el Rey contestaba entre terribles dolores: «Ya me come por donde más pecado había». Al fin murió don Rodrigo, y en el mismo instante que expiró se oyó una alegre sinfonía de campanas celestiales mientras las de la ermita tañían también solas. Y el ermitaño comprendió que Dios había perdonado al último rey godo, y que el alma del desdichado don Rodrigo subía a los cielos.
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