lunes, 27 de septiembre de 2010

El viaje de una nube "cuento aleman"

Veíase en lo alto del cielo una nube inmóvil. Allí estaba haciendo de centinela para evitar que se deslizase el más insignificante rayo de sol a la tierra. Era que los habitantes de ella, los hombres, se habían pervertido de nuevo, y en castigo de sus crímenes y pecados Dios había resuelto privarles durante catorce días del calor y de la luz del sol. Era la tal nube de color gris plata, vaporosa y fina y además tenía la figura de un esbelto ciervo. De ello estaba ella muy envanecida, sobre todo al comparar las suyas con las rudos formas de sus compañeras, las otras nubes, con sus vientres hinchados a modo de cúpulas de iglesia y sus trompas como de elefante. Ahora bien, transcurridos los catorce días, hubo de regresar a su hogar, la casa de las nubes, y allí aguardar a que se la llamase para una nueva guardia. En el camino se encontró casualmente con una alondra que, como todas las alondras, estaba alegre y cantaba un cantar muy divertido allá en las soledades del aire.
- ¿Cómo es posible - dijo la nube, - que haya quien cante tan alegremente, siendo así que la existencia es tan atrozmente aburrida?
- ¿Aburrida? - replicó la alondra. - Nada de eso, ni mucho menos, querida nube; comprendo, sin embargo, el aburrimiento en ti, obligada como estás a permanecer en el mismo sitio y continuamente al acecho; pero yo..., yo paseo volando y revoloteando y veo y oigo cosas muy bonitas y divertidas. No puedes imaginarte cuán bello es el mundo y cuán buenos y amables pueden ser los hombres. Tan buenos y amables, que yo soy muy dichosa de estar en medio de ellos y todas las tardes dedico un par de gorjeos a dar gracias o Dios porque me lo deja ver todo. ¡Ea! vente conmigo, buena nube, y haremos un viaje en buena compañía. De este modo reconocerás, creo, que la vida no es tan aburrida como dices.
- ¡Ay, qué pena me dan a mí los hombres, amiga alondra! - replicó la nube. - Todos son iguales, todos hacen lo mismo: comen, beben, duermen y finalmente mueren. No me digas que no es esto realmente fastidioso.
- ¡Ah, pobrecita nube! - dijo con un bello gorjeo la alondra. - ¿Qué sabes tú de esto? De los hombres pende la dicha y la felicidad de todos los demás seres que pueblan el mundo; son tan buenos, que al oírme preludiar un canto de alegría, miran al cielo agradecidos, y sus rostros se vuelven resplandecientes y brillantes como el sol. Y entonces mi corazón salta de contento en el pecho. O bien, entono el himno del anhelo, y entonces abren unos ojos de a palmo y miran como perdidos en la lejanía; olvidan de momento su tarea diaria y rastrean el hálito de lo grande y lo eterno. Y yo, que les doy este gozo, disfruto de la dicha y las delicias del bienhechor. Pregunto yo ahora, ¿puede esto llamarse aburrimiento?
Reflexionó la nube y dijo:
- ¡Ah, si pudiese yo hacer esto...!
- Claro que puedes - replicó la alondra. - No tienes sino que emprender un viaje conmigo.
- Bueno - asintió la nube, - saldré contigo. Tengo tres semanas de licencia, que es precisamente lo que queda de aquí a la próxima guardia. Y ¿cuándo partimos?
- Enseguida - dijo la alondra. - Yo guiaré. Tú, sígueme.
Y echaron a andar - a volar, se entiende. - Al cabo de un rato oyeron abajo un gran ruido. Miraron y vieron a un hombre que yacía en tierra, mientras otro apoyaba contra el pecho del mismo una de sus rodillas, con un gran cuchillo en la mano.
- Sé generoso y no me quites la vida - imploraba el que estaba en el suelo, - tengo en casa seis hijos a quienes mantengo con el trabajo de mis manos. Si me matas, morirán ellos de hambre; perecerán miserablemente; ten compasión de ellos.
- No - contestó el ladrón, pues tal era el que intentaba asesinarle, has de morir; de otro modo, me descubrirías. Sólo los muertos no pueden hablar.
- Por lo menos - insistió el otro, - déjame que haga una breve oración, pues no quisiera llegar a la presencia de Dios sin preparación alguna.
- Bueno - dijo el ladrón, - haz la oración que quieras; te concedo todo el tiempo que tardará en llegar aquella nube gris plata que ves allá arriba y que parece venir en dirección nuestra. En cuanto llegue, te daré muerte. Apresúrate pues.
La nube, que oyera toda esta conversación, fue espaciándose lentamente hasta terminar en un fino vapor transparente, de modo que en la tierra casi no se veía nada de ella. Dejó el ladrón a aquel hombre y empezaron a saltarle las lágrimas de los ojos.
- La mano de Dios está aquí - exclamó. - Dios ha querido convencerme de lo malo y despreciable que soy. Perdóname, buen hombre; en adelante seré fiel y honrado. ¿Crees tú que puedo serlo?
- Sin duda - contestó el otro, - y yo te ayudaré o conseguirlo. Proponte trabajar, que es la primera condición del hombre honrado, y si quieres, podrás servir de criado en mi misma casa.
- ¡Oh, qué bueno y noble eres! - replicó el bandido y besándole al otro las manos, añadió: - Hoy emprendo una nueva vida.
Ambos siguieron un mismo camino, departiendo como buenos amigos y hasta casi felices con su amistad. Al cabo de poco se detuvieron, postráronse de rodillas, levantaron en alto las manos y exclamaron:
- Gracias mil, amable nube: te debemos la paz y la vida; no te olvidaremos jamás
Sintió la nube cómo penetraban en su interior las palabras de aquellos hombres y ellas le hicieron un efecto semejante al que sintió cuando por primera vez recibió el beso del sol. Y dirigiéndose a la alondra, le dijo:
- Tienes razón. El mundo realmente no es tan aburrido como yo me imaginaba.
Las viajeras seguían su camino, cuando oyeron un ligero cuchicheo y susurro en la tierra. Asomáronse y vieron un joven y una muchacha que, juntas las manos, andaban vagando por campos y collados.
- ¡Amor! - oyeron que decía el joven. - ¿Nos casaremos mañana? Lo vas aplazando ya demasiado.
- Sabes tú muy bien que no puede ser - contestó la muchacha. - La tía, que conoce muy bien lo futuro, nos dijo, recuérdalo bien, que sólo se obtiene la felicidad y una vida venturosa en un día de cielo puro y de aire claro y diáfano. ¿Ves aquella nube gris plata allá en el firmamento? Hemos de aguardar a que desaparezca; hay que tener paciencia.
Al oír esto la nube, subió y subió hasta llegar al mar del sol. Este mar está en el cielo y en él el sol, donde se asienta después de su vuelta diaria, se mira y limpia del polvo del camino. En este mar se sumergió la nube y al momento se volvió de color de rosa. Al verla el joven se alegró y dijo:
- Mira, amor mío, ¿ves allá arriba la nube de color de rosa? El día amanece claro y soleado, ¿nos casaremos mañana?
- Sí; mañana - contestó embelesada la joven, y le echó los brazos al cuello, y se besaron y siguieron felices y enlazados hasta su casa.
- Tenías razón, querida alondra - dijo la nube, - hay gran variedad y alegría en el mundo
Por toda respuesta dio la alondra un trino que resonó prolongándose por los aires. Al día siguiente oyeron las dos viajeras unos fuertes pasos que resonaban desde la tierra. Miraron a ella y vieron un pelotón de soldados que en traza de enemigos ha­bían entrado en el país.
- ¡Hurra, muchachos! - decía el que los mandaba. - ¿Veis allá arriba aquel castillo? En él hay oro y plata y gran cantidad de víveres. Hay que asaltarlo. Haremos prisioneros al conde y a su familia, los maniataremos y los llevaremos a nuestro rey.
Verdaderamente, allá a lo lejos brillaba, como una mancha de blanca nieve, el castillo. El conde con su bellísima esposa y dos niños estaban en el terrero mirando al horizonte, cuando vieron a la tropa. Hosco la miró el conde porque presentía su desgracia. A la condesa le asomaron las lágrimas, y los dos niños corrieron a esconderse en el seno de su madre. Bajó entonces la nube a la tierra y se extendió a manera de impenetrable niebla frente o los enemigos, los cuales, perdido el camino, anduvieron de acá para allá sin dirección y no tuvieron más remedio que retirarse. La nube, en forma de densa niebla, permaneció en la tierra hasta que los soldados hubieron desaparecido en la lejanía. Después subió de nuevo por los aires. Y al oír cómo reían y chillaban los niños, se volvió a la alondra y le dijo:
- Bella es la vida y ¡qué dulce el hacer el bien! ¡Cómo lo agradecen los hombres!
Luego pasaban por encima de un campo, donde vieron un labrador que triste y pensativo miraba a lo lejos sin ver nada. Decía para si: "Todo inútil... Esperando estoy hace ya semanas y semanas, y pronto se hará ya tarde... El grano está en los tallos y el sol lo quemó y lo agostó, de modo que no puede madurar... ¡Pobre y desgraciado de mí! Si no lleno los graneros, no podré pagar intereses ni impuestos... ¡Habremos de abandonar la casa y partir al extranjero... emigrar! ¿Cómo he merecido yo tal desgracia?" - Apenas acabó de pronunciar estas palabras cuando le cayeron en la barba unas pesadas gotas. Al mismo instante se vio que la nube se arrollaba encogiéndose y dejó caer una lluvia copiosa y fecunda que regó los campos. Levantó el labrador las manos al cielo y exclamó:
- ¡Oh nube, buena nube! Sólo a ti debo el haber escapado a la miseria.
- Hermana alondra - dijo entonces la nube: - ¡Qué feliz me has hecho y qué contenta salgo de tu compañía! Verdaderamente los hombres son tales como nosotras los queremos. Su dicha es nuestra dicha, sus penas nuestras penas. Jamás me parecerá aburrido el mundo.

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