Cuéntase que el demonio y el hombre porfiaban sobre cuál de los dos era el dueño de la tierra. El hombre estaba dotado de gran fuerza y de una estatura desmesurada.
- ¿Quieres venir conmigo - díjole el demonio - a ver quién es el más fuerte de los dos, y así sabremos a quién corresponde el dominio de la tierra?
- Vamos - replicó el hombre.
Llegados a cierto paraje, dijo el demonio:
- Ahí, a tus pies, tienes el mar. Aquel que con mayor agilidad lo atraviese de un salto será el dueño de toda la tierra y de todo cuanto existe al otro lado del océano.
El hombre accedió a someterse a aquella prueba.
Recogióse el demonio la roja capa, tomó impulso y dio un salto inmenso, llegando felizmente a la otra orilla del mar, pero mojándose la punta del pie al tocar tierra.
Inmediatamente empezó a burlarse del hombre, quien, sin prestar la menor atención a sus mofas y sin recogerse la capa, atravesó de un salto limpio el océano, con tanta facilidad como si hubiese sido un charco insignificante.
- He ganado - dijo al pisar tierra sin humedecerse ni los talones. - Como puedes ver, tengo los pies secos, mientras que tú tienes uno mojado.
- Bien - replicó el demonio. - Me has vencido esta vez. Tuyas son las llanuras del mar y cuanto más allá del mar existe, pero todavía hay algo encima y debajo de nosotros. Veamos cuál de los dos es más fuerte.
Y esto diciendo subióse a una gran roca y le dio tal puntapié que se desgarró con atronador estrépito, dejando descubierto un hoyo profundísimo que servía de lecho a una serpiente.
Él hombre golpeó la tierra con el pie, temblaron sus cimientos y se abrió hasta las mayores profundidades, apareciendo un inmenso río de oro puro en el que se ahogaron los reptiles.
El demonio dijo enfadado:
- Tuyo es esto también; pero no te reconoceré como dueño y señor mío hasta que me hayas vencido por tercera vez, ¿Ves allí una montaña de gran altura? Su cima sobresale por encima de las nubes. Coge esta flecha, dispárala y aquel que llegue más alto será el dueño de la tierra y de cuanto existe sobre y debajo de ella. Disparó, pues, el demonio su flecha y tardó en descender ocho días justos, pero la del hombre no sólo estuvo deambulando por el espacio durante nueve días, sino que bajó llevando atravesado en su punta al gallo guardián de los manjares de Dios.
- No tengo más remedio que reconocer que eres mi soberano - dijo astutamente el demonio. - Mándame y te obedeceré.
Pero el hombre, dotado de un corazón benigno, hizo las paces con su competidor y se marchó alegremente a disfrutar de su soberanía.
Encolerizado el demonio al verse vencido tan humillantemente por el hombre, decidió emplear la astucia, ya que la fuerza le había fallado.
- Es muy fuerte para mí pensó; - pero tengo la seguridad de que es menos inteligente que yo. Voy a regalarle algo que le pondrá en mis manos.
Y esto diciendo, oprimió con todas sus fuerzas el fruto de la vid y extrajo de él un vino purísimo, de rojo color.
- ¡Aquí tienes un néctar digno de los dioses! - exclamó en voz alta.
Pero, al observar que nadie le respondía, se elevó en el aire y descubrió al hombre que, sentado en la otra orilla del mar, comía pacíficamente un plato de gachas.
- ¿Qué haces? - le preguntó.
- Ya lo ves - replicó el hombre. - Me he confeccionado estas riquísimas gachas con trigo candeal y frutas sazonadas, y riego mi frugal comida con buenos tragos de agua fresca y cristalina.
- No puedo consentir que bebas agua siendo el soberano del mundo. Trae ese vaso. Te lo voy a llenar del líquido más dulce y sabroso que probó jamás hombre alguno.
El hombre aceptó la invitación y bebió el contenido del vaso de un solo trago.
- Te agradezco mucho - dijo después de enjugarse los labios con el brazo, pero no me gusta esa bebida.
El demonio frunció el entrecejo y buscó otro medio de embaucar al hombre. Volvió a oprimir las uvas y obtuvo un líquido encarnado, transparente, mezcló este vino con el jugo de la lunaria, planta que no crece más que en las noches de luna llena y es el manjar favorito de sirenas y sibilas.
Luego se fue a buscar al hombre, a quien halló sentado a la orilla derecha del amplio río de oro que atraviesa el centro de la tierra.
- ¿Qué haces? - le preguntó cortésmente.
- Estoy tejiendo una camisa de oro para ti, pero lo voy a tener que dejar. Estoy muy fatigado, tengo mucha sed y aquí no hay agua... Tendría que recorrer siete años de camino para poder beber.
- ¿Por qué no bebes un vaso de este vino, que no hay mejor?
El hombre se llevó la copa a los labios y la apuró de un sorbo, sin sospechar nada.
- Te lo agradezco mucho, amigo mío. Eres muy bueno, mucho; pero tu vino no lo es menos.
- ¿Quieres otra copa? - instó el demonio.
- No - respondió el hombre, que todavía conservaba su innata sobriedad y prudencia.
El demonio, airado, se marchó rumiando el modo de engañar al hombre.
Por tercera vez prensó el fruto de la vid, haciendo brotar un chorro de vino mucho más abundante que antes; luego, para que el líquido perdiera su pureza y sedujese más fácilmente el hombre, abrióse una vena con la punta de la flecha y mezcló su negra sangre con el vino.
Dirigióse entonces al encuentro del hombre, a quien descubrió en lo más alto de una montaña devorando con fruición los manjares que habían sido dispuestos para Dios, Nuestro Señor.
- ¿Qué haces? - le preguntó el demonio loco de contento al darse cuento de que el hombre estaba cometiendo un pecado imperdonable.
- Está riquísimo esto - respondió el hombre con voz estropajosa, - pero temo que si viene el Todopoderoso me castigará...
- ¡Bah! - díjole el demonio. - No tengas miedo. Ya verás como no te pasa nada. ¿Te gusta lo que comes?
- Sí... Me gusta mucho; pero tengo mucha sed.
- Toma, pues. Bebe de este vino que la apagará y te dará nueva vida.
Por tercera vez cayó el hombre en la red que el demonio le tendiera.
- Muchas gracias, amigo... ¡Qué bueno eres para... ra mí! Da...me o...tra co...pa... ¡Hip! ¡Hip!
El demonio volvió a escanciar su vino y el hombre bebió una y otra vez. Turbósele la vista, oscureciósele la memoria, olvidó a Dios por entero continuó comiendo los manjares destinados a Él, hasta que la embriaguez lo venció y, apoyándose en la mesa, se quedó profundamente dormido.
Cuando el Omnipotente llegó y se dio cuenta de que el hombre lo había dejado sin comer, lo despertó y de un formidable puntapié lo echó a rodar por la montaña.
Las contusiones recibidas hicieron que el hombre estuviese muchos años tullido, sin poder moverse y cuando al fin recobró la salud se dio cuenta de que no tenía fuerza para nada, de modo que no podía atravesar el mar de un salto, ni era capaz de penetrar hasta el fondo de la tierra y mucho menos de alzarse hasta el lugar en que se hallaba la mesa de Dios, Nuestro Señor.
Así fue como el demonio se hizo soberano del mundo y tirano del hombre, y desde entonces los moradores de la tierra son débiles ante sus tentaciones y a veces se convierten en muñecos de arcilla en sus manos.
- ¿Quieres venir conmigo - díjole el demonio - a ver quién es el más fuerte de los dos, y así sabremos a quién corresponde el dominio de la tierra?
- Vamos - replicó el hombre.
Llegados a cierto paraje, dijo el demonio:
- Ahí, a tus pies, tienes el mar. Aquel que con mayor agilidad lo atraviese de un salto será el dueño de toda la tierra y de todo cuanto existe al otro lado del océano.
El hombre accedió a someterse a aquella prueba.
Recogióse el demonio la roja capa, tomó impulso y dio un salto inmenso, llegando felizmente a la otra orilla del mar, pero mojándose la punta del pie al tocar tierra.
Inmediatamente empezó a burlarse del hombre, quien, sin prestar la menor atención a sus mofas y sin recogerse la capa, atravesó de un salto limpio el océano, con tanta facilidad como si hubiese sido un charco insignificante.
- He ganado - dijo al pisar tierra sin humedecerse ni los talones. - Como puedes ver, tengo los pies secos, mientras que tú tienes uno mojado.
- Bien - replicó el demonio. - Me has vencido esta vez. Tuyas son las llanuras del mar y cuanto más allá del mar existe, pero todavía hay algo encima y debajo de nosotros. Veamos cuál de los dos es más fuerte.
Y esto diciendo subióse a una gran roca y le dio tal puntapié que se desgarró con atronador estrépito, dejando descubierto un hoyo profundísimo que servía de lecho a una serpiente.
Él hombre golpeó la tierra con el pie, temblaron sus cimientos y se abrió hasta las mayores profundidades, apareciendo un inmenso río de oro puro en el que se ahogaron los reptiles.
El demonio dijo enfadado:
- Tuyo es esto también; pero no te reconoceré como dueño y señor mío hasta que me hayas vencido por tercera vez, ¿Ves allí una montaña de gran altura? Su cima sobresale por encima de las nubes. Coge esta flecha, dispárala y aquel que llegue más alto será el dueño de la tierra y de cuanto existe sobre y debajo de ella. Disparó, pues, el demonio su flecha y tardó en descender ocho días justos, pero la del hombre no sólo estuvo deambulando por el espacio durante nueve días, sino que bajó llevando atravesado en su punta al gallo guardián de los manjares de Dios.
- No tengo más remedio que reconocer que eres mi soberano - dijo astutamente el demonio. - Mándame y te obedeceré.
Pero el hombre, dotado de un corazón benigno, hizo las paces con su competidor y se marchó alegremente a disfrutar de su soberanía.
Encolerizado el demonio al verse vencido tan humillantemente por el hombre, decidió emplear la astucia, ya que la fuerza le había fallado.
- Es muy fuerte para mí pensó; - pero tengo la seguridad de que es menos inteligente que yo. Voy a regalarle algo que le pondrá en mis manos.
Y esto diciendo, oprimió con todas sus fuerzas el fruto de la vid y extrajo de él un vino purísimo, de rojo color.
- ¡Aquí tienes un néctar digno de los dioses! - exclamó en voz alta.
Pero, al observar que nadie le respondía, se elevó en el aire y descubrió al hombre que, sentado en la otra orilla del mar, comía pacíficamente un plato de gachas.
- ¿Qué haces? - le preguntó.
- Ya lo ves - replicó el hombre. - Me he confeccionado estas riquísimas gachas con trigo candeal y frutas sazonadas, y riego mi frugal comida con buenos tragos de agua fresca y cristalina.
- No puedo consentir que bebas agua siendo el soberano del mundo. Trae ese vaso. Te lo voy a llenar del líquido más dulce y sabroso que probó jamás hombre alguno.
El hombre aceptó la invitación y bebió el contenido del vaso de un solo trago.
- Te agradezco mucho - dijo después de enjugarse los labios con el brazo, pero no me gusta esa bebida.
El demonio frunció el entrecejo y buscó otro medio de embaucar al hombre. Volvió a oprimir las uvas y obtuvo un líquido encarnado, transparente, mezcló este vino con el jugo de la lunaria, planta que no crece más que en las noches de luna llena y es el manjar favorito de sirenas y sibilas.
Luego se fue a buscar al hombre, a quien halló sentado a la orilla derecha del amplio río de oro que atraviesa el centro de la tierra.
- ¿Qué haces? - le preguntó cortésmente.
- Estoy tejiendo una camisa de oro para ti, pero lo voy a tener que dejar. Estoy muy fatigado, tengo mucha sed y aquí no hay agua... Tendría que recorrer siete años de camino para poder beber.
- ¿Por qué no bebes un vaso de este vino, que no hay mejor?
El hombre se llevó la copa a los labios y la apuró de un sorbo, sin sospechar nada.
- Te lo agradezco mucho, amigo mío. Eres muy bueno, mucho; pero tu vino no lo es menos.
- ¿Quieres otra copa? - instó el demonio.
- No - respondió el hombre, que todavía conservaba su innata sobriedad y prudencia.
El demonio, airado, se marchó rumiando el modo de engañar al hombre.
Por tercera vez prensó el fruto de la vid, haciendo brotar un chorro de vino mucho más abundante que antes; luego, para que el líquido perdiera su pureza y sedujese más fácilmente el hombre, abrióse una vena con la punta de la flecha y mezcló su negra sangre con el vino.
Dirigióse entonces al encuentro del hombre, a quien descubrió en lo más alto de una montaña devorando con fruición los manjares que habían sido dispuestos para Dios, Nuestro Señor.
- ¿Qué haces? - le preguntó el demonio loco de contento al darse cuento de que el hombre estaba cometiendo un pecado imperdonable.
- Está riquísimo esto - respondió el hombre con voz estropajosa, - pero temo que si viene el Todopoderoso me castigará...
- ¡Bah! - díjole el demonio. - No tengas miedo. Ya verás como no te pasa nada. ¿Te gusta lo que comes?
- Sí... Me gusta mucho; pero tengo mucha sed.
- Toma, pues. Bebe de este vino que la apagará y te dará nueva vida.
Por tercera vez cayó el hombre en la red que el demonio le tendiera.
- Muchas gracias, amigo... ¡Qué bueno eres para... ra mí! Da...me o...tra co...pa... ¡Hip! ¡Hip!
El demonio volvió a escanciar su vino y el hombre bebió una y otra vez. Turbósele la vista, oscureciósele la memoria, olvidó a Dios por entero continuó comiendo los manjares destinados a Él, hasta que la embriaguez lo venció y, apoyándose en la mesa, se quedó profundamente dormido.
Cuando el Omnipotente llegó y se dio cuenta de que el hombre lo había dejado sin comer, lo despertó y de un formidable puntapié lo echó a rodar por la montaña.
Las contusiones recibidas hicieron que el hombre estuviese muchos años tullido, sin poder moverse y cuando al fin recobró la salud se dio cuenta de que no tenía fuerza para nada, de modo que no podía atravesar el mar de un salto, ni era capaz de penetrar hasta el fondo de la tierra y mucho menos de alzarse hasta el lugar en que se hallaba la mesa de Dios, Nuestro Señor.
Así fue como el demonio se hizo soberano del mundo y tirano del hombre, y desde entonces los moradores de la tierra son débiles ante sus tentaciones y a veces se convierten en muñecos de arcilla en sus manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario