miércoles, 9 de diciembre de 2009

El ladron de navidad 2ª Parte

Segunda Parte

La sorpresa

Como ya conocía las otras dependencias, inmediatamente supo cuál puerta abrir en la antesala. Efectuó la operación sin dilaciones y pasó al interior. Ahora se hallaba en la habitación de la ventana que se veía entreabierta desde el exterior. Aquella ventana desde lejos parecía apenas abierta. Aquí la ilusión óptica se reveló rápidamente, sobraba luz natural y esto dio paso a una fulgurante sorpresa, de esas capaces de arrancar un grito de espanto a cualquiera, incluso a hombres duros y curtidos como El Cerradura. Sobre la espaciosa cama yacía una persona, recostada y muy serena. Ella ni se inmutó al enfrentar su mirada con el intruso, siguió pacíficamente acostada y esperó que el inesperado visitante se tranquilizara para dirigirle unas palabras:
―¿Vio algún fantasma acaso? ¡Cálmese por favor, no me va a decir que me tiene miedo a mí! ¿En qué le puedo servir?
La cara de El Cerradura adquirió un color cenizo y las manos le temblaban. No sabía qué hacer, si matar a la anciana y largarse o contestar la pregunta. En su carrera delictiva nunca mató ni hirió a nadie y tampoco quería comenzar ahora. Tiritando de miedo, con el temor de que la mujer seguramente activó algún tipo de alarma para llamar a la policía y pensando que en cualquier momento los agentes del orden aparecerían para arrestarlo, articuló un par de palabras no muy coherentes:
―Eeen naada por el momento. No se preocupe, que ya me voy.
La señora respondió sin demora:
―¿Pero por qué se quiere ir tan pronto? ¿Recién llega, no saluda, no se presenta y ya se quiere ir? ¿Vio alguna mala cara en esta casa? ¿Por qué no se sienta?
El Cerradura ya no sabía qué decir e insistió en irse:
―Mejor que no. Créame que es preferible que me vaya. Le prometo que no le voy a hacer daño.
La veterana ni se inmutó ante el anuncio y más bien trató de entablar una conversación:
―¿Hacerme daño? ¿Qué daño podría hacerme usted? ¿Matarme? ¿Para qué? De todas maneras estoy casi muerta. Pero si quiere hacerlo adelante, que igual no voy a oponer resistencia, ni tampoco puedo hacerlo. Pero antes cuénteme, ¿quién es usted?
El delincuente, influenciado por su habitual incredulidad, no daba crédito a sus oídos, pero se relajó un poco y contestó:
―Todos me conocen como El Cerradura.
La mujer se presentó:
―Encantada de conocerlo, señor Cerradura, soy María de los Ángeles de Saralegui Alcorta y Torremorena Albán. ¿Qué se le ofrece?
Tanto apellido confundió aún más al hombre, que apenas balbuceó:
―Bueno nada.
La anciana replicó afablemente:
―¿Nada? ¿Me viene a ver el día de Navidad y me dice que no quiere nada? Vamos algo querrá. ¿Por qué vino, señor Cerradura? No sea tímido y dígamelo de una vez, no actúe como si lo fueran a descuartizar. Supongo que no piensa que una vieja paralítica le puede hacer daño.
El Cerradura se sinceró ante tanta amabilidad:
―La verdad es que soy ladrón. Entré a esta casa para robar, andaba buscando objetos de valor y me encontré con usted. Le juro que si no llama a la policía, me voy inmediatamente y no me apropio de nada. Hasta le puedo devolver lo que me estaba llevando, pero por favor no me entregue. No quiero pasar la Navidad y el verano en “cana”.
Después de pronunciar las últimas palabras sacó todo lo que sus bolsillos guardaban y lo puso sobre la cama de la abuela. Ella sonrió y con un ademán rechazó la oferta:
―No necesita devolver nada. Llévese todo lo que quiera, que igual no voy a llamar a nadie.
Para El Cerradura la oferta resultó abiertamente tentadora. En toda su larga vida delictiva jamás le pasó que alguien le hiciera semejante proposición. Pensando que tal vez entendió mal o que podría existir una trampa, prefirió preguntar:
―¿En serio me lo dice?
La contestación no tardó en llegar:
―Por supuesto que es en serio. No estoy bromeando. Puede llevarse lo que quiera. Yo no necesito dinero, joyas ni objetos de valor. Así como estoy, nada de eso me sirve. Y si me quiere matar, hágalo ya y rápido, por favor. No se preocupe, que no voy a gritar.
Lo último hizo que El Cerradura se sintiera ofendido:
―No la voy a tocar siquiera. Yo soy ladrón pero no asesino. Además también tuve abuelita y la quería muchísimo. Se me fue hace un par de años y nada en el mundo me la va a poder devolver.
El anuncio conmovió a María de los Ángeles:
―Lo siento, señor Cerradura. ¿De verdad quería a su abuelita? Siempre pensé que los delincuentes no tenían sentimientos.
La respuesta tardó unos segundos en llegar:
―Claro que quise a mi abuelita.
―¿Tiene hijos, esposa o padres? ―la mujer resultó más curiosa de lo esperado.
―Ninguna de las tres cosas.
La señora quería saber a toda costa los pormenores de la vida del intruso:
―Usted no parece malo. ¿De verdad es delincuente?
―Sí, lo soy, pero no hago daño ―explicó El Cerradura.
María de los Ángeles quedó perpleja ante la respuesta. Ella siempre imaginó que los delincuentes eran unos animales sedientos de sangre y casi no creía que el individuo parado frente a su cama no lo fuera. En su fuero interior se sentía feliz que alguien le hiciera compañía en el día de Navidad y no pudo dejar de comentárselo a su interlocutor:
―Me parece increíble lo que me cuenta. ¿Si su abuelita viviera usted estaría con ella en un día como hoy?
―Ni lo pensaría dos veces. Ella y mis padres fueron muy importantes y siempre los recordaré.
Al llegar a ese punto, María de los Ángeles decidió contarle su historia al hombre. Comenzó por narrarle algo de su vida familiar, hasta que alcanzó al hito en el que aparecen los hijos y nietos. El Cerradura sintió un escalofrío agudo e insospechado, pensando en que éstos se podrían presentar en cualquier momento a visitar a la anciana y se lo consultó. Ella lo tranquilizó, diciéndole que sus descendientes no acudirían y en el intento se le soltó la lengua, dando rienda suelta a muchas intimidades familiares:
―A mis hijos y nietos no les intereso ni en lo más mínimo. Ellos solamente esperan a que muera para repartirse todas mis posesiones materiales, que por cierto no son pocas. Me odian porque estoy viva y muy lúcida.
―¿Cómo puede ser eso? Debe haber una equivocación de su parte.
La voz de María de los Ángeles cobró fuerza y con renovados bríos soltó una ráfaga de realidades:
―No hay error alguno. De eso estoy muy segura. Todo lo que le digo es cierto. Mis hijos y nietos son unos chupasangres, que de vez en cuando me adulan, para que les firme unos cuantos cheques o les traspase acciones de las empresas familiares. Es lo único que les interesa de mí.
Para El Cerradura todo esto surgía como un caso altamente incomprensible. Se encontraba ante una mujer que detentaba todo el lujo y la riqueza que él podría anhelar y ella, sin embargo, no se mostraba feliz. Internamente el bandido empezó a cuestionarse a sí mismo, por pretender apoderarse de lo ajeno para convertirse en un individuo acaudalado. La conclusión a la que lo condujo su reflexión no le pareció digna de ser idealizada. Más bien se sentía conmovido, miserable y sin ganas de robar. Solamente quería alegrar la Navidad de esa pobre mujer rica. Ahora su deseo era atinar a concebir algo para contrarrestar la amargura contenida en el corazón de María de los Ángeles. Sus células grises se activaron y lentamente iniciaron un proceso para urdir algo que la dejara dichosa. De repente la idea acudió a su mente y se la hizo saber a su nueva amiga:
―¿Tiene hambre?
―No mucha. ¿Me quiere invitar a un restaurante? Le recuerdo que no puedo caminar. Pero puede hacer que nos traigan algo. Haga el pedido por teléfono. No se preocupe, que yo pago. Le recomiendo “La Belle Epoque”, tienen un chef de primera que hace poco trajeron de Francia.
El Cerradura sonrió y con un ademán rehusó la oferta, antes de decirle sus intenciones a María de los Ángeles:
―No hace falta que gaste su dinero. Puedo preparar una cena abajo en la cocina. Sé cómo hacerlo. Y por favor no piense que lo hago para que me dé algo.
―¿Sabe cocinar? ―le espetó María de los Ángeles con un cierto grado de desconfianza hacia sus habilidades culinarias.
―Por supuesto ―replicó El Cerradura con aires de confianza.
La anciana permaneció pensativa durante unos instantes antes de hacer la siguiente pregunta:
―¿Me haría mi plato preferido?
―¿Cuál es?
―Filete a la plancha con salsa de pimienta negra hecha con un ligero toque de vino tinto, acompañado de ensalada surtida pero con hartos palmitos y “croutons” crujientes.
El asaltante sonrió y le dijo que para él no era problema alguno elaborarle aquel plato. Sin más cruces de palabras bajó a la cocina y se puso a preparar lo que le pidieron. No se limitó a eso, además hizo una entrada de camarones aderezados con jengibre y flambeados en Grand Marnier, con una decoración impecable en la que usó todos los vegetales que encontró a mano.
Como su anfitriona no podía permitirse el lujo de bajar al comedor, se las ingenió y metió en su habitación una mesa de tamaño mediano, sobre la que dispuso lo que preparó, junto con cubiertos de plata, vajilla de porcelana fina, copas de cristal de roca y una botella de vino sacada de la cava ubicada en el sótano, y que correspondía a una cosecha de los años 50. María de los Ángeles quedó muy admirada cuando miró el despliegue y quiso decirle que tenía un muy buen gusto para ser solamente un delincuente vulgar y sin educación, pero prefirió morderse la lengua. En lugar de eso le comentó que lamentaba haberlo hecho trabajar en el día de Nochebuena. El Cerradura le dijo que no se preocupara de eso y, acto seguido, le sirvió un plato de comida que ella devoró con ansias. Una vez transcurrida la cena, los dos se dedicaron a conversar sobre temas diversos, hasta que ella sintió sueño. El Cerradura miró por la ventana y notó que ya era noche cerrada en Santiago. Se disponía a despedirse y a marcharse, cuando María de los Ángeles lo reprendió:
―¡No se puede ir con las manos vacías! Tiene que aceptarme un regalo de Navidad, así como yo acepté su cena o de lo contrario me enojo.
El Cerradura protestó y dijo que lo de la cena no lo había hecho por interés. Ella siguió inflexible y con voz firme ordenó:
―Abra el clóset que está al costado de mi cama. Va a ver un tabique de madera en el fondo. Empújelo primero hacia atrás y luego hacia el lado.
El hombre obedeció imaginándose lo que ella se proponía. Primero presionó hacia el atrás y el tabique retrocedió un par de centímetros. Pero al empujarlo hacia el lado, éste no cedió. María de los Ángeles se impacientó y alzando la voz le indicó:
―¡Con fuerza! Debe estar trabado, hace años que no se abre.
Esta vez Cerradura empujó con toda su fuerza y el tabique cedió rechinando. Cuando terminó de moverlo, asomó ante sus ojos una caja fuerte más alta que él, de esos modelos que se abren con una clave de números. Ya urdía cómo abrirla cuando ella lo sacó de sus pensamientos:
―Por favor ábrala. Le dicto la clave…
Dos minutos después la pesada puerta de hierro cedió y el contenido deslumbró a Cerradura. El interior lucía lleno de dinero, pero no de Pesos chilenos, sino de billetes en fajos de 100 Dólares. El pobre Cerradura no daba crédito a sus ojos. Toda una vida dedicado a robar y de repente tenía ante sí una suma con la que nunca siquiera fantaseó. La voz de María de los Ángeles nuevamente lo interrumpió:
―Es una buena cifra la que hay adentro. Está allí desde que mi esposo murió. Nadie más sabe de la existencia de este dinero. Solamente usted y yo. A mí no me sirve, no creo que me quede mucha vida y no se lo quiero dejar a mis parientes. ¿Para qué habría de hacerlo? ¿Para que se peleen como hienas entre ellos el día que muera? Le aseguro que empezarían antes que mi cadáver comenzara a enfriarse.
Cerradura escuchaba sorprendido las sórdidas historias acerca de la familia de María de los Ángeles y solamente quiso enterarse del destino de aquellos billetes:
―¿Qué piensa hacer con esto entonces? Lo puede donar a la Teletón o a alguna institución de beneficencia.
―Podría hacerlo, pero no tengo ganas. Se lo regalo a usted. Si quiere, usted se encarga de darle una parte a los de la Teletón.
Cerradura enmudeció. Quedó atontado y las palabras le salieron con bastante dificultad:
―¿Por qué a mí?
―Porque usted es un hombre bueno y no tiene porqué andar robando casas para sobrevivir. Podría dedicarse a algo mejor que eso. No creo que prefiera seguir en lo mismo, arriesgándose a que algún día lo descubran y a terminar en la cárcel.
―¡Obviamente que no quiero eso!
―Entonces acepte este pequeño regalo navideño. Es lo menos que puedo hacer por usted, después de lo bien que se portó hoy conmigo.
La mirada de Cerradura se posó en los bien ordenados montones de billetes y, por su masa encefálica desfilaron diversos sentimientos y sensaciones. No pudo disimular la emoción que lo embargó en el momento. Finalmente y con un sentido eminentemente práctico le dijo su parecer a María de los Ángeles:
―Es imposible que me lo lleve todo. Simplemente no me cabe en las manos y no vine en coche.
Ella le dio la solución:
―Llévese hoy lo que buenamente logre cargar en un bolso. Puede volver otro día y se lleva el resto. Y así me visita nuevamente y me prepara otra cena igual de rica. ¿Qué le parece?

Epílogo

Cerradura se llevó lo que pudo ese día y que no fue poco. Tuvo una Navidad espectacular. Volvió el 27 de diciembre manejando un flamante vehículo comprado el día anterior. Adquirió una hermosa casa con piscina y un frondoso bosque en el mejor barrio de la ciudad, un departamento muy grande y lujoso en Viña del Mar y otros dos en Miami y Nueva York. Una parte del dinero la invirtió en comprar grandes extensiones de tierras en el sur de Chile, en las que dio trabajo a muchos cesantes y ex reos con deseos de rehabilitarse. Otra parte fue para adquirir acciones en las bolsas de Santiago, Londres, Frankfurt y Nueva York. Con el paso del tiempo demostró tener mucho olfato para hacer buenos y muy lucrativos negocios. El resto del dinero lo guardó en una cuenta bancaria en el exterior. María de los Ángeles lo nombró heredero del resto de sus bienes para disgusto de su querida y nada ambiciosa familia. Cerradura se casó, tuvo varios hijos y fue muy feliz. Nunca más volvió a robar…

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