domingo, 6 de diciembre de 2009

El ladron de navidad 1ª Parte




Primera Parte

Buscando dónde trabajar

El Cerradura amaneció con ganas de trabajar aquella soleada mañana del último mes del año. No era para menos, llevaba varias días sin hacer nada, y como todo ser humano normal quería comer algo. Y con mayor razón en una fecha tan significativa como el 24 de diciembre. Se trataba de la ocasión propicia para procurarse unos fondos y disfrutar de un buen festín. Las jornadas de inactividad a cuestas no fueron por holgazán, sino porque enfermó y eso le impidió salir a ganarse el pan de cada día. Ahora podría recuperarse y juntar un poco de dinero para ir de vacaciones en las semanas venideras. Así evitaría el insoportable calor de Santiago durante enero y febrero. Aunque para él, incluso el período estival resultaba propicio para laborar. Le gustaba salir de la capital durante esos meses cálidos del verano, pese a que en su actividad resultaban especialmente fructíferos para juntar plata. Es que la ocupación de El Cerradura no era de lo más corriente ni bien vista en la sociedad. De partida no se llamaba así, pues “El Cerradura” solamente era un apodo con el que se lo conocía en su medio: el de la delincuencia. Se lo granjeó gracias a su habilidad para abrir todo tipo de cerraduras, puertas, rejas y candados.

Los que se codeaban con él comentaban siempre, que al parecer no existía casa o inmueble, en el que este verdadero artista de la cerrajería no pudiera irrumpir sin ser detectado. Su labor era muy bien cotizada en el mundo del hampa y muchos ladrones se disputaban el privilegio de trabajar con él, aunque El Cerradura prefería actuar solo, pues no le gustaba tener socios ni menos compartir el botín conseguido. Así evitaba a los soplones, muy abundantes en su entorno. Sus andanzas lo llevaron a desplazarse por muchos países del mundo, frecuentemente en busca de distracción y entretenimiento. A los 35 años no poseía fortuna, esto debido a que casi todo lo ganado se lo gastaba en su mayor vicio: las mujeres. Además no era violento ni gustaba de hacerles daño a sus víctimas. Lo suyo era simplemente adueñarse de lo ajeno en silencio y huir. Nada de herir, matar o violar; eso quedaba para los hampones sin clase ni educación, a los que decididamente despreciaba.

Apoderado del pensamiento que su mente ideó para aquel importante día, se irguió del catre sobre el que pasó la noche y se dirigió al baño para darse una ducha fría, no solamente por ser verano sino porque el suministro de gas estaba cortado, ya que la cuenta permanecía impaga desde el mes anterior. 20 minutos después salió del cuarto de baño y lentamente se vistió. Se puso la última muda de ropa limpia que le quedaba, hecho bastante lógico considerando que la última visita de Claudia fue 12 días antes. Ella pasaba parte del tiempo viviendo en la pequeña casa que El Cerradura habitaba en una barriada modesta del sur de Santiago. Iba y venía como si el lugar fuera un hotel. Ambos sustentaban una relación de pareja muy inestable, a la que tampoco parecía aguardar un gran futuro.

El Cerradura sintió deseos de desayunar, pero el refrigerador y los anaqueles de la cocina se encontraban vacíos. Ya los llenaría con todo lo necesario. Por lo pronto lo urgente era ir a trabajar. Salió por la puerta principal, preocupándose de cerrarla bien, pues no valía correr el riesgo de que los pandilleros del barrio entraran a robar. En la esquina se detuvo a tomar una Coca Cola bien helada en una tienda llamada “La Bienaventuranza”, perteneciente a una comadre que siempre le fiaba lo necesario. Ella sabía a la perfección que su compadre era un muy buen pagador.

Con unas pocas monedas en el bolsillo El Cerradura se dirigió hacia la parada de buses, ubicada a media cuadra de distancia, y allí esperó a que llegara el medio de transporte que lo trasladaría a destino. Una hora y media después se bajó del autobús amarillo en el borde de un barrio muy elegante de la capital chilena. Emprendió una marcha sigilosa para rastrear la residencia adecuada con el fin de extraer unos “regalitos” de Navidad. Lo que más lamentaba, era que sus padres no estuvieran físicamente presentes para comprarles los mejores presentes que la fecha ameritaba. Éstos fallecieron prematuramente. Dominado por las cavilaciones avanzó por una calle poco transitada. Pocos autos circulaban por el sector. Lo mejor estaba por comenzar y consistía en escoger una casa en la que no hubiera nadie. Eso no se presentaba difícil en esta época del año, en que muchas familias iban a pasar las fiestas a la costa. No faltaban los que salían del país y volvían al año siguiente.

La calle continuaba cuesta arriba y el ascenso demandó un mayor esfuerzo físico, pero tras una curva muy pronunciada volvió a ser plana. Frondosos árboles cubrían la vereda y ocultaban la vista de las casas. Para verlas faltaba tener un agudo poder de observación. No se trataba de viviendas comunes y corrientes, como las que habitaría un trabajador u oficinista, sino de verdaderas mansiones. En cada una de ellas se podía observar a lo menos 4 ó 5 coches estacionados en el interior. Éstos no eran precisamente Fiat 600 ó escarabajos Volkswagen. No, allí el vehículo más humilde de todas formas terminaba siendo cuando menos un Mercedes Benz del año, sin que por ello los Jaguar fueran escasos. De repente incluso aparecía uno que otro Rolls Royce o Ferrari. Un hombre de experiencia en el oficio no podía dejarse impresionar por estos lujos y El Cerradura tenía una alta autoestima de sí mismo, y se creía un profesional de primera.
Sumido en tantas divagaciones apenas reparó en la señorial casa ubicada a su costado izquierdo. Repentinamente fijó su vista en ella y empezó a escudriñar los alrededores. Notó que aparentemente no estaba vigilada como en los otros casos. Tampoco semejaba estar habitada, pese a la grandeza física de sus dependencias. Tanta suerte no es común en un día de Navidad, pensó El Cerradura. Y para no correr el riesgo de equivocarse, subió por una bocacalle empinada en dirección al cerro. Así podría ver la construcción desde otro ángulo y vigilar el jardín. Eso mismo hizo durante una hora, ubicándose entre los árboles sin podar de un sitio eriazo contiguo. En todo ese lapso no observó movimiento alguno. Las ventanas se veían cerradas a cal y canto. Entrar podría ser factible si burlaba la alarma. Aquí venía la parte más difícil de realizar, con tanta nueva tecnología antirrobos los riesgos ya no eran mínimos como antes. Aun así, esta casa aparentaba estar desprotegida, hecho que confirmó al avistar que una ventana del segundo piso permanecía levemente abierta, lo que descartaba que la alarma estuviese conectada y en funcionamiento. El muro circundante era alto pero no imposible de escalar, con la ventaja que los árboles, ubicados en la parte trasera del jardín, taparían todo movimiento que intentara desde una esquina del terreno aledaño. Con sumo cuidado subió a un árbol y examinó nuevamente el bosque colindante, el que al ser tupido daba una cobertura magnífica para aproximarse a la puerta trasera sin ser visto. Sacó un par de guantes de goma transparente de los bolsillos y se los puso. Por experiencia sabía que no se puede dejar huellas digitales en ninguna parte y esto incluye el área de aproximación. Precavidamente buscó pedazos de tronco en los alrededores, producto de las podas de ramas y tala de árboles, hasta que encontró dos piezas de tamaño regular que servirían como soportes para escalar el muro. Las colocó contra la pared, formando una base con las piedras más grandes que localizó en el suelo, hasta que notó que no caería al pararse sobre los maderos.

Se encaramó y su pecho quedó a la altura del tope del muro, pudiendo ver el otro lado sin inconvenientes desde esa posición. El bosque tapaba la mayor parte de su campo visual, excepto un claro desde el que previamente observó la imponente casa. Extrajo del bolsillo del pantalón una tijera para metales que solía llevar para esas contingencias y cortó un tramo del alambre de púas instalado sobre la muralla. Se ayudó con las manos, y esforzándose pudo pararse sobre el muro, para luego descolgarse y caer suavemente sobre la tierra húmeda que rodeaba a los árboles.

El siguiente paso consistía en avanzar sigilosamente, hasta llegar a la puerta del lado de atrás. Para ello tuvo que bordear la piscina al salir del bosque y caminar unos 10 metros sobre un mullido césped verde, mejor cuidado que el de una cancha de fútbol, hasta que finalmente estuvo frente a la entrada. Todavía no salía de su asombro, en toda casa de estas dimensiones normalmente hay al menos un par de perros rottweiler furiosos en el jardín, de esos dispuestos a despedazar a cualquier intruso con un olor extraño. Aquí nada, ni siquiera un gatito diminuto que maullara.

Observó rápidamente los ventanales a los lados, de los que ninguno exhibía las clásicas cintas plateadas que indican la presencia de alarmas. Palpó su bolsillo derecho en busca de un instrumento producto de su propia fabricación: una ganzúa. La introdujo en la cerradura haciéndola girar suavemente hacia la derecha e intentó abrir la puerta. La primera vez fracasó y al segundo intento el pestillo cedió sin problemas. Toda la operación no duró más de quince segundos. Empujó la puerta sin generar ruido e ingresó. El interior de la casa se hallaba en el más absoluto silencio. Aquí penaban las ánimas. Le enormidad de los salones resultó sobrecogedora, pues El Cerradura jamás había estado en una vivienda tan espaciosa.

Lentamente avanzó unos metros por un pasillo que daba al comedor, antes de llegar al fondo abrió una puerta y vio una cocina digna de un restaurante con un rango de muchos tenedores. Las ventanas de la misma se veían cerradas y el ambiente era de una casi completa penumbra, aunque algo de luz penetraba por las rendijas. Esperó unos segundos interminables a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad reinante, prosiguió su inspección y se topó hasta un refrigerador tipo americano, de esos que tienen un dispositivo que permite sacar cubos de hielo y agua helada. Lo abrió y ante sus ojos aparecieron víveres y enlatados importados de todas las marcas imaginables. Algunas le resultaron familiares, por haberlas degustado en sus viajes o porque cuando se agenciaba un buen botín, se daba un gustito comprando en los supermercados y tiendas de delicatessen.

De pronto reflexionó y el subconsciente le recordó que estaba allí con la finalidad de producir, no para contemplar manjares exquisitos, que más tarde de todas maneras podría adquirir, con el dinero recibido después de reducir lo hurtado. En una casa así seguro que tendría que haber una buena cantidad de joyas, cuadros caros y, posiblemente, dinero en efectivo. Si se trataba de dólares mejor aún, los pesos chilenos formaban un bulto grande y a veces no tan fácil de transportar, si la cantidad era respetable. Los cuadros no complicaban el panorama, generalmente se descolgaban y cortar el lienzo no presentaba mayores dificultades. Pasó al comedor y con la ayuda de una linterna examinó las paredes. Lo que vio lo dejó casi sin respiración: cuadros de la colonia, de las escuelas quiteña y cuzqueña. La sala principal cubría al menos unos quinientos metros cuadrados y de las paredes colgaban tesoros aún más caros: óleos de Chagall, Picasso, Guayasamín, Pacheco Altamirano, Matta, Degas, Matisse, Pissarro y Magritte completaban una escena casi surrealista. El Cerradura poseía su propia cultura pictórica, no en vano recorrió numerosos museos en sus giras por Europa, sin que ese amor por el arte le haya impedido salir de allí con unas cuantas billeteras que no eran precisamente propias.

Convencido que sería muy difícil llevarse tantas obras de arte juntas y, que si lo lograba, reducirlas sin que lo atraparan los efectivos de la Policía de Investigaciones resultaría aún más complicado, optó por buscar la escalera que conducía al segundo piso. La encontró en un hall que daba a la puerta principal. Subió con lentitud y muy precavidamente, peldaño por peldaño, pisando casi con miedo el mármol blanco que los cubría. Una vez arriba, se vio en medio de un corredor oscuro. Caminó sin prisa y ayudándose con su linterna de mano. Todas las puertas estaban cerradas. Contó doce habitaciones, pero la que importaba era la principal, en la que generalmente se guardaban las joyas. ¿Cuál de todas sería? Abrió una puerta y entró a la habitación. Ésta era por sí sola un departamento aparte, con estudio y baño propio. En el velador contiguo a la cama descolgó el teléfono y comprobó que la línea funcionaba sin problemas. Sintió deseos de hacer un par de llamadas al extranjero, pero esa gracia lo podría delatar durante las investigaciones posteriores. Curiosear el baño hecho con mármol de Carrara fue majestuoso. Sintió ganas de meterse en el jacuzzi y refrescarse, pero el llamado del deber fue mucho mayor. Salió y continuó inspeccionando las demás habitaciones del segundo piso, todas exageradamente grandes y elegantemente amobladas, pero tristemente desocupadas. Solamente quedaba la del fondo y hasta ahora no había encontrado mayor cosa: unos pocos anillos de brillantes, un puñado de pesos chilenos y un par de miles de dólares en billetes. Nada del otro mundo para una casa tan grande, aunque serviría para pasar la Navidad y el verano sin mayores necesidades. Empuñó la cerradura de la única habitación que no había revisado e ingresó furtivamente a la misma.

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