Hubo un tiempo en que los gatos llevaban zapatos, las ranas se tocaban con cofias de mujer, los asnos hacían resonar sobre el pavimento sus espuelas de caballeros y las liebres corrían detrás de los perros.
En esa época vivía un rey que tenía una hija tan bella como desdeñosa.
De remotísimas comarcas habían venido a solicitar su mano innumerables príncipes, jóvenes y apuestos, pero ella rehusó las pretensiones de todos, declarando, finalmente, que sólo se casaría con el que velara junto a su lecho tres noches consecutivas sin que ella pudiese escabullirse.
Caso de fracasar en su empresa, el pretendiente a su mano perdería la cabeza.
Al divulgarse esta noticia por todas las partes del mundo, infinidad de príncipes y reyes acudieron a probar fortuna.
Pero, uno tras otro, pagaron con su vida sus intentos, pues ni siquiera vieron a la bella y desdeñosa princesa cuando se les escapaba.
La asombrosa nueva llegó a oídos del príncipe Matías, de sangre real, vigoroso, gallardo, apuesto y valiente. Por más que intentó el rey, su padre, disuadirle de su propósito con amenazas, con ruegos, con todos los medios a su alcance, no pudo conseguirlo. Finalmente no tuvo más remedio que autorizarle para que intentara la aventura.
Matías llenó de oro su bolsa, colgóse al cinto un sable bien afilado y partió, sin otra compañía que sus esperanzas, en busca de la fortuna que sonríe a los temerarios.
No había andado más que una jornada de camino cuando se encontró con un individuo tan grueso que apenas podía andar.
- ¿A dónde vas? - le preguntó el príncipe.
- Voy recorriendo el mundo en busca de felicidad.
- ¿Cuál es tu oficio?
- No tengo ninguno, pero sé hacer lo que nadie.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Ancho, porque puedo dilatar mi vientre hasta el punto de dar cabida en él a un regimiento de lanceros.
Y así diciendo, se hinchó tanto que el ancho camino quedó completamente obstruido de un borde a otro.
- ¡Magnífico! - exclamó Matías, entusiasmado. - ¿Quieres acompañarme? Yo también busco la felicidad.
- No tengo inconveniente - respondió el otro. Y prosiguieron juntos el camino.
Poco más allá se encontraron con un individuo esmirriado y esquelético, pero de una estatura prodigiosa.
- ¿A dónde vas, buen hombre? - le preguntó el príncipe extrañado ante la apariencia del hombre.
- Recorro el mundo.
- ¿A qué te dedicas?
- A nada, pero sé hacer algo que no todos pueden.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Largo, y con razón, pues soy capaz de crecer hasta llegar con la cabeza más arriba de las nubes y entonces con cada paso que doy recorro una legua.
Y así diciendo empezó a estirarse hasta que su cabeza se perdió en las alturas, mientras dando una zancada desaparecía de la vista de los asombrados espectadores.
Cuando regresó, el príncipe Matías le dijo:
- ¡Es extraordinario, Largo! ¿Quieres viajar con nosotros?
- ¿Por qué no? - respondió el desmesurado esqueleto. - Vamos.
Y los tres continuaron juntos su camino.
Estaban atravesando una selva cuando descubrieron a un individuo que se dedicaba a colocar troncos de árboles, unos sobre otros, para formar con ellos una pira.
- ¿Qué haces? - le preguntó el príncipe al llegar a él.
- Ahora lo veréis.
- Y esto diciendo, clavó sus ojos llameantes en los leños y la pira se encendió instantáneamente.
- ¡Oh! - exclamaron los tres amigos a la vista de aquel prodigio.
Cuando se hubo recobrado de su asombro, Matías se encaró con el desconocido y le dijo:
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Ojos de Brasa. Ya has visto por qué.
- ¿Quieres venir con nosotros a recorrer el mundo?
- No tengo inconveniente. Cuando queráis.
Echaron a andar los cuatro. Enajenado de alegría por los compañeros que la suerte le había deparado, el joven príncipe gastaba con largueza, sin rechistar ante los enormes dispendios que le ocasionaba la extraordinario voracidad de Ancho.
Al cabo de unos días avistaron el castillo de la princesa. Entonces Matías enteró a sus compañeros del objeto de su viaje, invitándoles a que le ayudaran y prometiéndoles recompensarles sus servicios en caso de triunfar en su empresa.
Los tres compañeros del príncipe aceptaron de buen grado la sugestión y se dispusieron a cooperar con él en el logro de un objetivo en el que tantos habían fracasado.
Inmediatamente Matías los hizo vestir con trajes suntuosos, y después de darles algunas instrucciones sobre el modo de presentarse en la Corte, se hizo anunciar al Rey, comunicándole su decisión de intentar la aventura; sin embargo, no quiso decir quién era ni de dónde venía.
El monarca lo recibió con afabilidad, y cuando hubo oído sus pretensiones, respondió:
- Os aconsejo que reflexionéis detenidamente antes de pasar al camarín de mi hija, pues si fracasáis podéis contaros con los muertos.
- No temáis por nosotros, señor - respondió Matías. - Tengo fe en mi estrella.
- Yo ya he cumplido con mi deber - dijo el Rey. - Ahora, puesto que veo que vuestra decisión es inquebrantable, os conduciré a los aposentos de mi hija.
Ante los encantos de la doncella, Matías quedó deslumbrado. Era de una hermosura angelical, de áureos cabellos, tez nacarada, ojos verdes, de extraordinario tamaño, dientes blanquísimos y labios rojos como las cerezas en sazón. Tampoco ella pudo ocultar los sentimientos que le inspiró de repente el gallardo mancebo, recibiéndole agradablemente e invitando a él y a sus compañeros a tomar asiento.
Apenas se hubo retirado el Rey, Ancho se acostó en el umbral de la puerta, mientras Largo y Ojos de Brasa se apostaban cerca de la ventana.
Matías, entretanto, conversaba animadamente con la princesa, bebiendo sus palabras, sin perder uno solo de sus gestos de diosa.
De repente, ella enmudeció, se frotó los ojos, abrió la boca para lanzar un bostezo que reprimió con trabajo y exclamó:
- Siento como si cayera sobre mis párpados una lluvia de adoquines.
Y, dejándose caer sobre su riquísimo lecho, cerró los ojos. Un instante después parecía que dormía profundamente.
Matías, sin hacer el menor ruido, tomó asiento junto a una mesa contigua al lecho de la princesa, apoyó en aquélla los codos, colocó el mentón sobre las abiertas palmas de sus propias manos y, sin darse cuenta, se quedó dormido. Sus tres compañeros empezaron también a roncar casi al mismo tiempo.
No esperaba otra cosa la princesa. En cuanto oyó los primeros ronquidos, se transformó en paloma y remontó el vuelo por la ventana.
Sin embargo, a pesar de sus precauciones, no pudo impedir que una de sus alas rozara levemente el rostro de Largo, despertándole instantáneamente. No obstante, Largo no habría podido impedir la fuga si no hubiese estado a su lado Ojos de Brasa, que, tan pronto como se enteró por su compañero de la dirección en volaba el ave, echó una ojeada, exactamente igual que una ráfaga de fuego y le chamuscó las alas. La paloma no tuvo más remedio que posarse en las ramas de un árbol.
Inmediatamente, Largo dio un estirón y alcanzó al pájaro, poniéndolo en manos de Matías, que todavía no se había despertado de su sopor.
Al contacto con las manos del joven príncipe, la paloma recobró su forma natural.
- Habéis triunfado esta noche - dijo la princesa, sonriente. - Ya veremos si mañana ocurre lo mismo.
El Rey vio asombrado a la mañana siguiente aparecer a su hija rodeada de los cuatro desconocidos. La princesa le refirió lo sucedido, y él la instó para que tuviese mas cuidado y evitase el triunfo de un hombre cuya fortuna y condición eran todavía un misterio.
Así prometió hacerlo la princesa... pero fracasó también la segunda noche.
A la tercera, el monarca, desolado, le aconsejó que recurriese a todos los secretos de su magia para evitar un matrimonio que de ninguna manera le convenía.
Matías, por su parte, reunió a sus amigos y pronunció la siguiente arenga:
- Compañeros: una noche más y el triunfo es nuestro. Durante dos noches consecutivas vuestro concurso me ha hecho salir triunfante en una empresa que mi padre, y yo mismo, si he de decir la verdad, consideraba descabellada... Mañana, o nuestro éxito ha sido rotundo, o nuestras cabezas rodarán sangrientas a los pies del verdugo.
- ¡Triunfaremos! - exclamaron los otros tres a coro.
Inmediatamente entraron en el dormitorio de la princesa y se apresuraron a ocupar sus puestos.
Mientras Matías se sentaba frente a la hermosa, con la cabeza entre los manos, ansiando la llegada del siguiente día y temiéndolo al mismo tiempo, sus tres compañeros, después de intentar inútilmente rebelarse contra el sopor que les invadía, quedaron adormecidos.
La princesa también cerró sus maravillosas pupilas y su pecho empezó a agitarse dulcemente en rítmica respiración.
Matías sintió pesadez en su párpados; fue a levantarse y no pudo; cerráronse sus ojos, la cabeza cayó pesadamente sobre sus brazos y quedó dormido como un bendito.
Instantáneamente, la princesa abrió los ojos, convirtióse en una mosca y salió volando por la ventana. Luego, al llegar al foso del castillo, se convirtió en pez y se acurrucó en el fondo. Pero al escapar había rozado la punta de la nariz de Ojos de Brasa, que se desveló, miró al lecho, y, al verlo vacío, dióse cuenta inmediata de lo ocurrido
Entonces dio la voz de alarma y los cuatro descendieron al patio del palacio. El foso era profundísimo y largo, a pesar de sus estirones y esfuerzos, no logró encontrar el pececillo.
- ¡Déjame a mi! - dijo Ancho.
Y, después de hincharse, se dejó caer de repente sobre la superficie del agua, quedando el ancho foso casi vacío al desbordarse; pero el pez no salió.
No tuvo más remedio Ancho que darse por vencido. Su propuesta de beberse el agua no fue aceptada por el príncipe por miedo a que se tragara también a la princesa, a quien amaba más que a las niñas de sus ojos.
Tocó entonces el turno a Ojos de Brasa, que, fijando su ardiente mirada en las aguas del foso, las hizo calentarse y hervir a poco.
Dos minutos después, un pececillo ascendía rápidamente entre las burbujas provocadas por la ebullición, y, tras saltar a tierra, se convirtió en la hermosísima princesa, a la cual cogió Matías rápidamente entre sus brazos para impedirle huir.
La doncella, sin intentar debatirse, le dijo:
- Has vencido, amo y esposo mío. Desde hoy en adelante te pertenezco por derecho de conquista y por mi propia voluntad.
Pero el Rey no se mostró muy conforme con el triunfo del joven príncipe, manifestando de tal modo su desagrado, que Matías, llegada la noche, salió del palacio acompañado de la princesa y de sus tres amigos, y emprendió el regreso a su país.
Cuando el monarca se dio cuenta de la fuga de nuestros héroes, montó en cólera, llamó a gritos a sus guardias y les ordenó que trajesen a los fugitivos vivos o muertos.
Ya había recorrido Matías un buen trayecto con su dulce carga. De repente le pareció oír el ruido de pasos que se aproximaban y rogó a Ojos de Brasa que indagara lo ocurrido.
Obedeció Ojos de Brasa y a poco anunció que un escuadrón de caballería del ejército real se acercaba al galope.
- Son los guardias de mi padre - dijo la princesa. - No podremos escapar.
No obstante, cuando los jinetes se acercaron más, ella se quitó un velo que llevaba en la cabeza y, tirándolo al aire, exclamó:
- ¡Quiero que broten tantos árboles como hilos hay en este velo!
En un abrir y cerrar de ojos alzóse entre los cinco y sus perseguidores un bosque impenetrable. Antes de que los jinetes pudieran franquear aquel obstáculo imprevisto, Matías y sus acompañantes ganaron tiempo para alejarse y reposar un poco.
La misma princesa dio la voz de alarma esta vez, al exclamar:
- ¡Alguien viene!
Ojos de Brasa miró hacia atrás y dijo:
- Los guardias de vuestro padre han atravesado ya el bosque y continúan la persecución.
- No nos alcanzarán - afirmó la bella princesa, vertiendo una lágrima. Pero antes de que la perlada gota cayera al suelo, dijo:
- ¡Lágrima, conviértete en río!.
Y al instante, entre perseguidos y perseguidores, se interpuso un río de amplio cauce, de modo que Matías y los suyos tuvieron tiempo de alejarse antes de que sus enemigos consiguieran vadearlo.
Pero al cabo de algún tiempo dijo la princesa:
- ¿Nos siguen, Ojos de Brasa?
El interpelado volvió la cabeza y contestó:
- Sí, princesa. Vienen muy cerca.
- ¡Tinieblas, envolvedlos! - conjuró ella.
Largo, al oír estas palabras empezó a estirarse tanto como podía. Su cabeza sobresalió por encima de las nubes y con el gorro que llevaba cubrió la mitad del disco solar, de modo que, del lado donde se hallaban los jinetes del rey, todo quedó a oscuras, mientras que Matías y los suyos, alumbrados por la otra mitad del astro del día, pudieron continuar su camino sin obstáculos.
Cuando sus amigos habían recorrido ya varias leguas, Largo descubrió el sol, volvió a colocarse el gorro y de diez zancadas se puso a su lado. Ya estaban a la vista de la ciudad natal de Matías.
Pero, de repente, aparecieron los jinetes corriendo a todo galope.
- ¡Dejadme a mí! - dijo Ancho. Continuad vuestro camino, que yo los recibiré como se merecen.
Y el extraño adefesio aguardó, impávido, la llegada de los jinetes con la boca abierta de oreja a oreja.
Resueltos a no volver sobre sus pasos sin recuperar a su princesa, los húsares del Rey avanzaban a bridas sueltas hacia la ciudad, dispuestos a tomarla por asalto si se les ofrecía resistencia.
Al llegar junto a la boca de Ancho, creyendo que se trataba de una de las puertas de la ciudad, se precipitaron en ella y desaparecieron todos en el enorme vientre del amigo de Matías.
Ancho, cerró entonces la boca, y arrastrando la desmesurado panza, avanzó pausadamente hacia el castillo del padre del príncipe. El suelo temblaba bajo la presión de su enorme vientre, en el que se hallaba todo un escuadrón de caballería.
El bravo sujeto oyó las aclamaciones del pueblo congregado alrededor de su amado príncipe.
Cuando Matías vio acercarse a Ancho, le gritó:
- ¡Al fin llegas! ¿Dónde has dejado el ejército?
- ¡A...quí! ¡A...quí! - respondió Ancho con gran trabajo, pues estaba fatigadísimo.
- ¡Sácalos ya de su prisión! - dijo el príncipe, riendo a carcajadas y llamando a los habitantes de la ciudad para que acudieran a contemplar el inusitado espectáculo.
Ancho se colocó en el centro de la plaza mayor, y apretándose los costados empezó a toser y a dar arcadas.
Con cada golpe de tos salían por su inmenso gaznate media docena de jinetes y otros tantos caballos que caían en confuso montón, pisoteándose, saltando sobre un pie, unos, por tener el otro magullado, y emprendiendo todos la huída, todos, excepto el último que, más valiente o más atolondrado que los otros, se agarró a la nariz de Ancho, y éste tuvo que estornudar veinte veces antes de conseguir quitárselo de encima,
Entonces, el jinete sin caballo, puso pies en polvorosa y no tardó en perderse de vista, siguiendo la misma dirección que sus compañeros.
Pocos días más tarde se celebró el matrimonio de la princesa y Matías. A la ceremonia asistió el padre de la princesa, gracias a Largo que, conociendo bien el camino y con la desmesurada longitud de sus zancos, consiguió llegar al palacio del airado monarca antes que sus jinetes, revelándole la identidad de Matías e invitándole a la boda.
A instancias de todos, el monarca concedió el perdón a sus soldados, que ya pensaba hacerlos decapitar y, cuando efectuada la ceremonia, regresó a su país, quiso llevarse consigo a Ancho, a Largo y a Ojos de Brasa, con cuya ayuda Matías había conseguido vencerle en toda la línea.
Pero el príncipe y su esposa se opusieron rotundamente, y los tres extraños aventureros vivieron junto a los esposos hasta el fin de sus días.
En esa época vivía un rey que tenía una hija tan bella como desdeñosa.
De remotísimas comarcas habían venido a solicitar su mano innumerables príncipes, jóvenes y apuestos, pero ella rehusó las pretensiones de todos, declarando, finalmente, que sólo se casaría con el que velara junto a su lecho tres noches consecutivas sin que ella pudiese escabullirse.
Caso de fracasar en su empresa, el pretendiente a su mano perdería la cabeza.
Al divulgarse esta noticia por todas las partes del mundo, infinidad de príncipes y reyes acudieron a probar fortuna.
Pero, uno tras otro, pagaron con su vida sus intentos, pues ni siquiera vieron a la bella y desdeñosa princesa cuando se les escapaba.
La asombrosa nueva llegó a oídos del príncipe Matías, de sangre real, vigoroso, gallardo, apuesto y valiente. Por más que intentó el rey, su padre, disuadirle de su propósito con amenazas, con ruegos, con todos los medios a su alcance, no pudo conseguirlo. Finalmente no tuvo más remedio que autorizarle para que intentara la aventura.
Matías llenó de oro su bolsa, colgóse al cinto un sable bien afilado y partió, sin otra compañía que sus esperanzas, en busca de la fortuna que sonríe a los temerarios.
No había andado más que una jornada de camino cuando se encontró con un individuo tan grueso que apenas podía andar.
- ¿A dónde vas? - le preguntó el príncipe.
- Voy recorriendo el mundo en busca de felicidad.
- ¿Cuál es tu oficio?
- No tengo ninguno, pero sé hacer lo que nadie.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Ancho, porque puedo dilatar mi vientre hasta el punto de dar cabida en él a un regimiento de lanceros.
Y así diciendo, se hinchó tanto que el ancho camino quedó completamente obstruido de un borde a otro.
- ¡Magnífico! - exclamó Matías, entusiasmado. - ¿Quieres acompañarme? Yo también busco la felicidad.
- No tengo inconveniente - respondió el otro. Y prosiguieron juntos el camino.
Poco más allá se encontraron con un individuo esmirriado y esquelético, pero de una estatura prodigiosa.
- ¿A dónde vas, buen hombre? - le preguntó el príncipe extrañado ante la apariencia del hombre.
- Recorro el mundo.
- ¿A qué te dedicas?
- A nada, pero sé hacer algo que no todos pueden.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Largo, y con razón, pues soy capaz de crecer hasta llegar con la cabeza más arriba de las nubes y entonces con cada paso que doy recorro una legua.
Y así diciendo empezó a estirarse hasta que su cabeza se perdió en las alturas, mientras dando una zancada desaparecía de la vista de los asombrados espectadores.
Cuando regresó, el príncipe Matías le dijo:
- ¡Es extraordinario, Largo! ¿Quieres viajar con nosotros?
- ¿Por qué no? - respondió el desmesurado esqueleto. - Vamos.
Y los tres continuaron juntos su camino.
Estaban atravesando una selva cuando descubrieron a un individuo que se dedicaba a colocar troncos de árboles, unos sobre otros, para formar con ellos una pira.
- ¿Qué haces? - le preguntó el príncipe al llegar a él.
- Ahora lo veréis.
- Y esto diciendo, clavó sus ojos llameantes en los leños y la pira se encendió instantáneamente.
- ¡Oh! - exclamaron los tres amigos a la vista de aquel prodigio.
Cuando se hubo recobrado de su asombro, Matías se encaró con el desconocido y le dijo:
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Ojos de Brasa. Ya has visto por qué.
- ¿Quieres venir con nosotros a recorrer el mundo?
- No tengo inconveniente. Cuando queráis.
Echaron a andar los cuatro. Enajenado de alegría por los compañeros que la suerte le había deparado, el joven príncipe gastaba con largueza, sin rechistar ante los enormes dispendios que le ocasionaba la extraordinario voracidad de Ancho.
Al cabo de unos días avistaron el castillo de la princesa. Entonces Matías enteró a sus compañeros del objeto de su viaje, invitándoles a que le ayudaran y prometiéndoles recompensarles sus servicios en caso de triunfar en su empresa.
Los tres compañeros del príncipe aceptaron de buen grado la sugestión y se dispusieron a cooperar con él en el logro de un objetivo en el que tantos habían fracasado.
Inmediatamente Matías los hizo vestir con trajes suntuosos, y después de darles algunas instrucciones sobre el modo de presentarse en la Corte, se hizo anunciar al Rey, comunicándole su decisión de intentar la aventura; sin embargo, no quiso decir quién era ni de dónde venía.
El monarca lo recibió con afabilidad, y cuando hubo oído sus pretensiones, respondió:
- Os aconsejo que reflexionéis detenidamente antes de pasar al camarín de mi hija, pues si fracasáis podéis contaros con los muertos.
- No temáis por nosotros, señor - respondió Matías. - Tengo fe en mi estrella.
- Yo ya he cumplido con mi deber - dijo el Rey. - Ahora, puesto que veo que vuestra decisión es inquebrantable, os conduciré a los aposentos de mi hija.
Ante los encantos de la doncella, Matías quedó deslumbrado. Era de una hermosura angelical, de áureos cabellos, tez nacarada, ojos verdes, de extraordinario tamaño, dientes blanquísimos y labios rojos como las cerezas en sazón. Tampoco ella pudo ocultar los sentimientos que le inspiró de repente el gallardo mancebo, recibiéndole agradablemente e invitando a él y a sus compañeros a tomar asiento.
Apenas se hubo retirado el Rey, Ancho se acostó en el umbral de la puerta, mientras Largo y Ojos de Brasa se apostaban cerca de la ventana.
Matías, entretanto, conversaba animadamente con la princesa, bebiendo sus palabras, sin perder uno solo de sus gestos de diosa.
De repente, ella enmudeció, se frotó los ojos, abrió la boca para lanzar un bostezo que reprimió con trabajo y exclamó:
- Siento como si cayera sobre mis párpados una lluvia de adoquines.
Y, dejándose caer sobre su riquísimo lecho, cerró los ojos. Un instante después parecía que dormía profundamente.
Matías, sin hacer el menor ruido, tomó asiento junto a una mesa contigua al lecho de la princesa, apoyó en aquélla los codos, colocó el mentón sobre las abiertas palmas de sus propias manos y, sin darse cuenta, se quedó dormido. Sus tres compañeros empezaron también a roncar casi al mismo tiempo.
No esperaba otra cosa la princesa. En cuanto oyó los primeros ronquidos, se transformó en paloma y remontó el vuelo por la ventana.
Sin embargo, a pesar de sus precauciones, no pudo impedir que una de sus alas rozara levemente el rostro de Largo, despertándole instantáneamente. No obstante, Largo no habría podido impedir la fuga si no hubiese estado a su lado Ojos de Brasa, que, tan pronto como se enteró por su compañero de la dirección en volaba el ave, echó una ojeada, exactamente igual que una ráfaga de fuego y le chamuscó las alas. La paloma no tuvo más remedio que posarse en las ramas de un árbol.
Inmediatamente, Largo dio un estirón y alcanzó al pájaro, poniéndolo en manos de Matías, que todavía no se había despertado de su sopor.
Al contacto con las manos del joven príncipe, la paloma recobró su forma natural.
- Habéis triunfado esta noche - dijo la princesa, sonriente. - Ya veremos si mañana ocurre lo mismo.
El Rey vio asombrado a la mañana siguiente aparecer a su hija rodeada de los cuatro desconocidos. La princesa le refirió lo sucedido, y él la instó para que tuviese mas cuidado y evitase el triunfo de un hombre cuya fortuna y condición eran todavía un misterio.
Así prometió hacerlo la princesa... pero fracasó también la segunda noche.
A la tercera, el monarca, desolado, le aconsejó que recurriese a todos los secretos de su magia para evitar un matrimonio que de ninguna manera le convenía.
Matías, por su parte, reunió a sus amigos y pronunció la siguiente arenga:
- Compañeros: una noche más y el triunfo es nuestro. Durante dos noches consecutivas vuestro concurso me ha hecho salir triunfante en una empresa que mi padre, y yo mismo, si he de decir la verdad, consideraba descabellada... Mañana, o nuestro éxito ha sido rotundo, o nuestras cabezas rodarán sangrientas a los pies del verdugo.
- ¡Triunfaremos! - exclamaron los otros tres a coro.
Inmediatamente entraron en el dormitorio de la princesa y se apresuraron a ocupar sus puestos.
Mientras Matías se sentaba frente a la hermosa, con la cabeza entre los manos, ansiando la llegada del siguiente día y temiéndolo al mismo tiempo, sus tres compañeros, después de intentar inútilmente rebelarse contra el sopor que les invadía, quedaron adormecidos.
La princesa también cerró sus maravillosas pupilas y su pecho empezó a agitarse dulcemente en rítmica respiración.
Matías sintió pesadez en su párpados; fue a levantarse y no pudo; cerráronse sus ojos, la cabeza cayó pesadamente sobre sus brazos y quedó dormido como un bendito.
Instantáneamente, la princesa abrió los ojos, convirtióse en una mosca y salió volando por la ventana. Luego, al llegar al foso del castillo, se convirtió en pez y se acurrucó en el fondo. Pero al escapar había rozado la punta de la nariz de Ojos de Brasa, que se desveló, miró al lecho, y, al verlo vacío, dióse cuenta inmediata de lo ocurrido
Entonces dio la voz de alarma y los cuatro descendieron al patio del palacio. El foso era profundísimo y largo, a pesar de sus estirones y esfuerzos, no logró encontrar el pececillo.
- ¡Déjame a mi! - dijo Ancho.
Y, después de hincharse, se dejó caer de repente sobre la superficie del agua, quedando el ancho foso casi vacío al desbordarse; pero el pez no salió.
No tuvo más remedio Ancho que darse por vencido. Su propuesta de beberse el agua no fue aceptada por el príncipe por miedo a que se tragara también a la princesa, a quien amaba más que a las niñas de sus ojos.
Tocó entonces el turno a Ojos de Brasa, que, fijando su ardiente mirada en las aguas del foso, las hizo calentarse y hervir a poco.
Dos minutos después, un pececillo ascendía rápidamente entre las burbujas provocadas por la ebullición, y, tras saltar a tierra, se convirtió en la hermosísima princesa, a la cual cogió Matías rápidamente entre sus brazos para impedirle huir.
La doncella, sin intentar debatirse, le dijo:
- Has vencido, amo y esposo mío. Desde hoy en adelante te pertenezco por derecho de conquista y por mi propia voluntad.
Pero el Rey no se mostró muy conforme con el triunfo del joven príncipe, manifestando de tal modo su desagrado, que Matías, llegada la noche, salió del palacio acompañado de la princesa y de sus tres amigos, y emprendió el regreso a su país.
Cuando el monarca se dio cuenta de la fuga de nuestros héroes, montó en cólera, llamó a gritos a sus guardias y les ordenó que trajesen a los fugitivos vivos o muertos.
Ya había recorrido Matías un buen trayecto con su dulce carga. De repente le pareció oír el ruido de pasos que se aproximaban y rogó a Ojos de Brasa que indagara lo ocurrido.
Obedeció Ojos de Brasa y a poco anunció que un escuadrón de caballería del ejército real se acercaba al galope.
- Son los guardias de mi padre - dijo la princesa. - No podremos escapar.
No obstante, cuando los jinetes se acercaron más, ella se quitó un velo que llevaba en la cabeza y, tirándolo al aire, exclamó:
- ¡Quiero que broten tantos árboles como hilos hay en este velo!
En un abrir y cerrar de ojos alzóse entre los cinco y sus perseguidores un bosque impenetrable. Antes de que los jinetes pudieran franquear aquel obstáculo imprevisto, Matías y sus acompañantes ganaron tiempo para alejarse y reposar un poco.
La misma princesa dio la voz de alarma esta vez, al exclamar:
- ¡Alguien viene!
Ojos de Brasa miró hacia atrás y dijo:
- Los guardias de vuestro padre han atravesado ya el bosque y continúan la persecución.
- No nos alcanzarán - afirmó la bella princesa, vertiendo una lágrima. Pero antes de que la perlada gota cayera al suelo, dijo:
- ¡Lágrima, conviértete en río!.
Y al instante, entre perseguidos y perseguidores, se interpuso un río de amplio cauce, de modo que Matías y los suyos tuvieron tiempo de alejarse antes de que sus enemigos consiguieran vadearlo.
Pero al cabo de algún tiempo dijo la princesa:
- ¿Nos siguen, Ojos de Brasa?
El interpelado volvió la cabeza y contestó:
- Sí, princesa. Vienen muy cerca.
- ¡Tinieblas, envolvedlos! - conjuró ella.
Largo, al oír estas palabras empezó a estirarse tanto como podía. Su cabeza sobresalió por encima de las nubes y con el gorro que llevaba cubrió la mitad del disco solar, de modo que, del lado donde se hallaban los jinetes del rey, todo quedó a oscuras, mientras que Matías y los suyos, alumbrados por la otra mitad del astro del día, pudieron continuar su camino sin obstáculos.
Cuando sus amigos habían recorrido ya varias leguas, Largo descubrió el sol, volvió a colocarse el gorro y de diez zancadas se puso a su lado. Ya estaban a la vista de la ciudad natal de Matías.
Pero, de repente, aparecieron los jinetes corriendo a todo galope.
- ¡Dejadme a mí! - dijo Ancho. Continuad vuestro camino, que yo los recibiré como se merecen.
Y el extraño adefesio aguardó, impávido, la llegada de los jinetes con la boca abierta de oreja a oreja.
Resueltos a no volver sobre sus pasos sin recuperar a su princesa, los húsares del Rey avanzaban a bridas sueltas hacia la ciudad, dispuestos a tomarla por asalto si se les ofrecía resistencia.
Al llegar junto a la boca de Ancho, creyendo que se trataba de una de las puertas de la ciudad, se precipitaron en ella y desaparecieron todos en el enorme vientre del amigo de Matías.
Ancho, cerró entonces la boca, y arrastrando la desmesurado panza, avanzó pausadamente hacia el castillo del padre del príncipe. El suelo temblaba bajo la presión de su enorme vientre, en el que se hallaba todo un escuadrón de caballería.
El bravo sujeto oyó las aclamaciones del pueblo congregado alrededor de su amado príncipe.
Cuando Matías vio acercarse a Ancho, le gritó:
- ¡Al fin llegas! ¿Dónde has dejado el ejército?
- ¡A...quí! ¡A...quí! - respondió Ancho con gran trabajo, pues estaba fatigadísimo.
- ¡Sácalos ya de su prisión! - dijo el príncipe, riendo a carcajadas y llamando a los habitantes de la ciudad para que acudieran a contemplar el inusitado espectáculo.
Ancho se colocó en el centro de la plaza mayor, y apretándose los costados empezó a toser y a dar arcadas.
Con cada golpe de tos salían por su inmenso gaznate media docena de jinetes y otros tantos caballos que caían en confuso montón, pisoteándose, saltando sobre un pie, unos, por tener el otro magullado, y emprendiendo todos la huída, todos, excepto el último que, más valiente o más atolondrado que los otros, se agarró a la nariz de Ancho, y éste tuvo que estornudar veinte veces antes de conseguir quitárselo de encima,
Entonces, el jinete sin caballo, puso pies en polvorosa y no tardó en perderse de vista, siguiendo la misma dirección que sus compañeros.
Pocos días más tarde se celebró el matrimonio de la princesa y Matías. A la ceremonia asistió el padre de la princesa, gracias a Largo que, conociendo bien el camino y con la desmesurada longitud de sus zancos, consiguió llegar al palacio del airado monarca antes que sus jinetes, revelándole la identidad de Matías e invitándole a la boda.
A instancias de todos, el monarca concedió el perdón a sus soldados, que ya pensaba hacerlos decapitar y, cuando efectuada la ceremonia, regresó a su país, quiso llevarse consigo a Ancho, a Largo y a Ojos de Brasa, con cuya ayuda Matías había conseguido vencerle en toda la línea.
Pero el príncipe y su esposa se opusieron rotundamente, y los tres extraños aventureros vivieron junto a los esposos hasta el fin de sus días.
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